El agente Bumpher estaba acostumbrado a no inmutarse ante nada, por muy impresionantes o sorprendentes que pudieran ser las situaciones a las que debía enfrentarse. Sin embargo, la carta que le habían dejado en la mesa, y en la que se podía leer CONFIDENCIAL, le dejó, según sus propias palabras, «un mal sabor de boca».
Colegio Appleyard,
Martes, 24 de marzo.
Estimado monsieur Bumpher,
Perdóneme si me dirijo a usted de forma incorrecta. Nunca había escrito a un caballero de la policía de Australia. Me resulta muy difícil explicarle en inglés por qué le escribo en este momento, cerca de la medianoche, y solo se me ocurre decirle que se debe a que soy una mujer. Un hombre tal vez habría esperado a tener pruebas concluyentes. Sin embargo, creo desde lo más profundo de mi corazón que debo hacer algo, sin demora, aunque, como podría usted pensar, sin motivos suficientes.
El pasado domingo por la mañana (día veintidós de marzo), cuando volví al colegio después de misa, alrededor del mediodía, madame Appleyard me informó de que Sara Waybourne, una niña de unos trece años de edad que es nuestra alumna más joven, se había marchado con su tutor después de que casi todo el personal de la casa se hubiera ido a la iglesia. Yo me quedé muy sorprendida, ya que monsieur Cosgrove (el tutor de la niña) tiene unos modales excelentes y se había presentado sin darle a madame un preaviso. Nunca, que yo sepa, había actuado de una manera tan descortés. Mientras escribo esto sé que usted verá pocos motivos para que me halle tan inquieta. La verdad es, monsieur, que me temo que esta infeliz niña ha desaparecido de una forma misteriosa. Les he hecho unas cuantas preguntas —siempre muy discretas— a las dos únicas personas que estaban en el colegio durante la visita de monsieur Cosgrove, además de la propia madame. Ambas son mujeres buenas y honestas, y ninguna de ellas, ni Minnie, la femme de chambre, ni la cocinera, vieron llegar a monsieur Cosgrove. Y tampoco le vieron partir, con la niña o sin la niña Sara. Sé, no obstante, que puede haber una explicación para todo esto. Pero existen otras razones que me desvelan, y que me parecen mucho más importantes. No obstante, me resulta muy complicado exponérselas claramente a usted en inglés. Es tarde y la casa está a oscuras. Esta mañana he pasado una hora en el dormitorio que habitualmente ocupaba Sara, y, al principio, también Miranda. Mientras ayudaba a una sirvienta a ordenar la habitación, he podido observar con mucha atención ciertas cosas que le explicaré más adelante. Ahora no tengo tiempo ni tampoco facilidad para el idioma sin la ayuda de mi diccionario. Querría describirle los tremendos pensamientos que han ido viniéndome a la cabeza después de salir esta mañana de esa habitación vacía, y que me resultan horriblemente obvios. Como dejaré el colegio pasado mañana (el jueves) y me casaré el lunes de Pascua en Bendigo, le adjunto mi nuevo apellido y mi dirección, por si deseara usted escribirme por este asunto. Mientras tanto, M. Bumpher, estoy seriamente preocupada y le quedaría muy agradecida si pudiera usted acercarse al colegio tan pronto como le sea posible, y hacer algunas averiguaciones. Por supuesto, no debe revelarle a madame ni a ninguna otra persona que le he escrito esta carta. Espero que la reciba durante la mañana del jueves. Desafortunadamente, no tengo manera de enviarla antes ya que madame revisa todo lo que se pone en la saca del correo, y debo esperar a entregarle esto a alguien en quien pueda confiar. Estoy agotada. Trataré de dormir un poco antes del amanecer. No puedo hacer nada más sin su ayuda. Discúlpeme por la molestia.
Buenas noches monsieur…
Dianne de Poitiers.
Minnie, la femme de chambre, me ha dicho hoy que madame A. insistió en abrir ella misma la puerta de entrada el domingo por la mañana. Debido a mis terribles sospechas, algo así me parece muy preocupante.
