Una tormenta tropical se abatió sobre Kloofnek. Epkeen puso en marcha los limpiaparabrisas del Mercedes. Tara, que acababa de estallarle como una pompa entre los dedos; la chica de la playa, asesinada a golpes; los medios de comunicación, tras la pista del asesino, las estupideces que iban a contar; vaya mañana de mierda estaba teniendo. La situación tendía a repetirse últimamente. ¿Era todo consecuencia de la muerte de Dan? De pronto sintió ganas de tomarse unas vacaciones, bien largas, de marcharse lejos de ese país que meaba sangre, del mundo asediado por las finanzas y las élites reaccionarias, corrompidas por el dinero, y morirse de amor por la primera que pasara, emborrachándose en cualquiera de sus palacios ridículos, como en las novelas de Scott Fitzgerald… En lugar de eso, subió por la carretera llena de curvas de Tafelberg que llevaba al teleférico y encontró un hueco para aparcar en batería.
La lluvia martilleaba sobre el asfalto al pie de Table Mountain, cuya cumbre se adivinaba apenas entre la bruma algodonosa. Apagó la radio cuando sonaban a pleno volumen Girls Against Boys, le dio una moneda al chaval del dorsal chillón que indicaba dónde aparcar y corrió a las tiendas de souvenirs donde los turistas empapados esperaban el teleférico.
Se podía trepar hasta la cima por los senderos escarpados, pero la lluvia y los atracos que se habían multiplicado en los últimos meses habían terminado por disuadir hasta a los más temerarios. Los turistas que se amontonaban allí eran en su mayoría gordos y paletos, e iban vestidos como campesinos en una boda; Epkeen lo veía todo negro, pero un trocito de cielo azul asomaba ya bajo el gris antracita. El teleférico se puso por fin en marcha. La cabina pasó rasando por encima de las faldas de la montaña, un kilómetro de desnivel bajo el traqueteo de los aparatos digitales. Empujadas por el viento, las nubes envolvían las cumbres formando una suerte de humo, y poco después llegaron. Epkeen dejó a los turistas extasiados ante las vistas de la ciudad y, sin dignarse contemplar el océano agitado, tomó el sendero que llevaba a Gorge Views.
Tony Montgomery había cantado a la reconciliación nacional, y algunos de sus éxitos habían dado la vuelta al mundo. Loving Together, A New World, Rainbow of Tears, cantados en varias lenguas —como el nuevo himno sudafricano— habían hecho de él una estrella. A Epkeen las letras de sus canciones le parecían empalagosas a más no poder, y la música, mala de cojones, pero sus intenciones loables lo habían hecho popular. Montgomery tenía una hija, Kate, a la que mantenía apartada de la fama.
Kate Montgomery tenía veintidós años. Vivía en Llandudno, en la costa este de la península, y trabajaba de estilista en un videoclip —Motherfucker, un grupo local de death metal—, que se estaba rodando en la cumbre de Table Mountain…
Una landa llana y verde se extendía entre los juncos; Epkeen se cruzó con una ardilla gris y siguió a la bandada de mariposas que lo escoltaba por el sendero. El emplazamiento del rodaje, dos kilómetros más allá de las rocas, estaba delimitado por vallas metálicas; dos cerberos negros con gafas molonas y muecas de hastío, de pie ante las vallas con las manos cruzadas sobre la bragueta, apenas se inmutaron al ver su placa.
Al contrario de lo que se había imaginado, ni la tormenta ni el asesinato de la estilista habían interrumpido el rodaje: una docena de personas se ajetreaba alrededor de las tiendas asoladas y de los decorados barridos por la lluvia y el viento —sobre todo un cebú barroco de papel maché, con cuernos de diablo, que yacía en el suelo, cabeza abajo. El personal sacaba el material de debajo de las lonas, en un ambiente de agitación extrema. Epkeen avanzó, evitando los charcos. Un poco más lejos apareció un grupo de melenudos de aspecto gótico metal, maquillados como Batgirls de tres al cuarto. El primero se quejaba a gritos de que su guitarra estaba empapada y que se iba a electrocutar: los otros se partían de risa.
—¿Quién es el responsable aquí? —le preguntó Epkeen a la primera con la que se encontró, una chica bajita y gordita vestida con un cortavientos amarillo fosforito.
