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Hacia las cuatro de la tarde la señora Appleyard se despertó en el sofá del salón tras una larga siesta. Era un lujo que no podía permitirse todos los días. Había estado soñando, como hacía a menudo, con su difunto esposo. En esta ocasión, ambos caminaban por el paseo marítimo de Bournemouth, donde podían ver amarrados unos botes de pesca y una serie de embarcaciones de recreo.

—Salgamos a navegar, querida —decía Arthur. Y comenzaban a moverse agitadamente sobre las olas en una cama con dosel—. Nademos —decía Arthur. Y, tomándola del brazo, se zambullía en el mar. Para su sorpresa y regocijo, se dio cuenta de que nadaba muy bien, y de que podía surcar las aguas como un pez, sin necesidad de utilizar las piernas o los brazos. Por fin alcanzaron de nuevo la cama con dosel, y empezaban a subir a bordo cuando el sonido de la cortadora de césped que Whitehead estaba utilizando debajo de la ventana puso fin a aquel delicioso sueño. ¡Cuánto le habría encantado a Arthur vivir en el colegio Appleyard, con todos sus pequeños y respetables lujos! La señora Appleyard recordaba con complacencia cómo su marido solía decir de ella que era su genio financiero. Y lo cierto era que el colegio estaba dando ya unos sustanciosos beneficios… Unos minutos más tarde, aún con el mejor de los ánimos y decidida a ser misericordiosa durante esa tarde festiva tan agradable, se hallaba ante la puerta del aula.

—Bien, Sara, espero que se haya aprendido el poema. Entonces podrá salir al jardín y pasar allí lo que queda de tarde. Minnie le llevará un poco de té y de pastel.

La escuálida niña de ojos inmensos, que se había levantado de la mesa como impulsada por un resorte en cuanto entró la directora, ahora se balanceaba inquieta, cargando el peso de su delgado cuerpo, de forma alternativa, sobre una pierna primero, sobre la otra después. No llevaba zapatos, y todo lo que usaba para cubrirse los pies era un par de calcetines de color negro.

—¿Y bien? Póngase derecha al responder, por favor, y eche los hombros hacia atrás. Se está encorvando usted de una manera horrible. Veamos, ¿sabe ya los versos de memoria?

—No sirve de nada, señora Appleyard. No puedo aprenderlos.

—¿Qué quiere decir con que no puede? Ha estado usted aquí sola con su libro de lectura desde el almuerzo.

—Lo he intentado —dijo la niña, pasándose una mano por los ojos—. Pero es tan tonto… Quiero decir que si tuviera algún sentido podría aprenderlo con más facilidad.

—¿Sentido? ¡Pequeña ignorante! Es evidente que no está al tanto de que la señora Felicia Hemans[6] es una de nuestras mejores poetas en lengua inglesa.

Sara hizo una mueca de incredulidad ante el hipotético genio de la señora Hemans. Era una niña difícil y obstinada.

—Sé de memoria otro poema. Y tiene muchos versos. Muchos más que «El Hesperus». ¿Serviría con eso?

—Mmm… ¿Cómo se titula ese poema?

—«Oda a San Valentín». —Por un instante, el pequeño y alargado rostro se iluminó, y la niña pareció casi hermosa.

—No estoy familiarizada con él —dijo la directora con la debida precaución. (En su quehacer, una nunca era lo suficientemente cuidadosa; había tantas citas que de repente resultaban ser de Tennyson o de Shakespeare…)—. ¿Dónde la encontró, Sara, esta… oda?

—No la encontré. La escribí yo, señora.

—¿Así que la escribió usted? No, no quiero oírla, gracias. Por extraño que parezca, prefiero la obra de la señora Hemans. Entrégueme su libro y proceda a recitar hasta el verso que haya aprendido.

—Ya le he dicho que no puedo aprender esas cosas tan tontas; no podría ni aunque estuviera aquí sentada durante toda una semana.

—Entonces tendrá usted que seguir intentándolo —dijo la directora mientras le devolvía su libro de lectura aparentando tranquilidad y buen juicio, pero secretamente harta del comportamiento de aquella niña huraña que apretaba los labios con fuerza—. Ahora me dispongo a salir, Sara, y espero que se sepa el texto al dedillo cuando dentro de media hora le pida a la señorita Lumley que venga a verla. De lo contrario, me temo que tendré que enviarla a la cama y no podrá esperar a que lleguen las demás niñas para cenar con ellas.

