15

Hubo mucho movimiento en el colegio Appleyard la mañana del domingo veintidós de marzo, como ocurría cada vez que las alumnas se preparaban para ir a la iglesia de Woodend. Dado que evitaban cualquier tipo de contacto innecesario con el mundo exterior, en la casa no se supo nada durante todo el largo y aburrido domingo acerca de la impactante noticia que habría desatado la lengua de todos los que vivían allí, a pesar de las normas. Los periódicos dominicales no habían llegado, así que, mientras la madera carbonizada del hotel de los Lumley seguía ardiendo lentamente bajo la pálida luz del sol de otoño, las niñas almorzaban. El agente Bumpher se tomó el domingo libre para ir a pescar a Kyneton, y regresó encantado a mediodía con una única pieza que haría a la parrilla para el desayuno de la mañana del lunes. Un desayuno que se vería cruelmente interrumpido con la llegada del joven Jim, que le solicitaba cierta información para así poder responder a las preguntas de la prensa de Melbourne. Al parecer, los periodistas habían establecido una dramática relación entre la muerte de la desconocida institutriz y el casi extinto Misterio del Colegio.

Como ese domingo había poco personal en el colegio, Mademoiselle y la señorita Buck tuvieron que entrar en acción. Toda la casa andaba manga por hombro desde que la señorita Lumley se largara de aquella forma la tarde del día anterior, así que Minnie se quedó trabajando a pesar de que aquel era su día libre. Mientras le sacaba brillo a los cubiertos de plata en la antecocina, vio por la estrecha ventana cómo las dos institutrices dirigían a las niñas, tan guapas con sus guantes y sus sombreros, hacia las carretas que estaban esperándolas. También vio a Tom, que iba en el coche con Alice y la cocinera. Poco después salió por la puerta cubierta con la cortina de paño que daba a la entrada y, para su sorpresa, se cruzó con la directora, que bajaba las escaleras casi corriendo. Llevaba en una mano una cesta de tamaño pequeño, y se detuvo al ver a la sirvienta. Luego se aferró a la barandilla como si estuviera mareada (pensó Minnie) y le hizo una seña para que se acercara:

—¡Minnie! Este es su domingo libre.

—No importa, señora —dijo Minnie—. Hoy nos hemos quedado todos en el colegio como refuerzo… Después de lo de ayer.

—Vamos al estudio un momento. ¿Está Alice de servicio?

—No señora. Tom la ha llevado a la iglesia en el coche. Y a la cocinera también. ¿La necesitaba para algo?

—Al contrario. Parece cansada, Minnie. ¿Por qué no se tumba un rato?

(Y ahí estaba el pobre Tom, sin un solo diente en la boca desde el jueves, y no le había dirigido ni una palabra amable).

—Antes voy a poner las mesas. Además, podría venir alguien.

—Exacto. Estaba a punto de decide que el señor Cosgrove llegará por la mañana, en cualquier momento. Es el tutor de la señorita Sara. Yo misma podré vigilar su llegada desde la ventana, e iré en persona a abrirle la puerta.

—Bueno, señora, no me parece correcto —dijo Minnie vacilante, mientras sentía cómo una pequeña punzada de dolor le recorría el estómago.

—Es usted una buena chica, Minnie. Digna de confianza. Le entregaré cinco libras el día de su boda. Ahora haga lo que le digo y déjeme. Tengo unas cartas de trabajo que atender antes de que llegue el señor Cosgrove.

—¡Señor bendito! —le dijo Minnie a Tom esa noche—. La vieja tenía un aspecto horrible. Estaba blanca como la cal y respiraba como una locomotora. ¿Cinco libras? Casi me caigo de espaldas.

—Dios santo… Nunca dejaremos de sorprendernos —dijo Tom, mientras la cogía por la cintura con un brazo y le daba un sonoro beso.

Tenía razón. Nunca lo harían.

Cuando Mademoiselle regresó de la iglesia, se quitó el sombrero y el velo. A continuación se aplicó unos polvos sin color en la cara y un poco de vaselina en los labios, y se dirigió a la puerta del estudio. El reloj daría la una en breve. Siguiendo la costumbre de los últimos tiempos, la puerta estaba cerrada.

—Adelante, Mademoiselle. ¿Qué quería?

—¿Podría hablar con usted, señora, antes de déjeuner? À propos de Sara Waybourne. —A pesar de que la institutriz estaba al tanto de que Sara era de todo menos una de las favoritas de la directora, no esperaba ver la expresión que barrió el rostro de la señora. Parecía como si sobre él hubiera soplado un viento funesto.