D. de P.
Bumpher tenía una excelente opinión de la institutriz francesa desde el día en que fueron al área de picnic con Edith Horton. No era el tipo de jovencita que pierde la cabeza así como así. Leyó la carta de nuevo, con creciente inquietud. La cuidada casa de madera de los Bumpher estaba cerca de la comisaría, en una calle secundaria de los alrededores, y el agente dejó a su mujer con la boca abierta cuando se presentó en el porche para que le hiciera una taza de té.
—Aquí me tienes, en la cocina… Resulta que pasaba por casa, y tengo un rato libre. —Mientras hervía el agua, preguntó como por casualidad—: ¿Vas a ir esta tarde a una de esas reuniones para tomar el té?
La señora Bumpher resopló:
—¿Desde cuándo salgo yo a tomar el té? Por si lo quieres saber, había pensado en limpiar toda la casa para la Pascua.
—Solo preguntaba… —dijo su marido con suavidad—. La última vez que fuiste a una de esas cosas te trajiste de la vicaría los pastelitos de nata que tanto me gustan. Y un montón de chismes.
—Sabes muy bien que no me interesan los chismes. ¿Qué es lo que quieres averiguar?
Él sonrió.
—Eres lista, ¿eh? No sé si alguna de tus amigas te habrá hablado alguna vez de la señora Appleyard, del colegio.
Bumpher sabía por experiencia que una sencilla ama de casa podía saber por puro instinto ciertas cosas que un policía tardaría semanas en descubrir.
—Déjame pensar… Bueno, he oído decir que la buena mujer es capaz de ponerse hecha una fiera cuando se enfada.
—Así que se enfada, ¿eh?
—Yo solo te digo lo que he oído. Conmigo es muy amable cuando nos cruzamos por el pueblo.
—¿Conoces a alguien que la haya visto enfadada de verdad?
—Bébete el té mientras lo pienso… ¿Los Compton? ¿Sabes quiénes son? Los que viven en la casa de los membrillos con los que hacen la mermelada para el colegio. Bueno, da igual. La mujer me dijo que le daba pánico cometer algún error en la cuenta porque una vez su maridito estaba de viaje y tuvo que hacerse cargo ella, y faltaba una libra. Al parecer, la señora Appleyard la hizo llamar y le armó una buena. La señora Compton pensó que a aquella mujer le iba a dar un ataque.
—¿Algo más?
—Solo que una chica llamada Alice, que trabaja en el colegio, le dijo a una mujer en la frutería que la directora bebe un poco. Esta Alice no la había visto nunca achispada ni nada de eso, pero ya sabes cómo habla la gente en este pueblo… Sobre todo después de lo del Misterio del Colegio.
—¡Que si lo sé!
Delante de una segunda taza de té, el agente trató de extraerle un poco más de información acerca de la institutriz francesa, tras anunciarle que iba a casarse la semana próxima.
—¡Venga ya! No es que me gusten mucho los franchutes (acuérdate de ese tipo que tocaba la flauta), pero la verdad es que, la única vez que estuve lo suficientemente cerca de ella como para verle la cara, pensé que esa chica era realmente guapa.
—¿Dónde fue eso?
—En el banco. Esta Mademoiselle estaba cobrando un cheque, y Ted, el cajero pelirrojo, le dio cambio de más. Ya había bajado media calle cuando ella se dio cuenta, y regresó para devolvérselo. Me acuerdo de todo esto porque Ted me comentó en ese momento: «Se lo aseguro, señora Bumpher, ¡ahí tiene usted a alguien honrado de verdad! Si no lo hubiera devuelto, habría tenido que poner yo ese dinero de mi propio bolsillo».
—Bueno, gracias por el té. Me voy —dijo Bumpher, mientras echaba hacia atrás su silla—. Ya nos veremos esta noche. Puede que hoy llegue tarde a casa.
Ella iba a preparar un buen asado para la cena, pero llevaba quince años casada con el agente, y sabía que era mejor no preguntar nada.
