8

Dado que los servicios secretos y las fuerzas policiales se ponían mutuamente la zancadilla siempre que podían, el ANC había tenido que crear la Unidad Presidencial de Inteligencia, una unidad especial encargada de vigilar sus diferencias además de recoger información en el extranjero y en el interior del país. Janet Helms trabajaba para dicha unidad antes de que Fletcher la quisiera en su equipo. La joven mestiza era un genio de la informática, una hacker fuera de serie que, bajo su aspecto de gordita amable, escondía más de un as en la manga. Ante la insistencia de Fletcher, Neuman había obtenido su traslado gracias a la intervención del superintendente.

El equipo Fletcher/Helms pronto había sobrepasado la barrera de la eficacia profesional: su mirada atormentada, su elegancia frágil, sus ademanes casi femeninos… Janet se había enamorado al instante del joven sargento. Un amor sin salida, uno de tantos, y sin porvenir: Dan Fletcher tenía hijos y una mujer a la que parecía querer con locura. Janet había visto su fotografía sobre su mesa, una chica guapa, eso era innegable, que le bloqueaba un horizonte bastante complicado ya por su sobrepeso.

Janet Helms siempre se había visto gorda. En esos casos no hay nada que hacer. Había probado los complementos nutricionales, los psiquiatras, las revistas femeninas, los programas de televisión, los consejos de los gurús, pero en vano: su envoltorio le seguía pareciendo desesperadamente grande. Janet se había equivocado de traje. Era un problema de talla. Sería siempre una mestiza con una cara corriente y unas caderas, heredadas de su madre, que revelaban un trasero consecuente que ninguna estratagema conseguiría remodelar: tendría que aguantarse con ese modelo, una pena y un pesar de la talla XXL.

El rumor acerca del cáncer de la mujer de Fletcher la había afectado mucho: compasión, esperanza, vergüenza, Janet odiaba sus pensamientos —¡que se muera!— pero su imaginación la propulsaba lejos. Tras veinticinco años sin novio, bien podía esperar un poco más. Ella y sólo ella podría consolarlo, algún día. Janet lo tomaría todo: el duelo, los niños, sus manos sobre su cuerpo y todo lo demás. El suyo era un amor que iba más allá de toda vergüenza. Dan olía tan bien cuando se inclinaba sobre ella…

—Parece que hemos cogido un pez —dijo, con los ojos fijos en la pantalla del ordenador.

—Sí…

Estaban viendo las cintas que Neuman había traído del Sundance. Aparecía Nicole en compañía de un hombre unas horas antes del asesinato, un joven negro que no había respondido a la llamada de la policía en busca de testigos que hubieran visto a Nicole en el bar.

—Voy a empezar la búsqueda en los ficheros de la central —anunció Janet, deslizando su silla hasta el ordenador vecino.

Había elaborado el retrato robot del sospechoso y puesto en marcha el motor de búsqueda cuando Neuman llegó al despacho. Janet Helms saludó al capitán, al que apenas conocía, y se concentró en su labor. Neuman la impresionaba. Este pronto se inclinó sobre la pantalla. Unas bandas grises restaban calidad a la imagen de vídeo, pero reconoció a Nicole Wiese en la puerta del Sundance, en compañía de un joven negro, alto y fuerte, vestido y enjoyado al estilo de los miembros de las mafias… Masculló algo para el cuello de su camisa; vaya, qué contento se iba a poner el papaíto.

—Esa cinta es del sábado por la noche —dijo Fletcher—, a las nueve cincuenta, cuando llegaron a la discoteca. Se vuelve a ver a la pareja dos horas más tarde, es decir, poco antes de medianoche, a la salida… Aún no sabemos quién es ese tipo, pero acompañaba a Nicole el martes por la noche.

—¿El martes?

—Sí, ya lo sé, el día que Nicole no fue a dormir al apartamento fue el miércoles. Sea como fuere, estaban juntos una hora antes del asesinato.

Neuman observó la imagen en pausa, la silueta esbelta del joven negro.