—¿El señor Hains? Debe de estar en la productora, pero por algún sitio andará su asistente… Mire, ahí mismo la tiene —dijo, señalando a una rubia cobriza que hablaba con el tramoyista principal.
Ruby.
Ruby con un vestido ceñido y los tacones hundidos en el barro… Se volvió al sentir su presencia; durante un segundo, la estupefacción se leyó en su rostro, pero se repuso y lo fulminó con sus ojos verdes.
—¿Qué haces aquí?
—¿Y tú?
—¡Pues yo trabajar, mira tú por dónde!
Hacía diez meses que no se habían visto. Estaba morena y se había dejado el pelo largo, pero pese a su vestido resultón, su maquillaje y sus zapatitos monos llenos de barro, nada podía cambiar sus aires de chicazo en guerra con el mundo entero.
—Ya tengo bastante con aguantar a cuatro imbéciles que apestan a cerveza —se impacientó Ruby—, ¿qué quieres tú ahora?
—Hablar contigo de Kate Montgomery —dijo Brian—: Llevo la investigación.
—Mierda.
—Tú lo has dicho —asintió Epkeen—. Nadie me había avisado de que tú formabas parte de la historia, pero a partir de este momento, te olvidas del hombre de tu vida y contestas al detective, ¿de acuerdo?
El sol, que había vuelto a aparecer, iluminaba su piel de arena.
—¡¿De acuerdo?! —insistió, llevándosela a un lado.
—¡Oye, no hace falta que me grites!
—Parece que lo haces aposta… Bueno, cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
Ruby estaba de acuerdo.
—En ese caso, exijo que se me trate de usted —declaró.
Epkeen ni siquiera suspiró.
—¿Es usted la responsable del rodaje?
—Sí.
—¿Regidora?
—Asistente de producción —precisó ella.
—Es lo mismo, ¿no?
—¿Está usted aquí para discutir sobre mi trabajo o para investigar?
—¿Conocía bien a Kate?
—Un poco.
—¿Ya habían trabajado juntas alguna vez?
—No, ésta era la primera vez.
—La conocía, pues, de manera privada.
—Kate venía de vez en cuando a cenar a casa, entre otros amigos. Nada más.
—¿Qué clase de amigos?
—A medio camino entre lo opuesto y lo contrario que usted.
—Gente del mundo del espectáculo, me imagino.
—Buena gente —insinuó ella.
—¿Cuándo terminó el rodaje ayer?
—Hacia las siete… Se estaba poniendo el sol.
—¿Cuándo vio a Kate por última vez?
—Precisamente a eso de las siete. Bajamos juntas en el teleférico.
—¿Había quedado Kate con alguien?
Ruby se apartó de la cara los mechones del pelo que el viento de las alturas zarandeaba.
—No tengo ni idea. Kate no me dijo nada. O sí, ahora que me acuerdo —se corrigió—: Me dijo que se iba a acostar temprano. Al día siguiente nos esperaba una jornada de trabajo muy dura.
—¿Su empresa contrató a la estilista?
—Sí. Kate empezó el rodaje ayer, como todos los demás.
Ruby ya no fumaba: mordisqueaba metódicamente una cerilla que había sacado de una caja.
—¿Tenía alguna relación especial con algún miembro del equipo? —quiso saber Epkeen.
—¿Quiere decir anal?
—Muy gracioso. Ahora que lo dice, creo recordar que era usted ferviente partidaria de esa clase de relación.
—Es usted un grosero.
—Se le disculpa esta salida de tono, pero será la última. Volviendo a lo que nos ocupa: ¿tenía Kate alguna relación especial con algún miembro del equipo?
—¡No!
—¿Consumía drogas?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—El negocio del espectáculo es un aspirador de coca, no me diga que no lo sabía.
—Yo no trabajo en el negocio del espectáculo —gruñó Ruby.
—Sin embargo vive con el dentista de las estrellas; debe de tener cenas apasionantes con presentadores de televisión, modelos, publicistas…
Ruby pretendía odiar la vulgaridad del dinero y la mayor parte de la gente relacionada con ese mundo.
—¿Adónde quiere llegar, inspector Gadget?
Los ojos de Ruby tenían un brillo perverso.
—¿No le pareció que Kate estaba distinta últimamente? —prosiguió Epkeen.
