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Zina no tenía hermanos varones. Como era la mayor, había aprendido el izinduku. El arte marcial zulú solía estar reservado a los varones, pero había demostrado una habilidad y una saña poco comunes para una muchacha tan guapa. Su padre se marchó un día al bosque para tallarle un bastón a su medida. Se peleaba con los chicos, devolviéndoles hasta el último golpe, ajena a las burlas.

Su padre había sido destituido de su estatus por insubordinación a las autoridades bantúes, las cuales, con el pretexto de obedecer a las leyes del apartheid, habían permitido una autonomía relativa a los jefes tribales: no estaba dispuesto a ser uno de esos reyezuelos comprados por el poder blanco cuyas milicias no tendrían reparos en imponer el orden a golpe de porra en el interior de los bantustán. Habían destruido su casa con una apisonadora, habían matado a sus animales, expulsado al clan y dispersado a sus miembros en las chabolas vecinas.

Zina había decidido devolver los golpes. Como el ANC estaba prohibido, y sus miembros llevaban veinte años en prisión, se afilió al Inkatha zulú del jefe Buthelezi.

Había pocas mujeres combatientes en el Inkatha: a veces, sirviéndose del club de punto como tapadera, ayudaban a organizar reuniones políticas o a ocultar a simpatizantes blancos para evitar que fueran detenidos por el ejército o linchados por los comrades. Zina se había manifestado con los bastones zulúes que les estaba permitido llevar, y había amenazado al poder blanco desfilando con armas imaginarias, había impreso panfletos, atacado y huido de los militantes del ANC-UDF, que hasta entonces representaban a la oposición. A fuerza de aplacar su feminidad en los ámbitos masculinos, su parte amordazada había resurgido, volcánica: violencia vana, amores y desilusiones telúricas, hacía tiempo que Zina había tirado su corazón desde lo alto de un puente y esperaba a que una niña fuera a recogerlo, ella misma.

Los años de apartheid habían pasado, años de adulto: el combate político la había vuelto como la madera de los bastones que su padre tallaba para ella. Al abrazar a sus enemigos políticos, el presidente Mándela había puesto fin a las matanzas, pero el mundo, en el fondo, no había hecho sino desplazarse: hoy el apartheid ya no era político sino social, y ella seguía en lo alto del puente, inclinada sobre su gran corazón caído.

Pero Zina no perdía la esperanza, no del todo. Era una mujer inteligente: cultivaba su agilidad…

Ali Neuman descansaba sobre la cama de hospital, con una sonrisa pálida a guisa de bienvenida. Ella arqueó una ceja irónica:

—Y yo que creía que los reyes zulúes eran inmortales…

—No estoy muerto —dijo él—. Todavía no.

La bala de Gulethu había atravesado su costado izquierdo y resbalado por una costilla, a escasos milímetros del corazón. La fisura que tenía en el hueso le hacía soltar suspiros complicados. Reposo total, había recomendado el médico del hospital: una o dos semanas, hasta que el cartílago se consolidara de nuevo.

—¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?

—He leído tus hazañas en el periódico —se burló—. Enhorabuena.

—Doce muertos no es exactamente lo que yo llamaría una hazaña.

Los pájaros cantaban por la ventana de la habitación. Zina llevaba un vestido azul noche y un cordón trenzado al cuello, del que colgaba una piedra azul cobalto. Vio el ramo de iris que adornaba la mesilla:

—¿Una admiradora?

—Peor todavía: mi madre.

Zina cogió el libro que había junto a las flores.

—¿Y esto?

—Un regalo de Brian.

—¿Un amigo?

—El último.

Zina leyó el título en voz alta:

—Juan Pablo II: textos esenciales… Esbozó un gesto interrogativo de lo más encantador.

—Soy un poco insomne —dijo Ali, recurriendo a un eufemismo—: Brian espera poder dormirme con eso…

—¿Y funciona?

—Por lo general me quedo roque nada más leer la portada.

Zina sonrió, a la vez que una gota de sudor rodaba entre sus pechos. En lo que dura un sueño, el rocío de su piel desapareció bajo su vestido.

—¿Cuándo saldrás de aquí? —le preguntó.

—Dentro de un rato, para la conferencia de prensa.

—Huy seguro que tu médico estará encantado.

—Puedo andar.

—¿Hasta dónde? ¿Hasta la puerta?

El tono era alegre, pero Ali no sonrió. Vio sus pies desnudos sobre el suelo plastificado, el reflejo de sus piernas a la luz del sol y el deseo que le atenazaba la garganta.

—Actúo el sábado en el Rhodes House —le dijo—. Es la última actuación de la gira.

—¿Ah, sí?

Ali interpretaba mal un papel que, sin embargo, se sabía de memoria. No se habían dicho nada la otra noche en el camerino: él había huido de sus labios para contestar a la llamada de Janet Helms y se había marchado sin una sola palabra. Zina no sabía lo que pensaba, si todavía la creía sospechosa de matar a la gente, como en los tiempos del Inkatha; no sabía siquiera si seguía en lo alto del puente, esperando ese día que nunca llegaba.

