Ruby no sabía nada. Y Ali, apenas, una noche en que habían bajado la guardia… Brian tenía entonces diecisiete años, y Maria, veinte.
María no había leído Ada o el ardor, o no la habría entendido; en su casa no se retozaba en el césped que rodeaba el castillo, con su prima o su primo; las paredes de su casa no las habían levantado los primeros granjeros blancos del África austral; su padre no era un alto funcionario ni un apasionado de los caballos de carreras; su madre no preparaba bóerewors por las mañanas preguntándose qué tiempo haría; la ventana de su cocina no daba a un prado, ni la de su habitación a un bosquecillo que hiciera olvidar las verjas electrificadas que rodeaban la finca; Maria no tenía cuadras, ni caballos, ni cadena de alta fidelidad, ni discos —Clash, Led Zeppelin, Plimsouls—; no sabía nada de los grupos de rock que alimentaban su rebeldía, ni de los corazones rotos que salían en los libros, ni de deseos sutiles ni de transgresión; ella nunca había oído hablar de Nabokov, ni del ardor de amar: Maria no sabía leer.
Le habría gustado ser asistente social, pero no se lo habían permitido. Maria era negra. Tenía dos vestidos, uno rojo y uno azul celeste, el más bonito: Brian se lo dijo, un día que la muchacha volvía de las cuadras, con sus sacos llenos de mierda, sus botas de goma y su delantal sucio. Al principio Maria sintió miedo —ese joven blanco que le sonreía era el hijo del bass—, pero sus ojos verde agua brillaban tan fuerte que olvidó las advertencias de su madre. Ningún blanco le había dicho que era guapa… Les bastaron dos meses para acostumbrarse el uno al otro y conocerse. Maria sustituyó a la Ada de sus sueños, y Brian hizo el amor por primera vez en el bosquecillo que había detrás de la mansión familiar, a hurtadillas, bajo el crepitar de las verjas electrificadas que rodeaban la finca. Brian estaba feliz. Si el imbécil de su padre supiera…
—Te voy a enseñar a leer —decretó un día, tumbado junto a ella entre los helechos.
—¡Jajá!
Brian no sabía que se podía reír tan bien. Tan maravillosamente. Como si, entre sus brazos, el apartheid no existiera. Fin de la infancia, empezaba lo novelesco. Brian no tardó en hacer cualquier cosa para comer su fruto prohibido, inventaba las estratagemas más complicadas: faltaba a clase, daba plantón a sus amigos, dejaba de lado el deporte, para llevársela al bosque. Maria reía: Brian pensó que eso era el amor.
Así pasaron dos años, sin incidentes y sin modificar su apetito carnal. Maria descifraba las palabras de los libros que Brian se llevaba a los helechos, y éste, a su vez, el manual de instrucciones del cuerpo femenino que ella le ofrecía. Maria olía a almizcle, a especias y a frutas del bosque.
—No me abandonarás nunca, ¿verdad?
—¡Estás loco!
Maria se reía.
Por supuesto que él pensaba que eso era amor…
Brian volvió a casa un día en que Maria estaba trabajando, a mediodía, para darle una sorpresa. La casa estaba vacía, su madre se había marchado al centro de compras con otras muñecas lechosas amigas suyas. Rodeó el garaje, comprobó que no había ningún empleado podando el seto del jardín y corrió a las cuadras. El purasangre pastaba en el cercado vecino, y entonces oyó un ruido que venía del silo. Maria… Se acercó sin hacer ruido, imaginó su espalda inclinada sobre la escoba, su olor tan especial, y la realidad lo abofeteó en plena cara: Maria estaba inclinada sobre la barandilla de un box, con el vestido levantado, mientras un tipo gordo se la trabajaba. Su padre. Jadeaba, respirando como un buey, con los pies nadando entre excrementos. Brian sólo veía su enorme culo que se contraía a cada embestida, su pantalón arrugado por encima de las botas, y Maria que se agarraba para no caer…
—Lo mataré… Lo mataré —repetía, con los ojos húmedos de lágrimas.
Pero era demasiado tarde. Brian no se atrevió entonces a coger la horca que había junto a la entrada de la cuadra, no tuvo el valor de clavar a su padre como una mariposa nocturna en la puerta del silo, hincarle la horca en la espalda hasta que le saliera por la garganta.
Le tenía miedo.
—Lo mataré…
Maria no contestaba. Lloraba en el bosque en el que se amaban. Sentía vergüenza. Se escondía entre sus míseras manos, en vano. Brian no preguntó desde cuándo ocurría aquello, si la había forzado la primera vez, si podía haberlo evitado. Su risa no se escondería ya más con ellos entre los helechos, sus hombros, sus piernas y su sexo ya sólo emanarían el olor infame de su padre…
Maria regresó a trabajar a su casa los meses siguientes, pero Brian la evitó como pudo. Se sentía traicionado, humillado, confusamente enamorado. Y un buen día, Maria no volvió más. Él la esperó todo el fin de semana, y el siguiente, en vano… Le preguntó a su madre, una mañana, en la cocina, de la manera más anodina.
—¿Maria? Tu padre la despidió la semana pasada —le explicó, con las manos en la masa de la tarta.
—Anda, ¿y eso?
—¡La cuadra estaba sucísima! —aseguró su madre, que jamás ponía los pies allí.
Brian caviló unos días antes de registrar el despacho de su padre. En un archivador encontró la dirección de la empleada, con sus nóminas y los documentos administrativos que le permitían ir a trabajar a la ciudad. Maria vivía en el township, a diez kilómetros de allí. Lejísimos, en el otro extremo del mundo.
