6

La tarde del jueves diecinueve de febrero, Michael Fitzhubert y Albert Crundall estaban sentados en amistoso silencio en el pequeño y tosco cobertizo para los botes que daba al lago ornamental del Coronel Fitzhubert, ante una botella de Ballarat Bitter. Albert tenía una o dos horas libres, y Mike estaba dándose una tregua antes de regresar a la recepción al aire libre que su tía celebraba todos los años. El lago era profundo y oscuro, de aguas heladas a pesar del bochornoso calor del verano, y uno de los extremos estaba atestado de plantas que recibían y parecían atesorar sobre sus cremosos cálices los rayos del sol vespertino. En una zona de nenúfares había un único cisne blanco que se mantenía sobre sus patas de coral, y que de vez en cuando producía una lluvia de ondas concéntricas sobre toda la superficie del lago. En el lado opuesto, los bancos de helechos arborescentes y de hortensias azules se mezclaban con la vegetación propia de los bosques, que crecía abruptamente por detrás de la chata casa rodeada de galerías, por cuyo césped paseaban los invitados, bajo los olmos y los robles. Dos sirvientas que se habían ubicado tras una mesa de caballetes servían fresas con nata. En conjunto, se trataba de una fiesta bastante elegante, y hasta ella habían acudido incluso unos invitados que se alojaban en la cercana residencia de verano del Gobernador del Estado. Además, habían contratado a un sirviente, habían hecho venir a tres músicos de Melbourne, y se serviría una buena cantidad de champán francés. Se había considerado también la posibilidad de que el cochero se pusiera una ajustada chaqueta de color negro para que se ocupara de que todo el mundo tuviera champán en sus copas, pero Albert respondió que a él le habían contratado para que cuidara de los caballos, y para nada más.

—Como le he dicho a tu tío: «Yo soy cochero, señor, no un maldito camarero».

Mike se rio.

—Pareces un marinero, con esas sirenas y todas esas cosas tatuadas en los brazos.

—Me las hizo un marinero, en Sydney. Quería tatuarme también el pecho, pero me quedé sin dinero. Una pena. Tenía solo quince años…

Transportado a un mundo en que los niños de quince años se gastaban con toda la alegría del mundo hasta su último chelín para luego quedar desfigurados de por vida, Mike miró a su amigo con cierto sobrecogimiento. A los quince años, él era poco más que un crío que recibía un chelín a la semana para que tuviera algo de dinero de bolsillo, y otro chelín el domingo por la mañana, «para la bandeja». Desde la tarde del picnic había ido surgiendo entre ellos dos una especie de amistad tolerante, aunque lo cierto era que, vistos juntos, componían una pareja bastante desigual: Albert llevaba los brazos al aire, ya que se había subido las mangas de la camisa, y tenía los pantalones llenos de parches. Mientras que Michael iba embutido en un atuendo muy apropiado para una recepción al aire libre, y se había puesto un clavel en el ojal.

—No tengo ningún problema con Mike —le había dicho Albert a la cocinera—. Somos amigos.

Y eso eran precisamente, en el sentido más literal de una palabra tan manida como esa. Albert podía ponerse el sombrero de copa gris de su amigo en su sudada y despeinada cabeza, y tener el aspecto de un integrante de un número de music hall; y Mike, por su parte, podía parecer recién salido de las páginas de The Magnet[9] o del Boy’s Own Paper cuando se ponía el grasiento sombrero de ala ancha de Albert, pero eso no significaba absolutamente nada. Como tampoco significaba nada el hecho incidental de que sus diferentes circunstancias familiares hubieran hecho que uno de ellos fuera prácticamente analfabeto, mientras que el otro, a los veinte años, apenas supiera cómo expresarse, dado que la educación en un colegio privado no garantiza en absoluto que los alumnos vayan a saber hablar cuando lleguen a adultos. Cuando estaban juntos, ninguno de los dos advertía los defectos del otro, si es que tales defectos existían.

