Un vestido rojo cruzó su campo de visión. Con una mano, la mujer se sujetaba el sombrero de paja que amenazaba con salir volando hasta el otro extremo de la Tierra, y con la otra se balanceaba con gracia sobre la playa inmaculada… Epkeen se cruzó con esa aparición etérea cuando una ráfaga de viento le escupió arena en el rostro.
Había dejado atrás las casetas de madera de colores que bordeaban el paseo marítimo, el puesto de socorro, las sombrillas dispersas y algún que otro desdentado que vendía fruslerías del township vecino; la playa de Muizenberg se iba vaciando a medida que se alejaba a orillas del océano, el viento removía el polvo y la arena, que se perdían a lo lejos, en el vaho del mediodía. Se volvió, pero la chica no era ya sino un punto rojo en la bruma del calor; apenas se distinguía la estación balnearia… Siguió caminando a duras penas por la arena blanda, escupiendo tabaco y alcoholes.
Brian había ido la noche anterior al bar de Long Street donde trabajaba Tracy. Quería hablar en serio con ella, pero la pelirroja no dejaba de extasiarse con los malabarismos de su joven colega al otro lado de la barra… Si le brillaban los ojos por tres cocteleras que daban vueltas en el aire, más valía dejar ahí la cosa, ¿no? Tracy no se lo esperaba en absoluto. Las palabras de Brian habían sido certeras, pero a la vez, no había dado ni una. Era un cero a la izquierda en rupturas. No tenía manual de instrucciones. El deseo se le había ido al garete. La muerte de Dan lo había vuelto perezoso. Decepción, amargura, tristeza, se habían separado sin ninguna esperanza de recaer…
Epkeen vio el emplazamiento de la choza y, detrás, la barbacoa entre las dunas y la cabaña carcomida. Quedaban señales de arena ennegrecida, el carbón volcado en el suelo… Sintió un escalofrío. La mestiza se lo había ligado arrimándose a su muslo cuando ya tenía pensado borrarlo del mapa. Ella y el tipo al que había arrancado media cara le habrían hecho a él lo que le habían hecho a Dan. Tal vez lo habrían hecho pedacitos a él también, y los habrían asado… Epkeen se pasó la lengua por los labios, sintió la sal del océano cercano y ahuyentó el miedo que le impedía pensar.
La playa se extendía hasta la reserva de Pelikan Park: la casa que buscaba no debía de estar muy lejos… Se ajustó las gafas de sol sobre la nariz y trepó a lo alto de una duna, balanceándose por la fuerza del viento. Colgadas del cielo, las gaviotas lo miraban fijamente con sus ojos enajenados. Distinguió a lo lejos la vía del tren y el esbozo de una alambrada que se extendía detrás de los arbustos maltratados por el viento que soplaba desde el mar. La M3 estaba a dos kilómetros apenas, se llegaba hasta ella por una pista llena de baches… Brian bajó corriendo la pendiente hasta la entrada principal, cerrada por un grueso candado. De la verja colgaba un cartel medio corroído por la sal que prohibía el acceso a la propiedad privada, amenaza que ya sólo asustaba a las mariposas: trepó la verja, soltó un taco al arañarse la muñeca contra la alambrada y cayó de un salto sobre la arena del patio. Las gaviotas desaparecieron con un grito: trotando por el camino se aproximaba la silueta de una mujer a caballo…
Epkeen estaba aún junto a la verja cuando la amazona lo abordó, a lomos de un frisón de pelaje negro reluciente de sudor.
—¡Buenos días!
Era una mujer morena de unos treinta y cinco años, alta, con unos ojos azules bastante impresionantes.
—¿Se le ha perdido algo? —le preguntó.
—Digamos más bien que busco algo.
—¿Ah, sí? —fingió sorprenderse ella—. ¿Y qué busca?
—Pues busco…
La mujer tiró de la brida del caballo que sólo quería galopar hacia el mar.
—¿Suele pasear por aquí? —le preguntó Epkeen.
—De vez en cuando… Me cuidan el caballo en el club hípico, al lado del parque.
Pelikan Park, la reserva natural situada a varios centenares de metros… Epkeen olvidó las perlas de océano que brillaban encima de la verja y se volvió hacia la casa.
