5

Para las internas del colegio Appleyard, el domingo quince de febrero fue un día de pesadillesca indecisión: mitad sueño, mitad realidad. Según el carácter de cada una, fueron pasando de explosivos ataques de irracional esperanza a tener la terrible convicción de estar asistiendo al preámbulo de toda una catástrofe.

La directora, tras contemplar durante toda la noche cómo iba cambiando, muy lentamente, la tonalidad de las luces del nuevo día sobre la pared de su dormitorio, salió al balcón a la hora de siempre, sin un solo cabello fuera de su sitio. Debía asegurarse inmediatamente de que ni una sola palabra acerca de lo sucedido traspasara los límites del colegio. Por la noche, antes de que el señor Hussey se marchara, le dio la orden de que nadie usara ninguna de las tres carretas que solían trasladar a las alumnas y a las institutrices a las iglesias más cercanas, ya que, en opinión de la señora Appleyard, las iglesias eran perfectos caldos de cultivo para el chismorreo. Gracias a Dios, Ben Hussey era una criatura sensata y se podía confiar en él. Mantendría la boca cerrada. La única excepción era el informe que ya estaba en manos de la policía local. En el colegio, la consigna era la de guardar silencio absoluto hasta nuevo aviso. Orden que obedecerían sin ningún problema tanto los miembros del personal como las alumnas que aún se mantenían en pie y eran capaces de seguir hablando —ya que, tras la terrible experiencia de la noche anterior, algunas alumnas, la mitad al menos, se habían encerrado en sus habitaciones, conmocionadas y con diversos síntomas de agotamiento extremo—. Sin embargo, cabía sospechar que Tom y Minnie, consagrados correveidiles, y quizá también la cocinera, quienes solían recibir visitas no oficiales durante la tarde del domingo, no fueran tan concienzudos; e incluso que la señorita Dora Lumley hubiera intercambiado ya unas cuantas palabras en la puerta de la parte trasera con Tommy Compton, que era el encargado de traer la nata los domingos. Habían hecho llamar al doctor McKenzie, de Woodend, y este se presentó en su calesín poco después de la hora del desayuno. Era un médico de edad avanzada, y se le suponía una sabiduría infinita. Tras analizar la situación con una mirada sagaz a través de sus lentes doradas, prescribió que las alumnas descansaran durante todo el lunes y que tomaran alimentos nutritivos y ligeros, amén de algunos calmantes suaves. Mademoiselle se encerró en su habitación, víctima de una jaqueca. El anciano doctor tomó la delicada mano que yacía sobre la colcha y le dio unas palmaditas. Luego puso un poco de colonia sobre la febril frente de su paciente, y dijo con mucha suavidad:

—Por cierto, mi querida señorita, espero que no sea usted tan insensata como para culparse por lo sucedido en este desgraciado asunto. Sabe perfectamente que todo esto podría terminar siendo una tormenta en un vaso de agua.

Mon Dieu, doctor. Rezo a todas horas porque así sea.

—No se puede responsabilizar a nadie —dijo el anciano— por las travesuras del destino.

El doctor anunció que Edith Horton, que por primera vez en su vida era algo parecido a una heroína, se encontraba en buen estado físico gracias, en buena medida, a sus prolongados alaridos que, en una chica de su edad, fueron la respuesta natural ante un ataque de histeria. Aunque lo cierto era que al doctor le preocupaba el hecho de que no pudiera recordar absolutamente nada acerca de qué fue aquello que hizo que regresara corriendo de la roca, sola y aterrorizada. A Edith le gustaba el doctor McKenzie (¿a quién no?), y parecía estar intentando cooperar de verdad, siempre dentro de los límites de su escasa inteligencia. Mientras el doctor volvía a su casa, pensó que era posible que la niña se hubiera golpeado la cabeza con una roca, lo que resultaría muy fácil en un terreno tan pedregoso, y que tuviera una leve conmoción cerebral.

La señora Appleyard pasó la mayor parte del domingo sola en su estudio. Esa misma mañana había mantenido una conversación con el agente Bumpher, de Woodend, que llegó acompañado de un joven agente de policía, no demasiado brillante, con el propósito de que tomara notas acerca de un asunto que parecía relativamente poco importante, y que se suponía que tenía que quedar aclarado de manera satisfactoria antes de que acabara el domingo. Los de la ciudad siempre se estaban perdiendo entre la maleza, y los buenos cristianos del lugar tenían que levantarse de sus camas cada domingo por la mañana para salir a buscarlos. Sin embargo, parecía que en esta ocasión los acontecimientos relativos a la desaparición de las tres alumnas y su institutriz eran más vagos de lo habitual, dejando al margen la historia de Ben Hussey, que no hizo más que resumir los hechos que ya conocían todos, y que estaban ya suficientemente constatados. Bumpher había quedado con los dos jóvenes que también estuvieron de picnic en Hanging Rock el sábado —y que, hasta el momento, eran las últimas personas que habían visto a las muchachas desaparecidas, cuando estas cruzaban el arroyo—. Aportarían a la policía cualquier información adicional que se les pudiera requerir si aún no las habían encontrado el lunes. La única persona con la que Bumpher quería hablar durante unos minutos, si se lo permitían, era la niña Edith Horton, que había estado con tres de las personas desaparecidas durante varias horas, antes de regresar presa de un ataque de pánico a la zona de acampada. Cuando Edith entró en el estudio con los ojos rojos y una bata de cachemira a juego, todo lo que pudo hacer fue intentar dar algún tipo de información tan confusa que resultó del todo inservible. Ni el agente ni la directora pudieron extraer de ella más que un sollozo o dos, además de varias negativas malhumoradas. Tal vez el joven policía lo hubiera hecho mejor, pero no se le dio la oportunidad, así que se llevaron a Edith de nuevo para que pudiera volver a la cama.

