Nunca se sabrá fehacientemente si la señora Appleyard llegó a enterarse con el tiempo de lo sucedido aquella tarde en el colegio. Parece poco probable, dadas las circunstancias, que Dora Lumley rompiera la promesa de silencio que le había hecho a Mademoiselle. Durante la cena de esa noche, que presidió la directora como de vez en cuando le gustaba hacer, las alumnas se mostraron tranquilas y disciplinadas, aunque no especialmente hambrientas. Se les permitió mantener una breve conversación que no resultó muy animada, y a primera vista, por lo que pudo comprobar Dianne de Poitiers, todo estaba en orden. Solo faltaban Sara Waybourne, que se quejaba de migraña, y Edith Horton, que le dijo a la señorita Lumley que tenía una pequeña neuralgia en la mejilla derecha. Edith suponía que debía de haberse sentado cerca de una corriente de aire en el gimnasio.
—El gimnasio puede tener montones de corrientes de aire —apuntó Mademoiselle desde su asiento en un extremo de la mesa.
La directora, en el extremo opuesto, se disponía a atacar una chuleta de cordero como si fuera a ejecutar la experta desmembración que llevaría a cabo un tiburón asesino. En realidad, tenía cosas mucho más importantes en que pensar, y la chuleta no era más que el símbolo externo de la batalla que se libraba en su interior entre dos cartas, la del señor Leopold y la del padre de Miranda. Ambas seguían en su escritorio sin respuesta. Sin embargo, creía que por cuestiones morales resultaba imprescindible mantener una conversación con las alumnas, así que se obligó a preguntarle a Rosamund, que estaba sentada a su derecha, si Irma Leopold viajaba a Inglaterra con la Orient o con la P. & O[24].
—No lo sé, señora Appleyard. Irma ha estado tan poco con nosotras esta tarde que apenas tuvimos tiempo de hablar con ella.
—Mi hermana y yo pensamos que estaba un poco pálida y parecía cansada —saltó la que más hablaba de la pareja de Nueva Zelanda.
—¿De veras? Irma me aseguró que se encontraba en perfecto estado de salud.
El candado de oro de la pesada pulsera de la directora golpeó contra el plato, y ella pasó del primer sobresalto al asombro al darse cuenta de que la institutriz francesa, desde el otro extremo de la mesa, la observaba de una manera bastante peculiar. Advirtió el brillo de las esmeraldas que llevaba en la muñeca, y se preguntó si no serían demasiado grandes para ser auténticas. Al ver aquellas joyas volvió a acordarse de los Leopold, de los que se decía que poseían una mina de diamantes en Brasil.
Hizo un despiadado corte en la chuleta, y llegó a la conclusión de que pasaría la noche entera despierta si era necesario para que Tom pudiera llevar ambas cartas al primer correo de la mañana del viernes.
En cuanto hubo terminado la cena y el Señor hubo recibido los debidos agradecimientos por el arroz con leche y la compota de ciruelas, la directora se levantó de la mesa, se retiró a su estudio, cerró la puerta y se sentó, con la pluma en una mano, para finalizar de una vez su odiosa tarea. La mayoría de las mujeres, ante una situación tan peligrosa y enmarañada por culpa de tantos temas secundarios, habría decidido tomar el camino más sencillo hacía mucho tiempo. Por ejemplo, todavía era posible alegar que tenía asuntos de la mayor urgencia que resolver en Inglaterra, y que, lamentablemente, se veía obligada a cerrar el colegio para siempre. Podría incluso venderlo mientras el negocio continuara en marcha por lo que le quisieran dar. ¿Cómo se llamaba eso en el mundo de los negocios? «Fondo de comercio». Apretó los dientes. ¿Hasta qué punto seguía siendo el suyo un negocio rentable? Por ahí se rumoreaba que el colegio estaba embrujado, y sabe Dios cuántas otras tonterías del mismo estilo. Ella podía encerrarse en su estudio y pasar allí la mayor parte del tiempo, pero tenía ojos y oídos. El día anterior, sin ir más lejos, la cocinera le había dicho a Minnie con toda la tranquilidad del mundo que en el pueblo se decía que «alguien» había visto cómo, al anochecer, los alrededores del colegio se poblaban de unas luces extrañas.