La puerta del aula se cerró, la llave giró en la cerradura, y la odiosa señora Appleyard desapareció de la habitación.

En el exterior, en el alegre y verde jardín que quedaba más allá de la ventana del aula, el arriate de dalias resplandecía como si estuviera ardiendo bajo el tardío sol del atardecer. En Hanging Rock, Mademoiselle y Miranda estarían sirviéndose el té bajo los árboles… Dejando que su apesadumbrada cabeza descansara sobre la tapa del pupitre que estaba manchada de tinta, la niña Sara estalló en salvajes y enojados sollozos.

—La odio… Cómo la odio… ¡Oh, Bertie, Bertie! ¿Dónde te has metido? ¡Por Dios! ¿Dónde? Si realmente estás viendo los gorriones caer, como dice la Biblia[7], ¿por qué no bajas y me llevas contigo? Miranda dice que no debo odiar a las personas, aunque sean malas. Pero no puedo evitarlo, querida Miranda… ¡La odio! ¡La odio!

Se produjo una curiosa estridencia en el movimiento que, desde el escritorio y hasta las tablas del suelo, ejecutó la señora Hemans al volar a toda velocidad hacia la puerta cerrada con llave.

El sol se había puesto detrás de la torre del colegio, en una hoguera de inmoderados rosas y naranjas. La señora Appleyard disfrutó de una suculenta cena que le llevaron a su estudio en una bandeja: pollo frío, queso Stilton y mousse de chocolate. Las comidas en el colegio eran siempre excelentes. Sara se fue a la cama con los ojos secos y sin mostrar una pizca de arrepentimiento, tras tomar un plato de cordero frío y un vaso de leche. La cocinera y un par de sirvientas jugaban a las cartas en la cocina, sentadas a la mesa de madera bien fregada, bajo la luz de la lámpara, y con sus cofias y delantales puestos, preparadas para el regreso inminente de las excursionistas.

Poco a poco, la noche fue haciéndose más oscura y densa. La gran mansión, casi vacía, permanecía por una vez en silencio, plagada de sombras, incluso después de que Minnie encendiera las lámparas de la escalera de cedro en la que Venus, con una mano estratégicamente colocada sobre su vientre de mármol, miraba por la ventana del rellano hacia su planeta homónimo, por encima del césped sumido en la oscuridad. Habían pasado unos minutos de las ocho. La señora Appleyard hacía solitarios en su estudio, siempre atenta al sonido del coche que podría llegar en cualquier momento por el camino de grava, y decidida a pedirle al señor Hussey que entrara a tomar una copa de brandy… Todavía quedaba bastante en la licorera que emplearon cuando el obispo de Bendigo almorzó en el colegio.

El señor Hussey, después de varios años de experiencia, había demostrado ser siempre tan puntual y digno de confianza, que, cuando el reloj de pared de las escaleras dio las ocho y media, la directora se levantó de la mesa de juego y tiró del cordón de terciopelo de su campana personal, que comenzó a tintinear con fuerza en la cocina. Minnie respondió inmediatamente y llegó con el rostro bastante enrojecido. Se situó junto a la puerta, a una respetuosa distancia de la señora Appleyard, quien observó con desaprobación que llevaba la cofia torcida.

—¿Está Tom todavía por aquí, Minnie?

—No lo sé, señora. Le preguntaré a la cocinera —dijo Minnie, que había visto por última vez a su adorado Tom hacía media hora, tendido en calzoncillos sobre la cama baja de su habitación del ático.

—Bueno, pues a ver si le encuentra. Y le dice que venga en cuanto le vea.

Después de jugar dos o tres partidas más de Miss Milligan[8], la señora Appleyard, que normalmente no se permitía hacer trampas en el solitario, se adjudicó deliberadamente la sota de corazones que necesitaba, y salió a la zona de grava que quedaba delante del porche, donde un farol de queroseno encendido colgaba de una cadena de metal. Los tejados de pizarra del colegio, recortados sobre un despejado cielo azul oscuro, relucían como la plata. En una de las habitaciones del piso superior brillaba una solitaria luz tras una persiana subida. Era Dora Lumley, que leía en su cama en su día libre.

