Hout Bay era el puerto pesquero más importante de la península. Los primeros barcos volvían de alta mar, con una nube de gaviotas detrás. Epkeen saludó a la colonia de leones marinos que vivía en la bahía, pasó por delante del pintoresco Mariner’s Wharf y de las marisquerías que bordeaban la playa y aparcó el Mercedes delante de los puestos del mercado.
Mujeres muy engalanadas colocaban sus juguetes de madera antes de la llegada de los turistas. La agencia ATD estaba un poco más lejos, al final de los muelles. Una de las agencias de seguridad más importantes del país. Nombre del responsable de Hout Bay: Frank Debeer.
Epkeen dejó atrás los almacenes de refrigeración donde obreros negros esperaban el botín del día, y se dirigió a la agencia, un edificio con columnas aislado de la actividad del puerto. No había nadie en la entrada, tan sólo un Ford con los colores de la empresa asándose en el patio. Fue hasta el hangar vecino y empujó la pesada puerta corredera: otro Ford abigarrado acechaba en la penumbra, ocultando apenas las líneas oscuras de un 4x4 Pinzgauer.
Había un nido de golondrinas bajo las viguetas metálicas. Epkeen se acercó al vehículo y comprobó la puerta: cerrada. Se inclinó sobre las lunas tintadas: era imposible ver el interior del habitáculo. La carrocería estaba como nueva, sin rastro de pintura fresca… Estaba inspeccionando las escasas marcas de tierra en los neumáticos cuando resonó una voz a su espalda:
—¿Busca algo?
Un blanco gordo con un pantalón de faena azul se acercaba desde el patio: Debeer, un afrikáner de mediana edad con gafas de sol de cristales de espejo y una enorme barriga cervecera. Epkeen enseñó su placa a las golondrinas.
—¿Es usted Debeer?
—Sí, ¿por qué?
—¿Es suyo este juguete? —preguntó, señalando el coche.
El tipo se colocó los pulgares bajo la tripa, en las trabillas del cinturón.
—Es de la agencia. ¿Por qué?
—¿Lo utilizan a menudo?
—Para las patrullas. Le he preguntado que por qué lo quiere saber.
—Aquí las preguntas las hago yo, y no me hable con ese tono: ¿qué patrullas son ésas?
La mirada que intercambiaron era como una pax americana en ese principio de milenio.
—Nuestro trabajo —rezongó Debeer—. Somos una agencia de seguridad, no de información.
—Supuestamente, la policía privada debe colaborar con la SAP —replicó Epkeen—, no ponerle la zancadilla. Estoy investigando un homicidio: usted es el jefe, así que va a contestar a mis preguntas o le prendo fuego a su agencia. ¿En qué consisten sus patrullas?
El afrikáner metió tripa en un gesto de impaciencia.
—Nuestras patrullas cubren toda la península —dijo—. Depende de las llamadas que recibamos. Aquí abundan los robos.
—¿Patrullan de noche?
—Las veinticuatro horas —replicó Debeer—: Lo pone en todos nuestros rótulos y carteles.
Las golondrinas se pusieron a piar bajo las viguetas del hangar.
—¿Quién utilizó este vehículo el jueves de la semana pasada? —preguntó Epkeen.
—Nadie.
—¿Cómo puede saberlo sin consultar sus registros?
—Porque quien lo utiliza soy yo —contestó.
—Este vehículo fue filmado en Badén Powell a las dos de la madrugada —anunció Epkeen— del jueves pasado.
Se estaba tirando un farol.
Debeer hizo una mueca que se perdió en su papada.
—Puede ser… Yo tenía el turno de noche la semana pasada.
—Pensaba que me había dicho que nadie había utilizado el Pinzgauer.
—Nadie aparte de mí.
El tipo jugaba a hacerse el tonto.
—¿Recibió una llamada por alguna urgencia? —quiso saber Epkeen.
—No esperamos a que desvalijen a la gente para patrullar —replicó el responsable.
—Así que patrulló esa noche por Badén Powell.
—Si usted lo dice.
