—¿Papá se está quemando?
—Sí, mi vida.
—¿Y adónde va?
—Papá va a subir al cielo para formar allí una nube muy bonita…
Tom suspiró, visiblemente circunspecto. A Eve también le parecía que el tiempo transcurría muy despacio. Su duelo tenía que pasar por la prueba del fuego, y Claire los tenía abrazados a ella, ante el horno que se había tragado el ataúd de Dan. La tristeza es contagiosa, Claire lo sabía, pero necesitaba la fuerza de sus hijos para borrar sus visiones de pesadilla. Los niños no sabían lo que le había pasado a su padre, sólo que lo habían matado unos hombres malos… La mujer temblaba ante el crematorio. Se preguntaba por qué le habían cortado las manos, le habría gustado oír las explicaciones de los asesinos, las razones que les habían llevado a hacer todo ese mal, si es que existían…
Por el horroroso hilo musical sonaba What Will You Say, una canción de Jeff Buckley que ella cantaba con Chris, su guitarrista negro. A Dan le encantaba: una voz como una onda en suspenso que se volvía trágica, Jeff y su sonrisa etérea, que, como su padre Tim, se había ahogado, una noche de borrachera, en el Misisipí… Claire no se sentía agotada pese a los calmantes: sólo violenta. El cáncer, la radioterapia, el pelo que se le había caído a puñados, a todo eso se había enfrentado con una valentía que no sabía que tuviera, pero nadie la había preparado para esto.
Ya de niña, bastaba una sonrisa y le brotaba la aureola de santa: para la gente, Claire era aquélla a la que nunca le pasaría nada malo, era tan bonita… Tonterías. Todo falso. No era necesario bañarse de noche en el Misisipí. El angelito rubio que salía sonriendo en las fotos ya no tenía aureola, ni siquiera tenía pelo. Su marido había muerto: la había palmado.
Su hermana Margot no esperó al final de la cremación para llevarse a los niños a casa: reunir las cenizas y arreglar las últimas formalidades llevaría horas, y Claire necesitaba estar sola con él, por última vez.
Esperó hasta que se hubo marchado toda la familia, luego cogió la urna y condujo hasta su cala, junto a Llandudno. Era su peregrinación de enamorados, una manera de reencontrarse y, hoy, de separarse. Las olas lamían la playa desierta, un horizonte crepuscular en el que dispersaría sus restos. Claire apretó la urna contra su corazón y caminó entre la espuma, todo lo lejos que pudieron llevarla las piernas. Por el camino le iba hablando, palabras de amor, las últimas, antes de arrojar al agua lo que quedaba de él. Las cenizas flotaron un momento en la superficie, antes de que los torbellinos las arrastraran. También la urna se hundió, un Titanic agitado entre los remolinos…
—¿Tienes hambre? —preguntó Margot—. He preparado pollo con ciruelas pasas.
Su plato preferido cuando eran niñas. Claire acababa de volver a casa.
—No, gracias.
Sus miradas se cruzaron. Compasión, desamparo. Hablarían más tarde, cuando los niños se hubieran ido a la cama.
—¿Qué le ha pasado a tu vestido? —dijo la hermana, para hablar de algo—. ¿Te has fijado?
El sol, al secarse la tela, había dejado círculos claros en su vestido negro. Claire no contestó. Los niños, sentados a la mesa de la cocina, apartaban los trozos de ciruela. Margot apretó el hombro de su hermana pequeña, aunque no sirviera de nada.
—Mamá —se quejó Eve—. Ya no me gustan las ciruelas pasas…
Claire reparó en la caja sobre el mostrador de la cocina.
—¡Ah, sí! —dijo Margot—. Un amigo tuyo pasó antes a dejarte este paquete: uno alto y moreno, con pinta de estar medio dormido… —Se volvió hacia los niños—. Que sí, hombre, ¡pero si están muy buenas!
Se trataba de una caja de hojalata que costaba diez veces su precio en las tiendas de Long Street. Dentro, Claire encontró fotos de ella y los niños, ella y Dan, ella sola, entre los pájaros del parque Kruger… Había también un folleto de viaje a Europa, sus cuadernos de investigación, que Dan conservaba porque tenía fobia a los virus informáticos, dos o tres regalos elaborados por los niños en el colegio, y las palabras de otro, en una hoja blanca doblada por la mitad:
Dan no guardaba casi nada en los cajones de su mesa, lo tenía todo en su cabeza. Pensé que te gustaría conservar sus cosas. No sé qué decir, Claire: ¿amistad?, ¿ternura? Llama en cuanto puedas. Un beso también de parte de Ali.
