4

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!

Para salir del bantustán donde el gobierno del apartheid los había confinado, los negros sudafricanos debían tener un pass, que regulaba su tránsito por la zona blanca. Sacando provecho de las rivalidades interétnicas o familiares, el poder había dejado la autoridad de los bantustán en manos de jefes locales que tenían el encargo de colaborar con las autoridades, so pena de ser depuestos. Algunos de ellos no habían dudado en recurrir a milicias, o vigilantes, armados de porras que, llegado el caso, sustituían a la policía en el interior del enclave o del township. Tras la prohibición del ANC, el jefe Buthelezi había formado el Inkatha zulú, un partido que, aunque se proclamaba antiapartheid, había aceptado erigirse en autoridad del bantustán de KwaZulu. Al considerar esta colaboración como un juego a dos bandas, Oscar, el padre de Ali, le había dado la espalda y se había vuelto hacia el grupo de la Conciencia Negra dirigido por Steve Biko, cuyas intervenciones furiosamente contrarias al apartheid habían despertado un movimiento de resistencia seriamente afectado por quince años de represión policial.

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!

Biko provenía del entorno universitario, y Oscar era profesor de Economía en la Universidad del Zululand. El tono del joven militante era radical, al desprecio al negro se respondería con el odio al blanco, y se terminaría de una vez por todas con la mentalidad de esclavo. Biko proponía un sindicato estudiantil, boicots para protestar contra la deficiente enseñanza prodigada a los negros[34], un movimiento de resistencia activo. Oscar luchaba para hacer comprender a sus alumnos que su destino les pertenecía, que nadie los ayudaría. Había organizado una tribuna para el líder de la Conciencia Negra en la universidad, pese a la hostilidad del Inkatha. Debido a su situación geográfica en el interior de las fronteras territoriales del KwaZulu, era en la universidad donde el gobierno del bantustán reclutaba a sus funcionarios, sus expertos y sus ideólogos: el Inkatha no necesitaba un líder estudiantil impetuoso que exhortaba al asesinato; al contrario, necesitaba técnicos del poder para asentar su movimiento de resistencia. El mitin de Oscar había sido interrumpido por enfrentamientos, y la policía antidisturbios había dispersado a la multitud a golpe de purple rain[35].

Tres meses más tarde, Biko murió a manos de esa misma policía.

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!

Ali nunca había visto llorar a su padre: Oscar era una suerte de semidiós bueno que lo sabía todo y que hablaba varias lenguas, un hombre de aspecto tranquilo bajo sus gafas de intelectual, que comprendía a su enemigo pero no le perdonaba nada, alguien que besaba a su mujer delante de todo el mundo y que había conocido la cárcel. Ali recordaba sobre todo sus manos, que los llevaban a él y a su hermano a contemplar las estrellas desde el tejado de la casa, sus manos calientes y suaves que contaban cuentos de reyes zulúes, de viejos monos, de leopardos y de leones…

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!

Neuman conocía ese himno zulú: Biko y sus activistas lo habían convertido en su grito de guerra, era una manera de decir a los defensores del apartheid que aunque no tenían armas, eran peligrosos, incluso después de muertos. Cuando Biko fue asesinado, el ANC clandestino se adueñó del himno.

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!

Las voces resonaban bajo las vigas de ladrillo del Armchair. Neuman estaba de pie entre el público, inmóvil ante su tótem: viejos monos que hacían muecas subían a la superficie…

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra!

Sobre el escenario lleno de humo, Zina y sus zulúes bailaban el toi, la danza de guerra de los townships: golpeaban el suelo con los pies, levantando una nube de polvo, como en los enclaves en los que los habían segregado, los tambores retumbaban bajo los focos, fotos de manifestantes se proyectaban como flashes sangrientos sobre una pantalla situada al fondo del escenario, pisoteaban el suelo abrazando unos AK-47 imaginarios, como antaño, sin dejar de corear:

—¡Cuando mato a un blanco, mi madre se alegra! ¡Trrrrrrrrrrrr!

Zina disparó una ráfaga sobre la multitud aglutinada. El polvo revoloteaba en torbellinos sobre el escenario, respondiendo al estruendo de los tambores. Distinguió entonces entre el gentío el rostro de Neuman, que dominaba todos los demás… Con una sonrisa, lo decapitó.

