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La salida final de Reg Lumley, aunque perfectamente respetable, llegó acompañada de tales fogonazos de publicidad que, aun muerto, el joven casi adquirió la capacidad de resucitar vistosamente, cual ave fénix, del hotel en llamas. El almacén de Warragul, donde había trabajado y debatido y pontificado durante quince insignificantes años, permaneció cerrado medio día con motivo del funeral de los Lumley, ofreciéndoles así un homenaje público que podría haberle gustado al difunto, aunque tal vez no. En cualquier caso, por fin había llegado el momento en que ya no podía manifestar sus opiniones en voz alta.

En el capítulo anterior hemos contemplado cómo una parte integrante de la trama que se inició en Hanging Rock quedaba, cinco semanas más tarde, literalmente reducida a escombros en una habitación de hotel. Sin embargo, durante el fin de semana del incendio otro acontecimiento tuvo lugar en Lake View, que poco a poco llegaría a un helado punto muerto entre las brumas de la montaña. Mike llevaba casi una semana en la ciudad, y los Fitzhubert habían regresado a Toorak para pasar el invierno, cuando una carta de su abogado, que se les había extraviado, le obligó a pasar un par de noches en el monte Macedon. Albert acudió con la yegua a buscarle a la estación la noche del sábado día veintiuno. En realidad, el tren de Mike pasó a centímetros del de los Lumley, de camino a Melbourne. Mientras el carro avanzaba por el paseo de los castaños, ahora sin hojas, empezó a caer de manera casi imperceptible una fina lluvia en forma de aguanieve.

—El invierno ha llegado muy pronto este año —dijo Albert mientras se subía el cuello de la camisa—. No me extraña que en invierno se larguen de aquí todos los ricachones que puedan permitírselo. —Había muy pocas luces en la fachada de la casa, que solía estar siempre tan brillantemente iluminada—. La cocinera todavía no se ha ido de vacaciones, pero los viejos se han marchado con la familia para Toorak. Tu antigua habitación está lista y te han encendido un buen fuego. —Sonrió—: ¿Tú sabes encender un fuego de leña? —Una única luz brillaba tenuemente en la sala, y pudieron vislumbrar, a través de la puerta abierta del salón, que habían cubierto los sofás y las sillas con grandes telas—. Esto no está muy alegre, ¿verdad? Será mejor que cenes y que luego vengas a los establos a verme. Tengo una botella del grog que me dio el Coronel justo antes de marcharse.

Sin embargo, Mike estaba cansado y bastante desanimado. Le prometió que iría a verle a la mañana siguiente.

La casa de Lake View, sin la presencia diaria de sus propietarios, resultaba aburrida e insulsa. Era una casa que existía solo como fondo para las cómodas vacaciones de su tía y su tío, y no tenía personalidad propia. Michael, que se comió su chuleta en una bandeja que le habían puesto junto al fuego, era vagamente consciente de la diferencia que había entre Lake View y Haddingham Hall, cuyos muros cubiertos de hiedra habían existido y seguirían existiendo durante cientos de años, presidiendo las vidas de generaciones y generaciones de Fitzhuberts que, en diversas ocasiones, incluso tuvieron que luchar y morir para defender la supervivencia de su torre normanda.

La carta del abogado apareció a la mañana siguiente exactamente donde Mike había imaginado que estaría, en la habitación de invitados, metida al fondo del pequeño cajón del escritorio. Era domingo, y como Albert tenía una misteriosa cita relacionada con un caballo en una granja bastante lejana, pasó la mayor parte del día vagando sin rumbo por los alrededores. La niebla levantó hacia el mediodía, y el bosque de pinos quedó a la vista, claramente recortado sobre el desvaído cielo azul. Después del almuerzo, cuando salió el sol con sus irregulares destellos de un dorado pálido, fue a dar un paseo hasta la casa del jardinero, y allí fue recibido con los brazos abiertos por los Cutler, que le agasajaron con unos panecillos calientes untados de mantequilla, y con un té en la acogedora cocina.

—¿Y cómo está la señorita Irma? ¡Vaya! No se imagina cómo la echamos de menos por aquí.

