7

Tras una agitada noche en que el viento no dejó de soplar en el monte, llegó un amanecer tranquilo, sin rastro de la ventisca nocturna. Los habitantes de la casa seguían durmiendo en sus camas de latón bajo colchas de seda, e irían despertándose con el tintineante canto de los arroyos bordeados de helechos y el aroma de las últimas petunias en flor. Los nenúfares apenas empezaban a abrirse en el lago del Coronel cuando Mike salió por la puerta ventana de su habitación y cruzó el campo de croquet, empapado de rocío, donde el pavo real de su tía había empezado ya a dar buena cuenta de un desayuno madrugador. Por primera vez desde los acontecimientos del sábado, se sentía casi alegre. En un mundo tan exquisitamente ordenado, Hanging Rock y todas sus siniestras repercusiones parecían una pesadilla; algo que se podía olvidar. Los pájaros del paseo de los castaños estaban ya despiertos y habían empezado a cantar; se oía el cacareo de las gallinas procedente de un corral de aves; un perrito ladraba con jubilosa insistencia despertando a todos los vecinos, que debían salir para saludar al nuevo día; y una fina voluta de humo se elevaba desde la cocina de los Fitzhubert, de lo que se deducía que alguno de los sirvientes había comenzado ya a encender el fuego.

Michael, que de pronto se dio cuenta de que se había marchado sin desayunar, esperó que Albert se hubiera acordado de llevar algo para comer. Al llegar a las cuadras, se encontró con el cochero. Le estaba ajustando las cinchas al caballo blanco.

—Buenos días —dijo Michael con su agradable tono británico, llevando a cabo ese ritual tan propio de la clase alta inglesa que consiste en dar los buenos días a todo ser humano con el que se encuentren antes de las nueve de la mañana desde Bond Street hasta el Nilo Azul. La respuesta de Albert fue igualmente característica de su extracción social y de su país de origen:

—¡Eh, tú! Espero que hayas tenido la sensatez de tomarte al menos una taza de té.

—No importa —dijo Michael, cuya idea de cómo hacer el té se limitaba a la lámpara de alcohol y al colador de plata que había tenido en sus habitaciones de Cambridge—. He traído una petaca llena de brandy, y cerillas. Como ves, cada día sé más cosas sobre el monte. ¿Nos llevamos algo más?

Albert le ofreció una sonrisa paternal:

—Solo la pitanza en el cazo, un par de tazas y una navaja. Unos trapos limpios y un poco de yodo. Uno nunca sabe lo que se puede encontrar cuando empieza a buscar… ¡Por Dios! ¡Quita esa cara de amargura! Todo esto fue idea tuya. Y dos montones de paja, para los caballos. Puedes atar este a tu silla de montar. ¡So! ¡Lancer! Estás muy animado a primera hora de la mañana, ¿verdad, muchacho? ¿Todo en orden? Pues vamos allá.

Había otras casas junto a Lake View, a lo largo del empinado sendero color chocolate, en cuyo interior también había comenzado a bullir la vida. El humo salía de las chimeneas, procedente de un fuego sobre el que empezarían a preparar el agua caliente para las tazas y las bandejas de latón del primer té de la mañana. Los Fitzhubert y sus amigos constituían una pequeña comunidad muy pagada de sí misma y excelentemente bien abastecida. Allí vivían unos cuantos médicos procedentes de Collins Street[11], dos jueces del Tribunal Supremo, un obispo anglicano, varios abogados con hijos e hijas que jugaban al tenis, y que tenían a su disposición buena comida, buenos caballos y buen vino. Personas agradables y acomodadas, para quienes la actual guerra de los bóers era el suceso más catastrófico desde el Diluvio, y el próximo jubileo de la reina Victoria una ocasión que haría estremecer al mundo, y que ellos celebrarían con champán y con fuegos artificiales en el césped.