—¿Qué es lo que pasa con Sara Waybourne? —Sus ojos marrones del color de la gravilla estaban alertas, vigilantes. («Casi como si tuviera miedo de lo que le iba a decir», decidió Dianne más tarde)—. Será mejor que se lo diga, Mademoiselle. Está haciéndome perder el tiempo y también está usted malgastando el suyo. Sara Waybourne se ha ido esta mañana con su tutor.

La voz de la institutriz sonó incontenible:

—¡Oh, no! ¡No, Dios mío! Ayer la visité y la pobre niña no estaba en condiciones de viajar. En realidad, señora, era de la salud de Sara de lo que le quería hablar.

—Esta mañana parecía estar bastante bien.

—Oh, pauvre enfant

La directora la miró con dureza.

—Una alborotadora. Eso es lo que es. Desde el primer momento.

—Una huérfana… —dijo Mademoiselle con valentía—. Hay que saber disculpar a esos pobres seres solitarios.

—Lo cierto es que no sé si volveré a aceptarla el próximo trimestre. En cualquier caso, ese asunto se tratará más adelante. El señor Cosgrove insistió en llevarse a la niña en el acto. Resultó de lo más inoportuno, pero no tuve otra opción.

—Me sorprende usted —dijo Mademoiselle—. El señor Cosgrove es un hombre encantador con unos modales perfectos.

—Los hombres, Mademoiselle, suelen ser muy desconsiderados cuando se trata de estas cosas. Usted misma lo descubrirá dentro de poco. —Su delgada sonrisa forzada no pudo armonizar con la mirada inalterable de sus atentos ojos.

—¿Y las cosas de Sara? —dijo Dianne, levantándose—. Lamento no haber estado aquí, con ella, para preparar su maleta.

—Yo misma ayudé a Sara a poner unas cuantas cosas en su cestita con tapa. Cosas que quería llevarse en ese mismo instante. El señor Cosgrove estaba esperando abajo, y tenía mucha prisa por marcharse. Había pedido un coche.

—Quizá nos hayamos cruzado en el camino de regreso a casa desde la iglesia. Me habría gustado tanto poder verla y despedirme de ella…

—Es usted una sentimental, Mademoiselle, a diferencia de la mayor parte de las mujeres que se dedican a su profesión. Sin embargo, así son las cosas. La niña se ha marchado.

A pesar de todo, la institutriz permaneció de pie en la puerta. Ya no tenía miedo de aquella mujer que llevaba puesto su tafetán de los domingos intentando encubrir la vejez de un cuerpo que reclamaba un descanso inmediato además de varias bolsas de agua caliente. Alguna pequeña muestra de humanidad.

—¿Hay algo más que quiera decir, Mademoiselle?

Al recordar a su abuela, tan elegante, que se reclinaba todas las tardes durante dos horas en una chaise longue, Dianne, inmensamente audaz, se atrevió a preguntar si Madame no podría tal vez considerar la idea de pedirle al buen doctor McKenzie que pasara a verla un instante. Había tenido mucho trabajo… Con el principio del otoño…

—Gracias… No. Nunca he dormido del todo bien. ¿Qué hora es? Anoche me olvidé de darle cuerda al reloj.

—La una menos diez, señora.

—No estaré presente en el almuerzo. Por favor, dígales que no pongan un plato para mí.

—Ni para Sara —dijo Mademoiselle de manera poco conveniente.

—Ni para Sara. ¿Es colorete eso que lleva en las mejillas, Mademoiselle?

—Polvos, señora Appleyard. Me parece que me quedan bien.

La directora se levantó de la silla y, en cuanto aquella desvergonzada impertinente hubo salido de la habitación, se dirigió hacia el armario que quedaba detrás del escritorio. Le temblaban tanto las manos que casi no pudo ni abrir la pequeña puerta, así que la golpeó de manera salvaje con la punta redondeada de una de sus zapatillas negras. La puerta finalmente se abrió, y entonces cayó al suelo una pequeña cesta cubierta con una tapa.

