4

El mundo se hundió de golpe en el océano nocturno. Brian Epkeen cayó al fondo de un abismo y se despertó sobresaltado: al abrirse, la puerta corredera había sonado dentro de su cabeza… El ruido venía de abajo, un sonido tenue pero perfectamente audible, que cesó enseguida.

Brian rodó sobre la cama, evitó por los pelos la cabeza que descansaba sobre la almohada contigua y retrocedió para hacer balance de la situación. El trino de los pájaros llegaba hasta él a través de la ventana del dormitorio, una melena pelirroja y rizada sobresalía de entre las sábanas, y alguien acababa de entrar en la casa.

Epkeen buscó su pistola, pero no estaba encima del escritorio. Vio la cabeza despeinada de espaldas a él, pero ni rastro de ropa sobre el parqué. Salió de entre las sábanas sin hacer ruido, cogió su pistola de calibre 38 de debajo de la cama y avanzó desnudo sobre la alfombra de la habitación: despacio, entornó la puerta.

Estaba en un buen berenjenal pues seguía sin encontrar rastro de su ropa, pero era obvio que había alguien abajo: unos pasos furtivos acababan de atravesar el salón. Se oía movimiento en el vestíbulo. Bajó la escalera sin ruido, se frotó los ojos, que tardaban en acostumbrarse a la penumbra, llegó al pasillo de la planta baja y se arrimó a la pared. El intruso no había tenido que trepar la verja para introducirse en su casa: la puerta había quedado abierta.

Epkeen apretó la culata de su arma, ahora ya estaba despierto del todo. No sabía por qué lo había dejado todo abierto, o más bien sí se figuraba por qué: los rizos pelirrojos en su dormitorio. De todas formas la casa era demasiado grande para él, ya no se trataba de una cuestión de sistema de seguridad… Avanzó hacia el vestíbulo, presa de sensaciones contradictorias. El silencio parecía haberse fundido con las paredes de la casa, el trino de los pájaros había quedado en suspenso. Epkeen, que acababa de rodear el tabique, se quedó estupefacto por un momento: el ladrón estaba ahí mismo, de espaldas, rebuscando en los bolsillos de su chaqueta, milagrosamente colgada del perchero.

El intruso acababa de encontrar dos billetes de cien rands en la cartera cuando sintió la presencia a su espalda.

—Deja ese dinero —dijo Epkeen con voz ronca.

Aunque lo habían sorprendido con las manos en la masa, el tipo no dijo nada: era un joven blanco de unos veinte años vestido a la última moda, con zapatillas de gruesa suela de goma, vaqueros anchos y una camiseta muy grande de una banda de heavy metal; su cabello castaño claro y largo le recordaba al de su madre.

—¿Qué haces aquí? —replicó David.

No había soltado los billetes y miraba fijamente a su padre.

—Eso más bien tendría que preguntártelo yo a ti: al fin y al cabo ésta es mi casa —precisó.

David no contestó. Devolvió la cartera al bolsillo de la chaqueta, pero no los billetes. En su rostro a lo Brad Pitt, de chaval sano y bien alimentado, no se leía ni una sombra de remordimientos o vergüenza. El hijo pródigo parecía tener prisa.

—¿Es todo lo que hay? —preguntó, señalando los billetes.

—El resto lo he escondido en las Bahamas.

Brian no se movía, con la esperanza de que la pistola ocultara su desnudez, pero David miraba con expresión asqueada su gran miembro, que le colgaba entre las piernas.

David estudiaba periodismo, fumaba porros, nunca tenía dinero y era un vago redomado. El ojito derecho de su madre, su único hijo, insolente pero listo, que se las había ingeniado para instalarse en casa de los padres de su novia; un blanco de la nueva generación que se proclamaba liberal de izquierdas y que, cuando no hablaba de la SAP[14] en términos insultantes, lo tildaba a él de fascista y de reaccionario. Daban ganas de inflarlo a tortas. A Brian le caía simpático: él era igual a su edad.

No era la primera vez que su hijo venía a desvalijarlo a su propia casa: la última vez, David le había vaciado los bolsillos no sólo a él, sino también a la chica que compartía esa noche su cama.