—No.
—¿Irritable? ¿Impaciente?
—No.
—¿Le conoce algún amante?
—No especialmente.
—¿Eso qué quiere decir, que cambiaba a menudo de amante?
—Como todas las chicas de veintidós años que no cometen la estupidez de enamorarse del primero que pasa.
Veintidós años: la edad de Ruby cuando la conoció en el concierto de Nine Inch Nails. En otra vida.
—¿Tenía Kate preferencias? ¿Un tipo de hombre en particular?
—No lo sé.
—¿Hombres negros?
—Le he dicho que no tengo ni idea.
—¿Cena a menudo con gente a la que no conoce?
Ruby arqueó una ceja finamente dibujada con lápiz de maquillaje. No hubo más reacción que ésa.
—¿Y bien?
—Kate tenía veinte años menos que yo —se impacientó—, y era una chica angustiada muy reservada. ¿Hay que repetirle las cosas diez veces para que las comprenda?
—Dieciocho —contestó—: Es la teoría de John Cage.
—¿Ahora le interesa el arte conceptual?
Intercambiaron una sonrisa cáustica.
—¿Nadie trató de ver o de ponerse en contacto con Kate ayer? —continuó Epkeen.
—No, que yo sepa.
—¿Le habló alguna vez de algún ex?
—No.
—¿De alguna cita?
—No —se impacientó Ruby—. Le repito que teníamos un día muy duro de rodaje. Nos separamos en el aparcamiento, yo me fui a buscar los cabestros al club de hípica y ya no la volví a ver…
Epkeen sintió un escalofrío, pese a que había vuelto a lucir el sol.
—¿Cabestros?
—Ya sabe, esa especie de correas largas que se les colocan a los caballos al cuello cuando se ponen nerviosos —ironizó ella.
—¿Qué pasa con ellos?
—Están en el guión del videoclip —explicó la asistente de producción—: «Unas furias se abaten sobre los cuatro demonios de la noche, les ponen un cabestro al cuello y los azotan para que tiren de su reina…». ¿No le gusta el imaginario del death metal, teniente?… Y eso que le gusta hacer de caballo, ¿no?
Lo invadió una duda. Enorme.
Tara.
Su encuentro inesperado en la playa. Su noche de amazona.
Brian conocía a su demonio de memoria: la sonrisa de oreja a oreja que lucía Ruby era demasiado bonita para ser honrada. Había contratado a Tara para seducirlo, había contratado los servicios de una profesional para embrujarlo y luego dejarlo tirado, como una mancha de semen en las sábanas…
—¿No se encuentra bien, teniente?
Ruby seguía sonriendo, con la indiferencia criminal de la gata ante el ratón.
—¿Qué club de hípica? —preguntó.
—Noordhoek.
Epkeen se recuperó de sus sudores fríos. Noordhoek: nada que ver con la playa de Muizenberg, donde había conocido a la amazona… Joder, se estaba volviendo paranoico del todo con esas historias.
—¿Qué vehículo tenía Kate cuando se separaron en el aparcamiento? —prosiguió, ya recuperado del susto.
—Un Porsche Coupe.
Habían encontrado el coche en la cornisa, a dos kilómetros de su casa… Plantada en medio de la brisa, Ruby lo miraba con un aire lacónico.
—¿Es todo lo que puede decirme?
—Me estoy esforzando al máximo —replicó ella.
—Pues no aporta usted gran cosa, señorita.
—Señora —rectificó ella.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo?
—¡No pensaría usted que iba a invitarlo a mi boda! —se burló, disfrutando el momento.
—Le habría llevado unas flores de hierro —dijo Brian, haciéndole ojitos.
—Qué bien conoce la sensibilidad de las mujeres… Y ahora, si tiene alguna pregunta inteligente que hacerme, encuéntrela rápido, porque tengo otros cuatro especímenes de su estilo con los que lidiar, la lluvia nos ha desbaratado el decorado, y vamos con retraso.
—The show must go on.
—¡¿Cómo que The show must go on?! —repitió ella, sin entenderlo.
—La muerte de Kate no parece haberla conmovido demasiado.
—Por desgracia para mí, ya he pasado el duelo de muchas cosas…
Una perla de ternura se precipitó contra el rompiente.
