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El segundo hijo de Oscar y Josephina nació al día siguiente del combate histórico de Kinshasha, en noviembre de 1973. Aquella noche, en medio de un caos indescriptible, Mohamed Ali, el boxeador que se había convertido al islam, se enfrentaba a George Foreman, al que todos consideraban invencible. Lo que estaba en juego en ese combate no era tanto el cinturón de campeón mundial de los pesos pesados como la afirmación de la identidad negra y la prueba mediante los puños de que la lucha por la defensa de sus derechos no era vana. Mohamed Ali, que había boxeado poco desde su salida de la cárcel, venció aquella noche a la fuerza bruta de Foreman, el campeón de la América blanca, demostrando así que el poder se podía pisotear, bastaba sólo luchar con inteligencia y tesón.

El mensaje, que llegó en los momentos más crudos del apartheid, exaltó a Oscar. Su hijo se llamaría como el campeón: «Ali». A Josephina le parecía bonito, y a Oscar, premonitorio.

Culto como era, el zulú no creía mucho en pamplinas, pero los amaDlozi, los antepasados venerados, se habían inclinado sobre la cuna de su segundo hijo. Como el boxeador defensor de la causa negra, su hijo también sería campeón, de todas las categorías…

De hecho, Ali Neuman no se había beneficiado de la ley de discriminación positiva para dirigir la policía criminal de Ciudad del Cabo: había sido mejor que todo el mundo. Era más inteligente; más rápido. Hasta los viejos policías paletos, los que habían obedecido las órdenes, los viciosos y los que se pasaban el día borrachos, lo encontraban bastante listo —para ser un cafre[10]—. Los demás, los que lo conocían por su reputación, pensaban que era un tipo duro, descendiente de algún jefe zulú, y que más valía no provocarlo demasiado con las cuestiones étnicas. Los negros sobre todo habían sufrido una educación muy deficiente[11] y seguían siendo minoritarios en el seno de la élite intelectual: Neuman les demostró que no descendía del mono sino del árbol, como los blancos, lo cual no lo convertía en un ser inofensivo…

Walter Sanogo, el capitán de la comisaría de Harare, sabía quién era Ali Neuman: el enchufado de los blancos. Bastaba ver el corte de su traje —allí nadie podía permitirse esa clase de ropa—. No es que Sanogo le tuviera envidia, sencillamente vivían en mundos distintos.

Pensado para albergar a doscientas cincuenta mil personas, en Khayelitsha vivía actualmente un millón, quizá dos, si no tres: además de los que vivían en los asentamientos ilegales, los sin techo de otros townships superpoblados o los trabajadores que iban de aquí para allá, Khayelitsha, que parecía no tener fondo, engullía a los refugiados de todo el continente africano.

—Si su madre no denuncia a su agresor —dijo—, no veo cómo podría yo lanzar la más mínima investigación… Comprendo que esté usted furioso por lo que le ha ocurrido, pero bandas de chavales de la calle las hay a patadas últimamente.

El ventilador ronroneaba en el despacho del capitán. Sanogo tenía unos cincuenta años, una fea cicatriz en la nariz y unos hombros caídos que el uniforme no llegaba a realzar. La mitad de las órdenes de búsqueda que adornaban la pared detrás de su escritorio eran al menos de hacía uno o dos años.

—La madre de Simón Mceli era una sangoma —dijo Neuman—: Al parecer, ella abandonó el township, pero no su hijo. Si Simón pertenece hoy a alguna banda de niños de la calle, tendríamos que poder localizarlo.

El capitán soltó un suspiro triste, no tanto de mala fe como de impotencia. Llegaban, por así decirlo, todos los días, en grupo o aisladas, personas que habían visto arder sus campos; cuyas casas habían sido saqueadas; sus amigos, asesinados; y sus mujeres, violadas ante los ojos del resto de la familia. Si no, era gente que tenía que huir por culpa del petróleo, las epidemias, la sequía, las renovaciones nacionales llevadas a cabo a golpe de machete, de etnocidio o de AK-47; gente perseguida por la desgracia, gente aterrorizada que, por instinto de supervivencia, convergía en la pacífica provincia de El Cabo: Khayelitsha servía hoy en día de tampón entre Ciudad del Cabo, «la ciudad más hermosa del mundo», y el resto del África subsahariana. ¿Cien? ¿Mil? ¿Dos mil? Walter Sanogo no sabía cuántos llegaban cada día, pero Khayelitsha iba a explotar si tenía que albergar a más refugiados.

