Madera cara, hormigón tintado, ventanales de aluminio, paredes de cristal, las casas construidas en la colina frondosa de Llandudno eran todas obra de arquitectos destacados. Tony Montgomery había vuelto de Osaka vía Tokio y Dubai. El cantante había anulado la gira de galas que, después de Asia, debía llevarlo a Europa y Estados Unidos, cortando en seco la campaña de promoción de su último álbum (A Love Forever, la discográfica no se había estrujado mucho la cabeza).
Montgomery era el tipo de cincuentón que preconizaban las revistas masculinas, llevaba una vida de VIP recorriendo la aldea global, y tenía unas manos bonitas y cuidadas, unas manos que, esa mañana, no sabían estarse quietas. Stevens, su guardaespaldas y chófer, lo había avisado de la visita de un oficial de policía, un tipo alto y despeinado al que el cantante apenas prestó atención. Epkeen lo encontró junto a su piscina, envuelto en un quimono de seda que le llegaba hasta los muslos bronceados, presa de la confusión más absoluta. Montgomery acababa de llegar de la morgue, donde había identificado a su hija, y un torpor macabro mantenía su vista fija en el océano, desde la terraza de su villa. El hecho de no haber visto a Kate desde hacía cuatro meses terminaba de aniquilarlo. Tony Montgomery apenas pisaba Sudáfrica, ya que sus giras mundiales se sucedían unas a otras; tanto es así que no tenían, por decirlo de alguna manera, ningún amigo o conocido en común…
Epkeen metió la mano en el agua de la piscina para refrescarse un poco y la mitad fue a parar a su libreta. Había interrogado a los allegados de Kate: su tía, una excéntrica vestida de Prada que estaba como en otro mundo, Sylvia, una antigua amiga drogadicta, el equipo de rodaje, que no sabía nada, vecinos que no habían visto nada, otra gente a la que la muerte de Kate traía sin cuidado…
—¿Cómo es que la madre de Kate no ha dado señales de vida? —quiso saber.
—Nunca se ha interesado por su hija…
—¿Hasta ese punto?
—Helen vive en Londres desde hace años —explicó Montgomery—. Nos separamos nada más nacer Kate.
—¿Y la custodia se la dieron a usted?
—Sí.
—¿Pese a todas sus giras? —fingió extrañarse Epkeen.
—Por aquel entonces yo no era famoso.
—¿Quiere decir que Kate fue abandonada por su madre?
—De alguna manera, sí.
El afrikáner asintió: eso explicaba bastantes cosas…
—¿Sabe si su hija se drogaba?
—Bah… Me imagino que Kate tomaría de vez en cuando algo de cocaína para divertirse, como todos los jóvenes de su entorno… Por desgracia no puedo informarle mucho al respecto.
—¿De qué solían hablar Kate y usted?
—Sobre todo de su trabajo… El estilismo marchaba bien.
Habría dicho lo mismo del mercado del plátano.
—¿Le presentaba usted gente?
—No. Kate sabía apañárselas sola.
—¿Tenía usted amigas o amantes con las que su hija pudiera haber tenido una relación más estrecha?
—Es de notoriedad pública que soy homosexual.
—Pues sí que tiene usted suerte… ¿Entonces no conoce a nadie que pueda darme información sobre su hija?
—Desgraciadamente, no.
—¿Y le hablaba a usted de sus novios, sus ligues?
—Kate sentía pudor conmigo —contestó su padre—. Me parece que los chicos no le interesaban mucho…
Epkeen encendió un cigarrillo.
—Pensamos que su hija ha sido víctima de un asesino en serie —dijo—, un zulú que posiblemente pertenezca a alguna banda organizada del township. Debajo de todo eso hay una historia de tráfico de drogas. Alguna persona ha debido de servir de intermediario, o de cómplice…
—Mi hija no es una delincuente —afirmó Montgomery—, si es eso lo que insinúa.
—Eso mismo decía Stewart Wiese de su hija… ¿Lo conoce?
—¿A Stewart Wiese? Sí, coincidí con él una vez, hace años, después de la victoria en el campeonato del mundo…
Las dos chicas no se conocían, Epkeen ya lo había comprobado.
—¿No hay ninguna razón para que alguien tenga algo contra usted o contra Wiese?
—¿Quitando el hecho de que seamos famosos?
—Quiero su opinión, no la de la prensa sensacionalista.
—No… —Montgomery sacudió su cabello, peinado de peluquería—. Alguien puede ir detrás de mi dinero, pero no de Kate. Kate es inocente. Era una chica normal y corriente por completo.