Los dos jóvenes pasaron a caballo por delante de un mozo de cuadra que se lavaba bajo un chorro de agua que salía de una bomba, justo delante de un elaborado establo de madera. A Michael le gustó la imagen y la calificó de «artística»; Albert, en cambio, la ignoró diciendo que solo era «basura empaquetada». Dejaron atrás a un lechero sin afeitar que conducía un carro de dos ruedas («la semana pasada multaron en Woodend a ese pobre imbécil por aguar la leche»); a una criada que barría las escaleras de un porche emparrado; un camino de grava delimitado por unas espuelas de caballero de casi dos metros; un perro encadenado al que no pudieron ver, pero que ladraba a pleno pulmón desde detrás de un seto de rosas trepadoras…

El pausado y encantador camino seguía su sinuoso trazo entre jardines adormecidos, todavía cargados de rocío y ensombrecidos por las laderas de los picos más altos. Franjas de selva virgen se extendían justo hasta los pies de inmaculados campos de tenis, huertos o hileras de frambuesos. Los frondosos y exuberantes jardines no se parecían a nada que Michael hubiera visto en Inglaterra. Había en ellos una suerte de desgarradora inocencia; una especie de alegría casual que proclamaba que aquellos eran jardines destinados al recreo, que venían a compensar la mediocre arquitectura de las casas de tejados rojos construidas entre sauces y arces, robles y olmos. El rico suelo volcánico en el que brillaban las rosas durante todo el verano con destellos casi tropicales recibía agua constante de los innumerables arroyos de montaña que se desplegaban a uno y otro lado: aquí una gruta cubierta de helechos; allí una charca de peces de colores que se podía cruzar atravesado un rústico puente; sobre una cascada en miniatura, una casa de té. Mike quedó encantado con lo que veía sobre esos terrenos tan asombrosamente privilegiados, donde crecían las palmeras, las espuelas de caballero y los frambuesos. No había duda de que su tío odiaría la idea de tener que regresar a Melbourne al final del verano.

—Debe de costar un dineral vivir aquí entre tanto encopetado —decía Albert—. ¡Mira todo el personal que hay en Lake View! Yo trabajo en las cuadras. El señor y la señora Cutler abajo, en la casa del jardinero. La cocinera y un par de chicas en la propia vivienda. Por no hablar del maldito jardín de rosas y de los cuatro o cinco caballos endiabladamente buenos que no paran de comer en todo el año.

Mike, que nunca se había preocupado por saber cómo marchaban las finanzas de sus parientes australianos, estaba mucho más interesado en lo que había más allá de un elegante seto de ligustro: un radiante parterre de pensamientos morados y amarillos. El aroma que llegaba desde allí inundaba todo el camino, y era de alguna manera el complemento perfecto para el vaporoso color y la tenue luz del día que empezaba.

—¿Cómo se llamaban esas cosas? —preguntó Albert—. Huelen bien, ¿verdad? ¡Ah, sí! Pensamientos. Eran las flores favoritas de mi hermana pequeña.

—¡Pobrecilla! Espero que ahora tenga su propio jardín.

—Por lo que sé, un viejales se encaprichó con ella hace unos años, y no he vuelto a saber nada más. A decir verdad, solo la vi una vez después de salir del orfanato. Era una buena chica. Se parecía un poco a mí… No aguantaba tonterías de nadie.

Mientras hablaban, Albert había ido guiando a Lancer hacia la derecha, hacia un estrecho camino que se desplegaba entre una pequeña extensión boscosa y un antiguo huerto ahora cubierto de musgo, por el que paseaban unos cuantos patos que parecían asustar a los caballos. En esta zona empezaron a dejar atrás los familiares sonidos y paisajes de la vida rural, y se adentraron en la verde penumbra del bosque.

—Nos internaremos unos ocho kilómetros por este camino. Y en algún punto encontraremos una especie de sendero agreste que va a desembocar justo al otro lado del monte.

No volvieron a hablar durante el resto del trayecto. El camino se retorcía y caracoleaba entre troncos caídos y corrientes de agua. El único ser vivo con el que se encontraron, a excepción de algún pájaro esporádico o algún conejo, fue un pequeño ualabí que saltó desde un montón de helechos y que fue a caer justo delante de Lancer. Las dos tazas de estaño de Albert repiquetearon como platillos cuando el enorme caballo negro se alzó sobre sus patas traseras, de manera que casi derriba al poni que se acercaba por detrás, a pocos centímetros. Albert sonrió por encima del hombro:

—¡Menudos, los ualabíes! ¡Qué manera de aterrorizar al pobre cabroncete! ¿Estás bien? ¡Pensé que ibas a terminar en el suelo, hecho un pastelito!

—No me habría importado caerme, con tal de ver un canguro. Es el primero que veo.

