12

A las dos de la tarde del jueves diecinueve de marzo reinaba un silencio absoluto en el colegio Appleyard. Hacía frío, y por la casa se extendía el aroma a asado de cordero y a repollo. Las niñas acababan de comer, y las sirvientas disfrutaban de sus horas de descanso. Las clases de la tarde todavía no habían comenzado. Dora Lumley yacía en su cama chupando sus eternas pastillas de menta, y Mademoiselle, sentada en una ventana que daba al camino principal, releía una carta de Irma que había llegado en el correo de esa misma mañana.

Lake View.

Mi querida Dianne,

Escribo a toda prisa. La señora C. y yo estamos hasta las cejas de papel de seda… no encuentro una pluma por ningún sitio. La señora C. dice que por qué no estará aquí la bella dama francesa para enseñarle cómo se doblan los vestidos. La presente es para darle MARAVILLOSAS noticias… Mis queridos padres llegan de la India esta misma semana ¡Voy a esperarles a Melbourne y me alojaré en nuestra suite del Hotel Menzies[21]! Es como si por fin, después de una larga, larga historia, hubiese llegado de repente al ÚLTIMO capítulo y ya no tuviera que leer más. Así que, querida Dianne, pasaré por el colegio de camino a la estación, probablemente el jueves por la tarde, y esa será la última ocasión en que pueda decirles adiós a usted y a las queridas niñas. Pensar en ellas todavía allí, en el colegio, hace que se me encoja el corazón. Y por supuesto me despediré también de Minnie y de Tom pero espero NO tener que hacerlo de la señora A. ¡No si lo puedo EVITAR! Sé que es odioso decir una cosa así pero la sola idea de tener que hablar con ella me parece HORRIBLE. Dianne, no he podido comprarle su regalo de boda. En el almacén Manassa solo hay botas y mermeladas y cazos de estaño así que por favor acepte mi pulsera de esmeraldas con todo mi amor… Es la que me dio mi abuela de Brasil ¿recuerda? La que tenía un loro verde. De todos modos ya ha muerto así que no se enterará de nada ni se preocupará. La señora C. quiere que le hable del vestido de gasa azul que a usted tanto le gustaba tengo que irme.

Un abrazo Irma.

PD: Cuando llegue iré directamente a su habitación o al aula si está usted dando clase. Lo apruebe la señora A. o no.

De todos los pares de ojos que miraban por las ventanas, a la espera de ver aparecer el coche de Hussey por el camino, los primeros en descubrir el avance de los caballos fueron los de Mademoiselle. Irma se apeó del coche poco después. Llevaba una capa color escarlata y una pequeña toca de plumas rojas que se movían en todas direcciones. La directora también la vio desde su mesa situada en la planta baja y, ante el asombro de Mademoiselle —jamás se había visto semejante falta de decoro en el colegio—, se presentó en la puerta principal antes de que la institutriz hubiera bajado siquiera hasta la mitad de las escaleras, para recibir a la niña y arrastrarla hacia su estudio tras unas formales y gélidas palabras de bienvenida.

Solo una de las estatuas del rellano del primer piso arrojaba una débil luz sobre la oscuridad de aquellas tardes tan apagadas. De las sombras que proyectaba esa tenue iluminación surgió Dora Lumley arrastrando los pies. Preguntó:

—¿Está usted lista, Mademoiselle? Vamos a llegar tarde a la clase de gimnasia.

—¡Esa odiosa gimnasia! Ahora bajo.

—Se les permite salir tan poco a las chicas para que tomen el aire… Coincidirá conmigo en que necesitan hacer algo de ejercicio.

—¡Ejercicio! ¿Se refiere a esas ridículas torturas con barras y pesas? A su edad las niñas deberían dar paseos bajo los árboles con sus ligeros vestidos de verano, junto a algún joven que les rodeara la cintura con los brazos.

Dora Lumley estaba demasiado escandalizada para poder responder.

Para la señora Appleyard, la visita de Irma Leopold no pudo producirse en peor momento. Esa misma mañana había recibido una carta muy preocupante del señor Leopold. La había escrito inmediatamente después de llegar a Sydney, y en ella le exigía que se llevara a cabo una nueva y más completa investigación acerca de los acontecimientos que habían tenido lugar durante el picnic. «No solo por el bien de mi hija, que se salvó milagrosamente, sino por el de esos desventurados padres que todavía no saben nada de lo que el destino les ha deparado a sus niñas». Hablaba de un detective de primera que iba a mandar traer de Scotland Yard, y que él mismo pagaría, y de otros horrores que se avecinaban y de los que ella no podría escapar.