Se inclinó sobre el río que corría, fue un impulso irresistible: un trozo de su alma se ahogó cuando rozó con la boca sus labios. No pensó más en la niña asomada al puente bajo la lluvia. Ali esbozaba un gesto hacia ella, el primero, cuando llamaron a la puerta.

La masa del mundo no tardó en separarlos.

Una gruesa señora negra cargada de provisiones irrumpió en la habitación, palpando el aire con su bastón. Josephina adivinó una silueta femenina junto a su hijo y se echó a reír:

—¡Oh, os he interrumpido! ¡Oh! ¡Cuánto lo siento!

—No, si yo ya me iba —mintió Zina.

—Ji, ji, ji.

Josephina dejó sus provisiones al pie de la cama antes de desplazar su quintal de grasa hasta Zina. Ali se la presentó, pero Josephina ya la estaba observando, con las yemas de los dedos.

—Ji, ji, ji.

—Bueno, mamá, ya vale…

Pero Josephina estaba feliz: el rostro de la mujer era noble, sus formas, generosas, un dulce sauce inclinado sobre la cama de su hijo…

—Es usted zulú, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí… De hecho, su hijo preferiría que lo fuera un poco menos…

Zina le guiñó el ojo al hombre que yacía en la cama y se marchó como una exhalación.

Ali palideció un poco más.

Apoyada en su bastón, su madre lo miraba como si fuera un superhombre:

—¡Qué buen aspecto tienes, hijo!

Ali tenía en la boca el sabor de los labios de Zina, y en el corazón, un agujero negro.

* * *

Brian compró un león amarillo y rojo a los vendedores ambulantes, y una cebra para Eve: figuritas de alambre que hacían en los townships… Llamó al telefonillo; sentía la garganta un poco seca.

—¿Sí? —dijo una voz de mujer.

—¿Claire? Soy Brian…

—¿Quién?

Calma blanca bajo el sol reventado.

Sensación de arenas movedizas en la acera.

Las veladas bien regadas de alcohol habían sellado su amistad: a Dan no le hubiera gustado que abandonara a su mujer con el pretexto de que él ya no estaba.

—Déjame entrar, Claire —insistió—: Sólo un momento.

Primero hubo una fuerte densidad de silencio, seguida de un suspiro apenas perceptible y un clic electrónico que abrió la verja.

El sol inundaba el pequeño jardín de la casa. Eve y Tom se salpicaban dentro de una piscinita de plástico ante la mirada atenta de su tía Margot, que lo saludó con una sonrisa ocupada.

—¡Tío Brian! ¡Tío Brian!

Los niños se lanzaron a su cuello como si fuera un poni, festejando sus regalos.

—¿Dónde está Ali? —preguntó Tom.

—Se está pintando las uñas: vendrá a veros cuando se le haya secado el esmalte.

—¿De verdad? —se maravilló Eve.

Claire estaba en la terraza, terminando de preparar las galletas que los niños acababan de amasar. Con el pretexto de un nuevo juego, Margot atrajo a los niños hacia la piscina. Brian se acercó a la mesa donde la joven se aplicaba en silencio.

—Te dije que prefería estar sola —dijo, sin levantar la cabeza.

Brian se metió las manos en los bolsillos para no fumar.

—Sólo quería saber cómo estabais.

—¿Qué quieres saber exactamente?

—¿Qué tal están los niños?

—¿Has visto alguna vez a algún huérfano dar saltos de alegría?

—Estás viva, Claire —le dijo en tono amistoso.

—No estoy muerta: pequeño matiz.

La joven viuda levantó los ojos, pero la pena se la había tragado al interior de sí misma. Hasta el azul de sus iris estaba desleído.

—La situación ya es bastante complicada de por sí, ¿no crees?…

—Es verdad que podría ser peor —replicó ella, con una sonrisa feroz—: También está el cangrejo, que podría arrancarme el pecho. Pero, menos mal, tengo suerte, ¡ya vuelve a crecerme el pelo! Es fantástico, ¿no?

Sus manos temblaban sobre la masa de las galletas.

—¿Has recibido mi paquete? —le preguntó Brian.

—¿Las cosas de Dan? Sí… Tendrías que haber metido también sus manos en la caja: de recuerdo.

Su maldad la iba a hacer llorar. Se le estaban llenando los párpados hinchados de gruesos lagrimones. Brian ya no la reconocía. Sin duda ella tampoco a él…

—Vete, Brian —dijo—. Por favor.

Los gritos de los niños resonaban desde la piscina. Desamparado, Brian le besó el cabello sintético, mientras ella aplastaba a puñetazos las figuritas de galleta.

* * *

Las zonas entre dos aguas de Nyanga, Crossroads y Philippi concentraban la mayoría de los asentamientos ilegales. Esas zonas tenían sus propias leyes, sus shebeens y sus burdeles, su música y sus carreras de caballos. Algunos shacklords, los señores de los bajos fondos, imponían efímeros reinos. Sam Gulethu se contaba entre ellos.

