7

Ciudad del Cabo era el escaparate de Sudáfrica. Escaldada por el asesinato de un conocido historiador el año anterior; escandalizada por la muerte del cantante reggae Lucky Duke, leyenda viva comprometida con la lucha contra el apartheid, asesinado a tiros por unos malhechores delante de sus hijos, cuando los llevaba a casa de su tío; el First National Bank (FNB) acababa de lanzar una amplia campaña de comunicación contra el crimen, una campaña que englobaba al sector privado y a las principales instancias de la oposición.

Se criticaba a las claras la pasividad del gobierno frente a la inseguridad crónica: el argumento «crimen = pobreza + paro» ya no era válido. Contrariamente a lo que había anunciado el presidente, el crimen no estaba «bajo control». Bastaba encender el televisor o abrir un periódico para constatar las proporciones del problema. El número de homicidios quizá hubiera disminuido en un treinta por ciento desde la llegada al poder del Congreso Nacional Africano (ANC), pero las estadísticas contabilizaban los crímenes interétnicos que habían precedido a la toma del poder del partido, es decir miles de víctimas de un tiempo pasado. La situación actual era muy diferente: ¿cómo podía la primera democracia de África ser a la vez el país más peligroso del mundo?

Económicamente, lo que estaba en juego era enorme —se hablaba de ciento veinticinco mil empleos creados con una reducción del cincuenta por ciento de los homicidios— y el país, que, en la situación actual de globalización estaba conociendo el mayor crecimiento de su historia, necesitaba inversores extranjeros. Tanto más cuanto que Sudáfrica se estaba preparando para organizar el acontecimiento más mediatizado del planeta, el Mundial de Fútbol, que se celebraría en 2010: cuatro millones de telespectadores en los partidos finales, un millón de periodistas a los que habría que garantizar la seguridad, reportajes, encuentros, entrevistas… El mundo entero tendría la vista fija en el país, y Sudáfrica no podía dar una imagen tan espantosa. ¿Quién querría invertir en un país considerado como el más peligroso? Había que tranquilizar a los financieros a cualquier precio. El FNB había inmovilizado veinticinco millones de rands para protestar contra la pasividad del gobierno y movilizar a la opinión pública ante el maleficio que atenazaba a los propios símbolos del país.

No eran los pobres quienes atacaban con bazuca a los vehículos que trasladaban fondos, ni eran tampoco los parados quienes habían asesinado al director de la asociación Business Against Crime la semana anterior: se trataba de una oleada de crímenes organizados, de bandas, grandes o pequeñas, vinculadas a las mafias; bandas cuyos sofisticados métodos eran comparables a los que empleaba la mafia en Estados Unidos en los años treinta: corrupción de la policía, cuando no colaboración directa, ineficacia de la justicia, pasividad del gobierno… A través de su campaña anticrimen, el sector privado no atacaba a la democracia sino a los hombres que manejaban el polvorín: el ANC en particular…

Karl Krugë sudaba, sentado en su sillón. Había acumulado demasiados kilos en los últimos años. Krugë dirigía la SAP de Ciudad del Cabo desde las elecciones de 1994: seguir en su puesto, como hombre de la transición democrática, era su ambición y su deber. El superintendente se jubilaba dentro de dos años y manejaba los hilos entre bastidores para que Neuman fuera su sucesor: un joven agente zulú jefe de policía en una provincia xhosa donde los negros eran minoría daría fe de una pequeña revolución interna y se vería como una señal fuerte en un país que a duras penas mantenía sus promesas. Krugë conocía a Neuman, y conocía también su historia, su repulsa casi aristocrática por la corrupción que reinaba en casi todos los niveles de las administraciones: su sucesor en la dirección de la SAP sería un negro súper competente, no un zulú incapaz… La mediatización del asesinato no favorecía en nada sus planes.

—¿Ha leído los periódicos?

—Algunos —contestó Neuman.

—Todos dicen lo mismo.

—Todos están en manos de los mismos grupos de intereses.

—No estamos aquí para juzgar la concentración de los medios —replicó Krugë—. Toda esa gente se nos va a echar encima…

El despacho daba al inicio de Long Street y a la entrada del mercado africano. Neuman se encogió de hombros:

—Las tempestades no me dan miedo.

