Are you such a dreamer?
To put the world to rights?
La voz de Tom Yorke maullaba en la radio del Mercedes. Desesperación concentrada. El sol de mediodía cocía el asfalto a fuego lento mientras Epkeen acechaba a la salida de la Facultad de Periodismo. David ya no tardaría. Algunos chavales que tenían el mismo aspecto after grunge que su hijo salían del edificio; también chicas, rubitas jovencitas y peripuestas o mestizas que no alegraban nada el ambiente. Fletcher había muerto, en sus brazos por así decirlo, y no habían podido hacer nada para salvarlo.
Brian pensó en Claire, en la escena del hospital, y el corazón se le encogió aún más. Era la primera vez que veía a alguien caerse al suelo de pena. Las piernas habían cedido bajo su peso. Un dolor de tullida, que le atacaba la médula. Ya podía gritar la pobre que la dejaran en paz, se arrancaba el pelo, desplomada en el suelo plastificado del hospital, chillaba, medio enajenada, cuando ya no tenía nada a lo que aferrarse más que una peluca rubia tirada a sus pies y una cabeza calva. Brian la había puesto en pie, Claire, tan menuda, con el peso de una pluma. De un muerto…
Epkeen distinguió entonces la silueta desgarbada de su hijo, que le recordaba a sí mismo, hacía mucho tiempo. Lo acompañaba una rubia sexy, sin duda su novia (se le había olvidado su nombre, Marjorie, ¿no?). Abrió la puerta sin ventanilla del coche y cruzó la calle.
Se le pegaban las suelas al asfalto, calentado por el sol. David vio a su padre y se puso rígido al instante.
—¡Hola! —lo saludó Brian.
—Hola. ¿Qué quieres?
La rubia mascaba chicle como si estuviera muy duro y se quedó mirando al padre de su amigo con aire insolente.
—Pues nada —dijo, con las manos en los bolsillos—, nada especial; sólo quería charlar un poco…
—¿Para qué?
Su sinceridad dolía. Brian se encogió de hombros:
—No lo sé: para que consigamos entendernos…
—No hay nada que entender —soltó David, con una expresión definitiva.
Con su diamante en la nariz y dos clavos cromados en los párpados, la rubia del chicle parecía de acuerdo con él.
—Dentro de nada tienes el examen, ¿no?
—Mañana —contestó David.
—Vamos a celebrarlo. Vamos a un restaurante, ¿os apetece?
—Mejor danos dinero: así ahorramos tiempo los tres.
—Conozco un cocinero japonés que…
—Pasa de rollos —lo cortó David—: Mamá me ha dicho que la acosabas por teléfono… Estás celoso de su felicidad, ¿es eso?
—¿Acostarse con el rey de las dentaduras postizas? Gracias, pero paso.
David sacudió la cabeza, como si no hubiera nada que hacer:
—Estás de la olla, tío…
—Sí… Había pensado hacer teatro, esas obras en las que te abres las venas, pero luego me he dicho que no le iba a quitar el trabajo a los jóvenes.
—Reaccionario de mierda.
La chica sonreía. Era su única esperanza.
—Señorita, es usted más guapa cuando deja de mascar ese chicle —observó Brian—. Espero que David no le haya hablado demasiado de mí.
—Bah.
Un tema delicado, a esa edad.
—Ya te había dicho que era un obseso de tres pares de narices —comentó el aprendiz de periodista—. Anda, vámonos de aquí antes de que se baje la bragueta y nos la enseñe.
—Guay —se rió la rubia.
—¿Habéis encontrado un estudio? —se atrevió a preguntar Brian.
—Wale Street, 7 —contestó Marjorie.
Tambóerskloof, el viejo barrio malayo que, de tan bohemio como era, los alquileres ahora costaban el doble que antes.
—Pásese algún día a visitarnos —dijo la rubita con inocencia de niña.
—Ni se te ocurra —terció David.
—Vamos a tomar una copa nada más, en el bar de la esquina —propuso Brian.
—¿Con un poli? ¡No, gracias! —se burló su hijo—. Y ahora, sé bueno, vuelve con tus fachas y tus putas, y déjanos en paz, ¿vale?
—¿Las putas no son mujeres como las demás? ¿Un subproducto de la humanidad, tal vez? Pensaba que el liberal generoso eras tú…
—Lo que tú digas, pero yo no me codeo con tíos que tiran a negros del último piso de las comisarías.