* * *

—¿Qué está haciendo aquí?

—Antes no me ha visto —dijo Neuman.

Sus ojos resplandecían en el pasillo del camerino.

—Se habrá movido usted —dijo—: Y la prueba es que está aquí ahora.

Zina estaba descalza, sudorosa y cubierta de polvo de los pies a la cabeza. El policía la estaba esperando al final del espectáculo, y ella se sentía eléctrica, confusa y vulnerable.

—El otro día no me lo contó todo —dijo Neuman, directo al grano.

Su expresión, la de un hombre que sabe muchas cosas, la puso un poco más a la defensiva:

—Será que usted no hizo las preguntas adecuadas…

—Probemos con ésta: hay una cámara a la entrada de la discoteca, ¿lo sabía?

—El mundo de la televigilancia no me interesa —replicó ella.

—A mí tampoco, pero merece la pena dedicarle un momento de vez en cuando. ¿Podemos hablar de ello en un sitio más tranquilo?

Ahora llegaban también los músicos, chocándose los cinco. Zina abrió la puerta del camerino.

—¿Qué le ha pasado en la oreja? —preguntó, pasando al interior.

—Nada.

Neuman la miraba fijamente, presa de sentimientos contradictorios. La bailarina se puso el chai de colores que había sobre el tocador y lo miró desde lo alto de su metro ochenta de estatura.

—Ha puesto su expresión de serpiente —le dijo—. ¿Qué ocurre?

—Nicole Wiese pasó toda la noche fuera tres días antes de que la asesinaran —dijo Neuman— y, según las cintas de vídeo de la discoteca, salió de allí aquella noche a las doce y doce minutos. Usted, cuatro minutos más tarde. No sabemos dónde ni con quién pasó Nicole la noche… Cuatro minutos: el tiempo suficiente para que usted pasara por el camerino a recoger sus cosas antes de reunirse con ella. ¿Qué me dice?

—Prefiero los cuarentones sin hijos, pero a nadie le amarga un dulce de vez en cuando… ¿A qué juega usted?

El polvo formaba cráteres grises sobre su piel, que empezaba a resquebrajarse.

—Nicole era una muchacha súper protegida que buscaba emanciparse de la tutela paterna, y por eso quemaba etapas: coleccionaba experiencias y juguetes eróticos. Consumió iboga esa noche, la del miércoles, y mi teoría es que esa noche la pasaron juntas.

Sus miradas se cruzaron, eran las de dos bestias. Neuman se estaba tirando un farol.

—Tráigame una orden judicial —replicó ella—, y le abro mi nido.

Neuman cogió un mechón de su cabello pegado al sudor de su hombro:

—¿Va a hablar ahora o prefiere que esperemos a los resultados del laboratorio?

Una chispa brilló en los ojos negros de Zina. Neuman la había atrapado en sus redes.

—Yo no le rompí la cabeza a Nicole —dijo entre dientes.

—No: es usted demasiado lista para hacer algo así. Pero me ha mentido.

—Que no diga lo que usted quiere escuchar no quiere decir que mienta.

—En ese caso le aconsejo que me diga la verdad.

Zina se arrebujó en el chai.

—Nicole me abordó después del espectáculo —dijo—, en la barra, el miércoles… Le había gustado la actuación, y yo también, me di cuenta enseguida. Como quería experiencias placenteras, la inicié en la iboga.

Neuman asintió con la cabeza; era precisamente lo que se temía…

—¿Estaban las dos solas?

—Las dos sólitas, sí.

—¿Dónde pasaron la noche?

—En la habitación que me alquilan durante la gira, aquí al lado.

—¿Por qué me lo ha ocultado?

—No soy una impimpi —dijo.

Los que contaban los secretos a los blancos.

—¿De qué secreto habla?

—Mi abuela era herbolaria —dijo, con una pizca de orgullo—: Me legó algunos de sus talentos… entre ellos, la elaboración de la iboga. No tenemos costumbre de divulgar nuestros conocimientos.

—Un simple filtro de amor —dijo Neuman—. Tampoco es como para andarse con tanto misterio.