Ningún blanco se aventuraba jamás en los townships. Brian le pidió al taxista negro que lo esperara delante de la casa, una chabola de contrachapado pintada de amarillo, todo un lujo en el barrio. La madre de Maria se sobresaltó al ver al adolescente en su puerta. Tres niños pequeños se agarraban a su delantal, curiosos y asustados. Al principio la xhosa no quería hablar, pero Brian insistió tanto que terminó por ceder: Maria se había marchado un día a trabajar y nunca había regresado. Corría el rumor de que un coche de policía se la había llevado a la salida del township, pero su madre no lo creía. Maria estaba embarazada de cuatro meses: seguramente se habría fugado con el padre del bebé, que sería uno de esos desgraciados que prometen la luna y sólo traen problemas…
Brian volvió a su casa y comparó la fecha de la desaparición con el reparto de tareas de los empleados: Maria debía trabajar en la cuadra aquel día.
Mintió a los policías locales, puso una denuncia por robo, dando el nombre de la chica y su descripción, insistió para obtener una respuesta, mencionó que su padre era procurador y consiguió lo que quería. Un inspector llevó a cabo una investigación, que no dio resultado: Maria no figuraba en ningún registro de la policía. No estaba fichada por ningún delito, no se había producido ninguna detención. El agente no tenía inconveniente en tomarle declaración para su denuncia, pero no era muy probable que diera ningún resultado…
La madre de Maria, a la que Brian había mantenido informada de sus pesquisas, lo encauzó hacia un militante del ANC. La clandestinidad, la tortura, las desapariciones, los procedimientos arbitrarios de los servicios especiales, los asesinatos de opositores. Brian descubrió una realidad que no conocía. Pero ató cabos: su padre era procurador, un eslabón inflexible del poder…
Había pasado un mes desde la desaparición de la muchacha negra. Brian esperó a que su padre estuviera solo en la cocina para hablarle.
—Por cierto —le dijo, como quien no quiere la cosa—, ¿sabes que Maria está embarazada?
Su padre lo fusiló con la mirada, durante un segundo, antes de corregir su error.
—¿Embarazada?
Pero sus ojos lo traicionaban. Lo sabía, era obvio…
—La has hecho desaparecer tú, ¿verdad? —le espetó Brian con aire desafiante—. ¿Mandaste tú a la poli a la salida del township?
El afrikáner se irguió con su masa imponente por encima de su hijo:
—¿De qué estás hablando?
La ira inflaba sus venas, pero Brian ya no le tenía miedo. Lo odiaba.
—El hijo que esperaba no era tuyo —le dijo—, sino mío… Pobre gilipollas.
Apartheid: «desarrollo separado»…
Brian cambió de techo, de vida, de nombre y de amigos. Se curtió lejos de esa familia a la que odiaba con todo su ser, antes de abrir una oficina de investigación. Buscar a los negros que su padre hacía desaparecer se convirtió en su especialidad, una tarea obligatoria y saludable que le hizo entrar en contacto con los miembros del ANC clandestino y con los policías que los perseguían. Ruby lo había recogido varias veces de las cunetas de la autopista, donde lo dejaban tirado después de palizas tremendas. Le perdonaban la vida por el estatus de su padre, pero el odio era el mismo. Brian había desenterrado cadáveres, algunos sin ataúd siquiera, que llevaban pudriéndose meses; esqueletos con los dientes rotos, con las vértebras dislocadas por haber sido arrojados desde los tejados de las comisarías; opositores o simples simpatizantes, pero nunca encontró el cuerpo de Maria.
Su necesidad de amor era inconsolable. Conservaba el recuerdo de la joven negra en lo más hondo de sí mismo, como un secreto vergonzoso. No sabía por qué no hablaba nunca de ello. Por qué asomaba la cabeza donde otros no pondrían jamás los pies. Por qué se castigaba. Si los brazos de las mujeres en los que se refugiaba provenían de un mismo deseo de sabotaje… Ruby tenía razón a fin de cuentas. Su corazón era de hielo: se fundía a discreción.
Tracy, por ejemplo, truco de magia número cincuenta y cuatro, albornoz blanco, túnica pelirroja en mitad de la cocina, con un lápiz sabiamente plantado en lo alto de la cabeza, para recogerse la melena, preparaba huevos revueltos para el desayuno con la habilidad de un recién nacido:
—Oye —se echó a reír la camarera—, ¡qué jaleo hay en tu casa!
Acababan de despertarse. Los Young Gods —unos suizos, según el librito del cedé— se desgañitaban por los altavoces del salón mientras ella se afanaba en los fogones.
—¿No te gusta la música? —le preguntó él.
—¡La escucho todas las noches, me sale por las orejas! —se defendió Tracy.
—Pues ciérralas, cariño.
—Oye, tú, qué gracioso te levantas por las mañanas, ¿no?
—Estoy medio atontado —explicó—: Me siento como si fuera de noche.
Tracy aporreó la sartén con su tenedor.
—¡Venga ya! Pero si ya estabas roque cuando he vuelto…
—Lo siento, cariño.
Tracy había vuelto a casa de Brian una vez terminada su jornada, pero Brian se había desplomado al tercer porro de Durban Poison. Era la primera vez que volvían a verse desde la noche loca del sábado y el domingo fallido en casa del amigo «Jim». Tracy tenía treinta y cinco años: sabía que detrás de la barra se podía tirar a todos los tíos que quisiera, el problema era siempre repetir. Otros alcoholes los llevaban a otras chicas, y la pelirroja divertida de las coletas que les servía las copas era siempre agua pasada. Pues hija, tendrás que buscarte un trabajo más normal, se decía a sí misma las noches que se deprimía, y no uno en el que todo el mundo te mire el culo. Pero Tracy no creía mucho en otros trabajos, ni en los tíos en general.
