6

Ruby tenía una confianza limitada en la humanidad en general; ninguna en el hombre en particular. Su padre se había marchado de la noche a la mañana, sin dejar una nota ni una dirección, abandonando mujer e hijos.

Ruby, la benjamina, tenía entonces trece años. Sin una sola explicación. Su padre sólo había dejado un vacío tras de sí. Sencillamente había rehecho su vida en otro lugar, con otras personas.

Los años habían pasado, pero Ruby nunca trató de encontrarlo. Su hermana se había vuelto anoréxica, su hermano se había convertido en un divorciado endurecido después de dos matrimonios tan patéticos como precipitados, y su madre se había quedado como si fuera viuda: ese cabronazo les había jodido la vida, así que ya podía pudrirse sin que nadie supiera nada de él.

Las carencias afectivas que los corroían por dentro se habían transformado en rabia. Ruby adoraba a su padre. Se lo había creído todo. Lo que le había dicho, lo que le había hecho creer, cuando la sentaba en su regazo y le hacía trucos de cartas, o le leía el tarot. —«¡De mayor serás una gran periodista!»—. Parecía tan orgulloso de ella, tan seguro de sí mismo, del tiempo que jugaba a su favor… Ruby no había desconfiado: su padre, todos los hombres del mundo, eran unos traidores. Brian en particular. Brian Epkeen, el amor con el que nunca se había atrevido a soñar, su príncipe maltrecho al que recogía una y otra vez de una cuneta, con el rostro tumefacto, Brian, a quien ella había lavado las heridas, vendado, y ayudado a levantarse, el cabrón lo había jodido todo. Ruby se lo había dado todo, su amor, su cuerpo, su tiempo: él no había tomado nada.

Hacía seis años que se habían separado. Desde entonces, Ruby había coleccionado relaciones que no llevaban a ningún lado, pero es que no se resignaba a envejecer sin amor. Imposible. El amor era su droga, su dependencia adorada, el duelo por su padre, un duelo que nunca pasaría. Por suerte, hoy en su vida estaba Rick.

Cincuenta y tres años, con un físico todavía agradable, Rick Van der Verskuizen tenía la consulta de dentista más elegante de la ciudad, una finca en medio de viñedos en la que acababa de instalarse, e hijos lo bastante mayores para no darles la tabarra. Un hombre atento con ella que ofrecía perspectivas, toda una red de amigos y conocidos, un futuro, alguien que no volvía a casa de madrugada y en estado de shock porque se hubiera puesto hasta arriba de adrenalina o de speed, y que, bajo sus bonitos discursos sobre la igualdad, pedía a sus pacientes que le pagaran en negro…

To bring you my love

To bring you my love

To bring you my love!

Ruby se paseaba por la habitación, con la música a todo volumen. Todavía no se había maquillado, apenas se había vestido, iba de la cama al cuarto de baño, cantando a pleno pulmón.

Su sello musical no había resistido a la era de las descargas por Internet; doce años de pasión, de durísimo trabajo, de riesgos y de locuras nocturnas que se disolvían en el aire, puro humo. Había tenido que cerrar la empresa, con todo el dolor de su corazón. Podría haber cambiado de profesión, como la mayoría de los artistas cuyas obras producía, pero Ruby no sabía hacer otra cosa, y sobre todo le traía sin cuidado.

Esa manera de pensar no le había ayudado a encontrar trabajo: ningún sello importante quería trabajar con una mujer medio histérica, y los otros la habían visto demasiadas veces drogada entre bastidores, colgada del cuello del primero que pasaba, metiéndose cualquier cosa en el cuerpo. Había pasado tres años de infierno, en los que casi había llegado a pensar que no saldría nunca a flote, pero ahora, desde que había conseguido ese puesto de ayudante de producción, se anunciaba una nueva vida; se habían acabado los castings para reality-shows o los anuncios de revistas a la moda que te pagaban en ropa, la degradante sucesión de sonrisas a su banquero por los cheques que no podía pagar, los contratos temporales y el paro. Ruby volvería a tener una actividad social reconocida, un poco de dinero, de autonomía… Desde luego, no era el trabajo de sus sueños. Rick había echado mano de sus contactos. Ella, que nunca había dependido de nadie, había tenido que sonreír a más de uno. Había tenido que achantarse, moderar sus aires de vampiresa de vinilo, tragarse sus cuarenta y dos años y hacer como si viviera por primera vez. Poco importaba: ese trabajo la sacaba del agujero donde estaba metida, y Ruby no estaba en posición de poder elegir. Cuarenta y dos años: pronto todo habría acabado para ella. Todavía unos añitos más, pensaba, y luego adiós a esas curvas deslumbrantes que lo hipnotizaban a uno, a las promesas de viajes lejanos y a los besos implacables ante el altar de la palabrería. ¿Qué sería de ella si también Rick la dejaba tirada?

