8

Para Albert era una experiencia nueva eso de estar francamente preocupado por algo que no le afectaba a él directamente y de manera inmediata, pero decidió no darle mucha importancia. El viernes por la tarde, mientras volvía a casa por la montaña, no podía quitarse de la cabeza a su amigo, al que había dejado junto al arroyo y que estaba dispuesto a pasar la noche solo en aquel lugar inhóspito. El pobre diablo ni siquiera sabría cómo fabricarse una cama decente cavando un agujero en el suelo a medida de sus hombros y llenándolo luego de helechos. O cómo encender un fuego con unas cuantas cortezas cuando empezara a hacer frío por la noche, cosa que en las llanuras del Macedon sucedía bastante temprano, incluso durante la estación estival. Sin duda, a Mike se le había metido algo en la cabeza. Albert no sabía qué era, pero ahí estaba. Tal vez todos los estirados, como los familiares ingleses de Mike, estuvieran chalados. ¿O es que había algo de lógica en la estúpida decisión que había tomado de ir a buscar a esas chicas? Albert sabía lo que era sentir un impulso irracional. Recordó aquella vez en que se empeñó en ir a las carreras de Ballarat para apostar hasta cinco libras por un desconocido que luego ganó sin ninguna dificultad aunque estuviera cuarenta a uno. Puede que así fuera como se sentía Mike con su idea de encontrar a las chicas. Por su parte, estaba completamente harto de las dichosas chavalas que, ya que estamos, probablemente llevarían un montón de tiempo muertas… Esperaba que la cocinera le hubiera preparado algo caliente con lo que tomarse el té esa noche. ¿Y qué diablos le iba a decir al jefe? En todo esto iba pensando Albert mientras el caballo trotaba lentamente hacia la casa con las riendas medio sueltas.

Cuando llegó a las puertas de Lake View, la oscuridad cubría ya el paseo de una fragante y misteriosa melancolía. Después de desensillar a Lancer y de lavarlo en el patio de la cuadra, se dirigió a la cocina, donde sería bien recibido con una generosa ración de carne caliente, pastel de riñones y tarta de albaricoque.

—Lo mejor será que vayas a hablar con esa gente —le aconsejo la cocinera—. Habéis tardado mucho en llegar, y el amo no está de muy buen humor. ¿Qué es lo que has hecho con el joven Michael?

—Se encuentra bien. Y ya iré cuando me haya terminado el té —dijo el cochero, sirviéndose más tarta.

Eran más de las diez, y el jefe estaba solo en su estudio. Había dejado abiertas las puertas acristaladas que daban al porche, y hacía solitarios. Entonces Albert tosió con fuerza y llamó a la puerta.

—Entra, Crundall. Por el amor de Dios, ¿dónde está el señor Michael?

—Tengo un mensaje de él, señor. Yo…

—¿Un mensaje? ¿Es que no habéis llegado a casa juntos? ¿Ha pasado algo?

—Nada, señor —dijo el cochero, que buscaba desesperadamente en su cabeza las mil mentirijillas que había estado pergeñando mientras se zampaba la tarta de albaricoque, y que ahora, bajo la mirada acusadora de aquel hombre de ojos azules, se habían esfumado.

—¿Qué quiere decir nada? Mi sobrino no nos dijo que tuviera la intención de cenar fuera.

En Lake View, saltarse una comida sin previo aviso era una falta que casi llevaba aparejada la pena capital.

—Él no pretendía estar fuera tanto tiempo, señor. El hecho es que nos retrasamos un poco, y cuando nos quisimos dar cuenta ya era muy tarde para regresar, así que el señor Michael decidió quedarse a pasar la noche en el Macedon Arms, y volver a casa mañana.

—¡El Macedon Arms! ¿Esa posada pequeña y miserable que está al lado de la estación de Woodend? ¡Jamás había oído un disparate semejante!

—Creo, señor —dijo Albert, que iba recuperando poco a poco la confianza, como hacen los buenos mentirosos—, que pensó que así les evitaría cualquier molestia.

El coronel soltó un bufido.

—La cocinera ha estado recalentando su cena durante más de tres horas…

—Entre usted y yo —dijo Albert—, el señor Michael estaba molido después del largo paseo de esta mañana. Ya sabe, todo el tiempo bajo el sol…

—¿Adónde fuisteis? —preguntó el Coronel.

—Bastante lejos. En realidad se me ocurrió a mí lo de que se lo tomara con calma y se quedara a pasar la noche en Woodend.

—Así que, después de todo, la brillante idea fue tuya, ¿no? El chico estará bien, supongo.

—Como una rosa.

—Esperemos que sepan tratar al árabe en ese sitio. Si es que tienen cuadras allí abajo… Bien, entonces. Puedes irte. Buenas noches.

—Buenas noches, señor. ¿Va a necesitar a Lancer mañana?

—Sí. Quiero decir, no. Maldita sea. No puedo hacer ningún plan para el sábado hasta que no vea a mi sobrino. Nos esperan en la residencia del Gobernador para jugar al tenis.

Aunque lo normal era que se quedara dormido en cuanto ponía la cabeza en la almohada, y que no soñara demasiado, en esta ocasión Albert tuvo durante toda la noche unos sueños muy perturbadores, en los que la voz de Michael le pedía ayuda una y otra vez desde lugares casi siempre inaccesibles. La voz se filtraba por la pequeña ventana, procedente del lago; o llegaba por el paseo, en forma de lastimeras ráfagas; o sonaba casi a su lado, cerca de sus oídos: «Albert… ¿Dónde estás, Albert?». Por lo que al final se sentó en la cama, sudando y completamente despierto. Por una vez, fue un verdadero alivio que saliera el sol y que llenara el pequeño espacio de su habitación de una luz anaranjada. Ya era hora de levantarse, así que metió la cabeza debajo de la bomba, se despejó y fue a ver a los caballos.