—Seguramente vuelva a hacerle algunas preguntas más —le dijo Epkeen.
El equipo técnico ya estaba ocupando su lugar. Ruby se encogió de hombros:
—Si eso lo divierte…
Una violenta ráfaga de viento los hizo tambalearse. Brian sacudió la cabeza.
—Sigues igual que siempre, ¿eh?
* * *
En Sudáfrica ejercían sesenta mil sangomas, de las cuales, varios miles sólo en la provincia del Cabo: sacrificios, emasculaciones, rapto y torturas a niños…, con el pretexto de curaciones milagrosas se cometían regularmente los asesinatos más abominables, promovidos la mayoría de las veces por adeptos ignorantes y bárbaros.
El mechón de cabello y las uñas cortadas daban pie a la hipótesis de que el asesino buscaba elaborar un muti, un remedio, o alguna pócima mágica. Un muti… Para curar ¿qué? Después de las desafortunadas declaraciones de la ministra de Sanidad con respecto al sida, ese tipo de historias desacreditaban a todo el país…
Neuman había rebuscado en el Criminal Record Center (CRC), el órgano de la policía que recopilaba los datos de todos los criminales de los últimos decenios y, en especial, aquéllos relacionados específicamente con crímenes rituales: varios centenares oficialmente, sólo en los diez últimos años. Miles, en realidad: niños mutilados, con los brazos, el sexo, el corazón o los órganos arrancados, a veces en vivo, para que el muti fuera más «eficaz», testículos y vértebras vendidos a precio de oro en el mercado de la superstición, el museo de los horrores estaba en auge, con una multitud de incrédulos anónimos, asesinos por poderes, y las estadísticas en progresión constante. No había encontrado nada.
El equipo de la policía científica había invadido el chalé de Montgomery, pero no había encontrado indicios de allanamiento. El sistema de seguridad funcionaba, y no faltaba nada en la vivienda. Así pues, Kate no había tenido tiempo de pasar por casa después del rodaje, o lo había hecho en compañía de su asesino, lo que no parecía muy probable: alguien los habría visto juntos, empezando por la cámara de vigilancia de la entrada, cuyas cintas no aportaban ninguna prueba. En la cuneta, a dos kilómetros apenas de la casa, habían encontrado su Porsche Coupe. Como en el caso de Nicole, el asesino había elegido un lugar aislado, sin testigos potenciales: la carretera de la cornisa salía de Chapman’s Peak y serpenteaba entre la vegetación antes de llegar al pueblecito elegante de Llandudno. A bordo del vehículo sólo se habían encontrado las huellas de la víctima. El asesino la había interceptado en la cornisa. O Kate se había detenido por propia voluntad, sin recelo, como Nicole Wiese. Según la información recogida por Epkeen, la estilista debía llegar a Llandudno hacia las siete y media de la tarde. Su muerte se había producido a las diez: ¿qué había hecho en ese intervalo? ¿La habría drogado el asesino para que no ofreciera resistencia? Dos horas durante las cuales la había secuestrado, para preparar su sacrificio, ololo, «os matamos», sobreentendido: los zulúes…
Zaziwe: «esperanza»…
¿Asociación de ideas, puro azar, coincidencia? Neuman presintió la trampa. Estaba ahí, ante sus narices. Una tentación divina, una llamada, cuyo eco parecía resonar desde siempre. Una trampa en la que caía…
Zina Dukobe había sido miembro activo del Inkatha y recorría desde hacía diez años todo el continente con su grupo de artistas: no figuraba en ninguna organización política desde las elecciones democráticas, pero todos sus músicos estaban, o habían estado, en contacto con el partido zulú. Neuman elaboró una lista con las giras que había realizado el grupo en Sudáfrica, las fechas de residencia, y las comparó con los múltiples crímenes no resueltos ocurridos en esos períodos. Tras comparar los datos de la CID (la policía judicial) y de las diferentes fuerzas de seguridad, constató que se habían perpetrado seis homicidios en Johannesburgo durante una gira del grupo en 2003. Una de las víctimas, Karl Woos, era el director de una cárcel de alta seguridad durante el apartheid: lo habían encontrado muerto en su casa, envenenado con curare, probablemente víctima de una prostituta.
