11

El malestar lo atrapó nada más despertar. Un peso en el corazón, como si hubiera corrido bajo el agua durante horas, cabeza abajo. Muerte por apnea. Epkeen se sentó en el borde de la cama, rebuscó en el desorden de su memoria, pero no encontró ningún retazo de sueño. Flotaba en el ambiente una sensación como de algo pendiente por hacer; que no viniera el amanecer a engatusarlo. El cochino despertador no había sonado. O a Brian se le había olvidado ponerlo. Le picaba la cabeza. Había dormido mal. Levantarse no le sirvió de nada.

Había quedado con Neuman y Fletcher, a este paso no le daría tiempo a comer, ya hacía calor, y ese paseo por la playa, con o sin su amigo «Jim» no le apetecía nada.

—Eh… —protestó Tracy, hundida entre las sábanas—. ¿Te vas?

—Sí. Llego tarde…

Brian le apartó el mechón pelirrojo que le cruzaba la mejilla. Torpe en ternura, Tracy cogió su mano y la atrajo hacia sí.

—Ven —le dijo, sin abrir los ojos—: Quédate conmigo.

Qué tontería, acababa de decirle que llegaba tarde.

—¡Vamos! —insistió Tracy.

—Suéltame, cariño.

Brian no tenía ganas de juegos. Le irritaba su insistencia. No estaba enamorado de ella: anoche debería haberle dicho que era inútil, una historia sin esperanza, él no era sino la sal de un océano de lágrimas, pero Tracy lo había cubierto con sus gruesos pechos llenos de amor, y su corazón se había fundido como la cera de una vela, al primer asalto se había rendido voluntariamente… Una derrota más.

—¿Qué pasa? —preguntó la camarera, mirando de reojo por encima de las sábanas.

Brian salía en ese momento de la ducha.

—Nada… Nada de nada.

Se vistió con lo primero que pilló.

—Las llaves están en la mesa de la cocina —dijo—. Luego no tienes más que esconderlas en las maceteras.

Tracy lo miraba sin comprender. Brian cogió su arma y salió de casa.

* * *

Un fuerte viento azotaba la playa de Muizenberg. Neuman se cerró el botón de la chaqueta que escondía su Colt 45. Epkeen y Fletcher lo seguían, protegiéndose el rostro de las nubes de arena que levantaban las ráfagas. Al dejar atrás las casetas pintorescas y pasadas de moda, la playa se extendía kilómetros, hasta el township.

Habían interrogado a los chavales que aparcaban los coches, llevaban dorsales de colores chillones, y también traficaban con un poco de dagga: uno de ellos había reconocido a Stan Ramphele en la fotografía (tenía una camioneta) y a la chica (una rubita muy guapa). No tenían más información, ni de los policías locales, ni de los confidentes, a los que llevaban días interrogando.

Abandonaron el bosque que bordeaba las primeras dunas y echaron a andar por la arena blanda. Al contrario que los fines de semana, en que la gente de la ciudad la visitaba masivamente, la playa de Muizenberg estaba casi vacía; los escasos bañistas se concentraban ante el paseo marítimo y la torre de los socorristas, donde dos jóvenes rubios y esbeltos, con collares africanos, vigilaban de cerca su musculatura. Neuman les había enseñado la foto de Ramphele, pero chicos negros con camisetas de Gap y Ray Ban de plástico los veían a montones todos los días. Y lo mismo pasaba con la rubita que supuestamente lo acompañaba…

Las olas se abatían con estruendo, tragándose en su camino, a algunos surfistas: interrogaron a los melenudos con traje de neopreno que lograban salir vivos, pero no obtuvieron más que muecas saladas. Caminaron largo rato. Las casas eran cada vez más escasas. Pronto ya no quedó más que un surfista a lo lejos y montones de olas que rompían contra la orilla. Epkeen sudaba bajo su cazadora de lona, empezaba a hartarse de ese paseo, llevaban veinte minutos andando por la arena pegajosa. A su lado, Fletcher no decía nada, silueta indolente bajo el sol y los torbellinos que azotaban su rostro. Neuman caminaba delante, insensible a los elementos. Uno, dos kilómetros… Entonces divisaron un grupo de hombres, al abrigo de una duna. Eran media docena de negros, estaban bebiendo tshwala[26] al abrigo de una cabaña destartalada. Una chica bailaba a la sombra; tardaron en oír la música, pues sonaba contra el viento, una especie de reggae que escupía un radiocasete…