En el pasado, la señora Appleyard y su Arthur habían asumido considerables riesgos sin preocuparse en absoluto y sin perder la confianza. Pero nunca tuvieron que enfrentarse a una situación tan abocada a un posible desastre personal y público. Era necesario armarse de valor para tomar una espada y hundirla en las entrañas del contrario a plena luz del día, pero para estrangular a un enemigo invisible en la oscuridad se requerían cualidades muy distintas. Esa noche todo su ser pedía a gritos una acción decisiva. Sí, pero ¿qué tipo de acción? Ni siquiera Arthur podría haber elaborado un plan de campaña mientras el deplorable misterio de Hanging Rock siguiera sin quedar resuelto.
Por segunda vez ese día, antes de ponerse a trabajar en la primera de las dos cartas, tomó el libro de contabilidad del último cajón y lo revisó con mucha atención. Según sus cálculos, lo más probable era que solo unas nueve de las veinte antiguas alumnas volvieran cuando comenzara el siguiente trimestre después de la Pascua. Una vez más, recorrió la lista de apellidos. El último que había tachado era el de Horton, Edith, cuya madre, insufriblemente estúpida, le había escrito una carta que le había llegado ese mismo día para informarle de que tenía «otros planes» para su única hija. Hacía unos meses, esas noticias habrían sido maravillosamente recibidas, y habría resultado muy sencillo sustituir a la alumna más torpe del colegio. Pero ahora, si borraba el de Edith, solo le quedarían nueve apellidos más, incluyendo el de Sara Waybourne. La directora seguía teniendo a buen recaudo su botella de brandy en el armario de detrás del escritorio. La abrió y se sirvió medio vaso. El trago de alcohol pareció aclararle las ideas y ofrecerle una línea de pensamiento bastante más objetiva. Así que se sentó a la mesa de nuevo y tomó unas notas con su mejor caligrafía, que no dejaba entrever nada del carácter real ni de la voluntad de hierro de la mujer que sostenía la pluma. Eran casi las tres de la mañana cuando por fin pudo cerrar y sellar las cartas, y, a continuación, arrastrar su agotado cuerpo hasta el piso de arriba.
El día siguiente transcurrió sin incidentes. Llegó una nota del agente Bumpher, que venía a decir que no tenía nada nuevo que comunicar, pero que a uno de los hombres de Russell Street le gustaría ver a la señora Appleyard en el curso de la semana próxima, cuando a ella le pareciera más oportuno, porque había una o dos cuestiones relacionadas con la disciplina impuesta en el colegio antes del día del picnic que a algunos padres les gustaría aclarar… El clima era suave y muy agradable, y el señor Whitehead había solicitado el día libre que se le debía desde hacía mucho tiempo para consagrarse cómodamente a la lectura del Horticultural News. Tom se dedicó a hacer sus tareas después de que Minnie le uniera las doloridas mandíbulas con una cinta de sus enaguas de franela, y Sara Waybourne, siguiendo las precisas instrucciones de Mademoiselle, pasó la mayor parte del día en cama. Por lo demás, todo seguía como de costumbre.
Los sábados solían consagrarse, por lo general, a las pequeñas tareas de la casa. Las alumnas cosían, escribían a sus familiares —cartas que más tarde serían rigurosamente censuradas a la luz de una lámpara de alcohol situada en el escritorio—, jugaban al croquet o al tenis si hacía buen tiempo, o se dedicaban a vagar sin rumbo por los alrededores de la casa. Tom estaba hablando sin muchas ganas con la señorita Buck junto al arriate de dalias, cuando la llegada hasta la puerta principal de uno de los coches de Hussey hizo que pudiera por fin apartarse de la señorita, aunque no hubiera ningún equipaje que cargar. En el coche venía un hombre joven de su misma edad, más o menos, y de aspecto sórdido, que llevaba consigo una pequeña bolsa que tenía el mismo aspecto sórdido que él. Le pidió al cochero que le esperase hasta nueva orden, pero en un lugar en el que no pudiera vérsele desde las ventanas delanteras. Tom supo de inmediato, al ver su insignificante figura, que se trataba de ese mequetrefe chulito que la señorita Lumley tenía por hermano. Era la primera vez, desde hacía varios meses, que Reg Lumley acudía a visitar a su hermana al colegio. ¿Por qué, en nombre del cielo, había tenido que elegir precisamente ese día?, se preguntó la directora mientras veía cómo se quitaba los guantes y se alisaba el deslucido abrigo antes de tocar el timbre. La señora Appleyard, que se jactaba en secreto de ser capaz de deshacerse de un visitante inoportuno en el plazo de tres minutos —con todo el refinamiento y la elegancia que fueran necesarios— comprendió desde su primer apretón de manos que Reg era un individuo muy obstinado y perseverante. En resumen, igual que su hermana Dora, un idiota y un pesado. Sin embargo, allí estaba, o mejor dicho, allí estaba su tarjeta, no muy limpia, en la que aparecía la dirección de la empresa para la que trabajaba, situada en el municipio de Warragul.