—En mi opinión, señora —dijo Bumpher, mientras aceptaba una copa de brandy con agua—, esto no significa que el asunto no vaya a quedar resuelto en un par de horas. No puede ni imaginarse la cantidad de gente que se pierde con solo apartarse unos metros del sendero trazado.

—Me encantaría, señor Bumpher, estar de acuerdo con usted —dijo la señora Appleyard—. Pero la delegada, Miranda, nació y se crio en el monte… Y, con respecto a la institutriz, la señorita McCraw…

Ya había quedado claro que nadie había visto a la señorita McCraw abandonar el grupo después del almuerzo. Aunque, por alguna razón desconocida, debió de decidir levantarse de repente del lugar sombreado que había debajo del árbol donde había estado leyendo, y seguir a las cuatro niñas hacia la roca.

—A menos —dijo el policía— que la señora tuviera sus propias motivaciones… Por ejemplo, reunirse con algún amigo, o con varios, más allá de estas puertas…

—Definitivamente no. Que yo sepa, la señorita Greta McCraw, que ha trabajado para mí durante años, no tiene ni un solo amigo, ni tan siquiera conocidos, en este lado del mundo.

Rosamund, una de las chicas mayores, había encontrado su libro y sus guantes de seda exactamente en el mismo lugar en que había estado sentada. Tanto la señora Appleyard como el policía coincidieron en que una profesora de matemáticas, por muy «lista que fuera con los números» como la había descrito el propio Bumpher, podía perderse con tanta facilidad como cualquier otro ser viviente, aunque lo cierto era que parecía que, en este caso, el asunto presentaba matices mucho más complejos. Incluso Arquímedes podría haber tomado un camino equivocado si tenía sus pensamientos puestos en cosas más elevadas. El policía más joven fue tomando nota de todo, respirando pesadamente y chupando el lápiz con insistencia. (Más tarde, cuando interrogaron a las pasajeras que habían ido en el coche durante el viaje de ida, varios testigos recordarían —Mademoiselle incluida— que la señorita McCraw había hablado de una forma bastante desenfrenada de triángulos y atajos, y que incluso le había sugerido al conductor que regresaran a casa por una ruta diferente y muy poco práctica).

La policía local ya había organizado la búsqueda por el área de picnic y por la zona de Hanging Rock que pudiera escalarse y examinarse de cerca. Una de las peculiaridades más desconcertantes del caso, como ya había apuntado el señor Hussey, era la ausencia de cualquier tipo de huella más allá de algunos helechos aplastados y unas cuantas hojas de arbustos rotas en las faldas más bajas de la cara oriental de la Roca. El lunes, a menos que el misterio hubiera quedado resuelto, traerían a un rastreador negro de Gippsland, y —a instancias del Coronel Fitzhubert— un sabueso, para el cual la señorita Lumley había etiquetado ciertas prendas de vestir de las personas desaparecidas, que se le entregarían a la policía cuando el agente las solicitara. Un grupo de lugareños, Michael Fitzhubert y Albert Crundall entre ellos, estaba ayudando a la policía a peinar con el máximo celo las zonas de matorral. Las noticias viajan tan rápido por el monte australiano como por la ciudad, y el domingo por la noche rara era la casa en ochenta kilómetros a la redonda en que la misteriosa desaparición del sábado no fuera objeto de debate durante la cena. Como siempre sucede con los asuntos de interés humano, aquellos que carecían de información, ya fuera de primera o incluso de segunda mano, eran los más enfáticos a la hora de expresar sus opiniones. Y ya se sabe que es perfectamente posible que las opiniones se conviertan en hechos constatados de la noche a la mañana.

Si el domingo, día quince, había sido una auténtica pesadilla en el colegio, el lunes, día dieciséis, fue, si cabe, peor. Un joven reportero de un periódico de Melbourne, que había llegado hasta allí en una bicicleta con las ruedas desinfladas, llamó a la puerta principal a las seis de la mañana. Tuvo que recuperar el aliento en la cocina mientras la cocinera le preparaba el desayuno, y regresó sin una sola noticia valiosa en el expreso de Melbourne.