Mike confesó que no la había visto durante su estancia en la ciudad, pero que creía que embarcaba hacia Inglaterra el martes siguiente, noticia que la señora Cutler recibió con auténtica consternación. En cuanto su visitante se fue, el señor Cutler, quien, como la mayoría de las personas que viven en estrecho contacto con la naturaleza, estaba al tanto de los ritmos más primarios de esta, dijo suavemente:

—Siempre pensé que había algo entre esos dos. ¡Lástima!

Su mujer suspiró:

—Yo no me podía creer que hablara con tanta indiferencia de mi pobre y querida niñita.

Al caer la tarde, Mike se acercó hasta el lago, donde el ruido seco de las cañas y el movimiento de las cintas peladas del sauce al entrar y salir del pequeño refugio que en verano servía de fondeadero cubierto para la balsa, le llenó de una inquieta melancolía. Los cisnes habían desaparecido y también las flores de los nenúfares, cuyas hojas de color verde oscuro salpicaban ahora la negra superficie sobre la que ya no daba el sol. El roble que cubría la escena que presenció durante aquella tarde de verano, cuando vio cómo un cisne bebía de la concha gigante de una almeja, se alzaba ahora desnudo hacia el cielo. Llegaba también hasta él, a cierta distancia, el sonido de la pequeña corriente que descendía desde el bosque y que pasaba por debajo del puente rústico. La tintineante música parecía acentuar la quietud y el silencio de aquel interminable día.

Tan pronto como terminó de cenar, cogió el farol que estaba colgado en el pasillo lateral y, bajo una llovizna de aguanieve, se dirigió a los establos. Había una luz en la ventana de la habitación de Albert, y una bota mantenía la trampilla abierta para cuando él llegara. Sobre la mesa había una botella de whisky y dos vasos.

—Lo siento. Aquí no puedo encender fuego… No hay chimenea. Pero el grog mantiene el cuerpo caliente, y la cocinera nos ha preparado unos sándwiches. Sírvete.

Mike pensó que allí reinaba un ambiente ciertamente acogedor, incluso confortable, que no existía en el salón de su tía.

—Si fueras un hombre casado —le dijo mientras se sentaba en la mecedora rota—, serías lo que las revistas para mujeres llaman «una perfecta ama de casa».

—Si puedo, me gusta estar cómodo, si es eso a lo que te refieres.

—No es solo eso… —Le resultaba difícil explicarse, como le sucedía a veces con otras muchas cosas que le gustaría expresar correctamente—. Estaría bien que tuvieras una casa propia algún día.

—Sí, ¿verdad? Pero creo que pronto me entrarían ganas de marcharme, aunque tuviera la pasta suficiente para establecerme y formar una familia con una jauría de niños. ¿Cómo te va la vida en la ciudad con los señorones? ¿Te gusta?

—No. No me gusta nada. Y mi tía se pasa el día pensando en dar una de esas fiestas suyas tan horribles, nada menos que en mi honor. Todavía no les he dicho que dentro de una semana o a lo sumo dos parto hacia al norte, probablemente a Queensland.

—Un lugar que nunca llegué a ver como Dios manda. Solo los muelles de Brisbane y el calabozo de Toowoomba. ¡Pero solo durante una noche! Ya te conté que por entonces me juntaba con una buena panda de matones.

Mike miró cariñosamente sus rasgos rojizos, que, a la luz de la parpadeante vela, le parecían más honrados que los de muchos de sus amigos de Cambridge. Tipos que dejaban las facturas de sus sastres sin pagar durante años, y que aun así no habían pasado una sola noche entre rejas.

—¿Por qué no te coges unas vacaciones y te vienes al norte conmigo?

—¡Vaya! ¿Lo dices en serio?

—Por supuesto que lo digo en serio.

—¿Dónde te quedarás?

—Hay una buena explotación de ganado que quiero ver y que está bastante al norte, cerca de la frontera. Se llama Goonawingi.

Albert dijo pensativo:

—Creo que no me sería difícil conseguir un trabajo en uno de esos corrales. Son inmensos. De todos modos, Mike, no puedo dejar a tu tío y a los caballos sin encontrar antes a alguien que encaje en Lake View. El viejo me ha tratado muy bien… Casi siempre.

—Lo entiendo —dijo Mike—. En cualquier caso, estate ojo avizor por si das con el tipo adecuado para que tome el relevo, y yo te escribiré en cuanto tenga claro lo que voy a hacer.