Sonó su móvil en la cómoda de su dormitorio. Ruby bajó el volumen del disco y se llevó el teléfono al oído mientras se subía la cremallera del vestido.

—Hola.

—Joder —masculló Ruby.

—Sí, soy yo.

Brian. Breve silencio en el caos de las ondas.

—Me pillas en mal momento —le espetó Ruby—. ¿Qué pasa?

—¿Has mandado tú a David a robarme la cartera?

—No tengo nada que decirte —replicó.

—Confiesa.

—Te he dicho que podías irte a tomar por culo.

—Igual que David, por lo que se ve —insinuó—: ¿Qué ha pasado con los padres de Marjorie? Parece ser que lo han echado, que está buscando un estudio…

—No estoy enterada de eso.

—Conociéndolo, se habrá fumado algún porro en el salón de los viejos…

—Tú no conoces a tu hijo, Brian. A ti nunca te ha interesado nada más que dónde podías meter la polla. No te extrañe si el chico no te traga.

—Exageras.

—Te aseguro que no.

Soltó una risa para mantener algo de aplomo, pero la voz de Ruby era pura madera de ébano.

—Me ha dicho David que te ibas a mudar a casa de tu nuevo novio…

—No es asunto tuyo.

—A lo mejor podríamos llegar a un acuerdo para la fianza del estudio —prosiguió Brian—. La mitad cada uno, ¿qué me dices?

—Que no.

—Tu dentista está forrado, haz un esfuerzo.

—No le corresponde a él pagar los gastos de tu hijo.

—También es un poco tuyo.

—Rick no tiene nada que ver con nuestras cosas. Déjanos en paz.

—¿Desde cuándo te interesan los piños?

—Desde que ya no tengo que ver los tuyos.

—¡Jajá!

Hacía tantos esfuerzos para hacerse el simpático que resultaba patético.

—Nunca me has hecho gracia, Brian —dijo, en un tono helador—: Jamás. Y ahora déjame tranquila, ¡¿estamos?!

Ruby tiró el móvil sobre la cama, volvió a subir el volumen y fue al cuarto de baño a maquillarse, con la música a tope. Un toquecito de rímel, sombra de ojos… Su mano temblaba ligeramente delante del espejo. Brian. Maldijo su reflejo… Brian la había engañado, como su padre. Ruby le guardaba rencor por ello: a muerte. Pensaba que se le pasaría, pero no era así.

Las guitarras que gritaban en la habitación callaron de pronto.

—¡¿Qué es esta música de salvajes?!

P. J. Harvey: un metro cincuenta y cinco de explosivo, una voz de sílex y unos riffs que podrían hacer estallar la Tierra… Rick apareció en el quicio de la puerta, con el pelo aún mojado de los largos que acababa de nadar en su piscina. Llevaba un albornoz y un reloj con forma de televisor. Ruby estaba terminando de maquillarse. Le acarició el trasero en pompa.

—¿Te vas?

—Sí —contestó ella—, llego tarde.

—Qué pena…

Ruby sintió su erección en su espalda, su sexo se iba endureciendo a medida que se le acercaba más para abrazarla. Rick sonreía dejando al descubierto sus treinta y dos dientes impecables, que se reflejaban en el espejo; deslizó la mano bajo su vestido, salvó el obstáculo del tanga y la introdujo en su pubis.

—Vamos a tener que darnos prisa —le susurró al oído.

Ruby arqueó el cuerpo, mientras él empezaba a masturbarla.

—No tengo tiempo —gimió.

—Dos minutos —dijo él, respirando más fuerte.

—Voy a llegar tarde…

—Sí… Verás qué rico…

—Cariño…

Ruby se retorcía, para zafarse de él sin brusquedad, pero él la sujetaba con fuerza mientras le masajeaba el clítoris; le levantó el vestido y apretó su sexo entre sus nalgas.

—Rick… No, Rick…

Pero él ya le había bajado el tanga.

Era un hermoso día de verano, los insectos volaban en círculo en el jardín umbroso, perseguidos por veloces pájaros. Ruby salió por la terraza, con el bolso en la mano; al final iba a llegar tarde… Rick volvió a ceñirse el albornoz y cogió el periódico que estaba sobre la tumbona.

—¡Hasta esta noche, querida! —le dijo desde lejos.

—¡Te llamo después de la reunión!

