9

Niña hallada en la roca. Encontrada heredera desaparecida. El Misterio del Colegio volvía a las primeras páginas de los periódicos, rodeado de los más desenfrenados alardes de la imaginación, tanto pública como privada. La niña rescatada seguía inconsciente en Lake View, y el Honorable Michael Fitzhubert aún no se encontraba lo suficientemente recuperado como para que pudieran interrogarle, lo que venía a añadir más leña al fuego de los chismes y de los presuntos horrores que se irían destapando más adelante. Se había reanudado la búsqueda policial por los lugares en que quizá se pudiera descubrir algo, y también por los que no, y habían llegado más hombres desde Melbourne. Además, habían vuelto a traer al perro y al rastreador con la remota esperanza de que dieran con alguna pista que les ayudara a averiguar el paradero de las otras tres víctimas. Desagües, troncos huecos, alcantarillas, abrevaderos… Una pocilga abandonada en la que alguien había visto el domingo una luz que se movía. El viejo pozo de una mina en el Black Forest, en cuyo fondo un colegial aterrorizado juraba haber divisado un cuerpo, lo que resultó ser cierto ya que allí hallaron los restos de una novilla en descomposición… Y así sucesivamente. El agente Bumpher, que revisaba una y otra vez sus cuadernos plagados de anotaciones y de preguntas sin responder, casi daría las gracias por que se produjese un nuevo asesinato.

En el colegio Appleyard, la directora informó del rescate de Irma de manera breve y formal. Lo hizo durante la mañana del lunes, justo después de la oración, siguiendo un procedimiento muy meditado: las niñas dispondrían de toda una hora, antes de que comenzaran las primeras clases del día, para asimilar sus palabras. Después de un primer momento de atónito silencio, las alumnas recibieron la noticia con estallidos de histérica alegría, con lágrimas, con cariñosos abrazos entre internas que de ordinario casi ni se hablaban… En la escalera, donde tenían estrictamente prohibido detenerse y charlar, Mademoiselle encontró a Blanche y a Rosamund fundidas en un emotivo abrazo.

Alors, mes enfants. No es momento para lágrimas.

Y sentía cómo las suyas, no derramadas y largamente retenidas, le asomaban a los ojos. En la cocina, Minnie y la cocinera lo celebraron con un vaso de cerveza negra, mientras que, al otro lado de la puerta cubierta con una cortina de paño, Dora Lumley se ponía su pobre encaje en la garganta, como si también a ella la hubieran rescatado de la Roca. Tom y el señor Whitehead, después de unos momentos de júbilo en el cobertizo, pasaron casi de inmediato al tema del asesinato en general hasta que la conversación recaló en Jack el Destripador, tras lo que el jardinero llegó a la sombría conclusión de que quizá fuera mejor que regresara a su trabajo y se pusiera a adecentar el césped. Al mediodía, la inevitable reacción de alivio y entusiasmo que se había producido por la mañana se había extendido como la pólvora por todo el colegio. Las clases de la tarde se convirtieron en una serie imparable de susurros y murmullos. En la sala de las maestras, en cambio, apenas se tocó el tema del hallazgo de Irma, como si todas hubieran coincidido en que ese era el único modo en que quedarían intactos los finos velos con que la fantasía cubría la fea realidad. Solo la directora, tras las puertas cerradas de su estudio, se permitió llevar a cabo un frío análisis de este nuevo giro de los acontecimientos. Con el descubrimiento de una sola de las cuatro personas desaparecidas, la situación, en lo que se refería al colegio, era mucho peor que al principio.

Por lo general, las personas de carácter fuerte y con autoridad suelen enfrentarse sin grandes dificultades a los retos que se basan en hechos auténticos. Los hechos, por muy vergonzosos que sean, pueden manejarse con otros hechos. En cambio, los problemas relacionados con el estado de ánimo y con el ambiente, esos que la prensa engloba bajo el término de «situación», resultan infinitamente más siniestros. No se puede registrar una «situación» para realizar futuras consultas, ni se puede extraer de un archivador la respuesta adecuada para ella. Un «ambiente» se puede generar de la noche a la mañana a partir de la nada, o a partir de cualquier cosa, en cualquier lugar en que haya un número de seres humanos congregados en condiciones poco normales: en la corte de Versalles, en la prisión de Pentridge[12] o incluso en un selecto colegio para señoritas, en el que el miasma de los miedos ocultos se iba haciendo cada vez más grande y más oscuro.