Ninguno de los dos habló de dinero. A esas alturas, habría estado fuera de lugar mencionar que uno de ellos se encargaría de pagar los dos billetes de tren a Queensland. Desentonaría con la nobleza de su perfecto entendimiento mutuo. El ambiente de la pequeña habitación estaba muy cargado, pero el sitio resultaba casi acogedor con el whisky y la luz de las dos velas. Mike se sirvió otro trago, y sintió cómo una suave sensación de bienestar recorría sus venas.

—De pequeño pensaba que el whisky era una especie de remedio para el dolor de muelas. Mi Nannie lo utilizaba para meter las torundas de algodón en la botella. En cambio, últimamente me parece que un buen vaso de whisky resulta de gran ayuda cuando no puedes dormir.

—¿Todavía piensas en esa maldita Roca?

—No puedo evitarlo. Regresa casi todas las noches. En sueños.

—¡Hablando de sueños! —dijo Albert—. Anoche tuve uno impresionante. Era casi real.

—Cuéntame. Desde que llegué a Australia me he hecho un experto en pesadillas.

—No era exactamente una pesadilla… Bueno… ¡Mierda! No sé cómo explicarlo.

—Vamos. Inténtalo. Los míos son a veces tan reales que ni siquiera sé si estoy soñando.

—Me quedé dormido como un tronco. El sábado fue brutal. Debía de ser medianoche más o menos cuando me fui a la cama. Bueno, el caso es que de repente estaba tan despierto como lo estoy ahora, y había un pestazo enorme a esas flores, a pensamientos, en la habitación. El olor era tan fuerte que tuve que abrir bien los ojos para ver de dónde venía. No imaginaba que los pensamientos pudieran oler tanto. Parecen delicados, pero no te fíes… Ya sé que suena jodidamente estúpido, ¿no?

—A mí no me lo parece —dijo Mike, con los ojos fijos en el rostro de su amigo—. Sigue.

—Bueno. Pues voy y abro los ojos y resulta que en el cuchitril este hay tanta luz como si fuera de día, aunque el exterior siga oscuro como el diablo… No me parecía que fuera todo tan raro hasta que he empezado a contártelo. —Se detuvo y se encendió un cigarrillo Capstan—. Eso es… Como si la lámpara estuviera al máximo de su potencia. Y entonces ahí estaba ella de pie, al fondo de la cama, exactamente donde estás tú sentado ahora.

—¿Quién?

—¡Por Dios, Mike! No es normal que nos volvamos tan locos por culpa de un maldito sueño… —Empujó la botella por encima de la mesa—. Era mi hermana pequeña. ¿Te acuerdas de que te dije que era una entusiasta de los pensamientos? Parecía llevar una especie de camisón. Y eso tampoco me pareció tan extraño en ese momento… Solo me lo parece ahora. Si no fuera por el camisón, estaba casi igual que cuando la vi por última vez… Hace unos seis o siete años, creo. Se me ha olvidado.

—¿Dijo algo? ¿O solo se quedó ahí de pie?

—Casi todo el tiempo estuvo solo de pie, mirándome y sonriendo. «¿No me conoces, Bertie?», dijo. Y yo contesté: «Claro que te conozco». «¡Oh, Bertie!», siguió, «tus pobres brazos, con esas sirenas… Te habría reconocido en cualquier parte. Por la manera en que estabas ahí tumbado, con la boca abierta, y ese diente roto…». Me senté para poder verla mejor, pero entonces empezó a… ¿cómo diablos se dice cuando una persona empieza a ponerse como borrosa?

—Desvanecerse —dijo Mike.

—Eso es. ¡Qué listo! Entonces le dije: «¡Oye! ¡Hermanita! No te vayas todavía». Pero ella casi se había ido ya. Solo quedaba su voz. Podía escucharla tan claramente como te oigo ahora a ti. Me dijo: «Adiós, Bertie. He recorrido un largo camino para venir a verte, aunque ahora tengo que irme». Grité adiós, pero ella ya se había ido. Sin dejar ni rastro después de atravesar ese muro de ahí… ¿Crees que me he vuelto loco de remate?