—¿Sabe quién vive ahí?
La amazona sacudió la cabeza en un gesto de negación, curiosamente imitada por su montura:
—No.
—¿Ha visto a alguien alguna vez?
La mujer volvió a sacudir la cabeza de lado a lado.
—¿Algún vehículo? —insistió él.
El frisón tiraba de la brida. La mujer le hizo ejecutar unos pasos de baile, muy elegantes, y entonces su rostro se iluminó despacio, como si los recuerdos volvieran a su mente a oleadas, empujados por la brisa marina:
—Sí… Una vez vi un 4x4, una mañana muy temprano, franqueó la verja… A veces atajo por las dunas, pero lo normal es que vaya por la playa, siguiendo la orilla. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Qué clase de 4x4?
La mujer se inclinó sobre la silla para relajar sus glúteos.
—Pues uno grande, oscuro, un modelo reciente, de los que revientan dunas… A decir verdad, apenas lo vi… No como a usted —dijo, cambiando de tema—: Esto es propiedad privada, ¿no se ha fijado?
—Ha dicho que lo vio una mañana temprano: ¿hacia qué hora?
—Las seis… Me gusta montar por la mañana, cuando la playa está desierta…
De buenas a primeras a él también.
Sólo tenía que encontrar un caballo de temperamento depresivo al que le gustara la cerveza belga.
—¿Y cuándo fue eso?
—No lo sé… —Se encogió de hombros. Llevaba una camiseta ceñida—. Hará unos diez días o así…
—Y desde entonces, ¿no ha vuelto a ver a nadie?
—Sólo a usted.
Sus perlas azules lo atravesaban como si fuera antimateria.
—Si le enseño una lista de vehículos similares, ¿cree que podría identificar al 4x4 en cuestión?
—¿Es usted policía?
—A veces.
El frisón mordía su bocado, con el casco febril. La mujer dio una vuelta completa sobre sí misma.
—¿Trabaja en el club hípico? —le preguntó él, al final del ballet.
—No. Me contento con montar… Tiene tres años —dijo, dándole palmaditas en el cuello al animal—, todavía es fogoso. ¿Le gustan los caballos?
—Prefiero los ponis —contestó él.
La mujer se echó a reír, lo que puso aún más nervioso al caballo.
—Ya decía yo que no tenía usted pinta de que le gustaran los caballos.
—¿Ah, no?
—Es a mí a quien mira, y el animal siente que le tiene usted miedo —dijo ella, asintiendo con la cabeza—: De haberle gustado los caballos, habría hecho exactamente lo contrario…
—¿Aun así me puede dar su número de teléfono?
Ella asintió, y él sacó su libreta para apuntarlo. El frisón golpeaba el suelo con los cascos, muerto de impaciencia, con los ojos saltones fijos en el mar.
—Me llamo Tara —concluyó ella, antes de tenderle la mano por encima de la verja—. ¿Lo llevo a algún sitio?
—Otro día, si quiere… Iremos a cualquier parte.
Ella sonrió como un demonio:
—¡Bueno, pues nada, qué se le va a hacer!
La amazona tiró hacia un lado de la brida del animal y, con un golpe del talón, liberó a la furia que bullía entre sus piernas. No tardaron en desaparecer, entre cielo y bruma… Epkeen permaneció plantado ante su pedazo de alambrada, escéptico, antes de regresar a la realidad.
El viento formaba remolinos en el patio. El sol, aplastante, estaba alto en el cielo, y las gaviotas parecían vigías… El afrikáner se volvió hacia el edificio, aislado bajo los pinos.
La casa descubierta por Janet Helms parecía una antigua estación meteorológica, con sus persianas cerradas y su antena oxidada. Fue hasta la puerta blindada e inspeccionó la fachada. Era una casa de un solo piso, no se veía ningún cartel que indicara que estaba vigilada por ninguna empresa de seguridad, no había más que un tejado inclinado y un tragaluz con barrotes tapado con cartones. Todo parecía cerrado a cal y canto, abandonado… Lo del 4x4 le había dejado una impresión extraña. Rodeó la casa.