Ambos tenían la agradable sensación de que se entendían bien, y eso que no hablaban demasiado. Sus temas de conversación, cuando surgían, se centraban principalmente en asuntos de interés local: hablaban de las patas traseras de la yegua que Albert estaba tratando con alquitrán de Estocolmo[10], o del pertinaz entusiasmo del Coronel por su jardín de rosas, en el que tanto tiempo le hacía perder obligándole a quitar más malas hierbas de las que habría tenido que arrancar en todo un maldito campo de patatas. Además, ¿para qué quería tanta rosa? Ninguno de los dos tenía mucho que decir en cuanto a temas políticos que pudieran ofenderles o avergonzarles, y, para el caso, no mostraban tampoco muchas convicciones, aunque, de haber visto alguna plasmada por escrito sobre papel impreso, tal vez sí podrían haberla reconocido como propia. Todo esto facilitaba enormemente su amistad. Por ejemplo, para ellos no suponía ningún obstáculo el que el padre de Mike fuera un miembro conservador de la Cámara de los Lores en Inglaterra, mientras que, la última vez que dio señales de vida, el de Albert era un peón en perpetua lucha con el patrono de turno. Para Albert, el joven Fitzhubert era el compañero ideal, capaz de pasarse horas sentado en silencio en el patio del establo, en una caja de paja vuelta hacia arriba, y de percibir toda su sabiduría e ingenio autóctonos. De las anécdotas más espeluznantes que contaba Albert, algunas eran ciertas; otras no. Pero lo mismo daba. Para Mike, la errática conversación del cochero era una fuente continua de placentero aprendizaje, no solo acerca de la vida en general, sino también en lo que se refería a Australia. En la cocina de Lake View, cuando se hablaba del Honorable Michael, miembro de una de las familias más antiguas y ricas del Reino Unido, todo el mundo utilizaba la expresión «ese pobre diablo inglés», lo que dejaba traslucir una compasión auténtica hacia alguien que, obviamente, todavía tenía mucho que aprender.

—¡Por Dios! —exclamaba la cocinera, que consideraba que su salario de veinticinco chelines a la semana era bueno—. No querría ser él ni por todo un carro repleto de pepitas de oro.

Mientras tanto, en el salón, Mike podía estar contándoles a su tío y a su tía:

—Albert es tan buen tipo. Tan alegre… Y muy listo. Me sería imposible deciros lo mucho que sabe sobre todo tipo de cuestiones.

—Mmm… No lo dudo —respondía el Coronel haciéndole un guiño—. Duro de pelar, el joven Crundall, pero no es ningún tonto y, además, tiene una mano excelente con los caballos.

Su esposa le dedicaría un gesto de desprecio, casi como si estuviera percibiendo el olor del heno y del estiércol de caballo:

—No creo que la conversación de Crundall sea lo que se dice edificante.

Esa tarde, en la refrescante paz del cobertizo, tuvieron muy poca conversación, edificante o no, y ambos se mostraron encantados. Allí estaba su botella de cerveza fría y un lago que admirar, tan apacible bajo las lentas sombras que trazaban siluetas cada vez más alargadas. A lo lejos, procedente del jardín de rosas, les llegaba el eco de El Danubio Azul, que flotaba a la deriva sobre las aguas, mientras la fiesta iba haciéndose más y más aburrida y fría. Las rosas, admiradas en exceso, ya no resultaban adecuadas como tema de debate. El Coronel y dos o tres hombres se habían retirado bajo el olmo silvestre bien pertrechados de vasos de whisky con soda, mientras que la señora Fitzhubert intentaba mantener unido al resto del grupo, lo que constituía una tarea complicada ya que todo lo que quedaba era limonada.

—Maldita sea… Ya son las cinco. —Michael estiró de mala gana sus largas piernas por debajo de la mesa—. Le prometí a mi tía que le mostraría a la señorita Stack el jardín de rosas antes de que se fuera.

—¿Stack? ¿Esa de las piernas como botellas de champán?

Mike no tenía ni idea. Para él, las piernas de la desconocida señorita Stack no tenían la menor importancia.

—La he visto bajar esta tarde del coche de la residencia del Gobernador. ¡Vaya! Y eso me recuerda que el mozo de cuadra me estaba contando en ese momento que la policía había vuelto a llevar hoy a los perros a Hanging Rock.

—¡Dios mío! —exclamó el otro volviéndose a sentar otra vez—. ¿Para qué? ¿Es que han encontrado algo nuevo?

—¡Quita! Te digo una cosa: si ni los tíos de Russell Street, ni el rastreador aborigen, ni ese maldito perro son capaces de encontrarlas, ¿de qué sirve que estemos tú y yo preocupándonos como si nos fuera la vida en ello? (Por cierto, podemos terminarnos la botella). Hay un montón de gente que se ha perdido antes que esas chicas. Fin de la historia.