Neuman indicó a Epkeen que se acercara a echar un vistazo, ellos seguirían andando hasta las dunas, donde una delgada columna de humo se elevaba algo más lejos, barrida por el viento. Brian se fue derecho al bar improvisado, sin quitar ojo a las piernas doradas de la chica que bailaba…

Las ráfagas de viento empujaban las nubes. Fletcher se colocó en la estela de Neuman y lo siguió hasta las dunas blancas.

Flotaba en el aire un aroma a pollo asado, y a algo más que aún no acertaban a identificar. Vieron una caseta de playa con la madera carcomida, una braai[27] instalada al amparo de las corrientes, y dos hombres con gorras de tela que se ocupaban de vigilarla. Neuman evaluó el terreno, no vio más que la cresta de las dunas y a los tipos frente a ellos. Empujado por el viento, el reggae de la cabaña les llegaba a retazos. Neuman se acercó. La puerta de la caseta, entreabierta, se sostenía de puro milagro. Los dos negros, en cambio, estaban plantados muy tiesos en la arena.

—Buscamos a este hombre —dijo Neuman—: Stan Ramphele.

Los tipos trataron de sonreír: ambos tenían los ojos rojos; uno, que era un puro nervio, tenía unos treinta años y los dientes medio podridos por la malnutrición y la droga; el otro negro, más joven, se bebía su cerveza mirando la lata como si el sabor cambiara con cada sorbo.

—No conocemos a ese tipo —dijo, con el aliento cargado de alcohol.

—¿No? Pues tienen toda la pinta de ser clientes suyos —replicó Neuman—. Stan —insistió—: Un camello de dagga que se pasó a cosas más duras…

—No sé, tío… ¡Nosotros disfrutamos de la playa, nada más!

El viento hizo volar las cenizas de la barbacoa. Tenían cicatrices en los brazos, el cuello…

—¿De dónde sois? —quiso saber Neuman.

—Del township. ¿Por qué, tío?

Fletcher estaba unos pasos detrás, con la mano sobre la culata de su pistola.

—Hemos encontrado a Stan en el interior de su domicilio, una casa prefabricada, con una dosis de polvo como para reventarse las venas —contestó Neuman—. Una mezcla a base de tik. ¿Qué os parece eso, chicos?

—Para contestarle tendría que tener ganas de hablar —replicó Puro-nervio.

Neuman empujó la puerta de la caseta de playa y vio un par de gemelos sobre el suelo cochambroso. Un modelo de lujo que no cuadraba con ese par de desgraciados. Los habían visto venir. Los estaban esperando.

La sonrisa de Puro-nervio se transformó en una mueca, como si adivinara sus pensamientos. Su amigo dio un paso para rodear la barbacoa.

—Tú, quieto —dijo Fletcher, sacándose la pistola de la funda.

Al mismo tiempo, sintió una presencia a su espalda.

—¡Y tú también!

Alguien apretó un revólver contra su columna. Escondido detrás de la caseta, acababa de surgir un tercer hombre. Neuman había desenfundado su pistola, pero no disparó: la Beretta que apuntaba a Fletcher no llevaba el seguro puesto, y el tipo que la empuñaba tenía los ojos vacíos, de un negro apagado. Era un tsotsi de unos veinte años con el que ya se había cruzado en alguna parte: el otro día, en el descampado, los dos jóvenes que estaban pegando a Simón… Fletcher barrió los alrededores con el rabillo del ojo, pero ya era demasiado tarde: los otros dos tipos habían sacado sendas pistolas del saco de carbón bajo la barbacoa.