Removió la papilla formada en la sartén, con aire circunspecto.
—Espero ser mejor en la cama —dijo.
—Un caviar de berenjenas.
—¿Y eso está bueno?
—Te tiene que gustar el ajo.
Tracy sirvió los huevos en los platos y lanzó la sartén al fregadero, haciendo un ruido como para romper los tímpanos.
Brian hizo una mueca. Esa chica no le inspiraba en absoluto nada tierno ni delicado.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —le dijo, sentándose frente a él.
—Calzo un cuarenta y tres, ya que lo quieres saber todo de mí.
—Hablo en serio…
—Te escucho, cariño.
Tracy bajó los ojos. Se le había soltado un mechón del lápiz y caía por su nuca, formando tirabuzones rojizos.
—Tienes que decirme si soy pesada… Es que como ya no tengo costumbre siempre me parece que me paso con los tíos… Qué tonterías digo, ¿verdad?
—Un poco, cariño.
Pese a su estoicismo de fachada, el truco de magia no dejaba de perder aire, tanto que ya se escabullía por el jardín, escamoteado… Brian consultó su reloj. No es que él llegara tarde, es que el mundo huía.
* * *
Como el ANC se negó a aprobar el sistema de los bantustán, el gobierno del apartheid había encerrado a Mandela y a sus compañeros en Robben Island, una isla cubierta de vegetación situada a unas millas de Ciudad del Cabo, que tenía la ventaja de aislar por completo a la oposición política. Mandela tuvo que esperar veintiún años antes de volver a tocar la mano de su mujer.
Sonny Ramphele no tuvo que sufrir esa cruel pena doble: el hermano de Stanley purgaba una condena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, un edificio de hormigón insalubre y abarrotado donde hasta las moscas se pudrían en el infierno.
—¿Encuentra lo que busca? —preguntó el jefe de los vigilantes.
Inclinado sobre el registro, Dan Fletcher echaba un vistazo a las visitas del detenido. Mientras tanto, Kriek, el paleto al que todo el mundo llamaba Jefe, jugueteaba con su manojo de llaves. Fletcher no contestó. Epkeen fumaba, mirando con ojos torvos al carcelero. A él tampoco le gustaban las cárceles, lamentaba que la humanidad no hubiera encontrado nada mejor en ocho mil años de existencia, y todavía le gustaba menos esa clase de jefecillo, beneficiario de la «cláusula del crepúsculo[25]» y que se había reenganchado porque la población carcelaria, en el fondo, no había cambiado: coloured y cafres a mansalva.
Sonny Ramphele estaba en libertad condicional cuando lo habían detenido al volante de un coche robado con tres kilos de marihuana prensada debajo del asiento. El mayor de los dos hermanos no había confesado nada, de modo que le habían caído dos años de cárcel. La trayectoria de Sonny era de las más clásicas: hijo de padres aparceros que habían muerto demasiado pronto, éxodo a la ciudad con su hermano pequeño, hacinamiento, ociosidad, miseria, delincuencia y cárcel. Sonny acababa de cumplir los veintiséis, entre rejas, y si no se metía en líos, saldría en pocos meses.
La policía científica había registrado su casa, pero si su hermano pequeño, que se había quedado encargado de los negocios del mayor, tenía un escondite para algún posible alijo de droga, éste bien podía haber desaparecido con él. Se habían encontrado pocas huellas, todas de Stanley, y las preguntas a los vecinos no habían dado muchos resultados. La cabaña más cercana estaba deshabitada, y los marginales que vivían en la costa no se metían en los asuntos de los demás, y prueba de ello era que el cadáver del joven xhosa llevaba cuatro días pudriéndose. Algunos habían conocido a Sonny, «un tiarrón bastante tranquilo, que se ocupaba de su hermano pequeño» y a Stan, un chaval al que le gustaban mucho las motos y la moda. Nadie lo había visto nunca con Nicole Wiese —una rubita como ésa, se acordarían—. El único indicio que confirmaba su pista era que se habían encontrado varias huellas de la joven afrikáner en la camioneta utilizada el día del asesinato…
Fletcher levantó la cabeza del registro.
—Stanley Ramphele venía regularmente a visitar a su hermano —comentó—, pero no hay anotada ninguna visita en absoluto desde hace un mes…
Kriek se estaba limpiando las uñas con los dientes.
—Yo ni sabía que tuviera un hermano —dijo.
Uno de los funcionarios ahogó una risa a su espalda. Epkeen olvidó un instante lo sucio que era el jefe de los vigilantes y ese olor rancio a hombre encerrado que envenenaba el ambiente:
—¿Podemos ir a una habitación tranquila para interrogar a Sonny?
—¿Por qué? ¿Tienen intención de verle el agujero de bala?
—Pero qué gracioso es usted, Jefe.
—El Ramphele este no pone el culo ni a tiros —insistió Kriek—. ¡Y no lo digo yo, lo dicen los demás internos!
Los otros carceleros confirmaron sus palabras.
—¿Y eso qué quiere decir? —se impacientó Fletcher—. ¿Que Ramphele está protegido?
—Eso parece.
—No se menciona en su expediente.
—Las bestias se devoran entre sí.
—¿Qué dicen de él los soplones?
—Que tiene el culo duro.
—Parece que es un tema que lo apasiona.
—A mí no: ¡pero a ellos sí!