La directora no salió de sus habitaciones privadas en todo el día, y se retiró pronto a la cama. A la mañana siguiente, fue Tom el Irlandés quien se encargó de entregarle a la señora Appleyard en persona los periódicos, que venían cargados de crónicas espeluznantes acerca de la tragedia de los Lumley, y lo hizo con cierta agradable melancolía, ya que hay personas capaces de hallar consuelo en el hecho de ser los primeros en dar las malas noticias, sin por ello dejar de ser profundamente amables. Tom quedó algo decepcionado, no obstante, dado que en Dirección la noticia fue recibida con un silencio sepulcral y con un autoritario «¡Dámelos!». En los dominios de la cocina, mientras, las mujeres se llevaban horrorizadas los delantales a la cara y emitían gritos de incredulidad ante el hecho de que hubiera podido suceder algo semejante solo dos días después de que la señorita Lumley y su hermano hubieran estado allí, en esa misma casa, lo que, de alguna forma, hacía que aquel horror pareciera más grave y más espantoso, y que las llamas resultaran más cercanas y más reales.

El martes transcurrió sin incidentes. Rosamund lo había preparado todo para que Irma pudiera recibir un telegrama de despedida de todas las niñas. Se lo darían esa misma tarde, cuando los Leopold embarcaban rumbo a Londres acompañados de una doncella, una secretaria, un mozo y media docena de caballos de polo. Eximidas de los pequeños castigos impuestos por Dora Lumley, las alumnas gozaban de una muy bienvenida sensación de libertad, que se veía incrementada por el hecho de que la presencia fantasmal de la pequeña figura vestida de sarga marrón parecía haberse desvanecido por completo, al menos del recuerdo de las niñas. Todas estaban emocionadas y totalmente entregadas a los preparativos previos al éxodo general que se produciría el miércoles, con el inicio de las vacaciones de Semana Santa. Hacía mucho tiempo que en el colegio Appleyard no se oían tantos cuchicheos, tantas conversaciones e, incluso, tantas risas repentinas. Además, para intensificar aquel ambiente de bienestar, se sucedieron unos días de calor que sirvieron para alegrar el jardín y que hicieron que el señor Whitehead tuviera que regar de nuevo los arriates de hortensias, que, bajo las ventanas del ala oeste, aún mostraban sus enormes flores de un intenso color azul. Las previsiones de los periódicos anunciaban temperaturas suaves para la Semana Santa, que solo empezarían a variar el lunes de Pascua.

Las dos futuras novias cambiaban impresiones acerca de los detalles de sus respectivos ajuares, y Dianne, alegremente indiscreta, le confió a la sirvienta, que la miraba con los ojos como platos, la historia de la pulsera de esmeraldas.

—No tengo más joyas —dijo la institutriz—. La nuestra será una boda muy sencilla. Tenemos muy poco dinero y pocos parientes, excepto los de Francia.

Minnie se echó a reír:

—Mi tía nos está preparando el banquete de bodas, y ha invitado a tantos familiares que Tom cree que al final ni la novia ni el novio podrán entrar en la iglesia.

Dado que la señorita Buck había demostrado ser —en el breve periodo de tiempo que llevaba en el colegio— una completa inútil para cualquier cosa que no fuera enseñar algo de Euclides o una aritmética bastante elemental, Mademoiselle tenía muchas cosas de las que ocuparse. Dedicaba la mayor parte del día a todo tipo de pequeños quehaceres domésticos, y los sirvientes, incluidos la cocinera y el señor Whitehead, acudían a la institutriz francesa para que les diera instrucciones.

Aquella mañana corría escaleras arriba en busca de un paquete de alfileres, cuando Alice, la ayudante de la doncella, apareció en el rellano con un cubo y unas escobas.

—Minnie dice que haga la gran habitación doble, pero hay tanta ropa y tantas cosas tiradas por ahí que no sé ni por dónde empezar.

—Yo te ayudaré —dijo Mademoiselle—. Me da la impresión de que las estudiantes australianas son muy desordenadas. Estoy cansada de doblar y guardar sus vestidos.

—¡Esa era la señorita Irma! —dijo Alice con admiración—. ¡Vaya que sí! Llevaba un cepillo con el lomo de oro entre todos sus zapatos, y broches prendidos en las enaguas. Si en lugar de ella, hubiera sido la señorita Sara, la directora le habría dado a base de bien. ¡Es lo bueno de ser una rica heredera!

La antigua habitación de Miranda, que solía estar hermosamente iluminada gracias a los dos grandes ventanales que daban al jardín, por los que entraba también el aire fresco, se hallaba sumida en una oscuridad casi completa cuando abrieron la puerta. Habían echado las persianas venecianas, con la única excepción de la que cubría la estrecha ventana que se abría sobre la cama de Sara, todavía deshecha y con las sábanas arrugadas, tal y como se quedaron la última vez que ella durmió allí.