Brian
Palabras como él, bellas y torpes.
* * *
Tara apareció en el despacho de Epkeen, y el mundo, durante un instante, se tornó azul Klein. La amazona había cambiado su atuendo de montar por un vaquero ceñido y una camiseta igual de sexy. Se paseó por la habitación desordenada como si estuvieran visitando juntos su primer apartamento, y se inclinó sobre la cristalera que daba al mercadillo de Greenmarket Square antes de volverse hacia Epkeen, que seguía su deambular, enfrascado en sus pensamientos.
—¡No está mal la vista!
—Usted lo ha dicho.
Tara era tan guapa de espaldas como de frente.
—Gracias por venir —le dijo él, a modo de preámbulo.
—Hay que estar siempre dispuesto a ayudar a la policía —contestó, sin creerse ella misma lo que decía—. ¿Dónde me siento?
—Donde quiera.
Tara apartó las carpetas que estorbaban el paso y apoyó su generoso trasero en el borde de la mesa. Desde esa altura lo dominaba, se balanceaba por encima de él con aire alegre, visiblemente consciente de su propio encanto, hasta el punto de que Brian sintió que se mareaba… Abrió los iconos de la pantalla de su ordenador.
—¿Nos va a llevar mucho tiempo?
—Eso depende de lo que recuerde.
—Apenas sé a qué día estamos hoy —bromeó Tara.
Era el 8. El día de la cremación de Dan.
—Pero haré un esfuerzo —añadió—, prometido.
—Bien, he preparado una selección de vehículos que coinciden con la descripción que usted me dio. Dígame sí, no o quizá.
—¡Trato hecho!
Brian se preguntó de dónde saldría esa agitadora anatómica, redujo la tensión de la corriente eléctrica que lo atraía a ella y no tardó en volver a poner los pies en el suelo: la pantalla de su ordenador se llenó de 4x4. Tara sacudió su larga cabellera morena, en un signo de negación. Su atención era total, sus ojos azul cobalto lanzaban chispas luminiscentes al cristal líquido de la pantalla, los vehículos todoterreno desfilaban por decenas, con o sin barro, 4x4, 6x6, defensas frontales de todos los tamaños, modelos de todas las marcas, no, no, no, no, no, no, no, no…
—¿Se ha fijado —dijo, al cabo de un rato—, que en las fotos al volante sólo salen hombres…?
—Las mujeres pasan de los 4x4, ¿no?
—Apasionadamente.
—Es usted de lo más… —Se volvió a la pantalla—. ¿No encuentra nada que se le parezca?
Tara hizo una mueca ante el modelo propuesto:
—No —dijo—. El mío era un todoterreno grande, alto…
—¿Feo?
—Feísimo.
Hizo una mueca de asco.
Epkeen se fue directamente a la marca Pinzgauer.
No tuvo que esperar mucho.
—¡Ése! —exclamó Tara—. ¡El Steyr Puch 712K!
La amazona tenía de pronto cinco años y medio, y a él el cerebro se le iba separando en cubitos azules.
—¿Está segura de que es este modelo?
—Si no es ése, es primo hermano suyo.
—Lo vio usted a cien metros —comentó Epkeen.
—Tengo buena vista, teniente.
La mujer lo impresionaba, le daba miedo…
—Un Pinzgauer Steyr Puch de color oscuro —escribió en voz alta en su libreta—. ¿Alguna otra precisión?
—¿Qué quiere saber? —preguntó ella, irónica—. ¿El color de los neumáticos?
—Me refería al conductor, o a si vio a alguien en los alrededores de la casa…
—Lo siento. No vi a nadie. Paso por ahí temprano por las mañanas —explicó—, tal vez dormían…
Epkeen hizo una mueca. Aislada en un extremo de la playa, la casa era un escondite seguro, con un acceso por la pista a la carretera que llevaba a los townships. No debía de haber cien mil modelos de ese Pinzgauer en la provincia…
—Bien… Le agradezco mucho su información.