Kriek fue el primero en reírse, y su camarilla no tardó en imitarlo. Epkeen le indicó a Dan con un gesto que era mejor cambiar de aires. Kriek era exactamente de la clase de tipos que en el pasado lo molían a palos y luego lo dejaban tirado en una cuneta, dándolo por muerto…
Doscientos por cien de superpoblación, un índice de reincidencia del noventa por ciento, tuberculosis, sida, ausencia de cuidados médicos, canalizaciones atrancadas, colchones en el suelo, violaciones, agresiones, humillaciones…, Poulsmoor era una buena síntesis del estado de las cárceles de Sudáfrica. Como los internos no dejaban de aumentar, el Estado había encargado al sector privado la construcción de nuevos centros de detención, y la mayoría se remontaba a los tiempos del apartheid. En estas cárceles había muy pocos trabajadores sociales, la reinserción era una utopía, y la corrupción, endémica. Los índices de evasión batían todos los récords, con la complicidad de un personal mal formado, mal pagado o incluso criminal. Algunos detenidos debían pagar derechos de peaje para asistir a clase o participar en las actividades, mientras que otros, condenados a cadena perpetua, pasaban los fines de semana fuera de prisión. Como se daba el caso de que los guardias vendían nuevos detenidos al mejor postor entre los demás reclusos, el primer reflejo de éstos consistía en ponerse bajo la protección de alguno de los matones de la cárcel, que monopolizaban a las wifye, las «esposas», y daban carta blanca a los guardias.
Putas, drogas, alcohol, ocho sindicatos del crimen se repartían el territorio. En esta jungla, a Sonny Ramphele no le había ido demasiado mal. Para ello, había tenido que hacer un trato, como los demás. Había cogido sarna, o los piojos querían comérselo vivo (los cuidados de belleza nunca habían sido el fuerte de Sonny, nada que ver con el guapito de su hermano), pero había conseguido preservar su integridad: aguardaba el final de su pena, escuchando a sus compañeros pelearse por ver a quién le tocaba ir antes a las letrinas, cuando un vigilante lo sacó de su larga apatía.
Sonny refunfuñó —qué coño era esa gilipollez de visita médica…— antes de obedecer bajo los sarcasmos del guardia.
En los pasillos de la cárcel olía a col y a humanidad. Arrastrando invisibles grilletes, Ramphele franqueó dos puertas magnéticas antes de ser conducido hasta una habitación apartada, sin ventanas. Nada que ver con una enfermería: había una mesa, dos sillas de plástico, un tipo moreno y bajito de mirada penetrante y otro tipo más corpulento, que en tiempos debió de estar en forma, apoyado en la pared.
—Siéntese —dijo Fletcher, indicándole la silla vacía frente a él.
Como su hermano, Sonny era un xhosa alto y fuerte de cerca de metro ochenta y mirada oblicua: avanzó con el metabolismo del vago y se sentó en la silla como si estuviera cubierta de clavos.
—¿Sabes por qué estamos aquí?
Sonny apenas sacudió la cabeza de lado a lado, con los párpados pesados característicos del duro de pelar y el fumador empedernido.
—Hace tiempo que no ves a tu hermano —prosiguió Fletcher—: Un mes, según el registro… ¿Has tenido noticias suyas?
Breve signo de desdén, como si todo le resbalara. Se inculpaba cada año a miles de policías por agresión, homicidio y violación; Sonny no tenía ganas de hablar con ninguno de ellos, y menos aún de Stan.
—Él heredó tus negocios, ¿verdad? —dijo Dan—. Seguramente está demasiado ocupado para visitar a su hermano mayor…
Sonny no le quitaba ojo al otro poli, que seguía detrás de él.
—¿Con qué trapicheaba Stan? ¿Con dagga? ¿Y con qué más?
El detenido no reaccionaba. Epkeen se inclinó sobre su nuca:
—Hiciste mal en darle las llaves de la camioneta a tu hermanito, Sonny… ¿No le dijiste que no iba a ninguna parte?
El xhosa tardó en reaccionar. Fletcher dio la vuelta a las fotografías esparcidas sobre la mesa.
—Stan fue encontrado muerto en vuestra casa —dijo, mostrándole las imágenes—. Ayer, en Noordhoek… La muerte se produjo unos días antes.
Su expresión de matón hastiado cambió a medida que iba descubriendo las fotos: Stan lívido en el sofá de su casa, un primer plano de su rostro, con los ojos muy abiertos, fijos en un objetivo indefinido para siempre…
—Stan murió de sobredosis —prosiguió Fletcher—: Una mezcla a base de tik… ¿Sabías que tu hermano se metía?
Sonny iba encogiéndose en su silla, con la cabeza vuelta hacia sus zapatillas de deporte sin cordones. Stan y su risa de niño, las collejas que le daba, sus peleas entre el polvo, su vida desfilaba ante sus ojos, concluyendo con un fundido en negro…
—Stan no tenía otras marcas de pinchazos en los brazos —dijo Fletcher—. ¿Qué te hace pensar eso?
—Nada.
Sonny se había vuelto hablador.
—Tu hermano estaba implicado en algo gordo: es sospechoso principalmente de vender una nueva droga a los blanquitos del centro… ¿Estabas al corriente?
El hermano mayor negó con la cabeza, todavía no era capaz de reaccionar.
—Tu hermano salía con una chica, Nicole Wiese, la misma de la que escriben los periódicos. ¿Stan nunca te habló de ella?
—No es asunto mío.
No podía apartar los ojos de las fotos.
—Nicole Wiese ha sido salvajemente asesinada, y todo apunta a que el culpable fue Stan: en vuestra casa se encontró droga, el bolso de la chica y la prueba de que estaban juntos en el momento del crimen. ¿Qué droga es ésa?