—Si está en nuestros ficheros, Janet no debería tardar en encontrarlo —dijo Fletcher, volviéndose hacia la mestiza, que tecleaba en un rincón de la mesa.

La agente no dijo nada, absorta como estaba en el juego de sus dedos sobre el teclado. Neuman volvió a darle al play. Nicole no parecía aturdida ni somnolienta, ambos tenían sencillamente el aspecto de dos jóvenes que salen de un bar…

—¿Has visto las cintas del miércoles por la noche?

—Sí —contestó Dan—. Nicole llegó a las nueve y media, y se marchó hacia las doce. Pero esa noche estaba sola, no la acompañaba ningún amigo o amiga…

A la espera de más pistas, los dos hombres elaboraron un primer escenario con la información de la que disponían: Nicole abandona el domicilio familiar el sábado por la tarde, con el pretexto de irse de compras con su amiga Judith, y va a una playa de la península, probablemente Muizenberg, para encontrarse con su amante negro. Nicole saca mil rands de un cajero automático a las ocho, cenan algo de camino y vuelven a Ciudad del Cabo sin ni siquiera darse una ducha en el estudio de Judith. Van al Sundance, asisten a la actuación del grupo zulú que Nicole vio tres días antes, y salen de la discoteca poco antes de medianoche. Nicole muere una hora más tarde, en Kirstenbosch…

El parque estaba a media hora en coche de Observatory: eso dejaba unos cuarenta minutos de margen. ¿Qué habían hecho en esos cuarenta minutos? ¿El amor bajo las estrellas, después de iniciar a Nicole en los placeres de la metanfetamina? ¿O, al contrario, acaso la había drogado a muerte para abusar mejor de ella? ¿Para qué, si la joven consentía en mantener relaciones sexuales?

El tik llevaba a los consumidores a omitir las reglas de seguridad sexual más elementales, pero el GHB era fácil de conseguir y era una manera más segura de violar a las chicas sin que se enterasen… Una tercera persona había podido seguirlos, o sorprenderlos en el Jardín Botánico. De ser así, ¿qué había sido del joven negro?

La agente Helms, que maltrataba su teclado a dos pasos de allí, se detuvo en seco.

—Aquí está —dijo—. Stanley Ramphele: trapichea con marihuana, actualmente en libertad condicional. Tenemos la dirección de una casa prefabricada, en Noordhoek.

Un pueblo en la costa este de la península.

Epkeen llegó cuando ya se marchaban. Neuman se lo llevó con ellos: él también necesitaba tomar el aire.

* * *

—Tu coche sigue pareciendo un vertedero —observó Fletcher, abriendo el compartimento de la puerta del Mercedes.

Unas hormigas se repartían unos trozos antiguos de tarta.

—Es la última merienda de mi hijo —mintió Epkeen.

Había de todo allí dentro: cintas con la carátula rota, lápices, sobres prefranqueados, una linterna, un cepillo de dientes, preservativos, un libro con las páginas estropeadas por la arena y también un knut —una tira de cuero de hipopótamo rematada por una bola de cobre que sus antepasados utilizaban para azotar al ganado—… Dan extrajo el Cok 45 del desorden, limpió las migas de tarta pegadas al cañón y vio que el tambor estaba vacío. Brian no lo cargaba nunca. Sería capaz de matar a alguien. Ya le había ocurrido. No se arrepentía de nada: el solo recuerdo ya le pesaba bastante.

Sentado en el asiento trasero, indiferente al grandioso panorama de Chapman’s Park, Neuman contrastaba la información de la central; Stanley Ramphele, veintiún años, era el hermano pequeño de Sonny un camello reincidente que purgaba actualmente una pena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, en Cabo Occidental. Stanley también traficaba con droga, lo que le había valido una condena condicional. No tenía estudios, ni ejercía ninguna actividad que hubieran reseñado los servicios sociales, pero parecía portarse bien desde su detención, seis meses antes. Con un subsidio del Estado pagaba el alquiler de la casa prefabricada que compartía con su hermano, en Noordhoek, un pueblo aislado en la bahía más salvaje de la península. Según los polis locales, los hermanos Ramphele se contentaban con traficar con hierba local.