—Puedes decirle al señor Lumley que entre, Alice, e infórmale de que estoy muy ocupada.
Reg Lumley, desagradable, pomposo y con tendencia a precipitarse a la hora de hablar, trabajaba como empleado en el almacén Gippsland, y tenía Opiniones y Pareceres acerca de absolutamente todo, desde la Educación de las Mujeres hasta la incompetencia del Cuerpo de Bomberos local. ¿Sobre qué le hablaría hoy?, pensaba la directora mientras daba golpecitos con sus impacientes dedos sobre la mesa. ¿Y por qué habría hecho un viaje desde Warragul hasta allí sin previo aviso?
—Buenos días, señor Lumley. Me gustaría que hubiera tenido usted la idea de escribir y comunicarnos que tenía intención de visitarnos hoy. Resulta que estoy muy ocupada esta tarde, y su hermana también. Si le incomoda, ponga su sombrero en esa silla. Y su paraguas.
Reg, que había permanecido despierto la mitad de la noche imaginando cómo le soltaría su ultimátum a la directora desde una posición vertical, que le conferiría mayor autoridad, tomó asiento de mala gana, con el paraguas entre las rodillas.
—Puedo decirle que no tenía la menor intención de venir hoy, señora. Pero recibí un telegrama de mi hermana Dora a última hora de la tarde de ayer. Y su contenido me disgustó bastante.
—¿De veras? ¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque corroboró mi opinión acerca de que el colegio Appleyard ya no es un lugar adecuado para que mi hermana siga trabajando en él.
—No me interesan demasiado las opiniones de los demás, y más cuando se basan en motivos puramente personales. ¿Tiene usted alguna razón para hacer una afirmación tan extraordinaria?
—Sí, la tengo, en efecto. Un buen número de razones. De hecho —había empezado a hurgar en sus gastados bolsillos—, he traído una carta, por si se daba el caso de que no estuviera usted en la casa. ¿Se la leo?
—No, gracias. —La señora Appleyard elevó los ojos hacia el reloj que tenía sobre la cabeza—. Si pudiera usted decir con la mayor brevedad posible lo que sea que le ha traído aquí…
—Bueno, para empezar está toda esa publicidad sobre el colegio. En mi opinión, ha habido demasiada publicidad desde que se produjera ese, digamos, esos desafortunados incidentes en Hanging Rock.
La directora dijo mordazmente:
—No recuerdo que se mencionara el nombre de su hermana en la prensa en ningún momento.
—Bueno, tal vez el de mi hermana no… Pero ya sabe cómo le gusta hablar a la gente. Uno no puede abrir un periódico hoy en día sin tener que leer algo sobre este asunto. No está bien, en mi opinión, que una mujer respetable como Dora se mezcle en modo alguno con el crimen y ese tipo de cosas. —(Si el corazón del joven Lumley pudiera quedar expuesto, como el del poeta, ante los ojos de los demás, podría verse que en él tenía tallada la palabra RESPETABILIDAD. Y, para Reg, la publicidad no solía ser muy respetable, a menos que se centrara en alguien tremendamente importante, como Lord Kitchener[25].)
—Tenga cuidado con cómo se expresa, señor Lumley. No se ha producido ningún crimen, que nosotros sepamos. Tal vez prefiera hablar de un misterio. Son cuestiones muy diferentes.
—Está bien. Misterio. De todas maneras, no me gusta nada la situación, señora Appleyard. Y a mi hermana tampoco.
—Mis abogados están convencidos de que daremos con una solución en breve, piensen lo que piensen usted y sus amigos de Warragul. ¿Es eso todo lo que tiene que decirme?
