El lector que haya contemplado a vista de pájaro los acontecimientos que fueron sucediéndose desde el día del picnic, habrá observado que varios individuos que no pertenecían al círculo más cercano de las niñas se vieron implicados también en el caso: la señora Valange, Reg Lumley, el señor Louis Montpelier, Minnie y Tom… El picnic perturbó el normal desarrollo de sus vidas, en algunos casos de un modo muy violento. Y lo mismo sucedió con innumerables criaturas de presencia mucho más insignificante. Arañas, ratones, escarabajos… También ellos se escabulleron, se ocultaron o salieron corriendo aterrorizados, de manera parecida pero a una escala más pequeña. La trama comenzó a urdirse en el colegio Appleyard en el mismo instante en que los primeros rayos de luz del día de San Valentín cayeron sobre las dalias, y las alumnas se levantaron para ver lo espléndida que era la mañana e iniciar el inocente intercambio de tarjetas y regalos. Y luego siguió extendiéndose, abriéndose en un profundo e intenso abanico, hasta el momento actual, día trece de marzo, viernes, por la tarde. Continuaba propagándose por los niveles inferiores del monte Macedon, aunque por allí con unos colores más alegres, hacia las laderas más altas, donde los habitantes de Lake View seguían con sus ocupaciones diarias como de costumbre, sin saber qué lugares les habían tocado en suerte en la trama general de alegrías y tristezas, de luces y sombras. De esta manera, tejían y entretejían de manera inconsciente los hilos de su propia vida, y componían entre todos, a la vez, un complejo tapiz.
Los dos enfermos evolucionaban ahora favorablemente. Mike desayunaba beicon y huevos, y el doctor McKenzie había dicho que Irma estaba ya lo bastante recuperada como para poder responder algunas preguntas sencillas del agente Bumpher, al que se le había advertido que, por el momento, la niña no recordaba nada de lo que le había sucedido en la Roca. Además, según la opinión del doctor McKenzie y de un par de eminentes especialistas de Sydney y Melbourne, quizá no volviera a recordarlo jamás. Una parte del delicado mecanismo de su cerebro parecía haber quedado dañada de manera irreparable.
—Es como un reloj, ya sabe —le explicó el médico—. Un reloj se para tras una sucesión de condiciones adversas, y se niega a ir más allá de una posición concreta. Me pasó con uno en mi casa. Una tarde se paró a las tres, y no hubo modo de que volviera a andar…
Bumpher, sin embargo, estaba dispuesto a visitar a Irma en la casa del jardinero y, según sus propias palabras, «darle una oportunidad».
La entrevista comenzó a las diez de la mañana, cuando el agente se sentó en la silla que había junto a la cama, lápiz y cuaderno en ristre, y bien afeitado. Hacia el mediodía ya se había echado sobre el respaldo con una taza de té en las manos, y expresaba su gratitud tras dos largas horas en las que no había logrado avanzar absolutamente nada. Al menos en lo que se refería a la investigación policial, ya que le había resultado muy agradable contemplar de vez en cuando la triste sonrisa que le ofrecía aquella señorita tan joven y tan guapa.
—Bueno, me voy, señorita Leopold. Si se diera el caso de que le viniera algo a la cabeza, solo tiene que avisarme, y estaré aquí en menos que canta un gallo.
Se levantó para irse, y volvió a poner la goma elástica en torno a las páginas en blanco de su cuaderno. Lo hizo de mala gana, lo que no parecía una actitud muy oficial. Luego montó en su gran caballo gris y se alejó lentamente por el camino, en dirección al lugar en que le esperaba su comida de la una en punto. Estaba tan bajo de ánimo que ni siquiera su pastel favorito de ciruelas consiguió alegrarle un poco.
