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La señora Fitzhubert contemplaba desde la mesa del desayuno el velo de niebla que envolvía el jardín. Decidió dar instrucciones a las criadas para que comenzaran a guardar las telas de algodón, en lo que parecía el primer paso de su inminente traslado hacia los terciopelos y los encajes de su casa de Toorak[17].

—Este jamón está obviamente recocido —dijo el Coronel—. ¿Dónde demonios se ha metido Mike?

—Pidió que le llevaran un poco de café a su habitación. Tienes que reconocer que esos dos tortolitos son perfectos el uno para el otro.

—¡Me tomas el pelo! ¿Quiénes?

—Michael e Irma Leopold, por supuesto.

—¿Perfectos para qué? ¿Para la perpetuación de la especie?

—No hay necesidad de ser vulgar. Ayer los vi bajar al lago… ¿Es que no tienes corazón?

—¿Qué diablos tiene que ver el corazón con el jamón recocido?

—¡Dichoso jamón! ¿No ves que estoy tratando de explicarte que nuestra pequeña heredera viene a comer hoy con nosotros?

Para los Fitzhubert, la entrada de los deliciosos platos que se servían en el comedor en enormes bandejas era un ritual sagrado que venía a delimitar y a regular sus días de ocio que, de otro modo, resultarían idénticos e informes. Una especie de cronómetro gastronómico situado en el interior del estómago de los Fitzhubert era tan capaz de dar la hora como el sonido del gong indio de la entrada que una de las sirvientas se encargaba de golpear con una maza. «Voy a echarme una pequeña siesta después de comer, querido… Tomaremos el té en la terraza a las cuatro y cuarto… Dile a Albert que tenga preparado el coche a las cinco…».

El almuerzo en Lake View se servía a la una en punto. Como Mike le había explicado a Irma que la falta de puntualidad por parte de una visita era considerada un auténtico pecado mortal, ella se alisó la faja carmesí de su vestido en el porche, y, dispuesta a ser puntual, echó un vistazo a su diminuto reloj de diamantes. La niebla se había despejado por fin para dar paso a una sofocante luz pajiza que hacía que la intrincada fachada de la casa pareciera extrañamente irreal bajo su manto de parra virgen. No veía a Mike por ningún lado, así que se dirigió hacia una puerta menos imponente, a la que se accedía por una galería lateral. Tocó la campana, y una sirvienta llegó por un pasillo de baldosas oscuras, en el que habían colocado la triste cabeza de un alce justo encima de una miscelánea de sombreros, gorras, abrigos, raquetas de tenis, paraguas, velos para las moscas, salacots para el sol y bastones. En el salón con vistas al lago, hasta el aire parecía de color rosa. El denso aroma de las rosas La France[18] que estaban repartidas por toda la habitación en diversos jarrones de plata hacía que casi no se pudiera respirar. La señora Fitzhubert se levantó de un pequeño sofá de color rosa, en el que estaba sentada entre sus habituales cojines de satén también rosa, para saludar a su invitada.

—Los hombres llegarán enseguida. Por cierto, aquí viene mi marido, cómo no, entrando directamente en el pasillo con las botas llenas de arcilla del jardín de rosas.

Irma, que había contemplado la puesta del sol en el Matterhorn, y el Taj Mahal iluminado por la luz de la luna, afirmó con total sinceridad que el jardín del Coronel Fitzhubert era lo más hermoso que había visto en su vida.

—Es casi imposible quitar la arcilla de un buen pasillero —dijo la señora Fitzhubert—. Ya lo verás cuando tengas uno, querida.

La niña era sin duda una belleza, y lucía su vestido —que parecía sencillo, pero no lo era— con mucha elegancia. Seguramente, su sombrero de paja con cintas color carmesí venía de París.

—Mi mamá tuvo dos. El primero lo trajo de Francia.

—¿De Aubusson[19]? —preguntó la señora Fitzhubert.

¡Oh, cielos! ¿Por qué no llegaría Mike?

—No hablo de alfombras, sino de maridos…

A la señora Fitzhubert no le hizo gracia.

—En la India, el Coronel solía decirme que, después de los diamantes, la inversión más segura es una buena alfombra.

—Mamá siempre dice que se puede saber qué es lo que le gusta a un hombre por su manera de elegir una joya. Mi papá es un experto en esmeraldas…

La dama se quedó boquiabierta. De repente, todo lo que podía verse en su rostro era el asombro dibujado en sus pulcros y delgados labios, un tanto desvaídos.

—¿De veras?

No tenían nada más que decirse y ambas miraron expectantes hacia la puerta, que se abrió para dejar pasar al Coronel seguido de sus dos viejos spaniels, que babeaban en su avance por la sala.