Este infeliz joven sería el primero de muchos, innumerables, visitantes indeseados. La maciza puerta de cedro, que rara vez se usaba excepto para las ceremonias más solemnes, estuvo abriéndose y cerrándose de la mañana a la noche ante todo tipo de personas, algunas bienintencionadas y otras simplemente curiosas, entre las que se encontraban unas cuantas hienas —hombres y mujeres— que llegaban hasta allí atraídas de un modo evidente por el olor de la sangre y el aroma del escándalo. No se dejó entrar a ninguno de ellos. Hasta el coadjutor de Macedon y su amable mujercita, ambos terriblemente avergonzados por su actitud pero imbuidos de un genuino deseo de ayudar en los momentos difíciles, tuvieron que marcharse como todos los demás tras escuchar en el porche un seco «no hay nadie en casa».

Las comidas fueron servidas con la estricta puntualidad habitual, pero solo unas cuantas jóvenes, de las que normalmente se sentaban voraces a la mesa para la comida del mediodía, lograron hacer algo más que jugar con el cordero asado y la tarta de manzana. Las mayores se reunieron en pequeños grupos y se dedicaron a cuchichear. Edith y Blanche se sorbían la nariz y se sentaban cogidas del brazo e inclinadas hacia la mesa, mostrando por primera vez una postura que no resultaba demasiado correcta. Las hermanas de Nueva Zelanda se aplicaban sin descanso a su bordado mientras se relataban una y otra vez en voz baja las historias que habían oído contar acerca de terremotos y otros horrores semejantes. Sara Waybourne, que había permanecido despierta toda la noche del sábado a la espera de que Miranda regresara del picnic y le diera su beso de buenas noches, como hacía siempre por muy tarde que fuese, iba y venía inquieta de una habitación a otra como un pequeño fantasma, hasta que la señorita Lumley, que tenía la cabeza como si se la estuvieran golpeando con un mazo, trajo unas telas blancas a las que pensaba hacerles el dobladillo antes de que llegara la hora del té. La propia señorita Lumley y la costurera más joven se encargaban de entregarle los mensajes a la directora, o de llevar a cabo cualquier otro tipo de labor igualmente ingrata, y, cuando no estaban corriendo de acá para allá, se quejaban la una a la otra de estar siendo «utilizadas», una palabra muy útil que abarcaba a todos los implicados en la escala de mando, empezando por el Todopoderoso y siguiendo hacia abajo, algo que les servía de consuelo mutuo. Nunca se volvió a hablar de la redacción que debían escribir las niñas acerca de Hanging Rock, cuyo título aún permanecía escrito a tiza sobre la pizarra como el ejercicio más importante que debían hacer en la asignatura de Literatura Inglesa para el lunes dieciséis de febrero, a las once y media de la mañana. Por fin, el sol comenzó a hundirse tras el lecho de incendiadas dalias. Las hortensias brillaban como zafiros a la luz del crepúsculo. Las estatuas de la escalera proyectaban sus antorchas hacia la cálida noche azul. Y así terminó el lóbrego segundo día.

Cuando llegó la mañana del martes, día diecisiete, los dos jóvenes que fueron los últimos en ver la tarde del sábado a las chicas desaparecidas ya habían declarado ante la policía local. Albert Crundall en la comisaría de Woodend, y el Honorable Michael Fitzhubert en el estudio de su tío, en Lake View. Ambos ratificaron su completo desconocimiento de los movimientos posteriores de las cuatro chicas una vez cruzaron el arroyo en las inmediaciones de la charca y se alejaron en dirección a las laderas más bajas de Hanging Rock. Michael, empleando un tono titubeante y con la mirada baja, parecía haberse encerrado en sí mismo desde la mañana del domingo, cuando Albert llegó al galope desde el almacén Manassa con la noticia de la desaparición de las muchachas. El agente Bumpher se había acomodado en la mesa del Coronel, y tenía a Michael enfrente, sentado muy recto en una silla de respaldo alto.

Después de completar las formalidades de costumbre:

—Creo, señor —dijo el policía—, que lo mejor será empezar con unas cuantas preguntas preliminares para, por decirlo de alguna manera, ponernos en situación.

El joven señor Fitzhubert, con esa tímida y encantadora sonrisa suya y esos buenos modales tan ingleses, pertenecía, evidentemente, a la clase de personas que se caracterizan por ser poco comunicativas.

—Veamos, cuando vio a las chicas que cruzaban el arroyo, ¿reconoció a alguna de ellas?

—¿Cómo iba a hacerlo? Solo llevo en Australia tres semanas y no conocía a ninguna de las niñas.

—Ya entiendo. ¿Mantuvo usted alguna conversación con ellas, antes o después de que cruzaran a la otra orilla?

—¡Por supuesto que no! Se lo acabo de decir, agente. Ni siquiera las conocía de vista.

Ante una respuesta tan cándida, el agente se permitió una sonrisa mordaz, a la que le añadió mentalmente: «¡Caray! ¡Con todo ese dinero y que tenga esa pinta!». Y luego preguntó:

—¿Y qué hay de Crundall? ¿Habló él con alguna de las niñas?

—No. Solo las miró y las silbó.

—¿Qué hacían su tío y su tía mientras sucedía todo esto?

—Por lo que recuerdo, estaban los dos medio dormidos. Tomamos champán en el almuerzo y supongo que les entró sueño.