—¡Vale!

Ruby sonrió para ocultar que se sentía incómoda. Le había hecho daño…

El bullmastiff que vigilaba la finca acudió a mendigarle una caricia pero se alejó enseguida. Ruby se subió al BMW cupé aparcado en el patio, evitó cruzarse con su propia mirada vidriosa en el retrovisor, a punto estuvo de atropellar al perro, que ladraba bajo las ruedas, y se alejó deprisa por el camino de las viñas, escuchando a Polly Jean a todo volumen, para ahogar sus lágrimas.

* * *

Tan elegante y tan chic como su hermana Clifton, Camps Bay se asomaba al Atlántico y a los contrafuertes de Table Mountain, que la protegían de los vientos polares. Con unas nubes vaporosas en las cumbres, los buques de carga que moteaban el horizonte azul celeste y palmeras indolentes bordeando Victoria Road, el barrio residencial de lujo emanaba un perfume de Eldorado.

—Menuda cara de malhumor tiene usted —observó el camarero.

Epkeen se estaba tomando un café mientras contemplaba el mar. Acababa de hablar con Ruby por teléfono y dudaba entre reír o llorar…

—Ponme otro expreso en lugar de hacerte el listillo —replicó.

La terraza del Café Caprice estaba casi vacía a esa hora. Tipos tatuados con físico de culturistas, bólidos descapotables, tías buenas y chicas fáciles a tutiplén, gafas de sol de última moda, los jóvenes modernos de Camps Bay no aparecerían por allí antes de las once.

—¿Quiere algo de bollería? —le propuso el camarero mientras pasaba la bayeta por la mesa vecina.

—No.

—Si quiere, también tengo unas salchichas riq…

—¡Que te he dicho que no!

Brian odiaba las bóerewors, esas salchichas que sabían a pies sucios y que le servían de desayuno cuando era niño, con la excusa de ser afrikáner. Cerró el Cape Times y suspiró, contemplando el azul del mar y del cielo; Stewart Wiese había emitido un comunicado de prensa particularmente elocuente en cuanto a la política nacional contra la delincuencia, y en especial contra la policía, a la que juzgaba incapaz de evitar los asesinatos y las violaciones de los cuales su hija acababa de ser la enésima víctima, y ya estaba bien; una declaración de la que enseguida se habían hecho eco los medios de comunicación de todo el país… Brian había recorrido todos los bares de Victoria Road preguntando a los camareros y enseñándoles la foto de la estudiante, pero ninguno recordaba haberla visto últimamente, lo que corroboraba el testimonio de Judith Botha. Tomando el relevo de Dan Fletcher, había interrogado a Ben Durandt. «Muy bien para conducir un descapotable»: el único amante (conocido) de Nicole cuadraba con la descripción que de él había hecho su amiga Judith… Pagó la cuenta y, algo calmado por el ruido del mar, Epkeen subió el pequeño repecho que llevaba a casa de los Wiese.

Pese a los problemas de inseguridad y la crisis inmobiliaria, Camps Bay seguía siendo el barrio elegante más importante de Ciudad del Cabo, una estación balnearia residencial preservada por Chapman’s Speak, una de las carreteras más bellas del mundo, a la que actualmente sólo se podía acceder previo pago de un peaje. Allí los negros aparcaban los coches o trabajaban en las cocinas. Había que bajar hacia Hout Bay para ver los primeros townships, que eran poco más que islotes de chabolas que surgían, como excrecencias, de los pueblos de la costa.

El miedo al negro había cedido paso al miedo a la delincuencia entre la mayor parte de los blancos acomodados, que se refugiaban en sus laager[18]: respuesta armada, acceso vigilado por vídeo, muralla coronada por alambre de espino y cables electrificados; la casa en la que había crecido Nicole poseía el equipamiento mínimo de una vivienda de ese nivel.

La terraza de teca dominaba el chalé de un cineasta ausente la mitad del año; Epkeen se fumó un cigarro apoyado en la barandilla, contemplando la vista sobre la bahía. La asistenta, una xhosa que parecía sacada de otra época y se expresaba en pidgin[19], le había rogado que esperara junto a la piscina: Stewart Wiese estaba hablando en el salón vecino con el responsable de la empresa funeraria.

El antiguo jugador de rugby se había pasado al negocio del vino y tenía acciones en distintas sociedades locales, entre las que se contaban las mejores explotaciones de la región. Epkeen se inclinó hacia la cristalera que daba al despacho de la planta baja: vio trofeos en los estantes, banderines de rugby, la bandera del Partido Nacional, que hasta hacía poco aún era mayoritario en la provincia del Cabo Occidental[20].