—Mi mejor amigo es zulú —se defendió Brian.
—No te las des de Madre Teresa, papaíto: no te pega nada.
Dicho esto, David cogió a su novia de la mano y se la llevó hacia otros horizontes.
—Vamos, nos piramos.
Marjorie se volvió brevemente para dedicarle un gesto de despedida antes de trotar detrás del hijo pródigo. Brian se quedó plantado en mitad de la acera, cansado, dolido e irritado.
No había manera de llevarse bien.
No tenían ningún futuro juntos.
Era como perseguir una quimera.
La nueva Sudáfrica debía triunfar allí donde el apartheid había fracasado: la violencia no era africana, sino inherente a la condición humana. Al extender sus polos, el mundo se volvía siempre más duro para los débiles, los inadaptados y los parias de las metrópolis. La inmadurez política de los negros y su tendencia a la violencia no eran más que el argumento manido del apartheid y de las fuerzas neoconservadoras que estaban hoy al volante de la máquina. Serían necesarias generaciones para formar a la población para los puestos estratégicos del mercado. Y si bien la clase media negra emergente aspiraba a los mismos códigos occidentales, había que conocer un sistema desde dentro antes de criticarlo y, por qué no, reformarlo en profundidad… Neuman vivía con esa esperanza, que era también la de su padre: no habían salido de los bantustán para acabar en los townships.
Pero la realidad chocaba con las cifras: dieciocho mil homicidios al año, veintiséis mil agresiones graves, sesenta mil violaciones oficiales (probablemente eran diez veces más), cinco millones de armas de fuego para cuarenta y cinco millones de habitantes, las estadísticas del país eran terroríficas.
El gobierno y Krugë no podían refugiarse eternamente tras una falta de efectivos en su mayoría mal pagados: el brutal asesinato del joven suboficial mostraba que la violencia seguía siendo el principal medio de expresión de ese país, que la policía era impotente e incluso una víctima de la situación.
La campaña anticrimen del FNB estaba en su punto culminante. Eran casi unánimes las voces que pedían que se reforzara la seguridad, la perspectiva del Mundial de Fútbol exacerbaba los ánimos ya de por sí caldeados, el desafío pasaba a ser nacional.
Karl Krugë era hoy el blanco de todas las miradas, y acababa de reunirse con Marius Jonger, el fiscal general del Estado: asesinato a plena luz del día, actos de barbarie, esta vez no les bastaría una declaración tranquilizadora del presidente. Y lo que era peor aún, el informe que acababa de entregarle Neuman alimentaba las críticas expresadas en los medios. Las fuerzas de seguridad acordonaron el sector de la playa, pero los asesinos escaparon por las dunas; no se encontró más que un viejo tonel medio lleno de cerveza casera bajo una choza destartalada, huellas en la arena que se perdían en dirección a la carretera nacional, unos prismáticos y un walkie-talkie en una cabaña, así como los cuerpos de tres tsotsis junto a una barbacoa humeante donde agonizaba el joven sargento.
—¿Tienen al menos una pista? —preguntó Krugë, sentado ante su escritorio.
Con la oreja izquierda vendada, los hombros encorvados bajo su traje oscuro, Neuman parecía un náufrago vestido con el luto de haber sobrevivido. Acababan de encontrar a Sonny Ramphele en las letrinas de la prisión de Poulsmoor, ahorcado con su pantalón vaquero. Como de costumbre, nadie había visto ni oído nada.
—Hemos identificado a uno de los hombres abatidos en la playa —dijo con voz ronca—. Charlie Rutanga: un xhosa de treinta y dos años que cumplió condena por robo de coche y agresión… Probablemente fuera miembro de alguna banda de delincuentes del township. He enviado su ficha y su descripción a las comisarías correspondientes. Los otros dos no están fichados. Sólo conocemos sus apodos, Gatsha y Joey. Sin duda habrán sido infiltrados desde el extranjero: la semana pasada me crucé con uno de ellos en Khayelitsha, hablaba dashiki con uno de sus colegas…
Krugë cruzó los brazos sobre su tripa de embarazada.
—¿Piensa que pueda ser obra de una mafia?