—Dame pasta —le espetó a su padre.

—Tienes veinte años, arréglatelas tú solo.

Epkeen quiso arrebatarle los billetes, pero David se los guardó en el enorme bolsillo de sus vaqueros y miró alrededor en busca de algo más que robar.

—¿Te manda tu madre? —quiso saber Brian.

—Este mes no le has pasado la pensión.

—Joder, estamos a día 2…

—Día 2 o día 10, tanto da. ¿Cómo crees que vive?

El joven provocador tenía más de un as en la manga. Brian le dedicó una mueca amarga. Se había endeudado para conservar la casa, con la esperanza de que David se mudaría a vivir con él, con su novia si quería, o con su novio, si es que iban por ahí los tiros, a Brian eso también le traía sin cuidado; pero no sólo su hijo nunca se había mudado, sino que Ruby seguía contándole mentiras sobre él.

—Si tu madre se pasea por ahí en el descapotable de su dentista, tendría que poder sobrevivir hasta el final de la semana, ¿no? —le dijo.

—¿Y qué hay de mí?

—La Facultad de Periodismo, los dos mil rands que te ingreso todos los meses, ¿no te basta con eso?

David adoptó una expresión de cabreo detrás de su flequillo grunge y rebelde.

—Los padres de Marjorie nos han echado de casa —explicó.

Marjorie era su novia, una «gótica» llena de piercings a la que Brian había visto un par de veces a la salida de la Facultad de Periodismo.

—Pensaba que les caías muy bien a sus padres…

—Ya no.

—Pues no tenéis más que mudaros aquí.

—Muy gracioso —se burló David.

—¿Y por qué no os instaláis en casa de tu madre?

—Ella ahora tiene una nueva vida, no me apetece fastidiársela… No —prosiguió David—, nos vendría bien un apartamento en el centro, no muy lejos de la facultad. Hemos visto algo para alquilar en el barrio malayo, pero hay que pagar por adelantado los dos primeros meses, por no hablar de la pasta para comer, los impuestos…

—Te olvidas de los taxis: para ir a la facultad es mucho más cómodo, ¿no?

—Bueno, ¿qué? —se impacientó el chico.

Brian volvió a suspirar, conmovido por tanta ternura. David descubrió entonces la chaqueta de mujer tirada en la silla de la entrada.

—Aunque, claro, veo que tienes más gente a la que mantener —insinuó el joven—. ¿Ésta al menos sabes cómo se llama?

—No me ha dado tiempo a preguntárselo. Y ahora, largo de aquí.

—Y tú ve a lavarte la polla.

David pasó delante de él como una exhalación, cruzó el salón sin decir una palabra y cerró con un portazo, dejando tras de sí un silencio ensordecedor.

Brian se preguntó cómo el niño que perseguía a los pingüinos en la playa podía haberse convertido en ese desconocido esbelto con aires de madre superiora de convento, un cínico consumado ahogado en colonia cara. Lo que lo entristecía no era tanto el hecho de pillarlo vaciándole los bolsillos mientras dormía, sino esa manera que tenía de marcharse sin decirle una palabra, con esa mirada odiosa, siempre la misma, de desprecio y amargura mezclados, como si lo viera por última vez… Brian dejó la pistola que aún sostenía —de todas formas no estaba cargada—, descubrió la ropa arrugada y tirada de cualquier manera sobre la mesa de la cocina, la blusa violeta en el suelo, el sujetador a juego, y subió la escalera, de mal humor.

Hacía calor en la habitación; la mujer de los rizos pelirrojos estaba tumbada en la cama, con la sábana bajada hasta el trasero. Sus nalgas, de exuberantes curvas, eran de un blanco diáfano, finas y suaves como la cera. Tracy la camarera del Vera Cruz. Una pelirroja de cabello descolorido, de unos treinta y cinco años, con la que hacía poco que salía, un cuerpo menudo y pequeño pero que se empleaba a fondo en la cama. Sintiendo su presencia, Tracy abrió sus ojos verde manzana y sonrió al verlo.