Un pajarito se encargó de ir contando que durante la tarde del sábado una nueva visita se presentó en la casa del jardinero. Se trataba de una mujer hermosa como un cuadro hecho sobre seda de color lila. Llegó en un cochecito de dos caballos conducido por un caballero extranjero, con un bigote negro, quien preguntó por el camino a Lake View en el almacén Manassa. Todo el mundo sabía que la señora Cutler estaba muy preocupada por la joven heroína del Misterio del Colegio, que había sido rescatada en Hanging Rock por el apuesto sobrino del Coronel Fitzhubert, recién llegado de Inglaterra. Y este nuevo giro de los acontecimientos fue lo bastante jugoso como para que todo el pueblo del Alto Macedon comenzara a chismorrear y a especular de nuevo. Se rumoreaba que el sobrino se había roto los dientes al escalar un precipicio de veinte metros. Que estaba locamente enamorado de la chica. Que la preciosa heredera había pedido que le trajeran de Melbourne dos docenas de camisones de gasa, y que llevaba puestos tres collares de perlas mientras estaba en cama en la casa del jardinero.
En realidad, el ingente montón de maletas de tafilete pertenecientes a la heredera estaba aún sin abrir en el vestíbulo de la señora Cutler. ¿Y quién sino la petite, pensó Mademoiselle con cariño, podía estar tan hermosa, tan chic, envuelta en un desteñido quimono japonés? Las persianas venecianas permanecían bajadas para impedir la entrada de la luz procedente del verde jardín, pero aun así fluctuaba por las paredes encaladas de la pequeña y sencilla habitación, y por la cama de matrimonio que, con su colcha de retazos, parecía flotar en el interior de una cueva bajo el mar. El suave aire del verano resultaba acariciador y curativo como el agua. Lloraron un poco, se dieron un largo y tierno abrazo, y, después de los primeros y vehementes saludos, se abandonaron al silencioso lujo de poder compartir su pesar. Había tanto que decir y, sin embargo, tan poco que pudieran contarse en ese instante o en el futuro. La sombra de la Roca se extendía con un peso casi físico sobre sus corazones. Aquello quedaba más allá de las palabras, casi más allá de la emoción. Mademoiselle fue la primera en volver a la apacible realidad de la tarde de verano, a la paz que en ese momento reinaba en el jardín, y se encargó de subir las persianas, que hicieron un sonido tranquilizador. El olmo silvestre situado al lado de la ventana bullía bajo el comadreo de las palomas.
—Deja que te mire, chérie. —La pálida carita enmarcada por el abanico de rizos que Irma se había recogido sin mucho empeño con una cinta escarlata estaba casi tan blanca como las almohadas de percal de la señora Cutler—. Demasiado pálida, pero preciosa… ¿Te acuerdas de cómo te regañaba por frotarte los labios con los pétalos de las flores de geranio? ¡Pero deja que te cuente! ¡Tengo noticias maravillosas!
En la mano extendida de Dianne brillaba un antiguo anillo francés con todos los colores del arco iris multiplicados por un millón. Los hoyuelos surgieron en las mejillas de Irma como una estrella al anochecer.
—¡Querida Mademoiselle! ¡Estoy tan contenta! ¡Su Louis es un hombre encantador!
—Tiens… ¿Ya lo habías intuido, lo de mi secreto?
—No lo intuía, querida Dianne. Lo sabía. Miranda solía decir que yo intuía las cosas con la cabeza y las sabía con el corazón.
—Miranda… —suspiró la institutriz—. Con solo dieciocho años y toda esa sabiduría…
Las dos se quedaron en silencio de nuevo, mientras Miranda flotaba hacia ellas sobre el césped, mostrando el brillo de su cabello. La señora Cutler, que se había quedado prendada al instante de la elegante dama francesa, apareció en la habitación con una bandeja de fresas con nata.
—¡Querida señora Cutler! ¿Qué habría hecho yo sin ella? Y los Fitzhubert… ¡Qué amable es todo el mundo!
—¿Y el apuesto sobrino? —quiso saber Mademoiselle—. ¿También es amable? En los periódicos le sacan un maravilloso perfil.