Para sorpresa de Irma, el estudio era bastante más pequeño de lo que recordaba. Por lo demás, todo continuaba igual. El lugar seguía oliendo a cera y a tinta fresca. El reloj de mármol negro se mantenía en la repisa de la chimenea, y el minutero seguía haciendo el mismo ruido de siempre. Mientras la señora Appleyard iba a sentarse tras su escritorio, se alzó entre ellas un silencio interminable, e Irma, por la pura fuerza de la costumbre, se vio haciendo una ligera reverencia. El broche con el camafeo subía y bajaba sobre el pecho cubierto de seda, siguiendo el mismo ritmo inexorable.

—Siéntense, Irma. He oído decir que ya ha recuperado completamente la salud.

—Gracias, señora Appleyard. Estoy muy bien.

—Y, sin embargo, ¿todavía no recuerda nada de lo que le sucedió en Hanging Rock?

—Nada. El doctor McKenzie me dijo ayer mismo que tal vez no pueda recordar jamás lo que ocurrió después de que comenzáramos a ascender hacia las partes más altas.

—Lamentable. Enormemente… Para todos los interesados.

—No necesito que me lo diga, señora Appleyard.

—Tengo entendido que va a viajar a Europa dentro de poco.

—Dentro de unos días, espero. Mis padres piensan que es una buena idea que me vaya de Australia durante un tiempo.

—Ya entiendo. Para serle franca, Irma, lamento que sus padres no crean conveniente que complete su educación en el colegio Appleyard antes de adentrarse en una vida puramente social en el extranjero.

—Tengo diecisiete años, señora Appleyard. Edad suficiente para ver algo de mundo.

—Si se me permite decirlo, ahora que ya no está bajo mi cuidado, ha de saber que sus maestras venían continuamente a mí para quejarse de su falta de diligencia. Incluso una niña con sus expectativas debería ser capaz de escribir sin faltas de ortografía. —Las palabras apenas habían salido de su boca cuando se dio cuenta de que estaba cometiendo un enorme error táctico. Era de la mayor importancia no enfadar más a los millonarios Leopold. El dinero es poder. El dinero da fuerza y seguridad. Incluso hay que pagar por el silencio. La cara de la muchacha había empalidecido de modo alarmante.

—¿Ortografía? ¿Podría haberme salvado la ortografía de lo que fuera que sucedió el día del picnic? —Una pequeña mano enguantada golpeó la mesa con fuerza—. Permítame decirle una cosa, señora Appleyard: si he aprendido algo en este colegio, lo que sea, ha sido solo gracias a Miranda.

—Pues es una lástima —dijo la directora— que no adquiriera también un poco del admirable autodominio de esa niña.

La directora, a su vez, tuvo que hacer gala de una enorme fuerza de voluntad para controlar sus propios nervios y los agarrotados músculos de su cuerpo, y conseguir levantarse de la silla mientras preguntaba, con bastante amabilidad, si a Irma le gustaría pasar la noche en su antigua habitación, antes de partir hacia Melbourne.

—No, gracias. El señor Hussey me espera abajo. Pero sí me gustaría ver a las otras alumnas y a Mademoiselle antes de irme.

—Por supuesto. Mademoiselle y la señorita Lumley estarán dando clase en el gimnasio. Por una vez creo que podemos ser flexibles con la disciplina. Es algo del todo irregular, pero puede ir y despedirse. Dígale a Mademoiselle que tiene mi permiso.

Se dieron un glacial apretón de manos, e Irma salió por última vez de la habitación en que tantas veces había estado de pie en el pasado —hacía mucho, mucho tiempo, cuando solamente era una niñita— a la espera de que la directora le diera una orden o le echara alguna reprimenda. Ya no tenía miedo de la mujer que había detrás de la puerta cerrada, cuya mano, presa de un temblor incontrolable, alcanzaba ahora la botella de brandy que había debajo del escritorio.

Minnie, que estaba agazapada en la oscuridad, detrás de la entrada cubierta con una cortina de paño verde, se acercó a ella corriendo, con los brazos abiertos.

—¡Querida señorita Irma! Tom me dijo que estaba aquí. Deje que la mire… ¡Por Dios! ¡Es toda una mujercita!