—Una cosa te voy a decir, Mike. A veces puedes parecer un maldito imbécil, pero de lo que no hay duda es de que tienes mano para controlar a ese poni.

Fue un cumplido un tanto ambiguo, pero no por ello menos agradecido.

Habían transcurrido ya unas cuantas horas cuando por fin salieron del bosque y se internaron en un terreno con menos árboles, al otro lado. Debido al calor, el cielo parecía brumoso, así que llevaron a los caballos a una zona a cubierto y miraron hacia abajo, hacia la llanura que quedaba a sus pies. Justo delante de ellos, Hanging Rock parecía flotar en su espléndido aislamiento sobre un mar de pálida hierba. Sus recortados picos y la cima, a la luz del sol, se mostraban aún más siniestros que las horribles cuevas que Mike veía una y otra vez en sus recurrentes pesadillas.

—No tienes muy buena cara, Mike. No es bueno cabalgar tanto rato con el estómago vacío. Vamos a movernos un poco más, y comeremos algo en cuanto lleguemos al arroyo.

Habían sucedido tantas cosas desde el pasado sábado, que le impresionó descubrir que allí todo seguía exactamente igual. Nada había cambiado en el lugar en que estuvieron almorzando, ni en la charca en que Albert aclaró los vasos. Las cenizas de la hoguera que hicieron para el picnic seguían allí, sobre el ennegrecido círculo de piedras, y el arroyo gorgoteaba sobre los suaves guijarros como si el tiempo no hubiera pasado. Ataron los caballos y les dieron de comer debajo de las mismas acacias. La misma luz del sol se filtraba por las mismas hojas hasta derramarse sobre el almuerzo, que consistía en tajadas de carne fría y rebanadas de pan, una botella de salsa de tomate y un cazo de té con azúcar, pero sin leche, que ellos habían dispuesto sobre un pedazo de papel de periódico, en la hierba.

—¡Ataca, Mike! Se nota que tienes hambre.

Más que hambre, lo que ahora tenía, desde que había vuelto a ver la Roca, era una dolorosa sensación de vacío interior que ningún pedazo de cordero frío iba a poder llenar. Recostado a la sombra tibia, se bebió una taza tras otra de té hirviendo. Albert, en cambio, terminó de comer con ganas, apagó con la punta de la bota lo que quedaba del fuego, se tumbó sobre la hierba, se dio media vuelta, y a continuación le pidió Mike que le despertara con un buen golpe en la espalda en cuanto hubieran pasado diez minutos de reloj. En cuestión de segundos estaba profundamente dormido y roncando. Mike se levantó y se acercó al arroyo. Se dio cuenta de que estaba en el mismo lugar por el que habían cruzado las cuatro chicas aquella aciaga tarde de sábado, cada una a su manera. Por aquí estuvo la pequeña y más morena, la de los tirabuzones, observando el agua durante unos instantes antes de decidirse a saltar, riéndose y sacudiendo los rizos; la más delgada, en el centro del grupo, ya había saltado, sin permitirse un solo momento de vacilación y sin mirar atrás; mientras que la regordeta casi pierde los zapatos al pisar sobre una piedra inestable. Y luego estaba Miranda, alta y rubia, que pasó rozando la superficie, como un cisne blanco. Las otras tres chicas hablaban y se reían mientras avanzaban hacia la Roca, pero Miranda no. Miranda se detuvo un instante en la orilla opuesta para retirarse de la cara un mechón de pelo, tan liso y tan rubio, y él pudo contemplar por primera vez aquel rostro grave y hermoso. ¿Adónde iban? ¿Qué extraños e íntimos secretos compartieron a lo largo de aquella última hora, tan alegre como fatídica?

Albert, a lo largo de su corta vida, había dormido en sitios en los que Mike no habría podido ni pegar ojo: bajo turbios puentes, en troncos huecos, en el interior de casas vacías, e incluso en una celda infestada de bichos en el calabozo de un pequeño pueblo. Era capaz de dormir en cualquier lugar, profundamente y a intervalos, como un perro. Y ahora se había puesto en pie, ya se había refrescado y estaba alborotándose el pelo.

—¿Se puede saber qué narices te pasa? —le preguntó mientras sacaba un trozo de lápiz—. Si te dibujo un plano, ¿crees que serás capaz de seguirlo? ¿Por dónde quieres empezar?