La promesa de buen tiempo para la Pascua se mantuvo durante todo el jueves. A las doce hacía casi calor, y Bumpher se quitó la chaqueta mientras anotaba algunos datos en su oficina, que necesitaba una buena ventilación. El señor Whitehead también se quitó el abrigo para arreglar las dalias. Cuando terminó de comer, el jardinero entró en el cobertizo de las herramientas y sacó la manguera, que ya había enrollado creyendo que no la iba a necesitar durante el invierno. Quería regar las hortensias antes de que el arriate se secara demasiado. Tom le preguntó si podía echarle una mano. Si no, se llevaría a Minnie a dar un paseo camino abajo. El jardinero le dijo que no le necesitaba. Lo tenía todo bajo control y las plantas podrían pasar perfectamente un día sin él. Pero, si el sol apretaba el Viernes Santo, como había sucedido ese día, ¿le importaría a Tom regar un poco las hortensias? Tom se lo prometió y, tomando a Minnie del brazo, se alejó. Fue así como se libró, felizmente, de los acontecimientos que iban a tener lugar a lo largo de las siguientes horas.
El arriate de hortensias, de dos metros y medio de ancho, recorría casi toda la parte posterior de la casa, y era la niña de los ojos del señor Whitehead. Ese verano algunas flores habían alcanzado hasta los dos metros de altura. Acababa de meter la boca de la manguera en el grifo más cercano del jardín, cuando notó un desagradable olor que parecía provenir de las hortensias. Pensó que, antes de abrir el grifo, debería investigar qué pasaba allí o la cocinera le iba a armar una buena con ese hedor tan cerca de la puerta de la cocina. Los últimos días había estado demasiado ocupado con la poda de otoño, y no se había detenido a contemplar con la frecuencia habitual el crecimiento de las hortensias; esas hojas oscuras y lustrosas sobre las que brotaban las flores de un profundo color azul. Se acercó y se llevó un buen disgusto al comprobar que una de las plantas más altas y hermosas estaba completamente aplastada. Se hallaba en la última fila y quedaba a pocos metros de la pared que había justo debajo de la torre. Las preciosas flores azules se mostraban lacias desde el mismo tallo. ¡Esas malditas zarigüeyas! Los dichosos bichos se pasaban el día dando vueltas por los tejados. Tom había encontrado el año anterior un nido en la torre, y seguro que se había dedicado a pisotear las plantas con sus botazas sin mirar por dónde iba, en busca de zarigüeyas muertas. El jardinero se quitó el chaleco y sacó un par de tijeras de podar del bolsillo del pantalón con la idea de acercarse un poco más y hacer un corte limpio en los tallos rotos. Así que comenzó a gatear con cuidado entre los arbustos, intentando no dañar nada con las manos o las rodillas. No quería interrumpir el crecimiento de los nuevos brotes que nacían cerca de las raíces. Estaba ya a pocos centímetros de las flores caídas, cuando vio algo blanco a su lado, en el suelo. Algo que hacía no mucho había sido una niña con un camisón que ahora estaba manchado de sangre seca. Tenía una pierna doblada por debajo del inconexo cuerpo, y la otra se había enredado en la horca que él empleaba para sostener las ramas inferiores de las plantas. Estaba descalza, y tenía la cabeza tan aplastada que resultaba difícil averiguar de quién se trataba. No se atrevía a contemplar aquel rostro más de cerca, pero ya sabía que era Sara Waybourne. No había otra niña en el colegio que fuera tan pequeña y que tuviera esos bracitos y esas piernas tan delgaditas.
Se las arregló para salir gateando hasta el camino que discurría junto al arriate, y supo que tenía que vomitar. Desde ese lugar el cuerpo quedaba completamente oculto tras la densa cortina de follaje. Durante aquellos últimos días, Tom, él y las sirvientas debían de haber pasado decenas de veces por allí sin ver nada. Entró en el lavadero y se echó agua por las manos y la cara. Tenía una botella de whisky en la habitación. Se sentó en el borde de la cama y se sirvió un trago para intentar asentar el estómago que se le había revuelto de una manera salvaje. A continuación se fue directo hacia la casa. Entró por una puerta lateral y cruzó la entrada con el fin de llegar hasta el estudio de la señora Appleyard.
FRAGMENTO DE LA DECLARACIÓN REALIZADA POR EDWARD WHITEHEAD, JARDINERO DEL COLEGIO APPLEYARD, TAL Y COMO SE EFECTUÓ ANTE EL AGENTE BUMPHER DURANTE LA MAÑANA DEL VIERNES SANTO, DÍA VEINTISIETE DE ABRIL.