—¡De nada!
De un salto, Tara volvió a tierra firme. Parecían gustarle los saltos.
—Bueno —sonrió—, tengo que irme…
—¿Adónde?
—¡No es asunto suyo, teniente!
Cogió su bolso de lona, que había dejado sobre la mesa, se cruzó con la mirada líquida de Epkeen y reflexionó unos segundos.
—Tengo un par de cosillas que hacer antes de esta noche —dijo entonces, como si ocultara algo—. Me imagino que estará libre, ¿no?
—A mi lado el aire se enrarece —la advirtió él.
La adrenalina le latía en las venas. Tara sonrió y luego consultó su reloj.
—Mmm —calibró—, no necesito mucho más… A las siete en el bar de la esquina con Greenmarket, ¿le parece bien?
* * *
Los cadáveres encontrados en la casa de Muizenberg acababan de ser identificados. Pamela Parker, veintiocho años, toxicómana, vieja conocida de la policía por estar en la órbita de distintas bandas del township. Detenida varias veces por captar clientes en autobuses y estaciones. No tenía domicilio fijo, pero sí una condena por agresión, y se encontraba en libertad condicional. No se tenían noticias de ella desde hacía casi un año. Tenía una hermana, Sonia, de la que tampoco se sabía nada ni se la había visto. Francis Mulumba, veintiséis años, antiguo policía ruandés buscado por el Tribunal Penal Internacional por violaciones y asesinatos. Mujahid Dokuku, exmiembro del Movimiento por la Emancipación del Delta del Níger (MEND), un grupo rebelde nigeriano especializado en bunkering, el desvío de petróleo explotado por las multinacionales. Se había fugado dos años antes de la cárcel donde cumplía una pena de doce años por sus actividades en la guerrilla. Se sospechaba que había entrado clandestinamente en Sudáfrica, como miles de refugiados más, para engrosar las filas del crimen organizado…
La policía científica no había encontrado más que excrementos en las paredes del sótano, sangre de las víctimas y dos cuchillos de cocina que se habían utilizado en la matanza, con sus huellas en los mangos. Ni armas de fuego, ni droga: y eso que estaban colocados hasta las cejas con ese mismo cóctel a base de tik, a dosis que se aproximaban al estado de locura furiosa, según el protocolo del forense… ¿Se habrían refugiado en la casa para escapar a los controles de la policía en las carreteras? ¿Se habrían matado entre sí por el efecto de la droga, o les habrían ayudado como habían hecho con Stan Ramphele? ¿Era la casa el escondite en el que vivían y desde donde vendían la droga? Neuman se había topado con Joey, el más joven de la banda, hacía unos días en el solar de Khayelitsha: ¿por qué estaría maltratando a Simón? ¿Y dónde estaba su acólito, el cojo?
Neuman había recorrido el barrio que se extendía alrededor del gimnasio en construcción, sin enterarse de gran cosa: chavales de la calle como Simón Mceli los había a miles en el township. Lo habían mandado de aquí para allá, de descampado en campo de fútbol. Algunos le habían aconsejado que se fuera a tomar por culo en los barrios blancos. Superpoblación, miseria, sida, violencia: la suerte que corrían los chavales de la calle que venían de lugares cada vez más hacinados no interesaba a nadie.
El informe de la autopsia de Simón Mceli llegó esa misma tarde. Los distintos animales que habitaban en los conductos del solar habían dañado seriamente el cuerpo del niño, pero las lesiones en la zona próxima al tercer metacarpo correspondían a picaduras de insecto que se remontaban a una semana, lo que indicaba la fecha aproximada de la muerte. No había ningún impacto de bala, ni ninguna herida visible en las partes del cuerpo que no habían tocado los animales. Los pocos objetos que se habían encontrado junto al cuerpo —velas, cerillas, agua, alimentos, una manta— permitían pensar que Simón se había llevado consigo un kit básico de supervivencia. No había más señales de pinchazos, sólo las picaduras de los insectos. El niño sufría graves carencias de calcio, hierro, vitaminas y proteínas, y se habían encontrado rastros de productos tóxicos en su cuerpo: marihuana, metanfetamina y esa molécula que el laboratorio no lograba identificar.