—¿Qué efecto le produce a usted el champán? —le preguntó el policía, sosteniendo el lápiz en el aire.

—Ninguno, que yo sepa. No suelo beber mucho, y cuando lo hago tomo normalmente vino, casi siempre en mi casa.

—Por tanto, tenía usted la cabeza perfectamente despejada, y estaba sentado debajo de un árbol con un libro en las manos cuando vio que las muchachas cruzaban el arroyo. Continuemos a partir de ese mismo instante. Por favor, intente recordar cualquier pequeño detalle, aunque ahora le parezca intrascendente. Por supuesto, ya sabe que esta declaración es totalmente voluntaria por su parte…

—Vi cómo cruzaban el arroyo… —Tragó saliva y continuó de nuevo con una voz casi inaudible—: Cada una de ellas lo hizo de manera diferente.

—Hable más alto, por favor. ¿Qué quiere decir «de manera diferente»? ¿Con cuerdas? ¿Pértigas?

—¡Cielos, no! Solo quiero decir que algunas eran más ágiles, ya sabe, caminaban de un modo más elegante. —A Bumpher en ese momento no le interesaba demasiado la elegancia con que caminaban, así que el joven continuó—: De todos modos, cuando se alejaron y yo no podía ni oír ya lo que decían, me levanté y me acerqué a hablar con Albert, que estaba lavando unos vasos en el arroyo. Charlamos un rato, quizá unos diez minutos, y yo le dije que iba a dar un pequeño paseo antes de que llegara la hora de regresar a casa.

—¿Qué hora era?

—No suelo consultar el reloj, pero sabía que mi tío no quería marcharse más tarde de las cuatro. Comencé a caminar en dirección a Hanging Rock. Cuando empieza a elevarse hay muchos helechos y arbustos, pero ya no pude ver a las chicas. Recuerdo que pensé que la maleza era demasiado áspera para que unas niñas como esas pudieran andar por allí con esos vestidos de verano tan ligeros, y supuse que las vería bajar en cualquier momento. Así que me senté durante unos instantes sobre un árbol caído. Cuando Albert me llamó, volví a la charca de inmediato, me subí al poni árabe y regresé a casa, casi todo el tiempo detrás de la carreta de mi tío. No recuerdo nada más… ¿Es suficiente?

—Muy bien. Gracias, señor Fitzhubert. Quizá más adelante solicitemos su ayuda de nuevo. —Michael gimió para sus adentros. La breve entrevista le había recordado a los avances de la fresa del dentista al abrirse paso por una caries especialmente sensible—. Solo hay una cosa que me gustaría comprobar antes de que consignemos su declaración por escrito —dijo el policía—. Usted ha mencionado que vio cruzar el arroyo a tres chicas. ¿Es correcto?

—Lo siento… Tiene razón, por supuesto. Había cuatro chicas.

El lápiz de Bumpher volvía a mantenerse inmóvil en el aire.

—¿Qué cree que es lo que hizo que olvidara que en realidad eran cuatro?

—Supongo que me olvidé de la gordita.

—Así es que se fijó más en las otras tres, ¿verdad?

—No, claro que no. (Dios me ayude porque estoy diciendo la verdad. Yo solo la miraba a ella).

—Imagino que de haber visto a una señora mayor con ellas, también lo recordaría, ¿no es así?

Michael, que ahora parecía irritado, dijo:

—Por supuesto que sí. Pero no había nadie más. Solo las cuatro muchachas.

Mientras sucedía todo esto, Albert estaba en la comisaría de Woodend declarando ante un tal Jim Grant, que resultó ser el joven policía que había estado con Bumpher en el colegio Appleyard el domingo por la mañana. A diferencia de Michael, Albert estaba muy acostumbrado a los giros y cambios de significado que puede darle un policía a la observación más inocente, así que se estaba divirtiendo de lo lindo. Además, había coincidido con el joven Grant en una de las peleas de gallos que se celebraban los domingos, así que ya se conocían de manera oficial.

—Ya te lo he dicho, Jim —repetía—: Solo vi a las chicas esa vez.

—¿Le importaría no llamarme Jim cuando estoy de guardia? —le dijo el otro, que había roto a sudar de pura exasperación—. No queda bien, y a los jefes no les gusta. Bueno, veamos… ¿A cuántas niñas vio usted cruzar ese arroyo?

—Está bien, maldito señor Grant. Eran cuatro.

—Tampoco tienes por qué insultarme. Solo estoy cumpliendo con mi deber.

—Supongo que ya sabes —dijo el cochero mientras sacaba una pequeña bolsa de caramelos y empezaba a morder uno con un diente hueco, ostentosamente— que hago esta declaración ante la policía sin cobrar, gratis, y total para nada. Lo hago como un favor, así que no lo olvides, señor Grant.

Jim rechazó la ofrenda de paz en forma de caramelo, y continuó.

—¿Qué hizo usted después de que el señor Fitzhubert comenzara a caminar hacia la Roca?