Neuman profundizó en su investigación y no tardó en toparse con otro caso no resuelto: Karl Müller, antiguo comisario de policía en Durban, había sido encontrado en el interior de su vehículo en una carretera secundaria, con una bala en la cabeza. Su revólver había aparecido cerca del cuerpo, sin carta que explicara un posible suicidio (14 de enero de 2005). El grupo había estado allí en esa misma época: habían actuado una semana en las discotecas de la ciudad, antes de volver a marcharse, al día siguiente del asesinato…
Bamako, Yaoundé, Kinshasha, Harare, Luanda, Windhoek: Neuman amplió sus pesquisas a todas las ciudades en las que había actuado el grupo zulú. Los datos eran inexistentes o de acceso restringido. Por fin, encontró la pista de una muerte sospechosa en Maputo, Mozambique: Neil Francis, un oficial de los servicios secretos del apartheid que se dedicaba ahora al comercio de diamantes, fue encontrado al pie de un acantilado con el cráneo destrozado.
Agosto de 2007: el grupo de Zina había pasado diez días en la ciudad…
Neuman reconstruía el puzle de los fragmentos perdidos en lo más hondo de sí mismo cuando recibió el correo electrónico de Tembo. El forense había realizado un análisis complementario sobre De Villiers, el surfista adicto a la nueva droga abatido durante el atraco: según las muestras de sangre almacenadas, De Villiers había contraído el virus del VIH.
El virus se había desarrollado hacía poco tiempo pero, como en el caso de Simón, de manera espectacular: una esperanza de vida inferior a seis meses.
La intuición de Neuman era acertada, lo cual no lo tranquilizó en absoluto. ¿Qué había en esa droga?, ¿muerte? ¿Y qué más?
A fuerza de extenderse, el township había terminado por llegar hasta el mar.
Los niños iban a jugar al fútbol a la playa, para gran alborozo de los turistas en sus minibuses, los cuales, gracias al touroperador y a una visita relámpago al township, se lavaban la conciencia por cuatro perras. No se veía uno solo en las discotecas negras de los barrios populares de Ciudad del Cabo —las únicas en las que se registraba al cliente a la entrada—, ni de hecho al más mínimo blanco, una lástima para la juventud local.
Allí, junto a las dunas que separaban la playa de los asentamientos, había visto Winnie Got a Simón por última vez, con los desarrapados que constituían su banda: muerto Simón, esos chavales eran los últimos testigos del caso… Neuman aparcó el coche al final de la pista y caminó hacia el océano en ebullición. Los gritos de los niños, que el viento arrastraba, se oían desde lejos. Bajo el sol, la arena de la playa era de un blanco cegador. Una jauría con pantalones cortos corría detrás de una pelota de goma espuma medio carcomida. No había tiempo para hacerse pases, todo era una melé general en las cuatro esquinas del campo y clamores espectaculares a cada saque; mientras tanto, los porteros daban saltitos y se balanceaban entre dos jerséis tirados en la arena.
La sombra del zulú pasó sobre el peso pluma que defendía sus porterías invisibles.
—Estoy buscando a dos niños —dijo Neuman, enseñándole la foto de Simón—: Chicos de por aquí, que tendrán unos diez o doce años.
El pequeño portero retrocedió un paso.
—Uno de ellos es algo mayor, lleva un pantalón corto verde. Iban con este chico, Simón… Me han dicho que venían a jugar al fútbol con vosotros.
El niño miraba a Neuman como si fuera a lanzársele a la yugular.
—No… no lo sé, señor… Tiene que preguntar a los demás —dijo, señalando el tropel de chavales.
Eran al menos treinta los niños que se peleaban alegremente por el balón bajo el sol.
—¿De quién es la pelota?
—De Nelson —contestó el peso pluma—. El que tiene la camiseta de los Bafana Bafana…
La selección nacional, que no estaba muy en forma, según decían, pese al mundial, ya a la vuelta de la esquina.
Alrededor de la esfera de goma espuma reinaba la confusión más absoluta: Neuman tuvo que confiscar el objeto codiciado para hacerse oír. Al fin se llevó aparte al tal Nelson, rodeado enseguida por sus jugadores, y les explicó lo que andaba buscando. Los niños se apiñaban a su alrededor como si fuera a repartir caramelos. Al principio todo fueron expresiones de ignorancia, pero la foto avivó los recuerdos. La banda se había dejado ver un tiempo por la playa, hasta habían tratado de jugar con ellos al fútbol, pero aquellos chicos iban de duros, hacían muchas faltas para robar el balón…
—¿Cuándo vinieron por última vez? —quiso saber Neuman.