—Buenos días…

Su rostro adormilado conservaba todavía las marcas de la almohada. Sintió ganas de besarla, para borrar lo que acababa de vivir.

—¿Qué hora es? —preguntó ella, sin cubrirse con las sábanas.

—No sé. Serán las once o así.

—¡Oh, no! —gimoteó, como si acabaran de quedarse dormidos.

Brian se sentó junto a ella, entre dos aguas. El enfrentamiento con su hijo lo había dejado agotado, se sentía como un animalillo varado en una playa, presa de las gaviotas, los cuervos…

—¿Qué pasa? —preguntó Tracy, acariciándole el muslo—. Pareces preocupado.

—No, estoy bien.

—Entonces vuelve a la cama. Tenemos tiempo antes de irnos a casa de tu amigo Jim…

—¿De quién?

Tracy frunció el ceño, transformando sus cejas en un arabesco pelirrojo:

—Pues de ese amigo tuyo, Jim… Me dijiste que íbamos a pasar el día en la playa… que te había dado las llaves de su chalé.

Epkeen fingió tardar mucho en acordarse —vaya, tenía que dejarse ya de esa historia de Jim: la última vez que había delirado con aquello de su supuesto amigo había sido para invitar a una joven abogada a jugar al golf en su club privado de Betty’s Bay. Pero ¿por qué demonios hablaba de ese tipo? Tenía la imaginación de un chalado…

Tracy se dio la vuelta, revelando unos pechos untuosos, muy sensibles, según recordaba Brian.

—Anda, ven aquí —sonrió la camarera.

Brian se dejó llevar por el juego de sus dedos, ambos agudizaron un momento sus sentidos antes de sumirse en un frenesí compulsivo, gozaron a distancia, intercambiaron unas caricias extenuadas y concluyeron con un beso.

Brian no tardó en desaparecer en el cuarto de baño. Se dio una ducha, preguntándose qué mentira le iba a contar a Tracy, y se cruzó con su propia mirada en el espejo, pero apartó los ojos.

Brian Epkeen había sido un hombre guapo, pero eso ya pertenecía al pasado. Había visto demasiados sabotajes, había faltado a demasiadas citas. No había amado lo suficiente, o había amado demasiado, o mal, o a quien no debía. Llevaba cuarenta años avanzando como un cangrejo, de derivas lejanas en diagonales cuánticas, una huida a cielo descubierto.

Cogió una camisa sin planchar que le devolvió un vago reflejo de sí mismo en el espejo, se puso un pantalón negro y se paseó por la habitación. Tracy, tumbada en la cama, pedía detalles sobre su domingo en la playa, cuando Brian encendió su móvil.

Tenía doce mensajes.

* * *

Ciudad del Cabo se extendía a los pies de Table Mountain, el suntuoso macizo montañoso que, desde su cumbre de un kilómetro de altura, dominaba el Atlántico sur. La «Mother City», como la llamaban. Epkeen vivía en Somerset, el barrio gay repleto de bares y discotecas, algunos abiertos a todo tipo de gente, sin restricciones. Colonos europeos, tribus xhosas, obreros indios o malayos… hacía siglos que Ciudad del Cabo era una urbe mestiza: el faro del país, una Nueva York en miniatura a orillas del mar, sede del Parlamento y que, por esa misma razón, había sido la primera en aplicar las medidas del apartheid. Epkeen se conocía la ciudad de memoria. Le había procurado tanto náuseas como vivas emociones.

Su tatarabuelo, analfabeto, había llegado allí cubierto de harapos, era uno de esos granjeros que hablaban esa especie de holandés deformado que más tarde pasaría a ser el afrikaans, ponía en práctica la ley del talión y manejaba con la misma habilidad el fusil que el Antiguo Testamento. Él y los pioneros bóers que lo acompañaban no habían encontrado más que tierras áridas y bosquimanos de costumbres prehistóricas, nómadas incapaces de distinguir entre un venado y un animal doméstico, tipos que les arrancaban las patas a las vacas y se las comían crudas mientras las pobres bestias agonizaban entre mugidos, bosquimanos a los que habían echado como a lobos. El viejo no perdonaba una, porque si lo hacía, tenía todas las papeletas para encontrar a su familia asesinada. Se negaba a pagar impuestos al gobernador de la colonia inglesa que los abandonaba a su suerte, en contacto con poblaciones hostiles, desbrozando la tierra y luchando por sobrevivir. Los afrikáners nunca habían dependido de nada ni de nadie. Era esa sangre la que fluía por las venas de Brian, sangre de polvo y de muerte: sangre de selva.