Epkeen no tenía orden judicial, pero sí un pequeño sacaclavos, guardado en la funda de su pistola: pensaba forzar la puerta de atrás, pero no estaba cerrada. ¿Sería una casa ocupada? Empuñó su arma y se pegó contra la pared. Cargó la pistola, empujó la puerta despacio y echó un vistazo al interior. Las corrientes de aire se colaban por la puerta abierta, topándose con alguna que otra mosca. Apuntó hacia la penumbra. En la casa olía a cerrado, y Epkeen percibió también otro olor extraño, removido por el viento que soplaba fuera. Se dirigió a la habitación vecina, que estaba vacía; encontró el interruptor —la electricidad funcionaba— y una tercera habitación que daba al patio pero tenía las ventanas condenadas. En el suelo de cemento había una mesa de madera, manchada de pintura y, sobre ella, pinceles de cerdas endurecidas, trozos viejos de papel de pared arrancados y moscas que zigzagueaban nerviosas a su alrededor. Seguía flotando en el aire ese mismo olor desagradable que había notado antes.
Una puerta llevaba al sótano; Epkeen se inclinó sobre los escalones y, al instante, se llevó la mano a la cara. El olor venía de ahí: un olor a excrementos. Un olor espantoso a excrementos humanos… Pulsó el interruptor y contuvo el aliento. Una nube de moscas zumbaba en el sótano, miles de moscas. Bajó los escalones, con el dedo crispado sobre el gatillo. El sótano ocupaba toda la planta del edificio, era una habitación con todas las aperturas taponadas donde reinaba una atmósfera como de fin del mundo. Se estremeció, con los ojos helados, y contó tres cadáveres bajo la nube de moscas: dos hombres y una mujer. El estado espantoso de los cuerpos recordaba a los cobayas de Tembo. Con el cuero cabelludo arrancado y los miembros separados del cuerpo, reposaban en un charco de sangre coagulada, anegado de moscas. Cuerpos deformes, despanzurrados, sin dientes, con el rostro lacerado, irreconocible. Un campo de batalla a puerta cerrada, aislado. Una jaula… Levantó la mirada de los cadáveres y vio las paredes, cubiertas de excrementos. Alguien había untado de mierda toda la habitación, a altura humana…
Epkeen respiró por la boca, pero no sintió mucho alivio. Atravesó la nube de moscas protegiéndose con las manos. Había un lavabo al final del reducto, y una encimera de azulejos sobre la que alguien había vomitado. Vio dos cuchillos en el suelo, con el mango manchado. El zumbido constante y tenaz, el olor a excrementos y a sangre le daban náuseas. Se inclinó sobre los cadáveres y, con la mano, ahuyentó las moscas que se arremolinaban sobre los rostros. Uno de los negros tenía una herida enorme en la mejilla izquierda y tatuajes en los brazos: pese a estar desfigurado, reconoció al tipo de la choza, el que lo había seguido detrás de las dunas y al que había azotado con su knut… La chica descoyuntada junto a él debía de ser Pam. Le faltaba la mitad del cuero cabelludo… Sin respiración, Epkeen subió del sótano. Cerró la puerta tras de sí con un portazo y permaneció allí un momento, apoyado contra la pared.
Había desenterrado cuerpos de militantes abatidos por los servicios especiales, zombis que se pudrían en celdas, cuerpos calcinados por los vigilantes del Inkatha o los comrades[37] del ANC, gente sin piel y con una mueca en la cara a guisa de agradecimiento; nunca había sentido compasión, no era su tarea. Hoy ya no sentía más que asco… Corrió hacia la puerta y vomitó todo lo que le retorcía las tripas.
* * *
La comisaría de Harare era un edificio de ladrillo rojo rodeado de alambre de espino con vistas al nuevo palacio de justicia. Un constable asado de calor bajo su gorra montaba guardia en la verja de entrada. Neuman lo dejó ahí, enfrascado en sus musarañas, evitó a los borrachos a los que empujaban hacia las celdas y se presentó ante la chica de la recepción.