—A mí sí: acabo de hablar por teléfono con el fiscal general —dijo Krugë—. Necesitan un hueso que roer, y lo necesitan ya. Stewart Wiese tiene el brazo largo y está removiendo cielo y tierra para poner de su parte a la opinión pública. Se está empleando a fondo, el público aún está conmocionado, y ya conoce usted el poder de los símbolos…

Neuman, vestido con un traje negro, asintió. El FNB era también uno de los principales patrocinadores del equipo de los Springboks, lo que explicaba la rapidez y la virulencia de la campaña mediática. No era la menor de las paradojas que los bancos se lanzaran a una guerra contra el crimen cuando esos mismos bancos alimentaban los paraísos fiscales y el blanqueo de dinero, pero Neuman sabía que, en un mundo globalizado, ese argumento carecía de peso.

—Tengo cita más tarde con el forense para los primeros resultados de la autopsia —dijo—. Contrariamente a lo que afirmó Wiese en su conferencia de prensa, no estamos seguros de que la chica fuera violada. Más bien parece que buscara emanciparse y escapar de la educación, digamos puntillosa, de su entorno social. Nicole salía a escondidas de sus padres, y alguna que otra vez hasta pasó toda la noche por ahí. Estamos buscando al sospechoso: un chico con el que se veía desde hacía poco tiempo… Epkeen y Fletcher están investigando.

—Fletcher es brillante —concedió su superior—, pero Epkeen, la verdad, no me convence.

—Es mi mejor detective.

—Rara vez aparece por aquí antes de las once —observó Krugë.

—Y rara vez también aparece por aquí después de esa hora —dijo Neuman, irónico.

—No me gustan esos policías que van de electrones libres.

—Es cierto que hay cierta dejadez en su comportamiento, pero tengo plena confianza en él.

—Yo no.

Epkeen estaba «al otro lado» durante el apartheid, había tenido sus diferencias con la policía y no había pasado a formar parte de la brigada criminal para tener que plegarse a sus normas: había venido porque Neuman había ido a buscarlo. Un día, les saldría rana.

Krugë suspiró, masajeándose el tronco que le servía de nuca:

—Asumirá usted sus elecciones, capitán —concluyó—. Pero no tengo ganas de terminar mi carrera con un fracaso. Encuéntreme a ese sospechoso: y sobre todo al culpable.

Neuman se despidió de su superior.

Tembo lo esperaba en la morgue de Durham Road.

* * *

Epkeen nunca había pensado hacerse policía, ni siquiera después de la elección de Mandela. Conocer a Neuman había cambiado por completo sus planes.

Como el líder del ANC, Ali había sido abogado —para defender los derechos de quienes no tenían ningún derecho— antes de entrar en la SAP de Ciudad del Cabo. La nueva Sudáfrica tenía sed de justicia, y Neuman había oído hablar de Epkeen, conocía su reputación: pocos blancos se encargaban de encontrar a militantes desaparecidos. Uno había cambiado de nombre para escapar a las milicias de los bantustán, el otro había cambiado de postulado para abrazar uno cuyas raíces tenían mucho que ver con el colonialismo. Neuman tenía fe en su destino y había sabido mostrarse persuasivo. Estaban hechos de la misma pasta. Querían el mismo país. Pero en todo lo demás, Epkeen era más o menos el extremo opuesto de Neuman: sin ambición ninguna, juerguista y mujeriego, se había divorciado mil veces de sí mismo y del mundo que lo había visto crecer. A Ali le gustaba su vitalidad, esa manera tan ingenua que tenía de desesperarse, y sobre todo el impulso que lo empujaba hacia las mujeres, como si le bastara existir para ser amado… Bajo sus aires de suficiencia, Brian era el alambre por encima de su vacío, su última bala, el único hombre con el que habría podido hablar. Pero no lo había hecho nunca.

Llegaron a casa de Dan con flores para Claire.

La joven pareja vivía en Kloof Nek, en una casita en la parte alta de la ciudad. Dan Fletcher compartía su punto de vista sobre la sociedad sudafricana, los medios empleados para mejorarla así como la naturaleza del vínculo que los unía. La desgracia que había sufrido su mujer había terminado de sellar su amistad.

Claire los recibió en la verja de entrada con un abrazo y una sonrisa valiente.