La directora se despertó a la mañana siguiente de un sueño intranquilo. Podía notar una presión enorme en la cabeza, ya bastante pesada de por sí debido a la gran variedad de alfileres de acero que empleaba para darle forma a las ondas de su pelo. Dichos alfileres, juntos, le hacían adoptar el aspecto de un erizo. A lo largo de las lentísimas horas que transcurrieron entre la medianoche y el amanecer había decidido, no sin cierto recelo, poner en práctica un cambio de estrategia: impulsaría una leve relajación de la disciplina, e introduciría ciertas variaciones en la rutina diaria. Con este fin, mandó que se volviera a decorar la sala de estar de las internas, a toda prisa, con un horroroso papel de color rosa fresa, y que se instalara un piano de cola en el salón principal. Invitó al reverendo Lawrence y a su esposa a que salieran de la vicaría de Woodend durante toda una tarde, y a que se llevaran sus diapositivas de la Tierra Santa para proyectarlas en el salón, donde habrían dispuesto junto a las chimeneas las más selectas hortensias del señor Whitehead, y donde las criadas servirían el café, con sándwiches y macedonia, ataviadas con sus cofias de cintas y sus delantales con volantes. La estampa, en conjunto, constituía la imagen perfecta de un internado moderno que se hallara en lo más alto de la prosperidad material y del bienestar educativo. Sin embargo, una vez acabada la recepción, la pequeña señora Lawrence se iría de allí con migraña e inexplicablemente deprimida. Tampoco sirvió de mucho que mandaran en tren a Bendigo a las chicas mayores con una institutriz para presenciar una función vespertina de El Mikado[13]. Las chicas volvieron más desanimadas aún, por decirlo de una manera suave: el público se las había quedado mirando y, mientras se sentaban en la primera fila, pudieron oír sus cuchicheos. Se sintieron parte del espectáculo —el selecto reparto de «El Misterio del Colegio»—, y solo fueron felices cuando pudieron subirse de nuevo a los coches que esperaban en la puerta.

Consciente del enorme error táctico que había cometido, la directora optó por otras soluciones, mucho más drásticas. Ejercería un mayor control sobre el personal, siempre tan parlanchín, y haría cumplir la norma que prohibía que las niñas conversaran si no se encontraban bajo la supervisión de una institutriz. A partir de entonces, darían su paseo diario de dos en dos, a lo largo de la carretera de Bendigo, con sus uniformes de verano y sus feos sombreros de paja, y, por mucho que protestaran, impondría sobre ellas el mismo silencio absoluto que reinaría en una cadena de presos.

Se acercaba la Pascua y, con ella, el final del trimestre. Las flores del verano comenzaban a marchitarse, y una mañana pudieron ver cómo los sauces que bordeaban el arroyo por la parte trasera de la casa empezaban a salpicarse de pequeñas vetas doradas. Para la directora no había belleza alguna en los cambios que el otoño propiciaba en el jardín, ya que, en su opinión, un césped bien cuidado y unos arriates en flor constituían un inigualable símbolo de prestigio. La limpieza lo era todo y, además, resultaba esencial mostrar un despliegue constante de vistosas flores que los transeúntes que pasaban por la carretera pudieran admirar desde el otro lado de los muros de piedra. Las hojas que revoloteaban al caer del pequeño árbol que quedaba más allá de la ventana de su estudio eran un innecesario recordatorio del paso del tiempo. Había transcurrido casi un mes desde el día del picnic. La señora Appleyard había pasado recientemente unos días en Melbourne, casi todo el tiempo en la jefatura de policía, en Russell Street. Allí, lo primero que llamó su atención, siempre alerta, fue un cartel pinchado en un tablón oficial en el que pudo leer desaparecidas. Dadas por muertas, encabezando una detallada descripción de las niñas y tres fotografías muy malas de Miranda, Marion y Greta McCraw. La palabra muertas destacaba en la página impresa de manera casi obscena. Sí. Era posible, aunque altamente improbable, le dijo el oficial superior con el que estuvo encerrada durante dos horas en un cuarto de ambiente muy cargado, que las niñas hubieran sido secuestradas o atracadas o que hubieran caído en alguna trampa. O algo peor.