—Su hija estuvo ingresada en una clínica —comentó Epkeen—: Tres meses, según consta en los ficheros de la institución. Una primera vez cuando tenía dieciséis años, y otra a los dieciocho.
Montgomery recuperó el color.
—Eso pertenece al pasado —contestó.
—¿Una cura de desintoxicación?
—No, una cura de reposo.
—¿Tan cansado está uno a los dieciséis años?
—Las crisis de adolescencia, ¿no sabe nada de eso? De todas maneras, eso fue hace mucho tiempo —se irritó—. Y no veo qué relación puede tener con el asesinato de mi hija.
El cantante no estaba acostumbrado a que le hablaran con ese tono. Estaba rodeado de gente que se pasaba el día recordándole lo fantástico que era.
—Deje de tomarme por tonto, Montgomery —dijo Epkeen—. Su hija hizo dos curas en una clínica especializada y, a esa edad, no hay muchas opciones: o se drogaba, o quiso poner fin a su vida. O ambas cosas a la vez. Kate no se sentía muy bien, siento mucho que se entere por mí: se han hallado decenas de cortes en su cuerpo, heridas que se hacía ella misma regularmente. Cutting, en la jerga médica: un intento de volver a la realidad para evitar el derrumbamiento psíquico total… —Epkeen le escupió el humo de su cigarrillo en la cara—. Hable o lo ahogo en su piscina de oro.
—¿Algún problema, señor Montgomery? —inquirió Stevens.
—No, no…
El gluglú de la piscina cubrió el suspiro de la estrella.
—La madre de Kate era una actriz de talento pero algo… especial. Creía que había entendido que formar una familia no iba conmigo, pero se quedó embarazada y quiso tener al bebé convencida de que así me conservaría a su lado… Como mi carrera empezaba a despegar, Helen regresó a Inglaterra, dejándome a la niña… Era su venganza… Ya adolescente, Kate quiso volver a encontrarse con su madre pero la cosa no salió bien.
—Entonces empezó a drogarse —lo ayudó Epkeen—. Quizá ahora tuviera una recaída.
—No lo sé…
—La internó tras un intento de suicidio, ¿es eso?
—Ocurrió una vez —contestó Montgomery—, no quería que volviera a ocurrir.
—¿Por qué ocultarlo?
—¿El qué?
—Que su hija es una extoxicómana depresiva.
—Con la cura de reposo y el seguimiento psicológico, Kate salió del hoyo —dijo—: ¡No veo que sea necesario hacer publicidad sobre el tema!
—Trato de saber qué tipo de presa era su hija —replicó Epkeen—. Alguien la atrajo a una trampa. Kate era vulnerable, y la droga parece la pista más evidente.
Montgomery toqueteaba nervioso su anillo de diamantes.
—Mire, teniente —dijo por fin—, aunque no he estado muy presente en la vida de mi hija, sí sé un par de cosas sobre ella:
Kate tuvo una infancia y una adolescencia difíciles, intenté pagarle los mejores colegios. Su vida no fue siempre un camino de rosas, pero Kate peleó, y se reconstruyó ella sólita. La droga ya no le interesaba. Quería vivir su vida, nada más. Quería vivir, ¿lo entiende?
—Sí, a golpe de cúter.
* * *
Brian no creía mucho en el azar, más bien en la conjunción de trayectorias. Volvía a la central tras su entrevista con Montgomery cuando, saliendo de su despacho como un obús, Janet Helms fue a parar literalmente a sus brazos.
—¡¿Ha recibido mi mensaje?!
Epkeen retrocedió para hacer balance de la situación:
—No.
—He identificado un vehículo que podría corresponder a lo que busca —anunció la agente de información—: Un 4x4 de marca Pinzgauer Steyr Puch, modelo 712K, filmado por la cámara de vigilancia de una gasolinera la noche del drama.
La muerte de Fletcher. Los ojos redondos de Janet estaban rojos de dormir poco y mal, pero la tristeza había dejado paso a una suerte de excitación. La siguió hasta el despacho vecino.
—La gasolinera en cuestión se encuentra en Baden Powell, la carretera que bordea False Bay hasta Pelikan Park —explicó, tecleando en su ordenador—. A las tres y doce de la madrugada… No se distingue la cara del conductor detrás de las lunas tintadas, y la matrícula resulta ilegible.
Epkeen se inclinó hacia las franjas grises de la pantalla. La carrocería era oscura. No se distinguían más que las manos del conductor, un blanco, o un mestizo…
—He investigado un poco —prosiguió Janet—: Últimamente no se ha denunciado el robo de ningún Pinzgauer de ese modelo. He encontrado un 4x4 robado en la provincia del Natal hace dos meses, y otro en Johannesburgo a finales de año, pero ambos fueron quemados después de utilizarse en atracos a furgones de dinero. Así que he elaborado una lista de todos los Pinzgauer que están en circulación…
Badén Powell estaba apenas a dos kilómetros de la casa, y se podía llegar desde la pista.