Simón también estaba intoxicado. Más que eso, era adicto perdido. Eso podía explicar su estado famélico, la agresión contra Josephina, pero no las causas de su muerte. Simón había muerto por envenenamiento en la sangre, pero no lo había matado una sobredosis: había muerto de sida. Un virus fulminante.
* * *
Además de por la violencia, Sudáfrica estaba asolada por el VIH. El veinte por ciento de la población era portadora del virus, una de cada tres mujeres en los townships, y las perspectivas eran aterradoras: dos millones de niños perderían a sus madres en los próximos años, y la esperanza de vida, que ya había disminuido cinco años, iba a disminuir otros quince, hasta rondar los cuarenta años en 2020. Cuarenta años…
El gobierno le estaba echando un pulso jurídico a la industria farmacéutica, que no aceptaba distribuir medicamentos genéricos a las personas infectadas; por fin se había aprobado el acceso a los antivirales, con la ayuda de la comunidad internacional y de una campaña de prensa virulenta, pero el tema seguía candente. Para el gobierno sudafricano, una nación era como una familia unida, estable y nutritiva, que se desarrollaba plenamente en un cuerpo sano; una familia disciplinada: el presidente invalidaba las estadísticas de contagio, el índice de mortalidad y la violencia sexual que, según él, pertenecían a la esfera privada. Acusaba a la oposición política, a los activistas del sida, a las multinacionales y a los blancos, siempre dispuestos a estigmatizar las prácticas sexuales de los negros, recluidos al banquillo de los acusados: el «peligro negro», resurgimiento del apartheid. Por todo ello, el sida se consideraba una enfermedad banal vinculada a la pobreza, la malnutrición y la higiene, excluyendo explícitamente el sexo. Una enfermedad de consecuencias intolerables, sobre todo en materia de costumbres masculinas. Según ese punto de vista, y para contener la plaga, la política sanitaria del gobierno en un principio había preconizado el ajo y el zumo de limón después de las relaciones sexuales, así como ducharse o utilizar cremas lubricantes. El rechazo a los preservativos, considerados no viriles y un instrumento de los blancos, pese a las distribuciones gratuitas, completaba un panorama bastante desesperado de por sí.
Jacques Raymond, el médico belga de la organización Médicos sin Fronteras, que trabajaba en el dispensario de Khayelitsha, sabía de lo que hablaba: vacunas, pruebas, consulta a domicilio, foro de información, Raymond llevaba tres años recorriéndose el township de una punta a otra, y había perdido la cuenta de los muertos. Neuman pidió la ficha de Simón Mceli, y el médico no puso pegas: violencia, enfermedad, drogas…, la vida de los niños de la calle no tenía ningún valor en el mercado, ni siquiera valía un juramento de Hipócrates.
Raymond tenía un bigote pelirrojo impresionante, finas manos que la nicotina había vuelto amarillentas y un marcado acento francés. Abrió el archivador metálico de su despacho y sacó la ficha correspondiente.
—Sí —dijo, tras echarle una hojeada—, sí que atendí a este niño, hace veinte meses… Aprovechamos para hacerle un chequeo, pero Simón no era portador del virus: la prueba dio negativo.
—Según la autopsia —prosiguió Neuman—, el virus del que se contagió mutó a una velocidad poco frecuente.
—Puede ocurrir, sobre todo en personas de constitución débil.
—Simón estaba bien cuando lo examinó, ¿no?
—Veinte meses es mucho tiempo cuando se vive en la calle —contestó el belga—. Jeringuillas infectadas, prostitución, violaciones: los niños de la calle empiezan a drogarse cada vez más jóvenes, y con los miles y miles de tipos que piensan que van a curarse del sida desflorando a vírgenes, a menudo suelen ser las primeras víctimas.
Neuman conocía las estadísticas de asesinatos de niños, una cifra que ascendía a velocidad vertiginosa.
—Esas creencias las fomentan las sangomas del township —insinuó.
—Bah —dijo el médico, no muy convencido—: No todos son tan atrasados… También está la medicina tradicional… El problema es que cualquiera puede declararse curandero: después, es solo cuestión de persuasión, de credulidad y de ignorancia. Aquí, a los enfermos de sida se los considera unos parias; la mayoría está dispuesta a creer lo que sea para curarse. Los microbicidas no han estado a la altura de lo que prometían —añadió con amargura—: Nuestras campañas para la utilización del preservativo son como predicar en el desierto…
Pero Neuman pensaba en otra cosa:
—¿Cuánto dura el período de incubación, quince días?