—Solo que Dora me ha hecho saber que desea poner fin a su contrato de trabajo con usted a partir de hoy, sábado, día veintiuno de marzo. Lo cierto es que tengo un coche fuera, esperándonos a los dos, así que, si tiene la amabilidad de decirle que su hermano está aquí, ella podría ir preparando el equipaje imprescindible, y hacer que le envíen más tarde las maletas más pesadas.
Llegados a este punto, el joven advirtió algo que más tarde le comentaría a su hermana en el tren: la piel de la nuca de la señora Appleyard se estaba tiñendo de un extraño color moteado bajo el cuello de encaje de su camisa. Los ojos que él nunca antes se había atrevido a mirar, ni directamente ni de soslayo, se mostraban ahora redondos como un par de canicas, y parecían a punto de salírsele de la cara. Un minuto después, la dama comenzó a proferir una auténtica retahíla de insultos.
—¡Uf, Dora! ¡Me gustaría que la hubieses oído! Por fortuna, yo tenía el control absoluto de la situación, y ni me molesté en contestar.
Un testigo imparcial podría haber añadido que el propio visitante, por su parte, también se puso blanco como la leche, aunque con una extraña tonalidad verdosa, y que temblaba ostensiblemente.
—Déjeme decirle que su hermana es una imbécil y una llorica, señor Lumley. Debería haberla despedido yo misma antes de la Pascua sin necesidad de que usted se entrometiera. Afortunadamente, me ha ahorrado usted el trago. Comprenderá, por supuesto, que dado su extraordinario comportamiento, su hermana pierde cualquier derecho a recibir su salario, por incumplimiento de contrato.
—Yo no estoy tan seguro de eso. Sin embargo, podremos hablar de ese tema más tarde. En cualquier caso, doy por hecho que a ella le gustaría contar con una recomendación por escrito.
—¡Por supuesto! ¡Ya lo creo! ¡Pero cualquier recomendación por mi parte, si pusiera una pizca de verdad en ella, le serviría bien poco para encontrar otro empleo! —La señora Appleyard agarró el cartapacio con tanta fuerza que casi logró que saliera volando de su mesa de trabajo, lo que hizo que Reg Lumley diera un brinco—. Soy una mujer sincera, señor Lumley, y, por si aún no lo sabe, permítame decirle que su hermana no es más que una burra ignorante con mal carácter. Cuanto antes salga de esta casa, mejor. —Tiró del cordón de la campana que tenía al lado del codo, y se levantó de la mesa—. Y ahora, si es tan amable de esperar en el vestíbulo, una de las sirvientas avisará a su hermana. Y ya puede usted decirle que comience a embalar sus cosas de inmediato. Si se apresura, puede coger todavía el expreso de Melbourne.
—¡Pero, señora Appleyard! ¡Insisto en que me escuche! Seguramente quiera usted saber cuál es mi opinión sobre todo este asunto. Quiero decir que hay un buen número de personas que…
De alguna manera, la puerta del estudio quedó detrás de él, bien cerrada. Sin su sombrero y sin dejar de temblar presa de una furia contenida, Reg se halló solo en la entrada. Y allí, desesperado por no haber podido decir todo lo que quería y por el mazazo que se le había dado a su amor propio, tuvo que dejar que pasara el tiempo sentado en una silla con el respaldo de caoba, mientras planeaba cómo recuperar el sombrero que se había quedado en el estudio, sin caer en el más absoluto desprestigio.