Sí. ¿Por dónde? Cuando era niño, Mike solía jugar al escondite con sus hermanas en un pequeño bosque de aspecto bastante civilizado, y se agazapaba en el oscuro refugio que le ofrecían los rododendros o un roble hueco. En una ocasión sintió un pánico terrible después de llevar mucho tiempo esperando a que le encontraran, así que salió corriendo para buscar a sus hermanas, quienes, temerosas de que se hubiera muerto o perdido para siempre, se habían echado a llorar y siguieron sollozando durante todo el camino de regreso a casa. Por alguna razón, recordaba ahora aquella escena. Quizá todo aquel asunto de Hanging Rock tuviera un final idéntico. Nadie iba a negarle que su idea no pudiera llegar a materializarse, pero se trataba de una idea que no podía contarle ni siquiera a Albert. Mike pensaba que toda esa búsqueda con perros y rastreadores y policías era solo una de las maneras posibles de buscar a las chicas, y tal vez no la más indicada. Todo podría terminar, si es que terminaba alguna vez, con un hallazgo completamente repentino e inesperado, que no tuviera nada que ver con aquella investigación tan organizada.

Siguiendo el plano trazado por Albert, acordaron que cada uno de ellos se encargaría de rastrear una zona determinada, y que mirarían sobre todo en el interior de las cuevas, en las rocas que sobresalían, bajo los troncos caídos y en cualquier lugar capaz de dar el mínimo cobijo a las niñas desaparecidas.

Para empezar, Albert decidió dirigirse hacia el grupo de árboles que había en el extremo suroeste de la Roca, un paraje que varios testigos identificaron como el lugar por el que había aparecido la niña Edith corriendo, llorando y toda despeinada, aquella fatídica tarde del catorce de febrero. Así pues, comenzó a silbar mientras se ponía en marcha para llevar a cabo un cuidadoso examen de las laderas más bajas, donde se rumoreaba que una vez hubo un sendero boscoso cubierto de helechos y zarzamoras. Tan pronto como su camisa de un azul desteñido quedó oculta tras los árboles, desapareciendo así de la vista de Michael, este se detuvo en seco. Dio la casualidad de que, en ese momento, Albert estaba mirando hacia atrás por encima del hombro, y se preguntó si el pobre diablo estaría sintiéndose mal. Una maldita búsqueda sin sentido. Eso era aquello…

En realidad, su amigo estaba escuchando los murmullos de la vida en el bosque, que brotaba desde las cálidas y verdes profundidades. En la quietud del mediodía todos los seres vivos ralentizaban su ritmo habitual, con la única excepción del hombre, que hacía tiempo que había renunciado al divino sentido del equilibrio entre el reposo y la acción.

Montones de hojas de un curvado terciopelo marrón crujían cuando él las pisaba; sus botas hollaron las aseadas moradas de hormigas y arañas; con una mano apartó un pedazo de corteza suelta, y descubrió detrás toda una colonia de orugas que, con sus gruesos abrigos de piel, se retorcieron al verse expuestas a la luz del mediodía. Un lagarto se despertó sobre la piedra en que había estado durmiendo, y, ante el avance del ruidoso monstruo que se aproximaba a él, huyó en busca de un lugar seguro. El camino se iba haciendo cada vez más empinado, y la maleza más densa. El amable joven, que respiraba con dificultad y que llevaba el pelo empapado sobre la frente brillante por el sudor, se abrió paso entre los helechos que le llegaban por la cintura. Con cada uno de sus pasos trazaba una senda de muerte y destrucción a través del polvoriento verde.

Detrás de él, quizá a unos cincuenta metros más abajo, justo en el lugar al que iba a desembocar una pendiente con muy pocos árboles, se encontraba la charca. En algún punto cercano, tal vez en ese mismo lugar, Miranda había indicado el camino a seguir a través de los helechos, y se había sumergido entre las matas de cornejo, como el propio Mike estaba haciendo en ese instante. Según se iba aproximando a la fachada vertical de la Roca, las enormes losas y los elevados rectángulos se negaban a ofrecer los sencillos encantos de las laderas más bajas. Ahora lo que se abría paso hacia la superficie eran los afloramientos de rocas prehistóricas y gigantescas piedras cubiertas de capas de vegetación y animales en descomposición: huesos, plumas, pájaros secos, las pieles desprendidas de las serpientes, algunas con cuernos irregulares y puntas prominentes, espantosas protuberancias y carbuncos costrosos; aunque también había piedras de aspecto más redondeado y suavemente curvado, producto del paso de un millón de años. Miranda bien podría haber recostado su cansada y resplandeciente cabeza sobre cualquiera de aquellas imponentes rocas.