Debeer echó los testículos hacia delante, en un gesto provocador: era un chulo prepotente. Epkeen se cruzó con su propio reflejo en las gafas del gordo: no era muy brillante que digamos.
—¿Patrulla usted solo?
—No necesito a nadie para hacer mi trabajo —aseguró el grueso afrikáner.
—¿No trabajan por parejas?
—Pasamos más tiempo dando parte de los robos con allanamiento cuando ya se han producido: a veces, basta ir uno solo.
Menos mano de obra igual a más beneficios, aunque el resultado fuera que se descuidara el trabajo: un clásico de la época que no lo convencía mucho. Epkeen se sacó una foto de la cazadora.
—¿Reconoce esta casa?
Debeer habría leído cinco líneas de chino con el mismo interés.
—No me suena.
—Una casa entre las dunas, junto a Pelikan Park. No la protege ninguna empresa de seguridad: un poco extraño para una casa aislada, ¿no le parece?
Se encogió de hombros:
—Si a la gente le gusta que le roben, allá ella.
—Esa casa está en su sector: ¿no trató nadie de captar a los propietarios como clientes de su empresa?
—Soy director de la agencia, no comercial —rezongó Debeer.
—Ya, pero también tiene toda la pinta de ser un mentiroso. Me da a mí que miente como respira…
—No respiro: por eso me dieron este puesto.
Sobre sus anchas caderas colgaban una porra, un móvil y su arma de servicio.
—Es usted expolicía, ¿verdad? —le dijo Epkeen.
—No es asunto suyo.
—¿Puedo echarle un vistazo al vehículo?
—¿Tiene una orden?
—¿Y usted tiene alguna razón para no enseñarme lo que hay dentro?
Debeer dudó un momento, emitió un sonido de lo más desagradable con la boca y se sacó una llave del bolsillo. Los faros del Pinzgauer parpadearon.
El 4x4 olía a desinfectante para váter. La parte de atrás estaba acondicionada para transportar mercancías. Epkeen inspeccionó el habitáculo: todo estaba limpio, no había el más mínimo residuo en el cenicero, ni siquiera una mota de polvo en el salpicadero…
—¿Qué suele transportar en este coche?
—Depende de la intervención —contestó Debeer a su espalda.
Dentro cabían ocho personas. Epkeen salió del vehículo.
—¿Lo ha limpiado hace poco?
—Eso no está prohibido, que yo sepa.
—Tiene gracia —dijo Epkeen, volviéndose hacia el Ford—, el otro coche, en cambio, está bien guarro.
—¿Y qué?
El sudor le había formado cercos bajo el uniforme. Epkeen sintió que el móvil vibraba en el bolsillo de su pantalón. Salió del hangar para contestar a la llamada —era Neuman— mientras fulminaba con la mirada al director de la agencia.
—¿Dónde estás? —le preguntó el zulú desde el otro extremo de las ondas.
—En Hout Bay, con un gilipollas.
—Pues pasa. Hemos recibido un regalito. Reúnete conmigo en la comisaría de Harare —ordenó.
Epkeen rezongó, guardando el móvil. Debeer lo miraba tras el cristal de espejo de sus gafas, a la sombra del hangar, con los pulgares encajados en las trabillas del pantalón.
* * *
En el despacho de Walter Sanogo flotaba un olor desagradable, apenas disipado por las aspas del ventilador. Neuman y Epkeen estaban delante de él, en silencio ante lo que se avecinaba. El jefe de la comisaría sacó la bolsa de plástico de la nevera portátil que tenía a los pies y la dejó con cuidado sobre la mesa. En su interior había una esfera, una cabeza humana, cuyos rasgos negroides se adivinaban bajo la siniestra capa de plástico…
—La han encontrado esta mañana en una papelera de la comisaría —dijo Sanogo con voz neutra.
Desató las asas de la bolsa de plástico y descubrió la cabeza decapitada de un joven negro, de labios y pómulos tumefactos, que los miraba fijamente con una mueca monstruosa. Le habían cortado los párpados cerrados en sentido longitudinal, de manera que sólo quedaba una raja sanguinolenta a guisa de mirada. Una mirada cortada a cuchilla… El Gato se había divertido un poco antes de entregarle el despojo a su amo.