Walter Sanogo lo esperaba en su despacho, enjugándose el sudor bajo el ventilador perezoso. Estaba sepultado en casos abiertos, y no había encontrado respuesta a las preguntas de Neuman; los tres negros abatidos en la playa de Muizenberg no se contaban entre sus sospechosos, habían enseñado sus fotografías por todo Khayelitsha, pero no habían conseguido nada, ningún vínculo con ninguna banda organizada, ni nueva ni antigua. La mayoría de los homicidios de los que se ocupaban eran obra de bandas rivales, muchas de las víctimas no tenían papeles, los clandestinos se contaban por millones: por su vida y la de sus hombres, Sanogo les dejaba devorarse entre sí tranquilamente, en familia, por así decirlo…
—Me topé con uno de esos tipos hará unos diez días —dijo Neuman, señalando la foto del más joven—, junto al gimnasio en construcción. Se hacía llamar Joey.
Sanogo hizo una mueca de iguana al mirar la foto:
—Normalmente estos tipos se inventan unos apodos ridículos: Machine Gun, Devil Man…
—Había otro joven con él, era cojo…
—¿Quién le dice que todavía anda por aquí?
—Estos tatuajes —cambió de tema Neuman, señalándole las fotos—, ¿le dicen algo?
Escorpiones en posición de ataque, y dos letras, «T. B.», todo ello trazado con tinta desleída… Sanogo indicó que no.
—ThunderBird —explicó Neuman—: Una antigua milicia del Chad, infiltrada desde Nigeria. Han matado a uno de mis hombres y trafican con droga en la península. Una mierda nueva a base de tik.
—Mire, Neuman —dijo el capitán, con aire paternalista—, lo siento por su hombre, pero no somos más que doscientos policías para varias decenas de miles de personas. Apenas tengo agentes suficientes para lidiar con los enfrentamientos entre las compañías de taxis colectivos, cuando no se vuelven contra nosotros… Yo también perdí a un hombre el mes pasado: lo mataron como a un conejo, en la calle, para robarle el arma de servicio.
—Para que sus hombres estén seguros tendría que neutralizar a las bandas.
—No estamos en la ciudad —replicó Sanogo—: Esto es la jungla.
—Pues tratemos de escapar de ella.
—¿Ah, sí? ¿Y qué piensa hacer: encontrar a cada cabecilla y preguntarle si sabe algo sobre quién asesinó a su agente?
—¡Oh! No pienso ir yo solo —replicó Neuman, con una expresión helada—: Se vendrá usted conmigo.
Sanogo se retorció nervioso sobre su silla de plástico.
—No cuente con ello —dijo, como si fuera algo evidente—: Bastante trabajo tengo ya con los casos abiertos.
Su mirada se perdió sobre los expedientes amontonados.
—Joey tenía una Beretta M92 seminueva —dijo Neuman—. Los números de serie estaban rayados, pero seguro que provienen de un lote de la policía: ¿prefiere una investigación en profundidad sobre sus stocks?
El número de armas declaradas como perdidas superaba todos los límites tolerables, Neuman lo había comprobado. Armas por así decir volátiles.
Sanogo se quedó callado un momento, sabía cuáles de sus agentes alimentaban el tráfico, él mismo recibía regularmente sus «honorarios». Neuman lo miró fijamente, con desprecio:
—Reúna a sus hombres.
* * *
La proclamación de las zonas blancas había generado desplazamientos masivos de población, dispersado las comunidades y destruido el tejido social. Cape Flats, donde se había aparcado a los negros y a los mestizos, era una zona dividida en territorios controlados por bandas de delincuentes dedicadas a actividades diversas. Allí tenían una tradición que databa de antiguo, e incluso se habían transformado en sindicatos —considerando que el fenómeno de las mafias provenía del apartheid, mil quinientos tsotsis se habían manifestado ante el Parlamento para exigir la misma amnistía que los policías. Algunas bandas estaban a sueldo de los dueños de licorerías ilegales, los shebeens, o de los barones de la droga, para proteger su territorio. Otras formaban organizaciones piratas, que asaltaban a otras bandas para abastecerse de droga, alcohol y dinero. Estaban las bandas de carteristas que actuaban en los autobuses, los taxis colectivos o los trenes, las mafias especializadas en extorsión y, por último, las bandas de las cárceles, que controlaban la vida en prisión (contrabando, violaciones, ejecuciones y evasiones), y de las que todo recluso tenía que pasar a formar parte, lo quisiera o no.