—El Coronel se despertó y empezó a berrear que era hora de volver a casa, así que tuve que ir a buscar a Michael, y que reviente si no me lo encontré sentado en un tronco, y eso que desde allí ya no podía ver a las chicas.

—¿A qué distancia de la charca quedaría ese tronco?

—Mira, Jim, lo sabes tan bien como yo. La maldita policía y todo el mundo sabe ya el lugar exacto. Se lo mostré al mismo señor Bumpher el domingo.

—Está bien. Solo intento centrar los hechos. Continúe.

—Bueno, pues Michael se subió a ese poni árabe que le presta su tío, y regresamos a la casa de Lake View.

—¡Esa preciosidad! ¡Te digo yo que algunos tienen suerte! Por Dios, Albert, jamás podrías alcanzar al honorable caballero montado en ese caballo… Pero ¡diablos! ¿A quién tengo yo aquí mismo? A alguien que podría conseguir que me lo prestaran un ratito para dejarme ver por Gisborne. No hay nada mejor que ese caballo en ochenta kilómetros a la redonda. También te digo que no hace falta que me dejen la silla ni la brida… Me bastaría con un simple paseíto por la tarde. ¡El Coronel sabe que no se me dan nada mal los caballos!

—Si crees que he venido hasta aquí desde Lake View para conseguirte un paseo en el poni árabe… —dijo Albert levantándose—. ¿No hay más preguntas? Entonces me voy. ¡Muchas gracias!

—¡Eh! ¡Espera un momento! Tengo una más —exclamó Jim, saliéndole al paso justo antes de que se fuera—. Dices que después de que el señor Fitzhubert se montara en ese caballo suyo, se fue a la casa de Lake View detrás de la carreta. ¿Pudiste verle durante todo el camino?

—No tengo ojos en la parte de atrás de la jodida cabeza. Fue detrás de nosotros un rato para que el polvo que levantaba el caballo no nos cayera encima, aunque de vez en cuando iba por delante, siguiendo el sendero. No me fijé mucho, la verdad. Solo me di cuenta de que llegamos todos al mismo tiempo a la puerta principal de Lake View.

—¿Qué hora crees que era?

—Pues en torno a las siete y media. Pensé que la cocinera tendría ya mi cena en el horno.

—Gracias, señor Crundall. —El joven policía cerró su cuaderno de notas y continuó con algunas formalidades—. Esta entrevista se pondrá en su totalidad por escrito, y luego se le mostrará para que dé su conformidad. Ahora puede irse.

El permiso resultaba del todo superfluo: Albert estaba ya deslizando la brida sobre la cabeza de una yegua rojiza que estaba atada en un terreno repleto de tréboles, en el lado opuesto del camino.

Durante tres mañanas consecutivas, el público australiano se dedicó a devorar, junto con los huevos y el beicon del desayuno, los exquisitos detalles acerca de lo que la prensa ya había bautizado como el «Misterio del Colegio». Aunque no se hubiera desvelado ningún otro dato más ni hubieran encontrado nada que se asemejase a una pista, de modo que la situación no había cambiado en absoluto desde que Ben Hussey anunciara la desaparición de las niñas y de su institutriz a última hora del sábado por la noche, los periódicos siguieron alimentando a sus lectores. Y con este fin decidieron hacer el relato más sabroso y añadirle a las columnas del miércoles unas fotografías de la casa solariega del Honorable Michael, Haddingham Hall (incluyendo a sus hermanas, que jugaban con su perro spaniel en la entrada), y, desde luego, de la encantadora Irma Leopold, e ilustraron la información con los supuestos millones que la niña obtendría a la mayoría de edad. Bumpher, sin embargo, no estaba en absoluto contento con todo este asunto. Después de consultar con su amigo el detective Lugg, que tenía su oficina en Russell Street, decidió volver a interrogar a la estudiante Edith Horton, y ver si podía extraerle alguna prueba concreta. Y de ese modo, a las ocho de la mañana del miércoles dieciocho, otro día espléndido que una alegre brisita conseguía hacer más llevadero, llegó en una calesa al colegio Appleyard acompañado del joven Jim, que volvía a estar de servicio. Quería que tanto Edith Horton como la institutriz francesa regresaran al área de picnic junto a Hanging Rock.

La señora Appleyard no pudo oponerse, aunque aquel plan le pareciera vagamente frívolo. La policía, dijo Bumpher, estaba haciendo todo lo posible para aclarar el misterio y en su opinión, y en la del detective Lugg, resultaba del todo esencial que Edith, como testigo clave que era, se enfrentara a la escena de los hechos, para ver si aquello estimulaba su memoria. La directora, consciente de la limitada inteligencia de Edith y también de su ilimitada obstinación, a lo que se podía añadir además una más que posible conmoción cerebral leve, pensaba que la expedición iba a ser una pérdida de tiempo y así se lo hizo saber a Bumpher, quien se mostró en franco desacuerdo. A pesar de tener un estilo bastante poco atractivo, lo cierto era que Bumpher sabía lo que se hacía en su trabajo y gozaba de gran experiencia a la hora de analizar las distintas reacciones de los testigos durante los interrogatorios policiales.