—¿Estás bien? —le preguntó Ali, devolviéndole la sonrisa.

—Mejor que vosotros, chicos: ¡vaya caras largas traéis!

Su silueta se había afinado y su tez rosa había palidecido bajo el efecto de la radiación, pero Claire seguía tan guapa como siempre. Le sentaba bien la peluca rubia. La cogieron del brazo, le preguntaron por su enfermedad sin dejar de bromear —les gustaba mostrarse animosos— y la siguieron hasta la casa. Dan aguardaba bajo las malvarrosas del cenador, obedeciendo al ritual de la barbacoa en el jardín; los niños, muy excitados, los recibieron con gritos de júbilo.

Cenaron todos juntos en la terraza de la casa, olvidando que una recaída haría añicos su vida.

La copa de Pinot que Claire se había permitido la había achispado, y Brian abrió otra botella.

—Ahora salgo con una camarera —dijo, a modo de explicación.

—Qué original… ¿Y cómo es?

—Ni idea.

—¡Vamos, hombre! —Claire sonrió—. ¡¿Al menos sabrás cómo se llama?!

—Mira —protestó él—, ¡si ya me cuesta acordarme de mi propio nombre!

Esta vez Claire soltó una carcajada, que era de lo que se trataba.

—Ya, bueno, el caso es que entre tú y Ali, que nos oculta a su dulcinea —prosiguió la mujer—, sigo siendo la única chica aquí.

—Sí —asintió Brian—, eso también me lo reprochaba Ruby cuando comíamos fuera de casa.

Ali sonrió con ellos, para no quedar mal, pero las grietas de su refugio se agrandaban. Nunca les había presentado a Maia a sus amigos. Ningún blanco iba jamás a los townships: por eso mismo la había elegido Ali. Y de todas formas, ¿qué les iba a decir? ¡¿Que había recogido a esa pobre chica de la calle, como una bolsa de basura reventada por los perros, que no sabía leer ni escribir, que apenas sabía pintar en trozos de madera, que mantenía a una mujer para poder acariciarla cuanto quisiera, para aplacar sus pulsiones de hombre o lo que quedaba de ellas, que Maia le servía de fachada, de tapadera social, de tarjeta postal?! No se la presentaría nunca. Jamás.

Pasó una sombra en el crepúsculo. Neuman se levantó para quitar la mesa y se quedó un momento bajo los árboles, hasta que se tranquilizó.

Brian lo observaba desde lejos, bromeando para disimular, pero no se dejaba engañar, Ali estaba raro últimamente…

En el jardín, era la hora del gato: dos gatos sin raza, atigrados, que fingían devorarse el uno al otro. Los niños, con los pijamas puestos, los observaban, contentos y excitados; los adultos terminaron de quitar la mesa, lo que marcaba para ellos la hora de irse a la cama, pero aún no se querían acostar.

—¡Tío Brian! ¡¿Luchamos?! ¡Anda, sí! ¡Tío Brian!

—Yo no lucho con gárgolas.

—¡Soy Darth Vader! —gritó Tom, agitando en círculos un trozo de plástico.

Eve, feliz, también sabía gesticular lo suyo.

—Ya está bien de tricloretileno —les aconsejó Brian.

Los niños no entendían ni la mitad de lo que decía, pero les bastaba con los sonidos de las palabras. Pronto pasaron de brazos en brazos antes de seguir a su madre al interior de la casa. El jardín quedó sumido en la calma, al caer la noche. Dan encendió las velas de los faroles mientras Neuman abría la carpeta con el caso que se traían entre manos. No tardaron en olvidar que era una noche agradable.

Nicole Wiese había tomado por la tangente, y era fácil comprenderla —con dieciocho años que tenía, quería ver la vida, no su envoltorio, por brillante que fuera—. Judith Botha le servía de coartada y, de vez en cuando, le prestaba su apartamento. El equipo científico lo había registrado a conciencia, pero no había encontrado más huellas que las de las dos chicas y las de Deblink. Las preguntas a los vecinos no habían aportado respuestas interesantes, así como tampoco se había encontrado ninguna pista en la Universidad de Observatory: Nicole no ponía los pies allí más que para hacer algún que otro papeleo de vez en cuando, lo que confirmaba lo que había dicho su amiga Judith.