—Los nigerianos controlan la droga dura y, al parecer, se ha lanzado al mercado un nuevo producto —explicó Neuman—: Una droga de efectos devastadores, que Stan Ramphele vendía en la costa. Él y Nicole Wiese fueron a Muizenberg el día del asesinato, su hermano Sonny confirmó la pista y, al hacerlo, él mismo firmó su sentencia de muerte. Prismáticos, walkie-talkie, armas casi nuevas: no se trata de una banda de tsotsis yonquis, sino de una mafia organizada. Las huellas encontradas en las dunas conducen a la nacional: si lograron pasar los controles, hay muchas probabilidades de que se refugiaran en un township…
Había media docena alrededor de Ciudad del Cabo, con una población de entre dos y tres millones de personas, eso sin contar los asentamientos. Era como buscar una aguja en un pajar.
—¿Y qué piensan hacer? —replicó el superintendente—. ¿Enviar a los Casspir a los townships con la esperanza de que aparezcan como por arte de magia?
—No. Necesito que confíe en mí, nada más.
Los dos hombres se observaron, calibrándose. Un duelo sin vencedor.
—El caso Wiese no era un simple crimen violento —insistió Neuman—. Quisieron cargarle el muerto a Stan Ramphele. Los que le proporcionaron la droga están implicados, estoy seguro…
Krugë se masajeó las sienes con sus gruesos dedos.
—Sabe la opinión que tengo de usted —suspiró por fin—. Pero ya no nos queda mucho tiempo: la jauría nos pisa los talones, Neuman, y usted es su primer objetivo…
El zulú no se inmutó: él dispararía primero.
Dan Fletcher desmadejado en el suelo, Dan Fletcher y sus muñones llenos de arena, Dan Fletcher y su bonita garganta abierta hasta el hueso, Dan Fletcher y su sonrisa sangrienta, Dan Fletcher y sus manos carbonizadas, con las marcas de la rejilla de la barbacoa… Janet Helms había contemplado las fotografías del asesinato con una fascinación mórbida. Habían matado a su amor, el que guardaba en secreto hasta que su mujer la palmara, en esa cama que nunca ocuparía. Janet Helms llevaba dos días llorando, desorientada de tantas lágrimas, con rabia en el corazón, con el corazón ardiendo. Vengaría su muerte. Costara lo que costara.
La mestiza levantó la cabeza del ordenador cuando Epkeen pasó delante de la puerta abierta del despacho. Janet se estiró la falda, que se le había subido, y corrió tras él:
—¡Teniente! —gritó por el pasillo—. ¡Teniente Epkeen! ¡Por favor!
El afrikáner se detuvo delante de la fuente de agua mineral. Había buscado alguna pista de la chica a la que había conocido en la choza, pero no le sonaba ninguna de los cientos de caras que había visto en los ficheros de la central. Tampoco había reconocido al tipo al que había herido con su knut. Demasiadas juergas: memoria, cero. Fletcher sí habría sabido. Era el disco duro del equipo. Pero Fletcher ya no estaba… Ahí venía corriendo su colaboradora, precisamente, embutida en su uniforme azul marino.
La agente de información conocía a Epkeen por su reputación (de lunático) o por cotilleos (femeninos), pero prefería fiarse de la apreciación de Dan: un hombre al que no le interesaba el poder, aunque muy puntilloso respecto a la forma en que se ejercía, un dandi sin equilibrio que se olvidaba de sí mismo en los brazos de mujeres bonitas. Era imposible que sustituyera a Dan.
—Si tiene un minuto, teniente —dijo, jadeante por la carrera—, he encontrado algo que podría interesarle…
Epkeen consultó su reloj —no era el mejor momento para llegar tarde— y le concedió cinco minutos.
Las cosas de Dan seguían en los estantes del despacho, con la foto de Claire junto al ordenador. Janet Helms se instaló ante la pantalla:
—La policía de Simon’s Town ha encontrado el cuerpo de un tal De Villiers —dijo al cabo de un momento—, un surfista de la península… Una patrulla lo sorprendió hace dos días cuando trataba de atracar una farmacia de guardia. De Villiers iba armado y abrió fuego para cubrir su huida: fue abatido en la calle…
Un rostro apareció en los cristales líquidos de la pantalla: un rastafari blanco de unos veinte años, con una larga perilla rematada con una perla.