Unos pasos pesados retumbaron entonces sobre el suelo de la terraza.

Brian había olvidado su rostro, pero lo reconoció nada más verlo: Stewart Wiese era un armario de dos metros y un centímetro, tenía la cabeza abollada a golpes, las orejas arrugadas por un sinfín de melés y los ojos gris acero todavía rojos de llorar.

—¿Es usted quien lleva la investigación? —le espetó al policía vestido con pantalones de faena que acababa de llegar.

—Teniente Epkeen —se presentó; su mano se perdió en la del coloso.

Sucio y arrugado por la noche del sábado, Epkeen había dejado su traje en el tinte. Wiese esbozó una mueca dubitativa al ver su camiseta. Sus dos hijas menores, de cuatro y seis años, se habían marchado a casa de sus abuelos hasta el funeral de su hermana; su mujer, incapaz de mantener la más mínima conversación, dormía en su habitación porque había tomado un somnífero. Respondió a las preguntas del agente como si fueran una mera formalidad: Nicole estaba matriculada en primero de Historia en Observatory, y para aprobar Historia había que echarle codos, no pasarse las noches por ahí de cachondeo; además, las calles no eran seguras, a los clientes del restaurante más de moda de la ciudad los había desvalijado una banda de delincuentes la semana anterior, sin ir más lejos, un sábado por la noche; las jóvenes blancas eran población de riesgo, razón por la cual controlaba por dónde y con quién salía Nicole. Nunca había dudado de Judith Botha, de su lealtad. Él y su mujer no entendían lo que había podido ocurrir: era algo que los superaba por completo.

Epkeen comprendía el humor belicoso del padre de familia —a él la muerte de un vago como David lo aniquilaría—, pero había algo en los argumentos de ese tipo que lo molestaba…

—Hace tiempo que no habían visto a su hija en los bares de Camps Bay —dijo—. ¿Le comentó Nicole si iba a algún sitio nuevo?

—Mi hija no tiene por costumbre salir de bares —contestó, mirándolo fijamente.

—Precisamente: alguien pudo llevarla a la fuerza, obligarla a beber…

—Somos adventistas estrictos —aseguró Wiese.

—Es usted también un deportista de alto nivel: entre los partidos fuera de casa y las estancias de concentración, me imagino que apenas habrá visto crecer a su hija mayor.

—La tuve joven, es verdad —concedió—, yo estaba entonces muy centrado en la competición, pero desde que me retiré hemos tenido tiempo de conocernos.

—Su hija mantenía entonces una relación más cercana con su madre —prosiguió Epkeen.

—Con ella hablaba más que conmigo.

Lo típico, vamos.

—Nicole salió varias veces la semana pasada…

—Le repito que se suponía que estaba repasando los exámenes con Judith.

—Si Nicole necesitaba una coartada para salir es porque conocía de antemano su reacción, ¿no?

—¿Qué reacción?

—Imagine por ejemplo que hubiera conocido a jóvenes de otro entorno social, coloured[21], o incluso negros…

Stewart Wiese recuperó su expresión de segunda línea momentos antes de entrar en la melé:

—¿A qué ha venido aquí, a tacharme de racista o a encontrar al cerdo que mató a mi hija?

—Nicole mantuvo relaciones sexuales la noche del asesinato —dijo Epkeen—. Trato de averiguar con quién.

—Mi hija fue violada y asesinada.

—Eso por ahora no se sabe… —Epkeen encendió un cigarrillo—. Siento tener que entrar en detalles, señor Wiese, pero puede ocurrir que la vagina de una mujer se lubrique para protegerse de violencias sexuales. Eso no quiere decir que la relación fuera consentida.

—Es imposible.

—¿Puede saberse por qué?

—Mi hija era virgen —dijo.

—He oído hablar de un tal Durandt…

—Era un simple ligue. Anoche lo comentamos mi mujer y yo: Nicole no lo quería. Al menos no lo suficiente para tomar la píldora.

Había otros medios de contracepción, sobre todo con el sida, que asolaba el país, pero era adentrarse en un terreno resbaladizo, y Durandt había confirmado que nunca se habían acostado.

—¿Nicole no le hizo entonces ninguna confidencia a su esposa? —insistió Epkeen.

—No sobre ese tema.

—¿Sobre algún otro en concreto?

—Somos una familia unida, teniente. ¿Adónde quiere llegar? Sus ojos parecían canicas cromadas bajo la luz del sol.

—En la chaqueta de Nicole se encontró una tarjeta de videoclub —dijo Epkeen—. Según el registro del establecimiento, en las últimas semanas con esa tarjeta se alquilaron varias películas de carácter pornográfico.