Epkeen había seguido la pista de los juguetes eróticos: al no encontrar el rastro de la venta vía Internet en su habitación (de todas maneras, Nicole no se habría arriesgado a que le entregaran la mercancía a domicilio), había recorrido todos los sex shops de la ciudad y había dado con la tienda que le había vendido el material; habían sido varias compras, escalonadas en las últimas tres semanas. A la dependienta a la que había interrogado le gustaba darle a la lengua y tenía buena memoria para las caras: Nicole no había ido a la tienda acompañada de ningún chico. Epkeen había pasado también por el videoclub: Por el culo, Cita en mi coño, Fist-fucking in the rain, Nicole no había alquilado ninguna película el sábado por la noche, pero sí varias esas últimas semanas. El empleado al que había interrogado recordaba a la joven estudiante (le había pedido el carné de identidad), pero estaba sola…

Por suerte, Fletcher había logrado más resultados.

—He comprobado las llamadas y las cuentas de Nicole —dijo, consultando su cuaderno de investigación—: Tenemos una lista de números que, por ahora, no han dado nada. En cuanto al dinero, Nicole tenía gastos regulares que cubrían de sobra su tren de vida, bastante modesto si tenemos en cuenta el nivel social de su familia. Las compras realizadas con tarjeta de crédito son de ropa en las tiendas del centro, material escolar y copas en distintos bares de Observatory. La última vez que la utilizó fue el miércoles por la noche, en el Sundance: sesenta rands.

—Un bar de estudiantes —precisó Epkeen.

—El miércoles —prosiguió Fletcher—, es decir, cuando Nicole pasó toda la noche fuera, no fue a dormir al apartamento… He buscado en los hoteles de la ciudad pero su nombre no figura en ningún registro. No sabemos, pues, dónde durmió esa noche, ni con quién, pero tenemos el rastro de una retirada de fondos el día del asesinato, a las ocho de la tarde: mil rands, en el cajero automático de Muizenberg, en el lado sur de la península… Mil rands —continuó—: Mucho dinero para una chica de su edad, sobre todo porque siempre sacaba pequeñas cantidades.

—¿Hay trapicheo en el Sundance? —quiso saber Neuman.

—Ni siquiera de cocaína —contestó Dan.

—Es extraño…

—¿Por qué?

—Nicole estaba totalmente colocada cuando la mataron —dijo.

Tembo acababa de entregarle el primer informe de la autopsia. Nicole Wiese había muerto hacia la una de la madrugada, en el Jardín Botánico. La habían asesinado a golpes con un martillo o un objeto similar —maza, barra de hierro—: Treinta y dos puntos de impacto, concentrados esencialmente en el rostro y en el cráneo. Lesiones, hematomas y fracturas múltiples, entre ellas el húmero derecho y tres dedos. Hundimiento del cráneo. No se habían encontrado fragmentos de piel bajo las uñas, ni semen en la vagina. Contrariamente a las declaraciones apresuradas de su padre, no se había confirmado que hubiera habido violación, ni tampoco había habido penetración anal. Lo único seguro era que la joven no era virgen en el momento del crimen. Por otro lado se le había encontrado sal marina en la piel, granos de arena en el cabello y unos extraños arañazos en brazos y tórax, provocados por alambre oxidado. Las marcas eran recientes.

—Pudo arañarse al cruzar un cercado —aventuró Epkeen.

—El acceso al Jardín Botánico es libre, no hay ningún cercado —puntualizó Neuman.

Pero lo más sorprendente provenía de los análisis toxicológicos: el laboratorio había revelado la presencia de una mezcla de plantas cuya absorción se remontaba a varios días antes (los análisis aún no habían concluido) y sobre todo de un cóctel constituido por marihuana, una base de metanfetaminas y otra sustancia química que aún no había sido identificada…

—Metanfetaminas —repitió Epkeen.

—La base del tik —confirmó Neuman.

La nueva droga que hacía estragos entre la juventud de Ciudad del Cabo.