Atavismo antropológico o síndrome de un final de raza anunciado, los bóers eran los eternos perdedores de la Historia —después de la guerra epónima que había visto al vencedor británico quemar sus casas y sus tierras, veinte mil, entre los que había mujeres y niños, habían muerto de hambre y de enfermedad en los campos de concentración ingleses donde los habían encerrado— y la instauración del apartheid, su derrota más vana[15].

Brian consideraba que sus antepasados, al instaurar ese sistema, la habían cagado del todo: el miedo al negro había invadido las conciencias y los cuerpos con una carga animal que recordaba los viejos temores reptilianos; el miedo al lobo, al león, al que se come al hombre blanco. No se podía construir nada sobre esa base: la fobia al otro había devorado la razón y sus mecanismos, y si bien el fin de un régimen tan denostado había devuelto a los afrikáners algo de su dignidad, quince años no bastaban para borrar su contribución a la Historia.

Epkeen bordeó los edificios antiguos del centro de la ciudad y las fachadas de colores de las casas con columnas de Long Street. Las avenidas estaban casi vacías, la mayor parte de la gente se había ido a la playa. Subió hacia Lions Head y buscó algo de frescor sacando la mano por la ventanilla abierta —el aire acondicionado de su Mercedes llevaba siglos estropeado—. Un modelo de colección, como él (una expresión de Tracy, que Brian se había tomado como un cumplido). Condujo sin pensar más en ella ni en aquella historia de pasar el domingo en casa de «Jim».

La intrusión de David le había dejado un sabor amargo. Llevaban seis años sin hablarse, o tan mal que más les habría valido no hacerlo. Brian esperaba que las cosas se arreglaran, pero David y su madre le seguían guardando rencor. La había engañado —era cierto— con mujeres negras, sobre todo. Brian sólo era fiel a sus convicciones, pero, en el fondo, era todo culpa suya. Ruby siempre había sido una furia trágica herida hasta la médula, y él, un imbécil de primera: saltaba a la vista que esa chica era un aviso de tormenta de fuerza máxima. Se habían conocido en un concierto de Nine Inch Nails en un festival de apoyo a la liberación de Mandela, y su manera de retorcerse en medio del estruendo eléctrico le había hecho atraer las tempestades femeninas: una chica que pegaba saltos al son de los riffs de Nine Inch Nails tenía que ser pura dinamita… Brian se había enamorado ahí mismo, el suyo había sido un encuentro como una colisión de líneas de fuga y un haz brillante de amor que iba derecho a sus ojos de loca.

Kloofnek Road: Epkeen evitó por los pelos al mestizo que hacía eses en mitad de la calzada, con la cabeza vendada, y se detuvo en el semáforo. Con su camisa agujereada y moteada de sangre, el desarrapado cayó al suelo unos pasos más allá y quedó tendido bajo el sol, con los brazos en cruz. Otros desechos humanos dormían la mona, tirados en la acera, demasiado borrachos para poder pedir limosna a los escasos viandantes.

El Mercedes dobló la esquina de la avenida y tomó la M3 en dirección a Kirstenbosch.

Dos vehículos policiales montaban guardia ante la entrada al Jardín Botánico. Epkeen vio la furgoneta del equipo forense en el aparcamiento, el coche de Neuman junto a la tienda de souvenirs y a varios grupos de turistas desconcertados por el nerviosismo con el que los agentes se empeñaban en alejarlos de allí. Las nubes caían desde lo alto de la montaña, como ovejas asustadas. Brian mostró su placa de policía al constable[16] que controlaba los torniquetes de acceso, pasó bajo la bóveda del gran plátano que marcaba la entrada y, seguido por una horda de insectos, se dejó guiar por el canto de los pájaros hacia la avenida principal del parque.