—¡Abajo perros! ¡Abajo! Os prohíbo que lamáis las manos de esta joven, blancas como un lirio blanco. ¡Ja! ¡Ja! ¿Le gustan a usted los perros, señorita Leopold? Mi sobrino dice que estas dos bestias están demasiado gordas. ¿Dónde está Michael?

Los ojos de la señora Fitzhubert recorrieron el techo, como si su sobrino pudiera estar bajo la galería de las cortinas o colgando cabeza abajo de la araña.

—Sabe perfectamente que el almuerzo es a la una.

—Algo me dijo anoche acerca de un paseo hasta el bosque de los pinos… Pero llegar tarde la primera vez que la señorita Leopold viene a almorzar con nosotros es imperdonable… —dijo el Coronel mientras dejaba caer sobre Irma una mirada vidriosa, y reparaba de manera automática en las esmeraldas que llevaba en la muñeca—. Me temo que tendrá que aguantar usted a dos viejos cavernícolas como nosotros. Lamento decir que no hay más invitados. En el Calcutta Club siempre decíamos que ocho era un número perfecto para disfrutar de un almuerzo en grupo.

—Afortunadamente, hoy no comeremos uno de esos odiosos pollos al curry —dijo su esposa—. El Coronel Sprack, muy amablemente, nos hizo llegar anoche unas truchas desde la residencia del Gobernador.

El coronel miró su reloj:

—El pescado se echará a perder si seguimos esperando a ese pequeño granuja… Supongo que le gustará a usted la trucha a la parrilla, señorita Leopold.

La encantadora Irma adoraba la trucha a la parrilla, e incluso sabía qué salsas eran las más apropiadas. El Coronel pensó que ese maldito idiota de Mike tendría suerte si conseguía pescar a la pequeña heredera. ¿Por qué diablos no aparecía Mike de una vez?

Era de esperar que el delicado sabor de la trucha no diera para una conversación a tres bandas a lo largo de todo un pausado almuerzo, por mucho que los comensales estuvieran de acuerdo en lo delicioso del plato. Habían retirado el servicio de Mike de la mesa, y un silencio incómodo les acompañó con la mousse de lengua, a pesar de los monólogos del anfitrión acerca del cultivo de la rosa o de la escandalosa ingratitud de los bóers hacia «Nuestra Graciosa Reina[20]». Las dos mujeres hablaron con pretendida animación de la Familia Real, del envasado de la fruta —para Irma el más aburrido de los misterios—, y, como último recurso, de música. La hermana menor de la señora Fitzhubert tocaba el piano, e Irma la guitarra.

—¡Con sus cintas de colores! ¡Esas preciosas canciones de los gitanos!

Cuando sirvieron el café, el anfitrión encendió un cigarro y dejó a las señoras en el sofá rosa, más allá de la mesa tallada de la India. Irma podía ver, al otro lado de las cristaleras, el sombrío lago bajo un cielo plomizo. Cada vez hacía un calor más desagradable en el salón, y el rostro de la señora Fitzhubert, con sus pequeñas arrugas, iba y venía hacia ella en medio de aquel ambiente de color rosa, como la cara del gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas. ¿Por qué? ¿Por qué no había bajado Mike a almorzar con ella? Ahora la señora Fitzhubert le estaba preguntando si la señora Cutler era buena cocinera.

—¡La querida señora Cutler! ¡Cocina como un ángel! Me ha dado la receta de su delicioso pastel de chocolate.

—Recuerdo el día en que me enseñaron a hacer la mayonesa en el colegio. Gota a gota, con una cuchara de madera…

Irma estaba descendiendo en ese momento del bosque de pinos por el que vagaba un incorpóreo Mike a través de la niebla. El salón le daba vueltas.

Por fin, el reloj de la repisa de la chimenea anunció que era una hora razonable para marcharse, e Irma se levantó.

—Pareces un poco cansada, querida —dijo la señora Fitzhubert—. Tienes que beber mucha leche.

La chica tenía buenos modales y era bastante elegante para sus diecisiete años. Michael tenía veinte, con lo que todo era perfecto. Acompañó a su invitada hasta la puerta de entrada —lo que era una muestra infalible de aprobación social— y dijo que esperaba (sería demasiado complicado exponer aquí sus razones) que Irma fuera a visitarles a Toorak.