—Sólo dispongo de doscientos hombres —dijo—, para cientos de miles de personas. Hágame caso, si su madre no tiene complicaciones médicas, olvide la agresión. Diré a mis hombres que pregunten dos o tres veces en la calle: se correrá la voz entre los chavales…

—Si una banda de niños asalta a ancianas, desde luego no se van a asustar de un par de polis curiosos —apuntó Neuman—. Y si esa banda está por aquí, alguien habrá tenido que verla.

—No se haga ilusiones al respecto —replicó Sanogo—. La gente reclama más seguridad, convoca manifestaciones contra el crimen y la droga, pero la última vez que hicimos una redada por el township, nos recibieron a pedradas. Las madres protegen a sus hijos, qué quiere usted… La gente se dice que la pobreza y el paro son la causa de todos sus males, y los trapicheos, una manera de sobrevivir como otra cualquiera. Los Casspir[12] han dejado huellas imborrables en la gente —dijo con fatalidad—, y la mayoría tiene miedo de posibles represalias. Incluso si se trata de un asesinato perpetrado a plena luz del día, nadie ha visto nunca nada.

—¿Puede al menos echar un vistazo a su ordenador? —dijo Neuman, mirando el cubo plantado sobre su escritorio.

El policía del township no se movió un milímetro.

—¿Me está usted pidiendo que abra una investigación sobre una agresión que, jurídicamente, no existe?

—No, le estoy pidiendo que me diga si Simón Mceli pertenece a alguna banda conocida, o a alguna mafia —contestó Neuman.

—¿Un niño de diez años?

—Las manos pequeñas hacen trabajitos pequeños mientras los adultos se reparten el botín: no me diga que no lo sabía.

El tono de la conversación, hasta entonces cortés, se enfrió. Sanogo agitó la cabeza de lado a lado, como si acabara de sentir un escalofrío.

—Eso no nos llevará a ninguna parte —dijo.

El zulú lo miró fijamente con ojos de serpiente.

Sanogo esbozó una mueca afligida antes de volverse hacia su ordenador con la inercia de un buque de carga.

—¿Seguro que no va a llevar una investigación por su cuenta? —dijo, consultando los ficheros—. Khayelitsha no pertenece a su jurisdicción.

—Sólo quiero tranquilizar a mi anciana madre.

El capitán asintió con la cabeza, entornando los párpados. Al fin aparecieron unas listas de nombres en la pantalla. Ninguno correspondía al de Simón Mceli.

—El chaval no figura en nuestros ficheros —dijo, arrellanándose en su sillón—. Pero con un porcentaje de casos resueltos del veinte por ciento, si forma parte de alguna banda mafiosa quizá tenga alguna probabilidad de encontrarlo en la fosa común.

—A mí me interesan los vivos: ¿hay nuevas bandas mafiosas en el township?

—Bah… Lo que suele ocurrir es que el hermano pequeño sustituye al mayor. Los elementos descontrolados abundan por aquí.

—En efecto —replicó Neuman—: Esta mañana he cambiado unas palabras con dos tipos en el solar del gimnasio. Unos tsotsis de apenas veinte años que hablaban el dashiki…

—La mafia nigeriana, quizá —aventuró el capitán—. Controlan las principales redes de droga.

—Uno de ellos tenía una Beretta como las de la policía.

—Las armas también abundan por aquí.

Walter Sanogo hizo clic en el icono de su ordenador para apagarlo.

—Escuche —dijo, levantándose de su sillón—, no puedo lanzar una investigación por un robo con tirón cuando tengo doce violaciones declaradas anoche mismo, un homicidio y montones de denuncias por agresión. Pero dígale a su madre que no se preocupe: por lo general, los que asaltan a ancianas no viven mucho tiempo…

* * *

El anexo del Hospital de la Cruz Roja se había creado en el marco de una amplia política sanitaria que tenía como objetivo frenar la propagación endémica del sida. Myriam trabajaba en el dispensario desde hacía un año: era su primer empleo, pero se sentía como si llevara toda la vida aliviando la angustia de la gente.