Kirstenbosch, museo vivo, plantas alambicadas, árboles y flores multicolores dispuestos en una marea vegetal al pie de la montaña: Brian se cruzó en el césped con un faisán, que se alejó con una burla, y caminó hasta el bosquecillo de acacias.

Su Majestad estaba un poco más lejos, había encorvado su metro noventa de estatura bajo las ramas y hablaba en voz baja con Tembo, el forense. Detrás de ellos, medio fundido por el sol, esperaba de pie un viejo negro vestido con un peto verde y tocado con una gorra que le quedaba grande. Un equipo del laboratorio tomaba huellas en el suelo, y otro terminaba de sacar fotos. Epkeen saludó a Tembo, que ya se marchaba, con su sombrero de fieltro que recordaba a los de los músicos de jazz, y también al viejo negro con su peto de empleado municipal. Neuman lo esperaba antes de marcharse.

—Tienes mala cara —dijo al verlo.

—Pues si esto te parece mala cara, verás dentro de diez años…

Epkeen descubrió entonces el cuerpo en mitad de las flores: su aplomo, bastante maltrecho ya desde que se había despertado, se hundió un poco más.

—El caballero la ha encontrado esta mañana —dijo Neuman, volviéndose hacia el jardinero.

El viejo negro no decía nada. Se veía que no tenía ni pizca de ganas de estar allí. Epkeen se inclinó hacia los iris, no sin antes tomarse su ración de betabloqueantes. El cuerpo de la chica yacía de espaldas, con las rodillas dobladas, pero fue la cabeza lo que le hizo retroceder: no se distinguían sus ojos, ni sus rasgos. La habían borrado del mapa, y sus manos crispadas hacia un agresor a la vez invisible y omnipresente la habían dejado como petrificada en el miedo…

—El crimen tuvo lugar esta madrugada, hacia las dos —dijo Neuman con voz mecánica—. El terreno está seco, pero hay flores pisoteadas y manchadas de sangre. Probablemente de la víctima. No hay impacto de bala. Todos los golpes se concentran en el rostro y en la coronilla. Tembo se inclina por un martillo o un objeto similar.

Epkeen observaba los muslos blancos de la muchacha, moteados de sangre, unas piernas todavía algo rollizas, la chica debía de tener la edad de David. Ahuyentó tan aterradoras imágenes y vio que estaba desnuda bajo su vestido.

—¿Violada?

—Es difícil determinarlo —contestó Neuman—. Junto al cadáver se ha encontrado un tanga, la goma estaba intacta. En todo caso, ha habido relación sexual. Queda determinar si fue consentida o no.

Epkeen pasó el dedo por el hombro desnudo de la chica y se lo llevó a los labios: la piel tenía un ligero sabor a sal… Se puso los guantes de látex que le tendía Neuman, examinó las manos de la víctima, sus dedos extrañamente crispados (había algo de tierra bajo las uñas) y las marcas que cubrían sus brazos: pequeños arañazos, casi rectilíneos. El vestido estaba roto en varios sitios, agujeros que eran como enganchones.

—¿Tiene dos dedos rotos?

—Sí: en la mano derecha. Probablemente trató de protegerse.

Dos enfermeros esperaban en el camino de tierra, con la camilla en el suelo. Empezaban a hartarse de estar tanto rato quietos bajo el sol. Epkeen se incorporó, sentía las piernas como dos flanes.

—Quería que lo vieras antes de retirar el cuerpo —dijo Neuman.

—Gracias, Majestad. ¿Se sabe quién es?

—Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta. Estudiante universitaria. Dan ha ido a comprobarlo.

Dan Fletcher, el protegido de ambos.

Los insectos zumbaban bajo las acacias del Jardín Botánico. Epkeen osciló un instante al azar de sus trayectorias, pero dos soles negros se reflejaban en los ojos de Neuman: el presentimiento que arrastraba desde el amanecer seguía ahí.