—Según los testimonios de los empleados, De Villiers se mostró particularmente agresivo durante el atraco —prosiguió la agente—. Histérico perdido. La policía local ya lo había detenido en el pasado por posesión de estupefacientes —marihuana, cocaína, éxtasis—, pero nunca por agresión o atraco a mano armada… Simon’s Town no está muy lejos de Muizenberg —añadió—: Me he permitido solicitar una autopsia.
Janet temía su reacción —había ido más allá de sus prerrogativas— pero Epkeen consultó su reloj.
—¿Tenemos ya los resultados?
—Acabamos de recibirlos —la mestiza fue perdiendo el miedo—: De Villiers estaba bajo los efectos de la droga durante el atraco. Un producto a base de tik, que parece haberle hecho perder la razón…
—¿Metanfetamina y una molécula no identificada?
—Exactamente.
Epkeen encendió un cigarrillo en el despacho, pese a ser zona de no fumadores. Sin duda, De Villiers no sería un caso aislado. ¿Cuántos más se habrían enganchado a esa droga?
—Y hay otra cosa más, teniente —dijo la agente, al notar su impaciencia por marcharse—: Al cuadricular el perímetro alrededor de la playa, he reparado en la presencia de una casa deshabitada junto a Pelikan Park. Eso está a cerca de un kilómetro de la choza. He tratado de ponerme en contacto con los propietarios, pero hasta ahora no lo he conseguido.
—Quizá se hayan marchado de vacaciones…
—No: lo que ocurre es que no he obtenido ningún nombre —precisó la mestiza—. Al parecer la venta se efectuó a través de un testaferro, o a nombre de una sociedad a través de un banco extranjero.
—¿Eso es posible?
—Es perfectamente legal —aseguró Janet—. De la operación se ocupó una agencia de gestión de capital: les he llamado por teléfono, pero nadie ha sabido decirme nada más.
Epkeen torció el gesto: esos idiotas de las inmobiliarias…
—¿No vive nadie en esa casa?
—No. No se ha alquilado nunca… Quizá la adquirieran con fines especulativos —avanzó Janet—. Si hubiera una ampliación del parque vecino, el terreno estaría en un enclave protegido, lo que doblaría o triplicaría su valor. La casa parece abandonada, a la espera de días mejores. No sé dónde nos lleva todo esto —añadió—, sea como fuere, es la única vivienda situada entre la choza y la reserva de Pelikan Park…
—Siga investigando —dijo Epkeen—. Tiene plenos poderes en este asunto.
Janet Helms era una simple agente de información.
—¿Quiere decir que paso a formar parte del equipo del capitán?
Su cerebro bullía con una mezcla de ambición y estrellas muertas. Epkeen se encogió de hombros:
—Si le gusta que un zulú la llame a cualquier hora de la noche para restaurar la justicia en nuestro hermoso país…
—¿Es adicto al trabajo?
—No, insomne.
Janet se quedó pensativa, sonriendo, mientras Epkeen salía del despacho: con un solo golpe de machete, la mestiza acababa de ponerse el traje de Dan.
* * *
Epkeen encontró un hueco en el aparcamiento del tanatorio. El cuerpo de su amigo descansaba en un féretro para la velada fúnebre, antes de la incineración… Dejó el Mercedes bajo una palmera a la que le quedaban pocas hojas y se dirigió hacia el edificio de ladrillo. Neuman esperaba en la escalera, enfrascado en sus pensamientos.
—Hola, Alteza.
—Eres puntual.
—Me ocurre de vez en cuando…
Trataron de sonreír, pero el azul del cielo, la sombra apacible sobre los escalones, su amistad, nada de eso parecía real. Apenas se habían visto desde el drama. Neuman no había ido al hospital. Lo había dejado solo con Claire. Había desaparecido hasta el día siguiente, sin dar la más mínima explicación…
—¿Qué pasó con el hermano Ramphele? —quiso saber Brian.
Se acababa de enterar.
—Una depresión profunda, según Kriek.
—¿Tú te lo crees?
—No.
—Kriek es un hijo de puta —aseguró Epkeen—. Si lo ha matado una banda de la prisión, él no moverá un dedo.
—Seguramente. Le están haciendo la autopsia, pero no nos llevará muy lejos.
Morir en la cárcel parecía de lo más natural en Sudáfrica.
—¿Y Krugë, qué dice de esto?