Justo después del desayuno, y sin decir una palabra a nadie, ni siquiera a su buena amiga la cocinera, colocó una nota en la puerta del establo, ensilló a Lancer y se dirigió hacia el monte en dirección al área de picnic. Había escrito «Volveré pronto» con la deliberada intención de no dar demasiadas pistas y así ganar tiempo. No tenía ningún sentido hacer que todos se pusieran nerviosos. Mike podría estar tan solo a unos metros de la curva que conducía a Lake View, regresando a su casa en ese mismo instante con toda la tranquilidad del mundo. La lógica le decía que no había motivos de alarma. Mike era un jinete experimentado y conocía el camino. No obstante, y contra toda lógica, un temor persistente le acosaba y no le dejaba en paz.

Avanzaba a medio galope. Lancer se adentró pronto en el suave sendero que se extendía entre los altos árboles del bosque, y los expertos ojos de Albert advirtieron que la húmeda superficie rojiza no presentaba huellas de cascos, a excepción de las que él mismo había dejado la noche anterior, por lo que nadie había vuelto a pasar por allí. En cada nuevo giro del camino se estiraba en la silla, esperando ver cómo la cabeza blanca como la nieve del poni emergía de entre los helechos y trotaba hacia él. En el punto más alto del sendero, donde el bosque comenzaba a ser menos espeso, condujo a Lancer hacia el mismo árbol en que Michael y él se habían detenido la mañana del día anterior. Al otro lado de la llanura se alzaba Hanging Rock, que mostraba los violentos contrastes de color producidos por la luz y las sombras del mediodía. No se entretuvo en apreciar aquel esplendor que ya le resultaba familiar. En cambio, recorrió con la mirada el reluciente vacío de la explanada en busca del mínimo movimiento de algo que fuera blanco. El descenso por un terreno tan cubierto de hierbas secas y resbaladizas, y de un montón de piedras sueltas, iba a ser lento incluso para un animal de pie firme como Lancer. Cuando el caballo por fin llegó a la llanura y sintió que el suelo se mostraba estable bajo sus cuatro patas, comenzó a galopar a la velocidad del rayo. Pero acababan de entrar en la zona en que los troncos de los árboles se tornaban más finos, en los límites del área de picnic, cuando el gran caballo corcoveó con tanta violencia que a punto estuvo de hacer que su jinete perdiera un estribo. Dejó escapar un prolongado y bronco relincho que se desplegó por el claro del bosque como el gemido de las sirenas. Un nuevo relincho, más débil, le respondió, y en ese instante salió de la maleza el caballo blanco de Mike, sin su silla de montar y arrastrando el ronzal por el suelo. Albert se mostró encantado de poder afianzarse de nuevo en su propia silla. A continuación condujo hacia el arroyo a los dos caballos.

Se estaba bien en la charca, a la fresca sombra de las acacias. A simple vista, todo seguía igual. Nada parecía haber cambiado desde que los dos jóvenes se marcharan de allí la noche anterior. Las cenizas continuaban pegadas a las piedras que rodearon el fuego, y el sombrero de Mike, que tenía una pluma de loro en el ala, seguía colgado de la misma rama. Cerca de allí, la preciosa silla inglesa del poni descansaba sobre un tocón. («Podría haberle puesto una bolsa encima», pensó Albert con la preocupación propia de un experto. «Con todas esas cagadas de urraca… ¿Y por qué no se le ocurriría al muy idiota llevarse el sombrero? No está acostumbrado al sol de Australia en febrero…»). Por alguna razón indescifrable, las dudas y los temores que había albergado Albert durante las últimas horas estaban dando paso a una notable irritación que podría llegar, incluso, al enojo.

—¡Maldito imbécil! ¡Apostaría que se ha perdido en algún lugar de la jodida Roca, ahí arriba! ¡Mierda! No me tenía que haber metido en esto…

Sin embargo, estaba tan metido que comenzó a arrastrarse penosamente por los matorrales y los helechos, en busca de huellas recientes que condujeran hacia la Roca.

Había montones de huellas entre las que escoger, incluidas las del propio Albert del día anterior. Resultaba sencillo aislar la estrecha marca de las botas de montar de Michael sobre la tierra. El problema empezaría cuando comenzaran a desvanecerse entre las piedras y los guijarros de la Roca. Llevaba siguiendo el rastro de Michael unos cincuenta metros más o menos, cuando se dio cuenta de que, tan solo a unos metros de distancia y casi paralelas a las anteriores, había otra serie de huellas, aunque estas se dirigían hacia la charca.

—¡Qué extraño! Es como si hubiera estado yendo y viniendo por el mismo camino una y otra vez. ¡Por Dios! ¿Qué es eso de ahí?