Irma se inclinó y le dio un beso en la suave y cálida mejilla, que olía a perfume barato.

—Querida Minnie. Cuánto me alegro de verte.

—Y yo de verla a usted, señorita. ¿Es verdad lo que se dice? ¿No va a volver con nosotros después de Pascua?

—Es verdad. Solo he venido para despedirme.

La doncella suspiró:

—No la culpo, la verdad, por mucho que todos sintamos que se vaya. No tiene ni idea de lo que es estar por aquí ahora.

—Puedo imaginarlo —dijo Irma mientras contemplaba lo que había a su alrededor en aquella sombría entrada. Ni las tardías dalias rojas del señor Whitehead, dispuestas en jarrones dorados, eran capaces de alegrar la estancia.

Minnie había bajado la voz hasta convertirla en un susurro:

—¡Me refiero a las normas y a las obligaciones! ¡No dejan que las alumnas abran la boca fuera de las horas lectivas! Menos mal que yo y Tom nos largamos de aquí dentro de pocos días.

—¡Oh, Minnie! ¡Cuánto me alegro! ¿Te vas a casar?

—El lunes de Pascua. El mismo día que Mademoiselle. Le dije que creía que San Valentín había hecho un buen trabajo con nosotras dos, y ella me contestó muy seria: «Minnie, puede que tengas razón». San Valentín es el santo patrón de los enamorados.

El gimnasio, conocido por las alumnas como la Cámara de los Horrores, era una habitación larga y estrecha situada en el ala oeste, cuya única iluminación procedía de una hilera de tragaluces. Solo Dios podía saber qué tenía en mente el propietario original de la casa cuando decidió diseñar algo así. Quizá deseara almacenar allí productos alimenticios o los muebles que no utilizaba. Con la idea de que funcionara como gimnasio, habían colocado en las paredes encaladas diversos instrumentos para el estímulo de la salud y la belleza femeninas. Además, disponían de una escalera de cuerda suspendida del techo, un par de anillas de metal y unas barras paralelas. En un rincón había un tablero horizontal acolchado, equipado con unas correas de cuero, en el que la niña Sara, a la que siempre castigaban por su tendencia a encorvarse, iba a pasar la hora de gimnasia de aquella tarde. Un par de mancuernas de hierro que solo Tom podía levantar, unas pesas que las jóvenes debían mantener en equilibrio sobre sus tiernos cráneos femeninos, y los montones de pesadas mazas indias[22] ponían de manifiesto la prepotente indiferencia de la directora hacia las leyes básicas de la naturaleza.

La señorita Lumley y Mademoiselle estaban ya dando la clase. Se habían situado en un extremo de la habitación, sobre una plataforma que se elevaba medio metro del suelo. La primera se dedicaba a mirar a las niñas, por si alguna de ellas cometía alguna falta menor, y la segunda se había sentado al piano vertical para tocar La marcha de los hombres de Harlech[23]. Uno, dos; uno, dos; uno, dos. Tres filas de niñas con bombachos negros de sarga, unas medias también negras de algodón, y zapatos de lona con la suela de goma, se agachaban y se volvían a levantar a la vez, siguiendo con desgana los compases de la música marcial. Para Mademoiselle, la clase de gimnasia era una penitencia recurrente. Así que, cuando llegara el descanso de cinco minutos, para ella sería una auténtica delicia anunciar que Irma Leopold estaba en ese momento allí, en el edificio, y que en breve entraría en el gimnasio para despedirse de ellas. Uno, dos; uno, dos; uno, dos… Era posible, pensó mientras seguía imaginando y tocando el piano, que algún pajarito ya se hubiera encargado de ir contándoselo a todo el mundo. Uno, dos; uno, dos

—Fanny —dijo, apartando los dedos de las teclas un instante—, vas siempre a destiempo. ¡Presta atención a la música, por favor!

—Te anoto una falta en comportamiento, Fanny —murmuró la señorita Lumley, mientras garabateaba algo en su libreta.

Los lánguidos movimientos de brazos y piernas no armonizaban con la inquieta expresión de los catorce pares de ojos, que se movían de un lado a otro. Uno, dos; uno, dos… Todos ellos en guardia y con una mirada astuta como la de las liebres de Normandía metidas en sus jaulas con barrotes de madera. Uno, dos; uno, dos; uno, dos; uno, dos… El monótono golpeteo era inhumano, casi insoportable.