Al cabo de una hora, Dora Lumley había logrado embutir su reducido montón de ropa y algunas pertenencias personales —un abanico japonés, un libro de cumpleaños, el anillo granate de su madre— en una cesta de mimbre, algunas bolsas y varios paquetes de papel marrón, y ahora estaba sentada junto a su hermano en el coche de Hussey. Resulta casi innecesario añadir que el coche se alejó por el camino bajo el atento control de numerosos pares de ojos invisibles. La curiosidad tiene sus propios y característicos medios de expresión. Además de las palabras, cuenta con cejas que se arquean, cabezas que se mueven en gesto de asentimiento, y hombros que se encogen. Durante la tarde del sábado, día veintiuno, la curiosidad en el colegio Appleyard estaba al rojo vivo. A pesar de las restrictivas normas de silencio, un oído sensible habría captado el incesante zumbido como de mosquito que se extendía por las escaleras y los rellanos. Era el rumor sin palabras de la curiosidad femenina que se había avivado, aunque todavía no supiera cómo quedar satisfecha. Desde que vieran a la señorita Lumley y a su hermano marcharse juntos a última hora de la tarde, con aquel extraño surtido de pertenencias embaladas a toda prisa e instaladas en la caja del coche, las niñas se habían lanzado a la especulación más salvaje. ¿Dejaría la institutriz más joven el colegio para siempre? Y si era así, ¿por qué tanta prisa? Hubo un acuerdo generalizado acerca de que no era propio de la señorita Lumley dejar escapar la oportunidad de disfrutar de una espléndida despedida. Así que le rogaron a la criada que repitiese delante de ellas, palabra por palabra, lo que el hermano había dicho a su llegada, que les dijera durante cuánto tiempo se había quedado a solas en la entrada, y también lo que había comentado la señorita Lumley cuando Alice le informó de que su hermano la estaba esperando abajo con un coche. Todo era muy misterioso y, a su manera, servía para aliviar con un toque de humor la rutina del día. Hacía mucho tiempo que habían incluido a Dora Lumley y a su extraño hermano en la lista de posibles destinatarios de sus burlas.
El único miembro de la casa que no mostró ningún interés por la partida de la señorita Lumley fue Sara Waybourne, que pasó toda la tarde vagando por los alrededores del colegio con un libro en las manos. Impresionada por la creciente palidez de la niña, Mademoiselle tomó la decisión de «coger el toro por los cuernos». Iba a pedirle a la señora Appleyard que hiciera venir al doctor McKenzie. Desde la escena en el gimnasio, Dianne era consciente de que en su interior había crecido una extraña y nueva fuerza, y ya no tenía miedo de la ira de la señora Appleyard. Ahora le parecía inútil ante esa forma más impersonal de ira que era la del Cielo.
Solo quedaban cinco días hasta el miércoles, cuando todo se paralizaría en el colegio por el comienzo de las vacaciones de Semana Santa. Después, el colegio Appleyard sería para ella poco más que un mal sueño que recordaría entre los brazos de su Louis. Rosamund, que estaba observándola por encima de la mesa durante la cena, vio cómo sonreía de repente sobre su plato de estofado irlandés, y adivinó sus pensamientos. La vida en el colegio sin la entrañable presencia de Mademoiselle sería insoportable, y pensó:
—¿Por qué estoy aquí, rodeada de todas estas niñas tan estúpidas?
Así que decidió pedirles a sus padres que la dejasen volver a casa durante las vacaciones de Semana Santa, con la intención de no regresar jamás.
También la señora Appleyard, y no solo Sara Waybourne, necesitaba que la visitase el doctor McKenzie. Había perdido mucho peso en las últimas semanas, y las holgadas faldas de seda le bailaban sobre sus amplias caderas. A veces la veían con las mejillas pálidas y hundidas, y otras, en cambio, parecía que estuvieran a punto de estallar, salpicadas de un rojo opaco. Blanche le susurró a Edith: «Es como un pez al que hubieran dejado demasiado tiempo bajo el sol», y las dos chicas se echaron a reír a la sombra de Afrodita, mientras observaban cómo su directora subía lentamente las escaleras desde el vestíbulo. A mitad de camino, justo antes del primer rellano, la directora vio a Minnie, que subía por la escalera de servicio con una bandeja muy bien preparada, con un mantel de encaje y la porcelana japonesa, y le preguntó con acritud:
—¿Es que tenemos una enferma en la casa?
Minnie, a diferencia de la cocinera y de Alice, nunca se había sentido intimidada por la señora Appleyard.
—Es la cena de la señorita Sara, señora. Mademoiselle me pidió que le subiera algo, dado que las señoritas ya no tienen más tareas que hacer durante la noche, y la niña se siente mal.
La muchacha acababa de llegar a la puerta del cuarto de Sara, cuando la señora Appleyard, que esa noche se retiraba temprano a su enorme habitación ubicada justo encima del estudio, volvió a llamar su atención:
—Por favor, dígale a la señorita Sara que no apague la luz hasta que haya ido a hablar con ella.