Hacía años que el clan de los americanos controlaba Khayelitsha. Su jefe, Mzala, era temido y respetado. Mzala había robado de niño, matado de adolescente y purgado tres años de cárcel antes de hacerse un hueco entre los tsotsis del township. Eran su única familia, de él como de todos los demás; una familia que, a la primera señal de debilidad, no dudaría en pegarle tres tiros. Los americanos dirigían el tráfico de droga, la prostitución y el juego. Eran dueños también del Marabi[38], el shebeen más lucrativo del township, donde Mzala y sus adláteres habían establecido su cuartel general.
Dado que tres cuartos de la población estaban excluidos del mercado laboral, allí se concentraba la economía sumergida: escenarios por excelencia de la cultura popular, los shebeens los habían creado las mujeres del campo, que habían aprovechado sus conocimientos tradicionales para elaborar cerveza artesanal. Los shebeens eran tolerados pese a la fauna que gravitaba a su alrededor y a las bandas armadas que encontraban en ellos el medio de dar salida a sus stocks de droga y alcohol.
El Marabi era un garito sucio y abarrotado de negros pobres que se emborrachaban con la eficacia de los que no tienen dónde caerse muertos; brandy, ginebra, cerveza, skokiaan, hops, hoenene, barberton o mezclas más fuertes todavía, allí se vendía de todo sin autorización ni escrúpulos. La shebeen queen que regentaba el establecimiento se llamaba Dina y era una suerte de bruja gelatinosa con voz de cataclismo que hacía reinar el orden. Neuman la encontró al otro lado de la barra, con un vestido rosa de escote generoso, acosando a un viejo borracho para que bebiera más deprisa.
—¿Dónde está Mzala? —preguntó.
Dina vio la placa de policía y el rostro poco amable que había detrás. Los borrachos que deliraban tumbados en camastros callaron. Los agentes del township habían neutralizado a los dos vagos que supuestamente debían vigilar la entrada del bar. Detrás venía Sanogo, refugiándose en la sombra de Neuman.
—¿¡Y éste quién es!? —le espetó Dina al jefe de policía—. No…
La mujer hizo una breve contorsión por encima de la barra. Neuman le agarró la muñeca con fuerza:
—A callar.
—¡Suélteme!
—Escúcheme o le rompo el brazo.
Inmovilizada como en una trampa para lobos, la shebeen queen se vio aprisionada contra la barra húmeda.
—Quiero hablar con Mzala —dijo Neuman con voz átona—. Por ahora será una charla amigable.
—¡No está aquí! —gimió la mujer.
Neuman arrimó la boca a su oreja llena de adornos:
—No me tomes por un negrata… Venga, date prisa.
El dolor le llegaba hasta el hombro. Dina asintió con un gesto que hizo temblar todas sus carnes. Neuman la soltó como un muelle. La mujer profirió un taco, frotándose la muñeca —ese bestia no le había roto el brazo de milagro—, se alisó el vestido, que acababa de secar la barra como una bayeta y le dio una patada a uno de los tipos desplomados en el suelo. El zulú la miraba fijamente, con una expresión amenazadora. La mujer se escabulló al otro lado de la pared metálica.
Los clientes empezaron a murmurar. Sanogo indicó a sus hombres que los mantuvieran a raya.
Mzala dormía la mona en una de las habitaciones del fondo, en compañía de una chica que se había puesto de dagga hasta las cejas antes de chupársela sin pasión y ahora roncaba sobre su camastro. La irrupción de Dina lo sacó de su torpor. El jefe de la banda echó a la shebeen queen, rechazó a la sanguijuela y se puso la ropa que había tirada en el suelo. Los dos tsotsis que montaban guardia en la puerta del salón privado lo escoltaron al otro lado de la pared metálica que delimitaba su territorio.
Sanogo estaba allí, con su ejército. Había un tipo con él, un negro alto y musculoso que lo observaba desde los grifos de cerveza; llevaba la cabeza rapada, y su mirada era dura como una piedra. Su traje debía de valer unos cinco mil rands. Nada que ver con los otros polis…
—¿Qué coño está haciendo aquí, Sanogo? —le espetó Mzala.
—Este caballero dirige la policía criminal de Ciudad del Cabo —contestó el superintendente, volviéndose hacia el interesado—: Querría hacerle unas cuantas preguntas.