Mike seguía tropezando y subiendo sin ningún plan concreto en la cabeza, cuando se detuvo de repente al escuchar a su espalda que alguien le llamaba de un modo débil pero inconfundible. Había perdido la noción del tiempo, y, ahora, al mirar por encima del hombro, se sorprendió al ver que el área de picnic había quedado reducida a una mancha de luz rosácea y dorada que se abría entre los árboles. Volvió a escuchar la llamada, esta vez más fuerte y más insistente. Por primera vez desde que se separara de Albert a mediodía recordó su promesa de reunirse con él en la charca, a más tardar a las cuatro. Y ya eran las cinco y media. Arrancó varias hojas de un cuaderno de cuero que llevaba en el bolsillo, y las hundió cuidadosamente en las ramitas de un arbusto de laurel de montaña, donde las dejó moviéndose con la brisa de la tranquila tarde como pequeñas banderas blancas, y volvió sobre sus pasos hacia el arroyo. Albert le estaba esperando con una taza de té, y no tenía nada interesante que contar. No había visto nada fuera de lo normal y estaba deseando volver a Lake View para comer algo.

—¡Por Dios! Empezaba a pensar que te habías perdido. ¿Qué demonios has estado haciendo ahí arriba tanto tiempo?

—Mirar. Solo mirar… He dejado en un arbusto unas banderitas que he sacado de mi cuaderno de bolsillo. Así podré encontrarlo de nuevo sin dificultad.

—Estás hecho todo un listillo, ¿eh? Bueno, termínate el té, que nos vamos. Le juré y le perjuré a la cocinera que te llevaría a casa a las ocho, a tiempo para cenar.

Mike dijo lentamente:

—No vuelvo a casa. Esta noche no.

—¿Cómo que no vuelves a casa?

—Ya me has oído.

—¡Pero bueno! ¿Es que has perdido la chaveta?

—Puedes decir que he decidido quedarme a pasar la noche en Woodend. Di cualquier condenada mentira que se te ocurra, con tal de que no monten un escándalo.

Albert le miraba ahora con más respeto. Y, por cierto, era la primera vez que Mike empleaba lo que él definía como «palabrota». Miró hacia el cielo rosado y brillante y se encogió de hombros.

—Pronto anochecerá. Piensa un poco. ¿De qué servirá que te quedes aquí toda la noche tú solo?

—Eso es asunto mío.

—No entiendo qué andas buscando. Pero sea lo que sea no lo vas a encontrar en plena noche, eso te lo aseguro.

Y entonces fue cuando Mike empezó a maldecir de verdad, con auténtica convicción. A Albert, a la policía, a los malditos imbéciles que seguían metiendo las narices en los asuntos ajenos, a los insufribles fulanos que creían saberlo todo acerca de cualquier jodida cosa solo porque eran australianos…

—Tú ganas —dijo Albert, acercándose a los caballos—. Te dejaré la pitanza, bueno, lo que queda de ella, y el cazo. Y aún hay un poco de forraje para el caballo en tu bolsa.

—Siento haberte dicho todo eso. Y más justo en este momento —dijo Mike un tanto incómodo.

—¡Bah! ¡Has hecho bien! Si eso es lo que pensabas… Bueno, adiós. Yo me pongo en marcha. Y no te olvides de apagar el fuego antes de salir mañana. No me apetecería pasarme el fin de semana apagando un incendio entre los matorrales de Hanging Rock.

Lancer estaba impaciente por empezar a andar, y Albert cabalgó a medio galope por la explanada, en dirección al monte. Sabía exactamente en qué punto entre dos árboles del caucho debía girar, y no tardó en desaparecer.