—Ni idea.
Sonny entrelazaba los dedos, nervioso.
—No te creo, Sonny. Haz un esfuerzo.
—Stan no me dijo nada.
—Salvo el Jefe, nadie está al corriente de nuestra visita —aseguró Fletcher—. Nadie sabrá que has hablado con nosotros, tu nombre no aparecerá en ningún lado. El juez de aplicación de las penas es clemente con los arrepentidos: ayúdanos y podremos ayudarte.
Ramphele masculló algo, seguramente algo muy feo.
—Stan traficaba en las playas —prosiguió Epkeen—. Buscamos a su proveedor: tienes que conocerlo a la fuerza.
—No conozco a nadie que venda tik. Stan tampoco.
—Quizá tu proveedor se haya reciclado.
—No… Demasiado peligroso.
Epkeen se sentó en el borde de la mesa:
—Según tú, ¿por qué tu hermano no vino a verte estas últimas semanas? ¿Por qué llevaba un mes haciéndose el muerto? Se puso a vender droga dura, a ganar dinero y a pegarse la gran vida con las blanquitas de las playas: hasta se compró ropa chula y una moto con rayos pintados… Stan dejó de venir a verte porque sabía que no te gustaría cómo se había adueñado de tu territorio: pero apareció un obstáculo… Utilizaron a tu hermano, Sonny. No esperes respeto de esa gente: os tratan como a esclavos.
El detenido se encogió de hombros: en la cárcel era igual.
—Te ofrecemos una manera de salir de ésta —se suavizó Fletcher—: Dinos quién era el proveedor de tu hermano, y te revisamos la condena.
Sonny ya no se movía, tenía la barbilla clavada en su camiseta mugrienta, como si la muerte de su hermano pequeño lo hubiera desnucado. Ya sólo quedaba él: pero él solo no valía una mierda.
—Dagga, tío —dijo por fin—. Sólo dagga…
Un silencio pesado envolvió la sala de interrogatorio. Fletcher le hizo una seña a Epkeen, que apagó su cigarrillo: o el hermano no sabía nada, o tenía buenas razones para mentir… Estaba a punto de pedirle al guardia que se lo llevara de vuelta a su celda cuando Brian le preguntó a quemarropa:
—A Stan le daban miedo las arañas, ¿eh…?
El rostro sin expresión de Sonny cambió por completo: alzó unos ojos interrogadores hacia el poli del pantalón negro.
La brecha estaba ahí, abierta de par en par.
—Un miedo terrible —insistió Epkeen—. Una fobia, lo llaman…
El xhosa estaba desconcertado: de pequeño, Stan se había caído en un pozo, un agujero seco que hacía tiempo que no servía para nada. Lo habían buscado durante horas antes de encontrarlo, temblando de miedo, en el fondo del agujero: ya no había agua pero sí arañas, centenares de arañas. Quince años más tarde, Stan apenas soportaba ver una asquerosa araña en una fotografía, y mucho menos acercarse a una de verdad…
—Utilizaron a tu hermano para dar salida a toda la droga —prosiguió Epkeen—, y cuando Stan se volvió demasiado llamativo, llenaron a tope la aguja para que pareciera una sobredosis. O, más bien, le dieron a elegir entre palmarla él sólito con una sobredosis o pasar un ratito con uno de esos encantadores bichitos… Hemos encontrado una migala en el aseo de vuestra casa —añadió—: Una bien gorda.
Ramphele se frotó la cara con las manos. Las fotografías sobre la mesa formaban un calidoscopio siniestro en su cabeza; los últimos fragmentos de su mundo partían a la deriva, y él ya no tenía dónde agarrarse, sólo los ojos llorosos del poli canijo sentado frente a él.
—Muizenberg —dijo por fin—. La droga la vendíamos en la playa de Muizenberg…
* * *
Utilizadas desde hace cinco mil años por los pigmeos por sus virtudes medicinales, las raíces de la iboga contenían una docena de alcaloides, entre ellos la ibogaína, una sustancia próxima a las que están presentes en diferentes especies de hongos alucinógenos. Al actuar sobre la serotonina, la ibogaína supuestamente refuerza la confianza en uno mismo y el bienestar general. Si bien es cierto que la planta y varios de sus derivados presentaban propiedades psicoestimulantes, en dosis más elevadas podían provocar alucinaciones auditivas y visuales, a veces muy angustiosas, que podían llevar al suicidio. Etimológicamente derivada de un verbo que significa «cuidar, curar», la iboga era una planta iniciática cuyas propiedades terapéuticas y cuyo poder alucinógeno permitían establecer un vínculo con lo sagrado y con el conocimiento. La iboga se utilizaba en sesiones llamadas bwiti, ceremonias introspectivas dirigidas por un guía espiritual, un chamán llamado inyanga, una suerte de herborista. Aparte de esos rituales secretos, la raíz de iboga se empleaba como afrodisíaco o filtro de amor.
Los más partidarios aseguraban que la ibogaína provocaba erecciones que podían durar seis horas y placeres indescriptibles. En la medicina occidental, la ibogaína tenía un papel en las terapias psicológicas y en el tratamiento de la adicción a la heroína, pero los conocimientos relativos a sus virtudes afrodisíacas seguían siendo escasos por falta de pruebas científicas.
Un filtro de amor africano…
Neuman rumiaba como un viejo león inclinado sobre su reflejo. Nicole Wiese había tomado iboga pocos días antes de su asesinato, una fuerte dosis según los análisis del forense, probablemente en forma de esencia. ¿Los frasquitos encontrados en su bolso? ¿Su amigo Stan también traficaba con iboga?