—¿Y puede decirme qué podría ser peor que todo eso? —preguntó la directora.

Hasta el momento se había mantenido en un silencio absoluto. Tenía las manos sudorosas debido al miedo, pero también al calor insoportable que hacía en la habitación.

Según le explicaron, quizá pudieran encontrarlas todavía en algún burdel de Sydney. Esas cosas pasaban de vez en cuando… Sobre todo en Sydney. Una niña con unos antecedentes respetables desaparecía sin dejar rastro… Sin embargo, no era tan frecuente en Melbourne. La señora Appleyard se estremeció.

—Eran niñas excepcionalmente inteligentes. Con un comportamiento ejemplar. Jamás habrían tolerado ningún exceso de confianza por parte de un extraño.

—Por lo que yo sé —dijo el detective suavemente—, casi todas las jóvenes se niegan a que las viole un marinero borracho, si es eso en lo que está pensando.

—No estaba pensando en eso. Mi experiencia en ese tipo de cuestiones es obviamente muy limitada.

El detective comenzó a tamborilear en la parte superior del escritorio con sus rechonchos dedos manchados de tabaco.

Estas damas tan perfectas eran el mismo diablo. Apostaría a que llegaban a él con la mente llena de inmundicias. Lo que dijo en voz alta, muy despacio, fue:

—Dadas las circunstancias, todo eso parece muy poco probable. Sin embargo, la policía debe considerar cada una de las posibles vías en un caso como este, en el que no ha salido a la luz una sola pista desde el día en que se denunció. El catorce de febrero, si mal no recuerdo.

—Así es. El día de San Valentín.

Por un momento, se preguntó si aquella mujer no estaría perdiendo la cabeza. Tenía la cara salpicada de unas manchas rojas muy desagradables. No quería ni pensar en que pudiera desmayarse delante de él, así que se levantó y anunció que la entrevista había concluido. La señora Appleyard salió tambaleante a la calle, donde se dio de bruces con el aplastante calor del día. También para ella la entrevista había finalizado, pero la pesadilla continuaría. Se dirigió al hotel en que se alojaba cuando estaba en la ciudad, sabiendo que no se libraría de aquel mal sueño ni con píldoras para dormir ni con los dos o tres vasos de brandy que pudiera tomarse en su habitación.

Mientras tanto, en el colegio se fueron sucediendo unos acontecimientos ciertamente inquietantes. Un padre se presentó en la escuela durante la ausencia de la directora para llevarse a su hija de inmediato, y la excusa que puso parecía bastante razonable. Sin el apoyo de Greta McCraw, que podía ser inesperadamente sagaz en los momentos de crisis, e incluso muy sensata, Mademoiselle se vio obligada a acceder, y le pidió a la señorita Lumley que se encargara de preparar las maletas de Muriel y de enviarlas a Melbourne. Tras lo cual, para terminar de empeorar las cosas, no bien se hubo quitado la señora Appleyard el sombrero en el vestíbulo, la propia institutriz francesa presentó su dimisión —«a causa de mi próximo enlace con el señor Louis Montpelier, que se celebrará poco después de Pascua»—. La directora era capaz de reconocer a una dama a primera vista, y Mademoiselle de Poitiers era, sin duda, una empleada extremadamente valiosa a nivel social. Sustituirla no iba a resultar nada fácil. El puesto de la señorita McCraw lo había ocupado una dinámica joven con título universitario, que tenía los dientes prominentes y el poco afortunado apellido de Buck[14], y por quien las internas sintieron una aversión casi instantánea. A pesar de todos los ladridos que pudiera dar Greta McCraw, jamás se había oído decir que hubiera mordido a nadie…

