—Es ella…
Los dedos de Stewart Wiese se entrelazaban como boas ante el mármol gris. La sala olía a antiséptico, pero por mucho que se esforzara el forense en hacer que su hija fuera algo más presentable, nada de eso iba a aplacar su rabia: de la tristeza ya se ocuparía después con su mujer.
Stewart Wiese había jugado de segunda línea en los Springboks: campeón del mundo en el 95, había formado parte unas cincuenta veces de la selección nacional, tenía muslos de búfalo y un cráneo con el que habría podido reventar una piedra de un cabezazo. Los campos de rugby lo habían entrenado para encajar golpes, el afrikáner había recibido bastantes y él a su vez había maltratado bastantes cuerpos, pero, como jugador que era, sabía de sobra que los golpes que no se ven venir son los más violentos. Ahora la niña de sus ojos, su hija mayor, ya no tenía ojos, ni nada que pudiera recordarle los rasgos de su Nicole.
—¿Quiere sentarse?
—No.
Wiese debía de haber cogido unos quince kilos desde los tiempos en que jugaba, pero había conservado intactas las ganas de pelearse con el mundo. Apartó con un gesto el vaso de agua fresca que le ofrecía la ayudante del forense y le lanzó una mirada aguerrida a Neuman. Pensó en su mujer, loca de dolor antes incluso de que se confirmara el asesinato, en el abismo que se abría, cada vez más grande, bajo sus pies.
—¿Tiene idea de quién es el hijo de puta que ha hecho esto?
No era tanto una pregunta como una amenaza.
Neuman observó la foto de la hija de Stewart, una muchacha rubia que acababa de cumplir dieciocho años y que residía en el 114 de Victoria, el barrio elegante de Camps Bay, en la periferia de la ciudad. Nicole Wiese: una muñequita bonita, al verla te daban ganas de comprarle un helado de vainilla, no de destrozarle el rostro con un martillo.
—Imagino que su hija no tenía enemigos —se aventuró Neuman.
—Ninguno así.
—¿Permiso de conducir?
—No.
—Sin embargo, Nicole no fue andando a Kirstenbosch: ¿tiene idea de quién pudo haberla acompañado?
Wiese se retorcía las manos para no temblar.
—Nicole nunca habría salido por ahí de noche con desconocidos —dijo.
Miraba el rostro pulverizado de su hija como si fuera el de otra persona. No quería creer que el mundo no fuera más que una ilusión banal. Un castillo de naipes.
—¿Cree en la teoría de que su hija era la persona equivocada y que esto ha ocurrido por encontrarse en el lugar y en el momento equivocados? —preguntó Neuman.
La rabia que estaba conteniendo estalló de golpe:
—¡No, yo lo que creo es que esto es obra de un salvaje: un salvaje que se ha ensañado con mi hija! —Su voz retumbó en el aire helado—. ¡¿Quién si no puede haber hecho una cosa así?! ¡¿Quién si no?! ¡¿Me lo puede decir?!
—Lo siento mucho.
—No tanto como yo —replicó Wiese, sin aflojar las mandíbulas—. Pero esto no quedará así. No: no quedará así…
La tez rubicunda del afrikáner se había diluido, un furor sordo latía en sus sienes. Creía a su hija en casa de Judith Botha, donde las dos estudiantes debían pasar la noche repasando para los exámenes parciales ante un trozo de pizza, y en vez de eso la habían encontrado muerta a varios kilómetros de allí, asesinada en el Jardín Botánico de Kirstenbosch, en plena noche.
—¿Y han… han violado a mi hija?
—Todavía no lo sabemos. La autopsia lo dirá.
El antiguo jugador de rugby enderezó el busto, era apenas un poco más alto que Neuman.
—Deberían saberlo —le espetó—. ¡¿Qué coño hace su forense?!
—Su trabajo —contestó Neuman—. Su hija mantuvo relaciones sexuales anoche, pero no es seguro que fuera violada.
Wiese se puso muy colorado, parecía estupefacto.
—Quiero ver al jefe de policía —dijo con voz átona—. Quiero que se ocupe personalmente de esto.