Vio a Mike tumbado de lado, desplomado sobre una mata de hierba, y con una pierna doblada por debajo del cuerpo. Estaba inconsciente, y tan pálido como si estuviera muerto, pero respiraba. Debió de haber tropezado y caído pesadamente sobre la hierba. Quizá se había roto alguna costilla o quizá un tobillo. No sabía qué explicación darle a lo del corte que le atravesaba la frente o a los arañazos que tenía en el rostro y en los brazos. Albert había visto los suficientes huesos rotos como para saber que no debía intentar moverle aunque fuera con la intención de que estuviera más cómodo. Lo que sí hizo, sin embargo, fue prepararle una almohada con helechos verdes para que apoyara la cabeza, y traer agua del arroyo para limpiarle la sangre seca de la cara, que seguía pálida y cubierta de polvo. La petaca del brandy continuaba en el bolsillo de su chaqueta, así que la sacó con cuidado y dejó caer unas cuantas gotas entre los labios de su amigo. El chico gimió sin abrir los ojos mientras el líquido se le escurría por la barbilla. ¿Cuánto tiempo llevaría Mike tendido allí, en el suelo, rodeado de hormigas y de unas moscas que revoloteaban a su alrededor? Cuando Albert le tocó se dio cuenta de que tenía la piel empapada de sudor, y como el pobre diablo tenía un aspecto tan penoso, decidió no perder más tiempo y partir inmediatamente en busca de ayuda.

De los dos caballos, el que estaba más descansado era el árabe. Sabía que Lancer podía quedarse atado y sin moverse durante varias horas, siempre que lo dejara a la sombra. A los pocos minutos ya había ensillado y embridado al caballo, y se encontraba de camino hacia Woodend. Habría recorrido solamente unos cien metros cuando a lo lejos divisó a un joven pastor acompañado de un collie, que atravesaba un prado al otro lado de la cerca. Cuando el pastor estuvo lo bastante próximo a Albert como para poder oír lo que este le decía a voz en grito, vociferó a su vez que acababa de despedir al doctor McKenzie de Woodend, que había venido para asistir a su esposa en el parto. El orgulloso padre, rodeado de grandes espigas de color naranja que se mecían bajo la luz del sol, se puso las dos enormes y rojas manazas a ambos lados de la cara, e hizo bocina con ellas para berrear hacia la nube de polvo que levantaba el caballo de Albert:

—¡Casi cuatro kilos según la balanza de la cocina! ¡Y el pelo más negro que hayas visto en toda tu vida!

Albert ya estaba recogiendo las riendas del caballo árabe.

—¿Y dónde está ahora?

—En la cuna, supongo —dijo el ingenuo pastor, que solo podía pensar en la criatura.

—¡El niño no, idiota! ¡El doctor!

—¡Ah! ¡Él! —El pastor sonrió, y con una mano apuntó de manera imprecisa hacia una de las curvas del camino vacío—. Se fue en su calesa. Con ese caballo que llevas le alcanzarás sin problemas.

A todo esto, el collie, para quien la vida y la muerte tenían el mismo significado aquella agradable tarde de verano, fue a morder, juguetón, una de las patas traseras del caballo, que, de una coz, le hizo salir volando camino abajo hasta que aterrizó levantando una buena nube de polvo.

Albert alcanzó pronto la calesa del doctor McKenzie e hizo que se diera la vuelta en dirección al área de picnic. Michael estaba tumbado en el mismo sitio en que le había dejado hacía unos minutos. Después de un rápido reconocimiento, el anciano se dedicó al corte de la frente, y comenzó a sacar gasas y desinfectantes de una cartera de brillante cuero negro. ¡Esas pequeñas carteras negras, cargadas de esperanza y de remedios curativos! ¡Cuántos agotadores kilómetros recorrerían bajo los asientos de carros y calesas, aguantando las sacudidas sobre los prados y los caminos casi vírgenes! ¿Cuántas horas pasaría aquel paciente caballo suyo de pie, esperando bajo la luz del sol o de la luna a que el médico, siempre con su pequeña cartera negra, saliera de alguna casa de madera de la que se hubiera apoderado la enfermedad?

—Que yo vea, no se han producido lesiones graves —dijo el doctor McKenzie mientras se arrodillaba junto a Mike, entre las matas de hierba—. Parece que se ha dado un buen golpe en el tobillo. Seguramente se habrá caído en la Roca. Y presenta una leve insolación. Lo importante es que le llevemos a su casa lo antes posible para que pueda acostarse.

Entre los dos subieron a Mike a la calesa, empleando para ello una camilla que improvisaron atando los tallos de dos árboles jóvenes a una manta que el doctor llevaba en el carro, y que parecía indicada para todo tipo de usos (una parte imitaba la piel de leopardo, mientras que la otra era de un negro brillante e impermeable).

—¡Déjemelo a mí, joven! Tras treinta años de experiencia sé bien cómo ajustar estas cosas para que no se caigan al suelo durante el viaje.

Se mostraba frío y eficiente, aunque siempre extremadamente amable, considerando que se había pasado la mitad de la noche despierto, luchando a brazo partido con el bebé de cuatro kilos de la mujer del pastor, que parecía reacio a nacer.

Albert se subió al poni, y llevó tras de sí a Lancer con un ronzal, cosa que a aquel espléndido animal no debió de hacerle ninguna gracia. Luego cabalgó lentamente por delante de la calesa. Era casi medianoche cuando el pequeño grupo se adentró en el paseo que conducía a Lake View. El Coronel, que había recibido horas antes un mensaje desde Woodend, paseaba arriba y abajo junto a las puertas, con un farol en las manos. Su esposa, en cambio, al enterarse de que Mike llegaba a casa sano y salvo, había decidido permitirse un descanso y se había ido a la cama. El doctor McKenzie, un viejo amigo de la familia, se inclinó sobre uno de los bordes de la calesa:

—Nada hay de qué alarmarse, Coronel. Un esguince en el tobillo y un corte en la frente. Aunque está muy alterado.