Esa noche había un montón de correspondencia sobre el escritorio de la señora Appleyard, y la directora tuvo que leer las cartas por encima antes de irse a la cama, puesto que estaba muy cansada. ¡Gracias a Dios, no había llegado nada con matasellos de Queensland! La primera misiva era de una madre del sur de Australia que solicitaba que su hija «por urgentes motivos familiares» regresara a casa de inmediato en el expreso de Adelaida. Los parientes de la niña eran gente acomodada, ciudadanos muy respetados. ¿Qué tipo de irresponsables conversaciones habrían tenido lugar delante de ellos en su mansión de las afueras? ¡Motivos familiares! ¡Bah! Todos estaban tan pagados de sí mismos… Sacó la botella de brandy del armario y abrió dos sobres más antes de descubrir el telegrama del señor Leopold, que estaba medio oculto en la parte inferior del montón de cartas. Había sido enviado hacía unos días desde algún lugar dejado de la mano de Dios, en la región de Bengala, y su imperiosa redacción resultaba completamente impropia del señor Leopold, cuyo procedimiento habitual solía ser tan generoso: Bajo ninguna circunstancia regresará mi hija al Colegio Appleyard. Envío carta. Perder así a su alumna más rica y admirada hizo que la directora se sintiera muy débil, casi físicamente enferma. Las implicaciones de esta nueva catástrofe eran incalculables y muy peligrosas. Recordó que hacía solo unas semanas le había dicho a la mujer del obispo:

—Irma Leopold es una niña tan encantadora… Creo que valdrá medio millón cuando cumpla los veintiuno. Como ya sabrá, su madre era una Rothschild.

Dos ingentes facturas de la carnicería y de la tienda de ultramarinos completaban el recuento de penalidades que le tenía reservado el día.

A pesar de lo tarde que era, se sintió obligada a sacar el libro de contabilidad del colegio. Aún quedaban pendientes de pago las cuotas de varias alumnas. Aunque el sentido común le indicaba que, dadas las circunstancias, difícilmente podía esperar un pago inmediato por parte de los padres de Miranda o del tutor legal de Marion Quade como adelanto de las tasas del próximo trimestre, lo cierto era que había confiado en recibir el cheque del señor Leopold, con los numerosos extras —baile, dibujo, funciones de tarde en Melbourne cada mes—, que solía proporcionar un razonable beneficio para las arcas del colegio. Había otro nombre escrito en la página cuyos renglones habían sido tan cuidadosamente trazados: Sara Waybourne. El esquivo tutor de Sara llevaba varios meses sin presentarse en su estudio para escenificar la que era su técnica habitual de pago, consistente en sacar de su billetera la cantidad exacta en efectivo. En el momento actual, todas las actividades complementarias que Sara había realizado durante el trimestre estaban sin pagar. El señor Cosgrove, que siempre iba vestido con ropa muy cara, y que dejaba tras de sí en el estudio el penetrante olor de su agua de Colonia y de su tafilete, no tenía excusa para semejante retraso.

En ese momento, la sola imagen de la niña Sara, encogida sobre un libro en el jardín, bastaba para que una oleada de ira ascendiese por la nuca de la directora, bajo el rígido cuello de encaje de su camisa. La pequeña y afilada cara simbolizaba, de alguna manera, la enfermedad sin nombre que en mayor o menor medida habían empezado a sufrir todas las alumnas del colegio. De haber tenido un débil rostro redondo e infantil, tal vez podría haber provocado cierta compasión en el ánimo de la directora, en vez de un rencor tan agudo hacia esa alumna enclenque y pálida que, en su opinión, poseía una fuerza secreta, una voluntad tan férrea como la suya. Algunas veces, cuando la directora descendía del Olimpo para dar una clase sobre las Escrituras, y distinguía al fondo del aula la cabeza inclinada de Sara, notaba cómo el amargo sabor de una furia inconfesable la asfixiaba durante unos instantes, impidiéndole hablar. No obstante, aquella condenada niña seguía pareciendo dócil por fuera, amable y diligente. Únicamente esos ojos tan absurdamente grandes dejaban traslucir el secreto dolor que albergaba en su interior. Hacía mucho que habían dado las doce de la noche. Se levantó, volvió a poner el libro de contabilidad en su cajón y subió pesadamente las escaleras.

A la mañana siguiente, cuando Sara Waybourne preparaba sus materiales de dibujo para la clase de arte de la señora Valange, le dijeron que la directora quería verla en su despacho.

—La he hecho llamar, Sara, porque quiero hablar con usted acerca de un asunto muy serio. Póngase derecha y escuche con atención lo que tengo que decirle.

—Sí, señora Appleyard.

—No sé si será consciente de que su tutor lleva varios meses sin pagar sus cuotas. Me he encargado de escribirle a la dirección habitual de su banco, pero me han devuelto todas las comunicaciones desde el departamento de cartas no reclamadas.