Todo esto supuso un golpe espantoso para mí, y era terrible tener que contárselo a la directora después de todo por lo que había pasado en los últimos tiempos. Creo que ella estaba caminando de un lado para otro por la habitación antes de que yo llamara a la puerta. En cualquier caso, no respondía, así que entré. Creí que le iba a dar algo cuando me vio. Casi se muere del susto. Tenía un aspecto horrible, peor aún que el habitual. Quiero decir que todos comentábamos en la cocina que últimamente parecía enferma. No me pidió que me sentara, pero me temblaban tanto las piernas que apenas podía mantenerme en pie, y me acomodé en una silla. No puedo recordar exactamente lo que le dije acerca de que había encontrado el cuerpo. Al principio se quedó allí, mirándome como si no hubiera oído una sola palabra de lo que le había dicho. Pero entonces me pidió que se lo contara todo de nuevo, muy lentamente, y yo lo hice. Cuando terminé, me preguntó: «¿Quién era?». Yo dije: «Sara Waybourne». Ella preguntó si estaba completamente seguro de que la niña estaba muerta. Le dije: «Sí, completamente seguro». No le dije por qué. Dejó escapar una especie de grito ahogado que recordaba más al de un animal salvaje que al de un ser humano. No olvidaré ese grito en toda mi vida. Ni aunque viva hasta los cien años.
Luego sacó una botella y se sirvió un vaso grande de brandy para ella y otro para mí, pero yo lo rechacé. Le pregunté si quería que fuera a buscar a la cocinera, que era la única persona que estaba en la casa en ese momento, además de nosotros. Me dijo: «Claro que no, idiota. ¿Sabe montar a caballo?». Yo le dije que no se me daba muy bien, pero que sí podría enganchar al poni a un coche. Dijo: «Entonces puede usted llevarme a la comisaría. Dese prisa, por el amor de Dios. ¡Y si ve a alguien no abra la boca!». Unos diez minutos más tarde ella ya estaba en la puerta principal, esperando a que yo llegara con el coche. Se había puesto un largo abrigo azul marino y un sombrero marrón con una pluma que sobresalía por arriba, y que yo le había visto en otras ocasiones, sobre todo cuando iba a Melbourne. Llevaba un bolso de cuero negro y unos guantes también de color negro, y me pregunté cómo podría pensar nadie en ponerse unos guantes en un momento así. Fuimos hasta Woodend, tan deprisa como pudo llevarnos el caballo, y ninguno de los dos dijo una palabra durante todo el trayecto. Cuando estábamos a unos cien metros de la comisaría, enfrente de las Caballerizas Hussey, me dijo que detuviera el coche. Entonces se bajó y se acercó al asiento en que los pasajeros de Hussey esperan a que pasen los coches. Pensé que se iba a caer. Le pregunté si quería que la acompañara a la comisaría o si prefería que esperara fuera. Ella me dijo que se iba a sentar allí unos minutos y que luego iría a la comisaría, sola. Dijo también que me harían montones de preguntas más tarde, y que lo mejor sería que regresara directamente a casa. No me gustaba nada dejarla en la calle sola, con tan mal aspecto y todo eso. Sin embargo, ella parecía saber exactamente lo que quería, como siempre, y pensé que tenía que obedecer sus órdenes. Sobre todo porque estaba terriblemente mareado después de lo que había visto esa tarde. Antes de que me marchara, la señora Appleyard me dijo que cogería uno de los coches de Hussey en cuanto hubiera hablado con la policía, para que la llevara de nuevo al colegio. Cuando di la vuelta con el caballo para volver a casa, ella seguía sentada en aquel asiento, más tiesa que un palo. Y esa fue la última vez que la vi.
Firmado… Edward Whitehead,
Woodend, viernes, 27 de marzo, 1900.
DECLARACIÓN DE BEN HUSSEY, DE LAS CABALLERIZAS HUSSEY, TAL Y COMO SE EFECTUÓ ANTE EL AGENTE BUMPHER EN LA MISMA FECHA QUE LA ANTERIOR.