—Yo dirijo la brigada criminal —precisó Neuman—: Y es exactamente lo que voy a hacer.
El afrikáner vaciló, desconcertado. La ayudante del forense había tapado con la sábana el cadáver, que Wiese seguía mirando con ojos vidriosos.
—¿Puede decirme cuándo vio a Nicole por última vez?
—Hacia las cuatro de la tarde… El sábado… Nicole tenía que irse de compras con Judith Botha, antes de encerrarse a repasar para los exámenes.
—¿Sabe si tenía novio?
—Nicole rompió antes del verano con su último novio —dijo—. Ben Durandt. Desde entonces no había vuelto a tener ninguno.
—A los dieciocho años no siempre le cuenta uno todo a su padre —se aventuró Neuman.
—Mi mujer me lo habría dicho. ¿Qué insinúa? ¿Qué no sé controlar a mi hija?
El furor velaba sus ojos metálicos: encontraría al tipo que había asesinado a su hija, lo haría papilla, lo reduciría a un puñado de huesos, no quedaría nada de él.
—Mi hija ha sido violada y asesinada por una bestia —declaró en tono perentorio—, un monstruo de la peor especie que hoy se pasea tan campante por la ciudad, con total impunidad: no puedo aceptarlo. Imposible. Si no sabe quién soy yo, va a aprender a conocerme… No soy de los que tiran la toalla, capitán. Removeré cielo y tierra hasta que cojamos a esta basura. Quiero que todos los departamentos de su jodida policía se involucren en el caso, que sus putos inspectores muevan el culo y sobre todo que obtengan resultados: pronto. ¿Está claro?
—La justicia es igual para todos —aseguró el policía negro con un énfasis que Wiese interpretó como arrogancia—. Encontraré al asesino de su hija.
—Lo espero por usted —masculló entre dientes.
La nuca rapada del afrikáner estaba empapada en sudor. Stewart Wiese lanzó una última mirada a la sábana que cubría a su hija.
Neuman empezaba a entender lo que lo irritaba de esa entrevista.
—Un agente irá a su casa mañana por la mañana —dijo, antes de dejarlo marchar.
Un agente blanco.
* * *
Las colinas y la vegetación frondosa que cubría las paradisíacas calas de Clifton habían cedido el lugar a residencias de lujo, chalés con aparcamiento en el techo, vigilancia y acceso privado a la playa. Atrapados como estaban en la tela de la especulación inmobiliaria, todavía se construía directamente en las faldas de las colinas, cada vez más alto; de todas formas, ya era demasiado tarde para pensar en preservar el paisaje.
El 25 de West Point. Dorados, maderas lacadas, espejos a gogó, una joya para cualquier apasionado del brillo vulgar de los ochenta, la vivienda de la familia Botha estaba engalanada como una drag-queen de Sidney. Flora, que lucía una expresión cansada por el sol y el maquillaje, aguardaba el regreso de Judith sobre el sofá del salón panorámico. Su marido, que se afanaba alrededor de la mesa baja, hablaba por los dos. Mintiendo a todo el mundo, la tontorrona de la jovencita había levantado una barrera de antagonismo entre las dos familias: Stewart había llamado un poco antes, una discusión agitada que no había hecho sino envenenar más las cosas. El jugador de los Springboks había terminado su carrera en los Stormers de Nils Botha, y los dos hombres habían mantenido la amistad desde entonces: sus hijas habían ido juntas al colegio, tenían el mismo círculo de amistades, salían por los mismos sitios, nunca les había faltado nada ni habían dado el más mínimo disgusto a sus padres. Se suponía que debían repasar para los exámenes, no salir por ahí de noche ni marcharse a pasar el fin de semana en la playa. Traición. Incomprensión. Botha echaba chispas. Fletcher lo dejó cocerse en su propio jugo, mientras su esposa se retorcía los dedos en el sofá tapizado de flores.