—¿De veras? —preguntó la niña sin cambiar de expresión.

—¿Cuándo le llegó la última carta del señor Cosgrove? Piénselo detenidamente.

—Me acuerdo muy bien. Fue en Navidad, cuando me preguntó si me podía quedar en el colegio durante las vacaciones.

—Lo recuerdo. Resultó de lo más inoportuno.

—¿Ah, sí? Me pregunto por qué habrá dejado pasar tanto tiempo sin volver a escribir. Necesito más libros y más lápices de colores.

—¿Lápices de colores? Eso me recuerda, ya que veo que no puede usted ayudarme en este desafortunado asunto, que tendré que decirle a la señora Valange que interrumpa sus clases de dibujo a partir de esta misma mañana. Por favor, tenga en cuenta que cualquier material de dibujo que esté en su armario es propiedad del colegio, por lo que debe entregárselo a la señorita Lumley. ¿Tiene usted un agujero en la media? Sería mejor que aprendiera a zurcir, en vez de pasar el tiempo jugueteando con libros y lápices de colores.

Sara estaba ya junto a la puerta, cuando escuchó que la directora volvía a dirigirse a ella:

—Olvidé mencionar que si no he tenido noticias de su tutor antes de Semana Santa, me veré obligada a tomar medidas en lo que se refiere a sus estudios.

Por primera vez, en sus grandes ojos parpadeó lo que parecía un cambio de expresión:

—¿Qué medidas?

—Ya lo decidiré yo. Hay instituciones…

—¡Oh, no! No… ¡Eso no! Otra vez no.

—Hay que aprender a enfrentarse a los hechos, Sara. Después de todo, ya tiene usted trece años. Puede retirarse.

Mientras esta conversación se desarrollaba en el estudio, en la estación de Woodend el diligente Tom ayudaba a la señora Valange, la profesora externa de Arte que llegaba de Melbourne, a subir al coche. La pequeña dama, que, como de costumbre, iba cargada con un cuaderno de dibujo y un paraguas, además de un abultado bolso de viaje, se aferró a Tom como si fuera un náufrago a punto de ahogarse. El contenido del bolso era siempre el mismo: para las alumnas mayores, un molde de yeso de la cabeza de Cicerón envuelto en un camisón de franela para evitar que el pico de la nariz pudiera astillarse con el traqueteo del tren de Melbourne; un pie de yeso para las más jóvenes; un rollo de papel Michalet; y para ella un par de cómodas zapatillas con pompones de lana, y una botella de coñac. (El gusto por el brandy francés, si es que alguna vez salía a relucir este asunto en su conversación, era en el único tema en que la señora Appleyard y la señora Valange podían ponerse de acuerdo).

—Bueno, Tom —arrancó la locuaz y siempre agradable profesora de Arte mientras giraban hacia la carretera bajo la sombra de los eucaliptos—. ¿Cómo está tu novia?

—A decir verdad, señora, yo y Minnie vamos a darle la noticia a la directora a la vez, durante la Pascua. Iremos a decírselo juntos. No queremos seguir por aquí, ya sabe a lo que me refiero.

—Ya lo sé, Tom, y lo lamento mucho. No puedes ni imaginar la de cosas horribles que dice la gente en la ciudad sobre todo lo que ha pasado, aunque yo le diga a todo el mundo que es mejor olvidar.

—Ahí tiene usted razón, señora —reconoció Tom—. De todos modos, Minnie y yo nos acordaremos de la señorita Miranda y de las otras pobres criaturas hasta el día en que nos muramos.

Cuando el coche giró al llegar a las puertas del colegio, la señora Valange vio a su alumna favorita, Sara Waybourne, de pie en la zona de césped, así que agitó su paraguas con brío.

—Buenos días, Sara. No, gracias, Tom, prefiero llevar el bolso yo misma… Ven aquí, hija. Te he traído una preciosa caja de colores pastel, toda una novedad en Melbourne. Me temo que son bastante caros, pero podemos anotarlo en tu cuenta… ¿Qué te ocurre? Te veo muy triste esta mañana.

Cuando la señora Valange oyó las deprimentes noticias que Sara tenía que darle, reaccionó de la forma que le era más característica:

—¿No seguir con tus clases de Arte? ¡Qué tontería! Tus cuotas no me interesan lo más mínimo. Eres la única alumna que tiene una pizca de talento. Voy a hablar directamente con la señora Appleyard. Tenemos diez minutos antes de que comience la clase.