—¡Ya estáis levantando las manos, chavales! —silbó Puro-nervio, encañonando a Neuman con su revólver—. Gatsha, quítale la pipa: ¡despacio!

—¡Un solo gesto y le meto una bala a tu amigo! —ladró el más joven.

Gatsha avanzó hacia Neuman como si mordiera y le arrancó el Colt de las manos.

—Tranquilizaos…

—¡Cállate, negro!

Plantándole el cañón en la nuca, el cabecilla desdentado había obligado a Fletcher a arrodillarse, con las manos en la cabeza. Los otros mascullaron algunos insultos en dashiki, con rictus de victoria. El zulú no se movió: Fletcher, exangüe, sudaba a chorros delante de la barbacoa; le temblaban las piernas. Neuman blasfemó entre dientes: Dan estaba flaqueando. Se notaba en la dilatación de sus poros, en el aire de miedo que lo atenazaba y en sus manos, perdidas sobre su cabeza…

—¡Tú, pégate ahí! —le gritó Puro-nervio a Neuman—. ¡Las manos contra la caseta!… ¿Me oyes, gilipollas?

Neuman retrocedió hasta la caseta de playa y apoyó la espalda y las manos contra la madera agrietada. Gatsha lo siguió. Contuvo el aliento cuando el tsotsi apretó el revólver contra sus testículos.

—Como te muevas un milímetro, te vuelo los cojones y toda la mierda de alrededor…

Joey el joven negro con el que se había cruzado en el descampado, se sacó entonces un cuchillo del cinturón y se lo pasó delante de los ojos:

—Ya nos hemos visto antes, ¿eh, pollo?

Soltó una risa malvada y, de un golpe seco, plantó el cuchillo en la madera podrida. Neuman se estremeció: el tsotsi acababa de clavarle la oreja contra la puerta.

—¡Que no te muevas te he dicho! —le advirtió el joven, con las venas de los ojos muy dilatadas.

El cañón del revólver le oprimía los testículos. La oreja le ardía, un reguero de sangre tibia corría por su cuello, el cuchillo había atravesado el lóbulo y los cartílagos, manteniéndolo sujeto a la puerta. A unos pasos de allí, Fletcher temblaba bajo las ráfagas de viento, de rodillas, con el revólver en la nuca.

—¿Qué, pollito, tienes miedo? —Puro-nervio derribó al policía de bruces contra el suelo—. Tienes carita de maricón… ¿Ya te lo han dicho? Poli maricón asqueroso…

El más joven se rió. Gatsha no apartaba el dedo del gatillo.

—¿Os apetece un pollo a la brasa, tíos? —dijo el cabecilla de la gorra—. ¡Éste está en su punto!

—¡Eh, tío! ¡Pollo a la brasa! ¡Jajá!

—Podríamos darle una oportunidad, ¿no?

—¡Sí!

—¡No!

Los dos tsotsis se peleaban por puro placer, pero Gatsha, muy serio, no relajaba la presión sobre los testículos de Neuman.

—¡Anda, Joey! ¡Trae algo para trinchar el pollo!

Fletcher, tendido ahora sobre la arena, no dejaba de temblar. Joey le tendió un panga[28] a su compañero.

—Dejadlo —dijo Neuman con un hilo de voz, clavado a la caseta de playa.

—Que te den por culo, negro.

Ali lanzó una mirada furtiva a la choza, como si Epkeen pudiera verlo.

—No cuentes con tu amiguito blanco: también nos estamos ocupando de él…

Le pareció distinguir la silueta de Brian a través de la bruma de calor, agitándose en la pista de baile improvisada de la choza… ¿Qué coño estaba haciendo el muy idiota?

Puro-nervio se inclinó sobre el joven policía tendido en el suelo y le pasó el machete por la espalda como para limpiar la hoja:

—Ahora vas a imitar a un pollo… ¿Me oyes? —le susurró al oído—: Vas a imitar a un pollo, o te desangro, mariquita… ¡¿Me oyes?!… ¡IMITA A UN POLLO!