Dan pensó en Claire, su mujer, a la que después iría a recoger al hospital, cuando llamaron al telefonillo. Flora dio un respingo en su cojín, se incorporó de golpe, como movida por un resorte, e hizo repiquetear sus tacones de aguja sobre el suelo de mármol. Nils fue el primero en descolgar el auricular del telefonillo. El vigilante anunció la llegada de su hija.
Judith apareció poco después al pie del ascensor privado, acompañada de su novio Peter, un niño bien del barrio que había cambiado sus Ray Ban por un mechón rubio que le adornaba la frente.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Judith, al ver la expresión deshecha de su madre—. ¿Ha ocurrido algo?
Botha echó a un lado a su mujer, se precipitó sobre su hija y le propinó una bofetada en plena cara. Flora dejó escapar un gritito de estupefacción. Judith gimió, desplomándose en el suelo.
—¡Nils! —protestó Flora—. No…
—¡Cállate! Y tú, escúchame bien —rugió, dirigiéndose a su hija—: Sí, ha ocurrido algo: ¡Nicole ha sido asesinada! ¡¿Me oyes?! ¡La han matado!
La asistenta, escondida al fondo del pasillo, corrió a refugiarse en la cocina. Judith se echó a llorar. El joven a la moda que la acompañaba retrocedió hacia el ascensor. Botha lo fusiló con la mirada antes de inclinarse sobre la muchacha que lloraba, a la que levantó del brazo como se arrancan las malas hierbas.
—No creo que este trato sea el más adecuado dada la situación —se interpuso Fletcher.
—¡Trato a mi hija como me da la gana!
—Pero ve que apenas puede mantenerse en pie…
A Botha le traía sin cuidado. Ya había golpeado antes a hombres en el suelo. Era tan válido en la vida como en el rugby. No veía más que la mentira, el engaño, la pérdida definitiva de la amistad con Stewart Wiese, con el resto de sus conocidos, la repercusión en sus negocios, la marabunta de problemas que se perfilaba en el horizonte. Y todo por culpa de la imbécil de su hija.
Judith sollozaba en el suelo de mármol, cubriéndose el rostro con las manos. Flora acudió junto a ella, torpe, sin saber por dónde cogerla ni cómo consolarla.
—Me gustaría hablar a solas con Judith —dijo Fletcher.
—¡Tengo derecho a saber por qué nos ha mentido mi hija!
—Se lo ruego, señor Botha: déjeme hacer mi trabajo…
La boca de Botha se torció en un rictus agrio. El agente canijo hablaba a media voz y miraba a su hija con una compasión que lo ponía nervioso. Judith seguía encogida, con la espalda apoyada en la puerta del ascensor, patética, mientras su madre, torpe, trataba de consolarla con un murmullo inaudible.
Fletcher se arrodilló a su vez, descubrió unas pecas bajo el cabello despeinado de la muchacha, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. El rímel se le había corrido y ahora le manchaba los dedos. Apoyado contra el ascensor, Peter Deblink contaba las placas de mármol.
—Tú también te vienes —le lanzó Fletcher.
Evitando la furia paterna, la joven pareja siguió al policía hasta la terraza del salón panorámico.
Un viento fresco se elevaba con los pájaros; abajo, en la playa, se levantaban olas turquesa, era como si ese rincón del paraíso se hubiera equivocado de lugar; Judith, todavía en estado de shock, se derrumbó sobre una tumbona, donde pudo llorar con más libertad.
Hubo un momento de silencio, acentuado por el estruendo de las olas. Fletcher tenía la silueta frágil de Montgomery Clift, y su mirada sólo brillaba por la de su mujer: se inclinó hacia la joven estudiante y la encontró bonita, sin más.
—Tienes que ayudarme —dijo—. ¿De acuerdo?
Judith no contestó, muy ocupada en contener el llanto.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, sorbiéndose la nariz.
—Todavía no lo sabemos —contestó Fletcher—. Esta mañana han encontrado el cuerpo de Nicole en el Jardín Botánico de Kirstenbosch.
Judith levantó la cabeza, incrédula. Los dedos de su padre habían trazado una obra paleolítica sobre su mejilla.