—No lo sé, señor… Hará quince días, tres semanas…
Nelson miraba de reojo el balón que el gigante sujetaba bajo el brazo, era suyo y no tenían otro.
—¿Cuántos niños había con Simón?
—Tres o cuatro…
—¿Me los puedes describir?
—Recuerdo a uno alto con un pantalón corto verde… Se hacía llamar Teddy… Luego había otro, más bajito, con una camisa militar.
—¿Una camisa caqui?
—Sí.
—¿Qué más?
—Bah…
Los chavales armaban jaleo a su espalda, lanzándose pullas en argot.
—¿No tenían ninguna señal especial? —insistió Neuman—. Un detalle en la cara, tatuajes…
Nelson se concentró.
—El más bajito —dijo por fin—, el de la camisa militar, tenía una cicatriz en el cuello. Aquí —dijo, señalándose el nacimiento delgaducho de los trapecios—. ¡Una cicatriz con pinta de habérsela cosido él mismo!
Los demás se echaron a reír, dándose palmadas en los muslos y empujándose entre ellos más todavía.
—¿Nada más? —preguntó Neuman.
—¡Eh, señor! —se rió a su vez Nelson—. ¡Que no soy una cámara Divis!
Los niños ya sólo tenían ojos para el pedazo de goma espuma. Neuman lo arrojó lejos, por encima de sus cabezas. Los chavales se lanzaron tras él al instante, gritando como si cada uno acabara de marcar un gol.
* * *
Neuman recorrió los public open spaces, esas zonas de arena invadidas por las malas hierbas en las que se refugiaban los delincuentes. Se cruzó con algún que otro fantasma, gente a la que habían echado de los townships o de los asentamientos, pero no obtuvo ninguna información sobre los niños. El viento que barría la zona lo borraba todo, hasta el recuerdo de los muertos.
Neuman caminó hasta las dunas peladas, ya no veía más que latas vacías de coca-cola, envoltorios de plástico y golletes de botella que servían de pipa para meterse tik o Mandrax. El lugar, desierto, era inquietante, un paisaje lunar en el que ni siquiera erraban los perros, por miedo a que se los comieran… Pero el resto de la banda tenía que estar en alguna parte… Habían huido del asentamiento y de la playa tres semanas antes, y nadie los había vuelto a ver. Simón se había refugiado en el township vecino, donde había crecido, él solo. La banda se había unido así. Habían huido para escapar de los camellos: Neuman se había topado con dos de ellos en el solar. Epkeen había abatido a Joey, pero su compinche no estaba entre los cadáveres encontrados en el sótano: el cojo…
Neuman regresó hacia la pista que bordeaba la tierra de nadie. Su coche esperaba en la grava ardiente, sobre el capó se dibujaban espejismos etílicos; accionó la apertura a distancia.
Un niño salió entonces de una zanja vecina. Un negro bajito de unos doce años, con una camiseta mugrienta y sandalias de suela de neumático. Provocó un pequeño derrumbamiento al trepar la zanja, dio un paso hacia Neuman pero se quedó a cierta distancia de él. Su cabello crespo estaba gris de polvo. Retorcía un trozo de alambre entre las manos sucias y ahuyentó las moscas que se le apiñaban alrededor de los ojos.
—Hola…
Unos ojos enfermos que, al supurar, habían formado costras amarillentas.
—Hola.
Cosa rara, el niño no pedía moneda alguna: lo observó desde lejos, junto a la zanja donde esperaba, triturando su trozo de alambre. Neuman tuvo una sensación como de malestar, todavía difusa. El niño le recordaba a los conejos enfermos de mixomatosis, que se quedaban plantados sin moverse, esperando la muerte…
—¿Vives aquí? —le preguntó Ali.
El niño indicó con un gesto que sí. Su pantalón de chándal estaba hecho jirones a la altura de las pantorrillas, y no llevaba gorra. Neuman sacó la foto de Simón.
—¿Has visto alguna vez a este chico?
El niño se alejó las moscas de los ojos y dijo que no con la cabeza.