—¡Que yo sepa esa tarjeta estaba a nombre de Judith Botha! —se irritó el afrikáner.

—Nicole la utilizaba.

—¡¿Eso se lo ha dicho Judith?!

—No fue ella quien guardó esa tarjeta en la chaqueta de Nicole.

El coloso estaba desconcertado: no le gustaba el tono que estaba tomando la conversación, ni el aspecto del poli que había venido a interrogarlo.

—Eso no quiere decir que mi hija alquilara esa clase de películas —afirmó—. ¡Lo que insinúa es odioso!

—Acabo de hablar por teléfono con Judith: sostiene no haber alquilado nunca ninguna película porno.

—¡Miente! —ladró Wiese—. ¡Miente como nos ha mentido siempre, a Nils Botha y a mí!

Epkeen asintió con la cabeza. Lo comprobaría preguntando a los dependientes del videoclub…

—¿Tenía su hija un diario íntimo o algo por el estilo? —inquirió.

—No, que yo sepa.

—¿Puedo ver su habitación?

Wiese había cruzado los brazos, dos troncos, como si estuviera montando guardia.

—Por aquí —dijo, abriendo la cristalera.

Las habitaciones de la casa eran amplias y luminosas. Subieron al piso de arriba. Wiese pasó sin hacer ruido por delante del cuarto donde su mujer dormía para no sentir el dolor, y señaló una puerta al final del pasillo. La habitación de Nicole era la de una adolescente estudiosa: fotos de actores de cine encima de su escritorio, un ordenador, discos, una serie de fotos de carné con su amiga Judith, de la época en que aún iban al colegio, riendo y haciendo el tonto, una cama con una funda nórdica impecablemente estirada, estanterías llenas de libros, Un largo camino hacia la libertad, la autobiografía de Mandela, unas cuantas novelas policíacas sudafricanas y americanas, cajas, velas, cachivaches… Epkeen abrió el cajón de la mesilla de noche, encontró un montón revuelto de cartas, y las miró una a una. Cartas de adolescentes, que hablaban de sueños y de amores futuros. No citaban ningún nombre, sólo el de un tal Ben (Durandt), al que se describía como superficial y más interesado por los campeonatos de Fórmula 1 que por los vericuetos de su alma gemela. La joven había conocido a otra persona. Alguien que había ocultado a todo el mundo…

El padre de Nicole permanecía en la puerta de la habitación, como un vigía silencioso. Excepto una blusa sobre el respaldo de un sillón de mimbre, todo estaba cuidadosamente ordenado. También el cuarto de baño, con sus frasquitos de maquillaje y de productos de belleza alineados delante del espejo. Epkeen registró el armarito de las medicinas: algodón, antiséptico y medicinas varias. Abrió las cajitas de artesanía africana que adornaban los estantes, los cajones de la cómoda y el zapatero, pero sólo descubrió prendas de lujo con los bolsillos vacíos o accesorios de chica de enigmática utilidad. Tampoco había nada bajo el colchón, la almohada y los cojines. Nicole no tenía diario íntimo. Encendió el ordenador, abrió los iconos…

—¿Qué está buscando? —preguntó a su espalda el padre.

—Pues una pista, qué si no.

Epkeen exploró el buzón de correo, los e-mails enviados y recibidos, apuntó los nombres y las direcciones pero no encontró nada concreto. La vida de Nicole se resumía en una masa de niebla. Vació los pulmones, cerró los ojos para barrer lo que había visto y volvió a abrirlos enseguida, como nuevos. Reflexionó un momento antes de inclinarse sobre la torre del ordenador: había huellas de dedos, se adivinaban debajo de una gruesa capa de polvo.

Se agachó, sacó su navaja suiza, desatornilló el lado izquierdo de la torre y quitó el bloque de metal… Dentro encontró una bolsita de plástico junto a las barras de memoria, con curiosos objetos en su interior: bolas chinas, un mini vibrador con orejas de conejo para enchufar al iPod, preservativos, nieve comestible para untar en el cuerpo, un anillo vibrador con estimulador para el clítoris, píldoras «Woman power caps», un spray de lubricante anal anestésico y el último grito en juguetes eróticos, cuidadosamente empaquetados…

Inclinado sobre él como un árbol muerto, el exjugador de rugby tardó un tiempo en reaccionar. Apartó la cara y se volvió hacia la piscina, cuyas aguas se veían espejear por la ventana. Pudor inútil: los hombros del gigante empezaron a temblar y a sacudirse, cada vez más rápido…