Una criada transportaba palanganas de agua y sábanas limpias por el vestíbulo. Metieron a Michael en la cama, y le echaron por encima un edredón y bolsas de agua caliente. Después de dar un sorbo de un vaso de leche, el muchacho abrió durante un instante sus acongojados ojos.

«Este chico ha hecho una visita al mismísimo infierno», pensó el doctor. Pero lo que dijo en voz alta fue:

—Lo importante ahora, Coronel, es que guarde reposo absoluto. No debe recibir visitas, ni conviene que le hagan preguntas. No, al menos, hasta que comience a hablar por sí mismo.

El Coronel farfulló:

—Lo que quiero saber yo es por qué diablos se quedó Mike solo en Hanging Rock durante toda la noche. —Llevaba todo el día debatiéndose entre terribles ataques de ira e intensos episodios de pánico, y ahora estaba a punto de explotar—. ¡Maldito seas, Crundall! ¿Qué fue toda esa morralla que me contaste anoche acerca de que Mike se había quedado en la posada de Woodend?

—Bueno, Coronel, lo hecho, hecho está —le interrumpió el doctor—. El chico se encuentra a salvo en su cama, y eso es lo único que importa. En cuanto a Crundall, ya puede dar gracias al cielo por lo que hizo. Fue a pedir ayuda sin perder un solo instante.

Albert daba pequeños golpecitos en la pata del aparador con la punta de la bota. Su rostro parecía de piedra.

—Verá. Su sobrino estaba decidido a volver el viernes a la zona de picnic para ver si así encontraba a las chicas. No… no sé por qué. No sé más de lo que pueda saber usted mismo. Cuando llegó el momento de regresar, él seguía de acá para allá por la Roca, y me dijo que no volvía a casa. Hice todo lo que pude para intentar que cambiara de opinión… ¡Y si no me cree usted, ya puede ir buscándose otro maldito cochero!

Pasado un rato, cuando Albert había terminado de acariciar afectuosamente a los caballos, de darle a Lancer un último cepillado y de buscar posibles lesiones en lugares que no se apreciaban a simple vista, el Coronel se acercó a él para tenderle la mano. Con una punzada de algo parecido a la compasión, Albert comprendió que aquella era la mano temblorosa de un viejo cansado.

—¿Me cree?

—Te creo, Crundall… Aunque nos has dado un susto del demonio. ¿Por qué no entras y te terminas el pollo que queda?

—Primero voy a terminar con los caballos, y luego comeré algo antes de acostarme.

—¿Qué te parece un whisky?

—No, gracias. Seguiré con lo mío. Buenas noches, señor. Buenas noches, doctor.

—Buenas noches, Crundall. Y gracias por lo que has hecho hoy.

—Tiene usted razón respecto a Crundall, doctor. Es un buen chico. Algo duro de pelar, pero lamentaría que se fuera —dijo el Coronel mientras se servía una copa—. Lo que me ha sacado de quicio ha sido la maldita espera de todo el día. Prefiero estar en el frente, en primera línea de fuego, a estar aquí, sin saber nada… ¿Me acompaña? ¿Quiere un whisky?

—Gracias, hasta que no llego a casa y me pongo mi batín, no me permito probar ni un ponche. Mi esposa siempre me deja un poco de cena. —Había recogido ya su pequeña cartera negra, y se estaba poniendo los guantes de piel para conducir—. Conozco a una enfermera en la zona que pronto quedará libre tras cuidar a un paciente. Se la enviaré mañana, si a la señora Fitzhubert le parece bien… De acuerdo, entonces. Yo volveré dentro de un par de días. O antes, si me necesitan. Mientras tanto le daré a la enfermera las instrucciones necesarias.

El Coronel Fitzhubert se quedó de pie en el vestíbulo viendo cómo se alejaba la calesa, hasta que esta desapareció entre las sombras. Luego apagó la luz. Procedente de la habitación de Mike, que tenía la puerta abierta, llegaba hasta él un brillo trémulo. En el exterior, una criada se había quitado los zapatos y daba cabezadas en una silla. El Coronel se sirvió una última copa, y entró en su estudio para llevar a cabo el mismo ritual que repetía todas las noches, consistente en cambiar la fecha del calendario de su escritorio. Sábado, 21 de febrero. ¡Santo Dios! ¡Si ya era domingo por la mañana! Domingo, 22 de febrero. Habían pasado exactamente ocho días desde aquel feo asunto de Hanging Rock.

En cuanto Albert terminó de atender a los caballos, se lanzó con la ropa puesta sobre su cama sin hacer y se quedó dormido al instante. Parecía que acababa de apoyar la cabeza sobre la almohada cuando se dio cuenta de que estaba completamente despierto, contemplando el pequeño cuadrado de luz grisácea que formaba la ventana, y recordando los acontecimientos del día anterior. Ya no estaba tan confuso a causa del agotamiento físico como lo había estado por la noche, y ahora todo parecía ordenarse en su cabeza, como si cada pieza encajara en el complejo entramado de un rompecabezas. Solo faltaba una de las piezas clave. ¿Cuál era? ¿Y dónde encajaba exactamente? Lo mejor sería empezar por el principio, cuando encontró a Mike desplomado sobre el montón de hierba por la mañana. ¿Hasta dónde habría llegado antes de caerse y lastimarse el tobillo? ¿Habría regresado al pequeño laurel para seguir avanzando desde allí? ¡Esas estúpidas marcas de papel…! Un minuto después, Albert estaba en pie y se ajustaba las botas.