Neuman veía a Mzala por primera vez: un negro anguloso de ojos desleídos, vestido con una camiseta de una marca barata de whisky; tenía largas uñas afiladas, gruesas como si fueran de cuerno…
—¿Ah, sí, no me diga?
Dos negros enmarcaban al jefe de la banda. De una patada en la entrepierna, Neuman convirtió al primero en estatua. El tipo se quedó un segundo desconcertado, antes de torcer la cara con una mueca. Su acólito tuvo la desgracia de moverse: Neuman apuntó a la pierna que sostenía el peso del cuerpo y, de un talonazo, le desencajó la rodilla. El negro dejó escapar un grito de dolor, retrocediendo hacia la pared metálica.
—Hoy no estoy muy pacífico —rugió Neuman, acercándose al cabecilla—. A partir de este momento, las preguntas las hago yo, y tú contestas sin hacerte de rogar, ¿entendido?
Mzala olía a sudor rancio y a puñalada trapera. Dina se arrimó a él como un pez piloto al tiburón.
—Aquí no encontrará nada —contestó, sin una mirada a sus hombres, vencidos a patadas—. Mejor haría en marcharse por donde ha venido.
—Y tú en cambiar de registro: hoy vengo a hacer preguntas, mañana puedo volver con los Casspir.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Mzala, algo más conciliador.
—Una nueva banda que vende droga en la costa —dijo Neuman—. Han matado a uno de mis hombres.
—No tengo ningún motivo para meterme con la pasma. Tenemos nuestros pequeños acuerdos, como en todas partes: pregúntele al jefe —dijo, tomando a Sanogo por testigo—. Nosotros los americanos nos contentamos con vender dagga. Somos legales —se defendió—: ¡Joder, si hasta pago por mi licencia!
No era algo frecuente.
—¿Y quién te hace la competencia?
—La mafia nigeriana —dijo Mzala—. Unos hijos de puta, hermano, unos verdaderos hijos de puta…
Su mueca despectiva se perdió en el escote de la shebeen queen.
—¿Y dónde puedo encontrar a esos hijos de puta?
—A dos de ellos, en la fosa común —contestó Mzala—; otro, enterrado en cal viva; los demás se habrán largado. En cualquier caso, hace tiempo que no se les ha visto el pelo por aquí. ¡Y me extrañaría que volvieran esos maricones!
Se oyeron algunas risas. Neuman se volvió hacia Sanogo, que inclinó la cabeza para asentir: ajustes de cuentas entre bandas. Les dejaba hacer sin meter demasiado las narices en sus asuntos. El zulú le tendió las fotos digitales de los asesinos de la playa:
—¿Habéis visto alguna vez a estos hombres?
Poco expresivo de por sí, el rostro de Mzala se congeló.
—No… Y mejor para mí, porque no tienen muy buen aspecto.
Su ironía no encontró eco.
—Qué curioso —dijo Neuman—, porque hace cosa de diez días vi a uno de ellos cerca del solar del gimnasio: es decir, en mitad de vuestro territorio.
Mzala se encogió de hombros.
—No tengo ojos en todas partes.
—Trafican con una nueva droga a base de tik.
—No sé nada de eso. Pero si es verdad, no debería tardar en enterarme.
—La mafia nigeriana controla el tik —prosiguió Neuman.
—Puede, pero no en nuestro territorio. Ya le he dicho que hace meses que no vemos a esos hijos de…
—Puta, sí, ya lo sé. ¿Y esos tatuajes?
—Un escorpión, ¿no?
—Oye, pues sí que sabes tú de animales, ¿no?
—Los reportajes de la tele, que te alimentan el cerebro —se burló Mzala.
—Una bala en la cabeza también alimenta que no veas. ¿Y bien?
El tsotsi tenía la mitad de los dientes podridos, tributo pagado a la malnutrición infantil, y los brazos, cubiertos de cicatrices.
—No puedo decirle nada —masculló—: No he visto nunca a esos tíos. Pero si los veo rondar por aquí, cuente conmigo para darles su merecido.
—Se estaban metiendo con este chaval —insistió Neuman, enseñándole la foto escolar—: Simón Mceli.