—Eras la mejor amiga de Nicole, según me han dicho…
—Nos conocemos desde niñas —confirmó Judith, con un nudo en la garganta—. Nicole vive en Camps Bay, al otro lado de la colina…
Pero el movimiento de cabeza que esbozó apenas llegaba a las plantas de la terraza.
—¿Solías mentir para encubrirla?
—No… No…
Fletcher observó sus ojos mojados pero no vio en ellos más que vergüenza y tristeza.
—Dime la verdad.
—Tengo… tengo un estudio en Obs’, cerca de la facultad… Nicole les decía a sus padres que se quedaba a dormir allí para estudiar.
—¿Y no era verdad?
—Era sólo un pretexto para salir… No me gusta mentir, pero lo hacía por ella, por amistad. Intenté decirle que nuestros padres terminarían por enterarse, pero Nicole me suplicaba y… Vamos, que no tuve el valor de negarme. Ahora me arrepiento. Es horrible.
Buscó refugio entre sus manos.
—¿No estabais con ella anoche? —preguntó Fletcher, volviéndose hacia Deblink.
—No —contestó el rubito—: Estábamos en Strand para bucear en una jaula con los tiburones blancos. La excursión salía a las siete de la mañana. Hemos dormido en la casa de la empresa que organizaba esta salida de buceo.
Era fácil de comprobar.
—¿Y Nicole?
—Tenía una copia de las llaves —contestó Judith—. Así teníamos libertad.
—¿Te dijo adónde iba, con quién?
—No…
—Pensaba que erais amigas.
La expresión de su rostro cambió:
—A decir verdad, últimamente nos veíamos poco.
—Estáis en la misma facultad.
—Nicole ya casi no iba a clase —explicó Judith.
—¿Y eso?
—La Historia no le apasionaba demasiado…
—Prefería a los chicos —prosiguió Fletcher.
—No me haga decir lo que no he dicho.
—Pero se acostaba con chicos…
—¡Nicole era cualquier cosa menos una puta! —protestó su amiga.
—No veo qué hay de malo en que te gusten los chicos —dijo Fletcher para calmarla—. ¿Nicole había conocido a alguien?
Judith se encogió de hombros, desarmada.
—Creo que sí.
—¿Sólo lo crees?
—No me habló de ello directamente, pero… no sé… Nicole había cambiado. Me rehuía.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No sé —dijo Judith con un soplo de voz—. Es una intuición… Nos conocemos desde hace tiempo, pero algo había cambiado en ella. No sabría decir por qué, pero Nicole no era la misma, sobre todo últimamente. Eso es lo que me hace pensar que había conocido a alguien.
—Es raro que no te hubiera hablado de ello: eras su mejor amiga.
—Lo era, sí…
Un viento de tristeza barrió la terraza.
—¿Nicole cambiaba a menudo de novio?
—No… no: no es que le gustara coleccionar ligues, ya se lo he dicho. Le gustaban los chicos, sí, pero como a todo el mundo: sin pasarse, una cosa normal.
Deblink ni siquiera se inmutó.
—Ben Durandt —añadió Fletcher—: ¿Lo conoces?
—Un amigo de Camps Bay —dijo, tristona—. Estuvieron seis meses juntos.
—¿Cómo se comportaba Durandt con Nicole?
—Muy bien para conducir un descapotable —calibró Judith.
—¿Era el típico novio celoso?
—No… —Judith negó con la cabeza—. Durandt está demasiado fascinado por sí mismo como para interesarse por los demás. De todas maneras, no era más que un ligue. Nicole se aburría un montón con él.
La muchacha se iba animando un poco.
—¿Sabes si se habían acostado juntos?
—No. ¡¿Por qué me lo pregunta?!
—Intento saber si Nicole se acostaba con chicos, si la relación sexual que mantuvo la noche del asesinato fue consentida o no.
Judith bajó la mirada.
—¿Tú qué crees? —le preguntó a Deblink.
—Apenas nos conocíamos —contestó éste, con una mueca antipática.
—¿Pensaba que erais asiduos de Camps Bay? La juventud dorada pasaba allí los fines de semana, de playa en playa.