¡Loco de remate! Si no se podía confiar en que la cabeza de Albert, tan firmemente atornillada a sus cuadrados hombros, estuviera repleta de una espléndida cordura y presidida por el sentido común, entonces, ¿en qué se podía confiar? Si Albert estaba loco, no tenía sentido creer en nada. Ni esperar nada. Ni tampoco rogar. No tenía sentido que Mike siguiera rezándole al Dios en el que le habían enseñado a creer desde el mismo momento en que su Nannie le llevó a rastras hasta las sesiones dominicales de catequesis para niños, que se impartían en la iglesia del pueblo. Y allí estaba Dios en persona, en una vidriera roja y azul. Un anciano aterrador que se parecía bastante a su abuelo, el conde de Haddingham, y que se había sentado en una nube desde donde se entrometía en las vidas de todos a los que abarcaba con la mirada. Castigaba a los malvados; cuidaba de los gorriones que se caían de los nidos en el parque; vigilaba a la Familia Real en sus diversos palacios; salvaba —o permitía que se hundieran con su barco, según el día— a «aquellos que corren peligro en el mar[26]». Encontrar y salvar a las alumnas perdidas en Hanging Rock, o tal vez permitir que murieran… Todo esto y mucho más desfiló por el pobre cerebro de Mike en un revoltijo de imágenes imposibles de digerir fácilmente —por no hablar de transmitírselas a alguien—, mientras observaba a su amigo, que ahora sonreía y repetía:

—¡Completamente loco! Espera a tener un sueño como ese, y ya verás.

Mike se levantó, bostezando:

—Loco o no, será estupendo que vengas conmigo, Albert. Creo que me voy a tomar otro trago y después me voy a subir a acostar. Buenas noches.

Aunque la niebla ya se había disipado cuando Mike bajó a desayunar a la mañana siguiente, y el sol llevaba luciendo un buen rato, la claridad del día aún no había llegado a los jardines del lado sombreado del monte. Desde la ventana del comedor miró por última vez hacia el pequeño lago, aún en penumbra, que parecía una losa de fría piedra gris. El monte Macedon, despojado de su belleza estival, podía resultar tan sombrío como los empapados campos de Cambridge. Se estremeció mientras recogía su maleta. Luego se puso el abrigo y se dirigió al establo. Albert, que le llevaría hasta el tren de Melbourne, silbaba entre dientes mientras regaba el suelo con una manguera. Toby ya estaba atado al coche.

El caballo se mostraba ansioso por salir, y movía la pequeña cabeza tan elegantemente vestida con la brida, haciendo que el freno emitiera ligeros tintineos.

—Tómate tu tiempo, Mike. Esta pequeña bestia es bastante impertinente, pero puedo retenerla mientras subes.

Acababan de salir del paseo para entrar en la carretera, cuando Albert hizo que el brioso caballo se detuviera al ver al chico del almacén Manassa, que iba bamboleándose en la bicicleta de su hermana. Llevaba el correo de la mañana en una mano aterida de frío.

—Estas son las gotas para la tos de la cocinera, señor Crundall, ¿se las lleva usted? Medio segundo… Hay también una carta para usted.

—¿Estás de broma? A mí nadie me escribe cartas.

—Creo que sé leer, ¿no? Y su nombre es señor A. Crundall, ¿verdad?

—Vale. Está bien. Dámela y no seas tan insolente. Bueno. Esta sí que es buena… ¿De quién será?

Como no recibió —ni esperaba recibir— respuesta alguna, el chico se fue por un camino lateral, tambaleándose de nuevo y ahora bastante enfurruñado. Ellos siguieron en silencio hasta detenerse delante de la estación de Macedon. Quedaban más de diez minutos hasta que llegara el tren y, como Albert se llevaba bien con el jefe de estación, este les invitó a entrar y a calentarse junto al fuego que ardía en el interior de su oficina.

—¿No vas a abrir la carta? —le preguntó Mike—. No te preocupes por mí.

—A decir verdad, no se me da muy bien ese tipo de letra llena de florituras. Entiendo mejor la de imprenta. ¿Qué te parece si me la lees en voz alta?

—¡Por Dios! Podría ser algo privado…

Albert sonrió.

—No lo creo. A menos que me siga la pasma… Vamos. Léela.

Aquel Albert no dejaba de sorprenderle. Le parecía admirable que no mostrara reparo alguno en hablar del calabozo de Toowoomba o en que se abriera y se leyera en voz alta su correspondencia privada. En casa, el mayordomo se encargaba de ordenar en hileras las cartas de la familia sobre una mesa de marquetería, y estas gozaban de un derecho casi divino a la privacidad. Michael cogió la carta sintiéndose como si estuviera a punto de robar un banco. La abrió y empezó a leer.