Mike estaba contemplando el brillante disco que conformaba el lago. Dijo con parsimonia:

—En lo que a mí respecta, ese no es el final. Me despierto con un sudor frío cada noche preguntándose si aún estarán vivas, o quizá muriéndose de sed ese mismo instante en algún recoveco de esa roca infernal… Mientras tú y yo estamos sentados aquí bebiendo cerveza fría.

Si las jóvenes hermanas de Michael hubieran escuchado el tono apagado y vehemente con que hablaba, tan diferente al sonido entrecortado y apático habitual en él, apenas habrían reconocido a ese hermano cuyas confidencias en casa, si es que hacía alguna, quedaban reservadas para el viejo cocker spaniel.

—Ahí es donde tú y yo somos muy diferentes —le decía Albert—. Si quieres un consejo, cuanto antes te olvides de todo el asunto, mejor.

—Me es imposible olvidar nada. Creo que nunca lo haré.

El cisne blanco, apostado durante todo ese tiempo entre las hojas de los nenúfares, decidió estirar una pata de color rosa primero, luego la otra, para atravesar después el lago hacia la orilla opuesta. Los dos jóvenes contemplaron su vuelo en silencio, hasta que desapareció entre los juncos.

—¡Ah! Qué bonitas son esas aves. Los cisnes… —suspiró Albert.

—Preciosas —dijo Mike, recordando abatido que una extraña joven le esperaba en el jardín de las rosas. Con mucha pena, comenzó a sacar de debajo del tosco asiento sus largas piernas cubiertas con un pantalón oscuro de raya diplomática. Luego se levantó, se sonó la nariz, encendió un cigarrillo y caminó hacia la puerta del cobertizo. Una vez allí, se detuvo y se volvió otra vez.

—Escucha —dijo Albert—. Yo no sé mucho de música, pero ¿eso que suena no es el Dios salve a la Reina? El Gobernador debe de estar yéndose.

—No me importa si es así… Hay algo que debo decirte, pero no sé cómo empezar. —Albert nunca le había visto tan serio—. De hecho… He estado esbozando un plan.

—Yo creo que puede esperar —dijo Albert mientras se encendía un cigarrillo—. Mejor lárgate, ¿no? Tu tía va a montar un buen numerito si no te exhibe delante de toda esa gente.

—¡Me importa un bledo mi tía! La cuestión es que no puedo esperar más. Es ahora o nunca. He de hacer algo. ¿Te acuerdas de ese camino de herradura del que me hablabas ayer?

Albert asintió con la cabeza:

—¿El que lleva hasta las llanuras de nuestro lado del monte?

—Seguro que te va a parecer una tontería, y tal vez lo sea, pero no me importa. He decidido empezar a buscar por la Roca yo solo, a mi manera. Sin policías. Sin perros. Solos tú y yo. Eso si es que quieres venir conmigo y enseñarme cómo funciona todo, claro. Podríamos llevarnos al árabe y a Lancer, salir muy temprano, y estar en casa para la cena, para que nadie nos haga ningún tipo de pregunta incómoda. Bueno, ya te lo he soltado. ¿Qué te parece?

—Me parece que estás chalado. Como una cabra. Anda, vete corriendo y enséñale las rosas a esa señorita Piernas de Botella. Tú y yo ya seguiremos hablando de esta historia en otro momento.

—Sé lo que estás pensando —dijo el otro con un deje de amargura que impresionó bastante a Albert.

—Vamos. ¡Espera un poco, Mike! Solo quería decir que…

—Sé lo que estás pensando: este pobre desgraciado no es más que nueva carnaza para el monte, y esas cosas. ¿Y qué? Ya lo sé, pero no me importa. Te mentí cuando te dije que había trazado un plan. En realidad no se trata tanto de tener un plan como de una sensación. —Albert alzó las cejas, pero no dijo nada—. Toda mi vida he estado haciendo lo que los demás decían que hiciera, porque se supone que eso era lo correcto. Pero en esta ocasión voy a hacer algo porque yo creo que debo hacerlo. Y me da lo mismo que tú y todos los demás penséis que estoy loco.

—Bueno. Así están las cosas —dijo Albert—. Me parece muy bien eso que dices de las sensaciones, pero recuerda que ya han peinado cada centímetro de esa maldita roca. ¿Qué diablos crees que puedes hacer tú?