—No me tome por tonta: soy una de las últimas personas que vio a Nicole con vida, y pasamos la noche juntas tres días antes de su asesinato. No tenía ninguna gana de que la policía viniera a husmear en mi vida privada.

—¿Tantas cosas tiene que reprocharse?

—Aparte de haberlo conocido a usted, no.

Se instaló un silencio en el camerino.

—¿Y bien? —insistió él.

Zina esbozó una mueca provocadora:

—Pues Nicole era una linda muñequita rubia que, mire usted por dónde, estaba feliz de pasar la noche en mi compañía. La experiencia le gustó, pero yo ya no tengo edad de jugar a la niñera: la cosa quedó ahí. Fue el miércoles, efectivamente. El sábado por la noche Nicole se pasó por mi camerino para saludarme y para recoger los frasquitos de iboga que le había preparado. Me lo había pedido ella, ¿y se le ocurre a usted mejor regalo de despedida que un filtro de amor?

Sus ojos brillaban sin alegría.

—¿Le pagó?

—Lo mío no es el voluntariado.

—¿Lo hace para llegar a fin de mes?

—La vulgaridad no va con usted, señor Neuman.

—¿Y no le dijo Nicole con quién pensaba compartir tan valiosos frasquitos?

—Ya que insiste, le diré que Nicole y yo no hablamos mucho.

—Las mejores confidencias se hacen en la cama —observó él.

—Las chicas nos hablamos en silencio.

—En un silencio ensordecedor… —Se sacó la mano del bolsillo—. Stan Ramphele. ¿Le dice algo ese nombre?

Zina se inclinó hacia la foto que le mostraba, un negro de unos veinte años, bastante guapete el chaval…

—No —dijo.

—Nicole y Stan estaban colocados cuando murieron: una sustancia química a base de tik, que modifica el comportamiento. Extremadamente tóxica.

—Lo mío son las hierbas naturales, querido amigo —precisó la zulú—. El efecto de la iboga es más sutil… ¿Quiere probarlo?

—En otra vida tal vez.

—Hace usted mal, mis secretos son inofensivos —le aseguró.

—No las tengo todas conmigo.

—Soy bailarina —le dijo, mirándolo a los ojos—: No asesina en serie.

Neuman reparó en la pequeña cicatriz que tenía encima del labio.

—¿Quién habla de otros asesinatos?

—Sus ojos están llenos de otros asesinatos… ¿Me equivoco?

Zina lo miraba como si lo conociera. Neuman cambió de tema:

—¿Por qué no colaboró con la policía?

—Qué pesado es usted con sus preguntas.

—Y usted con sus respuestas.

Las facciones de Zina se agudizaron, a escasos centímetros de su rostro. La conversación viró bruscamente.

—Escuche lo que voy a decirle, Ali Neuman, escuche bien… He visto a policías pisotear el vientre de mi madre, todavía la oigo gritar porque estaba embarazada, y todavía oigo callarse a mi padre: ¡sí, todavía lo oigo callarse! ¡Y todo porque no tenían más derecho que ése, esos pobres negros! El hijo que esperaba no sobrevivió, y mi madre murió por ello. ¡Y cuando mi padre quiso denunciarlo, se le rieron en la cara, a él, un induna! Unos policías vinieron un día a decirle que había sido depuesto de su cargo de dirigente por insubordinación a las autoridades bantúes. Fueron también policías quienes vinieron a echarnos de nuestra casa, y la derribaron con una apisonadora. Los mismos que dispararon contra la multitud desarmada durante la revuelta de Soweto, matando a centenares de nuestros hermanos… Y ahora, sólo porque los tiempos hayan cambiado y una pueda tirarse a una blanquita sin que le den una kafferpack[36] no crea que es motivo suficiente para que corra a sus brazos.

—No se trata de eso.

—Pues es lo que usted me pide —dijo Zina entre dientes—. Si no he colaborado con la policía es porque no confío en ella. En absoluto. No es nada personal, ya se habrá dado cuenta, a no ser que sea tan ciego como cabezota. Ahora me gustaría darme una ducha y que me dejaran en paz. Eso no quita que lo que le han hecho a Nicole me dé ganas de vomitar…Y deje de mirarme con esos ojos de serpiente, ¡siento como si me tomara por un maldito cobaya!