—A lo mejor se han pasado al tik —comentó Fletcher.

—A los surfistas de la costa les va más el éxtasis o la coca.

—Salvo que se les venda tik con otro nombre…

El Mercedes iba pisando huevos detrás de un autocar de turistas; dejaron atrás la estatua de bronce del último leopardo de la región abatido a tiros hacía un siglo, y llegaron a la cornisa. Los acantilados de gres se precipitaban sobre un mar desenfrenado, cuyo rugido se oía desde las alturas. Una carretera polvorienta bordeaba el océano, abriéndose paso a través de las dunas, de un blanco inmaculado.

Fletcher se inclinó sobre el mapa.

—Debe de estar por aquí —dijo—: Detrás de la remonta…

La bahía de Noordhoek era peligrosa y poco frecuentada: las olas de gran altura y los tiburones que campaban por alta mar impedían el baño y, dado que se habían cometido varios crímenes en la playa, un cartel advertía que no era aconsejable alejarse demasiado del aparcamiento… El Mercedes atravesó el pueblo y retomó la vieja pista que bordeaba el mar. Algunas casas se ocultaban entre las dunas, eran cabañas por lo general destartaladas; Epkeen se detuvo al fin ante una vieja camioneta, aparcada a pocos metros de una casa prefabricada de aspecto vetusto, medio carcomida por la sal. Era la de Ramphele, según la información que tenían. Las cortinas, amarillas de nicotina, estaban corridas. Salieron del coche. Neuman hizo una señal a Epkeen, que rodeó la casa.

Había una moto aparcada al abrigo del viento, bajo una lona. Neuman y Fletcher avanzaron hasta la puerta medio rota. En unas cuantas zancadas, Epkeen llegó a la parte trasera de la casa: echó una ojeada por la ventana y distinguió una silueta a través del velo mugriento de las cortinas. Apoyó la cabeza y las manos contra el cristal: había alguien al otro lado, a escasos centímetros de él… Un negro, con la cabeza reclinada contra el respaldo, pero no estaba durmiendo: las moscas se paseaban por su cráneo…

Neuman no tuvo que forzar la cerradura, la puerta estaba abierta. Una nube de insectos zumbaba en el interior. El joven negro estaba delante de la mesa plastificada del minúsculo salón y, con los párpados entornados, miraba fijamente un punto definitivo en el techo. Stanley Ramphele, según la foto antropométrica. Había una jeringuilla usada encima del cojín y un poco de polvo blanquecino en una bolsita de plástico… Fletcher se acercó para tomarle el pulso, procurando no respirar —el olor a mierda era espantoso—, e indicó con un gesto que estaba muerto.

—Voy a llamar a la brigada —dijo, retrocediendo hacia la puerta.

Neuman olvidó el olor y las moscas. Los ojos del joven xhosa estaban vacíos, como si los hubieran rayado a lápiz, y el cuerpo, frío como una piedra. Llevaba muerto varios días —se le habían relajado los esfínteres, y los excrementos que manchaban su pantalón se habían secado sobre el sofá—. Inspeccionó el cadáver. No había rastro de lucha, de equimosis ni de heridas visibles. Tan sólo la marca de un pinchazo, en el brazo izquierdo. El torniquete descansaba a su lado, sobre el sofá. Neuman se puso unos guantes de plástico y evaluó el polvillo que cubría la mesa. Metanfetamina, sin duda… Registró la casa prefabricada.

Un ordenador portátil, ropa de marca sobre la cama deshecha, unas gafas de sol italianas, algunas joyas —bisutería sin ningún valor—, un casco de moto: Neuman encontró un poco de marihuana bajo el colchón, pero no había otras drogas. Se agachó para mirar debajo de la cama y sacó un objeto sepultado entre el polvo acumulado: un bolso. En su interior había un móvil, pañuelos de papel, tres preservativos en su envoltorio, varios frasquitos y documentos de identidad a nombre de Nicole Wiese.