Irma no tenía nada que decir del sobrino. Solo sabía que estaba demasiado débil para salir de su habitación.
—Olvida, Dianne, que solo vi una vez a Michael Fitzhubert, a lo lejos, el día del picnic.
—Una mujer puede apreciar todo lo que necesita saber sobre un joven en el breve instante que dura el parpadeo de un ojo —comentó Mademoiselle—. Tiens! La primera vez que vi a mi Louis, él estaba de espaldas, y aun así me dije: «Dianne, ese hombre es tuyo».
Mientras esto sucedía, Mike descansaba en el césped, en una tumbona, con las piernas tapadas con la manta de viaje de su tía. Más allá de la pendiente de césped, se abría el lago salpicado de los cálices abiertos de los nenúfares, que brillaban como el peltre bruñido al reflejar la luz de la tarde. Y también desde allí le llegaban los vigorosos gritos que daban Albert y el señor Cutler mientras intentaban apartar, a través de los grupos de nenúfares, las algas que se habían enredado en la balsa. En el cielo azul claro, que él siempre asociaría con ese verano en el Macedon, había pequeñas nubes blancas, como de algodón, que avanzaban a través de las oscuras puntas de la plantación de pinos que había en la cima de la montaña. Por primera vez desde que comenzara su enfermedad, advertía leves indicios del encanto que se extendía a su alrededor.
—¡Ah! ¡Estás ahí, Michael! ¡Por fin al aire libre! —La señora Fitzhubert apareció en el porche cargada con su sombrilla, unos cojines y su costura—. Mañana tendrás una visita que te alegrará. ¿Te acuerdas de la señorita Angela Sprack, de la residencia del Gobernador?
Su sobrino no mostró ningún entusiasmo ante la perspectiva de un tête-à-tête con la joven Sprack, de quien no recordaba nada excepto las piernas con forma de bolo y un rostro de color rosa y blanco, que le trajo a la cabeza la sonrisa tonta de un retrato de Reynolds que tenían en el comedor de Haddingham Hall.
—No entiendo por qué eres tan crítico con la pobre Angela.
—No pretendo ser crítico con ella. Es solo culpa mía que la señorita Sprack me parezca… ¿cómo decirlo? Demasiado inglesa.
—¿Qué es esa tontería de ser demasiado inglesa? —preguntó el Coronel, que salía de los arbustos con los spaniels—. ¿Cómo diablos puede ser una persona demasiado inglesa?
Mike se sintió incapaz de sostener una conversación de alcance internacional. Al día siguiente, por la tarde, llegó la visita procedente de la residencia del Gobernador, y él, de alguna manera, fue capaz de pasar la prueba.
La joven Sprack era justo lo que Mike esperaba. La clase de chica con la que su madre le habría rogado que bailara el vals durante la celebración de la fiesta del condado.
—Maldita sea, Angie —se quejó el Comandante mientras regresaban por el paseo en el coche del Gobernador—. Eres una pánfila redomada. ¿No te das cuenta de que ese joven es uno de los mejores partidos de toda Inglaterra? De una de las mejores familias. Cualquier día se hace con el título… Y con un montón de dinero.
—No puedo hacer nada si él no quiere hablar conmigo —resopló la pobre infeliz—. Esta tarde has podido comprobarlo por ti mismo. Estoy segura de que no le gusto.
—¡Cabeza de chorlito! ¿Es que no tienes ni una pizca de sentido social? No me cabe la menor duda de que la pequeña preciosidad que se aloja un poco más arriba, en la casa del jardinero, probará suerte, por muy heredera que sea, con el Honorable Michael.