—No sé si nuestro sobrino te ha contado que tenemos la intención de dar un baile en su honor una vez pasada la Pascua. El pobre conoce a tan pocos jóvenes en Australia…

Después del calor sofocante que hacía en el salón, fue una auténtica bendición recibir el fresco aire húmedo del jardín, que olía a pino. Una repentina ráfaga de viento hizo que la parra virgen se estremeciera. Dispersó sus hojas de color carmesí por la grava que había delante de la casa, y combó los largos tallos de las cuidadas rosas dispuestas en un arriate circular. Luego volvió la quietud, y pudo escuchar cómo el reloj del establo difundía su lejano sonido a través del lago. Ya no existían las neblinosas transparencias de la mañana. Las opacas nubes de color azafrán se acumulaban en un cielo turbio, y el bosque de pinos parecía una corona de hierro que se erigiese con sus rígidas puntas sobre la cima de la montaña. Al otro lado del bosque, muy por debajo, las invisibles llanuras seguirían resplandeciendo bajo las oleadas de luz color miel, y, desde ellas, se alzaría la oscura presencia de Hanging Rock. El doctor McKenzie tenía razón: «No pienses en la Roca, querida niña. La Roca es una pesadilla, y las pesadillas son cosa del pasado». Trataba de seguir los consejos del anciano y concentrarse en el presente, que era tan hermoso en Lake View, con su pavo real blanco extendiendo la cola sobre el césped; las hermosas palomas grises, balanceándose sobre sus pequeñas patas de color rosa; el reloj del establo, que volvía a sonar de nuevo; y las abejas, que regresaban a su hogar en la penumbra del atardecer. Cayeron unas gotas de lluvia sobre su sombrero de paja… La señora Cutler salió a recibirla con un paraguas.

—El señor Michael cree que se acerca una tormenta. Y, por cómo se mueve el maíz, yo diría que va a ser una de las buenas.

—¿Michael? ¿Le ha visto?

—Hace unos minutos. Llegó con una carta para usted, señorita. Si hay en el mundo un joven con unos modales maravillosos, ese es él, desde luego. ¡Vaya! ¡Su precioso sombrero!

Irma lo lanzó sobre el brillante linóleo de la señora Cutler.

—No se moleste. No volveré a ponérmelo jamás. La carta, por favor.

La puerta de su mejor dormitorio se cerró ante ella, haciendo que desaparecieran de golpe las expectativas de la señora Cutler, que había considerado la posibilidad de mantener una agradable charla con Irma a su regreso. Sin embargo, sí se encargó de recuperar el sombrero. Planchó las cintas con mucho cuidado y pudo ponérselo cada domingo, durante todo un año, para ir a la iglesia.

Las persianas estaban bajadas en la habitación de Irma con el fin de preservarla del calor del día. Acababa de abrir la ventana y estaba a punto de sentarse para leer la carta de Mike, cuando un rayo zigzagueó sobre el cristal. El olmo silvestre apareció bajo el fogonazo de luz azul sin que se agitara una sola de sus hojas, pero, de pronto, un fuerte viento extrañamente cálido surgió de la nada, y el olmo comenzó a oscilar. Las cortinas se hincharon en el interior de la habitación y en la distancia retumbaron los truenos. Entonces se desató la tormenta. Ingentes nubes repletas de lluvia descargaron el aguacero más violento que los habitantes de Macedon recordaban haber visto caer sobre el monte en toda su vida. La lluvia arrastró en pocos minutos la grava de los caminos e hizo que se desbordara el caudal de los riachuelos de la montaña. Las turbias aguas llegaron hasta el lago de Lake View, arremolinándose sobre la cabeza de la rana de piedra, y haciendo que la balsa, que había perdido las amarras, se sacudiera salvajemente entre las hojas de los nenúfares. Arrastrados por el vendaval, los pájaros medio ahogados caían al suelo desde los árboles, que no dejaban de agitarse, y una paloma muerta pasó flotando por delante de su ventana como si se tratara de un juguete mecánico. Por fin, minutos más tarde, el viento y la lluvia comenzaron a apaciguar su furia inicial, y volvió a verse la pálida luz del sol. El césped empapado y los devastados arriates adquirieron un brillo teatral. Todo había acabado, y solo entonces Irma, aún junto a la ventana, abrió el cuadrado y rígido sobre.