Abrió el monedero y contó apenas cien rands; luego abrió uno de los frasquitos. El líquido que contenía era verdoso, y el olor, difícil de identificar. Ninguno de los frasquitos tenía inscripción alguna, pero uno de ellos estaba vacío…

El mar rugía por la puerta abierta de la casa. Neuman se incorporó, vio a Epkeen, que inspeccionaba el suelo lleno de polvo, se dirigió hacia el aseo y, de pronto, retrocedió bruscamente nada más entrar: una migala peluda y oscura lo observaba desde la cañería de la cisterna. La araña era tan grande como su mano y tenía el opérculo abierto como si estuviera a punto de huir, preparada para picar. Ocho ojitos oscuros que lo miraban fijamente, mientras las patas se agitaban… La tapa del váter estaba bajada, y el ventanuco tenía un candado… ¿Cómo había podido entrar? Neuman cerró la puerta del aseo, sentía sudores fríos en la espalda.

Epkeen estaba en la entrada de la casa, su silueta se recortaba sobre el sol de mediodía.

—El cuentakilómetros de la moto marca cuatrocientos —dijo—: Una Yamaha con rayos pintados que costará unos treinta mil rands… No está mal para un rebelde sin oficio ni beneficio, ¿no?

Neuman tenía una cara muy rara.

—¿Qué pasa?

—He encontrado el bolso de Nicole debajo de la cama y algo de droga —dijo—. Y también hay una migala en el retrete.

—¿Una migala? —preguntó Epkeen, con una mueca.

—Peluda.

Fletcher apareció a su vez, con el móvil en la mano.

—El equipo científico llegará dentro de veinte minutos —anunció.

Fuera, un viento tibio levantaba el polvo del camino. Neuman registró la camioneta aparcada delante de la casa. Los papeles seguían a nombre de Sonny Ramphele. Sobre los asientos había envoltorios de chocolatinas, palitos de helado y latas de refresco. La arena que cubría la alfombrilla era más oscura que la de Noordhoek, donde el agua helada impedía el baño. Stanley no llevaba casco el sábado por la noche a su llegada a la discoteca, debían ele haber cogido la camioneta para ir al este de la península, donde la costa era más hospitalaria…

Su móvil vibró entonces en su bolsillo. Era Myriam, la enfermera del dispensario. Contestó.

* * *

Los minibuses atestados de viajeros trataban de zigzaguear a golpe de bocina, pero había bastante tráfico en la N2 ese mediodía. Neuman se impacientaba detrás de un camión cisterna nuevecito —como su madre había vuelto a hacer de las suyas, había dejado a Epkeen en la casa prefabricada para que él se ocupara de todo— cuando recibió la llamada de Tembo. El forense había terminado los análisis complementarios de la autopsia de Nicole Wiese.

—He encontrado el nombre de la sustancia ingerida unos días antes del asesinato —le dijo—: Es iboga, una planta originaria del África occidental que utilizan los chamanes en sus ceremonias. En cambio, el nombre de la sustancia inhalada junto con el tik nos es desconocido.

—¿Cómo que desconocido?

—Hay una molécula química, sí —dijo el biólogo—, pero su composición no figura en ninguna parte.

—¿Y no será cualquier porquería que hayan añadido para cortar la droga? —avanzó Neuman.

—Es posible —contestó Tembo—. O bien puede tratarse de una nueva combinación de productos, que formarían una nueva droga.

Neuman reflexionó un momento, atrapado en otro atasco. La extrema derecha del Movimiento de Resistencia Afrikáner (AWB) o los grupúsculos sectarios que, bajo el régimen del apartheid, traficaban con pastillas para embrutecer a la juventud blanca progresista ya no tenían mucha fuerza. Nicole Wiese provenía de la élite afrikáner, y su padre era un importante respaldo financiero del Partido Nacional: a los lobos no les interesaba en absoluto devorarse entre sí.