—Según Tembo, el producto fue inhalado poco antes del asesinato —prosiguió Neuman—. Probablemente Nicole estuviera aturdida cuando la agredieron. El asesino pudo quizá utilizar la droga para abusar de ella, o llevarla al Jardín Botánico sin que opusiera resistencia…

La noticia los dejó un momento perplejos. Fabricada a partir de la efedrina, la metanfetamina podía fumarse, inhalarse o inyectarse por vía intravenosa. En forma de cristales (crystal meth), el tik costaba una sexta parte del precio de la cocaína, para un efecto diez veces más potente. Fumar o inyectarse metanfetamina producía un subidón rápido: estimulante físico, ilusión de ser invencible, sentimiento de poder, dominio de sí, energía, volubilidad excesiva, euforia sexual… A medio plazo, los efectos se invertían: cansancio intenso, descoordinación de los movimientos, nerviosismo incontrolable, paranoia, alucinaciones visuales y auditivas, llagas e irritación de la epidermis, delirio (sensación de hormigueo en la piel, como el producido por insectos), somnolencia extrema, náuseas, vómitos, diarrea, visión borrosa, aturdimiento, dolores en el pecho… Sumamente adictivo, el tik llevaba a la depresión o a psicosis cercanas a la esquizofrenia, con daños irreversibles en las células cerebrales. La paranoia además podía provocar pensamientos asesinos o suicidas, y en algunos casos los síntomas sicóticos persistían hasta meses después de la desintoxicación…

O la joven era totalmente inconsciente, o la habían engañado acerca de la mercancía que había consumido.

—El amante de Nicole sigue sin aparecer —dijo Neuman—: Por lo que es probable que tenga algo que ver con la droga. El tik se ha extendido por los townships, pero mucho menos en la costa o en los entornos blancos… En esta historia hay algo que no cuadra.

—¿Piensas que el dinero que sacó en Muizenberg lo quería para comprar droga?

—Mmmm…

—¿Y qué dicen nuestros confidentes?

—Los estamos presionando, sin resultado por ahora. Si hay un tráfico en la costa o una nueva droga en el mercado, nadie parece estar al corriente.

—Qué extraño.

—Quizá tenga algo que ver la sustancia no identificada —avanzó Epkeen.

—Es posible.

La metanfetamina constituía la base del tik, pero éste llevaba de todo: efedrina, amoniaco, disolvente industrial, Drano o litio de batería, ácido clorhídrico…

Claire apareció entonces en el otro extremo del césped. Ahora que había anochecido el aire era más fresco, había acostado a los niños y apretaba sus brazos descarnados contra el pecho, como si temiera que se le fueran a caer a pedazos.

Los tres hombres callaron, colgados de sus labios.

—¿Puedo unirme a vosotros?

Claire flotaba un poco dentro de sus vaqueros, pero no había perdido un ápice de su gracia. Un pájaro del paraíso, alcanzado en pleno vuelo.

* * *

El barrio de Observatory albergaba a parte de la población estudiantil pero podía reducirse a un trozo de calle, Lower Main Street, que concentraba bares y restaurantes alternativos. Neuman aparcó delante de una cantina tex-mex de rótulo parpadeante y se fundió entre los grupos de jóvenes que paseaban por las aceras.

Una clientela variopinta se agolpaba en la puerta del Sundance. Un xhosa gordo como una morsa controlaba la entrada con aire perezoso. Neuman reparó en la cámara de vigilancia apostada sobre la puerta y plantó su placa y la foto de la chica ante las narices del gordo:

—¿Ha visto alguna vez a esta chica?

—Mmm… —Retrocedió un paso para verla mejor—. Creo que sí.

—¿Es usted fisonomista o astrólogo?

—Pues…

—Nicole Wiese, la chica de la que hablan los periódicos. Vino aquí esta semana. —Sí… sí…

La morsa rebuscó entre sus recuerdos, pero debían de ser un cajón de sastre.

—¿El miércoles?

—Puede ser, sí…

—¿El sábado también?

—Mmm…

Rumiaba como una vaca.

—¿Sola o acompañada? —se impacientó Neuman.

—Pues no me fijé —dijo, reconociendo su impotencia—: Ahora está el festival, y a partir de medianoche la entrada es libre. Es difícil saber quién va con quién…

Habría dicho lo mismo de los conflictos en Oriente Medio. Neuman se volvió hacia las cabañas cuyos tejados asomaban por encima de la tapia.

—¿Qué camarero trabajó aquí el sábado por la noche?

—Una camarera, Cissy —contestó el portero—. Una mestiza con las tetas grandes.