Le dijo:

—Estamos intentando entre todos que esa chica recuerde algo, y tal vez eso haga que se sienta más confusa que nunca. He visto cómo personas atormentadas por recuerdos horribles se convertían en testigos bastante fiables tras regresar, por decirlo de alguna forma, al punto de partida. Veamos si en esta ocasión podemos tomárnoslo con calma…

Y de esta manera, con la idea de propiciar un ambiente relajado, el agente se permitió disfrutar del viaje, con Mademoiselle sentada a su lado, elegante y preciosa bajo un sombrero que le protegía los ojos del sol. Incluso decidió invitarla a un brandy con soda, y a Edith y al joven Jim a unas limonadas, mientras cambiaban de caballo en el hotel de Woodend.

Ahora se hallaban en el área de picnic, en el punto exacto en que Edith y las tres chicas habían cruzado el arroyo la tarde del día de San Valentín, junto a la charca. Justo ante ellos, sobre la cara de Hanging Rock que quedaba iluminada por el sol, las ramas del bosque arrojaban retazos de sombra que avanzaban tenuemente. «Como un encaje de color azul», pensó Mademoiselle, y se preguntó cómo algo tan hermoso podía servir de instrumento del mal.

—¡Veamos, señorita Edith! —El policía se situó a bastante distancia de ella, todo sonrisas y paciencia paternal—. ¿En qué dirección dice usted que echaron a andar el otro día, cuando partieron de este mismo lugar?

—No lo sé. Ya se lo dije antes. Todos los árboles me parecen idénticos.

—Edith, chérie —intervino Mademoiselle—. Tal vez podrías decirle al sargento de qué estabais hablando las cuatro en ese momento… Estoy segura de que estaban charlando, señor Bumpher…

—Perfecto —dijo el policía—. Esa es la idea. Señorita Edith, ¿alguien sugirió en qué dirección había que ir?

—Marion Quade se estaba metiendo conmigo… Marion puede ser muy desagradable a veces. Dijo que esos picos de ahí arriba podían tener hasta un millón de años.

—Los picos. ¿Así que estaban ustedes caminando hacia la cima?

—Sí. Supongo que sí. Los pies me dolían y no presté mucha atención. Yo quería sentarme en un árbol caído en vez de continuar, pero las otras no me dejaron.

Bumpher lanzó una esperanzada mirada a Mademoiselle. Había bastantes troncos y ramas quebradas dispersos por la zona, pero, al menos, un árbol caído era ya algo concreto por donde empezar a buscar.

—Ahora que ha recordado el tronco, señorita Edith, tal vez pueda usted acordarse de algo más. Basta con echar una mirada a su alrededor. Quizá haya algo por aquí que pueda identificar. Los tocones, los helechos, alguna piedra con forma extraña…

—No —dijo Edith—. No veo nada.

—Bueno. No importa —dijo el policía, resuelto a reanudar el ataque una vez hubiera acabado de almorzar—. ¿Dónde le parece bien que nos sentemos para comernos los sándwiches, Mademoiselle?

Jim tuvo que regresar al carro en busca de las cajas en que traían el almuerzo, y acababan de ponerse cómodos sobre la hierba cuando Edith dijo, sin venir a cuento:

—¡Señor Bumpher! Sí que hay una cosa que recuerdo.

—Estupendo. ¿De qué se trata?

—De una nube. Una nube muy curiosa.

—¿Una nube? Muy bien… Lo único que las nubes, lamentablemente, tienen tendencia a moverse por el cielo de un lugar a otro, como ya sabrá.

—Soy perfectamente consciente de ello —respondió Edith con un tono de voz entre mojigato y adulto—. Lo que ocurre es que esta tenía un desagradable color rojo, y lo recuerdo porque miré hacia arriba y la vi entre unas ramas… —Con mucho cuidado le dio un buen mordisco a su sándwich de jamón—. Fue justo después de cruzarme con la señorita McCraw.

Nadie se fijó en cómo caía al suelo el sándwich del propio Bumpher.

—¿La señorita McCraw, dice? ¡Caray! ¡Nunca nos dijo que hubiera visto a la señorita McCraw! Jim, trae tu libreta. No sé si se dará cuenta, señorita Edith, de que lo que acaba de revelarnos es muy importante.

—Por eso lo digo… —respondió Edith con aire de suficiencia.

—¿Cuándo se reunió su profesora con usted y con las otras tres chicas? Por favor, piénselo muy despacio.

—No es mi profesora —dijo Edith, dándole otro mordisco al sándwich—. Mi mamá no quiso que diera matemáticas superiores. Ella dice que el lugar de una muchacha como yo se encuentra en el hogar.

En el rostro de Bumpher apareció una sonrisa burlona que tal vez pretendía ser obsequiosa.

—Pues sí. Una dama muy sensata, su madre… Ahora veamos, por favor. Continuemos con lo de la señorita McCraw. ¿Dónde se encontraba ella cuando la vio de repente? ¿Muy cerca? ¿Muy lejos?

—Parecía estar muy lejos.

—¿A unos cien metros, quizá? ¿A unos cincuenta?