—Sí —confirmó el playboy—, allí nos conocimos Judith y yo. Pero a Nicole sólo la había visto una vez, y deprisa y corriendo…
—¿Quieres decir que Nicole ya no iba por Camps Bay?
—Eso es.
—Le digo que había cambiado —añadió Judith.
Una gaviota suspendida en el aire graznó a la altura de la terraza. Fletcher se volvió hacia la estudiante:
—¿En qué habíais quedado anoche?
—Nicole me avisó por teléfono de que iba a salir. Yo tenía planeado ir a ver tiburones con Peter, por lo que le dejaba el estudio libre toda la noche…
—¿Por qué mentir a vuestros padres?
—Mi padre, pase —contestó Judith, mordisqueándose los labios—, me ha dejado alquilar un estudio cerca de la universidad… Pero el padre de Nicole es muy… conservador, por decirlo de alguna manera. No le gustaba que saliera. O si lo hacía, tenía que ser con chicos que él conociera. Tenía miedo de que la agredieran o la violaran.
Había una agresión o una violación cada cinco minutos, según las estadísticas nacionales.
—¿Por eso la encubrías cuando salía?
—Sí.
—¿Nicole salía por los bares del barrio?
—Eso me decía ella.
—¿Tenía nuevos amigos?
—Seguramente…
Fletcher asintió. La brisa de la tarde soplaba sobre la terraza.
—Han encontrado una tarjeta de videoclub a tu nombre en el bolsillo de su chaqueta —dijo.
—Sí, se la prestaba cuando quería ver películas.
—¿Anoche, por ejemplo?
—No lo sé. Nicole tenía las llaves y volvía cuando quería. Yo no le hacía preguntas. Apenas nos cruzábamos por las mañanas, eso cuando no pasaba fuera toda la noche…
—¿Ocurrió alguna vez?
—Sí, una vez, esta semana… El miércoles. Sí: el miércoles —repitió—. Cuando me desperté por la mañana no había nadie en el sofá.
—¿Nicole no te contó dónde había dormido?
—No… Yo me limité a decirle que no podía seguir así. Que nuestros padres terminarían por pillarnos… Y, pese a todo, el sábado me dejé convencer otra vez. Como una idiota…
Volvieron a su memoria recuerdos de infancia, y sintió ganas de llorar: muñecas maquilladas, carcajadas, confidencias…
Judith trató de contener el llanto, pero venía con demasiada fuerza y la ola la ahogó. Ocultó el rostro entre las manos.
La noche caía despacio sobre el mar. Fletcher consultó su reloj: Claire salía en menos de una hora.
A dos pasos de allí, con su mechón rubio agitándose al viento, el playboy de plástico todavía no había tenido un solo gesto de consuelo para su novia. Dan apretó el hombro de la muchacha que lloraba, antes de marcharse hacia el hospital.
* * *
A partir de mañana (dentro de unas horas), iré de camino hacia ti. Un camino lento, como nos gusta, a paso de carroza… ¿A qué sabe tu sexo? ¿Sabes que su sabor cambia según la estación del año, la inclinación del sol, el humor de la luna? ¿Sigue siendo tu boca esa virtuosa del «orgasmo agónico»? ¿Seré todavía el pez piloto que corre en cabeza? Pienso en ello, luego ya estoy allí, imaginando, desde lejos, el placer de la inmersión… ¡Cuánto ansío estar contigo, mi amor!
Claire releyó por enésima vez la notita que Dan había metido junto con las flores. Se la guardó y le dio las rosas a la enfermera xhosa que llevaba tres noches cuidándola.