Las aves dormían aún en los castaños. Cruzó el césped todavía cargado de rocío, y se deslizó en silencio hacia el interior de la casa cerrada con llave, utilizando para ello la puerta lateral. La criada roncaba suavemente en el exterior de la habitación de Michael, y desde la habitación de los Fitzhubert, situada al otro lado, le llegaba el rítmico resoplido conjunto del profundo sueño del Coronel y su mujer. Mike estaba acostado de espaldas, sedado, y emitía débiles gemidos. Sus pantalones de montar, rasgados y sucios, colgaban en el respaldo de una silla situada a los pies de la cama. Albert encendió una cerilla y metió con mucho cuidado una mano en uno de los bolsillos. ¡Gracias a Dios, el cuaderno de piel estaba todavía allí! Se lo llevó a la ventana y, a la enfermiza luz de la noche, comenzó a descifrar lentamente cada anotación, página por página. Parecía comenzar en marzo del año anterior. La primera entrada hacía referencia a una cita en una dirección de Cambridge. A continuación venía una cura para el moquillo, que había copiado del Country Life. «Recordar: Raqueta de tenis…». Y por fin, al lado de una página en la que se leía únicamente «Vermicida», encontró lo que estaba buscando. Era un garabato escrito a lápiz con mayúsculas torcidas:

ALBERT ARRIBA ARBUSTO LAS BANDERAS

APRISA ANILLO EN LO ALTO

APRISA ENCONTR

La escritura se interrumpía bruscamente. Albert leyó el texto varias veces, arrancó la página, y volvió a dejar la libreta en el bolsillo de los pantalones de montar, ARRIBA ARBUSTO LAS BANDERAS APRISA. Podía sentir los ojos de Mike sobre él, tratando de decirle que había encontrado una pista muy importante allí arriba, en la Roca. Tan importante que, antes de desmayarse al lado del arroyo, intentó escribir las pautas que Albert debía seguir, LAS BANDERAS. La idea de las banderitas hizo que se acercara a la cama y rozara suavemente la mano inerte, surcada por ríos de venas azules, que descansaba sobre la colcha. «Duro de pelar, el joven Crundall». Eso era lo que el Coronel solía decir cuando hablaba de su cochero. Pero en ese momento no quedaba ni rastro de dureza en el ánimo del joven Crundall, que se alejaba torpemente de la habitación de Michael, de puntillas. Convencido de que no había tiempo que perder, hizo que la criada despertara al Coronel. El chico del almacén Manassa tuvo que abandonar su sueño dominical e ir hasta la comisaría de Woodend, aún medio dormido y montado en la bicicleta familiar, para informar de las últimas noticias. Mientras tanto, el propio Albert se había subido a la yegua rojiza para unirse a la partida policial en un punto determinado del camino que llevaba a la Roca. Como ni el agente Bumpher ni el doctor McKenzie, que por lo general colaboraba con la policía, estaban disponibles, recurrieron al doctor Cooling, del Bajo Macedon, que se mostró dispuesto a acompañar a Jim (armado con su cuaderno y con estrictas instrucciones de Bumpher para que anotara todo lo que viera y mantuviera la boca cerrada) en un vehículo de caballos equipado con una camilla y suministros médicos.

El sol estaba ya bien alto cuando llegaron a las puertas del área de picnic. Albert iba delante, siempre con la preciosa página del cuaderno metida en el bolsillo de su camisa. Los dos jóvenes dieron pronto con las huellas de Michael, y siguieron el camino por el que se había ido alejando del arroyo a lo largo de la mañana del sábado. Las banderitas de papel blanco seguían clavadas en el pequeño laurel, inmóviles en la quietud del mediodía. Por centésima vez, Albert releyó los garabatos de la pequeña hoja que llevaba en el bolsillo: ARRIBA ARBUSTO.

—¡Ya veo…! —murmuró el policía. Lo habitual era que despreciara el comportamiento de los civiles en general, pero en aquella ocasión estaba impresionado—. Así que él se encargó de poner todo esto ahí, ¿no?

—¡Por Dios! No pensarías que los papeles habían crecido solos.

En silencio, continuaron su laborioso ascenso. Siguieron el rastro abierto a través de los helechos quebrados o doblados. El médico se había quedado atrás. Con sus modales de urbanita y unas botas de domingo negras y demasiado ajustadas, iba cada vez más rezagado.

—No termino de ver —dijo el policía— cómo un forastero pudo apañárselas para subir tan arriba.

—Algunos ingleses terminan por acostumbrarse al monte después de pasar un tiempo aquí —opinó el doctor Cooling.

—Pues este tiene más cerebro y más agallas que nosotros tres juntos —dijo Albert.

—De todos modos —continuó el doctor, cuya paciencia parecía agotarse al mismo ritmo en que se le iban hinchando los pies—, tengo la impresión de que nos hemos embarcado en una búsqueda inútil. Si nos dejamos guiar por la lógica, no parece factible que pueda haber algo importante en la Roca y que nadie lo haya visto antes.

Albert se lanzó a defender a su amigo.

—Usted no conoce a Mike, doctor. Él no habría escrito lo que escribió si no hubiera encontrado algo.

Pero el médico no parecía muy conmovido. Eligió una piedra lisa como asiento, y empezó a deshacer las lazadas de sus botas.

—Si encuentras algo, Jim, toca el silbato, y yo os seguiré.

Albert y Jim estaban husmeando por los matorrales como si fueran terriers.