En cuanto Michael hubo ayudado diligentemente a que esas horribles piernas se subieran al coche, decidió dar un paseo hasta el lago, antes de la cena. Los Sprack, al igual que todos los invitados aburridos, se habían quedado demasiado tiempo, y el cielo estaba ya salpicado de las nubes del anochecer. El lago se mostraba calmo y encantador en la penumbra de la tarde. Acababa de darle la espalda al coche que se alejaba, y caminaba con paso inseguro por el césped, cuando oyó, procedente del lago, el sonido del chapoteo del agua. Allí, de pie, debajo de un roble y al lado de la concha gigante de una almeja que parecía servir de bañera para los pájaros, había una chica con un vestido blanco. No podía verle el rostro, pero la reconoció de inmediato por la elegancia con que ladeaba su rubia cabeza, así que comenzó a correr hacia ella, presa de un miedo enfermizo a que pudiera irse antes de que él llegara, como sucedía siempre, de manera invariable, en sus agitados sueños. Se situó a una distancia desde la que casi podía tocar sus faldas de muselina y, justo entonces, las telas se convirtieron en las alas ligeramente temblorosas de un cisne blanco que parecía verse atraído por el brillante chorro de agua que manaba del surtidor. Cuando Mike se dejó caer sobre la hierba, a pocos metros de distancia, el cisne se elevó casi verticalmente por encima de la concha y, mientras se alejaba volando, esparció miles de gotas de agua con los colores del arco iris sobre los sauces del otro lado del lago.
Mike se sentía más fuerte cada día y, cuando caminaba, más seguro de que sus piernas seguirían la dirección que él había elegido.
—Yo creo —dijo su tía— que Michael debería al menos hacerle una visita de cortesía a la señorita Leopold. Después de todo, Michael, le salvaste la vida. Es simplemente una cuestión de buenos modales.
—Una chica condenadamente guapa —dijo el Coronel—. ¡A tu edad, muchacho, yo habría llamado a su puerta hace mucho tiempo con una botella de champán y un ramo de flores!
Mike sabía que tenían razón con lo de la visita. No podía seguir aplazándolo, así que le pidieron a Albert que llevara una nota en la que se le proponía la tarde del día siguiente, a la que la señorita Leopold respondió con una letra enérgica de trazos grandes y desgarbados, en el mejor papel de cartas de color rosa de la señora Cutler, que estaría encantada de verle y que esperaba que llegara para tomar el té.
Una cosa es tomar una decisión tranquila y razonable al anochecer, y otra muy distinta tener que cumplirla a plena luz del día. Michael llegó a la casa del jardinero arrastrando los pies. ¿De qué diablos iba a hablar con esa chica? No la conocía. La señora Cutler aguardaba radiante en el porche.
—He dejado a la señorita Irma en el jardín para que pueda tomar un poco el aire. Pobrecita.
En un pequeño cenador emparrado había una mesa para el té, cubierta con una tela blanca de ganchillo. A su lado habían puesto una tumbona con un cojín de terciopelo rojo con forma de corazón para él. La chica estaba sentada en medio de una nube de muselinas, encajes y cintas color escarlata, bajo un dosel de rosas trepadoras carmesíes, que, de alguna manera, le hacía pensar a Mike en las tarjetas de San Valentín de sus hermanas.
Aunque le habían dicho con bastante frecuencia que Irma Leopold era «de una belleza despampanante», descubrió que no estaba preparado para la exquisita realidad de contemplar aquel rostro serio pero dulce que se giraba hacia él. Le pareció mucho más joven de lo que esperaba, casi infantil, hasta que ella le sonrió y, con una elegancia natural propia de un adulto, le tendió una mano adornada con una impresionante pulsera de esmeraldas.
—Es tan amable de tu parte que hayas venido a verme. Espero que no te importe tomar el té aquí, en el jardín. ¿Te gustan los marrons glacés? Los franceses de verdad. A mí me encantan. Esas tumbonas suelen venirse abajo, pero la señora Cutler dice que esta de aquí está bien.
Encantado por no tener que intervenir de manera activa en la conversación —no tenía mucha experiencia, pero le habían dicho que las bellezas despampanantes solían ser alarmantemente estúpidas—, Mike se tendió en la hundida silla de lona, y dijo sinceramente que no había nada que le gustara más que tomar el té en el jardín. Le recordaba a su propia casa. Irma sonrió de nuevo y esta vez le aparecieron esos hoyuelos que, sin que ella lo supiera todavía, pronto se harían internacionalmente famosos.