—¿En qué dirección iba el 4x4 cuando fue filmado? —preguntó Epkeen.
—Hacia el oeste. Es decir hacia Ciudad del Cabo.
O lo que es lo mismo, el camino opuesto al de los townships.
—¿Alguno de los propietarios es de origen zulú?
—No, ya lo he comprobado. En lo que al color se refiere —prosiguió—, sólo tres vehículos coinciden con la descripción. He llamado a las agencias de alquiler, pero ninguna alquiló ese modelo el día del asesinato de Dan. En cuanto a las compañías privadas, sólo hay tres que lo utilicen: una agencia de turismo especializada en safaris, pero el vehículo no estuvo disponible durante toda la semana en cuestión. Queda un viñedo en el valle cerca de Franschoek, con el que no consigo ponerme en contacto, y ATD, una empresa de seguridad y policía privada. Quizá valga la pena ir a echar un vistazo…
Epkeen asintió. Janet Helms olía a lila.
* * *
Neuman no sabía quién le había filtrado la información a los medios de comunicación (según el forense, la mitad del equipo vendería hasta a su madre al primero que pasara, y la otra mitad al que pusiera un cero más en el cheque), pero, en plena campaña anticrimen, las revelaciones acerca del asesinato de Kate tuvieron un efecto desastroso. El salvajismo en la ejecución, la violación, el mechón de cabello y las uñas fetiche, la reivindicación tribal grabada en letras de sangre sobre el cuerpo de una joven blanca: el mito del «zulú» se cultivaba ya en todas las redacciones.
Primera etnia del subcontinente africano, los zulúes habían traumatizado a toda una época al aniquilar a un regimiento inglés[41] —antes de que éstos los aniquilaran a ellos—. Encargados de desbrozar los territorios hostiles, los pioneros bóers habían combatido a los zulúes con la misma saña, antes de hacinarlos en los bantustán del apartheid.
Ololo, «os matamos», se interpretaba como una advertencia y una amenaza contra la población blanca, la reminiscencia de una forma de etnocidio surgida de la mente enferma del asesino.
Los asesinatos reavivaban un pasado turbio, voluntariamente ocultado en nombre de la reconciliación nacional. La caída del Muro, el carácter ineluctable de la globalización y la personalidad tan especial de Mandela habían vencido al apartheid y a las guerras intestinas —todo el mundo recordaba la llegada al poder del líder del ANC, cuando el xhosa había levantado los brazos de sus peores adversarios, De Klerk, el afrikáner, y Buthelezi, el zulú, en señal de victoria. Nicole Wiese y Kate Montgomery eran las hijas de dos símbolos nacionales, el campeón del mundo del primer equipo multirracial y la voz de la nación arco iris: atacar esos dos símbolos era sencillamente inaceptable. En las redacciones más conservadoras, se leía entre líneas la mancha histórica de la violación de una blanca por un negro, esa vieja idea de promiscuidad en la que se mezclaban biología y política. Y para empeorar aún más las cosas, a todo ello venían a añadirse las sospechas de violación y de corrupción que pesaban sobre Zuma, el líder más populista del ANC…
Neuman salía de una entrevista difícil con el jefe de la policía cuando recibió el informe detallado de Tembo: el arma que había matado a Kate Montgomery era el mango de una azada, un bastón o una suerte de maza (la víctima tenía astillas de madera incrustadas en el cráneo). No se habían encontrado restos de esperma, pero sí de la droga que circulaba últimamente, que había dejado a la joven en un profundo estado de estupor. Había sido atada y amordazada con cinta adhesiva. El crimen era similar al de Nicole Wiese, salvo por la extraña mezcla que Kate tenía pegada en el pelo: un mejunje de hierbas.
No se trataba de una pócima de iboga, como había creído el forense en un primer momento, sino de una mezcla elaborada con dos plantas y una raíz, la uphindamshaye, la uphind’umuva y la mazwende. Mezcladas en forma de polvo, constituían la base del intelezi, un ritual zulú previo al combate.
El intelezi podía insertarse bajo la piel en forma de polvo, o se podía dejar macerar en la boca antes de escupírselo al enemigo en la cara. Era lo que le había ocurrido a Kate…
En la mirada de Neuman brilló una chispa malévola: al escupir sobre su víctima, ese loco les había desvelado su ADN.