La puerta del gimnasio se estaba abriendo, muy lentamente, como si la persona que estaba fuera se resistiera a entrar. Todas las cabezas de la sala se volvieron cuando los «Hombres de Harlech» se detuvieron en medio de un compás. La señorita se levantó sonriendo junto al piano, e Irma Leopold, aquella pequeña figura radiante que llevaba una capa de color rojo escarlata, se quedó de pie en el umbral.

—¡Adelante Irma! Comme c’est une bonne surprise… Mes enfants, ahora podéis hablar lo que queráis. Durante diez minutos. Voilà, la clase ha terminado.

Irma, que había dado unos pasos hacia el centro de la habitación, se detuvo con aire vacilante, y le devolvió la sonrisa.

Pero las demás niñas no respondieron ante aquella sonrisa. No hubo tampoco entre ellas ningún zumbido de emocionada bienvenida. Rompieron las filas en silencio, con el único sonido que producían las suelas de goma de sus zapatos al arrastrarse sobre el suelo cubierto de serrín. Con el corazón encogido, la institutriz contempló las caras de las niñas, que seguían vueltas hacia arriba. Ninguna se había girado para mirar a la chica de la capa escarlata. Los catorce pares de ojos continuaban fijos en algo que había detrás de ella, más allá de las paredes encaladas. Tenían la mirada vidriosa e introvertida de las personas que caminan mientras están dormidas. ¡Santo cielo! ¿Por qué estas infelices niñas ven algo que yo no veo? Aquella visión común se desplegaba ante todas ellas, y Mademoiselle no se atrevía a hablar por miedo a rasgar la tensa tela de araña que, como un velo, había caído sobre ellas.

Las niñas contemplaban algo. Observaban cómo se desvanecían las paredes del gimnasio para dar paso a una exquisita transparencia. El techo se abría como una flor y dejaba ver el cielo que brillaba por encima de Hanging Rock. La sombra de la Roca se extendía, luminosa como el agua, por la deslumbrante llanura, y todas ellas volvían a estar de nuevo en el picnic, sentadas en la seca y cálida hierba, a la sombra de los árboles del caucho. El almuerzo estaba ya preparado cerca del arroyo. Veían la cesta de picnic, y a otra Mademoiselle —tan alegre con su sombrero— que le entregaba a Miranda un cuchillo para que cortase una tarta con forma de corazón. Veían a Marion Quade con un sándwich en una mano y un lápiz en la otra, y a la señorita McCraw, que se olvidaba de comer apoyada como estaba sobre el tronco de un árbol, con su pelliza de color morado. Escuchaban cómo Miranda proponía un brindis a la salud de San Valentín. Había urracas, y se percibía el tintineo del agua al caer. Otra Irma, con su vestido de muselina blanca, sacudía los rizos y se reía cuando Miranda se alejaba para lavar las tazas junto al arroyo… Miranda, sin sombrero, con su brillante pelo rubio… Ningún picnic era divertido de veras si no estaba Miranda… Miranda, siempre Miranda, yendo y viniendo bajo la luz deslumbrante. Como un arco iris… ¡Miranda! ¡Marion! ¿Dónde estáis…? La sombra de la Roca se había oscurecido y ahora parecía más alargada. Se sentaron y de repente parecían estar ancladas a la tierra. No podían moverse. Aquella horrible forma era un monstruo vivo que iba pesadamente hacia ellas a través de la planicie, lanzando en su avance rocas y cantos rodados a uno y otro lado. Y ahora estaba tan cerca que podían ver las grietas, los huecos y los mugrientos riscos en que se estaban pudriendo las niñas perdidas. Una de las pequeñas, al recordar lo que decía la Biblia acerca de que los cuerpos de los muertos se llenaban de gusanos serpenteantes, vomitó sobre el suelo de serrín. Alguien golpeó un taburete de madera, y Edith soltó un inmenso chillido. Mademoiselle, capaz de reconocer los despiadados signos que anunciaban un ataque de histeria, comenzó a caminar tranquilamente hacia el borde de la tarima, mientras notaba cómo el corazón le latía enloquecido en el interior del pecho.

—¡Edith! ¡Deja de gritar! ¡Blanche! ¡Juliana! ¡Callaos! ¡Callaos todas!