—Mi papá es un encanto, pero se niega a comer fuera. Dice que es «de bárbaros».
Michael le devolvió la sonrisa:
—Lo mismo sucede con el mío. —Se arqueó hasta conseguir una postura más cómoda, y cogió otro marrón glacé sin que nadie se lo hubiera ofrecido—. A mis hermanas les encanta cualquier cosa que pueda parecerse a un picnic… ¡Oh! ¡Dios mío…! Qué idiota soy. Qué falta de tacto… La última cosa de la que quería hablar era de un picnic. ¡Vaya! Maldita sea. Otra vez…
—No… Por favor. No te sientas mal. Hablemos de ello o no, jamás lograré quitarme esa cosa horrible de la cabeza. Jamás, jamás.
—Ni yo —dijo Mike en voz muy baja, mientras sentía cómo Hanging Rock, con toda su oscura y deslumbrante belleza, se alzaba entre ellos, amenazante.
—Me alegro, de verdad —dijo Irma por fin—, de que hayas mencionado el picnic en este momento. Así me resulta más fácil darte las gracias por lo que hiciste en la Roca.
—No fue nada, nada en absoluto —farfulló el joven en dirección a sus impecables botas inglesas—. Además, en realidad fue mi amigo Albert, ya lo sabes.
—Pero Michael, si yo no sé nada… El doctor McKenzie no me deja siquiera leer los periódicos. ¿Quién es Albert?
Michael inició entonces una descripción pormenorizada del rescate en la Roca, en la que Albert era el héroe, el cerebro. Concluyó con las palabras:
—Es el cochero de mi tío. ¡Un tipo increíble!
—¿Cuándo puedo reunirme con él? Debe de estar pensando que soy un monstruo de ingratitud.
Michael se echó a reír:
—¿Albert? No. —Albert era tan modesto, tan valiente, tan inteligente…—. ¡Vaya! Tienes que hablar con él.
Irma, sin embargo, solo podía pensar en el rostro del joven que tenía delante, tan exaltado y tan encantadoramente serio al alabar a su amigo. Estaba empezando a cansarse un poco de aquel desconocido Albert, cuando la señora Cutler salió de la casa con la bandeja del té, y la conversación derivó hacia el pastel de chocolate.
—Cuando tenía seis años —dijo Michael—, me comí de una sentada toda la tarta del cumpleaños de mi hermana pequeña.
—¿Ha oído eso, señora Cutler? Será mejor que me dé un pedazo antes de que el señor Michael se la zampe entera.
Unas buenas risas, eso es lo que necesitaban las pobres criaturas…
Esa misma noche, en cuanto pudo escaparse de la mesa de su tía al terminar de cenar, Michael se fue a los establos con un farol de queroseno y dos botellas de cerveza fría. El cochero estaba desnudo en la cama. Leía los pronósticos para las carreras en el Hawklet a la luz de una vela, cuya vacilante llama arrojaba vetas de claridad sobre su poderoso pecho salpicado de mechones de grueso pelo negro. Los dragones y las sirenas se retorcieron y se contorsionaron cuando el musculoso brazo de Albert se movió para mostrarle el lugar en que podía encontrar una mecedora rota que estaba justo debajo de la pequeña ventana.
—Hace un calor asqueroso aquí dentro, incluso después de que haya anochecido, pero ya estoy acostumbrado. Quítate la chaqueta… Hay un par de tazas en ese estante. —Llenaron las tazas que, al segundo, se convirtieron en improvisadas piscinas para todo tipo de insectos atraídos por el brillo de la vela—. Es estupendo volver a verte otra vez de pie, Mike. —El conocido y cómodo silencio se estableció entre ellos de nuevo, hasta que Albert decidió romperlo—: Te he visto hoy, sentado en el césped con la señorita como-se-llame.