—Está escrita desde el Hotel Galleface[27]

—No tengo ni idea de qué es ese antro. ¿Dónde está?

—Al menos parece que la escribieron allí. Aunque la enviaron más tarde, ya desde Fremantle.

—Sáltate los detalles. Tú dime lo que pone, y ya le daré yo vueltas a esas cosas cuando llegue a casa.

Era una carta del padre de Irma Leopold. En ella le agradecía personalmente al señor Albert Crundall su participación en el descubrimiento y el rescate de su hija en Hanging Rock. Creo que es usted muy joven y que está soltero. Nos haría muy felices a mi esposa y a mí si aceptara el cheque adjunto como muestra de nuestra eterna gratitud. Mi abogado me ha hecho saber que en la actualidad trabaja usted como cochero en una casa particular… Si deseara cambiar de empleo en algún momento, por favor, no dude en ponerse en contacto conmigo escribiendo a la dirección de mi banquero, que aparece a continuación…

—¡Dios todopoderoso!

Si hizo más comentarios además del anterior, el estruendo del expreso que entraba en la estación los ahogó por completo. Mike le entregó la carta a Albert, que parecía tener las manos congeladas. Luego agarró su maleta y saltó hasta el compartimento más cercano justo antes de que el tren saliera del andén. Cinco minutos más tarde, Albert seguía de pie ante el fuego del jefe de estación, mirando un cheque por valor de mil libras.

Era muy pronto para que los hoteles estuvieran abiertos en la ciudad, pero el señor Donovan, del Donovan’s Railway Hotel, tuvo que levantarse de la cama ante los insistentes golpes que alguien estaba dando en la entrada lateral del bar. Todo estaba cerrado con llave, pero allí que se presentó el señor Donovan, en pijama.

—¿Qué diablos…? ¡Ah! ¡Eres tú, Albert! ¡Mierda! No abrimos hasta dentro de una hora.

—No me importa. Abierto o cerrado, quiero que me pongas un brandy doble. Y tan rápido como puedas. El maldito caballo no se va a estar mucho rato quieto.

El señor Donovan, bondadoso por naturaleza y acostumbrado a las demandas de las personas desesperadas por conseguir un buen trago antes del desayuno, abrió el bar, sacó una botella y un vaso, y no hizo preguntas.

Poco después, Albert se encontraba en un estado físico y mental idéntico al de aquella memorable ocasión en que fue noqueado en el décimo asalto por la Maravilla de Castlemaine. Se dirigía a su casa, y había recorrido ya casi la mitad de Main Street cuando vio a Tom el Irlandés, el del colegio, que conducía una calesa con la capota subida justo por el lado opuesto de la calle. Albert no estaba de humor para hablar ni con Tom ni con nadie, y solo levantó el látigo en señal de saludo. El otro, sin embargo, empezó a frenar y a hacer unos movimientos de cabeza tan insistentes, y tantas muecas, que Albert terminó por detener a regañadientes al caballo. Tom saltó entonces de la calesa, arrojó las riendas sobre el cuello de la paciente yegua marrón, y cruzó la calle en dirección al coche.

—Que me aspen… ¿Albert Crundall? No hemos vuelto a coincidir desde aquel domingo en la Roca. Cuando estuvimos con los otros. ¿Has visto el periódico de esta mañana?

—Todavía no. No miro mucho los periódicos. Solo las carreras.

—Entonces, ¿no sabes las noticias?

—¡Caray! ¿No me digas que han encontrado a las otras dos chicas?

—¡No! Que va. Nada de eso. ¡Pobres criaturas! Mira esto, aquí. En la portada. Fuego en el hotel de la ciudad. Hermano y hermana mueren abrasados. ¡Bendito sea el Señor! Qué final. Como le dije a Minnie: hoy en día, si no es una cosa es otra.

Albert echó un rápido vistazo al párrafo que revelaba que la pareja se dirigía a Warragul, y que la dirección anterior de la señorita Dora Lumley constaba en el registro del hotel como «Casa del colegio Appleyard, Bendigo Road, Woodend». Albert lo sentía mucho por cualquiera que fuese lo suficientemente desafortunado como para abrasarse vivo en la cama, pero en ese momento tenía cosas más importantes en que pensar.