—¿Ves ese pedazo de arbusto de ahí, el que está tronchado? Sigue verde. Por ahí es por donde debió de internarse Mike el sábado por la mañana.

Así era. Siguieron subiendo, siguiendo el rastro por el monte, y maldiciendo en voz alta cada vez que se tropezaban con las piedras ocultas y metían el pie en un agujero.

—¿Qué es eso que dice en la nota acerca de un anillo? ¿Crees que será uno de diamantes?

Albert soltó un bufido.

—Más bien se referirá a las piedras de por aquí, digo yo.

A Jim, sin embargo, le gustaba más la idea de los diamantes.

—Una de esas muchachas del colegio era una rica heredera, Albert, no lo olvides. A los policías se nos enseña a considerar todas las posibles perspectivas de un caso como este.

—Será mejor que mires por dónde pisas, joven Jim, o te veo despeñándote por el abismo. Esa roca de ahí es a la que llaman el monolito.

—Ya lo sé —dijo el policía, que acababa de tropezar con un pedrusco—. Y, para tu información, esas dos enormes piedras de allí son las que todo el mundo conoce como las rocas colgantes.

Al parecer, fue al llegar a la altura del monolito cuando Mike se cayó bruscamente hacia la izquierda. Arriba, en el cielo despejado, podían divisar los picos más altos, que formaban una sucesión de cumbres dentadas y brillantes, doradas bajo el sol.

—Precioso, ¿no? Qué bonita postal… ¡Adiós! ¿Qué es eso de ahí, en el suelo?

El doctor Cooling acababa de adormecerse, pero se despertó de inmediato al escuchar el urgente pitido del silbato del policía. Volvió a ponerse las botas y empezó a subir hacia el lugar del que procedía el sonido. Avanzaba con una lentitud exasperante, incluso con la ayuda de Albert, que, blanco como la leche y farfullando cosas ininteligibles acerca de un cuerpo, había bajado a toda velocidad en su busca. Ahora lo arrastraba a través de la maleza y de las terribles piedras. Cuando llegaron a las rocas colgantes, vieron cómo Jim reunía laboriosamente todas sus notas y mediciones.

—Me parece que hemos llegado demasiado tarde, doctor. Una pena.

—Por Dios, cierra el pico —gruñó Albert.

Habría dado una libra por poder adentrarse en la maleza y vomitar. La pequeña chica morena de los rizos estaba allí tendida, boca abajo, sobre un saliente desnivelado, justo al lado de la menor de las dos grandes rocas en equilibrio. Tenía un brazo echado sobre la cabeza, como una niña que se hubiera quedado dormida a lo largo de una calurosa tarde de verano. Por encima del corpiño de muselina, que estaba manchado de sangre, sobrevolaban enjambres de diminutas moscas, y sus tan famosos rizos estaban llenos de sangre y de polvo.

—Será un milagro que todavía esté viva —dijo el doctor mientras se arrodillaba junto al cuerpo y ponía sus firmes y experimentados dedos sobre la flácida muñeca—. ¡Dios mío! Hay pulso… ¡Está viva! Es débil… Pero inequívoco. —Se puso en pie de nuevo, muy rígido, y exclamó—: Crundall, baja a buscar la camilla y que Jim se quede aquí conmigo y termine de tomar sus notas. Yo me ocuparé de prepararla para el traslado… ¿Estás seguro de que no las has tocado ni has cambiado nada de sitio, Jim?

—No, señor. El agente Bumpher es muy mirado con eso de tocar un cadáver.

El doctor Cooling dijo severamente:

—No es un cadáver, muchacho. Esta muchacha está viva. Respira, gracias a Dios. Será mejor que termines de revisar tus notas antes de que empecemos a movernos.

No había indicios de lucha ni de violencia. La chica, por lo que el médico pudo comprobar a simple vista, sin haber realizado un examen minucioso, parecía ilesa. Y, lo que era más extraño aún, estaba descalza pero tenía los pies perfectamente limpios, sin arañazos ni golpes. Más tarde se sabría que la última vez que vieron a Irma en el área de picnic llevaba unas medias caladas de color blanco y unos zapatos negros de lazo. Jamás recuperarían esas prendas de vestir.

Jim Grant se quedó en la comisaría de Woodend para informar de lo sucedido a Bumpher en cuanto este regresara. A última hora de la tarde del domingo, Albert y el doctor Cooling llevaron a la niña, todavía inconsciente, hasta la casa del jardinero, a las puertas de Lake View, y la instalaron en la mejor habitación. La señora Cutler, esposa del jardinero, se ocuparía de ella. Allí tendida, con los ojos cerrados, en la inmensa cama de matrimonio, bajo una colcha de retazos y vestida con el largo camisón de percal de la señora Cutler que olía a lavanda y a jabón de cocina, era, como la señora Cutler le comentaría más tarde a su marido, «igual que una muñequita». Las delicadas enaguas y la camisola de batista («¡Pobrecilla! Todo con sus adornos de encaje auténtico») estaban tan rotas y tan llenas de polvo que a la buena mujer se le ocurrió echarlas al fuego el lunes por la mañana, debajo de la tetera de cobre. Para sorpresa de la señora Cutler, habían llevado a la chiquilla tal y como la encontraron en la Roca, es decir, sin su corsé. Siendo como era una mujer pudorosa, que consideraba que una dama no debía pronunciar jamás la palabra corsé en presencia de un caballero, no hizo mención alguna acerca de aquel detalle, y nunca se lo comentó al médico, quien, a su vez, simplemente asumió que la niña había sido lo bastante sensata como para ir al picnic de la escuela sin aquella prenda de vestir tan tonta, responsable, en su opinión, de mil dolencias femeninas. De esta manera, jamás se siguió la valiosa pista del corsé extraviado ni se comunicó jamás a la policía su pérdida. Tampoco las alumnas del colegio Appleyard supieron nada, cuando algunas de ellas sí que habían visto a Irma Leopold, famosa por su exigente gusto en materia de vestidos, llevar durante la mañana del sábado, catorce de febrero, un alargado corsé francés con varillas, no demasiado rígido, y de satén.