—Forma parte de una banda de chicos de la calle: uno alto con un pantalón corto verde y uno más bajito, con una camisa militar y una cicatriz en el cuello…
—No —dijo—. No lo he visto nunca…
Aún no le había cambiado la voz, pero la mirada que le lanzó ya no era la de un niño.
—Veinte rands, sir… —El pequeño harapiento se llevó la mano al pantalón—. Veinte rands por una pipa, ¿le apetece, sir?
* * *
Josephina era una de las «madres» de la Bantu Congregational Church, una congregación de las Iglesias de Sión implantada en el township: despreciando las oraciones sosas de los europeos, los sionistas cantaban juntos, lo más alto posible, sin dejar nunca de bailar.
Neuman se abrió paso a través de la multitud y encontró a su madre delante del estrado, entre otras cantantes transidas de amor. Josephina sacudía su prodigiosa corpulencia, alabando al Señor con un fervor a la medida del predicador que, esa tarde, ofrecía su show: los asistentes contestaban, cantando todos juntos, extáticos… Ali se quedó un momento observando a su madre que, con la frente empapada en sudor, sonreía al vacío. Parecía feliz… Una bocanada de ternura le encogió el corazón. Se acordaba del 27 de abril, el día de las primeras elecciones democráticas, cuando fueron juntos a la oficina de voto de Khayelitsha… Recordó la fila de gente vestida como para una boda, negros y mestizos que hacían cola preguntando a los que volvían de la cabina si no habían tenido problemas; existía el temor de equivocarse de candidato (eran diez en la lista), de no poner la cruz en la casilla adecuada, o de que se saliera de la casilla, lo que anularía el voto, se veía con recelo lo de la tinta en los dedos[39], porque se podían dejar huellas dactilares en la papeleta de voto, que, según se decía, lo podían traicionar a uno: si se votaba al ANC, ¡¿quién le aseguraba a uno que las autoridades no lo metería preso?! Ali volvía a ver a Josephina entrar en la cabina electoral con su lista de candidatos, temblando, y el grito de horror que soltó: la pobre se había equivocado, había puesto una cruz en la casilla de Makwethu, el primero en la lista, cuyo cabello gris recordaba al de Madiba[40]. Calmaron sus gritos de desesperación entregándole otra papeleta, y Josephina se aplicó para rellenarla como convenía, sin salirse de la casilla, pero repasó tantas veces la cruz que agujereó el papel… Ali recordaba rostros, manos que apretaban documentos de identidad, con los dedos exangües, gente que votaba llorando, los que parecían ebrios al salir de la cabina, y la fiesta indescriptible que siguió al resultado de las elecciones, hasta las abuelas se echaron a la calle con sus mantas para unirse a los bailes y al concierto de bocinas…
La muy cabezota de Josephina tenía razón. Simón había muerto con las ratas abrazado a la fotografía de su madre: su destino era parte del de ellos, esa parte de África por la que su padre y él habían luchado.
Esperó hasta el final de la homilía para llevársela fuera.
Gente endomingada los saludó con un respeto algo cómico mientras salían cogidos del brazo de la iglesia de Gxalaba Street.
—He oído las noticias en la radio —le dijo Josephina en tono confidencial—: Sobre el nuevo asesinato, y eso de las marcas que tenía el cadáver… ¿Es verdad lo que dicen de ese zulú?
—Sí, como lo de la muerte de Kennedy.
—¡Ji, ji!
Ali gruñó; la información se había filtrado a los medios: ¿cómo se habían enterado?
Colgada de su brazo como una corchea, Josephina se sacudió el vuelo de su largo vestido blanco para darse un poco de aire. Hablaron de Simón, y la calle de pronto se les antojó mucho menos alegre. Ali le explicó las circunstancias de su muerte, el sida, la droga que lo había intoxicado, el resto de su banda, desaparecida sin dejar rastro, a la que había que encontrar: la madre escuchaba a su hijo, asintiendo con la cabeza, pero pensaba en otra cosa…
—Sí —no tardó en decir—: Simón debía de sentirse muy débil para atacar a alguien como yo… Sabe que me ocupo de los más desfavorecidos: era también una llamada de socorro.
—Pues vaya una manera rara de pedir ayuda.
—Iba a morir, Ali…
Dos gruesas arrugas surcaban su frente.