Para eso sí que era fisonomista el tipo… Neuman cruzó el jardín de arena en el que los jóvenes se tomaban sus cervezas hablando y cantando a grito pelado, como si estuvieran en la playa. El melenudo que abría botellas y lanzaba las chapas al otro lado del mostrador parecía tan borracho como sus clientes.

—¿Dónde está Cissy?

—¡Dentro! —gritó.

Siguiendo los ojos inyectados en sangre del camarero granujiento, Neuman empujó la puerta de madera que daba a la discoteca. Los altavoces escupían los acordes del último disco de los Red Hot Chili Peppers, la sala estaba abarrotada, y las luces eran tenues: olía a hierba pese a los carteles de prohibido consumir drogas, pero también flotaba un curioso olorcillo a fuego… Neuman se abrió paso hasta la barra. Una clientela que en general no pasaba de los treinta embaulaba con alegría chupitos de colores sospechosos que terminarían en los aseos o en las cunetas, si es que llegaban tan lejos. Cissy, la camarera, tenía la piel oscura y el pecho comprimido en un top particularmente elástico al que no le quitaban ojo un grupo de mocosos achispados. Neuman se inclinó por encima de las sombrillitas de los cócteles verdosos que estaba preparando:

—¿Ha visto alguna vez a esta chica?

Por la manera en que miró la foto, mascando chicle a mandíbula batiente, Cissy parecía más preocupada por el escote de su top que por el calentamiento del planeta.

—No sé.

—Mírela mejor.

La camarera hizo una mueca que no desentonaba con las expresiones de sus clientes pegados a la barra.

—A lo mejor sí… Sí, esa cara me suena.

—Nicole Wiese, universitaria —precisó Neuman—. ¿No ha visto que ha salido su foto en los periódicos?

—Bah… No.

Cissy no escuchaba lo que decía, pensaba en sus cócteles y en las pirañas que los esperaban.

—No se van a enfriar —dijo Neuman, apartando los vasos—. Una rubia tan guapa como ésta no se olvida así como así: trate de recordar. —Le había cogido la muñeca delicadamente, pero no tenía intención de soltarla—. Nicole estuvo aquí el miércoles por la noche —dijo—, y quizá también el sábado…

La luz era ahora más tenue.

—El sábado no lo sé —dijo por fin la camarera—, pero la vi el miércoles por la noche. Sí: el miércoles. Estuvo charlando un rato con la chica de la actuación…

Las luces se apagaron de pronto, y la sala quedó sumida en la oscuridad. Neuman soltó la muñeca de la camarera. Todas las miradas se concentraron en el escenario. Abandonó la barra y se acercó. Hacía calor, y el olor que había percibido antes se iba precisando: olía a carbón. En el centro del escenario había unas brasas humeantes, una alfombra rojiza que Neuman adivinaba entre montones de cabezas anónimas… Entonces sonaron unos tambores que hicieron temblar el suelo. Tam tam tam… Una delgada columna de humo se elevó del proscenio, cada golpe de tambor se acompañaba de un resplandor deslumbrante dirigido al público, pero Neuman estaba en otra parte: esos tambores, esos golpes, ese ritmo hipnótico que se remontaba al fondo de los tiempos era la inallamu, la danza de guerra zulú. Por un instante, Ali volvió a ver a su padre cuando bailaba, sin arma, sobre el polvo del KwaZulu… El ritmo se hizo cada vez más intenso; los cuatro negros que tocaban los tambores se pusieron a cantar, y el escenario se elevó y ya no volvió a bajar. La violencia de los tambores, esas voces graves y tristes que salían de la tierra al acercarse la hora del combate, la mano de su padre sobre su cabeza de niño cuando se marchaba para manifestarse con sus alumnos, su voz repitiéndole que era aún muy joven para acompañarlo pero que un día, sí, un día irían juntos: su mano caliente y tranquilizadora, su sonrisa de padre tan orgulloso ya de su hijo, todo volvía a él como un bumerán lanzado desde el otro extremo del universo.