Estábamos muy ocupados el jueves previo al Viernes Santo debido a las vacaciones de Pascua. Yo estaba sentado en mi oficina de las caballerizas, revisando los coches que teníamos que mandar, cuando entró la señora Appleyard y dijo que quería uno inmediatamente. Apenas la había vuelto a ver desde el día del picnic en Hanging Rock, y me quedé impresionado por lo mucho que había cambiado. Le pregunté que adónde quería ir, y me dijo que creía que a unos quince kilómetros de distancia; que acababa de recibir malas noticias de unos amigos que vivían en la carretera que llevaba a Hanging Rock, y que sería capaz de reconocer la casa en cuanto la viera. Como todos los cocheros estaban trabajando en ese momento, yendo y viniendo para recoger a los que llegaban en los trenes y esas cosas, le dije que la llevaría yo mismo hasta allí si no le importaba esperar a que enganchara una yegua a un coche. Era un animal muy brioso que acababa de domar y que no dejaría que nadie más que yo le pusiera los arneses. Me di cuenta de que la señora Appleyard estaba muy alterada, lo que era extraño en una mujer como ella, que no dejaba traslucir sus sentimientos jamás. Le pregunté si le gustaría sentarse a tomar una taza de té en mi casa mientras esperaba, pero ella vino conmigo y se quedó de pie mientras enganchaba la yegua al coche. Nos fuimos a las tres menos diez. Sé qué hora era porque tuve que anotarla en el bloc de la oficina para los conductores. Después de haber recorrido un par de kilómetros en absoluto silencio, le comenté que hacía un bonito día, muy soleado. Ella dijo que no se había dado cuenta. No hablamos más hasta llegar a la curva de la carretera desde la que empieza a divisarse Hanging Rock. Le indiqué con un dedo el lugar en que se alzaba la Roca, por detrás de los árboles, y le dije algo acerca de que desde el día del picnic aquel lugar le había causado un montón de problemas a mucha gente. Ella se inclinó hacia delante, justo a mi lado, y le hizo a la Roca un gesto amenazante con un puño. Espero no tener que volver a ver jamás una expresión como esa dibujada en ningún otro rostro. Aquello me asustó bastante, y no lo lamenté en absoluto cuando vimos una pequeña granja a lo lejos. Había una puerta en el camino, pero luego nadie se había encargado de abrir un sendero desde esa puerta hasta la de la propia casa. Ella me dijo que parara. Yo le pregunté: «¿Está usted segura de que es aquí?».
—Sí —dijo ella—. Es aquí y no es necesario que me espere. Mis amigos me llevarán de vuelta al colegio más tarde.
Era una especie de casa en ruinas. Estaba más allá de los prados y en el exterior, de pie en la puerta, había una pareja. Un hombre y una mujer que sostenía un bebé en brazos.
—Está bien —le dije—. La yegua todavía no se ha acostumbrado a quedarse quieta. Si está segura de que no necesita mi ayuda, me marcharé. Y espero que esas noticias no sean tan malas como usted cree.
Conseguí que la yegua arrancara bien, y salimos a toda prisa. No miré atrás.
Firmado… Ben Hussey,
Caballerizas, Woodend, 27 de marzo, 1900.
Más tarde, el pastor y su esposa declararían ante el tribunal que habían visto cómo una mujer con un abrigo largo salía de un coche de un solo caballo que se había detenido justo delante de la puerta que daba al camino de su casa. Luego contemplaron cómo se alejaba en dirección al área de picnic. Por allí pasaban a pie muy pocos desconocidos, pero la mujer parecía tener prisa, y pronto se alejó tanto que la perdieron de vista.
La señora Appleyard sabía perfectamente cómo era Hanging Rock aunque no hubiera estado allí jamás ni hubiera visto la Roca hasta esa misma tarde, cuando Ben Hussey le indicó desde el coche el lugar exacto en que se alzaba. Sabía también cuáles eran los puntos más importantes del área de picnic. Los había visto en los planos, dibujos y fotografías de la prensa de Melbourne. Después de recorrer un tramo más o menos llano del camino, que podía hacerse interminable, daría con la puerta de madera medio caída por la que Ben Hussey hizo pasar aquel día su coche de cinco caballos. Allí estarían también el arroyo y las plácidas charcas en las que aún se reflejaban los últimos rayos del sol de la tarde. A la izquierda, un poco más adelante, encontraría el lugar exacto en el que había acampado el grupo procedente de Lake View, y del que tantas fotografías se habían publicado. A la derecha, las paredes verticales de la Roca quedaban ocultas ya bajo las pesadas sombras, y la maleza que crecía en la base exudaba el olor a descomposición de los bosques húmedos. Sus enguantados dedos buscaron a tientas el cierre de la puerta. Arthur solía decirle: «Querida mía, tienes una cabeza excelente, pero no eres muy habilidosa con las manos». Dejó la puerta abierta y comenzó a caminar por el sendero en dirección al arroyo.