El aroma de las plantas y de las petunias bañadas por el sol resultaba embriagador en aquella noche sin viento. Al menos el clima era apacible, y el señor Hussey un conductor de acreditada fama. En cualquier caso, deseaba que alguien encontrara al joven Tom, aunque solo fuera para que él le manifestara, haciendo gala de su sentido común irlandés, que no había nada de qué preocuparse por el hecho de que el coche llevara ya casi una hora de retraso. Regresó al estudio y empezó otro solitario, aunque se levantó casi de inmediato para comparar la hora que marcaba su reloj de oro con la del reloj del pasillo. Cuando dieron las nueve y media, llamó a Minnie de nuevo, y esta le informó de que Tom estaba tomando un baño caliente en la cochera y que iría inmediatamente. Pasaron otros diez minutos, que se le hicieron eternos.

Por fin llegó hasta ella el golpeteo de unos cascos sobre el camino. Estarían aproximadamente a un kilómetro de distancia… Ahora cruzaban el sumidero… Podía ver cómo se agitaban las luces entre los oscuros árboles. Un coro de voces ebrias se acercaba a medida que el vehículo ganaba velocidad al afrontar el camino y pasar por delante de las puertas del colegio a un trote ligero: se trataba de un montón de juerguistas que regresaban de Woodend. En ese mismo instante, Tom, que también les había oído llegar, se presentó en zapatillas de felpa y con una camisa limpia, y se colocó al lado de la puerta abierta. Si había alguien a quien la señora Appleyard apreciara en aquel lugar, ese era Tom, el irlandés de ojos chispeantes. Daba lo mismo lo que le pidiera, vaciar el cubo de los cerdos, tocar una melodía con la armónica para las sirvientas, acercar a la señorita de dibujo a la estación de Woodend… A Tom todo le parecía bien.

—¿Sí, señora? Por lo que Minnie me ha dicho, creo que quería usted preguntarme algo.

A la luz carente de sombras del porche, las hundidas mejillas de Tom tenían el color del sebo.

—Tom —dijo la señora Appleyard mirándole directamente a la cara, como si pretendiera arrancarle una respuesta con sus ojos escrutadores—. ¿Se da usted cuenta de que el señor Hussey llega escandalosamente tarde?

—¡No me diga, señora!

—Me dio su palabra esta mañana de que estarían de vuelta antes de las ocho. Y son las diez y media. ¿Cuánto tiempo diría usted que se tarda en llegar hasta aquí desde Hanging Rock?

—Hay una buena distancia.

—Piénselo con cuidado, por favor. Usted está familiarizado con los caminos de la zona.

—Si dijéramos que unas tres o tres horas y media no andaríamos muy descaminados.

—Exacto. La intención de Hussey era salir del área de picnic poco después de las cuatro. Justo después del té. —La modulada voz de la directora se hizo un tanto estridente—. ¡No se quede ahí, mirándome boquiabierto como un idiota! ¿Qué cree usted que ha podido pasar?

Tom resultaba tranquilizador gracias al cadencioso sonsonete irlandés que retumbaba en muchos corazones femeninos, por no hablar del de su Minnie. Además, si el consternado rostro de la directora hubiera sido razonablemente digno de ser besado, hasta se podría haber atrevido a plantar sus conciliadores labios en aquella fláccida mejilla que estaba tan desagradablemente cerca de su nariz recién lavada.

—No se aflija, señora. Lleva cinco magníficos caballos, y es el mejor cochero de este lado de Bendigo.

—¿Cree que no lo sé? La cuestión es… ¿Habrán tenido un accidente?

—¿Un accidente, señora? Bueno, yo ni siquiera me atrevería a pensar en algo así, con una noche tan buena como esta…

—¡Entonces es usted más tonto de lo que pensaba! Yo no sé nada de caballos, pero sí sé que pueden desbocarse. ¿Me oye, Tom? ¡Los caballos pueden desbocarse! ¡Por el amor de Dios, diga algo!

Una cosa era estar en la cocina y engatusar a las sirvientas, y otra muy distinta verse allí, en el porche delantero, junto a la directora que le vigilaba por duplicado: una en carne mortal, y otra desde la alargada y oscura sombra que se extendía tras ella, hasta trepar por la pared… («Parecía estar dispuesta a engullirme», le diría después a Minnie. «Y lo peor de todo es que tenía el presentimiento de que la pobre criatura estaba en lo cierto»). Con enorme audacia, colocó una mano sobre una de sus muñecas, revestida de seda gris y adornada con una gruesa pulsera de la que colgaba un corazón escarlata.