—Da un poco de miedo entrar, ¿no? —comentó la desaliñada muchacha mientras dejaba las escobas en el suelo, dispuesta a ponerse manos a la obra. Subió las persianas, y vieron que en la habitación reinaba un desorden ciertamente deprimente. La bata de Sara descansaba sobre el respaldo de una silla y había un par de zapatillas en el lavabo—. ¡Qué increíble! Parece que no ha querido llevarse muchas cosas —dijo mientras tiraba de las colchas.

—Aquí hay una funda de camisón y un neceser —dijo Mademoiselle—. Y la esponja sigue dentro. La directora me contó que solo se había llevado los artículos más necesarios en una pequeña cesta, para el viaje. Lo mejor será que lo guardemos todo en el armario hasta que la señorita Sara regrese una vez pasadas las vacaciones.

—Se dice que su tutor tiene un montón de dinero —respondió Alice con descaro—. No le pasará nada por comprarle a la niña una bata nueva. ¿Pongo sábanas limpias en esa cama? Era la de la señorita Miranda, ¿verdad? ¡Vaya chica más encantadora! Con un montón de dinero de verdad y nunca se las daba de nada. ¡Hasta podía pararse con Minnie y conmigo, y reírse un buen rato!

Aquella torpe criatura le estaba resultando insoportable.

—No. Quita todas las sábanas, y arregla las colchas… Comme ça.

Miranda no volvería a dormir en esa casa…

—No sé por qué no se pondría la joven Sara este precioso abrigo azul con el cuello de piel el domingo por la mañana. Me da que las niñas de trece años no tienen ningún gusto en el vestir.

—La señorita Sara se fue a toda prisa, y no es de tu incumbencia, Alice, lo que decidiera ponerse o no para el viaje. Por favor, encárgate de quitar el polvo… Debe de ser casi la hora del almuerzo. —Miró el reloj parado que descansaba sobre la repisa de mármol de la chimenea, donde había también una fotografía de Miranda, que sonreía tranquilamente desde su marco de plata. A diferencia de lo que sucedía con casi todas las fotografías, esta parecía extraordinariamente viva y real. Alice siguió limpiando el polvo, ahora ofendida y sin decir una sola palabra, y Mademoiselle se quedó mirando pensativa el retrato de Miranda—. Alice —dijo de repente—. ¿Fuiste tú quien trajo a la señorita Sara su desayuno el domingo por la mañana?

—Sí, señorita. Minnie estaba durmiendo un poco.

—Espero que le trajeras un huevo… Y un poco de fruta. Tuvo migraña todo el sábado, y no comió nada.

Alice, que se había olvidado por completo de las instrucciones de Minnie acerca de llevarle el desayuno a la niña enferma, y que, de hecho, no le llevó nada la mañana del domingo, se limitó a asentir, lo que de alguna manera le parecía menos causa de pecado mortal que una mentira descarada. De todos modos, estaba harta de las alumnas y de sus tonterías, y tomó la decisión de buscar un trabajo como camarera para después de la Pascua, a pesar de lo cual siguió limpiando entre las dos camas.

Dianne de Poitiers se mantuvo muy despierta durante la noche del martes. La luna de Pascua, que ya se mostraba grande y brillante, lanzó una flecha de plata hacia sus cortinas medio echadas, y atravesó la ventana abierta, que daba a una zona del ala oeste. Había una luz encendida en la habitación de Minnie, y de no ser por ella todo el edificio —o al menos lo que ella podía ver desde allí— estaría completamente a oscuras. Cuando se apoyó en el alféizar pudo ver el inclinado techo de pizarra que brillaba bajo la luna, y más allá la pequeña torre achaparrada que se recortaba negra sobre el cielo. ¿Sería cierto aquello de que la luna tenía algo que ver con los pensamientos e incluso con las acciones de los seres humanos, que vivían a millones de kilómetros de distancia, tan abajo, en la Tierra? Podía sentir cómo una marea de luz plateada recorría su delicada piel. No solo su mente estaba inexplicablemente despierta y alerta, sino que lo estaba todo su ser. Se acostó de nuevo, pero el débil zumbido de un mosquito que revoloteaba cerca de su almohada vibró en medio del silencio como si se tratara de un arpa. Le resultaba imposible conciliar el sueño en una noche así. En el mismo momento en que cerraba los ojos, comenzaba a pensar en la niña Sara. ¿Estaría también ella completamente despierta, bajo la luz de la luna? ¿Qué clase de hombre era su tutor? Solo sabía de él que tenía una apariencia encantadora y unos modales exquisitos. ¿Dónde pasarían las fiestas? ¿Qué le depararía el futuro a aquella niña que sentía que nadie la quería y que estaba tan sola? Miranda fue la única persona del colegio que consiguió que Sara sonriera alguna vez, y ahora Miranda se había ido… Miranda… Aquella fotografía en la que Miranda sonreía desde la repisa de la chimenea, en su marco ovalado, era la posesión más preciada de Sara.