Fletcher dirigió una mirada de pánico a Neuman.

—Dejadlo…

La presión del cañón le taladró el bajo vientre. El tiempo se detuvo. Ya no había nada más que el viento desollando las dunas y los ojos crueles del tsotsi que chorreaban desdén por el policía tendido en el suelo. Ya ni siquiera oía la música. El cabecilla estaba a punto de clavarle el machete: Fletcher lo sentía en sus huesos, ya sólo era cuestión de segundos. Buscó a Neuman con la mirada, pero no lo encontró.

Emitió un pobre hipido que no cubría el sonido de sus sollozos.

—Medio gesto y estás muerto —susurró Gatsha al oído sanguinolento de Neuman.

—¡Mejor todavía que muerto! —eructó el otro, con el machete en la mano—. ¡Mejor todavía!

Fletcher soltó un pobre «kiki» que se perdió en el estruendo de las olas.

—¡Jajá! —se carcajeó el otro, con ojos de loco—. ¡Mirad a este pollo! ¡Eh! ¡Mirad qué pollito más bonito!

El policía temblaba junto a la barbacoa, con el rostro hundido en la arena. El tsotsi se incorporó:

—¡Mira lo que hago yo con los maricas como tú!

De un golpe de machete, le rebanó la mano derecha.

* * *

Epkeen calibró al grupo reunido delante de la nevera portátil. Eran alrededor de media docena y bailaban bajo la choza, sobre todo una mestiza con un escote muy pronunciado. Se contoneaba, orgullosa, con su cerveza en la mano, mientras lo miraba con insistencia, jugando a pasar los labios por el gollete de la botella en un gesto lascivo. El estéreo escupía reggae, tocaban los músicos de Bob Marley… La chica se retorcía sobre la arena, y los tipos se arrimaban a ella, como las abejas alrededor de una flor: sólo el negro alto que servía la tshwala tenía más de treinta años. Lucía tatuajes cutres en los brazos, seguramente se los habría hecho en la cárcel…

—¡Hola! —dijo la chica, abordando a Epkeen.

—Hola.

—¿Bailas?

La mestiza lo tomó de la mano sin esperar respuesta y, aprisionándolo entre sus brazos, lo arrastró a la pista improvisada. Brian respiró su perfume como de regaliz, una pena que le hubiera añadido el lúpulo. Su boca, pese a que le faltaba un diente, era bonita.

—¡Me llamo Pamela! —gritó por encima de la música—. ¡Pero puedes llamarme Pam! —añadió, sin dejar de bailar.

Brian se inclinó sobre su escote para responderle al oído:

—¡Qué nombre más bonito!

La chica sonrió con expresión ávida. Los demás les dirigían gestos amistosos, siguiendo el ritmo de los Wailers. Contagiado por el brío de la chica, Brian esbozó unos pasos al compás de la música: Pamela se acurrucó contra él, juguetona y provocadora… Brian sacó la foto de Ramphele.

—¿Lo conoces?

La liana se balanceó alrededor de la fotografía, negó con la cabeza y se pegó, en un largo escalofrío, contra su espalda; su piel especiada era ardiente como el fuego.

—¿Me invitas a una cerveza?

Pam lo miraba con una expresión de súplica infantil, como si el mundo hubiera quedado suspendido de sus labios. Los demás los observaban. Epkeen hizo un gesto al tipo tatuado que removía la cerveza. Cogieron el vaso de plástico con la sensualidad de unos acróbatas y, sin dejar de bailar, brindaron. Como la música hacía imposible mantener una conversación, el afrikáner atrajo a la chica hacia la vegetación que bordeaba las dunas.

Pam le sonreía como si fuera muy guapo.

—Stan Ramphele —insistió Brian, volviendo a plantarle la foto delante de los ojos—: Un joven que se pasaba el día en la playa… Un tipo muy guapo. Tienes que haber coincidido con él a la fuerza.