—Bueno, he de irme. A Toby no le gusta estar mucho tiempo en el mismo sitio.

Pero Tom parecía dispuesto a quedarse un rato más junto a la rueda del coche para continuar la conversación.

—Vaya un caballo bueno que llevas ahí, Albert.

—Muy brioso —dijo el otro—. Cuidado con esa mano. No le gusta que le toquen la cola cuando está atado al coche.

—Ya veo. Hay uno así también en el colegio. Por cierto, ¿no conocerás a nadie en el monte que necesite a una pareja casada? Yo y Minnie nos vamos a casar el lunes de Pascua. Y después queremos buscar trabajo en otro sitio.

Aún estaba bastante aturdido por el impacto de la carta del señor Leopold, y el cochero solo podía pensar en regresar a la intimidad de su habitación del desván para volver a leerla. Ya estaba recogiendo las riendas cuando aquella alusión al trabajo le sonó de algo. Tom seguía divagando:

—La tía de Minnie quiere que le echemos una mano con una pequeña posada que tiene en Point Lonsdale. ¿Te he dicho que es allí donde pensamos pasar nuestra luna de miel? Pero a mí me gustaría algún sitio donde hubiera caballos, y Minnie —tú no conoces a mi Minnie— es delicada como un hada para la casa. ¡Como yo digo: para la plata no hay otra como ella!

—Tendré los ojos bien abiertos, a ver si me entero de algo para ti, Tom. Podría ser que averiguase algo después de la Pascua. Nunca se sabe. Hasta pronto.

Y se alejó ruidosamente hasta girar en la primera curva, y tomar a continuación el camino del Alto Macedon.

De esta manera quedó fijado, en menos tiempo del que empleó Tom para cruzar la calle hacia la calesa, un futuro de radiante domesticidad para él y para Minnie. Mucho más radiante de lo que jamás se habrían atrevido a imaginar ni en sus sueños más osados. Otro segmento de la trama de Hanging Rock estaba a punto de completarse, en este caso con una mejora espectacular que en el futuro se vería cubierta de insospechadas alegrías, entre las que destacaba una cómoda casita que se construiría detrás de los establos de Lake View, y que más tarde se llenaría de niños de ojos alegres, todos ellos el vivo retrato de Tom el Irlandés. Uno de aquellos niños llegaría a ser mozo de concurso en unas cuadras de caballos de carreras en Caulfield, y alcanzaría una fama imperecedera para sus padres y para sí mismo al entrar el segundo de veintisiete durante la celebración de la Copa Caulfield. Llegados a este punto, no podemos seguir ocupándonos del destino de Tom y de su Minnie dado que, después de todo, son solo hilos secundarios en la trama del Misterio del Colegio, que pronto daría un nuevo e insospechado giro, en el que ellos, afortunadamente, no se verían involucrados.

Albert le quitó los arreos a Toby y luego subió a sentarse en la mecedora. Una vez allí, sacó el sobre del señor Leopold, que había estado quemándole la cadera derecha durante todo el camino de regreso desde la estación de tren, y se dispuso a descifrar su contenido una y otra vez, con mucho esfuerzo, hasta aprendérselo de memoria con dirección y todo. Era aquella una habilidad que les resultaba muy útil a los que no sabían leer y debían confiar en su capacidad de almacenamiento de datos y de toda la información que pudiera resultarles necesaria en algún momento. El granjero iletrado que siembra y cosecha conforme pasan las estaciones no necesita escribir fechas en un cuaderno. Y Albert, que siempre sabía a la perfección cuándo le habían recortado las crines a Toby por última vez o cuándo se había herrado a la yegua en Woodend, supo que no necesitaría volver a mirar aquella carta nunca más. Así que, después de colocar cuidadosamente el cheque de los Leopold en un bote de mermelada que guardó debajo de su cama, quemó la carta sobre el cabo de una vela, y luego se sentó a pensar en la cantidad de cosas que le habían sucedido. Igual que él hizo que los destinos de Tom y Minnie cambiaran para siempre gracias a unas palabras pronunciadas aquella mañana al azar, también el padre de Irma, en un momento de impulsiva generosidad, alteró por completo el curso de la vida de Albert. Seguramente sea muy beneficioso para nuestro equilibrio emocional que tales seísmos en la trayectoria personal de cada uno se presenten bajo la apariencia inofensiva de las decisiones que hemos de tomar todos los días, como cuando elegimos si queremos un huevo cocido o escalfado en el desayuno. El joven cochero que se había sentado en la mecedora después del té aquel lunes por la noche no tenía ni idea de que se había embarcado en un largo viaje para el que ya no había vuelta atrás.