Por toda la extensa y dorada llanura podían verse las prolongadas sombras que se arrastraban hacia allí tras salir de la zona boscosa, y que se extendían luego por encima de las delgadas líneas de los postes y las cercas, sobre unas cuantas ovejas dispersas, sobre un molino de viento con las plateadas aspas inmóviles que capturaban los últimos rayos del sol… En la Roca, la oscuridad que había estado agazapada durante todo el día en sus fétidos orificios y cuevas se mezclaba ahora con el crepúsculo, y pronto se hizo de noche. Albert tenía razón, por supuesto. Mike sabía perfectamente que no podría hacer nada hasta el amanecer. Y ¿a qué hora salía el sol en esta tierra tan extraña? Recogió unas cortezas, reavivó el fuego moribundo, y, a su luz vacilante, se comió de mala gana una sustanciosa parte de la carne y el pan. Sentía, detrás de él, cómo le oprimía la Roca, a pesar de que no se dejaba ver sobre un cielo sin estrellas. A pocos metros, una mancha blanca y vacilante iba y venía cada vez que el caballo árabe se acercaba a beber al arroyo. Si amontonaba una buena cantidad de helechos lograría prepararse una cama bastante cómoda, aunque el aire de la noche hizo que empezara a temblar en cuanto se acostó. Se quitó la chaqueta y se la echó sobre el cuerpo tras tenderse de espaldas para mirar al cielo. Solo había dormido al aire libre una vez en su vida. Fue en la Riviera francesa, con un grupo de amigos de Cambridge. Se habían perdido en algún lugar de las colinas al salir de Cannes, pero allí sí que había estrellas y viñedos y luces cercanas. Tenían mantas para las chicas, y fruta, y el vino que había quedado de la excursión. Recordando ahora lo que en aquel momento le había parecido el súmmum de la gran aventura, pensó en lo ridículamente joven que debía de ser a los dieciocho años.

Se sumió en un duermevela en el que el sonido de los cascos del caballo sobre una piedra era el ruido que hacía la criada al abrir las contraventanas de su habitación en Haddingham Hall. Aún medio dormido, esperaba que Annie no subiera las persianas, pero lo que contempló al despertar fue la cortina negra y tupida de la noche australiana. Buscó a tientas las cerillas y alumbró durante un brevísimo instante la esfera de su reloj, que estaba a su lado, en el suelo. Todavía eran las diez, pero ya estaba bien despierto. Le dolía todo el cuerpo. Echó una rama rota al fuego, y se quedó sentado viendo cómo las hojas secas, al arder, provocaban una cascada de chispazos que se reflejaban en la charca.

Cuando llegaron las primeras luces del día, él ya había puesto a hervir agua en el cazo para preparar el té. Se lo tomó de un trago con un pedazo de pan seco que algunas hormigas habían intentado llevarse entero hasta su agujero. Le dio al caballo el último montón de paja que quedaba y, tras hacer todo esto, se sintió preparado para salir. Muchos días después, cuando Bumpher comenzara a bombardearle con las mismas preguntas una y otra vez, se daría cuenta de que en realidad, mientras cruzaba el arroyo y comenzaba a avanzar hacia la Roca, no tenía ningún plan de acción definido. Únicamente se veía impelido a volver al pequeño arbusto en el que había dejado las banderas, y comenzar de nuevo la búsqueda desde allí.