—Pues entonces me iré solo —dijo Mike.

—¿Quién dice que vas a ir solo? Somos compañeros, ¿no?

—Entonces, ¿vendrás?

—Por supuesto que sí, grandísimo inútil. ¡Bueno! ¡Ya basta! No necesitaremos muchas cosas. Solo un poco de pitanza para ti y para mí, y algo que dar a los dos caballos. ¿Cuándo calculas que podremos salir?

—Mañana, si es que logras escaparte.

El día siguiente era viernes y, por tanto, día de descanso para Albert. Él solía dedicar los viernes a las peleas de gallos en Woodend.

—No te preocupes por eso… ¿A qué hora crees que podrás salir?

Vieron por encima del seto de hortensias cómo la sombrilla de encaje de la señora Fitzhubert se acercaba bamboleante hacia ellos, así que, a toda prisa, acordaron reunirse en las cuadras a la mañana siguiente, a las cinco y media.

Por fin. Ya no quedaba nadie sobre el césped de Lake View. Habían desmontado las marquesinas y habían devuelto, un año más, las mesas de caballete a sus lugares de almacenaje. Algunos estorninos somnolientos seguían chismorreando en los árboles más altos, y, mientras, las pantallas de seda de las lámparas de la señora Fitzhubert lograban que el salón fuera iluminándose con un halagüeño resplandor rosado.

En la parte oculta de Hanging Rock, en cambio, las sombras violáceas trazaban los mismos perfiles de hacía millones de años, a lo largo de otras tantas noches de verano. Los integrantes de la partida policial le volvieron las cansadas espaldas cubiertas de sarga azul a aquel magnífico espectáculo de picos dorados que, lentamente, iban oscureciéndose sobre un cielo turquesa, y se subieron al vehículo que estaba esperándoles para dirigirse a toda velocidad hacia la amable hospitalidad del Hotel Woodend. El propio agente Bumpher, que estaba personalmente hasta la coronilla de la Roca y de todos sus misterios, anticipaba, con un placer comprensible, el sabor de un jugoso bistec regado con un par de cervezas.

El día había resultado un tanto ingrato, a pesar del espléndido clima y de la agradable compañía. La búsqueda se había intensificado de inmediato tras conocer el tardío testimonio de la niña Horton, si es que a aquello se le podía llamar testimonio. Habían vuelto a llevarse al perro, al que se le había hecho oler previamente un trozo de tela de percal de la ropa interior de la señorita McCraw. No parecía existir ninguna razón para dudar de que Edith hubiera visto y se hubiera cruzado con la profesora de matemáticas, que subía por la Roca con sus pantaloncitos de percal blanco. Sin embargo, el impreciso y silencioso encuentro seguía sin tener fundamento alguno. Ni tampoco se supo nunca si la señorita McCraw había visto también —aunque fuera de manera fugaz— a la aterrorizada niña que huía. Ya el mismo domingo por la mañana pudieron comprobar que algunos arbustos y helechos estaban aplastados o erosionados hacia el extremo occidental de la roca. Y ahora pensaban que era posible que se hallaran en el camino seguido por la señorita McCraw después de abandonar el grupo tras el almuerzo. Pero esta teoría se desmoronó casi de inmediato, ya que, aunque pudiera parecer extraño, en buena parte del perímetro de la estriada roca, a la misma altura pero en el extremo oriental, había nuevos desgarros y débiles fracturas en la maleza, tan auténticos como los anteriores, por donde calcularon que las cuatro chicas debieron de haber iniciado su peligroso ascenso. Durante todo el día el sabueso olfateó y rastreó a su esmerada manera los espesos y polvorientos matorrales, así como las piedras y rocas que ardían bajo el sol sofocante. El perro, que no había tenido mucho éxito a principios de semana a la hora de captar el olor de las tres niñas desaparecidas, encontraba ahora muchos más obstáculos en su tarea debido al bienintencionado ejército de buscadores voluntarios que habían borrado las primeras y esquivas huellas: aquellas que se dejan cuando una mano se apoya, tal vez, en una roca polvorienta, o cuando un pie deja su marca sobre un pedazo de mullido musgo. El animal, sin embargo, hizo concebir falsas esperanzas durante la tarde del jueves al permanecer unos diez minutos seguidos muy tieso y gruñendo hacia la cumbre sobre una plataforma casi circular de roca plana, a bastante distancia de donde habían empezado a buscar. Con todo, las lupas no descubrieron ninguna alteración que no hubiera sido provocada por los propios estragos de la naturaleza a lo largo de cientos o quizá miles de años. Mientras repasaba sus escasas notas bajo la precaria luz del coche, Bumpher recordaba que había esperado encontrar una parte o quizá la totalidad de la capa de seda morada de la profesora en el interior de un tronco hueco o, tal vez, debajo de una roca aislada.