Demasiado tarde. La débil voz de la profesora se hizo más y más inaudible. En cambio, el delirio que se había ido acumulando bajo el peso de cientos de oscuras normas y secretos terrores comenzó a estallar en mil direcciones.

Sobre la tapa del piano había un gong dorado que las profesoras golpeaban normalmente cuando intentaban restablecer el orden. Mademoiselle fue a golpearlo ahora, con toda la fuerza de su delgado brazo. La institutriz más joven se había escondido detrás del banco del piano.

—No sirve de nada, Mademoiselle. No van a hacer caso del gong ni de ninguna otra cosa. La clase está fuera de control.

—Intente salir de la sala por la puerta lateral sin que ellas la vean, y traiga a la directora. Esto es serio.

La institutriz más joven dijo con sorna:

—Está asustada, ¿verdad?

—Sí, señorita Lumley. Estoy muy asustada.

Un penacho de plumas color escarlata temblaba, alzándose y volviendo a caer como un pájaro herido, por encima de un mar de cabezas y de hombros que se golpeaban entre sí mientras rodeaban a Irma. Las niñas reían y lloraban a la vez, y la voz del mal se alzaba socarrona a medida que crecía el tumulto. Años más tarde, cuando la señora Montpelier les contara a sus nietos la extraña historia de la escena de pánico que se había desarrollado esa tarde en aquel colegio de Australia —hace ya cincuenta años, mes enfants, pero todavía sueño con aquello— el suceso adquiriría las dimensiones de una pesadilla. Su grand-mère debía de estar confundiéndose con uno de esos espantosos grabados antiguos de la Revolución Francesa que tanto la habían aterrorizado de pequeña. Les habló de los demenciales bombachos negros, de los instrumentos de tortura del gimnasio, de las colegialas histéricas con rostros distorsionados por el delirio. De las cerraduras y de las manos como garras que se abalanzaron sobre la recién llegada.

—Pensaba constantemente: van a perder el control y la van a despedazar. Una venganza sin sentido. Una venganza cruel… Eso era lo que querían. Ahora puedo verlo con claridad. Querían vengarse de esa hermosa criaturita, que era la causa inocente de tanto sufrimiento…

Pero aquella agradable tarde de marzo del año mil novecientos, lo que tenía ante sí era una realidad horrenda que ella, la joven institutriz francesa Dianne de Poitiers, debía afrontar y, de alguna manera, resolver sin contar con la ayuda de nadie. Recogiéndose las amplias faldas de seda, dio un salto desde la tarima y se aproximó a las alumnas, que se arremolinaban en torno a Irma, mientras algo en su interior le aconsejaba que caminara con calma y con la cabeza bien alta.

Mientras tanto, Irma, ya sin fuerzas y totalmente desconcertada, parecía que iba a asfixiarse. La exigente Irma, que deploraba todos los olores femeninos y que se quejaba de que en el aula podía percibir el aroma a menta de la señorita Lumley a dos metros de distancia, se encontraba ahora inexplicablemente cercada por un montón de rostros enojados, que, al estar tan próximos al suyo, parecían inmensos. Veía enormemente desenfocada la pequeña nariz respingona de Fanny, que la olfateaba como un terrier y exhibía un buen número de pelos erizados. Una boca abierta, profunda y oscura, con unos dientes perfectos —debía de ser la de Juliana— dejaba ver la húmeda punta de una lengua babeante. Notaba cómo les salía de las mejillas un cálido y agrio aliento, y cómo empezaban a hacerle daño en el pecho al empujarla con sus acalorados cuerpos. Ella gritó de miedo, e intentó quitárselas de encima, pero fue en vano. Una cara redonda sin cuerpo se alzó hacia ella desde algún lugar del fondo de la estancia.

—Edith. ¡Tú!

—Sí, tesoro. Soy yo. —En el novedoso papel de cabecilla, Edith se hallaba fuera de sí, y comenzó a agitar con aire de suficiencia un rechoncho dedo índice—. Vamos, Irma. Cuéntanos. Ya hemos esperado el tiempo suficiente.

La empujaron suavemente, y todas comenzaron a decir por lo bajo:

—Edith tiene razón. Dinos, Irma… Cuéntanos.

—¿Qué queréis que os diga? ¿Os habéis vuelto locas?

—En Hanging Rock —dijo Edith, avanzando hacia el frente—. Queremos que nos digas lo que les pasó allí arriba a Miranda y a Marion Quade.

