Gulethu no sabía cuándo las cosas empezaron a irse al traste. ¿Hacía diez años? ¿Doce? La pubertad perturbada, actos salvajes, incandescentes, ¿fue su hermana, su prima? Gulethu ya no se acordaba. De nada. Una inhibición que se había tragado hasta su propia superficie. El iceberg flotaba hoy al capricho de la corriente, sin rumbo ni piloto.
La tradición zulú mandaba que las personas culpables de incesto se pudrieran vivas. Sonamuzi: el pecado de familia, del que era culpable. «No es culpa mía», gritaba en la oscuridad: era la maldición que pesaba sobre él, y esas pequeñas brujas asquerosas que lo habían engañado. La ufufuyane las volvía locas. Sexualmente fuera de control. La ufufuyane, la enfermedad que afectaba a las muchachas y se abatía sobre él. El peligro estaba en todas partes, bastaba ver sus contoneos cuando volvían de buscar agua, sus pechos grandes y pesados que se desnudaban al sol, y sus sonrisas, que te atrapaban en el camino como en una tela de araña… Gulethu había sido su víctima, su presa, y no al revés, como lo había decretado el jefe de la aldea: la ufufuyane era la causante de todo, la ufufuyane que habían enviado los espíritus para engañarlo. Pero nadie lo había escuchado. Lo habían echado de la aldea: «¡Que se pudra vivo!».
Habrían podido degollarlo como a un cebú sacrificado, despellejarlo para recordarle la fuerza del tabú ancestral, pero los vecinos de la aldea habían preferido dejar que se descompusiera lentamente, obedeciendo a la tradición. Gulethu había llegado a la ciudad, o al menos a sus townships, donde otros antes que él se habían mezclado con la basura.
El poder del sonamuzi era muy fuerte: la umqolan, la bruja a la que había consultado, lo sabía bien. Alguien le había hablado de ella, Tonkia, una vieja desdentada que elaboraba brebajes y que, según decían, se relacionaba con los espíritus contrarios. La umqolan conocía su maldición. Ya había curado a otros aquejados del mismo mal. Ella ahuyentaría el pecado de familia que pesaba sobre sus noches. Elaboraría un nuti para él, una pócima mágica que lo alejaría de su destino. Gulethu no se pudriría. Todavía no. Una joven blanca lo salvaría. Cualquiera, con tal de que fuera virgen. Bastaba con que Gulethu le trajera el esperma que la había desflorado.
Gulethu lo había preparado todo minuciosamente. Le había prometido mucho al joven Ramphele, sin contárselo todo. Había salido como él esperaba, hasta que la maldita asquerosa se puso a gritar: gritos de perra en celo. La ufufuyane la había alcanzado a ella también: zulúes, mestizas o blancas, las perras estaban todas poseídas. Nunca una joven virgen habría abierto las piernas así, ni habría proferido todos esos disparates: los espíritus adversos habían intervenido, antes de que Gulethu tuviera la más mínima oportunidad de elaborar su nuti.
Había tratado de contenerla, pero la maldita gritaba a más no poder…
Los gritos lo despertaron, sobresaltado. Gulethu se incorporó, con los ojos abiertos de par en par. Un sudor frío le inundaba el rostro, jadeaba, entre dos mundos, y apenas distinguía las paredes decrépitas del cobertizo. Pronto vio los jergones repartidos por el suelo, a los otros roncando, y volvió a la realidad… No, no lo habían despertado los gritos de la chica: era la umqolan, que lo advertía de un peligro.
Stan estaba muerto, pero los policías podían interrogar a su hermano en la cárcel. Podían venir a husmear a la playa… El Gato no debía enterarse: jamás.