Joost Terreblanche había servido dieciséis años como coronel en el 77° batallón de infantería, la unidad especial encargada de mantener el orden en el bantustán de KwaZulu.
El gobierno del apartheid había delegado el poder en el interior de los enclaves en jefes tribales, bajo tutela del ministerio. Esos jefes «comprados» recibían el apoyo de milicias constituidas por desarrapados locales, los vigilantes, que imponían la ley a golpe de porra. La población negra vivía en un estado de terror permanente, también porque los militantes del ANC o del Frente Democrático Unido (UDF[30]) imponían feroces represalias contra quienes violaran el boicot y contra toda persona que colaborara con el opresor. Políticamente aislado, el apartheid había sobrevivido dividiendo a sus enemigos. Se permitió así que el Inkatha, el partido zulú del jefe Buthelezi, disputara al ANC su papel de jefe de la oposición y criticara después su posible participación en una coalición gubernamental, lo que provocó diez años de guerra civil larvada y la peor violencia de toda su historia[31]. Las manifestaciones degeneraban en baños de sangre: cuando las revueltas amenazaban con convertirse en sublevación, se enviaba a los Casspir del 77° batallón, los famosos vehículos blindados, que traumatizaron a toda una generación.
Joost Terreblanche había demostrado una eficacia notable, era un «limpiador de bantustán» cuyas proezas se mencionaban en las escuelas militares. Como recompensa a sus leales servicios, el gobierno atribuyó una nueva residencia a la familia del militar.
Ross y Fran ois, los dos hijos robustos y vigorosos que su mujer le había dado pese a sus carencias, habían crecido hasta entonces en el ambiente austero y confinado de los cuarteles: el marco encantador de la nueva propiedad sería, a sus dieciséis y catorce años respectivamente, su nuevo territorio de libertad. Joost estaba orgulloso de su situación y confiaba en el futuro. Ruth, su mujer, lo preocupaba más: era el eslabón débil de la familia.
De constitución frágil, Ruth sostenía que no podía ocuparse ella sola de una casa tan grande, una vivienda del más puro estilo colonial y de la que no habrían renegado los antepasados hugonotes de Joost. Cocinera, jardinero, asistenta, boy…, Ruth no tardó en rodearse de todo un abanico de ayuda doméstica. Por supuesto, el acceso a la casa estaba vigilado: pero Joost no podía sospechar que el enemigo vendría de dentro.
El jardinero negro, un zulú llamado Jake. Bajo su sempiterno gorro rojo descolorido y sus guantes raídos, armados con tijeras de podar, se escondía el alma de un granuja: Ruth nunca debería haber dejado a François con ese tipo, y menos aún haber permitido que lo ayudara a plantar sus malditas flores. François era más joven, más impulsivo, más frágil que Ross, que era sólido en todos los aspectos —había que verlo serrar madera—. El jardinero le había llenado la cabeza de ideas negras al muchacho. Sabía que François era vulnerable. Lo había manipulado con sus humildes sonrisas de cafre embrutecido bajo el sol… A François le bastaron dos años para repetirle esas tonterías a su padre a la cara, una noche durante la cena, con toda la convicción del joven imbécil que está descubriendo el mundo. Joost se había mostrado firme, pero François se había encarado con él. Explicaciones, amenazas, castigos y palizas. Por mucho que Ruth llorara y suplicara, era en vano, ninguno de los dos cedió. Al jardinero le dieron una paliza también y lo despidieron, y a François lo mandaron a un colegio interno. Joost se decía que no era más que una crisis de adolescencia: él había sometido a otros hombres mucho más duros de pelar que ese blandengue. Más tarde se lo agradecería.
Cuando cumplió dieciocho años, François volvió un día de su internado y les anunció que se marchaba definitivamente de la casa familiar. Su padre amenazó con renegar de él; su madre, con suicidarse; y su hermano mayor, con «partirle la cara». François se marchó a escondidas y se reunió con sus amigos beatniks (como los llamaba su padre), una pandilla de adictos al humanismo, a los derechos humanos y a la marihuana que habían terminado de adoctrinarlo con sus utopías igualitarias. Igualitarias mis cojones, fulminaba el coronel: ¡como si los negros fueran capaces de tener igualdad! ¡No había más que ver a África, África con sus ojos rodeados de moscas: reyezuelos con quepis que se apropiaban de las riquezas del país para su clan, emperadores de chicha y nabo, jefes guerreros codiciosos y sanguinarios, ministros de tres al cuarto, poblaciones enteras hambrientas y analfabetas a las que se desplazaba de aquí para allá como si se tratara de ganado! Los negros, cuando tenían el poder, se mostraban inmaduros, violentos, mentirosos, incompetentes e incultos: no tenían nada que enseñarles a los blancos, y menos aún el espíritu de libertad y de igualdad. No se compartían dos siglos de duro trabajo con adeptos al machete. Bastaba ver su hermoso símbolo, Mandela, y a su esposa Winnie, que asistía a las sesiones de tortura perpetradas contra los oponentes al ANC; los miles de crímenes cometidos en nombre de la «liberación» —Azapo, ANC, Inkatha, UDF, ¡se mataban todos entre sí por el poder!—. Los blancos supuestamente liberales que militaban por la causa negra eran izquierdistas inconsecuentes, y François desde luego era un loco por desafiar así a su padre. ¡Que no vuelva a poner los pies en esta casa, ¿estamos?!