Neuman se marchó corriendo al instituto médico-forense.
Tembo había sido el primer negro en dirigir la morgue de Durham Road. Su corta barba gris recordaba a la de un antiguo secretario de Naciones Unidas, y sus gafas indicaban que era miope, tan corto de vista como un topo. Soltero recalcitrante, a Tembo sólo le gustaban las cosas antiguas, la música barroca y los sombreros pasados de moda, y cultivaba una pasión exclusiva por los jeroglíficos egipcios. Los cadáveres eran para él pergaminos que había que descifrar, marionetas de las que él era el ventrílocuo, sólo él podía hacerlas hablar. No las dejaba de lado hasta haberles extraído todo el significado que encerraban. Era un tipo tenaz, en sintonía con el temperamento de Neuman.
Los dos hombres se instalaron en el laboratorio del jefe forense.
El resultado de la autopsia de Stan Ramphele concluía que la muerte se había debido a una sobredosis de metanfetamina. La hora de la misma era incierta, pero se remontaba a unos cuatro días, es decir, poco después del asesinato de Nicole. La arena que había en la alfombrilla de la camioneta se correspondía con los granos encontrados entre el cabello de la joven afrikáner. También se habían encontrado restos de sal en la piel del xhosa y polen de Dictes grandiflora, una flor más conocida bajo el nombre de wilde iris, lo cual confirmaba lo que ya sabían: Stan y Nicole estaban juntos en el Jardín Botánico…
—Pero lo más interesante lo hemos obtenido de los análisis toxicológicos —dijo el forense—. Para empezar la iboga. Ramphele también la tomó, pero su consumo es más reciente: tan sólo unas horas antes de morir. Es decir aproximadamente cuando se produjo el asesinato de Nicole Wiese. Esa misma esencia está en el interior de los frasquitos hallados en su bolso. Una fórmula muy concentrada, yo no había visto nada igual hasta ahora…
—¿Una elaboración artesanal?
—Sí. He empezado por preguntarme si esta esencia podía modificar el comportamiento de quienes la consumen, pero los cobayas que han probado el producto no han tardado en quedarse dormidos… —Tembo se mesó la barba—. Entonces me he concentrado en el polvo que le provocó la sobredosis a Ramphele, y he constatado que la misma molécula figuraba en el cóctel que tomó Nicole… La muestra extraída de la casa prefabricada me ha permitido afinar mi investigación. Como todas las drogas sintéticas, la metanfetamina tiene componentes intermedios tóxicos para el cerebro, pero pese a que hemos buscado y rebuscado entre los sustitutos habituales, no hemos logrado saber de cuál se trata. El nombre de esta molécula se nos escapa.
—¿Cómo explica usted eso? —quiso saber Neuman.
Tembo se encogió de hombros:
—Las mafias suelen ir por delante de la investigación pública, nos sacan ventaja, y sus medios son mucho mayores que los nuestros…
Tembo era un entendido en el tema: desde el LSD y el gas BZ, las innovaciones de las neurociencias y la investigación farmacológica habían abierto mucho los horizontes de lo posible. Hoy en día se sabía cómo reprogramar las moléculas para que actuaran sobre mecanismos determinados que regulaban el funcionamiento neuronal o el ritmo cardiaco. Todo lo relativo a los experimentos estaba cada vez más informatizado, los componentes bioactivos más prometedores podían identificarse y analizarse a una velocidad prodigiosa. Tras experimentar en Irak con drogas que agudizaban la capacidad de vigilancia de los soldados, los militares esperaban ver, en un futuro cercano, efectivos que fueran a combatir atiborrados de medicinas capaces de aumentar la agresividad, la resistencia al miedo, al dolor y al cansancio, y que a la vez suprimieran los recuerdos traumáticos al actuar sobre la memoria mediante procesos de borrado selectivo. Tembo, que seguía de cerca esas líneas de investigación, no era muy optimista. El 11 de septiembre había traído consigo un período de violación de las normas internacionales, en particular en Estados Unidos: allí se proseguía la experimentación, a priori prohibida, con armas químicas, con el pretexto de preservar la pena de muerte mediante inyección letal y el mantenimiento del orden con gases lacrimógenos, pero el «antiterrorismo» se había precipitado en un abismo donde ya no había espacio para el derecho. Los rusos no habían revelado el nombre del agente químico utilizado en el asalto al teatro de Moscú en 2005, y los proyectos de investigación seguían desarrollándose a marchas forzadas y en todos los frentes. Ya a partir de la Primera Guerra del Golfo, el ejército del aire estadounidense planteaba elaborar y diseminar afrodisíacos súper potentes capaces de provocar comportamientos homosexuales entre las filas enemigas; un laboratorio checo trabajaba en la transformación de anestésicos combinados con una serie de antídotos ultra rápidos, lo que luego podrían aprovechar los comandos especiales para proceder a ejecuciones selectivas en medio de una multitud en estado de shock o anestesiada.
Apartadas a causa de efectos secundarios no deseados, miles de moléculas dormían en los estantes de los laboratorios: algunas habían podido caer en manos de organizaciones poco escrupulosas…
Neuman lo escuchaba sin decir palabra. Las mafias abundaban en el país, cárteles colombianos, rusos, mafias africanas, etcétera. Alguna de ellas podía haber elaborado un nuevo producto. La mirada de Tembo se iluminó por fin, como si acabara de descubrir el secreto de las pirámides.
—He probado sus muestras en ratas —dijo, con una sonrisa clínica—. Interesante… Venga a ver.
Neuman lo siguió a la sala contigua.