* * *

La ambulancia, con su sirena a pleno volumen, había formado un corrillo de curiosos delante del Seven Eleven de Woodstock: un cuerpo sobre la acera, gente asustada que se llevaba las manos a la cabeza, y entonces aparecieron los hombres de la unidad de intervención, con su chaleco antibalas… Dan Fletcher recorrió la sucia avenida del barrio popular antes de bifurcar para tomar la M3. Si bien hasta entonces parecía que Ciudad del Cabo estaba escapando a los brinks, esos actos de terror cotidianos de los que era epicentro Johannesburgo, ese tipo de escena era cada vez más frecuente, incluso en pleno centro. Una evolución inquietante, de la que no dejaba de hacerse eco la prensa sensacionalista.

Fletcher había registrado el estudio de Judith Botha sin encontrar ningún indicio revelador sobre su desaparición: los vecinos no habían visto a la muchacha en todo el fin de semana, y el estudio no mostraba nada fuera de lo habitual en un apartamento de estudiante: libros, papeles de la universidad, tarjetas postales cutres, DVD, restos de pizza y la foto de una rubia que sonreía a la cámara y que correspondía a la descripción de la víctima. Dan había conseguido el número de teléfono de los padres, Nils y Flora Botha: la asistenta que por fin había contestado a la llamada no tenía ni idea de dónde se encontraba la señora Botha, pero su marido, Nils, debía de estar «en el rugby»…

Fletcher no conocía a Nils Botha, ni tenía idea de rugby, pero Janet Helms, que supervisaba la investigación desde la central, lo informó. Botha era el antiguo seleccionador de los Springboks, el equipo nacional; él mismo había sido jugador durante el periodo del embargo y el boicot deportivo. Hacía veinte años que era el emblemático entrenador de los Stormers de Cabo Occidental. Él y su mujer, Flora, tenían un hijo mayor, Pretorius, residente en Port Elizabeth, y una hija, Judith, que acababa de matricularse en la universidad, en Observatory.

Fletcher volvía a ver el rostro desfigurado en medio de las flores, las lianas sucias de su cabello rubio, los grumos de cerebro que se desparramaban fuera del cráneo… A Neuman le había ocultado su repugnancia, pero no podía engañar a nadie, y menos a los viejos polis de la central, que estaban de vuelta de todo. «Chupapollas» era el apodo que le había puesto Van Vlit, el sargento instructor de tiro sobre blancos móviles, terror de los agentes recién incorporados al cuerpo. El apodo era ya conocido en toda la comisaría, Dan había encontrado incluso revistas gay en el cajón de su mesa, con las páginas pegadas, jajá, qué risa, hasta que la cosa se calmó… Fletcher imaginaba que había terminado el periodo de las novatadas: se equivocaba. Neuman lo había elegido por sus dotes de sociólogo, no para que tuviera que aguantar los comentarios homófobos de los viejos polis de la comisaría central. El zulú había dejado fuera de combate al sargento instructor con un puñetazo en la nuca y le había bajado el pantalón delante de todos los demás: luego había cogido su famoso Colt cromado, del que tan orgulloso estaba Van Vlit, se lo había metido hasta la culata y lo había dejado ahí tieso, con su culo gordo y lleno de granos, sumido en una rabia fría más eficaz que ninguna advertencia. Después de eso, se acabaron los apodos, y empezó su colaboración.

Dan Fletcher salió con esfuerzo de la M3 que dominaba la ciudad y, cruzando al otro lado de la montaña, llegó al complejo deportivo.

Los Stormers se estaban preparando para el Súper 14, el campeonato provincial del hemisferio sur. Todavía estaban lejos de su objetivo, pero los sudafricanos se entrenaban a fondo para alcanzar a los neozelandeses; Fletcher encontró a Botha a pie de campo, increpando a sus jugadores, corpulentos, fofos y sudorosos, mientras éstos ensayaban una melé. Cada balón que se caía lo sacaba de sus casillas: fue necesaria la placa para que el entrenador se dignara prestar atención al canijo con ojos de mujer que acababa de aparecer. Dejó que su ayudante prosiguiera con el entrenamiento de los delanteros, una sesión de tortura hasta el agotamiento.