—¡Diantre! ¡Casi se me olvida! Quiere que mañana la lleve de paseo en la balsa.
—La ataré justo delante del cobertizo, y te dejaré la pértiga en la mesa. Ten cuidado con las raíces de los nenúfares en las zonas poco profundas.
—Tendré cuidado. No quiero que la pobre chica tenga que caminar por el barro.
Albert sonrió:
—En cambio, si se tratara de la señorita Piernas de Botella, un buen chapuzón no le vendría nada mal. Esas, Mike, las calladas, son las peores… —Le hizo un guiño y bebió un trago de cerveza.
—Por cierto —dijo Mike riéndose—, Irma Leopold tiene muchas ganas de conocerte.
—Claro, claro… ¡Qué bien sienta la cerveza fría!
—No tenía ni idea de quién la había encontrado en la Roca, hasta que hoy le hablé de ti. ¿Qué te parece si bajas mañana por la tarde al cobertizo de los botes?
—¡Ni muerto!
Y después de otro trago, comenzó a silbar Two Little Girls in Blue[15]. En cuanto se detuvo para tomar aire, Mike le dijo:
—Bueno, ¿y qué día puedes? —Pero Albert, después de bajar a un tono más apropiado, comenzó de nuevo desde el principio, haciendo todo tipo de exasperantes florituras que él mismo se inventaba. Cuando por fin lo dejó, medio ahogado, Mike volvió a preguntar—: ¿Y bien? ¿Qué día?
—Nunca. Para eso no cuentes conmigo, Mike.
—Entonces, ¿qué diablos le digo yo a la chica?
—Eso es asunto tuyo.
Comenzó a silbar de nuevo, y Mike, enfadado de verdad, dejó su cerveza sin terminar, abrió la trampilla que había en el suelo, y descendió por la escalera hacia la completa oscuridad del almacén que había justo debajo. ¡Maldito Albert! ¿Qué bicho le había picado ahora?
Al día siguiente, Irma estaba esperando a Mike en el rústico asiento del cobertizo, cuando oyó el chirrido de unas ruedas sobre la gravilla y, al alzar la mirada, vio a un joven ancho de espaldas que llevaba una camisa azul muy desteñida y que empujaba una carretilla por el sendero que bordeaba el lago. Se movía tan rápido que cuando ella se levantó para llamarle desde la puerta del cobertizo, él ya estaba camino de los arbustos y no podía escuchar su voz. O tal vez sí. Le llamó de nuevo, esta vez tan fuerte que el chico se detuvo, dio media vuelta y volvió lentamente sobre sus pasos. Por fin le tenía delante. Lo bastante cerca como para poder contemplar su cuadrado rostro de campesino, de color rojo teja, y sus profundos ojos, que, bajo una mata de pelo revuelto, parecían observar fijamente algo que para él debía de resultar muy interesante aunque fuera invisible para el resto del mundo.
—¿Me llamaba usted, señorita?
—¡A gritos, Albert! Porque eres Albert Crundall, ¿verdad?
—Ese soy yo —dijo él sin mirarla.
—Sabes quién soy, ¿no?
—Sí —dijo—. Sé perfectamente quién es usted. ¿Es que quería verme por algo? —Los brazos de Albert, tostados por el sol, seguían extendidos hacia la carretilla, y las sirenas de color añil se ondulaban como si estuvieran dispuestas a salir huyendo en cualquier momento.
—Solo quería darte las gracias por haberme rescatado allí arriba, en la Roca.
—Ah, eso…
—¿No vamos a darnos la mano? Me salvaste la vida.
La extraña criatura comenzó a retroceder, como un potrillo salvaje, hasta quedar entre los dos brazos de la carretilla. Poco a poco, y de mala gana, fue bajando la mirada que tenía fija en el cielo, hasta dejarla al nivel de la de ella.
—A decir verdad, no he vuelto a pensar en eso después de que el doctor y el joven Jim la pusieran a usted a salvo en la camilla.