Resulta innecesario elaborar un detallado informe de la entrevista que tuvo lugar a continuación, tras la puerta cerrada del estudio. Por primera y última vez las dos damas se enfrentaron cara a cara sin los guantes puestos. Después de que ambas partes respetaran someramente la obligada etiqueta, se inició la batalla: la pequeña y afectuosa señora Valange lanzó el primer ataque a base de una serie de aparatosas acusaciones que ella enfatizaba con el peligroso ir y venir de su paraguas; la señora Appleyard, por su parte, se deshizo de la calma habitual que solía exhibir en público, y pareció hacerse aún más inmensa y más morada. Por fin se escuchó cómo la puerta del estudio se cerraba de golpe, y cómo la profesora de Arte, vencedora moral pero perdedora en lo que a la estrategia profesional se refiere, llegaba al pasillo con la respiración agitada. Hicieron venir a Tom, y la señora Valange se subió al coche, aferrada a su paraguas y al bolso de viaje en el que Cicerón seguía envuelto en el camisón, y emprendió el que sería su último trayecto desde el colegio hasta la estación.

Tras un breve y desacostumbrado silencio, durante el que la señora Valange estuvo haciendo todo tipo de garabatos en varios trozos de papel con una tiza de colores, Tom recibió media corona y un sobre dirigido a Sara Waybourne, con instrucciones de entregárselo lo antes posible sin que lo supiera la señora Appleyard. Tom estaba encantado de poder hacer algo así. Sentía debilidad por la pequeña señora Valange y también por Sara, y tenía la intención de entregarle la carta a la mañana siguiente, cuando las alumnas se reunieran durante media hora en el jardín después del desayuno. Sin embargo, tuvo que hacer un recado inesperado para la directora, y la carta se le fue totalmente de la cabeza.

Semanas más tarde, la encontró completamente arrugada en la parte posterior del cajón. Minnie acercó una vela y se la leyó en voz alta de cabo a rabo. Y ya no pudieron pegar ojo en toda la noche. Aunque, como decía Minnie de manera muy sensata: ¿qué conseguirían martirizándose los dos de esa manera? Dadas las circunstancias, apenas se podía decir que Tom hubiera tenido la culpa de que la carta no llegara a su destinataria. Querida niña, decía. La señora A. me lo ha contado todo. ¡Qué embrollo tan ridículo por nada! Te escribo para decirte que quiero que vengas conmigo a mi casa, al este de Melbourne, y que te quedes durante todo el tiempo que te apetezca —te adjunto la dirección—, si tu tutor no va a verte antes del Viernes Santo. Házmelo saber, e iré a buscarte al tren. No te preocupes por las clases de Arte, y sigue dibujando en cuanto tengas un minuto libre, como Leonardo da Vinci. Con todo mi cariño. Tu amiga, Henrietta Valange.

La dramática salida de la señora Valange del colegio intensificó la presión y las tensiones de los últimos días. A pesar de las frustrantes normas referentes al silencio, y de la prohibición de hablar en grupos de dos o tres sin una institutriz presente, antes de que anocheciera había circulado ya el rumor de que había tenido lugar una escena en el estudio, y de que la niña Sara era, de alguna manera, responsable de lo sucedido. Para ello emplearon trozos de papel y otros medios de intercambio de noticias. Sara, como de costumbre, no tenía nada que decir.

—Va por ahí arrastrándose como una ostra —dijo Edith, cuyo fuerte no era precisamente la Historia Natural.

—Si no conseguimos una profesora de dibujo joven y guapa —dijo Blanche— voy a dejar de dar Arte. Estoy harta de que las tizas de colores se me metan entre las uñas.

Dora Lumley se acercó muy alterada:

—¡Pero niñas! ¿Es que no habéis oído el toque de las campanas? Tenéis que cambiaros de ropa. Subid las escaleras ahora mismo. Y os pondré una falta en comportamiento por hablar en el pasillo.