El cuerpo estaba intacto y virginal. Después de un cuidadoso examen, el doctor Cooling dictaminó que la chica estaba conmocionada y que mostraba síntomas de congelación. No se le había roto ningún hueso, y solo presentaba algunos cortes y contusiones de poca importancia en la cara y en las manos. Además, tenía las uñas rotas o desgarradas. Debía considerarse la posibilidad de que tuviera una conmoción cerebral, compatible con los golpes que se había dado en ciertas zonas de la cabeza. Nada serio, pero al doctor le gustaría contar con la opinión de otro especialista.

—¡Bueno! ¡Gracias a Dios! —dijo el Coronel Fitzhubert, que había estado en ascuas mientras esperaba en el estrecho pasillo delantero—. En lo que a mi esposa y a mí respecta, la señorita Leopold puede quedarse aquí hasta que se recupere y puedan trasladarla. La señora Cutler es una enfermera de primera.

Al atardecer, cuando el doctor McKenzie bajó, de camino a casa, a visitar a Michael, se acercó a la vivienda del jardinero para hacerle una consulta al doctor Cooling, que ya se estaba marchando.

—Estoy de acuerdo con usted, Cooling —dijo el anciano—. Se trata de un milagro. Según los preceptos de cualquier libro de texto, la paciente debería haber muerto hace mucho.

—Daría una mano por saber qué fue lo que sucedió ahí arriba, en la Roca —dijo Cooling.

—¿Y dónde diantre estarán las otras dos niñas? ¿Y la institutriz?

El doctor McKenzie se haría cargo de la paciente, y seguiría vigilando a Michael Fitzhubert, cuya enfermera estaría disponible para cualquier servicio extra que pudiera surgir.

—Lo que no sucederá en ningún caso —sonrió el doctor McKenzie—. Conozco a su señora Cutler, Coronel. Hará este trabajo con los ojos cerrados. Y, además, disfrutará con él. Descanso… Eso es lo principal. Y, si es posible, cuando recupere la conciencia, serenidad.

El doctor Cooling se marchó al atardecer, bastante satisfecho:

—Bien está lo que bien acaba, doctor. Y gracias por su ayuda. Este caso podría habernos ocasionado muchos quebraderos de cabeza. No tenga ninguna duda de que pronto leeremos acerca de todo esto en los periódicos.

El doctor McKenzie, sin embargo, no estaba tan seguro. Regresó al dormitorio y se quedó allí pensativo, contemplando el pálido rostro en forma de corazón que descansaba sobre la almohada. Nunca se sabía, especialmente cuando se trataba de almas jóvenes y sensibles, cómo podía reaccionar el complejo mecanismo del cerebro ante un shock emocional severo. El instinto le decía que la chica debía de haber sufrido terriblemente en Hanging Rock, si no a nivel físico, sí a nivel mental. No sabía qué había sucedido, pero empezaba a sospechar que aquel no era un caso normal. Lo que no imaginaba era lo muy extraordinario que podía llegar a ser.

Para Mike, los eternos días se fueron fundiendo de manera imperceptible con las eternas noches. No había diferencia alguna entre sueño y vigilia en las borrosas y grises regiones de su mente, por las que siempre estaba buscando algo desconocido e indescriptible. Algo que se desvanecía invariablemente justo cuando él empezaba a acercarse. A veces parecía despertarse cuando pasaba a su lado y casi podía rozarlo. Pero entonces se daba cuenta de que lo que estaba tocando era la manta de su cama. Sentía en un pie un dolor abrasador que iba y venía, y que fue atenuándose a medida que todo empezó a aclararse en su cabeza. A veces era consciente del olor a desinfectante o del perfume de las flores que llegaba hasta él desde el jardín. Cuando abría los ojos, siempre veía a alguien en la habitación, por lo general una joven desconocida que parecía llevar un vestido de papel blanco que crujía al moverse. Fue tal vez el tercer o el cuarto día cuando por fin se quedó dormido profundamente, en una negrura sin sueños. La habitación estaba a oscuras cuando despertó, con la única excepción de una luz pálida e incandescente que parecía emanar de un cisne blanco que se había sentado en la barra de latón, a los pies de su cama. Michael y el cisne se miraron sin sobresaltos, hasta que la hermosa criatura desplegó lentamente las alas y echó a volar por la ventana abierta. Él volvió a dormirse, y se despertó con la luz del sol y el perfume de los pensamientos. Un anciano con la barba recortada estaba de pie junto a su cama.

—Usted es médico —dijo Mike con una voz que por primera vez podía reconocer como propia—. ¿Qué me ocurre?

—Te has caído y te has lesionado un tobillo. Además, tienes bastantes contusiones por todo el cuerpo. En cualquier caso, veo que hoy tienes bastante buen aspecto.

—¿Cuánto tiempo he estado enfermo?

—Veamos… Deben de haber pasado cinco o seis días desde que te trajeron de Hanging Rock.