A los treinta años, uno desconfía de sus decisiones, en su mayoría definitivas, del matrimonio y de los accidentes de coche, pero no del cáncer, un cáncer de mama que le habían diagnosticado hacía tres meses y que había degenerado en toda clase de metástasis. El suelo se abría bajo sus pies, Dan no veía más que un abismo, pero Claire parecía soportar la quimioterapia y la pérdida de cabello. La última serie de análisis había resultado globalmente positiva: habría que ver cómo evolucionaba… Los niños, por supuesto, no sabían nada: Tom, de cuatro años y medio, estaba convencido de que su madre estaba «enferma de otoño», y que volvería a crecerle el pelo. Y en cuanto a Eve, ni siquiera se había enterado de nada…
Dan recogió a su mujer en el vestíbulo del Hospital Somerset. Claire llevaba una boina negra para cubrir su cabeza calva y una falda corta que dejaba al descubierto sus rodillas más delgadas ahora: sonrió al verlo abrirse paso a través de la multitud, lo cogió por los hombros y le plantó un beso en la boca delante de la recepción. Un beso largo y lánguido, como en sus primeros encuentros… Había que darle por culo a la desgracia, ésa era la expresión que empleaba ese ángel desposeído: la enfermedad no podría con ella ni con su cuerpo, ese terreno era sólo suyo, de Dan.
La gente pasaba delante de ellos, y su beso duraba y duraba.
—¿Llevas mucho tiempo esperando? —le susurró Dan al oído.
—Veintiséis años dentro de dos meses —contestó Claire.
Dan se separó de su abrazo:
—Entonces vámonos de aquí…
La tomó de su mano frágil, cogió su maleta y la llevó hacia la salida. El aire del aparcamiento se le antojaba nuevo de pronto, y el cielo, casi tan luminoso como sus ojos azules de golondrina.
—Los niños te esperan, han organizado una fiestecita —anunció Dan—. La casa está un poco manga por hombro, no he tenido tiempo de ordenarla, pero la niñera se ocupa de las tartas.
—¡Genial!
—Les he dicho que no llegaríamos antes de las ocho —añadió, como quien no quiere la cosa.
Eran apenas las seis y cuarto…
—¿Adónde me llevas, casanova?
—A Llandudno.
Claire sonrió. Conocían una calita en la península, un sitio tranquilo donde podían bañarse desnudos sin que nadie viniera a molestarlos. Se acurrucó contra él y vio su coche camuflado en el aparcamiento.
—¿Estás de servicio?
—Sí… Es una lata… Esta mañana han encontrado a una chica en Kirstenbosch.
—¿La hija del jugador de rugby?
—¿Te has enterado?
—Lo han dado antes por la radio… ¿Vienen a cenar los chicos?
Se refería a Ali y a Brian, sus queridos amigos, y al pequeño ritual que consistía en ir a cenar a su casa para disculparse por los horarios flexibles, el estrés y la burrada de trabajo que los esperaba.
—Habíamos pensado en mañana por la noche. Si te encuentras bien, claro —se apresuró a añadir.
—Ya lo hemos hablado —dijo Claire, como algo convenido—. No cambiemos nada, ¿vale?
Quería que la trataran como a una convaleciente, no como a una enferma. Lo mismo valía para Ali y Brian. Dan volvió a besarla.
—¿Has encontrado lo que te pedí? —quiso saber ella, subiendo al coche.
—Sí. Está en el asiento de atrás.
Claire se volvió hacia los asientos y colocó la sombrerera sobre su regazo.
—Cierra los ojos —le dijo.
—Ya están cerrados.
Claire lo miró de reojo, se quitó muy rápido la boina, cogió la peluca que había dentro de la sombrerera y se la ajustó mirándose en el espejo del retrovisor: una melena cuadrada y cortita, rubio platino, con dos mechones a los años sesenta que le llegaban justo por debajo de las orejas… Mmm, no estaba nada mal… Le dio unas palmaditas a su marido en el brazo:
—¿Qué tal estoy en versión acrílico?
Dan no pudo evitar estremecerse: una sonrisa ávida y cruel flotaba en sus labios, una sonrisa de muñeca maltratada, y esos ojos azules donde brillaba su muerte…
—Fantástica —dijo, encendiendo el motor.
Tenían dos horas por delante: o lo que es lo mismo, la vida entera.