—¿Del sida? Sí, más o menos. ¿Por qué?
Simón había contraído el virus en los últimos meses: era adicto a la droga que circulaba por la costa. Nicole Wiese, Stan Ramphele, los tsotsis del sótano de la casa, todos habían sucumbido al cóctel al poco de consumirlo. Todos salvo De Villiers, el surfista abatido por la policía. A Neuman le surgió entonces una duda. Dio las gracias al médico belga sin contestar a su pregunta, atravesó la cola de enfermos que esperaba en el pasillo y salió del dispensario.
Myriam estaba fuera, en los escalones de entrada, fumando, con las manos cruzadas sobre las rodillas; fingía que no lo estaba esperando.
—¡Hola! —le dijo. Los ojos le hacían chiribitas.
—Hola…
El zulú pasó por delante de ella sin apenas verla y llamó por teléfono a Tembo.
* * *
—Epkeen se había dejado el móvil encendido en el pantalón, abandonado como todo lo demás sobre el suelo del cuarto. Vibró tres veces antes de que sonara el timbre de llamada. El despertador roto al pie de la cama indicaba las siete y media de la mañana: Brian tanteó en la penumbra, encontró la causa de su incomodidad, vio el nombre que aparecía en la pantalla y contestó a la llamada en un susurro para no molestar al unicornio que dormía a su lado.
—¿Le he despertado? —preguntó Janet Helms.
—Haga como si la escuchara…
—He seguido investigando la casa de la playa —anunció la agente de información—. El propietario sigue ilocalizable, pero he conseguido algunos datos. Para empezar, el terreno: una hectárea y media bordeando Pelikan Park, fue comprado hace algo más de un año. No se han planteado obras de reforma para renovar la casa, pero hay negociaciones entabladas para la extensión de la reserva vecina: el terreno podría, pues, pasar a encontrarse en zona protegida, lo que triplicaría su valor. Delito de explotación de información privilegiada o simple especulación, resulta difícil de determinar. Sea como fuere, la operación inmobiliaria se realizó con transparencia cero: me ha sido imposible obtener el nombre del propietario o de la sociedad que compró la casa pero, investigando, he encontrado un número de cuenta de un banco de las Bahamas. Estrictamente confidencial, como usted bien sabe. Puede hablar con el fiscal general, pero dudo mucho que consiga algo…
Epkeen encajó como pudo el aluvión de información que le soltaba Janet Helms tan de mañana y puso un poco de orden en sus ideas. Efectivamente, pedir que se entablara un procedimiento con tan pocos argumentos no llevaría a ningún lado, sólo a meses de papeleo tan complicado como inútil, puesto que un simple clic de ordenador bastaba para transferir la cuenta a otro paraíso fiscal.
—El mundo de la banca da asco —comentó.
—Si le sirve de consuelo, el de la información también.
—Pfff.
El animal alado se movió bajo las sábanas.
—He elaborado una lista con los 4x4 Pinzgauer Steyr Puch que hay en la provincia —prosiguió Janet—. Un parque privado de una treintena de vehículos, de los que tan sólo una cuarta parte son de color oscuro, es decir, un total de ocho vehículos. También he elaborado una lista de personas que han alquilado un modelo así estas últimas semanas. Si quiere echarle un vistazo…
—De acuerdo —suspiró Epkeen.
Arrojó el móvil sobre el montón de libros que constituía su mesita de noche y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
—Caray —dijo la voz a su lado—, vaya charlas te traes por las mañanas…
Tara debía de sentir calor bajo las sábanas, pero, con el brazo enrollado como un serpentín alrededor del edredón, el hermoso animalito no parecía tener ninguna intención de salir de la cama.
Brian se había encontrado con ella en el bar de Greenmarket en el que lo había citado. La amazona lo había embrujado con su franqueza, su buen humor y su porte decidido, parecía dispuesta a comerse el mundo. Tara tenía treinta y seis años y un caballo al que montaba siempre que podía; trabajaba de free lance para un gran estudio de arquitectos. No le contó nada de su vida privada, sus aficiones ni sus amores, sólo que le gustaba Radiohead y los tíos con los ojos verde agua como los suyos.