Las ratas del forense estaban lejos, y sin embargo en sus pupilas se reflejaba una matanza.

—Militó en el Inkatha —dijo Neuman.

—Hace tiempo.

—¿Para combatir a los blancos?

—No —se irritó ella—: Para combatir el apartheid.

—Había medios menos violentos.

—¿Ha venido a hablarme de mi pasado o del asesino de Nicole?

—El tema parece incomodarle.

—Mi madre murió por ello. ¿No le parece motivo suficiente?

La bailarina recuperó su aire aristocrático, pero Neuman sintió que le había hecho daño.

—Discúlpeme —dijo, menos tenso—, no estoy muy acostumbrado a hablar con mujeres…

—Debe de sentirse solo.

—Como si estuviera muerto.

Zina sonrió, con el rostro lleno de polvo.

—Mi nombre zulú es Zaziwe —dijo.

«Esperanza»…

Pero, en sus pupilas, Neuman sólo vio una oscuridad sideral.

* * *

Ukuphanda: el término significaba literalmente arañar el suelo para alimentarse, como las gallinas en el gallinero.

En el contexto de los townships, el phanding —neologismo inglés— consistía para las mujeres en buscarse un amigo para conseguir dinero, comida o un techo. Esa clase de relación no era meramente transaccional, del tipo de «sexo a cambio de seguridad material»: se trataba también de dar con alguien que se preocupara por una, para escapar así de la brutalidad de la vida cotidiana. Era ésta una búsqueda que compartían numerosas mujeres jóvenes, y que la mayoría de las veces se traducía en una exposición a la violencia y al contagio del sida.

Maia no había escapado a la norma: se había convertido en objeto de competición entre hombres que, en el mejor de los casos, la consideraban como su propiedad. Su último novio, en respuesta a las habladurías de una vecina algo borracha, se había llevado a Maia a la orilla del río, la había desnudado, le había untado todo el cuerpo con detergente y le había ordenado que se lavara en el agua, para que aprendiera a no prostituirse con otros. Acto seguido, había cogido un látigo de cuero y la había azotado durante horas: seis, ocho, diez, Maia ya no recordaba cuántas… Acto seguido la había violado.

La habían encontrado al alba a la orilla del río, medio muerta.

Fue al ir a visitar a su madre en el dispensario cuando Neuman la vio por primera vez, tumbada en una cama en medio de otros enfermos. La joven apenas podía parpadear de tan hinchado como tenía el rostro por los latigazos. ¿Acaso fue porque las espantosas señales sobre su cuerpo le recordaron el martirio de su padre? ¿O quizá tuviera algo que ver su sonrisa al estrecharle la mano, o sus hermosos ojos oscuros y desamparados, que se lo bebían como un falso elixir? Fuera como fuere, Ali le prometió ese día que nadie volvería a hacerle daño nunca más.

La instaló en el township de Marenberg, habitado esencialmente por coloured, en una casita de ladrillo con ventanas de verdad y una puerta bien sólida a la que, de vez en cuando, él venía a llamar.

Al principio, Maia se había preguntado si ese poli alto de ojos de piedra no sería otro de esos locos, a la vez fascinados y horrorizados por el sexo de las mujeres —podía acariciarla durante horas, ir y venir sobre ella como una crema de doble filo— pero, después de todo, había conocido cosas peores. Su nuevo novio podía sobarla todo lo que quisiera, podía pedirle que blandiera el trasero para que él pudiera frotarlo con cubitos de hielo (código número tres), con la punta del dedo acariciarle el ano (código número cinco), podía penetrarla con todo lo que quisiera e incluso con lo que ella no quería, Maia no era muy tiquismiquis. Sobrevivía en Marenberg como podía: mediante el trueque, buscándose la vida, haciendo algún trabajillo aquí y allá, con la pintura, algún hombre que otro… Habían pasado dos años desde el principio de su relación, dos años en los que todo había cambiado. Hoy Maia acechaba sus pasos en la escalera, sus golpes con los nudillos en la puerta de su casa, su rostro, sus manos sobre su cuerpo, ella, que era su animal de compañía… Con el tiempo, la mestiza había pasado de la obligación al suplicio más dulce. Nunca antes nadie la había acariciado así. Nunca antes nadie la había acariciado en absoluto.