—No lo sé, no se me dan bien los números. Ya le he dicho que solo la vi a lo lejos, entre los árboles. Yo bajaba corriendo hacia el arroyo…

—Bajaba usted corriendo cuesta abajo, naturalmente.

—Naturalmente.

—Y la señorita McCraw iba cuesta arriba, en dirección opuesta. ¿Cierto?

Para su consternación, su testigo había empezado a encorvarse y a reírse tontamente.

—¡Dios mío! ¡Iba tan graciosa!

—¿Por qué? —preguntó Bumpher—. Anota todo esto, Jim. ¿Qué le pareció tan gracioso?

—Prefiero no decirlo…

—Dínoslo, Edith —intentó convencerla Mademoiselle—. Estás dándole al señor Bumpher una información valiosísima.

—La falda —dijo Edith mientras se tapaba la boca con uno de los picos de su pañuelo.

—¿Qué pasa con la falda?

Edith se estaba riendo de nuevo.

—Es algo demasiado grosero para decirlo en voz alta delante de los hombres.

Bumpher se inclinó hacia ella como si sus penetrantes ojos azules pudieran perforar un agujero por las distintas capas de su cerebro.

—No se preocupe por mí. Tengo la suficiente edad para ser su padre. ¿Comprende?

Edith le susurró algo a Mademoiselle, cuyo pequeño y rosado rostro se mostraba muy atento.

—Dice, agente, que la señorita McCraw no llevaba falda. Solo les pantalons.

—Los calzones —le aclaró el policía al joven Jim, con afán didáctico—. Veamos, señorita Edith. ¿Está usted segura de que la mujer a la que vio en la distancia, caminando cuesta arriba entre los árboles, era en realidad la señorita McCraw?

—Vaya que si estoy segura.

—¿No era un poco difícil reconocerla, sin su vestido?

—No, en absoluto. Ninguna de las otras profesoras tiene una estructura corporal tan peculiar. En una ocasión, Irma Leopold me dijo: «¡La McCraw es clavadita a una plancha de hierro!».

Y esa fue la última información, y la única, que pudieron sacarle a Edith Horton durante ese miércoles, dieciocho de febrero, o en cualquier otro momento posterior.

Tan pronto como el vehículo de la policía giró en el sendero para salir de nuevo a la carretera, la señora Appleyard cerró la puerta de su estudio y se sentó resueltamente en su escritorio. Aquella manera de proceder se estaba empezando a convertir en un hábito. Mientras se dedicaba a sus cosas, muy recta y reservada, aparentemente imperturbable, se daba perfecta cuenta de que había un murmullo creciente de voces críticas procedentes del mundo que quedaba más allá de los muros del colegio. Eran las voces de los cascarrabias, de los clérigos, de los clarividentes, de los periodistas, de los amigos, de los parientes, de los propios padres… Por supuesto, las peores eran las de los padres. Difícilmente podía arrojar sus cartas a la papelera como hacía con las que se ofrecían para encontrar a las niñas desaparecidas con algún tipo de imán patentado, y que incluían sobres franqueados para la respuesta. El sentido común le indicaba que resultaba bastante razonable que un padre escribiera al colegio para solicitar más información junto con una buena dosis de tranquilidad, y que lo hicieran incluso aquellos padres cuyas hijas habían regresado del picnic sanas y salvas. Pero eran esas cartas las que más le indignaban y las que lograban que se mantuviera encadenada a su escritorio durante horas. Una palabra indiscreta dirigida a una madre exaltada podía, a esas alturas, desatar una auténtica conflagración de mentiras y rumores, que ella no podría apagar ni con cientos de mangueras que expulsaran las heladas aguas de la verdad.

La tarea de la señora Appleyard para esa mañana consistía en hacer algo mucho más odioso e infinitamente más peligroso: debía escribir a los padres de Miranda e Irma Leopold, y al tutor legal de Marion Quade, para informarles de que las tres niñas y una institutriz habían desaparecido misteriosamente en Hanging Rock. Por suerte —o tal vez por desgracia— ninguna de las tres cartas llegaría a su destino sin sufrir una demora considerable. Y tampoco, por razones que se revelarán de inmediato, ninguno de sus destinatarios podía tener acceso a las noticias publicadas acerca del Misterio del Colegio. Una vez más, sus pensamientos regresaron a la mañana del día que eligieron para el picnic. De nuevo vio ante ella las ordenadas filas de las niñas con sus sombreros y sus guantes, y a las dos señoritas manteniendo sobre ellas un control absoluto. Nuevamente escuchó sus propias y breves palabras de despedida en el porche, sus avisos acerca de las serpientes y los peligrosos insectos. ¡Insectos! ¡Santo cielo! ¿Qué fue lo que pudo ocurrir durante aquella tarde de sábado? ¿Y por qué, por qué, por qué les tuvo que suceder justamente a tres niñas del último curso, tan valiosas para el prestigio y la posición social del colegio Appleyard? Marion Quade, una estudiante brillante, aunque no fuera rica como las otras dos muchachas, podía resultar esencial para apuntalar los laureles académicos del colegio, algo que, a su manera, era casi tan importante como el patrimonio económico. ¿Por qué no pudo ser Edith la que desapareciera, o incluso esa pequeña insignificancia de Blanche, o la misma Sara Waybourne? Como de costumbre, el mero hecho de pensar en Sara Waybourne consiguió exasperarla. Esos ojos abiertos como platos, y esa manera de parecer siempre tan crítica, aunque no dijera nada, que resultaba intolerable en una niña de trece años. Sin embargo, jamás se había producido demora alguna en el pago de las tasas de Sara, de lo que se encargaba un tutor de edad avanzada, cuya dirección privada no sería divulgada jamás. Era alguien muy discreto y elegante… «Un caballero, obviamente», habría dicho su Arthur.