—¡Imagínese, Mademoiselle! ¡Miranda me la regaló por mi cumpleaños! ¡A mí!

—Deberías colorearla, Sara. Eres muy buena con los pinceles —le había sugerido Mademoiselle—. El cabello de Miranda es de un color tan precioso. Como el dorado del maíz maduro.

—No creo que a Miranda le gustase, Mademoiselle. Irma Leopold estaba loca por rizárselo cuando se hizo esa fotografía, y Miranda le dijo que se la haría con el pelo liso o no se la haría. «Como siempre lo llevo en casa. El pequeño Jonnie no reconocería a su hermana con el pelo rizado».

Y ese otro día, en los jardines de Ballarat… ¡Con qué claridad lo recordaba todo ahora!

—¡Sara! Tus bolsillos… ¡Están inflados como un sapo!

—¡Oh, no, Mademoiselle! ¡No hay ningún sapo!

—Entonces, ¿qué es? No te queda nada bien.

—Es Miranda, Mademoiselle. No, no se ría. Por favor. Si lo descubrieran Blanche y Edith no dejarían de burlarse de mí jamás. Lo llevo a todas partes, incluso a la iglesia. Está perfecta, en este marco ovalado… Pero prométame que nunca se lo dirá a Miranda. —Su pequeño rostro alargado se había puesto rojo, y ella hablaba con solemnidad.

—¿Por qué no? —dijo Dianne, riéndose—. Es amusante, ça. A mí nunca me ha llevado nadie a la iglesia metida en un bolsillo.

—Porque —dijo la niña muy seria— sencillamente Miranda no lo aprobaría. Suele decirme que no va a estar aquí mucho tiempo más, y que tengo que aprender a querer a otras personas además de a ella.

¿Qué ocurriría la mañana del domingo para que se olvidara de coger el retrato de la repisa de la chimenea, como siempre hacía? Era algo pequeño y, por lo tanto, fácil de transportar… Tenía prisa, Alice. Te lo acabo de decir… La señorita Sara tenía prisa, y se olvidó de su bata. Una bata… Un neceser. Cosas que podrían olvidar con facilidad tanto una niña nerviosa como la mujer sin domesticar que la había ayudado casi a la fuerza a guardar unas cuantas cosas en su pequeña cesta. Pero el retrato no. Jamás. Jamás se habría olvidado del retrato. ¿Quizá se hallaba gravemente enferma? ¿Estaba tan mal que la directora se había negado a admitirlo? ¿Habría llevado su tutor a la niña a un hospital, tras prometer que guardaría silencio? Una bocanada de aire nocturno agitó las cortinas de encaje e hizo que se abombaran hacia el interior de la habitación… Tenía frío, un frío horrible. Y miedo. Se echó una colcha sobre los hombros, encendió una vela y se sentó en la silla de su tocador para escribir al agente Bumpher.

Antes de que finalizara la tarde del miércoles, día veinticinco, el último de los coches de Hussey se había llevado ya a la última de las alumnas. Las silenciosas habitaciones estaban repletas de montones de papel, de alfileres que habían caído al suelo, de trozos de cintas y de cuerdas. En el comedor, el fuego estaba apagado, y los claveles que quedaban en los altos jarrones de cristal parecían estar en las últimas. El reloj de pie que sonaba en la escalera emitía ahora un sonido tan fuerte que la señora Appleyard creyó que podía oír su eterno tic-tac a través de la pared del estudio. Minuto a minuto; hora tras hora. Como un corazón que siguiera latiendo en el interior de un cuerpo ya muerto. Minnie entró al caer la noche con el correo en una bandeja de plata.

—Hoy ha llegado tarde, señora. Tom dice que se debe a la cantidad de trenes que circulan durante la Pascua. ¿Le parece bien que eche las cortinas?

—Como quiera.

—Hay una para la señorita Lumley. ¿Se la entregó a usted?

La directora extendió un brazo para recogerla.

—Tendré que averiguar la dirección del hermano en Warragul.