El final del sueño había tenido lugar en su casa, en el dormitorio del piso de arriba, donde habían hecho el amor con una confianza que les había durado hasta la mañana siguiente, era como si se conocieran de toda la vida.
—Epkeen —dijo, emergiendo de entre las sábanas—: No es un nombre afrikáner.
—Mi padre era procurador durante el apartheid —explicó él—: Cuando cumplí los dieciocho, me puse el apellido de mi madre.
Tara venía de una familia británica liberal que había luchado contra los bóers en la guerra del mismo nombre. Lo agarró de la punta de la nariz:
—Mira tú qué listo…
De listo nada, Epkeen estaba como tonto por ella.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
—Mmmm…
Su sonrisa de ángulos agudos lo empujó fuera de la cama. Se levantó, preguntándose cómo hacían las mujeres para estar tan guapas al despertarse por las mañanas. Tara le miró el culo mientras se paseaba por la habitación, en busca de la ropa que había dejado tirada por el suelo.
—Oye —le dijo—, pues para ser un caballo en las últimas tampoco estás tan mal…
—En realidad, éste no es mi verdadero cuerpo.
—¿Ah, no?, pues a mí esta noche me había parecido que…
Brian se fue a la cocina, presa del vértigo tras el cual corría desde la adolescencia. No sabía si la noche anterior había estado a la altura, si lo estaría algún día, si todavía soñaba. Preparó un desayuno copioso y variado que subió humeante a la habitación. Tara estaba en el cuarto de baño. Dejó la pesada bandeja sobre la cama, inundó de té los huevos revueltos y se puso una camiseta. Su perfume flotaba en el dormitorio, una brisita entre las cortinas… Tara no tardó en salir, vestida y tan guapa como el día anterior.
Apenas le echó un vistazo al desayuno.
—Llego tarde —dijo—: Me tengo que marchar pitando.
Su sonrisa isósceles parecía forzada de repente.
—¿Ahora mismo? —preguntó él, meloso.
Tara consultó su reloj:
—Sí, ya lo sé, es una despedida un poco precipitada, pero se me había olvidado por completo que me toca a mí llevar a los niños a casa de la canguro esta mañana.
Despedida.
Canguro.
Tren fantasma.
—Pensaba que no tenías hijos.
—Yo no, pero mi pareja sí.
Tara cogió un frasquito de perfume francés, se echó dos nubecitas discretas y lo guardó visto y no visto en su maletita.
—¿Huelo bien?
Le tendió el cuello, grácil y blanco; daban ganas de morderlo.
—Divinamente, yegüita —contestó.
Tara soltó una risita que no ocultó su apuro.
—Bueno, me voy.
—Aún es hoy, pero tú ya quieres que sea mañana —dijo él, ocultando mal su amargura.
—Mmm —asintió ella, como si comprendiera—. En cualquier caso, ayer estuvo genial.
Genial.
Brian quiso decirle que la mitad del placer era suya, pero Tara depositó un beso melancólico en sus labios antes de desaparecer como una ciudad bajo las bombas.
Un portazo y nada más.
Se acabaron los galopes y las carreras entre la espuma del mar. Sólo quedó la brisa blanda contra las cortinas, el café humeante sobre las sábanas y la impresión de estar como la cama: completamente deshecho…
Entonces vibró su móvil desde la pila de libros: Epkeen tuvo ganas de mandarlo al otro extremo del Atlántico, pero era Neuman.
—Vente para acá —le dijo.
* * *
Epkeen atravesó el seto de periodistas y curiosos aglutinados detrás de los precintos bicolores de la policía. Las olas se precipitaban sobre la playa de Llandudno y volvían a marcharse, cubriendo el horizonte de rocío aterrado… El arte de la caída, su vida podía resumirse en eso.
Neuman lo vio llegar desde lejos, desaliñado y de mal humor.
—Siento haberte despertado —le dijo.
Brian seguía pensando en Tara, en las estrategias fatales, en todo ese amor que se iba al garete… Se inclinó sobre la arena.