El recuerdo de Arthur de pie, a su lado, en el mismo lugar en que se solía situar a menudo mientras ella se encargaba de una carta difícil, hizo que el elegante tutor desapareciera de su cabeza. Todo aquello no la llevaría a ningún sitio. Con algo parecido a un gemido, tomó una fina pluma con la punta de acero y comenzó a escribir. En primer lugar, a los Leopold, sin duda los padres más imponentes de todos los registrados en el colegio: eran fabulosamente ricos y frecuentaban los mejores círculos de la sociedad internacional, pero ahora se hallaban en la India, donde el señor Leopold estaba comprándole unos caballos de polo a un rajá de Bengala. Según la última carta que había recibido Irma, sus padres estarían en ese momento en alguna parte del Himalaya, en una delirante expedición con elefantes y palanquines y tiendas de campaña con bordados de seda; por tanto, su dirección resultaría, al menos durante quince días, desconocida. Por fin terminó la carta como quería: con frases que conjugaban juiciosamente aflicción y sentido común. Decidió no poner en ella demasiado desconsuelo, no fuera a ser que cuando llegara a su destino todo aquel maldito asunto hubiera quedado ya satisfactoriamente resuelto, e Irma estuviera de nuevo en el colegio. También le había supuesto un problema decidir si procedía o no tratar el tema del rastreador negro y del sabueso… Casi podía oír cómo Arthur le decía: «Magistral, querida. Magistral». Y sabiendo qué se proponía conseguir con aquella carta, podemos estar seguros de que lo era.

A continuación, y en orden de precedencia, venían la madre y el padre de Miranda, propietarios de extensas explotaciones de ganado en las remotas regiones rurales del norte de Queensland. No pertenecían del todo a la clase de los millonarios, pero sí que se habían asentado en una cómoda situación de sólida riqueza y bienestar como miembros de una de las más famosas familias de pioneros australianos. Eran padres ejemplares, en los que se podía confiar ciegamente, y no montarían un escándalo por una tontería cualquiera, como perder un tren o que se declarara una epidemia de sarampión en el colegio. Aunque en una situación tan absurda como la presente, resultaban tan impredecibles como cualquier otra familia. Miranda era su única hija, la mayor de cinco hermanos, y, bueno, la señora Appleyard estaba al tanto de que además era la niña de sus ojos. Toda la familia había pasado las vacaciones de Navidad en St. Kilda, pero habían regresado a su lujoso aislamiento de Goonawingi el mes anterior. Miranda había comentado hacía unos días que el correo solo llegaba a Goonawingi cuando les acercaban los suministros, en ocasiones una vez cada cuatro o cinco semanas. No obstante, pensó la directora mientras chupaba la pluma, nunca se sabe. Algún visitante entrometido podría llegar cabalgando con la prensa y descubrir todo el pastel. Como se habrá observado, la señora Appleyard no era especialmente propensa al sentimentalismo, y, sin embargo, esa fue la carta más difícil que tuvo que escribir en toda su vida. Mientras pegaba la solapa del sobre, sentía que las páginas de apretada escritura que contenía se proclamaban a sí mismas como las mensajeras de la fatalidad. Se encogió de hombros: «Me estoy volviendo bastante imaginativa», y tomó un trago o dos del brandy que guardaba en el armario bajo que había detrás del escritorio.

El tutor legal de Marion Quade era un abogado de familia que solía mantenerse al margen de todo, salvo en lo que se refería al pago de las tasas de Marion. Por fortuna, en la actualidad se encontraba en Nueva Zelanda, perdido en un lago inaccesible al que al parecer había ido a pescar. Marion, por lo que había podido escuchar la señora Appleyard, solía emplear el término «viejo chocho» cuando hablaba de su tutor. Y ella, con la ferviente esperanza de que el abogado estuviera a la altura de su reputación y dejara las cosas según estaban hasta que se descubrieran más datos, firmó y selló la carta. Finalmente, escribió otra para el octogenario padre de Greta McCraw, que vivía con la única compañía de su perro y su Biblia en una remota isla de las Hébridas. Era poco probable que el anciano diera problemas o, incluso, que quisiera ponerse en contacto con ella, dado que no le había escrito una sola línea a su hija desde que esta llegara a Australia a la tierna edad de dieciocho años. Les puso los sellos a las cuatro cartas y las dejó sobre la mesa de la entrada para que Tom las mandara en el tren correo de esa misma noche.