* * *
Los periódicos de la tarde abrían su edición con el asesinato de Nicole Wiese. Su padre había sido campeón del mundo justo después de las primeras elecciones democráticas, Mandela había vestido la camiseta de los Springboks y escuchado el nuevo himno sudafricano estrechando la mano de su capitán, Pienaar, un afrikáner. Aquel día, el segunda línea Stewart Wiese se había convertido en uno de los embajadores de la nueva Sudáfrica —y qué importaba si los invencibles All Blacks se habían pillado una gastroenteritis la víspera de la final.
En medio de la tempestad que se había desatado, Stewart Wiese había anunciado que daría una conferencia de prensa, lo cual, en un país presa de la violencia y el crimen, no presagiaba nada bueno; se recordarían las estadísticas, más de cincuenta asesinatos al día, los fallos de la policía, incapaz de proteger a sus conciudadanos, y de ahí se pasaría a comentar la pertinencia de restablecer la pena de muerte…
La noche caía en el township. Ali apagó la radio y sirvió la cena en la cocina. Había preparado un plato de lentejas con cilantro y un cóctel de zumo de frutas. Atiborrada a pastillas, su madre había dormido buena parte de la tarde, pero ahora parecía mucho más recuperada: ¿la agresión de esta mañana? ¿Qué agresión? Josephina pretendía encontrarse divinamente, casi llegaba a decir que no había estado mejor en su vida. Él, en cambio, aunque seguía igual de guapo, de fuerte, etcétera, parecía cansado… El mismo numerito de siempre.
Neuman no comentó nada de su jornada de trabajo, de lo que había visto: dejó sobre la mesa de la cocina sus bombones preferidos, el único capricho que se permitía su madre, y se marchó, no sin antes darle un beso en la frente y jurarle que sí, que sí, que un día le presentaría a su novia…
Simulacros.
Sin alumbrado público, fragmentados en una multitud de micro territorios, de noche los townships eran particularmente peligrosos. Marenberg no escapaba a esta regla: los Rastafari[17] habían organizado marchas contra el crimen y la droga, pero las bandas organizadas seguían imponiendo su ley: había ocurrido incluso que las escuelas de Bonteheuwel tuvieran que cerrar por decreto de las mafias, y las autoridades, impotentes, no pudieran garantizar la seguridad de los alumnos. En Marenberg, tres cuartas partes de éstos consumían drogas y gravitaban alrededor de los tsotsis…
Neuman aparcó el coche delante de la casa de Maia, una de las pocas construcciones de ladrillo del barrio. Las luces de los aviones titilaban en el cielo malva. Miró las calles de tierra que se desvanecían en la oscuridad y cerró la puerta del coche. Un rayo de claridad se filtraba por el tragaluz de su habitación; llamó suavemente a la puerta, para no asustarla —cuatro veces, era uno de sus códigos. Unos pasos quedos se acercaron.
Maia sonrió al verlo, su semidiós esculpido en la noche.
—Te he estado esperando todo el día —le dijo sin reproche.
La mestiza sólo vestía un camisón de reflejos plateados y el par de zapatillas que él le había comprado. Besó la mano del zulú y lo atrajo al interior de la casa. La decoración del pequeño salón había cambiado desde la semana anterior: Maia había arrancado los distintos papeles de pared que adornaban la habitación y, en su lugar, había colgado sus propios cuadros, que pintaba sobre tablas o sobre madera que recuperaba de la basura. Maia se alegraba de verlo pero no dijo nada —código número cuatro. Ali había elaborado una lista para ellos. Maia tenía que recordarla.
Lo llevó hasta la habitación sin decir una palabra, encendió la vela que había junto al colchón y se tumbó boca abajo. Sus muslos dorados resplandecían en la penumbra, esas piernas de las que Ali conocía cada músculo, cada recoveco, por haberlas recorrido mil veces. Maia cerró los ojos y se dejó contemplar, con los brazos separados del cuerpo, como si estuviera a punto de echar a volar. Fuera ladró un perro.