Por la manera de dirigirse a ella, tan formal y estrictamente impersonal, aquello podría haber sido una tarjeta de invitación o incluso una factura. Lo único especial era la letra, curiosamente infantil y adornada con unos cuidadosos bucles que habría sacado de algún cuaderno. Además, salpicadas aquí y allá, había unas cuantas líneas rectas y puntiagudas que habría adquirido como propias tras un breve encuentro con los clásicos en la universidad de Cambridge. En cualquier caso, pensara o no en Cambridge, Mike olvidaba por completo lo que estaba tratando de decir en cuanto se sentaba ante un papel. Su cabeza se convertía en un torbellino. Irma, en cambio, escribía sin prestar mucha atención, casi por instinto, y limitaba los signos de puntuación a alguna impulsiva exclamación o algún guión. Ella ponía toda su personalidad hasta en las notas más breves. La carta comenzaba con una disculpa por haber permanecido tanto tiempo en el bosque de los pinos esa mañana, y por haberse olvidado de mirar el reloj hasta que ya era demasiado tarde para llegar a tiempo para la trucha («piensa que así había más para ti»). Cada vez más irritada, Irma le dio la vuelta al papel:

Esta mañana he recibido una carta de casa, en la que me piden que acuda a ver a nuestro banquero de inmediato. Un aburrimiento, pero tendré que hacerlo. He de preparar montones de maletas, ya que salgo en el primer tren de la mañana. ¡Mucho antes de que tú te despiertes! Como van a cerrar Lake View dentro de muy pocos días, he decidido no regresar. Lo que significa que me temo que no podré verte para despedirme de ti. Es una pena, pero estoy seguro de que lo entenderás. Así que, por si no volvemos a vernos de nuevo en Australia, quería darte las gracias por haber sido tan amable conmigo, querida Irma. Las últimas semanas habrían sido insoportables sin ti.

Un abrazo, Mike.

PD: Me olvidaba de decirte que tengo la intención de dedicar un tiempo a recorrer Australia, y que quiero empezar por el norte de Queensland. ¿Conoces esa zona?

Para una persona como Mike, que solía encontrar dificultades a la hora de expresarse por escrito, lo cierto era que había logrado hacerse entender bastante bien.

A pesar de que lo que verdaderamente nos interesa de esta historia son los hechos reales que tienen lugar a plena luz del día (no puede ser de otra manera, dado que nos hallamos ante una crónica), la experiencia nos muestra que el alma humana es capaz de los mayores atrevimientos durante las horas de silencio que transcurren entre la medianoche y el amanecer. Rara vez se habla de esas horas de fecunda oscuridad, cuyos secretos frutos generan la paz y la guerra, el amor y el odio, la subida al trono o el destronamiento de los reyes. Por ejemplo, ¿qué es lo que está tramando a lo largo de esta noche de marzo del año mil novecientos la pequeña y rolliza emperatriz de la India, con su camisón de franela, en su cama de Balmoral, que hace que comience a sonreír con un frunce de su pequeña y obstinada boca? ¿Quién sabe?

De la misma manera, también en la quietud y el silencio conspiran, sufren y sueñan los desconocidos individuos que pueblan estas páginas. En el dormitorio de la señora Appleyard, oculto tras las pesadas cortinas, la máscara de sebo gris que cubre la cara de esa mujer tendida en la cama queda literalmente hinchada y emborronada por la acción de unos malolientes vapores invisibles a la luz del día. Unas puertas más allá, el pequeño rostro alargado de la niña Sara se ilumina, incluso mientras duerme, al soñar con Miranda, con tanto cariño y alegría que querría mantener la impresión del sueño durante todo el día siguiente, ganándose así una serie incontable de faltas por no prestar atención en clase, y, a instancias de la señorita Lumley, media hora de castigo atada a un tablero en el gimnasio por «encorvarse» y andar con la cabeza gacha, como si estuviera dormida. En Lake View, cuando el reloj del establo da las cinco, la cocinera se despierta y se levanta bostezando para preparar la avena del temprano desayuno del señor Michael. Mike se despierta después de una noche inquieta a causa de sus sueños con el banquero, con el embalaje y la compra de un billete para el expreso de Melbourne que saldrá esa misma mañana. También ha soñado con Irma, que corría hacia él por el pasillo de un tren en marcha. «Aquí, Mike, hay un asiento a mi lado», gritaba ella, pero él la rechazaba blandiendo su paraguas.

Abajo, en la casa del jardinero, Irma también ha oído cómo el reloj daba las cinco. Medio dormida, se asoma a la ventana para contemplar el jardín, que va adquiriendo poco a poco el color y los perfiles del día que ya se adivina. En Hanging Rock, la primera luz grisácea comienza a esculpir las rocas y las cumbres de la cara oriental. O quizá se trate aún de la puesta de sol… Ha regresado a la tarde del picnic, cuando las cuatro niñas se aproximaban a la charca. Observa de nuevo el destello del arroyo, la carreta bajo las acacias y a un joven de pelo rubio que está sentado en la hierba leyendo un periódico. En cuanto le ve, ella gira la cabeza y no vuelve a mirarle.

—¿Por qué? ¿Por qué…?

—¿Por qué…? —chilla el pavo real en el césped.

Porque ya lo sabía, incluso entonces.

—Siempre supe que amaba a Mike.