¿Quién podía morirse, sino los Lumley, sin dejar ni una dirección? Dora Lumley había sido siempre un desastre con su correspondencia, y seguía siéndolo incluso ahora. Se quedó mirando las pesadas cortinas que ocultaban el suave crepúsculo que caía sobre el jardín, y pensó en las pocas cosas que no terminaban emborronándose en la vida, que permanecían firmemente perfiladas. Una podía organizar, dirigir, planificar cada hora con antelación, y aun así la confusión persistía. En la vida nada era realmente infalible, ni secreto, ni seguro. No había más que pensar en gente como Dora Lumley o la niña Sara. Inútiles. Las tienes firmemente bajo control y justo cuando vuelves la cabeza se te escurren entre los dedos… Cogió mecánicamente el montón de cartas, y comenzó a repartirlas como siempre insistía en hacer ella misma. Dos o tres eran para el personal: una para Mademoiselle, escrita con la delgada tinta color púrpura de Louis Montpelier, y la otra para Minnie, una postal coloreada procedente de Queenscliff. Allí estaba también la ridícula factura del panadero, entregada a mano en un sobre sucio. No aceptaba cheques… Justo después de la Pascua tendría que ir a Melbourne y vender algunas acciones, y así podría aprovechar para ir a Russell Street. Había llegado el momento de emprender medidas constructivas. Por mucho que hubiera preferido cenar aquella noche sola y en silencio, tiró del cordón de la campana que estaba al lado de la chimenea:

—Alice, cenaré abajo con Mademoiselle y la señorita Buck. Por favor, dígaselo a la cocinera y pídale que nos haga llegar una bandeja después de los postres con café solo, azúcar y nata para las tres.

En esos momentos, ningún detalle carecía de importancia. Así que se arreglaría con especial cuidado, se pondría un lazo de terciopelo en el cuello y un broche extra. Mademoiselle advertiría esas naderías, y las encontraría tranquilizadoras. En cuanto a la señorita Buck, con esa sonrisa llena de huecos y sus gruesas gafas, nunca se sabía. Las mujeres jóvenes que, en teoría, eran inteligentes, podían ser también muy suspicaces. Algunos imbéciles ven demasiado, y otros, en cambio, no se dan cuenta de nada. ¡Lo que daría por contar con la firmeza de su Arthur! Incluso con las frías valoraciones de Greta McCraw. Por primera vez en muchas semanas volvió a pensar en la profesora de matemáticas, y golpeó el tablero de su tocador con un puñetazo tan fuerte que hizo que los peines y los cepillos y los alfileres para las ondas del pelo temblaran sobre su pulida superficie. Resultaba inconcebible que esa mujer de intelecto masculino, en quien había aprendido a confiar a lo largo de los últimos años, hubiera desaparecido como por arte de magia, perdida, violada, asesinada a sangre fría como una inocente colegiala, en Hanging Rock. Nunca había visto la Roca, pero su presencia la acompañaba a menudo en los últimos tiempos. Se trataba de una oscuridad perturbadora. Sólida como la pared.

Ninguna de las dos jóvenes había visto jamás a la directora tan refinada y gentil como en la cena de aquella noche. Se mostró verdaderamente locuaz. Después de un día agotador, las institutrices intentaron controlar sus bostezos cuando la directora le pidió a la señorita Buck que hiciese llamar a Minnie.

—Hay un poco de brandy, creo, en la licorera de la antecocina. ¿Te acuerdas, Minnie? Del día en que vino a comer el obispo de Bendigo.

Les llevaron la botella y tres vasos. Bebieron con mucha delicadeza, a sorbitos, e incluso brindaron por la salud y la buena fortuna de Mademoiselle y de M. Montpelier. Cuando Dianne pudo por fin coger su vela, a las once, pensó que aquella había sido la noche más larga de su vida.

El reloj de las escaleras acababa de dar las doce y media, cuando la puerta de la habitación de la señora Appleyard se abrió sin hacer ruido, centímetro a centímetro, para dejar salir a una anciana que llevaba una lamparita encendida y que avanzaba hacia el descansillo. Era una anciana con la cabeza vencida bajo un bosque de alfileres para el pelo, con el pecho flácido y la barriga caída debajo de una bata de franela. Ningún ser humano —ni siquiera Arthur— la había visto así jamás, sin el traje de campaña de acero y ballenas con el que, durante dieciocho horas al día, la directora solía enfrentarse al mundo.