Con los trapecios sobresaliendo de su camiseta pese a que ya había pasado la barrera de los sesenta, Botha, un hombre cuadrado y de pelo cano, llevaba una gorra con los colores del club y lucía en los antebrazos el vello de un orangután.

—¿Qué ocurre? —preguntó, alertado por la expresión del policía.

—Estamos buscando a su hija, Judith… ¿Sabe dónde está?

Los ojos del entrenador se inyectaron en sangre:

—Pues… ¡en su casa! ¿Por qué?

—He estado en el estudio de Observatory, allí no hay nadie —respondió con calma el policía—. Y tampoco contesta al móvil.

Había ocurrido algo grave, Botha lo supo enseguida.

—¿Cómo que no contesta al móvil?

Se palpó los bolsillos de su pantalón corto beis, buscando el móvil, como si aquello pudiera aportar una solución al problema.

—¿Puede describirme a Judith? —preguntó Fletcher—. Físicamente, me refiero…

—Pues es rubia, de ojos azules, uno sesenta y ocho de estatura… ¿Por qué busca a mi hija? ¿Ha hecho algo malo?

Botha lo miraba, incrédulo. Fletcher sintió que se le aceleraba el pulso.

—Esta mañana se ha encontrado el cadáver de una chica —anunció—, en el Jardín Botánico de Kirstenbosch. El cuerpo aún no ha sido identificado, pero en el bolsillo de su chaqueta había una tarjeta de videoclub a nombre de Judith. La descripción de la víctima se corresponde con la de su hija pero aún no hay nada seguro… ¿Está al corriente de las actividades de Judith, lo que tenía pensado hacer anoche, por ejemplo?

El rostro colorado del entrenador se descompuso lentamente. Botha era conocido por las broncas que echaba a sus jugadores en los descansos y por su amor por el rugby duro, sin miramientos. Ese poli canijo y afeminado lo había dejado KO.

—Judith… Judith tenía que revisar sus parciales, con su amiga Nicole. En su estudio… En eso habían quedado.

—¿Nicole qué más?

—Wiese… Nicole Wiese. Estudian juntas en la universidad.

Los delanteros caían como moscas bajo el sol.

—¿Tiene su móvil? —quiso saber Fletcher.

—¿El de Nicole? No… Pero tengo el de su padre —añadió de pronto—. Las niñas se conocen desde pequeñitas.

—¿Tiene alguna idea del lugar donde pueden haber ido anoche?

—No…

—¿Judith tiene novio?

—Deblink… Peter Deblink. Vive en Camps Bay —añadió Botha, como si aquello pudiera ser una garantía de moralidad—. Sus padres tienen un restaurante al que solemos ir mi mujer y yo…

—¿Estaban juntos anoche?

—Ya le he dicho que Judith había quedado para repasar para los parciales con su amiga de la universidad.

—Su hija le mintió —replicó Fletcher.

Los delanteros jadeaban, agotados, pero Botha ya no los veía: si el cadáver era el de su hija… Sintió que se le endurecían los muslos y se le erizaba el vello. Entonces el móvil de Fletcher vibró en el bolsillo de su chaqueta. Con un gesto de disculpa para el entrenador, muy pálido, contestó a la llamada. Era Janet Helms, su compañera.

—Acabo de hablar por teléfono con Judith Botha —le dijo—: Está en Strand, con su novio, no ha encendido el móvil hasta ahora…

El nudo que tenía en el estómago se disolvió.

—¿La has puesto al corriente?

—No —contestó Janet—. Me imaginé que preferirías interrogarla tú.

—Has hecho bien… Dile que la espero en casa de sus padres.

A pie de campo, Botha tendió el oído. Pendiente de sus labios, buscaba un indicio, el que fuera, que le dijera que su hija estaba viva.

—Su hija está en la playa —le dijo Fletcher.

Los hombros del deportista se hundieron. Su alivio duró poco: Dan marcó el número de Neuman, que contestó al instante.

—Ali, soy yo. Creo que tengo el nombre de la víctima: Nicole Wiese.