—Quizá quiera usted entrar y sentarse un ratito. Minnie le traerá una taza de té…

—¡Escuche! ¿Qué es eso? ¡Alabado sea Dios! ¡Puedo escuchar sus voces!

¡Por fin! Sonaban los cascos sobre el camino. Por fin las dos luces que avanzaban hacia ellos, y el bendito chirrido que hicieron las ruedas cuando el coche se detuvo lentamente a las puertas del colegio.

—¡So, Sailor…! ¡Duquesa! Quieta…

El señor Hussey les hablaba a sus caballos con una voz tan ronca que resultaba casi irreconocible. Las pasajeras comenzaron a salir de una en una por la oscura boca del coche, y se fueron haciendo visibles bajo la luz que las lámparas del carruaje arrojaban sobre el camino de grava. Algunas lloraban, otras iban casi dormidas, y todas sin excepción se habían quitado el sombrero e iban despeinadas. Descompuestas. Tom se había lanzado hacia el camino en cuanto comprobó que el coche, efectivamente, se estaba aproximando, y dejó sola a la directora en el porche, a ver si dejaba de temblar y adoptaba de nuevo un porte dominante. La primera en subir los pequeños escalones y aproximarse a ella fue la francesa. Avanzaba torpemente y parecía lívida bajo la débil luz.

—¡Mademoiselle! ¿Qué significa todo esto?

—Señora Appleyard. Ha sucedido algo terrible…

—¿Un accidente? ¡Hable! ¡Quiero la verdad!

—Es todo tan espantoso… No sé cómo empezar.

—Cálmese. No nos servirá de nada que le dé un ataque de histeria… ¿Y, dónde, por el amor de Dios, está la señorita McCraw?

—La dejamos allí… en la Roca.

—¿Qué la dejaron allí? ¿Es que la señorita McCraw ha perdido la razón?

El señor Hussey fue abriéndose paso entre las muchachas. Todas lloraban con los ojos desorbitados.

—Señora Appleyard, ¿puedo hablar con usted a solas…? Creo que la señorita francesa se va a desmayar de un momento a otro.

Estaba en lo cierto. Mademoiselle, agotada por la incertidumbre y las tensiones del día, se derrumbó tras perder el conocimiento en la alfombra del pasillo. Minnie y la cocinera, que hacía tiempo que se habían quitado las cofias y los delantales para sumirse en un sueño intranquilo, llegaron corriendo desde las habitaciones del servicio, a través de la puerta cubierta con una cortina de paño que había bajo las escaleras. La señorita Lumley, con una bata color púrpura y unos papillotes, estaba parada en un escalón con una vela encendida en la mano. Trajeron las sales para Mademoiselle y una botella de brandy, y, con la ayuda de Tom, llevaron a la institutriz a su habitación.

—¡Oh! Pobrecitas… —dijo la cocinera—. Parecen agotadas. ¿Qué habrá sucedido? Rápido, Minnie. No te molestes en preguntarle a la señora. Les daremos a todas un poco de sopa caliente.

—Señorita Lumley… Lleve a estas niñas a la cama inmediatamente. Minnie la ayudará… Por favor, señor Hussey…

La puerta del salón de la señora Appleyard se cerró tras su amplia espalda, aún magníficamente erguida a pesar de lo cansada que pudiera estar.

—Si me permite un trago, señora, antes de empezar.

—Por supuesto. Ya veo que está usted agotado… Bien, ahora cuénteme lo que ha sucedido tan breve y llanamente como le sea posible.