—¿Un regalo de Mzala? —preguntó Neuman.
—Parece que el Gato ha marcado su territorio con este regalito.
Quizá Walter Sanogo pensaba que resultaba gracioso.
Neuman se arrodilló para quedar a la altura de la cabeza: se había cruzado con ese chico hacía diez días, en el solar, con Joey… El cojo.
—¿Conoce a este hombre?
—No —contestó el policía del township—. Debe de venir del extranjero, o de los asentamientos…
—Me topé con él en Khayelitsha hará unos diez días —dijo Neuman—. Estaba pegando al niño que asaltó a mi madre…
Sanogo se encogió de hombros.
—He enviado una patrulla hacia las dunas de Cape Flats para encontrar el resto del cuerpo —dijo—: Los lobos suelen abandonar ahí sus carroñas.
Neuman observó la cabeza decapitada sobre el escritorio, con los párpados recortados.
—En ese caso vamos a decirle unas palabritas al jefe de la jauría.
* * *
Mzala jugaba a los dardos en el salón privado del Marabi. El shebeen ya estaba abarrotado de muertos de hambre tirados por el suelo, sordos a los insultos que Dina les soltaba, como huesos a aves de presa.
—¡Consumid algo, chusma, más que chusma, que esto no es un hammaml!
La shebeen queen vio entonces al poli negro y alto en la entrada de su establecimiento, seguido de la brigada entera de agentes de Sanogo, y dejó en paz a los clientes. Neuman se abrió paso a través del tropel de borrachos pasmados, con Epkeen cubriéndole las espaldas.
—Usted…
—Tú, cállate, no es la primera vez que te lo digo.
Con una sola mirada, Neuman hizo retroceder a la mujer detrás de su mostrador. Pasó delante de la columna y abrió la puerta metálica que llevaba al salón privado de los americanos. Un ventilador ruidoso removía el aire lleno de humo. Tres tipos tirados en jergones aguardaban su turno para jugar: concentrado delante de la diana, Mzala parecía descansar.
—¿Les ha gustado mi regalo? —dijo, a la vez que lanzaba el dardo.
Se clavó muy lejos del blanco.
Dos tsotsis de ojos rojos salieron del pasillo y se colocaron uno a cada lado del jefe de la banda. Epkeen los tenía en su línea de mira, ocultaban un arma debajo de la camisa. Los otros tres parecían dormir. Sanogo se apoyó contra la pared metálica, junto a la shebeen queen, que había acudido también.
—¿De dónde sale esa cabeza? —preguntó Neuman.
—De no muy lejos de aquí: hacia Crossroads, en el límite del township, donde trataba de vender su mercancía… No era una buena idea —añadió Mzala, con una sonrisa dura.
Iba a lanzar un nuevo dardo, pero Neuman se interpuso entre la diana y él:
—Así que le cortó la cabeza.
El tsotsi adoptó un aire contrito que no le pegaba ni con cola.
—No tengo nada contra los polis —dijo—, pero no me gusta enterarme de lo que pasa en mi casa por el ojete de la vecina. Esa historia que me contó usted casi me quita el sueño: eso de que el territorio de los americanos no está bien protegido… —Chasqueó la lengua—. Usted es un tipo evolucionado, entiende lo que es la propiedad privada… Había que enviarles una señal contundente a esos hijos de puta extranjeros.
—¿La mafia nigeriana?
—Eso parece. Esos perros, echas a diez y vuelven cien.
El Gato sonreía, enigmático.
—¿Cómo sabes que son nigerianos?
—Hablaban dashiki entre ellos, y das una patada y salen diez bandas de ésas: si no me cree, no tiene más que preguntarle al capitán —dijo, señalando con la nariz a Sanogo.
Éste no dijo nada. Dos de sus agentes montaban guardia en la entrada del shebeen, los demás vigilaban a los borrachos en la sala.