—No logro entender lo que pudo hacer la profesora con ella. Aunque hay que pensar en los cientos de personas que han estado pisoteando la maleza desde el domingo pasado. Por no hablar del perro…

Mientras tanto, esa misma noche, al igual que casi todos los habitantes de la montaña, el Coronel Fitzhubert y su sobrino hablaban de la idea de volver a traer al sabueso. La señora Fitzhubert, agotada tras los rigores inherentes a la hospitalidad, se había marchado a dormir. El perro había decepcionado amargamente al Coronel, que había puesto todas sus esperanzas en él desde el principio, e incluso ahora sentía que le había defraudado a un nivel casi personal, tras ser incapaz de dar con ninguna pista por mínima que fuera.

—¡Vaya! —exclamó ante su sobrino, mientras ambos seguían sentados a la mesa después de la cena—. Estoy empezando a pensar que esto es demasiado ya para los perros y para cualquier bicho viviente. Este sábado hará una semana desde que desaparecieron las pobres muchachas. ¿Una copa de oporto? Lo más seguro es que a estas alturas estén ya criando malvas en el fondo de uno de esos precipicios infernales.

El hombre parecía tan sinceramente preocupado que Mike tuvo la tentación de confiarle sus planes acerca de la expedición del día siguiente a Hanging Rock. Sin embargo, su tía se encargaría de poner mil objeciones. Después de juguetear un rato con las nueces sin abrir la boca, le preguntó si el viernes podría dejarle el caballo árabe:

—Ya sabe que es el día libre de Albert, y dice que quiere llevarme a dar un paseo bastante largo.

—Llévatelo. Faltaría más. ¿Adónde pensáis ir?

Mike, que prefería no tener que mentir, aunque se tratara de pequeñeces, murmuró algo acerca de la Joroba del Camello.

—¡Espléndido! Crundall conoce esos parajes como la palma de su mano. Se habrá dado cuenta de que te vendrá bien salir a galopar. Si no fuera porque mañana por la tarde tengo una reunión con el Comité para el Salón de la Rosa, yo mismo me uniría a vosotros.

«(¡Dios bendiga al Salón de la Rosa!)».

—Y no lleguéis tarde para la cena —añadió el Coronel—. Ya sabes lo mucho que se inquieta tu tía…

Sí, Mike lo sabía, y dio su palabra de que estaría de vuelta en Lake View como muy tarde a las siete.

—Lo que me recuerda —dijo su tío— que el sábado nos esperan a los dos para el almuerzo y un partido de tenis en la residencia del Gobernador.

—Almuerzo y tenis —repitió su sobrino, preguntándose cuánto tiempo tardarían Albert y él en llegar hasta la charca del área de picnic.

—¿Te apetece un durazno, muchacho? ¿O un poco de esta endiablada cosa gelatinosa? Las mujeres no tienen ni idea de cómo llevar la organización de un hogar… —Mike, que había estado por un instante vagando por la Roca bajo la luz de la luna, tuvo que regresar a la auténtica realidad de la mesa del comedor, iluminada por la luz de una simple lámpara—. Todos los años lo mismo… La noche de la recepción de tu tía en el jardín… Estas condenadas sobras… Restos de pavo frío… Gelatina… ¡Pretenden hacernos creer que esto es una cena…! Más bien se trata de una merienda para él té… Pero, te diré: cuando estábamos acampados en Bombala, el que se encargaba de organizar a los sirvientes era yo… Me responsabilizaba personalmente de…

—Si me disculpa, tío —dijo Mike, levantándose—. Creo que voy a retirarme ya, sin esperar al café. Mañana saldremos muy temprano.

—Está bien, muchacho. Disfruta todo lo que puedas. Y pídele a la cocinera que te prepare un desayuno ligero. Nada de beicon y huevos antes de salir a cabalgar. ¡Buenas noches!

—Buenas noches, señor…

Huevos. Gachas… Por lo que decía Albert, en Hanging Rock no había ni agua.