* * *
La sala eléctrica, los altavoces rugiendo en el escenario lleno de humo, el acople de los micrófonos, que sonaba como el grito de una sirena, imágenes de matanzas proyectadas sobre placas de metal, Soweto 76, las revueltas del 85, las del 86, rostros de ahorcados, de torturados, Zina en trance bajo el redoble de los tambores, su gran cuerpo humeante y sus ojos de loca que lo perseguían todas las noches…
—Tenga cuidado —le dijo al verlo ante la puerta de su camerino, o le pasará como a la pobre Nicole…
El 366 era el local de Long Street donde el grupo actuaba aquella noche. Zina sabía que Ali volvería. Todos volvían.
—Ya no se trata de Nicole sino de Kate —le dijo él—: Kate Montgomery… ¿Está al corriente?
Zina suspiró, exasperada, abrió la puerta de su camerino y la cerró tras él.
—¿Por qué viene a hablarme de esa chica?
La bailarina cogió una toalla que había sobre el tocador y se secó los brazos empapados en sudor. Neuman extrajo un papel doblado de su bolsillo.
—Me gustaría que le echara un vistazo a esto —le dijo.
—¿Qué es, una declaración de amor?
—No. El resumen del informe de la autopsia.
—No ha cambiado, sigue siendo un experto en cómo hablar con las mujeres.
—Uno no se encuentra todos los días con alguien como usted.
—¿Cómo debo tomarme eso?
—Depende mucho de usted —dijo, tendiéndole la hoja de papel.
La bailarina la leyó con aire desenvuelto.
—Uñas cortadas, mechones de pelo —comentó—, es el kit básico para un remedio de charlatán. Un muti que querrá elaborar… ¡Vaya!, veo que también hay plantas raras, uphindamshaye, uphind’umuva, mazwende… ¿Es que no tienen botánicos en la policía?
—Lo que no tenemos sobre todo son culpables.
—Pues no faltan en Sudáfrica.
—Es usted una inyanga, ¿verdad?: una herbolaria…
—Y yo que creía que usted pensaba que lo mío era elaborar pócimas para jovencitas frívolas.
—Me equivocaba con respecto a usted.
—Yo también, si eso lo tranquiliza.
No.
—¿Esas plantas raras forman la base de un intelezi?… —preguntó.
—¿Por qué hace preguntas cuyas respuestas ya conoce?
—Es mi trabajo, mire usted por dónde. ¿Y bien?
—Sí —confirmó Zina—: Un ritual zulú previo al combate.
—¿Puede decirme algo más?
La bailarina buscó en sus ojos, pero en ellos ya no se reflejaba nada.
—La composición del intelezi varía en función de si lo que se busca es debilitar al adversario o reforzar el arma del guerrero —dijo—. Vista la composición de éste, yo diría que se ha empleado para reducir la fuerza del adversario.
—Matar salvajemente a unas chicas a golpe de maza, yo a eso no lo llamaría combate.
—Quizá no sea con chicas con quien busca medirse —observó ella.
—¿Con quién entonces, con la policía?
—Con usted, con el gobierno, con los blancos que llevan las riendas. Si su hombre se cree un guerrero zulú, se siente capaz de desafiar al mundo entero.
Neuman no sabía si era la droga lo que le daba al asesino esa sensación de ser invencible, si tenía intención de llevarle el muti a alguna de las sangomas del township, si atacaba a esas chicas por racismo, por cobardía o por locura pura y dura: su mirada se perdía en los dibujos naranja de la moqueta.
—¿De qué tiene miedo? —le preguntó ella a bocajarro.
Neuman levantó la cabeza.
—En cualquier caso, no de él.
—Le tiemblan las manos —observó ella.
—Puede ser. ¿Quiere saber por qué?
—Sí.
Aunque estaba inmóvil, las piernas de Neuman no lo sostenían.
—Tengo una lista de los crímenes cometidos en las ciudades en las que estuvieron de gira —soltó de golpe—, usted y su grupo: hay al menos tres asesinatos no resueltos, todos de exaltos funcionarios que ejercieron su cargo durante el régimen del apartheid.
La bailarina se ajustó la toalla al cuello. No esperaba oír eso. Sus ojos le habían mentido. No la quería. Le tendía trampas. Desde el principio, la estaba acorralando, como el cazador a su presa.
—¿Envenenó a Karl Woos con uno de sus filtros de amor? —le preguntó.
—No soy una mantis religiosa.
—Woos, Müller y Francis no testificaron en la Comisión Verdad y Reconciliación —dijo—: ¿Los liquidó por la impunidad de la que disfrutaron? ¿Sigue usted ajustando cuentas con el pasado?