Terminaron por encontrar el hangar, un antiguo plaza shop, que les servía de escondite, en la frontera con Khayelitsha. Las huellas y restos de ADN que había en las colillas confirmaban que la banda había vivido allí un tiempo. El hangar estaba habilitado como vivienda —dormitorio, cocina—, y las aberturas, protegidas con placas de acero: un cuartel general fácil de defender en caso de ataque de una banda rival, con un garaje cerrado y una callejuela que llevaba a las dunas del public open space vecino. Un 4x4 podía plantarse en la carretera nacional en pocos minutos, y en Muizenberg en menos de media hora. La policía no había dado con el stock de droga, pero sí había encontrado jeringuillas sin usar y residuos de marihuana por todo el hangar. Dos de los tsotsis abatidos en el ataque al Marabi eran viejos conocidos de la policía: Etho Mumgembe, un antiguo witdoeke, esos militares tolerados por el apartheid que se enfrentaban a la juventud progresista de los bantustán, y Patrice «Tyson» Sango, exsargento reclutador en una milicia rebelde del Congo, buscado por crímenes de guerra. No se sabía qué había impulsado a los tsotsis a matarse entre ellos en el sótano, si Gulethu los había eliminado porque los perseguía la policía: habían encontrado sesenta y cinco mil rands en los bolsillos del «zulú». Sin duda, el dinero de la droga. Eso no decía nada de dónde estaba el stock, ni si todavía existía, si alguna mafia abastecía a la banda, pero los análisis toxicológicos explicaban el ataque suicida contra el cuartel general de los americanos: Gulethu y sus matones estaban colocados hasta las cejas de esa droga a base de tik que tenía el mismo índice de toxicidad que la que habían consumido los tsotsis destripados del sótano. ¿Se habrían hecho adictos ellos también? ¿Acaso los manipulaba Gulethu para llevar a cabo sus ritos criminales? El hangar estaba repleto de armas: revólveres de la policía con los números de serie rayados, granadas ofensivas, dos fusiles de asalto y bastones de combate zulúes. Uno de éstos, más corto, un umsila, todavía manchado de la sangre de Kate Montgomery tenía las huellas de Gulethu. El mechón de cabello de la joven y las uñas estaban escondidos en una caja de hierro bajo un colchón improvisado, junto con otros amuletos.

Gulethu no había tenido tiempo de elaborar su muti, y su «combate» contra los americanos le había salido mal: delirio guerrero, etnocida o suicida, fuera cual fuere el pensamiento arcaico del «zulú», sus secretos habían muerto con él.

De todas maneras, ya no había tiempo para elucubraciones psicológicas: la sala del palacio de justicia de Ciudad del Cabo estaba abarrotada, todo el mundo quería asistir a la conferencia de prensa del jefe de la policía, reinaba un ambiente febril. Fotógrafos y periodistas se apiñaban ante el estrado donde el superintendente, con su uniforme de gala, ofrecía las primeras conclusiones de la investigación.

Doce muertos, entre los cuales dos policías, seis personas ingresadas en el hospital en estado crítico: la intervención en el township de Khayelitsha se había saldado con una matanza. Con la campaña anticrimen del FNB, las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina y los objetivos político-económicos del dichoso Mundial de Fútbol, Karl Krugë se jugaba su jubilación anticipada con ese asunto.

Alabó a la policía criminal, que había aniquilado a la banda mafiosa y al asesino de las dos jóvenes, antes de confundir con su elocuencia a los asistentes: no había ningún resurgimiento de identidad zulú, ni miembros decepcionados del Inkatha dispuestos a enfrentarse al resto del país para reclamar la secesión o la independencia. No había tampoco grupos políticos extremistas, ni etnia pisoteada, tan sólo una banda de mercenarios vinculada a las mafias que traficaba con una nueva droga en la península, y su jefe, Sam Gulethu, un tsotsi embrutecido por años de violencia que se tomaba por el ángel exterminador, iluminado por alguna visión indigenista y un montón de creencias confusas, presa de una mezcla de brujería y tik, de venganza y de degeneración crónica. No era más que un cobarde que aprovechaba la ingenuidad de la juventud blanca para ajustar cuentas con sus viejos demonios.

El caso Wiese/Montgomery estaba cerrado. El país no era presa del caos sino de problemas coyunturales…

Al amparo de los flashes, Ali Neuman observaba la escena con un confuso malestar.

Acababa de hablar con Maia por teléfono. Habían quedado en Marenberg, donde había vivido Gulethu. Cada paso se le clavaba en el corazón, pero podía avanzar. Los periodistas se empujaban unos a otros ante el estrado, donde Krugë sudaba en su uniforme impecable… Neuman no esperó a que terminara la conferencia de prensa para abandonar el palacio de justicia.

Epkeen ni siquiera había ido.