La luz de la luna entraba por la ventana que se alzaba en la parte superior de la escalera, e iluminaba la hilera de puertas de cedro. Mademoiselle dormía al otro extremo del pasillo, y la señorita Buck en una pequeña habitación en la parte trasera de la torre. La mujer de la lamparita escuchaba el tic-tac, tic-tac, que subía desde las sombras de abajo. Una zarigüeya que se deslizaba por el emplomado, sobre su cabeza, la asustó tanto que casi hizo que se le cayera la lámpara de las manos. Bajo aquella débil luz, la gran habitación doble parecía encontrarse en perfecto orden. Limpia y coqueta, olía ligeramente a lavanda. Todas las persianas estaban bajadas hasta la misma altura, con lo que dejaban ver rectángulos idénticos de un cielo iluminado por la luna, en el que se recortaban las oscuras copas de los árboles. Las dos camas, cada una de ellas con su edredón de seda de color rosa bien doblado, estaban inmaculadas. En el tocador, flanqueado por dos jarrones altos de color rosa y oro, seguía el alfiletero con forma de corazón en el que había encontrado la nota que destruyó de inmediato. Una vez más, se vio a sí misma inclinándose sobre la niña que estaba en la más pequeña de las dos camas. Ya apenas veía un rostro, sino solo aquellos ojos. Esos enormes ojos negros que abrasaban los suyos. Una vez más la oyó gritar: «¡No, no! ¡Eso no! ¡El orfanato no!». La directora se estremeció y pensó que tenía que haberse echado una chaqueta de lana por encima del camisón. Puso la lámpara en la mesilla, abrió el armario donde seguían colgados, a la izquierda, los vestidos de Miranda, y empezó a revisar metódicamente todos los estantes. A la derecha estaba el abrigo azul de Sara con el cuello de piel, y un pequeño sombrero de castor. Zapatos. Raquetas de tenis… Ahora la cómoda. Medias. Pañuelos. Esas ridículas tarjetas de San Valentín… Decenas de ellas. Después de las vacaciones quitaría de allí todas las cosas de Miranda. Ahora el tocador. El lavabo. La pequeña mesa de nogal en la que trabajaba Miranda y en la que seguían sus lanas de colores. Por último, la repisa de la chimenea, donde no había nada importante. Solo una fotografía de Miranda en un marco de plata. Las primeras luces de color gris claro comenzaban a aparecer bajo las persianas cuando cerró la puerta, apagó la lamparita, y se tendió sobre su enorme cama con dosel. No había encontrado nada. No había llegado a ninguna conclusión ni había deducido nada. Acababa de dejar atrás otro día terrible de forzada inactividad. El reloj dio las cinco, y ya ni se planteaba la posibilidad de poder dormir. Así que se levantó y comenzó a quitarse los alfileres del pelo.

El jueves fue un día inusitadamente cálido, y el señor Whitehead, que iba a tomarse el Viernes Santo libre, decidió trabajar en el jardín para que su ausencia no produjera ningún menoscabo en las plantas. No parecía que fuera a llover por el momento, si bien la cima del monte estaba cubierta, como de costumbre, por una esponjosa neblina de color blanco. Pensó que los arriates de hortensias que había en la parte trasera de la casa podrían sobrevivir si los regaba bien ese día. Todo estaba extrañamente tranquilo sin las niñas. Solo se oía el pacífico cloqueo de las aves, los gruñidos lejanos de los cerdos, y, de vez en cuando, el ruido de las ruedas que pasaban por la carretera. Tom se había ido a Woodend en el coche para llevar el correo. La cocinera, dado que solo tenía que alimentar a un puñado de adultos en lugar del habitual grupo de estudiantes hambrientas, se había puesto a hacer limpieza general en la inmensa cocina enlosada. Alice estaba fregando las escaleras traseras, con la esperanza de que aquella fuera la última vez. La señorita Buck se había ido en coche para coger un tren que salía muy temprano, y Minnie arañaba diez minutos en su habitación para devorar con avidez un racimo de plátanos maduros, fruta por la que había empezado a sentir auténtica pasión a lo largo del último mes, mientras se soltaba sin ninguna preocupación la cinturilla de su vestido estampado, que le apretaba demasiado y no la dejaba estar cómoda.

Dianne de Poitiers envolvía en larguísimos papeles de seda sus escasos pero elegantes vestidos. La mera visión de su sencillo vestido de novia, de satén blanco, hacía que le diera un vuelco el corazón. Dentro de muy pocas horas, Louis la llevaría a la modesta posada de Bendigo, donde había reservado una habitación para su prometida hasta el lunes de Pascua. Se sentía como un pájaro que estuviera a punto de ser liberado después de años de cautiverio en el interior de una habitación sombría, en la que tantas veces había llorado hasta quedarse dormida, y en la que había cantado, en voz muy baja, Au clair de la lune, mon ami Pierrot. Aquella melodía agridulce salía por la ventana abierta, y flotaba sobre el césped hasta llegar al lugar en que la señora Appleyard hablaba con el señor Whitehead acerca de en qué punto del camino podrían ubicar un nuevo arriate.