—¿Quién es su jefe? —quiso saber Neuman.
—Uno de esos putos negratas, me imagino.
—Le has cortado los párpados con una cuchilla, no creo que lo hicieras sólo por deporte. ¿Y bien, qué tienes que contarme?
El tsotsi se limpió la palma de la mano en la camiseta blanca desgastada.
—No les pregunté cómo se llamaban, hermano: no eran más que putos perros nigerianos… Un territorio no se comparte: y menos el de los americanos.
Ningún movimiento hostil por el momento. Epkeen echó un vistazo por la ventana de barrotes que daba a la calle: fuera, unos niños con pantalón corto hacían el ganso a distancia, contenidos por sus hermanos mayores.
—¿Dónde está el resto del cuerpo? —preguntó Neuman.
—¡Lo hemos tirado allí de donde venía ese hijo de puta! —exclamó Mzala, sacando pecho ante su corte—. Al otro lado de las vías del tren…
La vía férrea separaba Khayelitsha de los asentamientos.
—¿La banda es de esa zona?
—Eso parece, tío.
—¿Y qué coño hace en vuestro territorio?
—Ya se lo he dicho: intenta pasar droga.
—¿Qué droga?
—Tik. Al menos eso es lo que nos dijo el tipo… Ya no tenía razones para mentir —añadió con una sonrisa burlona—. Esas hienas se movían por nuestro territorio, desde hacía ya tiempo al parecer… Eso no se hace, estará de acuerdo conmigo. Nosotros somos americanos, no nos va eso de compartir.
—¿Sabes que resultas gracioso? —Neuman le tendió la foto de Gulethu—. ¿Conoces a este tío?
—Bah…
—Gulethu, un tsotsi de origen zulú. Estuvo en varias bandas de los townships antes de pasar una temporadita a la sombra. Se le atribuyen varios asesinatos, principalmente los de dos chicas blancas.
—¿Es él el zulú del que hablan los periódicos?
—No me digas que sabes leer.
—Tengo chicas que han aprendido para mí —dijo, volviéndose hacia la mestiza medio tumbada en el sofá—. ¿A que sí, preciosa, a que tú sabes un huevo de lectura?
—Claro —contestó la cortesana; el pecho se le desbordaba de la camiseta ceñida roja—: ¡Hasta tengo la Biblia escrita en el culo!
Hubo unas cuantas risotadas. Los pechos de la chica temblaban al compás de su risa.
—¿Y bien? —se impacientó Neuman.
—No —dijo Mzala—: Nunca he visto a ese tío.
—¿Dónde se esconde el resto de la banda?
—En los Cape Flats, en un antiguo plaza shop según el tío este, junto a la vía del tren… No he ido a comprobarlo. Apesta a mierda en toda esa zona.
Mzala sonreía, enseñando sus dientes amarillos, cuando de pronto los cristales de las ventanas saltaron por los aires. Acribillaron a balazos a los dos policías que montaban guardia en la entrada antes de que les diera tiempo siquiera a blandir sus armas, y el rótulo y la puerta estallaron en pedazos. Un Toyota con la lona abierta se detuvo delante del shebeen: los tres hombres que iban detrás descargaron una lluvia de fuego sobre el local. Los clientes retrocedieron bajo el impacto de los proyectiles: un hombre cayó de bruces al suelo, otro se desplomó delante del mostrador, con el cuello roto. Los más fuertes huían empujando a los borrachos estupefactos, abriéndose paso a puñetazos: una ráfaga le arrancó la mandíbula a un policía atrapado en el tumulto, y lanzó un grito salvaje. Neuman se había tirado al suelo. Los cuerpos caían a su alrededor, y los que aún estaban en pie corrían a refugiarse a la sala de juego. Disparos de AK-47. Presa del pánico, otros trataban de huir por las ventanas, donde los esperaban los asaltantes para devolverlos al interior como peleles sanguinolentos. Neuman buscó a Epkeen con la mirada y lo encontró a ras de suelo, pistola en mano. Refugiado contra la pared, Mzala gritaba órdenes por su teléfono móvil. Los clientes se precipitaban hacia la puerta metálica, ametrallados a quemarropa: las balas seguían lloviendo, en medio de una explosión de yeso, vasos, botellas y carteles publicitarios… Mzala y sus hombres se colocaron a ambos lados de la ventana del salón privado y dispararon a su vez.