Su madre había contraído el virus de la manera más común: su amante de entonces la golpeaba, tachándola de infiel, cuando ésta le pedía que se pusiera un preservativo. Cuando sus hermanas se marcharon, asustadas por la enfermedad, Myriam se ocupó de su madre hasta sus últimos segundos de vida. No quería morir en el hospital: decía que allí maltrataban a las mujeres infectadas de sida, que se las acusaba de abrirse de piernas con demasiada facilidad, les reprochaban que ellas mismas se lo habían buscado… Su madre había muerto como una auténtica apestada, entre sus brazos, treinta y cinco kilos empapados en lágrimas. A raíz de eso, Myriam se sentía capaz de atender al mundo entero: el mundo entero estaba enfermo. África en particular.

Unos niños echaban una partida de morabaraba con piedrecitas en el vestíbulo abarrotado del dispensario. Neuman distinguió a la joven enfermera entre la multitud de pacientes. Llevaba el cabello trenzado con esmero, y su bata blanca ceñida realzaba su bonita figura. Myriam dejó que llegara hasta ella. Un sueño apagado que volvía a encenderse de pronto.

—Hace un momento desapareció usted —dijo Ali, a modo de disculpa.

—Estaba harta de esperarlo. Tengo trabajo —explicó ella, señalando una bandeja llena de jeringuillas.

Estaba enfadada. O por lo menos fingía estarlo.

—Quería darle las gracias por haberse ocupado de mi madre —le dijo él.

—Es mi trabajo.

Sus ojos del color del cobre lanzaban chispitas. Fuegos artificiales.

—Ni siquiera le he pagado el desplazamiento —añadió Neuman, tendiéndole un billete de cincuenta rands.

Myriam se guardó el dinero sin pestañear: era el triple de la tarifa, pero le estaba bien empleado por ser tan guapo y tan antipático a la vez.

—Sabe que lo habría hecho sin cobrar —le dijo de todas formas—. Su madre me ayudó mucho cuando llegué al dispensario.

—Mi madre ayudaría hasta a una piedra…

—¿Me está comparando con una piedra? —se extrañó Myriam, con una expresión encantadora.

—Una piedra preciosa, al menos para mi madre —se apresuró a añadir el policía—. Le reitero mi agradecimiento.

Myriam se lo quedó mirando. Los zulúes tenían fórmulas de cortesía que a veces se hacían interminables, pero ese extraño espécimen se traía algo entre manos, y su cara bonita no iba a disuadirlo de su empeño.

—Estoy buscando a un niño —dijo—. Simón Mceli: fue atendido aquí no hace mucho. Un niño que ahora tendrá unos diez años. Su madre era una sangoma del township.

—No sé —contestó ella—. Pero eso debe de estar anotado en algún lado…

Myriam parecía mucho más intrigada por la cicatriz que tenía Neuman en la frente y en la que acababa de fijarse.

—¿Me podría enseñar el registro? —insistió éste.

La enfermera asintió, con un gesto de hastío (menos mal que había venido para darle las gracias) y se fue al despacho contiguo a consultar los historiales médicos. Abrió un fichero metálico e inspeccionó las fichas de los pacientes. En el reducto hacía un calor húmedo, sentía el aliento de Neuman sobre su hombro y experimentó una sensación difusa, una suerte de malestar por encontrarse los dos a solas allí.

—Sí —dijo, extrayendo una ficha del cajón—: Simón Mceli. Estuvo aquí en enero de 2006.

—¿Qué tenía? ¿Asma?

—No estoy autorizada a decírselo —contestó la enfermera con aire travieso—: Ni siquiera sé si puedo hacer lo que estoy haciendo ahora.

A Neuman le divertía esa muchacha.

—Al menos digo yo que podré saber su última dirección…

—Bico Street, número 124, bloque C.

Estaba a cinco minutos en coche.

—Gracias —le dijo.