Mzala esbozó una sonrisa torva.
—Pero si parece un angelito.
—¿Lo conoces?
—No. Me traen sin cuidado los niños.
Mzala sólo había tenido un hermano pequeño, todavía más ladrón que él, que se había matado como un imbécil, haciendo el ganso con su pipa.
—Stan Ramphele, ¿tampoco te dice nada ese nombre? ¿Y su hermano Sonny, que traficaba en la playa de Muizenberg?
El xhosa negó con la cabeza, como si Neuman fuera muy desencaminado.
—Nuestro negocio es la dagga y la defensa del territorio —repitió—: Sus hermanos y lo que trapichearan en la costa no es asunto nuestro.
Neuman le sacaba una cabeza al jefe de la banda.
—Qué raro —le dijo bajito el zulú—, los tipos a los que busco se parecen mucho a ti, tienen la misma pinta de hijos de puta.
Un ligero viento de pánico barrió el shebeen. Junto a la columna, Sanogo miraba a unos y a otros; los policías, muy alertas, apretaban la culata de sus armas. No estaban en su territorio…
—Nosotros no sabemos nada —aseguró Mzala—. El nuestro es un negocio tranquilo. Sólo hierba, nada de polvo. Es demasiado caro para nuestra clientela y sólo trae problemas… —Escupió en el suelo—. Es la verdad, hermano: un negocio tranquilo…
Sus pupilas amarillas, sin embargo, afirmaban lo contrario. Neuman vaciló. O ese tipo decía la verdad, o tendrían que llevárselo a la comisaría para someterlo a un interrogatorio más serio, eso a sabiendas de que el resto de la banda seguramente ya había rodeado el shebeen y esperaba, fusil en mano, a ver cómo evolucionaban las cosas… Parecían haberse cerrado las filas alrededor de ellos. Siendo sólo nueve hombres, y mal armados, no tenían muchas probabilidades de salir de allí sin problemas.
—Deberíamos marcharnos —le susurró Sanogo por detrás. El jaleo de los clientes amontonados en el local se iba haciendo cada vez más fuerte; algunos empezaban ya a mirar por las ventanas abiertas. Bastaba un empujón, y la intervención degeneraría en un motín…
—Espero por ti que me hayas dicho la verdad —soltó Neuman a modo de despedida.
—Yo también —replicó Mzala.
Pero eso no quería decir nada.
* * *
Un torbellino de polvo atravesó el solar. Neuman se abrió paso por la basura. Los obreros se habían vuelto a sus casas, sólo quedaban los niños, atraídos por los vehículos policiales y el ruido del viento en los andamios del gimnasio. Latas de bebida vacías, envoltorios grasientos y trozos de chatarra cubrían el suelo. Neuman reconoció el tubo de hormigón por el que Simón se había escapado unos días antes. Una evacuación de agua, según los planos que había conseguido…
Sanogo y sus hombres se mantenían a distancia, a la sombra. Neuman se agachó y asomó la cabeza por la apertura del tubo: el conducto era apenas lo bastante ancho para que le cupieran los hombros. El haz de su linterna bailó un momento sobre las paredes de hormigón antes de perderse en la oscuridad… No sin esfuerzo, Neuman consiguió introducirse en el conducto.
Olía a orines, apenas podía levantar los codos; al final se puso a reptar, con la linterna entre los dientes. El tubo parecía hundirse en la oscuridad. Levantó la cabeza, y ésta chocó contra el hormigón. Iba haciendo más fresco a medida que avanzaba. Neuman reptó unos diez metros más antes de detenerse. Ya no olía a orines, sino a algo desagradable y fuerte: a descomposición.
Simón estaba allí, bajo el haz de su linterna: envuelto en una manta sucia hecha jirones. Tardó un tiempo en reconocerlo: su rostro estaba necrosado y lívido, su vientre, bajo la manta, devorado en parte por las ratas y otros animales… Neuman dirigió la luz de su linterna hacia los objetos que había allí tirados y reconoció el bolso de Josephina. Había también una botella de agua junto al cadáver, velas consumidas, un paquete de galletas vacío y una fotografía, que ni la humedad ni las ratas habían tocado y que el niño sujetaba aún entre los dedos. La fotografía de su madre.