—Lo ideal sería tener una muestra del producto —prosiguió el forense—. Podríamos hacer análisis, profundizar en nuestras investigaciones…

Una flecha anunció la bifurcación para Khayelitsha. Neuman pensó en la bolsita de polvo que habían encontrado junto al cadáver de Ramphele.

—No se preocupe por eso —le dijo, tomando la salida de la autopista—: Creo haber encontrado algo que lo mantendrá ocupado…

El anexo del Hospital de la Cruz Roja se encontraba en la esquina del Centro comunitario, separado en cuatro «pueblos». Unos niños con pantalones cortos jugaban delante del edificio de madera pintada, otros salían agarrados de los brazos llenos de paquetes de sus madres. Myriam estaba sentada en la escalinata, fumando un cigarro, mientras trazaba círculos con el pie en el polvo del suelo —había empezado por dibujar sueños aborígenes que se parecían vagamente a Ali Neuman… En eso estaba cuando su coche apareció en el patio del dispensario. A la joven enfermera apenas le dio tiempo a borrar sus dibujos, en un momento ya estaba allí, por encima de ella, con su aureola negra y su mirada llena de espinas.

—Gracias por llamarme —dijo, a modo de preámbulo.

—Es lo que me pidió que hiciera, ¿no?

—No todo el mundo actúa como usted.

Con la mano levantada para protegerse del sol, Myriam dejó que el zulú se perdiera en sus tradicionales fórmulas de cortesía —así al menos la miraba.

—¿Cómo está?

—Ha habido que rehidratarla —contestó la enfermera—. A su madre se le va la olla por completo, si me permite la expresión.

—Sí.

Josephina se había marchado de Khayelitsha hacia las nueve de la mañana, y la habían encontrado tres horas después, perdida en un asentamiento ilegal cerca de Mitchells Plain, una zona que se extendía entre el township y la N2. Coger el autobús, apearse en un lado de la autopista, caminar por los terrenos accidentados que llevaban a los asentamientos ilegales… su comportamiento rozaba la inconsciencia.

—¿Qué estaba haciendo mi madre allí? —gruñó Neuman.

—Eso tendrá que preguntárselo usted —contestó Myriam, sin ocultar su exasperación—. Unas personas como Dios manda avisaron al dispensario, pero la próxima vez quizá no tenga tanta suerte… Sería hora de regañarla, capitán: su madre no tiene veinte años, y ha sido mucho esfuerzo para ella caminar durante horas bajo el sol. No sé de qué están ustedes hechos, pero después del síncope que sufrió el fin de semana, lo suyo ya es suicida.

En sus ojos marrón oscuro brillaba una sana rebeldía. Neuman le tendió la mano para ayudarla a levantarse:

—¿Dónde está ahora?

—En la sala pequeña —contestó Myriam, apretándole la mano—, a la derecha…

Pero ya sólo pensaba en las grandes manos de oso que la elevaban hacia el cielo con tanta facilidad… A ella también se le iba la olla; lo llevó al interior del dispensario.

Una pequeña multitud variopinta trataba de no moverse demasiado bajo las aspas de un ventilador. No había aire acondicionado, tan sólo se repartían botellas de agua entre los resignados enfermos. Josephina descansaba sobre una camilla que, dada su corpulencia, más parecía un carrito de bebé. Volvió hacia ellos sus ojos turbios y sonrió al sonido de sus pasos.

—¡Anda, estás aquí, cariño! ¡Le he dicho a Myriam mil veces que tienes cosas más importantes que hacer, pero la niña tiene carácter!

—Te parecerá bonito criticar a las amigas —dijo Ali, dándole un beso.

—¡Ji, ji, ji!

Su situación de mamífero varado en la arena ya no la molestaba, ahora que tenía delante a Dios en cine en blanco y negro.

—Oye, mamá, ¿no te parece que ya no tienes edad para fugarte de casa?

Ella le cogió la mano y no parecía dispuesta a soltarla.

—No pensaba perderme, pero, claro, como no voy mucho por esa zona…

—¿Y qué se te había perdido a ti allí?

—Oh…

—Contéstame.