El silencio de las hermanas de Nueva Zelanda, que rara vez hablaban, se rompió para agregar en voz alta:

—¡Nadie nos cuenta nunca nada en esta ratonera!

Y se sumaron otras voces:

—¡Miranda! ¡Marion Quade! ¿Dónde están?

—No puedo decíroslo… No lo sé.

De repente, como impulsada por una energía que hizo que su delgado cuerpo se abriera paso como una cuña entre las cerradas filas, Mademoiselle logró ponerse al lado de Irma y, mientras la agarraba del brazo, comenzó a gritar con su fina vocecilla francesa:

—¡Imbéciles! ¿Es que no tenéis cerebro? ¿Ni corazón? ¿Cómo puede la pauvre Irma contarnos algo que ni ella sabe?

—Lo sabe muy bien, pero no nos lo dirá. —La cara de muñeca de Blanche se había transformado en algo rojo y furioso que asomaba por debajo de sus despeinados rizos—. A Irma le gusta tener secretos de mayores. Siempre le gustó.

La gran cabeza de Edith asentía como la de un mandarín:

—Si ella no os lo cuenta, entonces lo haré yo. ¡Escuchadme todas! Están muertas… ¡Muertas! Miranda y Marion, y la señorita McCraw… ¡Muertas y bien muertas, todas ellas en Hanging Rock! En una vieja y repugnante cueva llena de murciélagos.

—¡Edith Horton! Eres una mentirosa y una estúpida. —Mademoiselle abofeteó a Edith con fuerza—. Santa Madre de Dios… —La francesa estaba rezando en voz alta.

Rosamund, que no había tomado parte en nada de todo aquello, rezaba también. A San Valentín. Era el único santo que conocía, así que era lógico que le rezara a él. Además, Miranda amaba a San Valentín. Miranda creía en el poder del amor por encima de todas las cosas.

—San Valentín. No sé cómo rezarte correctamente… Querido San Valentín, haz que dejen en paz a Irma y que se quieran las unas a las otras por el bien de Miranda.

Seguramente, el buen San Valentín —más conocedor de las pequeñas frivolidades del amor romántico— no estaba muy acostumbrado a recibir oraciones tan urgentes e inocentes como aquella. Y parece justo atribuirle a él el mérito de la rápida transformación que se produjo de inmediato, y que hizo que las cosas se volvieran más sensatas de repente: porque un mensajero del cielo llegó sonriendo bajo la forma de Tom el Irlandés, que abrió la puerta del gimnasio y se quedó allí, de pie, boquiabierto y maravillosamente firme y masculino. El querido y desdentado Tom, que acababa de llegar de su cita con el dentista de Woodend, estaba encantado, a pesar de lo mucho que le dolía la boca, de ver que las pobre criaturitas por fin se divertían un poco, aunque lo hicieran a su manera. Así que sonrió respetuosamente a Mademoiselle, y se dispuso a esperar a que las alumnas dejaran de hacer lo que fuera que estaban haciendo para entregarle a la señorita Irma un mensaje de Ben Hussey.

Cuando llegó Tom, las niñas se despistaron y volvieron hacia él la cabeza, momento que Irma aprovechó para alejarse de ellas. Rosamund, que estaba de rodillas, se puso en pie, y Edith se tocó con una mano la mejilla golpeada, que le mandaba constantes mensajes de dolor. El mensajero les transmitió los saludos que les mandaba el señor Hussey, y dijo que si la señorita Leopold quería tomar el expreso de Melbourne tendría que partir cuanto antes. Luego añadió como posdata personal:

—Y yo y todos los de la cocina le deseamos a usted muy buena suerte, señorita.

Todo había terminado, así de sencillo y así de rápido. Las niñas se fueron retirando con sus habituales gestos ordenados para que Irma pudiera pasar por delante de ellas, y Mademoiselle se acercó para darle un suave beso en la mejilla.

—Tu sombrilla está en la entrada, ma chérie. Au revoir. Volveremos a vernos.

(Aunque no… Nunca… Nunca más, mi palomita).

Las alumnas emitieron un murmullo superficial de despedida mientras veían cómo Irma se dirigía hacia la puerta del gimnasio con su habitual elegancia. Antes de salir, no obstante, se volvió y, con una compasión infinita por la enorme tristeza que se quedaba allí, movió una pequeña mano enguantada y sonrió débilmente. De esta manera, Irma Leopold salió para siempre del colegio Appleyard y de sus vidas.