Pasó otro avión. La cera terminó por derramarse sobre la moqueta. Esculpida en la espera, Maia seguía inmóvil, con los ojos cerrados, como si estuviera muerta. Por fin, Neuman le pasó la mano por el cabello, trenzado con esmero y, suavemente, le acaricio la curva de la nuca. Ella esbozó una sonrisa, no necesitaba abrir los ojos:
—Reconocería tu mano a tres metros…
Maia estaba caliente y suave, como sus labios. Le acarició los hombros, la espalda, ligeramente rugosa… Una, dos, tres… Neuman contó cinco cicatrices. Maia se retorcía, gimiendo. Quizá fingiera… Qué importaba. Él le subió el camisón, dejó al descubierto sus riñones, la curva de sus nalgas, que ella no tardó en tenderle, como una ofrenda. Ali no pensaba: con las yemas de los dedos trazaba surcos en su cuerpo maltratado, un hilo invisible que le arrancaba mil y un gemidos de puro placer…
Levantó la cabeza y, a la luz de la vela, vio las imágenes que adornaban las paredes; eran fotografías recortadas de revistas que Maia había puesto ahí para alegrar la habitación, o pensando que le gustarían a él, mujeres vestidas con trajes sastre muy elegantes o en bañador, mujeres publicitarias en decorados paradisíacos de playas y atolones aislados, pobres fotografías medio arrugadas, algunas de las cuales, recogidas de la calle, se habían manchado de humedad o de la suciedad de la basura… Le partían el corazón, y a la vez sintió unas fuertes ganas de vomitar.
Neuman se marchó sin mirar siquiera sus cuadros, dejando un puñado de billetes sobre la nevera.
* * *
El jardín Botánico estaba vacío a esas horas, el alba era aún un recuerdo. Neuman caminó sobre el césped cortado a la inglesa, con los zapatos en la mano. Sentía la hierba blanda y fresca bajo los pies. Las hojas de las acacias se estremecían en la oscuridad. Se arrebujó en su chaqueta y se acuclilló junto a las flores.
«Wilde Iris (Dictesgrandiflora) », decía el cartelito. Seguían allí los precintos de la policía, que se agitaban con la brisa…
No se había encontrado el bolso de Nicole en el lugar del crimen. El asesino se lo habría llevado. ¿Por qué? ¿Por el dinero? ¿Qué podía llevar una estudiante en el bolso? Alzó los ojos hacia las nubes asustadas que desfilaban deprisa bajo la luna. El presentimiento seguía ahí, omnipresente, y le oprimía el pecho.
Ali no dormiría. Ni esa noche ni la siguiente. Las pastillas no le hacían ningún efecto, como mucho le dejaban un sabor a pasta blanda en la boca; insomnio crónico, desesperación, fenómenos compensatorios, desesperación, su cerebro era presa de un círculo vicioso. Y no sólo desde aquella mañana. Los paseos por el Cabo de Buena Esperanza no iban a cambiar nada tampoco. En lo más hondo de sí mismo tenía ese monstruo frío, esa bestia de la que no podía librarse; por más que luchara, por más que la negara, por más que hiciera que cada mañana fuera la primera y no la última, libraba una guerra perdida de antemano. Maia: patética fachada… Se le llenaron los ojos de lágrimas. Podía inventarse escenarios de vida, códigos eróticos, listas de atracciones pasionales que no eran sino amores fantasma, el yeso no aguantaba. Sus máscaras caerían en una lluvia de escayola, muy pronto, tabiques de imperio que lo arrastrarían todo en su caída, decorados demasiado viejos, listos para el desguace. La realidad estallaría algún día: lo agarraría del cuello y le haría morder el polvo, como en el jardín de su infancia. Su piel, su vida de zulú pendía de un hilo: podía remodelar la realidad cuanto quisiera, hacer planes, poner nombres a las curvas femeninas, pero al final ésta siempre volvía a caer, cual motor en llamas, en la misma tierra de nadie. Una tierra sin hombres, sin hombres dignos de ese nombre.
Neuman ya no era un hombre. No lo había sido nunca.
Maia podía retorcerse sobre el colchón, hacer estallar los átomos del deseo que los separaba, el sexo de Ali estaba muerto: había muerto con él.