Josephina suspiró, y a punto estuvo de caerse de la camilla.

—Me han dicho que Nora Mceli había muerto —explicó—. Ya sabes, la madre de Simón… No sé si será verdad, pero me han dado el nombre de una prima que al parecer se ocupó del niño durante la enfermedad de la madre. Winnie Got, una prima de Nora, como te digo. Me han dicho también que vive en un asentamiento ilegal entre Mandalay y Mitchells Plain… Quería saber si tenía noticias de Simón.

—Mira que eres cabezota.

—Ese niño está perdido, Ali… Si no hacemos nada por él, se morirá: lo sé.

Accidente, enfermedad, bala perdida, la esperanza de vida de los niños de la calle era limitada.

—Me gustaría ayudarlo —dijo—, pero no podemos salvarlos a todos.

Josephina adoptó una expresión seria.

—He tenido pesadillas —dijo, con sus ojos vacíos—. A los antepasados no les gustaría que abandonáramos a Simón a su propia suerte. No, no estarían nada orgullosos de nosotros…

Lazos inmemoriales los unían unos a otros —defender el ideal del ubuntu, acoger a varias generaciones bajo el mismo techo, el concepto de familia en un sentido amplio, esencial para la cultura sudafricana y reivindicado como tal pese a decenios de política separatista… Sin esa solidaridad, también ellos habrían estado perdidos. Simón formaba parte del grupo.

—¿Por qué no me lo has comentado? —le reprochó su hijo—. Habríamos ido juntos.

—Vi tu nombre en el periódico —explicó su madre—: Por lo de esa pobre muchacha asesinada. No te quería…

—Molestar. Bueno… —Cambió de tono—. ¿Puedes levantarte o prefieres que te lleven hasta el coche? Lo tengo aparcado aquí al lado…

—¡Oh, si me ayudas puedo tratar de levantarme! Hace dos horas que no me atrevo a moverme de esta camilla: ¡me siento como si fuera un océano en una cascara de nuez, ji, ji, ji!

A Josephina parecía traerle todo aquello sin cuidado.

* * *

El eje principal que atravesaba el township de Khayelitsha partía de Mandalay Station y pasaba por Cape Flats, una llanura arenosa barrida por fuertes vientos y ocupada por edificios destartalados, «cajas de cerillas[24]» y chabolas, apenas visibles desde la autopista. En esa zona gris se había instalado la gente sin hogar, era un asentamiento que se extendía sin cesar y en el que la policía rara vez ponía los pies: paneles de madera, alambres, estacas, chapa, carteles publicitarios, viejos periódicos, la gente construía las chabolas con lo que tenía a mano, eran criaturas que salían volando por los aires en cuanto se levantaba tormenta. Los más privilegiados vivían en contenedores. Todos se lavaban fuera, por falta de espacio o de agua corriente. Alguna que otra señal de «endurecimiento» del campamento: unas placas de hormigón habían sustituido las cercas que antes delimitaban las parcelas, e incluso crecían algunos setos, verdadera proeza en el suelo de arena de Cape Flats.

Según los datos que tenía Josephina, Winnie Got vivía en un plaza shop, un pequeño colmado sin licencia en el que se vendían productos de primera necesidad: cerillas, velas, alcohol de quemar, harina, pilas, leche y algunos refrescos… Neuman condujo un rato ante las caras hostiles o curiosas de los viandantes. Un cable de electricidad atravesaba la zona, con empalmes salvajes como lianas letales, enganchados a cualquier superficie. El campamento se transformaba tan deprisa y de manera tan anárquica que era difícil orientarse: por fin, después de un buen rato, Neuman encontró a la tutora de Simón en el interior de su tienda.

Winnie llevaba un kikoi, un vestido de tela de África oriental, y zapatillas de peluche de un rosa chillón. Ali se presentó como el hijo de Josephina. Hacía un calor sofocante en el reducto. Junto a una nevera destartalada había un estante con vasos Duralex, orgullosamente expuestos. Neuman le compró dos latas de refresco. Se acomodaron en el sofá para hablar, los cojines estaban tapizados con una tela de flores que había visto demasiado sol.