Era otra mañana preciosa, cálida y sin viento, como la del día anterior. Después de haber pasado una interminable noche en vela, para él suponía un auténtico alivio que su helado cuerpo avanzara entre los bosquecillos de helechos, que le llegaban hasta la cintura. Gracias a los trozos de papel que había dejado el día anterior, y que ahora estaban blandos por el rocío, no le resultó difícil dar con el pequeño laurel. Un loro pasó por delante de los árboles que estaban a su lado, donde las urracas gorjeaban a pleno pulmón para celebrar la alegría de la mañana. Aún no podía divisar desde allí los formidables contrafuertes de Hanging Rock, cubiertos como estaban por el verde velo de helechos y follaje. Un pequeño ualabí surgió de un salto de los arbustos, a unos metros de donde él se había detenido para sacar un pie de una fisura aparentemente sin fondo, y luego se alejó dando saltitos en zigzag por un sendero que parecía haberse formado de manera natural. Había ciertas cosas de las que los animales sabían más que las personas. El cocker spaniel de Mike, por ejemplo, sabía distinguir a un gato o a cualquier otro enemigo a un kilómetro de distancia. ¿Qué había visto el ualabí? ¿Qué era lo que sabía? Tal vez estaba tratando de decirle algo, ya que se volvió y se le quedó mirando desde el saliente de una roca. En sus dulces ojos no había miedo. A Mike no le resultaría difícil trepar hasta el saliente, pero pensó que luego no podría seguir los saltos de la pequeña criatura, que se ocultó entre los matorrales y finalmente desapareció. La cornisa en que se encontraba ahora lindaba con una suerte de plataforma natural de roca estriada, rodeada de piedras, losas y matas de enjutos helechos que quedaban a la sombra gracias a unos eucaliptos que parecían haber crecido allí sin orden ni concierto. En ese lugar se vio obligado a descansar, aunque fuera solo un momento, porque las piernas ya apenas le obedecían. Su cabeza, por el contrario, no parecía tanto una cabeza como un globo lleno de aire que alguien hubiera atado a algún lugar por encima de sus doloridos hombros. Su cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus abundantes y británicas raciones diarias de huevos y beicon, café y gachas, y ahora protestaba casi a voz en grito, aunque su dueño no fuera muy consciente del hambre que tenía, y lo único de lo que realmente se acordara y deseara con auténtico frenesí fuera el agua: litros y litros de agua helada. Una roca inclinada le proporcionó un poco de sombra. Apoyó la cabeza sobre una piedra y se quedó dormido allí mismo con el frágil e irregular sueño del agotamiento, pero se despertó casi de inmediato, con una repentina punzada de dolor en un ojo. Un hilo de sangre resbalaba por la almohada, tan dura y afilada como una piedra que hubiera ido a aparecer debajo de su frente, que estaba ardiendo. El resto del cuerpo, en cambio, se estremecía con un frío mortal. Temblando, estiró los brazos para buscar la colcha.

Al principio pensó que se trataba del sonido de las aves que piaban en el roble que había al otro lado de su ventana. Abrió los ojos y vio los eucaliptos. Sus largas y apuntadas hojas plateadas permanecían inmóviles, flotando en la densidad del aire. Pero el murmullo parecía proceder de todos los lugares a la vez: un rumor bajo y sin palabras, casi como el susurro de voces distantes al que se unía una especie de trino que aparecía de vez en cuando y que podrían ser pequeños accesos de risa. Pero ¿quién se estaría riendo aquí abajo, en el mar…? Mike se abría paso a través de aguas viscosas de un color verde oscuro, en busca de la caja de música cuyo dulce y cristalino canto estaba, a veces, justo detrás de él y, a veces, justo delante. Si pudiera moverse más rápido y arrastrar sus inútiles piernas, la alcanzaría. Pero la música de pronto cesó. El agua se hizo más espesa y más oscura. Vio cómo le salían burbujas de la boca, comenzó a asfixiarse, y pensó: «Esto es lo que uno siente al ahogarse». Entonces se despertó y escupió la sangre que le corría por la mejilla. Se había hecho un corte en la frente.

Se desperezó del todo e intentó avanzar a trompicones cuando la oyó reír, a muy poca distancia.

—¡Miranda! ¿Dónde estás? ¡Miranda!

No hubo respuesta. Echó a correr tan rápido como le fue posible hacia el cinturón de matorrales. El espinoso cornejo de color verde grisáceo le desgarraba su delicada piel inglesa.

—¡Miranda!

Unas rocas enormes y montones de piedras alisadas por la erosión le cerraban el paso hacia el terreno más elevado. Cada una de ellas constituía un obstáculo pesadillesco que debía salvar de alguna manera: rodeándolas, trepando por encima, gateando por debajo… Todo dependía de su tamaño y de su contorno. Y esas piedras eran cada vez más grandes y más irracionales… Gritó:

—¡Mi amor! ¡Mi criatura desaparecida! ¿Dónde estás?

Tras apartar los ojos un instante del traicionero suelo para elevarlos hacia el cielo, vio el monolito, que se alzaba negro contra el sol. Unos guijarros rodaron cuesta abajo, hacia el abismo, y él resbaló al pisar un espolón irregular. Se cayó de bruces, y sintió en el tobillo un dolor inmenso, como si alguien le hubiera clavado una lanza. Se incorporó de nuevo y comenzó a arrastrarse hacia la siguiente roca, con un único pensamiento consciente en la cabeza: Adelante. Hubo un antepasado de los Fitzhubert que tuvo que abrirse paso entre las sangrientas barricadas de Agincourt, y que se había sentido de la misma manera, así que habían incorporado esa misma palabra, en latín, al escudo familiar: Adelante. Mike, unos cinco siglos más tarde, también seguía adelante, escalando.