—Hará unos quince días vieron a los chavales que iban con él en las inmediaciones del asentamiento —dijo Ali—: Lo más probable es que sean inmigrantes. El más alto, Teddy, lleva un pantalón corto verde; el otro, una camisa caqui, y tiene una cicatriz muy fea en el cuello. Se han volatilizado, y yo creo que se están escondiendo en algún lugar del township: quizá los haya visto alguna de tus amigas.
La congregación se ocupaba de los enfermos de sida, a los que sus parientes ocultaban por miedo a los rumores y a que castigaran a las familias con alguna maldición, y luego los dejaban pudrirse en su escondite. Las ramificaciones de las mujeres voluntarias podían llegar hasta todos los Cape Flats; las lenguas podían soltarse mejor que con la policía.
—Lo comentaré a mi alrededor —aseguró Josephina—. Sí, me voy a ocupar de este asunto desde ahora mismo…
—Lo que te pido es que se lo digas a tus amigas —la frenó Ali—, no que te pongas a recorrer el township de punta a punta. ¿Te has enterado bien?
—¡Anda, ni que estuviera enferma! —se ofuscó Josephina.
—Pues sí, mamá, estás enferma. Y vieja.
—¡Ji, ji!
—Hablo en serio. Simón consumía droga, y esos chavales también. Sin duda estarán enfermos, pero que nadie se acerque a ellos, ¿entendido? Sólo quiero localizarlos.
Josephina sonrió, acariciándole la cara, como hacía cuando era niño, para calmarlo.
—No te preocupes por tu anciana madre, ¡estoy perfectamente! —dijo, pasándole las manos agrietadas por todo el rostro—. Tú, en cambio, deberías dormir más: tienes fiebre, y sólo se ven ojeras debajo de esos ojos tan bonitos que tienes…
—Te recuerdo que eres medio ciega.
—¡No se engaña a una madre tan fácilmente!
La gruesa anciana se izó de puntillas sobre sus zapatitos dorados para besar a su rey zulú.
Ali se marchó al anochecer, con el corazón en el fondo de un pozo.
* * *
Las cortinas de los cuartos oscuros estaban corridas. En la habitación exigua flotaba un olor a incienso algo empalagoso. La luz se reducía a un pequeño foco rojo. Estaba tumbado sobre la camilla acolchada, con los brazos doblados; brazos duros como una piedra, que la joven masajeaba con ayuda de ungüentos perfumados.
—Relájese —le dijo.
Por mucho que la masajista cubriera con aceite su hermoso cuerpo y redujera las tempestades atrapadas bajo su piel, el hombre seguía contestando con bloques de energía negativa que ella encajaba sin decir nada, al menos había cerrado por fin los ojos… Le masajeó los músculos de los hombros, dibujó círculos expertos, bajó por los riñones hasta las nalgas, volvió a subir despacio, apartando las partes carnosas, que no tardó en reblandecer con largas caricias lubricadas. La chica cesó por fin su prestación erótica, contempló su obra y, molida, desapareció detrás de las cortinas.
Apenas oyó los pasos que se acercaban a la camilla, pasos ligeros… una chica que no llegaría a los cincuenta kilos: ¿lo había visto ya allí alguna vez?
Depositó sus objetos metálicos sobre la mesita y se acomodó sobre él.
—¿Se encuentra bien?
No.
—Sí.
—Bien…
La chica eligió entre sus utensilios. Las imágenes seguían desfilando bajo sus párpados cerrados, imágenes de muerte, de fuego, de golpes que llovían sobre él, desmembrado, pero de nuevo esa noche las lágrimas rodaban por donde no debían: dentro de sí mismo.
No dormiría. O quizá sí. O más tarde. O nunca. Con Maia se habían ido sus últimas ilusiones. Ya no las quería… Ya sólo quería a Zina. Lo había embrujado: sus ojos de noche estrellada, su gracia de animal libre, la pólvora y las brasas bajo sus pasos, todo le gustaba, más que eso… Se ahogaba en su armadura. Su piel no valía nada. Se sentía como un animal en un zoo: daba vueltas en su jaula, como las ratas de Tembo…
La chica había cogido un objeto de la mesita, que manejaba con una habilidad casi clínica; al final del insomnio, se dejó penetrar.