Winnie Got hablaba una mezcla de inglés y de jerga de los townships: tenía treinta y ocho años y tres hijos de padres distintos, que nunca habían conocido a su abuela —porque de otro modo, según la tradición, ésta se habría ocupado de ellos—. Su prima Nora se había instalado en su casa hacía un año, con su crío y su enfermedad. Los rumores hablaban de mal de ojo, de los maleficios que ella había hecho y que le habían vuelto rebotados, como un bumerán; en cualquier caso, la pobre ya estaba muy débil cuando llegó a su casa. Nora había muerto dos meses más tarde. Winnie se había hecho cargo de Simón que, al no tener padre, de otra manera se habría quedado en la calle. El chaval había vivido en su casa un tiempo, y un buen día había desaparecido, sin dejar una nota ni una dirección…

—No lo he vuelto a ver —concluyó Winnie.

El rostro de la xhosa no mostraba ternura alguna: su prima había muerto y no había dejado más que rumores y un huérfano del que no quería ocuparse.

—¿Qué pasó con Simón? —quiso saber Neuman—. ¿Por qué se fugó de su casa?

—No lo sé —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Y eso que yo intenté hablar con él, pero jugaba a hacerse el duro, con su banda de desarrapados.

—¿Qué banda?

—Pues una de niños de la calle —contestó Winnie—. Las hay a patadas por aquí. Simón iba con ellos a la playa a jugar al fútbol: un buen día, ya no volvió más…

—¿Eso cuándo fue?

Winnie se abanicó con una revista femenina del año anterior:

—Pues hará unos tres meses.

—¿Y desde entonces no lo ha vuelto a ver?

—Sí, lo vi un momento cerca del asentamiento, pero era casi imposible acercarse a ellos.

—¿Por qué?

—Se había vuelto salvaje… Se había vuelto como los demás. Winnie esbozó una mueca amarga.

—¿Puede describirme a esos chavales?

—Eran media docena o así… Simón, otros pequeños, y uno un poco mayor, con un pantalón corto verde.

En el township debía de haber miles de chavales con pantalones cortos verdes.

—¿Tiene usted alguna idea de dónde se los puede encontrar?

—¿Por qué me pregunta todo esto?

—Simón fue visto en Khayelitsha la semana pasada —dijo Neuman.

—A algún sitio tiene que ir…

—Ha atacado a una anciana ciega que da la casualidad que es mi madre —precisó—. Es un poco pesada, pero le tengo cariño. Bueno, ¿qué? ¿Por dónde para esta banda?

—Y yo qué sé —contestó Winnie—. Le digo que hace la tira de tiempo que no los vemos.

Neuman se terminó el refresco. Según Josephina, Simón estaba solo cuando la había agredido: la fuerza de estos chavales residía, sin embargo, en el grupo. Solos, no eran nada.

—¿Simón dejó algún objeto personal? —preguntó.

—Poca cosa.

—¿Puedo echar un vistazo?

Todo lo que Winnie poseía estaba guardado en unas maletas; la mujer no tardó en volver de la habitación contigua con una caja de hojalata con la tapa abollada.

—Esto es todo lo que he conservado…

En el interior de la caja había un acta de nacimiento (Simón había cumplido once años el mes pasado), una ficha de vacunación realizada en el dispensario de Khayelitsha, un libro de escolaridad y una foto, grapada en el lado de una de las hojas. Al niño le costaba sonreír pese a sus mofletes.

—Ya ve, no es gran cosa…

Neuman observaba la fotografía: esa cara…

—¿Quiere una cerveza? —preguntó Winnie—. Invito yo.

—No —dijo, con la cabeza en otra parte—. No, gracias.

La foto era de hacía apenas un año, pero a Ali le llevó un tiempo reconocerlo: el otro día, en el descampado, el niño canijo con el rostro ensangrentado al que había salvado de los tsotsis y que se había escapado por las tuberías… Simón.