Era más de medianoche cuando Ali llamó a su puerta. Maia se despertó sobresaltada: no le había avisado de que vendría. Se puso el camisón que le había regalado hacía un mes, ahuyentó el sueño hasta la puerta de entrada, descorrió el cerrojo y se lo encontró ahí, con una expresión devastada.

Tenía la oreja vendada y una mirada dolorosa bajo la luna. Había ocurrido algo, Maia lo supo enseguida. Le puso la mano en la mejilla para consolarlo, pero él se zafó.

—Tengo que hablar contigo —dijo.

—Claro… Entra.

Maia no sabía qué decir ni cómo comportarse. Nunca habían hablado de amor. Nunca se había tratado de eso. Era ya un milagro que se dignara tocarla. Maia en el fondo se sentía impura, mancillada, sin honor, y él venía de una familia culta, un clan de alto rango, sin duda. Maia se imaginaba mil cosas —Ali no le hacía el amor por miedo a rebajarse, a comprometerse con una chica del campo, una mestiza que había ido de catre en catre y que él había recogido del arroyo—. Maia no sabía nada de sus sentimientos, de sus placeres extraños, pero albergaba esperanzas, pese a todo, porque era su naturaleza.

El hombre al que amaba no se tomó el tiempo de sentarse: su mirada la hizo retroceder hasta el sofá.

—No voy a volver más —dijo de pronto.

—¿Qué?

—Teníamos un acuerdo: te libero de él.

Su voz ya no era la misma: venía de las tinieblas, de un lugar donde Maia nunca había puesto los pies, un lugar al que nunca iría.

—Pero… Ali… No quiero que me liberes. Quiero quedarme contigo.

Neuman no dijo nada. Miraba los cuadros orgullosamente expuestos en la pared del salón, dibujos ingenuos garabateados en trozos de madera, colores vivos para representar escenas de la vida en el township. Eran audaces, patéticos y malos.

—Seguiré ayudándote —le dijo—, si es eso lo que te preocupa.

Sentada en el sofá donde la había arrinconado, Maia apretó los dientes: ya no era cuestión de dinero, y él lo sabía muy bien. Le iba a estallar el pecho de rabia. Hasta él, que era tan bueno, la dejaba tirada como a una perra: la devolvía a su papel de animal de compañía.

—¿Ya no me quieres en tu vida?

—Eso es.

Su maldad le hacía daño. Había pasado algo desde la semana anterior. No podía abandonarla así, sin darle una explicación.

—¿Has encontrado a otra chica?… ¿Es eso? ¡¿Has encontrado a otra desgraciada que creerá que la salvarás?! A no ser que tengas varias —se sulfuró ella—. Un harén, así se llama, ¿no?

Se oyó como un disparo, a lo lejos, en la noche, o un portazo.

—Cállate —dijo Neuman, en voz muy baja.

—¿Te la tiras?

—¡Cállate!

—Dime —le espetó, con una expresión cargada de hiel—: ¿A ella sí te la tiras?

Ali le levantó la mano, y ella, por puro instinto, se protegió la cara. El golpe fue tan rápido que Maia sintió el desplazamiento de aire sobre su cabello despeinado: el puño le rozó la sien antes de estrellarse contra la pared, que crujió bajo el impacto. Maia dejó escapar un grito de estupor. Ali golpeó la pared con todas sus fuerzas, varias veces: destrozó uno por uno sus cuadros colgados, hizo añicos el tabique de contrachapado, con las manos desnudas. La madera salía despedida por toda la habitación mientras él se ensañaba, los fragmentos caían sobre su pelo, Maia gritaba para que parara, pero los golpes seguían cayendo sin fin: iba a hacerlo todo pedazos, a ella, la casa, su vida, a puñetazos.

La tormenta paró de pronto.

Maia gemía bajito, sin atreverse ya a moverse, acurrucada en el sofá. Se aventuró a mirar entre las manos con las que se protegía el rostro, muerta de miedo: Ali estaba de pie delante de ella, con el puño apretado, lleno de arañazos y de astillas, y con los ojos resplandecientes de rabia.

Salió de sus entrañas una suerte de maullido, un sonido que le heló la sangre:

—Cállate…