Sara estaba sentada en la cama con muy poca luz. No se había recogido el abundante cabello, de manera que le caía por encima de los hombros. Minnie pensó que, gracias a un rubor febril que le invadía la cara y al brillo de sus oscuros ojos, parecía casi guapa.
—Mire, señorita, le he traído un riquísimo huevo hervido siguiendo las precisas instrucciones de Mademoiselle. Lo de la gelatina y la nata es algo que se me ha ocurrido a mí. Me he permitido rescatarlo todo de la bandeja de la señora.
Un delgado brazo salió disparado de debajo de la colcha:
—Llévatelo. No lo voy a tocar.
—Vamos, señorita Sara. ¡Habla como un bebé! Y usted ya es una chica grande de trece años, ¿no es así?
—No lo sé. Ni siquiera mi tutor lo sabe con certeza. A veces me siento como tuviera cientos de años.
—No se sentirá de esa manera cuando deje el colegio y todos los chicos vayan detrás de usted, señorita. Todo lo que necesita es un poco de diversión.
—¡Diversión! —repitió la niña—. ¡Diversión! Ven aquí. Acércate a la cama y te diré algo que nadie sabe en todo el colegio. Solo lo sabía Miranda, y me prometió que nunca se lo contaría a las demás. ¡Minnie! Yo me crie en un orfanato… ¡Diversión! Algunas veces sueño todavía con aquel sitio, incluso ahora, cuando no puedo dormir. Un día les dije que pensaba que sería divertido ser una amazona en un circo y actuar con un vestido de lentejuelas sobre un hermoso caballo blanco. Pero la matrona tenía miedo de que pudiera escaparme, así que me rapó la cabeza. Y yo le mordí el brazo.
—Bueno, señorita. No llore —la bondadosa Minnie sentía una pena inmensa—. A ver, querida, voy a dejar la bandeja aquí, en el lavabo, por si acaso cambia de opinión. ¡Señor! ¡Menos mal que me he acordado! La señora me ha pedido que le diga que no apague la luz hasta que ella venga a verla. ¿Seguro que no quiere ni un poquito de gelatina?
—¡No! ¡Ni aunque me estuviera muriendo de hambre!
Y giró la cara hacia la pared.
En un compartimento de segunda clase del tren de Melbourne, Reg y Dora Lumley hablaban sin cesar. La hermana se secaba unas furiosas lágrimas de vez en cuando, y exclamaba cosas como «¡Monstruoso!», «¡Claro que no!», «¡No me digas!», y «¿Cómo se atreve?». Los apeaderos pasaban a toda velocidad en medio de la creciente oscuridad, mientras el hermano iba planeando cómo podrían conseguir que se les pagase el salario correspondiente al trimestre completo, lo que constituía, en opinión de Reg, una cuestión de urgencia extrema.
—¡Vaya que sí! Por lo que sabemos, Dora, puede que cualquier día la mujer vaya a la bancarrota, o algo por el estilo. —Cuando el tren entraba en la estación de Spencer Street llegaron a la conclusión de que Dora acompañaría a su hermano de regreso a Warragul, donde se alojaría en la ruinosa casa de una tía muy entrada en años—. En mi opinión, Dora, las cosas te podrían ir mucho peor. Después de todo, la tía Lydia no puede vivir para siempre…
Con esa alentadora idea en la cabeza, bajaron los dos del tren y se subieron a un tranvía que les llevaría a un pequeño y respetable hotel situado en una pequeña y respetable calle de la ciudad. Dora sentía una admiración infinita hacia su hermano, tan resuelto y tan capaz que incluso se había encargado de reservar dos habitaciones baratas, en el ala posterior, para una sola noche. Llegaron justo a tiempo para cenar y, después de ingerir un poco de carne fría y un té bastante cargado, el hermano y la hermana se retiraron a la cama, agotados. Sobre las tres de la mañana, una lámpara de aceite que alguien había dejado encendida en las escaleras de madera, demasiado cerca de una cortina que se movía agitada por el viento, cayó al suelo. Las llamas ascendieron por el papel raído y la mala pintura de las paredes. Sin que nadie se diera cuenta, las volutas de humo comenzaron a salir hacia la calle desde la ventana de las escaleras, y en cuestión de minutos la totalidad del ala posterior se había convertido en una rugiente bóveda de fuego.