Sobre los estantes reposaban especímenes en frascos de cristal. Dos ayudantes de laboratorio se afanaban alrededor de las mesas.
—¿Está preparado el protocolo? —preguntó el jefe forense.
—Sí, sí —contestó una silueta, enigmática bajo su mascarilla—. Empiece por la número tres…
Se dirigieron a las jaulas de ratas, situadas al fondo de la sala. Había alrededor de diez, herméticas, con una ficha que correspondía a cada experimento.
—Ésta es la jaula de la que le hablaba antes —dijo el forense—: En la que hemos probado la iboga…
Neuman se inclinó sobre los animalillos: eran media docena y dormían apaciblemente, unos encima de otros.
—Muy lindas, ¿verdad…? —Tembo señaló la jaula vecina—. Sobre esta jaula hemos diseminado el polvo hallado en el domicilio de los hermanos Ramphele. Las ratas que ve están actualmente en fase número uno: es decir, que han inhalado el producto hace poco tiempo.
Neuman frunció el ceño. En la jaula reinaba una agitación anárquica; la mitad de los especímenes daba vueltas sobre sí mismos a toda velocidad, los demás copulaban, en medio de una enorme confusión.
—Violación, comportamientos desviados, erotomanía… Tras un lapso de tiempo de dos o tres minutos, las parejas y las jerarquías han saltado por los aires, como puede usted observar, con total naturalidad… La fase número dos es algo menos pintoresca.
En la jaula siguiente había una decena de ratas que correteaban con aire despavorido.
—Apatía, pérdida de referencias sensoriales, repetición de actos carentes a priori de toda lógica, desunión del grupo, comportamientos asociales, cuando no paranoicos… Esta fase puede durar varias horas antes de que los especímenes caigan en un profundo sueño. Las primeras cobayas que ha visto aún no han despertado… En cambio —dijo, con una mirada helada—, mire lo que pasa si se aumenta la dosis…
Neuman se inclinó sobre la jaula, conteniendo el aliento. Detrás de las paredes de cristal se veían decenas de cadáveres, en un estado horroroso: patas roídas, hocicos arrancados, pelaje desollado, cabezas mordisqueadas; los supervivientes, que deambulaban entre toda aquella carnicería, no habían salido mejor parados…
—Tras una breve euforia, la totalidad de los especímenes ha perdido el control, no sólo de sus inhibiciones —explicó Tembo—. Algunos han empezado a devorarse entre sí. Los dominantes han agredido a los más débiles, no han vacilado en matarlos, antes de despedazarlos. Y luego se han ensañado con el resto de los cobayas… La matanza ha durado horas, hasta el agotamiento.
Sólo quedaban los dominantes: dos ratas de laboratorio que en tiempos debieron de ser blancas y que ahora habían perdido la cola; tenían la mitad de la cabeza roída y pelada, y se observaban la una a la otra, a distancia.
—Están en estado de shock —comentó el forense—. Hemos practicado la autopsia a varios cadáveres y hemos descubierto graves secuelas en el córtex… La droga parece provocar una aceleración de las reacciones químicas, algunas de las cuales generan entonces una sustancia que actúa a modo de catalizador, de tal manera que la velocidad de reacción parte de cero y luego se embala, lo que activa la catálisis y acelera aún más el proceso… Como una bomba atómica y la fisión de los núcleos de uranio.
—¿Es decir?
—Euforia, estupor, síndrome de abstinencia, furor, estado de shock: el comportamiento del consumidor varía en función de la dosis administrada.
—¿Alguna idea de cuál puede ser la reacción química en humanos?
El forense se mesó la punta de la barba.
—Los resultados pueden variar en función de los antecedentes, el sistema nervioso y el peso de la persona —dijo—, pero según nuestros análisis comparativos, podríamos avanzar sin temor a equivocarnos demasiado que con una dosis de un centímetro cúbico, la persona intoxicada está «colocada», como se dice en la jerga de la droga. Con dos centímetros cúbicos, pasado el momento de excitación, la persona flota en una forma de torpor paranoico: era el estado de Nicole Wiese cuando la asesinaron… Con una dosis de tres centímetros cúbicos, se entra en una fase de agresividad incontrolada. Con cuatro, la persona lo arrasa todo a su paso, terminando por lo general consigo misma… Vamos, que se vuelve loca.
—¿En cuál de estas fases estaba Stan en el momento de su muerte? —quiso saber Neuman.
—Fuera de todo límite por completo —contestó Tembo—. Se inyectó más de diez dosis.
Caía la noche cuando Neuman abandonó la morgue de Durham Road.
Había visto a Dan y a Brian un poco antes, al salir éstos de la penitenciaría de Poulsmoor: Sonny Ramphele vendía hierba a los surfistas de Muizenberg, y su hermanito debía de haber tomado el relevo, con un producto mucho más tóxico. Stan se servía de su físico para engatusar a la clientela femenina blanca y extender así su territorio entre la juventud acomodada de Ciudad del Cabo. ¿Aprovechó quizá la excursión a la playa de Muizenberg con su amiguita Nicole para abastecerse de droga? La iboga podía explicar la intrusión nocturna en el Jardín Botánico —flipar bajo las estrellas y hacer el amor entre las flores— pero lo demás no cuadraba: si los amantes habían cambiado de plan para echar un polvo, Stan había engañado a Nicole con la mercancía. Le había hecho tomar un producto sofisticado y súper peligroso, bañado en cristales de tik…
El rumor sordo que rugía en lo más hondo de Neuman se remontaba a hacía mucho tiempo. Que hubieran asesinado a una joven cuando hacía el amor entre las flores más bellas del mundo, la idea de que hubiera que pagar caro el placer lo asqueaba.