Parecía que lo que le había devuelto era un paraguas que se le hubiera perdido, o un paquete envuelto en papel marrón, en lugar de su propia vida.
—¡Deberías oír lo que cuenta Michael acerca de lo que pasó ese día!
Los rasgos de la cara rojo teja se estiraron hasta formar casi una sonrisa.
—¡Claro! ¡Es un tipo estupendo! ¡Vaya que sí!
—Eso es exactamente lo que él dice de ti, Albert.
—¿En serio? ¡Pues me va a joder la reputación! Disculpe mi lenguaje, señorita. No hablo todos los días con gente ilustre como usted. Bueno, será mejor que siga con mi trabajo…
Tras un resuelto giro de sus poderosas muñecas, las sirenas entraron en acción. Se largó, e Irma se sintió en cierto modo rechazada. Con mucha pompa tal vez, pero rechazada al fin y al cabo.
Eran exactamente las tres. Siempre hay algún instante en nuestro globo giratorio que no se deja medir bajo los parámetros que empleamos habitualmente para controlar el paso del tiempo. Es algo que experimentan a diario millones de personas. De pronto dan con un fragmento de la eternidad que jamás tendrá relación alguna con el calendario ni con los movimientos del reloj. Aquella breve conversación junto al lago se ampliaría en la memoria de Albert Crundall durante los años que le quedaran de una vida que sería bastante larga, hasta ocupar el espacio de toda una tarde de verano. Lo que le hubiera dicho Irma y lo que hubiera contestado él no tenía demasiada importancia. En realidad, casi perdió la facultad del habla al contemplar a aquella deslumbrante criatura, cuyos ojos negros como un astro había intentado evitar por todos los medios. Ahora, diez minutos más tarde, en la húmeda soledad de los arbustos, se hundió en la carretilla vacía y se limpió el sudor de las manos y de la cara. Disponía de un montón de tiempo para recuperar la tranquilidad mental y física, ya que sabía, con absoluta certeza, que jamás en la vida volvería a hablar de nuevo con Irma Leopold.
Como si fueran tres figuras de madera moviéndose con una sincronización perfecta en un reloj suizo, Albert desapareció por un hueco abierto en el seto de laurel, Mike salió de su casa e Irma —siempre hay una pequeña dama de madera en estos artilugios— apareció en la puerta del cobertizo. Y allí se quedó, de pie, viendo cómo él avanzaba hacia ella a toda prisa, cojeando un poco, sobre la hierba moteada.
—Ya he conocido a tu Albert.
El honrado rostro de Mike se iluminó, como sucedía siempre que se nombraba a Albert en su presencia.
—¿Y bien? ¿No tenía yo razón?
¡Querido Michael! Irma alzó un pie en dirección a la balsa, que les estaba esperando, maravillada ante la sola idea de que aquel desgarbado joven de la cara roja pudiera despertar tanta adoración en alguien.
El tiempo se mantuvo cálido y soleado, y ellos salieron todos los días a pasear por el plácido lago, desde el que se advertía el tintineo de caja de música que producían los riachuelos que bajaban de la montaña. En su costoso retiro verde, los Fitzhubert yacían sobre sus amplias sillas de mimbre, contemplando cómo iba concluyendo la temporada. La brisa de ese verano sobre el jardín de Lake View estaba siendo prodigiosamente suave. Podían oír los zumbidos de las abejas sobre los arriates de alhelíes que había bajo la ventana del salón, y de vez en cuando la leve risa de Irma, que se perdía en la distancia, sobre el lago. Más allá de los robles y los castaños, uno de los coches de Hussey entraba traqueteando por el empinado camino color chocolate, y asustaba a las palomas que picoteaban por el césped. El pavo real blanco estaba dormido, y los dos spaniels se pasaban todo el día tendidos a la sombra.