La joven estaba tendida a dos metros de allí, con los brazos en cruz, como si acabara de caer del cielo. Un vuelo macabro: Epkeen apartó la mirada del rostro de la chica. No había desayunado, y la huida de Tara le había dejado el estómago revuelto.
—Un tipo que hacia footing la encontró esta mañana —dijo Neuman—. A eso de las siete.
Una chica desfigurada, tumbada de espaldas. Las manos también estaban destrozadas. Epkeen encendió un cigarrillo, sentía el peso de la tristeza sobre los hombros.
—¿No tienes ninguna chica viva que presentarme? —dijo, para darse algo de aplomo.
Ali no contestó. El viento levantaba la falda de la chica y escupía arena; Tembo se afanaba alrededor del cadáver, visiblemente preocupado. El equipo de la científica peinaba la playa. Una mujer blanca, de no más de treinta años, pelo rubio oxigenado y sucio, un rostro sin boca, sin nariz, sin nada… El cielo se estaba llenando de nubarrones negros. Neuman miraba fijamente el mar revuelto. Una gaviota se acercó a saltitos sobre la arena, a unos pasos de allí, e inclinó el pico hacia el cadáver. Epkeen la ahuyentó con una mirada torva.
—¿Se sabe quién es? —dijo por fin.
—Kate Montgomery… Vive en una de las casas de ahí arriba, con su padre, Tony.
—¿El cantante?
—Sí.
Tony Montgomery había conocido su hora de gloria en mitad de la década de los noventa; había sido un símbolo de la reconciliación nacional: por eso habían acudido en masa los periodistas…
—Aún no hemos podido contactar con él —dijo Neuman—, pero Kate trabajaba de estilista en un videoclip. Acabamos de hablar con el equipo de rodaje, que sigue esperándola… Se ha encontrado su coche a dos kilómetros de aquí, un poco más arriba, en la cornisa, pero su bolso no estaba dentro.
Tembo se dirigió hacia ellos, sujetándose el sombrero de fieltro, que amenazaba con salir volando. Él también parecía triste y malhumorado. Les comunicó sus primeras impresiones con voz mecánica. Todos los golpes se habían concentrado en la cabeza y en el rostro: con un martillo, una barra de hierro, una porra… No se había encontrado el arma del crimen, pero las similitudes con Nicole Wiese parecían evidentes. El mismo salvajismo en la ejecución del crimen, el mismo tipo de arma. La muerte se situaba hacia las diez de la noche del día anterior. La ausencia de rastros de sangre sobre la arena podía indicar que el cuerpo había sido transportado hasta la playa. Esta vez sí se había producido violación, estaba comprobado.
Epkeen apagó su cigarro en la arena y se guardó la colilla.
—¿Señales de lucha? —quiso saber Neuman.
—No —contestó el forense—, pero hay cortes en la cintura, son marcas antiguas… Los más recientes tienen varios días, los otros, semanas.
—¿Señales rectilíneas?
Ali pensaba en las marcas extrañas encontradas en el cuerpo de la primera víctima. Tembo sacudió la cabeza despacio:
—No. Los cortes son poco profundos, lo más probable es que estén hechos con un cúter… Las uñas en cambio sí que han sido cortadas, visiblemente por un cuchillo… Vengan a verlo.
Se arrodillaron junto al cadáver. La punta de los dedos de la chica había sido toscamente mutilada. Tembo señaló la coronilla.
—También le han cortado un mechón de pelo —dijo.
Neuman rezongó. Mechón de pelo, uñas: cualquier sangoma podía conseguir ese tipo de ingredientes de manera más fácil… Vio la blusa rasgada de la chica, donde la sangre se había secado. Los tirantes del sujetador estaban seccionados, y el pecho, lacerado.
—¿Escarificaciones?
—Más bien parecen letras —dijo Tembo. Levantó la blusa con la ayuda de un lápiz—. O números, grabados sobre la piel a punta de navaja… ¿Ven las tres oes?
La sangre se había coagulado sobre el pecho, pero los cortes, más oscuros, quedaban perfectamente visibles.
—O… lo… lo —descifró Neuman.
—¿Eso qué lengua es? —reaccionó Epkeen—: ¿Xhosa?
—No… zulú.
Os matamos: el grito de guerra de sus antepasados, retomado por la facción más violenta del Inkatha.