Mademoiselle consultó su reloj.

—Ya es muy tarde, niñas. —El gimnasio, siempre con tan poca luz, iba oscureciéndose a toda prisa—. Id ahora mismo a vuestras habitaciones, y quitaos esos feos bombachos. Poneos algo bonito para la cena de esta noche.

—¿Puedo ponerme mi vestido rosa? —preguntó Edith.

La institutriz respondió bruscamente:

—Puedes ponerte lo que quieras.

Solo se quedó Rosamund.

—¿Le ayudo a arreglar la habitación, Mademoiselle?

—No, gracias, Rosamund. Tengo una jaqueca terrible, y me gustaría estar sola un rato.

La puerta se cerró y la habitación se quedó vacía. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Dora Lumley no había regresado con la directora.

No debe de resultar sencillo salir con dignidad del interior de un armario estrecho en el que se ha estado de cuclillas y con un ojo pegado a la cerradura. Qué duda cabe… Dora Lumley, que ahora creyó prudente salir de su resguardado refugio, apenas pudo creer lo que escuchaba:

—¡Ahí está! ¡El valiente sapito ha salido de su agujero!

Un hilillo de saliva humedecía los secos labios de Dora Lumley:

—¡Está siendo muy insolente, Mademoiselle!

Dianne, mientras guardaba sus partituras con mucho cuidado, lanzó a la institutriz más joven una mirada despectiva:

—¡Tenía que haberlo adivinado! ¿Ni siquiera intentó llevarle mi mensaje a la directora?

—¡Era demasiado tarde! Alguien me habría visto… Me pareció que era mejor quedarme aquí hasta que todo hubiera terminado.

—¿En el armario? ¡Oh, el sapito sabio!

—Bueno, ¿por qué no? Las chicas se estaban comportando de una manera vergonzosa. Yo no podía hacer nada.

—Pues entonces haga algo ahora. Ayúdeme a poner un poco de orden en esta horrible sala. No quiero que las sirvientas noten nada raro mañana por la mañana.

—La cuestión es, Mademoiselle, ¿qué vamos a decirle a la señora Appleyard?

—Nada.

—¿Nada?

—¡Ya me ha oído! Absolutamente nada.

—¡Me asombra usted! Si hubiera hecho lo que me pidió, las habría azotado.

—Hay una palabra en francés que le iría a usted à merveille, Dora Lumley. Por desgracia, no es una palabra que deba pronunciar una persona decente.

Las cetrinas mejillas se sonrojaron:

—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¡Cómo se atreve! Voy a informar a la señora Appleyard de estos vergonzosos sucesos. ¡Esta misma noche!

Dianne de Poitiers había recogido una maza india del suelo.

—¿Ve esto? Tengo unas muñecas excepcionalmente fuertes. A menos que me prometa antes de salir de esta sala que no dirá una sola palabra de lo que ha ocurrido aquí esta tarde… Le aseguro que soy capaz de golpearla y hacerla mucho daño. Y nadie sospecharía de la institutriz francesa. ¿Entiende lo que le digo?

—¡No está usted capacitada para instruir a unas jóvenes inocentes!

—Estoy de acuerdo. Se me educó para que pudiera dedicarme a algo mucho más ameno. Alors! C’est la vie. ¿Me lo promete?

Dora Lumley, que no dejaba de mirar con cierta desesperación la puerta cerrada, decidió que tendría que correr demasiado para llegar hasta allí, considerando que tenía los pies planos y la respiración terriblemente agitada.

La francesa, mientras tanto, seguía jugueteando con la maza india, haciéndola girar entre sus manos.

—Estoy hablando muy en serio, Dora Lumley. Aunque no tengo la menor intención de explicarle mis motivos.

—Se lo prometo —jadeó la otra, blanca como el mármol y temblando mientras Mademoiselle volvía a dejar la maza en la parte superior de la pila—. ¡Dios se apiade de nosotras! ¿Qué es ese sonido tan extraño?

Desde uno de los rincones de la sala, que ya estaba sumida casi en la total oscuridad, les llegó un único grito áspero y ronco. La señorita Lumley, tras pasar una tarde de lo más desagradable, se había olvidado de desatar las correas de cuero que hacían que la niña Sara se mantuviera rígida y estirada sobre el tablón horizontal.