Myriam sentía calor bajo su bata blanca. La mala ventilación, seguramente. Buscó algo ingenioso que decir para retenerlo allí, pero era como si las paredes ya no quisieran albergarlos. Neuman desapareció al instante.

El bloque C estaba en un barrio pobre donde se sucedían hilera tras hilera las casitas de tejados de chapa, a menudo prolongadas por backyard shacks, esos cobertizos de patio trasero construidos como complemento a las viviendas. En ellos se veía la televisión si es que el vecino tenía una, o se contemplaba el tiempo pasar junto a la carretera, ese tiempo que lo excluía a uno. Desde que el último autocar de turistas que se había asomado por allí, al poco de terminar el apartheid, había sido asaltado por una banda de delincuentes, ya no se veía un solo blanco por el barrio como no fuera miembro de alguna ONG implantada en el township. Los touroperadores se contentaban ahora con minibuses, menos ostentosos, para realizar visitas concretas: escuelas, tiendecitas de artesanía local, asociaciones benéficas, etcétera.

Bico Street: Neuman aparcó junto al contador de electricidad, cuyos cables, semejantes a telarañas, se dispersaban hacia las chabolas. El número 124 estaba pintado sobre una lata de conserva pegada a la puerta. No había ningún nombre, ni un buzón siquiera —nadie recibía nunca correo en el township—. Llamó a la puerta de contrachapado que, al abrirse, a punto estuvo de caérsele encima.

Una mujer apareció en la entrada de la chabola, ataviada con un camisón en tejido acrílico satinado que brillaba sobre todo por su ausencia. Sus párpados traicionaban desgracias repetidas y muchas noches en vela. Saltaba a la vista que acababa de levantarse de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó una voz de hombre a su espalda.

—No te metas, King Kong, que no das la talla…

La chica esbozó una sonrisa que no desentonaba con su camisón.

—Busco a una mujer —dijo Neuman—: Nora Mceli.

—No soy yo… Qué pena, ¿no?

—Depende de lo que le haya ocurrido. En 2006 Nora todavía vivía aquí con su hijo, Simón. Según dicen se marchó del township hace unos meses…

—Puede ser.

—Nora Mceli —repitió—. Una sangoma del barrio.

La chica se contoneó sobre el suelo de tierra batida.

—Que quién coño es —repitió la voz a su espalda.

—Ay, Señor, no le haga caso —dijo la chica, con aire confidencial—: Se despierta de mal humor cuando ha bebido el día anterior.

—¡Contéstame en lugar de menear el culo! —gritó el hombre—. ¡Ésta es mi casa!

Neuman atravesó la mirada de brasas frías que le impedía el paso y entró en la casa sin tener que utilizar la fuerza. Un negro de unos treinta años, vestido con un pantalón corto infame, estaba tumbado bebiendo cerveza sobre un catre que ocupaba la mitad de la habitación. Colillas en el suelo, calzoncillos, latas vacías en todos los rincones, un trozo de motor en el fregadero de la cocina: se veía que la chica sólo estaba de paso.

—Busco a Nora Mceli: la sangoma que vivía aquí antes.

—Ya no está —contestó el tipo—. ¿Qué hace en mi casa? ¡Esto es propiedad privada!

Neuman blandió su placa ante el rostro arrugado del hombre.

—Dígame lo que sabe antes de que le eche un vistazo a este cuchitril.

El negro pareció encogerse en su pantalón de fútbol, era patente el olor a dagga[13].

—Le digo que no la conozco. Esta casa la conseguí por mi primo, Sam. Tendría que preguntarle a él. Yo no sé nada: ¡mi fecha de nacimiento y poco más!

La chica se echó a reír. A Neuman le entraron ganas de imitarla.

—¡Es verdad lo que dice! —le aseguró con aplomo.

La muchacha seguía contoneándose junto a la puerta. Pimienta y miel: el perfume de su piel. Eso le recordó que todavía no había hablado con Maia.