Apareció una mujer, vestida con un kaross[22] que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como un jarrón humeante, perfumado de aceites y de flores, empezó a bailar bajo los golpes sordos. Su piel brillaba como los ojos de un gato al anochecer, tam tam tam, bailaba en el corazón mismo del animal, era la selva, el polvo zulú y las hierbas altas por las que rondaban los tokoloshe, los espíritus de los antepasados: Ali podía verlos surgir de las tinieblas a las que los había recluido la Historia, los miembros de la tribu, aquéllos a los que quería y con quienes había roto todo vínculo, aquéllos a los que no había podido conocer y que habían matado en su lugar, todos los retazos de un pueblo muerto en lo más hondo de su ser. El ruido de los tambores resquebrajó su coraza, el aire estaba saturado de ruido, y él seguía inmóvil ante el escenario, como un árbol que esperara un rayo.

Los espectadores de las primeras filas contuvieron el aliento cuando la bailarina se precipitó sobre las brasas. Sus pies desnudos pisoteaban la alfombra de fuego que enrojecía bajo sus golpes, saltaban y volvían a buscar el ardor al compás de los tambores y de los coros que desgarraban el tiempo y el espacio. Bailaba con los párpados entornados, levantaba las rodillas por encima de la cabeza, aporreaba el suelo con los pies, lanzando despedidas las brasas, que hacían retroceder a los espectadores de las primeras filas. Estética de la rabia. Al final del trance, sólo estaba ella, un metro ochenta de músculos plantados sobre las brasas, una multitud cautivada ante el escenario, y su belleza humeante por encima del caos.

Neuman se estremeció cuando los demás aplaudieron. Santo Dios, ¿de dónde había salido ese animal?

Zina llevaba un vestidito rojo carmín y, parecía ser, nada más. Lo que enseñaba bastaba. Ali la encontró en su camerino, entre una bolsita de algodón y su vestuario tirado de cualquier manera sobre el sofá de piel sintética.

En la habitación flotaba un olorcillo a fuego. Finas trenzas caían sobre su nuca; y sobre sus mejillas, dos mechones teñidos y cuidadosamente ondulados. Sus párpados no engañaban: la mujer tenía más de cuarenta años, pero su cuerpo afilado era el de una atleta. También sus rasgos parecían esculpidos en arcilla, el suyo era un rostro bello y duro en el que se adivinaban una rabia difusa y una nobleza casi altiva: Zina miró apenas la fotografía que el policía le presentaba, ocupada como estaba en untarse Intizi en la planta de los pies, una pomada tradicional hecha a base de grasa animal que calmaría sus quemaduras…

—Sabe lo que le ha ocurrido a esta chica, ¿verdad?

—Difícil no enterarse con el bombardeo de información —contestó.

Máscaras, tubos de pintura, pigmentos, instrumentos de música, el camerino de la bailarina estaba manga por hombro. Neuman vio sus pieles de leopardo, las mazas zulúes contra la pared y los escudos tradicionales con los que desfilaba el Inkatha…

—¿Conocía a Nicole Wiese?

—Si está aquí, imagino que sabe la respuesta —replicó ella.

—Las vieron juntas el miércoles por la noche.

—¿Ah, sí?

Sentada en el taburete, Zina seguía frotándose los pies: caminar sobre el fuego no tenía mucho misterio, bailar, en cambio, un poco más.

—¿Es todo lo que puede decirme? —insistió Neuman.

—Actuamos aquí lo que dura el festival. Nicole vino a hablarme a la barra, después de la actuación. Nos tomamos una copa. Y poco más.

—¿Nicole estaba sola cuando se acercó a usted?

—Creo que sí. No me fijé.

—¿Qué le dijo?

—Que era fantástica.

—¿Le ocurre a menudo?

La mujer levantó la cabeza y esbozó una sonrisa malvada:

—Usted es policía: no se imagina la atracción que ejercemos en lo alto de un escenario.

Ironía o veneno, la mujer sabía muy bien lo que se hacía.

Neuman la calibraba, perplejo.

—¿Por qué me mira así? —le espetó ella.

—Nicole no volvió a casa esa noche.

—No soy su mamá.

—Nadie sabe dónde durmió. ¿De qué hablaron?

—Del espectáculo, claro.

—¿Y después?

—Nos tomamos una copa, y luego yo me fui a dormir.

—¿Nicole no le dijo adónde iba? ¿Con quién?

—No.