—¿Ah, sí?

—Stan vendía dagga, y desde hace poco una especie de tik… Aquí, en la playa.

La chica seguía bailando, contoneándose.

—¿Eres poli? —le preguntó.

—Stan ha muerto: intento saber lo que le ocurrió, no quiero detenerte, ni a ti ni a tus amigos.

El viento hacía tintinear las cuentas que adornaban sus trenzas. Pam se encogió de hombros:

—Yo no soy más que una chica de la playa…

Su sonrisa mellada se estrelló a sus pies. Lo demás seguía balanceándose en el viento: se bebió la cerveza de un trago, se aferró a él y se echó a reír.

—¡No me digas que me has llevado a este rincón para hablarme de ese tío!

—Había visto en tu cara que eres de fiar —mintió.

—¿Y aquí qué ves? —contestó ella, llevándose la mano al trasero.

Las hierbas se doblaban bajo la brisa, el ruido de las olas se mezclaba con el del reggae, y Pam palpaba la mercancía con mano experta: arrimó su bajo vientre al suyo, acariciando su sexo con su pubis, se inclinó para rozarlo con sus pechos y por fin se arrodilló. Epkeen sintió la mano de la mestiza correr por su espalda: en un segundo Pam desenfundó su pistola.

Se incorporó a una velocidad pasmosa dada su postura, le quitó el seguro al arma y dirigió el calibre 38 contra el afrikáner, que apenas había tenido tiempo de esbozar un gesto.

—No te muevas —dijo, armando la pistola—. Las manos en la cabeza… ¡Vamos!

Epkeen no parpadeó siquiera. Entonces apareció un hombre, oculto detrás de la duna. El tipo tatuado que servía la cerveza…

—Está todo controlado —le dijo ella sin dejar de encañonar al policía—. Pero este imbécil no quiere levantar las manos.

—¿Ah, no? —dijo el otro, acercándose a él.

Llevaba un arma bajo su camisa rasta.

—¡Vas a pegar al suelo tu sucia jeta de poli! —le espetó Pam.

En lugar de obedecer, Epkeen se sacó un curioso objeto de la cazadora de lona: el knut de sus antepasados, rematado con su bola de cobre.

—¡Tú te lo has buscado! —gritó Pam, apuntando a su cabeza.

La chica apretó el gatillo, dos veces, mientras Epkeen se lanzaba sobre el tipo. Pam siguió disparando, en vano, y comprendió que la pistola no estaba cargada. El tipo de los tatuajes desenfundó la suya, pero la tira de cuero, al abatirse sobre su mejilla, le arrancó un trozo de carne del tamaño de un filete. El hombre ahogó un grito y, tambaleándose bajo una cortina de lágrimas, no vio venir el segundo golpe: la pistola que sujetaba bajo su camisa le salió despedida de la mano.

Pam había vaciado el cargador entre los omóplatos de Epkeen, que se volvió deprisa. El knut partió la muñeca de la chica, que soltó la pistola con un gemido. A su espalda, el de los tatuajes quiso recogerla del suelo: el cuero de hipopótamo le abrió las falanges hasta el hueso. El corazón de Epkeen latía a mil por hora: no se las estaban viendo con pequeños camellos de playa, sino con tsotsis que mataban policías. Una ráfaga de viento le hizo parpadear. Abandonando su arma, el tipo de los tatuajes echó a correr hacia la choza, sujetándose la mejilla con la mano. La chica todavía no pensaba en huir: se miraba la muñeca rota como si se le fuera a caer. Epkeen la golpeó en la barbilla. Cuando levantó la cabeza, vio al tatuado subir corriendo la pendiente de la duna.

Entonces oyó un grito a lo lejos, por encima del estruendo de las olas. El grito desgarrador de un hombre, desde el otro lado de las dunas…

Dan.