Unos minutos más tarde, la señorita Lumley, que seguía merodeando por el interior de la casa, se encontró con Sara Waybourne acurrucada detrás de la pequeña puerta de la escalera de caracol que conducía a la torre. La institutriz pensó que había estado llorando, pero estaba demasiado oscuro para poder verle bien la cara. Cuando salieron al rellano y se ubicaron bajo la luz de la lámpara, observó que la niña parecía un gatito callejero medio muerto de hambre.

—¿Qué te pasa, Sara? ¿Estás enferma?

—Estoy bien. Por favor, váyase.

—La gente no se sienta en una piedra fría y a oscuras justo antes del té, a no ser que esté mal de la cabeza —dijo la señorita Lumley.

—No quiero tomar el té. ¡No quiero nada!

La institutriz resopló.

—¡Qué suerte! Ojalá pudiera yo decir lo mismo.

Cuando, en realidad, estaba pensando: «Esta pobre niña… Esta horrible casa…». Y decidió que iba a escribir a su hermano esa misma noche para pedirle que le buscara otro trabajo. «Pero no en un internado. No podría soportar más cosas así, Reg…».

Eso era todo lo que podía hacer para no ponerse a gritar mientras la campana anunciaba la hora del té resonando por el interior de las habitaciones vacías escaleras abajo. Los ratones, que correteaban por el enorme y oscuro salón, también la oyeron, y fueron a ocultarse debajo de los sofás y de las sillas cubiertas con telas.

—¿Has oído la campana, Sara? No puedes bajar así, llena de telarañas por todas partes. Si no tienes hambre, será mejor que te vayas a la cama.

Se trataba de la misma habitación que Sara había compartido con Miranda. Era el cuarto más codiciado de la casa, con sus grandes ventanas que daban al jardín, y unas cortinas con motivos florales. Por indicación expresa de la señora Appleyard, no había cambiado nada desde el día del picnic. Los suaves y bonitos vestidos de Miranda seguían colgados en ordenadas filas en el armario de cedro, que ahora la niña intentaba no mirar. La raqueta de tenis de Miranda continuaba apoyada en la pared, exactamente de la misma manera en que la dejaba su dueña cuando, sonrojada y radiante, llegaba corriendo escaleras arriba después de un partido con Marion cualquier tarde de verano. La querida fotografía de Miranda seguía sobre la repisa de la chimenea, en un marco ovalado de plata; el cajón de la cómoda de Miranda aún guardaba todas sus tarjetas de San Valentín; y allí estaba el tocador sobre el que podía ver el pequeño jarrón de cristal de Miranda, en el que ella solía poner una flor… A menudo, mientras fingía dormir, permanecía despierta para ver cómo se cepillaba su brillante pelo a la luz de una vela.

—Sara, ¿todavía despierta, minino travieso? —decía mientras sonreía hacia la oscura profundidad del espejo. A veces se ponía a cantar extrañas cancioncillas sobre su familia, con una voz poco melodiosa que solo Sara conocía. Cantaba acerca de su caballo favorito, de la cacatúa de su hermano—. Algún día, Sara, vendrás conmigo a la hacienda y conocerás a mi familia. Ya verás lo dulces y divertidos que son. ¿Te gustaría, pequeño minino?

¡Oh! Miranda, Miranda… Querida Miranda, ¿dónde estás?

Por fin cayó la noche sobre la silenciosa casa, que, sin embargo, estaba repleta de personas que no pegarían ojo. En el ala sur, Tom y Minnie, uno en brazos del otro, no dejaban de decirse palabras de amor. La señora Appleyard daba vueltas en la cama, dolorida bajo el peso de sus alfileres para las ondas del pelo. Dora Lumley chupaba pastillas de menta y escribía enfebrecidas e interminables cartas mentales a su hermano. Las hermanas de Nueva Zelanda se habían metido en la misma cama para hacerse compañía, y yacían juntas, tensas y temerosas de que pudiera haber un terremoto en cualquier momento. Una luz seguía encendida en la habitación de Mademoiselle, para quien una importante dosis de Racine, a la luz de una vela solitaria, todavía no resultaba lo suficientemente soporífera. Y la niña Sara también estaba muy despierta, contemplando la espantosa oscuridad.

A la vez, las zarigüeyas se deslizaban hacia la borrosa pizarra del tejado, tenuemente iluminada por la luna. Con chillidos y gruñidos se movían obscenamente alrededor de la achaparrada base de la torre, que se alzaba oscura sobre el pálido cielo.