—Por ahora nos cubre —contestó Neuman—. Por poco tiempo.
—No podíamos saber lo que iba a ocurrir.
—Unos tipos armados esperándonos para quitarnos de en medio, yo a eso no lo llamo un accidente —dijo Neuman entre dientes—. Nos vieron venir desde lejos, y uno de ellos me conocía. Encendieron una barbacoa un poco más lejos para separarnos, con la perspectiva de liquidarnos si las cosas se complicaban… Caímos en una trampa, Brian. Es todo culpa mía.
—¿Le has dicho a Krugë que yo estaba bailando abrazado a una negra mientras os hacían pedacitos?
—No habría servido de nada. A Sonny Ramphele lo han matado porque nos contó lo de la playa de Muizenberg. Esta mafia tiene antenas en la cárcel y una guarida en los townships. Me encontré con uno de ellos en Khayelitsha. Se estaba ensañando con un niño de la calle, Simón Mceli, al que mi madre conoce…
Brian se sentó a su vez en los escalones.
—Mira, tío, los dos estamos metidos en esto, lo quieras o no.
—La operación la dirigía yo —insistió Ali.
—Me traen sin cuidado tus historias de jefe.
Eran amigos, no subalternos. Una mirada basta para entenderse.
—Bueno, ¿hemos hablado ya con todos los confidentes?
—Khayelitsha está fuera de nuestro territorio —contestó Neuman—. En cuanto al tráfico de drogas en Muizenberg, al parecer de eso nadie sabe nada. O Stan era el único camello, o se nos escapa algo…
Un gorrión avanzaba a saltitos sobre la losa de mármol: se detuvo a su altura y los miró con hostilidad.
—Hay una casa aislada en la playa —dijo entonces Epkeen—: A cerca de un kilómetro de la choza. Parece abandonada, pero el nombre del propietario no figura en ninguna parte. Quizá se trate de una historia de especulación inmobiliaria… Tenemos también un muerto en Simon’s Town, un surfista. Lo abatió una patrulla, pero según la autopsia, el tipo estaba colocado, se había metido el cóctel a base de tik. El mismo que nuestros dos jóvenes.
—Así que Nicole no era el único objetivo de los camellos. Se ha ampliado el negocio.
—Eso parece. He metido a Janet Helms en el caso…
Brian no terminó la frase: Claire acababa de aparecer en la escalera del tanatorio. Llevaba un vestido negro que la hacía más delgada y un bolsito de vinilo. Los miembros de su familia la seguían, con gafas de sol para ocultar su tristeza.
Claire vio a los dos hombres sentados en los escalones, susurró unas palabras a su hermana y fue hacia ellos. Se levantaron a la vez, se cruzaron con su mirada ajada y la abrazaron. La joven se abandonó un breve instante antes de recuperar el equilibrio. Ya no dormía, que más daban las medicinas, pero no se vendría abajo. Ahora no.
—Tengo que hablar con vosotros —dijo, separándose de ellos.
Llovía a mares en sus ojos azul Atlántico. Caminaron unos pasos hacia el aparcamiento, en silencio. Claire se detuvo a la sombra de una palmera y se volvió hacia Neuman.
—¿Qué le hicieron en las manos? —le preguntó con voz átona.
Brian se quedó de piedra. Una piedra que se resquebrajaba a ojos vistas.
—Nada —contestó Ali—. Todo ocurrió muy deprisa…
Claire se mordió el interior de los carrillos. Le temblaban los ojos detrás de las gafas de sol.
—No le dio tiempo a sufrir, si es lo que te preocupa —añadió—. Lo siento mucho.
Ali mentía, pero ¿qué decirle si no a esa mujer presa de la angustia? ¿Que había visto a su marido mientras lo despedazaban vivo, que lloraba cuando lo mataron y que él no había movido un dedo con el pretexto de que tenía un cuchillo clavado en la oreja y el cañón de una pistola plantado en los huevos?
—Es todo culpa mía —dijo.