—No parece que le dejara un recuerdo imborrable…

—No teníamos gran cosa que decirnos, señor Neuman. Nicole era una chica simpática, pero me miraba como si yo fuera de oro… Estoy acostumbrada a ese tipo de admiradoras. Va con la profesión —añadió en tono neutro.

—Pese a todo, se tomó el tiempo de tomar una copa con ella.

—Tampoco se la iba a tirar a la cara… ¿Ustedes los polis son siempre así?

—Hay cadáveres que cuesta olvidar, señorita. El de Nicole, por ejemplo. ¿Se vieron el sábado por la noche?

—Nos cruzamos un momento, después del espectáculo…

—¿Es decir?

—Hacia las once y media.

Era lo que le había dicho el regidor, que filtraba el acceso a los camerinos.

—¿Nicole estaba sola?

—Cuando yo la vi, sí… Pero la discoteca estaba abarrotada.

Zina cruzó las piernas para quitarse los restos de carbón incrustados.

—¿Parecía en un estado normal?

—Si se refiere a si tenía los ojos llenos de estrellitas, sí.

No habían pensado que pudiera estar tan drogada.

—Hemos descubierto en su organismo una droga compuesta por tik —dijo Neuman—: Una droga dura que se suele encontrar más bien en los townships…

—Ya se me ha pasado la edad para esas tonterías, si es eso lo que lo preocupa —contestó ella.

—Nicole le mintió a todo el mundo: ya no frecuentaba a los jóvenes de su entorno, no iba a la universidad, salía a escondidas, sus padres la creían virgen cuando en realidad coleccionaba juguetes eróticos y mantenía relaciones sexuales con uno o varios desconocidos.

Zina no era de las que apartan la mirada por pudor:

—Era mayor de edad, ¿no?

En ese momento llamaron a la puerta de su camerino: entró uno de los músicos, Joey, un zulú fuerte y corpulento con una camiseta del Che y un porro en la boca.

—No te he dicho que entres —le espetó Zina.

—¡Me tienes harto con tus historias! ¿Te vienes? Vamos a comer aquí al lado.

—Ahora voy…

El músico lanzó una ojeada circunspecta al negro alto que estaba apoyado en la pared y desapareció entre una nube de humo acre.

—¿Tiene más preguntas tontas que hacerme? —abrevió la bailarina—. Tengo un hambre de lobo.

Neuman negó con la cabeza:

—No… Por ahora, no.

—¿Porque piensa usted volver?

Sinjalo thina maZulu[23].

La mujer sonrió con aire cómplice:

—Ya me parecía a mí que no tenía usted pinta de poli…

Dicho esto, Zina cogió el bolso de lino de junto al espejo y se levantó. Su cuerpo era ágil, sus músculos, mil animalillos que rugían bajo la tela de su vestido… Neuman se inclinó sobre sus pies desnudos:

—¿Va a salir así, descalza?

—¿Usted qué cree, que bailo sobre el fuego gracias a mis poderes sobrenaturales?

Una lluvia tropical se abatía sobre la acera de Lower Main Street. Los noctámbulos habían abandonado las terrazas como una bandada de gorriones y ahora se hacinaban en los bares. Zina calculó la distancia que la separaba del restaurante donde la esperaban los músicos y cruzó una última mirada con Neuman, indiferente a la lluvia.

—¿Hasta cuándo actúa aquí? —le preguntó.

—Hoy era el último espectáculo en el Sundance —dijo ella—. Este fin de semana continuamos en el Armchair, un poco más abajo en esta misma calle…

Con la lluvia, su vestido tenía ahora un estampado distinto. Estaban a punto de separarse.

—Discúlpeme si antes he sido un poco brusco —dijo Neuman.

—No es usted, sino lo que anda buscando.

—Busco al asesino de esa chica, nada más…

—¿Tengo que desearle buena suerte?

La lluvia se había pegado a sus caderas. O al revés. Neuman bajó la mirada a sus tobillos, que chorreaban agua sobre el asfalto. Los dos estaban ya empapados.

—Bueno, le dejo —dijo ella—, o al final se me ahogarán los pies…

Zina salió de la cuneta por donde corría la tormenta y fue a reunirse con el resto de su grupo. Neuman contempló alejarse a la bailarina en la calle desierta, más oscura que nunca. Un vestido de lluvia había caído sobre su vida…