Michael e Irma exploraron juntos cada centímetro del jardín de rosas del Coronel. El huerto. El campo de croquet, que se hallaba en un nivel de terreno más bajo. Los arbustos, que formaban meandros que iban a dar siempre a pequeños y deliciosos cenadores en los que podrían entretenerse durante horas con todo tipo de juegos infantiles —el Halma o Serpientes y Escaleras—[16]. Allí podrían sentarse en unas sillas de jardín de respaldo alto, hechas de hierro fundido, que tenían forma de helechos. No necesitaban hablar todo el tiempo, lo que a Mike le parecía perfecto. Cuando la señora Fitzhubert se cruzaba con ellos por el puente rústico, y veía que iban cogidos de la mano, comenzaba a suspirar.
—¡Parecen tan dichosos! ¡Son tan jóvenes! —Y le preguntaba a su marido—: ¿De qué hablarán durante todo el día?
A veces Irma se daba cuenta de que estaba charlando como solía hacer en el colegio, tanto tiempo atrás, solo por el puro placer de lanzar palabras al esplendor del día, igual que los niños disfrutan haciendo volar una cometa. No era necesario que Mike respondiese, ni siquiera tenía que escuchar lo que ella decía, siempre y cuando estuviera ahí, a su lado, apoyado en la barandilla con el grueso mechón de pelo que le caía sobre un ojo cada vez que movía la cabeza, y lanzando interminables guijarros hacia la boca abierta de la rana de piedra que habían colocado cerca del lago.
Ahora, al anochecer, el agua se enfriaba rápidamente bajo las oblicuas sombras, y unas cuantas hojas que empezaban a amarillear flotaban entre los juncos.
—Querido Mike, no puedo soportar la idea de que el verano esté a punto de terminar y no podamos dar más paseos por el lago.
—Menos mal —dijo Mike, mientras lograba, con la precisión de un experto, que la balsa avanzara lentamente a través de los nenúfares. Luego sonrió—: Esta cosa vieja parece cada vez más insegura.
—¡Oh, Mike…! Entonces se habrá acabado de verdad.
—Bueno… Ha sido muy divertido.
—Miranda solía decir que todo comienza y termina justo en el momento y el lugar precisos…
Mike debía de estar apoyándose con demasiada fuerza en la pértiga. Irma podía oír el borboteo del agua debajo de las ya casi podridas tablas de la base de la balsa, mientras esta avanzaba torpemente, tambaleándose.
—Lo siento… ¿Te he salpicado? Estos malditos nenúfares…
En el embarcadero, los nenúfares ya se habían cerrado y se mantenían ocultos bajo la penumbra del cielo. Un poco más allá, un cisne blanco se elevó grácil de entre los juncos. Se quedaron unos instantes contemplando cómo se alejaba, batiendo las alas, hasta desaparecer tras los sauces de la orilla opuesta. Así era como Irma recordaría más tarde a Michael Fitzhubert. Él se reunía con ella de repente en el Bois de Boulogne, o bajo los árboles de Hyde Park, con un mechón de pelo rubio cayéndole sobre un ojo y con el rostro medio vuelto para seguir el vuelo de un cisne.
La niebla de la montaña bajó esa noche desde el bosque de pinos, y se quedó hasta bien entrada la mañana. Desde la ventana de Irma, en la casa del jardinero, resultaba imposible ver el lago, y el señor Cutler se fue a revisar sus invernaderos, presintiendo la llegada de un invierno temprano. En el almacén Manassa, un cliente que había ido a comprar el periódico de la mañana, preguntó con poco interés:
—¿Hay algo nuevo sobre el Misterio del Colegio?
No lo había. Al menos nada que en el porche de Manassa pudieran ni remotamente calificar de auténtica noticia. En general, los habitantes de la zona estaban de acuerdo en que los tejemanejes de la Roca habían terminado para siempre, y que lo mejor sería olvidarse de todo.
Un último paseo en la balsa por el lago. La última vez que se cogieron de la mano… Sigilosa, sin dejar constancia, la trama del picnic continuaba ensombreciéndolo todo. Y extendiéndose.