Sanogo y sus hombres se habían replegado en la confusión más absoluta, siete agentes de uniforme, entre ellos uno con la barbilla hecha pedazos, que sujetaba a otro recién incorporado al cuerpo, que estaba aterrorizado. Las balas volaban por encima del mostrador, donde se escondía Dina, con la cabeza entre las manos. Neuman reptó en medio del tumulto y siguió a Epkeen por la puerta de servicio. Sonaron otros disparos en la calle, que hacían eco a los estertores de los heridos.
Siempre alerta, los americanos habían acudido enseguida para un contraataque relámpago: sepultaron bajo las balas al vehículo enemigo, aparcado delante de su cuartel general, lo que puso fin al diluvio de fuego.
Epkeen y Neuman aparecieron en el patio del shebeen, un callejón sin salida en el que se amontonaban cajas de madera y latas de maíz molido. Vieron los tejados de chapa ondulada y treparon por el canalón. Asustados, los viandantes habían huido; se oían gritos en las callejas vecinas. Los tres negros de la parte trasera del Toyota se habían dado la vuelta y contestaban ahora a los tiros de los americanos que habían acudido a ayudar a sus compañeros. Se dispararon unos a otros durante un breve momento: uno de los negros se desplomó contra la lona del Toyota; el conductor arrancó el motor y se alejó a toda velocidad. Un cuarto tirador cubría su huida disparando desde la puerta del vehículo. Epkeen y Neuman tiraron a su vez desde los tejados, vaciando sus cargadores sobre los tres tsotsis de la parte trasera del todoterreno.
Saltaron del tejado envueltos en una nube de pólvora.
El Toyota ametrallado hizo eses en la calle antes de chocar con una casita de ladrillo, contra la que se empotró con un ruido sordo. El tsotsi sentado en el asiento del copiloto saltó por la ventanilla y huyó gritando. Epkeen y Neuman acudieron corriendo, mientras recargaban sus armas. Los tipos de la parte trasera del Toyota ya no se movían, tenían el cuerpo acribillado a balazos. La sombra de Ali se proyectó por detrás de Epkeen, que apuntó al motor humeante con su pistola: la cara del conductor descansaba sobre el volante, con los ojos abiertos. La bala le había salido por la boca… El afrikáner levantó la cabeza, vio a gente correr en todas direcciones, y distinguió a Neuman en el otro extremo de la calleja, ya le sacaba cien metros de ventaja.
El tsotsi que había huido del vehículo empuñaba un AK-47: lanzó una ráfaga a ciegas antes de doblar la esquina de la calle. Volvió a aparecer enseguida, andando hacia atrás y disparando en todas las direcciones. Los americanos habían cercado el perímetro, impidiendo así toda huida. Un coche destartalado surgió entre una nube de polvo y se detuvo en seco.
Acorralado, el tsotsi se volvió hacia Neuman y, con los ojos desorbitados, lo apuntó con su AK-47. Un negro de facciones espantosas, que parecía desafiarlo en su locura: Gulethu.
Neuman disparó en el preciso momento en que éste apretaba el gatillo.
Los hombres de Mzala salieron del coche, arma en mano. Gulethu yacía sobre el suelo de tierra, con una bala en la cadera. Guiñó los ojos bajo el sol: vio a los americanos al cabo de la calle y trató de agarrar su AK-47, sin conseguirlo. Sonrió como un demente, apretando el amuleto que colgaba de su cuello; los hombres de Mzala lo remataron de una ráfaga a quemarropa.
Neuman quiso gritar pero sintió un dolor intenso. En un gesto instintivo, se llevó la mano a la tripa: cuando la retiró estaba roja, y la sangre caliente corría por su camisa…