* * *

—Venga —susurró Gatsha al oído herido de Neuman—. Dame el gustazo de abrir tu bocaza de negro. Venga, para que te vuele los cojones…

Le apretaba el cañón con tanta fuerza que Neuman sintió ganas de vomitar. Un gesto y estaba muerto. El tipo no esperaba otra cosa. Fletcher lloraba mirando su mano cortada, estupefacto, como si no quisiera creer lo que le había ocurrido. La sangre regaba las patas de la barbacoa, el viento rugía, formando torbellinos, y él sollozaba como un niño aterrorizado al que nadie acudiría a salvar. Estaba solo con su muñón y su mano en la arena, separada del cuerpo. Estaba viviendo una pesadilla.

Neuman cerró los ojos cuando el tsotsi le cortó la otra mano.

Fletcher soltó un grito espantoso antes de desmayarse.

—¡Pollo a la brasa! —eructó Puro-nervio, blandiendo el machete.

Joey sonreía, en éxtasis. El tsotsi recogió las manos cortadas y las tiró a la barbacoa. Neuman volvió a abrir los ojos, pero era peor: el chorro de sangre que manaba de los muñones, su amigo en el suelo, desmayado, las brasas atizadas por el viento, el olor a carne, el crepitar de las manos sobre la rejilla incandescente, la hoja del cuchillo que lo clavaba a la caseta como a una lechuza, la pistola en sus tripas y los ojos idos de Gatsha, que se reía, como un loco.

—¡Jajá! ¡Pollo a la brasa!

Las ráfagas de viento volaban, furiosas, sobre las brasas; Puro-nervio plantó la rodilla en la espalda de Fletcher, que ya no reaccionaba. Le levantó la cabeza tirándolo del pelo y, de un golpe de machete, lo degolló.

El corazón de Neuman latía tan fuerte que se le iba a salir del pecho. El fantasma de su hermano pasó rozándole la espalda, empapada en sudor. Iban a cortar a Dan en pedazos, lo iban a asar en la playa, y después se ocuparían de él. Apretó los dientes para ahuyentar el miedo que hacía temblar sus piernas. Un líquido tibio seguía corriendo sobre su camisa, y Fletcher agonizaba ante sus ojos aterrorizados.

El tsotsi del machete se volvió hacia el más joven:

—¡Joey! Ve a ver qué hacen los otros mientras nosotros nos ocupamos del negro…

Puro-nervio pensaba en muertes espectaculares cuando la cabeza de Gatsha explotó: la fuerza del impacto fue tal que el muchacho no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Los otros dos se volvieron al instante hacia la choza, de donde provenía el disparo: una silueta alta y delgada bajaba la duna a todo correr, un blanco, con una pistola en la mano. Blandieron sus armas y apuntaron hacia él.

Trozos de carne y de huesos habían chocado contra su cara, pero Neuman reaccionó en un segundo: arrancó el cuchillo que lo mantenía clavado a la caseta y se precipitó hacia ellos. Puro-nervio sintió el peligro. Dirigió su arma hacia el hombre del cuchillo, pero era demasiado tarde: cien kilos de odio se hundieron en su abdomen. El tsotsi retrocedió un metro antes de caer de rodillas en el suelo.

Epkeen recibió un primer disparo, que levantó un poco de arena a sus pies, el segundo se perdió en el aire: detuvo su carrera al pie de la duna y apuntó. A contraluz, el tipo no tenía la más mínima oportunidad: lo abatió de una bala en el plexo.

Junto a la barbacoa, el jefe de la banda se miraba la tripa, incrédulo, con el cuchillo clavado hasta el mango. Neuman no se tomó el tiempo de sacarlo: cogió las manos que crepitaban en el fuego y las tiró sobre la arena.

Epkeen miraba el mundo como a un enemigo, en busca de otro blanco. Entonces vio el cuerpo mutilado de Fletcher al pie de la duna. Neuman se había precipitado junto a él. Se quitó la chaqueta y le tomó el pulso. Dan respiraba todavía.

Epkeen acudió por fin, pálido como un muerto.

—¡Llama a una ambulancia! —le gritó Neuman, presionando la yugular de su amigo—. ¡Date prisa!