Zina retomó su postura de exmilitante.
—Le habla a un fantasma, señor Neuman.
—¿Ha matado usted en nombre del Inkatha?
—No.
—¿Podría matar en nombre del Inkatha?
—Soy zulú.
—Yo también: nunca he matado por ello.
—Lo habría hecho por el ANC —dijo ella entre dientes—. Lo habría hecho por vengar a su padre.
Sabía lo de su padre.
—Sigue militando en el Inkatha —dijo Neuman bajito—. Al menos extraoficialmente…
—No. Lo que hago es bailar.
—Eso es simple miel para atraer a las abejas.
—Odio la miel.
—Otra vez miente.
—Y usted delira: le guste o no, lo que hago es bailar.
—Sí, bailar… —Neuman dio un paso hacia el tocador, donde la había arrinconado—. ¿Su próximo objetivo está aquí, en Ciudad del Cabo? ¿Ya ha establecido contacto con él?
—Está usted delirando —repitió ella.
—¿Ah, sí?
Un breve silencio saturó el aire del camerino. Zina le cogió las manos, que ardían por la fiebre y, con decisión, posó los labios sobre los suyos. Neuman no se movió cuando la mujer le introdujo la lengua en la boca: él era su objetivo…
Zina lo estaba besando, con los ojos muy abiertos, cuando la melodía de su móvil sonó en su bolsillo.
Era Janet Helms.
—He encontrado el ADN del sospechoso en nuestros ficheros —dijo.
* * *
Sam Gulethu, nacido el 10/12/1966 en el bantustán de KwaZulu. Su madre, sin profesión, fallece en 1981, y su padre, dos años antes, en las minas. Deja su aldea natal cuando es aún un adolescente antes de vagar sin rumbo en busca de un pass para trabajar en la ciudad. Acusado de asesinar a una adolescente en 1984, cumple una primera pena de seis años en la cárcel de Durban. Entra en las filas de los vigilantes del Inkatha en 1986, en la época del estado de emergencia[42], hasta el final del régimen segregacionista. Sospechoso de varios asesinatos de opositores durante el período de agitación que precedió a las elecciones democráticas, Gulethu es amnistiado en 1994. Se vuelve a encontrar su rastro en 1997, cuando es condenado a seis meses de prisión por tráfico de estupefacientes, y después a dos años por robos con violencia, penas que cumple en la cárcel de Durban. Se traslada a la provincia del Cabo, donde pasa a formar parte de distintas bandas del township de Marenberg. Tráfico de marihuana, atracos en autobuses y trenes. Es condenado de nuevo en 2002, esta vez a seis años de prisión por agresión, secuestro y torturas, pena que cumple en la cárcel de Poulsmoor. Sale en libertad el 14/09/2006. No acude a ninguna de las citas concertadas con los servicios sociales de Marenberg, ciudad en la que se suponía que debía elegir domicilio. No se le conocen actividades de sangoma. Probablemente habrá vuelto a integrarse en alguna de las bandas del township. Signos característicos: marcas de viruela en el rostro, ausencia de un incisivo en la mandíbula inferior, araña tatuada en el antebrazo derecho…
Neuman miraba fijamente la pantalla del ordenador de Janet Helms, a cuyo despacho en la comisaría central había acudido de inmediato. Marenberg: el township donde vivía Maia, el tatuaje, Poulsmoor… los datos se solapaban. Pese a algunas zonas oscuras, la pista de Gulethu parecía la buena. Los vigilantes que habían mantenido el orden en los bantustán a golpe de porra se habían quedado en su mayoría en los townships: mal vistos, sin trabajo, acababan cayendo en las redes de las bandas armadas y las mafias que se habían implantado allí. Gulethu había podido formar una nueva banda tras salir de prisión, con todo el que hubiera pillado en la calle —antiguos miembros de milicias, niños soldado, putas, yonquis…—; Gulethu y Sonny Ramphele habían estado internados en la misma cárcel de Poulsmoor, el zulú debía de estar al corriente del tráfico de drogas en la costa; había montado un negocio con el hermano de Sonny para dar salida a su mercancía entre la clientela blanca, más lucrativa que los muertos de hambre del township. Stan le habría comentado algo en algún momento sobre su tatuaje y sobre su fobia a las arañas… El joven xhosa habría podido servirle de gancho para atraer a Nicole Wiese, a cambio de dinero, sin saber éste que la iba a matar. Una vez que Stan se había «suicidado», ¿quién había entregado a Kate Montgomery al zulú?
Neuman no podía apartar los ojos de la foto antropométrica que aparecía en la pantalla. Gulethu no era feo: era espantoso.