Después de toda una vida de linóleo, asfalto y alfombras Axminster, ahora, por fin, aquella gruesa y torpe mujer pisaba tierra de verdad. Había nacido hacía cincuenta y siete años en un suburbio erigido a base de ladrillos que se habían ennegrecido por el humo, y lo único que había visto que podía guardar cierta relación con la naturaleza era un espantapájaros bien tieso que alguien había plantado en un campo de maíz sobre el palo de una escoba. Ella, que había vivido tan cerca del pequeño bosque que se abría en el camino de Bendigo, no había sentido jamás la fina y áspera hierba bajo los pies. Nunca había caminado entre los rectos y enmarañados troncos de los árboles cargados de hebras que caían hacia el suelo. No se había detenido a disfrutar de las radiantes ráfagas del viento de la primavera que transportaba el aroma de las acacias y de los eucaliptos hasta el mismo vestíbulo del colegio. Jamás se había preocupado al percibir las bocanadas del viento del Norte que llegaba en verano cargado de la fina ceniza de los incendios que se producían en el monte. Sabía que cuando el suelo comenzara a elevarse en dirección a la Roca tendría que girar a la derecha e internarse en la zona de helechos que le llegaban hasta la cintura. A partir de ahí podría comenzar a subir. Advertía la dureza del suelo bajo sus bien abrochadas botas de cabritilla, que protegían sus grandes y blandos pies de los rigores de la maleza. Se sentó durante unos minutos en un tronco caído y se quitó los guantes. Notaba cómo le resbalaba el sudor por el cuello, por debajo del rígido encaje que llevaba pegado a la garganta, y se puso de pie de nuevo. Miró hacia arriba. Ligeras vetas de tonos rosados surcaban el cielo por detrás de una hilera de cumbres irregulares. Por primera vez caía en la cuenta de lo que significaba escalar la Roca durante una tarde calurosa, al igual que la habían escalado las niñas perdidas hacía tanto, tanto tiempo, con sus vestidos de verano, sus holgadas faldas y sus delicados zapatos. En ese instante, mientras seguía sudando y se tropezaba al atravesar las grandes extensiones de helechos y cornejos, se acordaba mucho de ellas, pero sin llegar a sentir ninguna compasión. Muertas. Estaban muertas. Y ahora también lo estaba Sara, tendida debajo de la torre. Cuando el monolito se elevó ante ella, lo reconoció de inmediato gracias a las fotografías. Siguió trepando con la única idea de recorrer los últimos metros que le quedaban para llegar hasta él. El corazón le latía a toda velocidad debajo del grueso abrigo. El ascenso no era sencillo, y notaba cómo a cada paso montones de pequeñas piedras resbalaban bajo sus pies. A la derecha había un estrecho saliente que iba a dar a un precipicio, y no se atrevió a mirar. A la izquierda, en cambio, se alzaban nuevas cumbres, enormes piedras… En una de ellas vio una inmensa araña negra que tenía las patas completamente extendidas y que estaba dormida bajo el sol. Siempre le habían dado pánico las arañas. Buscó a su alrededor algo con que golpearla, y entonces vio a Sara Waybourne en camisón. Tenía un ojo abierto y la miraba fijamente con él desde su máscara de carne podrida.
Un águila que volaba por encima de las doradas cumbres escuchó su alarido. La directora chilló mientras corría hacia el precipicio, desde donde saltó. La araña se escabulló rápidamente en busca de un lugar seguro, mientras el desmañado cuerpo rodaba y se golpeaba de roca en roca en su descenso hacia el valle. Siguió cayendo hasta que una peña puntiaguda le atravesó la cabeza, aún adornada con su sombrero marrón.