—¿De Hanging Rock? ¿Qué hacía yo en Hanging Rock?

—Hablaremos de ello más tarde —dijo el doctor McKenzie—. No hay de qué preocuparse, muchacho. Las preocupaciones nunca son buenas para un enfermo. Ahora echemos un vistazo a ese tobillo.

Mientras le estaban vendando el tobillo, Mike dijo:

—El poni árabe… ¿Me caí?

Y se durmió de nuevo.

Cuando la enfermera le trajo el desayuno a la mañana siguiente, el paciente estaba sentado, y lo primero que hizo fue preguntarle en voz alta y clara por Albert.

—¡Vaya! ¡Sí que estamos mejorando rápidamente! Ahora bébase el té, mientras esté todavía caliente.

—Quiero ver a Albert Crundall.

—¡Ah! ¿Se refiere al cochero? Viene por aquí todas las mañanas a preguntar por usted. ¡Eso es lealtad!

—¿A qué hora suele venir?

—Poco después del desayuno. Pero aún no puede usted tener visitas, señor Fitzhubert… Son las órdenes del doctor McKenzie.

—No me importan sus órdenes. Insisto en ver a Albert, y si usted no se lo hace saber no tendré ningún inconveniente en levantarme de la cama y bajar yo mismo hasta las cuadras.

—¡Vamos, vamos! —dijo la enfermera con una sonrisa profesional que hizo de ella un anuncio de pasta de dientes—. No se exalte tanto o me echarán a mí la culpa. —Pero vio algo en el extraño brillo de los ojos de aquel joven irresistiblemente apuesto que le hizo añadir—: Tómese el desayuno, e iré a buscar a su tío.

Le pidió al Coronel Fitzhubert que fuera hasta la cama de su paciente, y este llegó de puntillas, sin querer hacer ruido alguno, y con el lúgubre rostro que consideraba más adecuado para adentrarse en la habitación de un enfermo. No obstante, su expresión cambió cuando vio que el joven estaba sentado y con buen color de cara.

—¡Espléndido! Esta mañana casi pareces tú de nuevo, ¿no es así, enfermera? Y ahora dime, ¿qué es eso que me han contado acerca de que quieres recibir una visita?

—No es una visita. Es Albert. ¡Quiero ver a Albert! —Dejó que su cabeza reposara de nuevo sobre las almohadas.

—¡Agotado! Así es como se encuentra —dijo la enfermera—. Estoy segura de que si se pone a hablar con ese cochero le subirá la fiebre. ¡Y entonces el doctor McKenzie me echará a mí una buena!

—Además de feúcha, esta chica es boba —decidió el Coronel, que sabía que existían ciertos motivos que quedaban más allá de su comprensión—. No te preocupes, Mike, le diré a Crundall que suba y que se quede contigo diez minutos. Si hay algún problema, señora, yo asumo toda la responsabilidad.

Albert estaba por fin a su lado. Olía a cigarrillos Capstan y a heno fresco. Se había sentado en la silla que estaba junto a la cama, pero no dejaba de moverse. Parecía un potro inquieto que fuera a darse la vuelta en cualquier momento para salir corriendo, desbocado. Nunca antes había estado oficialmente de visita en la habitación de un enfermo, y no tenía ni idea de cómo iniciar una conversación con un rostro sin cuerpo, que parecía haber sido seccionado a la altura de la barbilla por una sábana férreamente doblada.

—Esa maldita enfermera tuya… Salió corriendo como alma que lleva el diablo en cuanto me vio llegar.

Aquella era una manera tan buena como cualquier otra para empezar. Mike incluso sonrió débilmente. Entre ellos volvió a fluir la marea de la amistad.

—Mucho mejor para ti.

—¿Te importa si fumo?

—Adelante. De todos modos, no van a permitir que te quedes mucho tiempo.

El viejo y agradable silencio se acomodó entre ellos como un gato frente a la chimenea, y en seguida se sintieron en paz.

—Mira —dijo Mike—, hay muchas cosas que necesito saber. Hasta anoche mi cabeza estaba hecha un lío y no podía pensar con claridad, pero luego vino mi tía y se puso a hablar con la enfermera. Creo que pensaron que estaba dormido… De repente todo empezó a cobrar sentido. Al parecer, regresé a Hanging Rock por mi cuenta, sin decírselo a nadie más que a ti. ¿Es eso cierto?

—Lo es. Para buscar a las chicas… Tómatelo con calma, Mike. Todavía no tienes muy buena pinta.

—He encontrado a una de ellas, ¿verdad?

—Eso es —dijo Albert de nuevo—. La encontraste y está aquí, en la casa del jardinero. Vivita y coleando.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Michael en una voz tan baja que Albert apenas pudo oírle.

Él mismo no era capaz de quitarse de la cabeza su preciosa cara, que seguía siendo preciosa incluso en la camilla, cuando la bajaron de la Roca.

—Irma Leopold. La pequeñita y morena. La de los rizos. —La habitación estaba sumida en un silencio absoluto y Albert podía oír la fatigada respiración de Mike, que yacía con el rostro vuelto hacia la pared—. Así que no tienes que preocuparte de nada —dijo Albert—. Tú solo date prisa en recuperarte… ¡Joder! ¡Se ha desmayado! ¿Dónde se ha metido esa maldita enfermera…?

Ya habían pasado los diez minutos y ella estaba allí, junto a la cama, haciendo algo con una botella y una cuchara. Albert salió de la habitación por la puerta ventana, y se dirigió a los establos con el corazón apesadumbrado.