Claire lo escrutaba, pálida bajo el velo que adornaba su peluca. Al principio no dijo nada, buscaba las palabras adecuadas. Ali y Brian eran ya sus amigos: por eso estaba enfadada con ellos. A Dan le daba miedo la violencia física. Su olor en la cama no era el mismo, la noche antes de una intervención policial. Claire había intentado hablar con él, pero su marido fingía indiferencia. Dan tampoco lo había hablado con Neuman, porque éste tenía pensado convertirlo en su brazo derecho, a él y no a Epkeen, que pasaba de todo eso. El rencor de Claire no era tanto por no haber podido salvarlo como por su ceguera ante el temor que le producían esa clase de operaciones. Neuman tenía razón: era todo culpa suya.
—A Dan no le hubiera gustado que hablaran de él en pasado —dijo con voz monocorde—. Así que voy a callarme y a ocuparme de los niños como si mi vida nunca hubiera ocurrido… Os agradezco vuestro apoyo durante mi enfermedad, y también lo que hayáis hecho por él… Pero no quiero vuestra ayuda. —Hundió los colmillos en la carne de sus mejillas—. De ninguna clase, ¿entendido? —No se adivinaban más que fragmentos detrás de sus cristales negros—. Prefiero que no asistáis a la incineración —añadió—. Ni vosotros, ni nadie de la policía.
Claire se bajó el velo negro, que ondulaba en la brisa, y se volvió hacia el tanatorio. Brian hizo un gesto para detenerla.
—Ya lo sé —lo cortó ella—: Lo sientes mucho. Adiós.
* * *
—Parece cansado —observó Tembo.
—No tanto como esos tipos —contestó Neuman.
Los tsotsis de la playa yacían sobre la mesa de aluminio, sus entrañas abiertas exhalaban un olor dulzón y penetrante. Uno de ellos tenía una herida muy fea en la sien —la bala de Epkeen le había arrancado la mitad del cráneo—. Joey, un negro cojo de unos veinte años, con el que se había cruzado en el solar de Khayelitsha. Sus rasgos y su morfología no eran los de un xhosa, y menos aún de un zulú. Entre sus numerosos tatuajes y escarificaciones había un dibujo en el tríceps, un escorpión en posición de ataque… El joven apodado Gatsha tenía otro igual: el dibujo, que era obvio que había sido realizado hacía ya varios años, no tenía en sí nada especial ni original, salvo las siglas «T. B.»… Neuman sacó fotos de los tatuajes antes de volverse hacia el forense.
Tembo ejecutaba su danza macabra alrededor de un abdomen abierto, el de Charlie Rutanga. Varias cicatrices en los brazos y en el tórax, viejos recuerdos de peleas con navaja, pero ni rastro de escorpión tatuado…
—He sacado muestras de fluidos y de tejidos —dijo Tembo, colocando diversas secreciones en las láminas de cristal de su microscopio—. Aparte de numerosas carencias vinculadas a una deplorable higiene de vida, he encontrado rastros de cerveza casera, gachas de maíz, pan, leche, judías… Vamos, la dieta básica de los townships. Hay también picaduras de insectos, un húmero mal soldado, callos en los pies… Los dos más jóvenes están cosidos a balazos. Media docena cada uno, en diferentes partes del cuerpo… Heridas antiguas.
¿Ex soldados? ¿Miembros de las milicias? ¿Desertores? África escupía asesinos en serie como escupen esqueletos los ríos al llegar la estación seca.
—¿Y drogas? —quiso saber Neuman.
—Estos tres consumieron marihuana hace poco —prosiguió Tembo—; también he encontrado restos de tik, bastante antiguos, pero no los del famoso cóctel.
El negocio solía consistir en enganchar al cliente a la mercancía, no en utilizarla para destruirlo. Los tsotsis no habían actuado pues por un arrebato de locura…
—¿Y rastros de iboga?
Tembo sacudió su cabeza cana:
—Nada de nada.
* * *
Con el fin del aislamiento provocado por el apartheid, las actividades criminales (tráfico de droga y diamantes) se habían extendido por todo el país: Sudáfrica era un centro de tránsito que albergaba a delincuentes de todos los horizontes. Neuman conducía su investigación desde la comisaría central, en el despacho impersonal de la última planta donde pasaba la mitad de las noches.