* * *
Dan contó la historia de la cebra mal querida y de la urraca que le robó sus rayas. La cebra al final conseguía recuperarlas, pero todas mezcladas, tanto que ya nadie la reconocía en su manada; pero eso a la cebra le gustaba.
—¿Y la urraca? —quiso saber Tom.
—Esperó a la estación de las lluvias, a que saliera el arco iris, y le robó los colores —contestó su padre.
La historia fue muy aclamada en las dos literas. Aún hubo que dar las buenas noches a Baggera, la pantera extrañamente negra, charlar con la camarilla de Tom, repartida por toda su cama, después de lo cual le llegaba el turno a Eve, que sólo entonces consentía callarse, coger a su peluche por la piel del cuello y hundirse el pulgar en la boca.
—Buenas noches, jirafita mía —dijo Dan, besándola en los párpados.
Dan cerró la puerta de la habitación con un nudo en el estómago. Siempre el mismo miedo: miedo de perder a Claire, de no estar a la altura… Los angelitos dormían en sábanas de faquir.
Se tranquilizó un poco antes de reunirse con su mujer, que leía en el piso de abajo.
Desde su enfermedad, ya no veían la tele; al principio les parecía extraño —ni se les pasaba siquiera por la cabeza encenderla— y después se dieron cuenta de que el tiempo que pudieran pasar juntos valía más que cualquier programa de cocina.
Dan y Claire se habían conocido cinco años antes en un bar de Long Street, una noche anodina que había cambiado sus vidas. Fletcher había crecido en una familia de la pequeña burguesía anglófona de Durham donde su homosexualidad latente se había resumido a unas cuantas masturbaciones medio avergonzadas en los aseos del club deportivo donde unos chicos jóvenes y decididos lo habían aliviado sin que Dan se atreviera a pasar a mayores: la penetración, gran tabú masculino. Claire cantaba aquella noche clásicos de los años setenta, acompañada por un guitarrista negro muy vistoso. I Wanna Be Your Dog; incluso unplugged, esa canción lo había llevado sin remedio hasta sus caderas flexibles que, veladas por un vestido ajustado, ondulaban bajo los focos… Su gracia, sus rastas rubias que caían en cascada sobre sus hombros desnudos, su voz grave y triste, casi masculina: Dan crepitaba. La había abordado en la barra con sus ojos rotos, y Claire había dicho que sí a todo, enseguida: sí a tener hijos, sí a una vida con él. Cinco años.
Hoy Claire ya no cantaba, el pelo se le había caído a puñados, hasta el dibujo milagroso de sus caderas había caído bajo la radiación. La belleza bombardeada y el espanto yacía bajo las flores: Dan no soportaba que Claire pudiera morir. La amenaza que pesaba sobre ellos los había esculpido en cristal, y bajo su aire masculino y tranquilizador, el más frágil era él…
—¿Estás bien? —dijo Claire, al verlo volver de la habitación de los niños.
—Sí, sí…
Su mujer leía, con el cuerpo apoyado en las piernas dobladas sobre el sofá del salón. Llevaba una blusa blanca que le llegaba hasta los muslos, un pantalón corto y ceñido de algodón y gafas de montura plateada que, junto con el libro, le daban un aire estudioso bastante apetecible… Dan se inclinó sobre la portada del libro:
—¿Qué lees?
—A Rian Malan.
El sudafricano que había escrito Mi corazón de traidor, esa obra maestra tan aterradora.
—Es su última novela —precisó Claire.
Pero Dan no parecía muy concentrado en la obra del escritor y periodista. La miró apartarse un mechón rubio por detrás de la oreja —todavía no estaba acostumbrada a llevar peluca— y se arrodilló sobre el parqué. Tenía los tobillos finos, suaves, conmovedores… Claire olvidó su libro, y con una sonrisa cerró los ojos: Dan le besaba los pies, una multitud de pequeños besos que caían sobre su piel como un polvillo de amor; Dan los lamía, y su lengua, al acurrucarse entre sus dedos, la excitaba… terriblemente. Claire adoró sus manos a flor de piel, sus dedos que corrían sobre el algodón de su pantalón… Sintió que se humedecía y, feliz, dejó que Dan la arrastrara consigo hacia atrás…
Apenas habían terminado de hacer el amor cuando sonó el teléfono al pie del sofá. Por miedo a que se despertaran los niños, Dan hizo ademán de descolgar. Claire se aferró a él, acompañando su movimiento, todavía encajada en él: su marido descolgó al quinto timbrazo.
—¿Te pillo en mal momento?
Era Neuman.
—No… No…
Dan tenía estrellitas en la cabeza y un archipiélago de cometas por almohada.
—Te recojo mañana por la mañana, iremos a dar un paseo por la playa —anunció Neuman—. Brian se viene también.
El vientre de su mujer lo abrigaba con su calor, y a la vez lo sujetaba con firmeza.
—Vale.
—Y esta vez no olvides tu arma.
—No, prometido.
Dan sonrió al colgar el teléfono. Puro camuflaje. Nunca se lo había confiado a Neuman, y menos aún a Claire, pero en realidad un miedo atroz le atenazaba el estómago: su hada enferma, sus hijos, no era más que un gallina cobarde que temblaba por los suyos… Claire lo atrajo hacia sí con una sutil contracción del perineo. El amor había sonrosado sus mejillas pálidas: ella sí sonreía de verdad, valiente, enflaquecida y confiada.
Dan se tragó su compasión al ver que tenía la peluca ligeramente torcida, pero su vientre ondulaba suavemente sobre su sexo. Claire murmuró:
—Quiero más.