De hecho, no lo volvieron a ver. Tres años sin noticias, hasta esa nota de servicio que Joost había recibido de la SAP: François Terreblanche acababa de ser detenido por el asesinato de su novia, Kithy Brown, a la que habían encontrado muerta en un sórdido cuchitril del centro de Johannesburgo. Vergüenza, ira, amargura, el coronel no había movido un dedo para defender a su hijo, que había sido condenado a cinco años de cárcel.
Habían ido a visitar a François antes de su ingreso en prisión. Loca de dolor, Ruth le había vaticinado a su hijo que moriría justo antes de que saliera en libertad, y que su muerte pesaría sobre su conciencia. De naturaleza más sobria y menos histriónica, Joost le había deseado buena suerte entre los negratas.
El tiempo había pasado. Tres años en los que Ruth se había sumido en el espiritismo y las curas de reposo. La salud no era su fuerte, y la fatalidad, su obsesión: murió de un aneurisma justo antes de la liberación de su hijo. François, a quien su padre no había permitido asistir al funeral, la siguió menos de un mes después: suicidio, según concluyó la investigación interna.
Todo aquello era historia antigua.
Joost Terreblanche no había testificado en la Comisión Verdad y Reconciliación[32]. Había obedecido las órdenes de un país que combatía la expansión del comunismo en África: la caída del muro de Berlín había precipitado también la del apartheid, pero los países occidentales, con la tapadera del boicot, los habían respaldado en su lucha contra los rojos. Ésa era la verdad; en cuanto a la reconciliación, podían esperar sentados.
Terreblanche tenía hoy sesenta y siete años y una nueva línea de negocio extremadamente lucrativa; todo lo que tenía que ver con ese período trágico de su vida lo dejaba completamente frío. Una vez concluida, la operación que lideraba le permitiría reunirse con Ross, su hijo mayor, que, tras la expulsión de los granjeros blancos de Zimbabwe, se había refugiado en Australia. Se tomarían la revancha con el buen puñado de billetes que recibiría al final: con eso, agrandarían su granja. La convertirían en la mayor explotación de Nueva Gales del Sur.
Pero todavía había que lidiar con esos malditos cafres… Ése —o más bien ésa— no tenía muy buen aspecto.
—¿Dónde la has encontrado? —preguntó Terreblanche.
—Aquí, con los demás…
El Gato estaba en un rincón oscuro del hangar, con una lima en la mano que se pasaba con cuidado por las uñas afiladas. La manga de su camisa estaba roja, y sus ojos aparecían turbios bajo unos párpados que fingían cansancio. La presa que le había traído a su amo estaba que daba pena verla, colgada de la viga, con los brazos atados a cadenas de bicicleta. Pam, la putita de la banda, que se había instalado a vivir en el hangar…
Terreblanche se acercó a la negra que hacía muecas bajo la luz blanquecina de los neones. Los dedos de sus pies apenas tocaban el suelo, y el acero sucio se le clavaba en las muñecas: una de ellas, rota, parecía haberle agotado las lágrimas.
—Ahora me vas a contar lo que ha pasado en la playa —le dijo.
Goteaba sangre de la cabellera medio arrancada de la putita. Un recuerdo del Gato.
Robusto, compacto, los deportes de combate y las operaciones especiales habían moldeado su cuerpo y su espíritu, lo que explicaba en parte que Joost Terreblanche no fuera de naturaleza paciente:
—¡¿Y bien?! —gritó en el vacío del hangar.
Pam hizo un esfuerzo terrible por levantar los ojos. Eran oscuros, saltones, y los tenía fijos sobre la fusta.
—Gulethu… Él nos dijo que alejáramos a los polis…
Gulethu era el jefe de la banda de desarrapados. Un hombre en quien se podía confiar, según el Gato. Chorradas, como siempre: faltaba un vehículo en el hangar, el Toyota, y los cinco hombres que lo conducían.
—¿Y qué querían esos polis?
—Bus… buscaban información sobre un tipo —lloriqueó la chica.
—¡¿Qué tipo?!
—S… Stan.
—Stan ¿qué más?