Empezó por los tatuajes de los dos tsotsis abatidos en la playa: un escorpión en posición de ataque, y esa sigla, o esas iniciales, «T. B.», tatuadas en la parte alta del brazo. Buscó entre las bandas fichadas por la SAP, en los archivos y en los datos disponibles, pero no encontró nada que se le pareciera. Amplió la búsqueda, y halló la información en una página web del ejército: «T. B.», las iniciales de ThunderBird, «pájaro de trueno», el nombre con el que se había bautizado a una milicia de niños-soldado que había luchado en el Chad, infiltrada desde Nigeria… El dashiki, su violencia, su ausencia total de compasión… Gatsha y Joey seguramente habían ido a parar a Sudáfrica, como otros miles, abandonados por la historia y, como es natural, se habían mezclado con los demás desgraciados y exconvictos que los esperaban por ahí… ¿Y qué tenían ellos que ver con Nicole Wiese? ¿Acaso trabajaban con Ramphele? Había un detalle que lo seguía preocupando: la iboga que Nicole y Stan habían consumido, esos frasquitos que la chica llevaba encima la noche del crimen y que ya había probado unos días antes del drama… Neuman vaciló, con la mirada perdida en la pantalla del ordenador. La angustia subió por sus piernas, dejándolo un instante clavado a la mesa. Esa opresión, siempre la misma, que le atenazaba el corazón…
Caía la noche por el cristal tintado del despacho. Hermoso suicidio…
Tecleó dos palabras: Zina Dukobe.
La información no tardó en aparecer. La bailarina que actuaba en el Sundance no figuraba en ningún fichero de la SAP, pero encontró lo que buscaba en Internet: nacida en 1968 en el bantustán de KwaZulu, hija de un induna[33] caído en desgracia por negarse a colaborar con las autoridades bantúes, Zina Dukobe había sido militante del Inkatha, defendía la cultura zulú, en retroceso desde la evangelización y los desórdenes políticos, a través de su compañía de música y baile, Mkonyoza, fundada hacía seis años… Mkonyoza: «luchar» en zulú, en el sentido de aplastar mediante la fuerza…
El grupo estaba constituido por músicos y amashinga, luchadores especializados en el arte marcial zulú, el izinduku, bastón tradicional, cuyos nombres variaban según la forma y el tamaño. Según la tradición, el izinduku permitía salvaguardar la expresión de la pertenencia a la etnia zulú, argumentando que la descontextualización y su explotación con fines políticos habían dado una imagen negativa de ese arte. La bailarina hacía referencia a las marchas de protesta zulúes durante el apartheid, cuando los miembros del Inkatha, y su jefe Buthelezi, habían reivindicado y obtenido el derecho a llevar los bastones tradicionales, hasta entonces prohibidos por el régimen, lo que había provocado revueltas y violencia entre éstos y los miembros del ANC, de mayoría xhosa. Con Mandela encarcelado, suponía legitimar la oposición zulú. Dividir para reinar mejor: una táctica que había desencadenado un baño de sangre.
Para muchos, el izinduku se había convertido en sinónimo de violencia y ya no de arte, ni siquiera marcial. Ya no se celebraban umgangela, esas competiciones interétnicas antes tan valoradas, tan sólo en las regiones con poca tensión política, y eso que la función de ese arte era la de integrar a los jóvenes en la sociedad y transmitir las normas de la comunidad, a la vez que constituía una manera de dominar cuerpo y mente: las actuaciones del grupo tenían como objetivo reconsiderar esa parte perdida de la cultura zulú modernizándola a la vez; vídeos, instrumentos eléctricos, sonidos…, la compañía tendía puentes entre el arte tradicional y las corrientes actuales, en aras de una cultura viva…
Neuman empezaba a calar a Zina Dukobe. Mkonyoza actuaba en Ciudad del Cabo desde el inicio del festival, y terminaba su gira en las discotecas del centro… Volvió a ver las cintas de vigilancia del Sundance. Se concentró en la del miércoles, la noche que Nicole no había ido a dormir al apartamento: las once, las doce, las doce y cinco, las doce y seis… Las doce y doce minutos: se veía a la joven estudiante salir de la discoteca, sola, como había comprobado el otro día con Dan… Neuman siguió viendo la cinta.
El portero, de espaldas, balanceaba el cuerpo de una pierna a otra, entraban clientes, otros salían, con la tez grisácea… Transcurrieron cuatro minutos, y entonces una silueta pasó delante de la cámara, sin sospechar que el ojo la vigilaba.
Neuman rebobinó la cinta, con un hormigueo bajo la piel: era un movimiento fugaz, pero habría podido reconocer esa silueta entre un millón… Zina.