Albert pensó que le vendría bien tomarse unas breves vacaciones. Siempre quiso ver Queensland y ahora, sin duda, había llegado su oportunidad. Le resultó fácil tomar la decisión. Mucho más que el engorro de tener que escribir al menos tres cartas esa misma noche, lo que le supuso coger prestado el bloc de la cocinera y tres sobres, y encontrar su pluma, que tenía una buena costra de tinta seca de color púrpura pegada a la punta. A pesar de estos pequeños inconvenientes, sabía muy bien lo que quería decirle a cada uno de sus tres destinatarios, lo que no siempre ocurre en el caso de aquellas personas que tienen mejor ortografía que Albert Crundall, y que saben escribir con una letra mucho más legible que la suya. Así que pasó la lengua varias veces por la punta de la pluma hasta dejarla perfectamente limpia, y se puso con la carta número uno, que comenzaba sin contratiempos con un Estimado señor Leopold muy señor mio casi me caigo de espaldas cuando ha la mañana (dia ventitres de marzo) recivi su carta y el cheque ajunto. Después de lo cual, se acordó de que, aparte de alguna que otra propina y del soberano del Coronel en Navidad, que él recordara nadie le había hecho un regalo jamás. Hasta ese día, en que le había llegado un obsequio tan magnífico. Solo una vez, en el orfanato, una anciana bienintencionada le regaló una Biblia. Como parecía oportuno decir algo más que un simple «gracias» por un cheque de mil libras (sí, allí estaba, real como la vida misma, en el bote de la mermelada) decidió contarle al señor Leopold cómo había vendido la Biblia por cinco chelines, con la idea de poder comprarse algún día un poni. Vera, señor, yo era solo un chabal y todo cambio al tener que ganarme la vida cuando cumpli los doze asi que empezare a hora ha buscar alguno de raza, de unos catorce palmos. Hay caballos muy buenos si tienes digamos trenta libras en efectivo que a hora tengo señor gracias ha su jenerosidad. El resto del dinero se puede quedar en el banco asta que se me ocurra algo para bien que hacer con el. Bueno señor Leopold señor me quede de una pieza con su jeneroso regalo y ya acabo que es casi la medianoche. De nuevo con agradecimiento y deseando que usted y su familia tengan una larga y prospera vida

le saluda con gratitud,

Albert Crundall.

Todavía tenía algo que añadir, así que escribió una posdata que le llevó casi tanto tiempo como todo el texto anterior. No fue nada lo que hize por su hija en la Roca. Cualquier de poraqui le dirá lo mismo. Fue mi amigo un tipo joben con apellido de Honorable Fitzhubert quien le salvo la vida. Yo no. Albert Crundall.

La carta número dos, que iba dirigida al Coronel Fitzhubert, fue mucho más sencilla. En ella le presentaba su renuncia, le decía que dejaría el puesto cuando a ambos les resultara más conveniente, y le recomendaba a Tom, el del colegio, porque era un hombre con muy buena mano para los caballos. Finalizaba con un usted siempre fue un buen jefe para mi. Se lo agradezco y si no quiere que la silla nueva de Lancer este antes de la primabera colgando de un clabo en mi cuarto sera mejor que la guarde bien seca en este lugar tan húmedo le saluda atento Albert Crundall.

La última carta, la de Mike, la escribió a una velocidad vertiginosa, ya que no le prestó ninguna atención a la ortografía. El bueno de Mike ya sabía que no era muy diestro con la maldita pluma. Estimado Mike. Caray ese cheque es impresionante de verdad. El resto no tiene especial interés, excepto tal vez la última frase: Bueno Mike vamos ha vernos cualquier día que digas en la ciudad. ¿Conoces el Post Office Hotel en Burke Street? Podríamos tomarnos una cerveza y fijar una fecha para Q’land. He escrito ha tu tio para renunciar al trabajo en Lake V. y todo en orden alli asi que di el día. Albert.