—Ramphele —gimió Pamela.
—Un pequeño camello local —precisó el Gato desde su rincón en la oscuridad—. Ramphele heredó el negocio de su hermano en la costa. Lo encontraron muerto hace dos días. Una sobredosis, al parecer.
Terreblanche apretó con más fuerza su fusta. Acababa de entenderlo todo.
—Gulethu le pasó la mercancía a Ramphele: ¿es eso? —bufó.
La chica asintió con la cabeza, con los ojos casi en blanco. Terreblanche se tragó la rabia en silencio: encargado del tráfico en los asentamientos, Gulethu conocía de sobra el efecto adictivo de esa droga. Había tratado de jugársela dando salida por su cuenta a una parte del stock por medio de un pequeño camello de la costa, sin saber la clase de mercancía que era: el muy imbécil.
—¿Y cuánto tiempo lleva haciéndolo?
—Dos… dos meses.
—¿Cuántos camellos?
—Ramphele… El nada más…
Terreblanche blandió su fusta:
—¡¿Quién más?!
—¡Nadie! —gritó la chica, atragantándose—. Gulethu: ¡él lo sabe todo!
Se echó a llorar. Terreblanche conservó la sangre fría: el jefe de la banda se había esfumado, pero no era demasiado tarde. Gulethu seguramente se estaría escondiendo por ahí, todavía estaban a tiempo de acordonar la zona, localizar el Toyota…
—¿Cuántos han probado la mercancía? —la presionó.
—No lo sé… Había unos treinta clientes… Sólo blancos. Querían cada vez más… Los precios subían cuando los tíos se enganchaban…
A todo gas, podían sacarse miles de rands al día… Una cantidad irrisoria si uno sabía lo que estaba en juego. Terreblanche levantó la cabeza de la putita, que apenas se le sostenía sobre los hombros:
—¿Qué pasó con los polis?
—Teníamos que engatusarlos… mantenerlos alejados de la casa…
—¿Qué fue lo que salió mal?
—…
—¡Contesta!
—¿Necesitas ayuda? —intervino el Gato.
Pam se retorció, colgada de la cadena. Sus tobillos ya no aguantaban más. Ya no le quedaban fuerzas. El dolor en la muñeca rota le taladraba el cráneo.
—Joey —gimió—. Uno de los polis lo conocía… Intentamos esconderlo, pero sospecharon algo…
La banda de Gulethu estaba compuesta por doce hombres, repartidos en dos grupos. Los polis se habían topado con el equipo de día: tres habían muerto en la playa, los otros tres estaban ahora en sus manos —la chica colgada de la viga y los dos cafres que se contaban los dientes en la habitación de al lado—. Quedaban, pues, seis ovejas negras.
—¿Dónde está Gulethu? —quiso saber Terreblanche.
—No lo sé… Se fue con los otros sin decirnos Adónde. Nos… nos dijo que nos quedáramos aquí. Que él se ocupaba de todo…
Terreblanche la agarró del cuero cabelludo y, por el grito que dio, la creyó.
Gulethu repartiría el botín entre seis en lugar de doce. Habían registrado el hangar, pero no habían encontrado dinero, sólo sus cosas mugrientas en unas bolsas de tela y los amuletos de Gulethu bajo su colchón. El dinero del tráfico paralelo estaría escondido en alguna parte, en algún sitio donde nadie iría a buscarlo. Había que encontrar al resto de la banda, antes de que lo hiciera la policía… Terreblanche se inclinó sobre las baratijas, las mazas y demás adornos amontonados en un rincón del hangar. Había sangre incrustada en una de las mazas.
—Esto es de Gulethu, ¿verdad? —le dijo a la chica—. ¿Qué hacía con estos amuletos?
—Ha… hablaba de una umqolan que ahuyentaba el mal de ojo…
Una bruja, según la jerga de los townships.
Terreblanche hizo una mueca de desprecio. Había peinado los bantustán lo bastante a menudo como para conocer sus creencias, sus rituales y todas esas tonterías que los negros llamaban su cultura. Pero tenían una pista.
—¿Sabes dónde se la puede encontrar, a esa bruja?
—¡No! No… Se lo juro… Se lo suplico…
Pamela sintió náuseas y se dejó caer, retenida tan sólo por la cadena. El excoronel le levantó un párpado, pero la mestiza había perdido el conocimiento. No aguantaría mucho más así.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el Gato—. ¿Nos deshacemos de ella y de los demás?
—No… No: todavía pueden sernos útiles…
—¿Para qué? ¿Para echarlos de comer a los perros?
La sangre de Pamela había formado un charco negruzco sobre la tierra batida. Terreblanche levantó la cabeza. La casa había sido evacuada, pero a la fuerza tenía que quedar algún rastro…