Por suerte, el primo Sam se mostró más locuaz: Nora y Simón se habían marchado hacía un año más o menos. La sangoma no estaba del todo bien vista en el barrio. Se la acusaba de preparar muti, pócimas mágicas, de hacer maleficios, decían incluso que por eso había enfermado, que sus poderes se habían vuelto contra ella. En cuanto a su hijo, Simón, Sam recordaba a un niño taciturno y de salud delicada, del que la gente desconfiaba por atavismo, por superstición…

—Ya no se los ha vuelto a ver nunca por el barrio —aseguró el viejo.

—¿Nora no tenía familia?

Sam se encogió de hombros:

—Alguna vez mencionó a una prima que vivía al otro lado de la vía del tren…

Los asentamientos ilegales.

Era mediodía, el sol ahuyentaba las sombras. De vuelta a su coche, Neuman recibió una llamada de Fletcher.

—Ali… Ali, ven enseguida…

* * *

Las nubes se disolvían, nitrógeno líquido, desde lo alto de Table Mountain, se precipitaban abajo hasta el jardín botánico de Kirstenbosch, que se extendía por las faldas de la montaña. Neuman recorrió el caminito sin dignarse mirar las flores amarillas y blancas que ponían una nota de alegría en los arriates. Fletcher lo esperaba bajo los árboles, con las manos en los bolsillos, única señal de serenidad en el joven. Intercambiaron un gesto amistoso.

La brisa era más fresca a la sombra del Fragance Garden: «Wilde iris (Dictes grandiflora)», rezaba el cartelito. Neuman se arrodilló. Olía a pino, a hierba mojada, a otras plantas de nombres complicados. La chica descansaba en medio de las flores: una mujer blanca a la que apenas se adivinaba detrás del bosquecillo de acacias. Una mujer muy joven, a juzgar por la morfología y la textura de su piel.

—La ha encontrado un empleado municipal —anunció Fletcher, de pie junto a él—. Hacia las diez y media. El jardín abre sus puertas a las nueve, pero esta parte está bastante aislada. Han evacuado a los visitantes.

Su vestido de verano estaba levantado hasta la cintura y dejaba al descubierto unas piernas moteadas de sangre. Una nubecilla de insectos se alborotaba sobre su rostro. La pobre había recibido tantos golpes que ya no se distinguían ni el tabique de la nariz ni las cejas. Los pómulos y los ojos habían desaparecido también bajo una masa de carne, hueso y cartílago; la boca estaba pulverizada, los dientes, clavados en la garganta, y la frente había reventado en varios sitios. Se habían ensañado con ella como si quisieran borrarle las facciones, suprimir su identidad.

Dan Fletcher apartaba la mirada del cadáver. Todavía no había cumplido los treinta pero había adquirido ya una sólida experiencia junto a Neuman: cuatro años a sus órdenes, que, a su juicio, contaban doble. Fletcher había visto cadáveres ahogados, quemados vivos y agujereados con postas. Pero esa muchacha podía llegar a quitarle el sueño.

—¿Se sabe quién es? —preguntó Neuman.

—Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de una tal Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta —contestó—, la dirección que pone está en Observatory.

El barrio universitario de la ciudad.

—¿No se ha encontrado el bolso?

—Siguen buscando entre los matorrales.

Sordo al estruendo de los grillos, Neuman parecía hipnotizado por el pétalo rojo vivo enredado en el cabello de la víctima. El espectáculo de esos dedos encogidos, como arañas que acabaran de aplastar, le cortaba la respiración. Pensó en los últimos momentos de su vida, el terror que había sentido, el destino que la había llevado hasta allí, a morir en medio de los wilde iris… Una chica que no tendría ni veinte años.

Dan Fletcher permanecía callado, a la sombra de las acacias. Quería ordenar un poco la casa antes de que volviera Claire, pero ya no iba a poder ser, cuatro días sin ella se le antojaban siglos, ahora la brigada estaba en ebullición, y todos esos efluvios lo aturdían, sólo le gustaba el perfume de su mujer.

Neuman se incorporó por fin.

—¿Qué te parece? —quiso saber Fletcher.

—¿Dónde está Brian?

—Lo he llamado varias veces al móvil, pero no contesta. Los perfumes se elevaban, embriagadores. Neuman hizo una mueca ante el cuerpo desarticulado de la chica:

—Vuelve a intentarlo.