—Tengo que ponerme a ello justo después de Semana Santa, señora, si quiere disfrutar de un buen espectáculo para la primavera.

¿Salvia? La directora le sugirió ese tipo de planta, que resultaba muy útil y provechosa. Pero el jardinero no mostró mucho entusiasmo.

—Es la favorita de muchas de las niñas… Es curioso que no pueda ver una amarilis sin acordarme de la señorita Miranda. «Señor Whitehead», solía decirme, «esas flores me hacen pensar en los ángeles». Bueno, es probable que ahora la pobre criaturita sea uno de ellos.

El jardinero suspiró.

—¿Y los pensamientos? —La directora se obligó a trasladar su imaginación hacia los pensamientos, y observó que podían ofrecer una estupenda perspectiva desde la puerta principal.

—¡Ah! ¡Ahí tenemos a la señorita Sara! ¡Ella es la de los pensamientos! Suele pedirme a menudo que le dé unos cuantos para su habitación. ¿Tiene frío, señora? ¿Le traigo un chal?

—Es lógico que tenga frío en marzo, Whitehead. ¿Hay algo más que quiera decirme antes de me vaya?

—Solo lo de la bandera, señora.

—¡Dios santo! ¿Qué bandera? ¿Es muy importante? —Había empezado a dar golpecitos impacientes con un pie sobre el suelo de grava—. Tengo montones de cosas que hacer hoy.

—Bueno —dijo el jardinero, que era un ávido lector de los periódicos locales—. La cosa es que el Macedon Standard está pidiéndole a todo el que tenga una bandera en la región que la ice durante el lunes de Pascua. Al parecer viene el regidor desde Melbourne para el almuerzo que se va a celebrar en la sala comunal.

El brandy doble que se había tomado después del desayuno le hacía ver las cosas con total nitidez. En cuestión de segundos pudo imaginar cómo ondearía la Union Jack desde la torre, y cómo eso serviría para hacerle saber al enorme grupo de curiosos y charlatanes que todo iba bien en el colegio Appleyard. Así que dijo amablemente:

—¡No faltaba más! Tenemos que izar la bandera. La encontrará debajo de las escaleras. ¿Se acuerda de que la pusimos ahí el año pasado, después del cumpleaños de la reina?

—Eso es. Yo mismo la doblé y la guardé.

Tom estaba ahora a su lado con la saca del correo.

—Solo hay una carta para usted, señora. ¿Se la doy ahora o la llevo dentro?

—Démela. —Se volvió y los dejó allí sin decir una sola palabra más.

—Es rara, esa mujer —comentó el jardinero—. Apostaría a que no sabe distinguir un pensamiento de un crisantemo a menos que yo le diga qué es qué.

Y entonces decidió que iba a poner begonias por todo el camino.

La carta era para la señora Appleyard, y su nombre aparecía escrito con una letra elegante, meticulosa y que le resultaba poco familiar. Había sido fechada hacía dos días en un lujoso hotel de Melbourne, y decía lo siguiente:

Estimada Sra. Appleyard,

Lamento el retraso en el envío del cheque que hoy le adjunto para cubrir las cuotas del trimestre de Sara Waybourne. Durante los últimos tiempos se ha requerido mi presencia en el noroeste de Australia para solventar ciertos asuntos mineros, y me ha resultado del todo imposible comunicarme desde allí con usted. El propósito de esta carta es el de hacerle saber que tengo la intención de visitar el colegio el sábado de Semana Santa (día veintiocho) por la mañana, para llevarme a Sara. Espero que este acuerdo no le suponga ningún inconveniente, ya que el Viernes Santo estaré ocupado y no deseo que la niña pase sola todo el día en el hotel, aunque este sea excelente. Si Sara necesita ropa nueva, libros, material de dibujo, etc., ¿sería usted tan amable de elaborar una lista para que podamos ir juntos de compras en Sydney, donde quiero pasar unos días de vacaciones con mi pupila? Como debe de estar a punto de cumplir catorce años, lo que me parece casi imposible, imagino que a ella le gustaría algo un poco sofisticado, como un vestido de fiesta, ¿no cree? De todos modos, podrá usted decirme qué opina de todo esto cuando nos veamos.

Con mis más afectuosos saludos, y esperando una vez más que no le suponga graves molestias seguir cuidando de Sara hasta el sábado (por supuesto, me haré cargo de todos sus gastos),

Le saluda atentamente,

Jasper B. Cosgrove.