—Dios mío, señora, si pudiera explicárselo… Verá. Eso es lo peor de todo… ¡Nadie sabe lo que ha pasado! Lo cierto es que tres de sus niñas y la señorita McCraw se han perdido en la Roca…

EXTRACTO DE LA HISTORIA DE BEN HUSSEY, TAL Y COMO SE LA CONTÓ AL AGENTE BUMPHER DE WOODEND, DURANTE LA MAÑANA DEL DOMINGO QUINCE DE FEBRERO, EN LA COMISARÍA DE POLICÍA:

Después de que las dos profesoras y yo mismo nos diéramos cuenta de que nadie en nuestro grupo sabía qué hora era exactamente, dado que tanto mi reloj como el de la señorita McCraw se habían detenido durante el viaje de ida, acordamos que saldríamos del área de picnic tan pronto como resultara apropiado una vez terminado el almuerzo, ya que la señora Appleyard nos esperaba de vuelta en el colegio, a más tardar, a las ocho. La dama francesa decidió que debíamos tomar algo de té y un pedazo de pastel después de que los caballos tuvieran los arneses puestos, ya que nos esperaba un viaje de regreso bastante largo. Yo diría que por entonces serían más o menos las tres y media, a juzgar por la forma en que las sombras se movían sobre la Roca.

Cuando el agua comenzó a hervir en los cazos, fui a decirles a las dos damas que el té estaba listo. Pues bien, la profesora de más edad, que estaba leyendo sentada debajo de un árbol cuando la vi por última vez, ya no estaba allí. De hecho, no volví a verla. La dama francesa parecía muy preocupada, y me preguntó si había visto irse a la señorita McCraw, y le dije que no. Ella me contó:

Ninguna de las niñas ha visto en qué dirección se ha ido. No puedo entender que no haya vuelto ya. La señorita McCraw es una mujer tan puntual…

Le pregunté si todas las niñas estaban preparadas para partir. Y ella me dijo:

Todas excepto cuatro. Les di permiso para que fueran a dar un breve paseo por el arroyo, a fin de obtener una perspectiva más cercana de Hanging Rock. Menos Edith Horton, todas son niñas del último curso, y se puede confiar en ellas.

Las tres niñas desaparecidas habían viajado a mi lado, sentadas en la caja, hasta el lugar donde almorzamos. Yo las conocía bastante bien. Eran la señorita Miranda (desconozco su apellido, nunca me lo dijeron), además de la señorita Irma Leopold y la señorita Marion Quade.

No puede decirse que estuviera muy preocupado todavía, solo un poco molesto por el hecho de tener que retrasar el regreso. Conozco bastante bien el lugar, y no tardé en organizar a las chicas para que comenzaran a buscar de dos en dos a las otras, sobre todo por la zona del arroyo. Avanzaban gritando los nombres de sus compañeras, empleando las manos a modo de altavoz. Habría pasado cerca de una hora, cuando la joven Edith Horton salió corriendo de la maleza cerca del pie sudoccidental de la Roca, llorando y riendo al mismo tiempo, y con el vestido hecho jirones. Pensé que le iba a dar un ataque de histeria. Señalaba en dirección a la Roca y nos decía que había dejado a las otras tres niñas «en algún lugar allá arriba», pero parecía no tener ni idea de en qué sitio exactamente. Le pedimos una y otra vez que tratara de recordar qué itinerario habían seguido, pero todo lo que pudimos sacarle era que se había asustado mucho y que había bajado corriendo hasta encontrarnos. Afortunadamente, siempre viajo con un poco de brandy en mi petaca. Así que le dimos un poco, la envolvimos en el abrigo que suelo ponerme para conducir, y la señorita Rosamund (una de las chicas mayores) se la llevó para que se acostara en el coche, mientras nosotros continuábamos buscando a sus compañeras. Reuní a todas las niñas, las conté, y en esta ocasión fuimos algo más lejos. Justo hasta el pie de la Roca, en la cara sur. Tratamos de encontrar el rastro que hubiera dejado la propia Edith Horton, pero cualquier pista había desaparecido casi de inmediato, dado que estábamos sobre un suelo pedregoso. Sin una lente de aumento resultaba imposible encontrar nada que pudiera parecerse a una huella. Con la única excepción de unos pocos metros de vegetación, justo en el lugar por el que Edith había salido a campo abierto para comenzar a correr hacia el lugar en que nos encontrábamos nosotros, junto al arroyo, nadie parecía haber movido siquiera un matorral. Por si volvíamos después, marcamos el claro que se abría entre esos árboles con unos palos. Mientras tanto, dos de las niñas mayores siguieron el curso del arroyo con la intención de preguntarles a los miembros de otro grupo que ya estaba allí por la mañana, antes de que nosotros llegáramos. Pero habían apagado el fuego y se habían marchado ya, seguramente mientras yo estaba atendiendo a los caballos. Eran cuatro personas, y llevaban una carreta. Creo que se trataba del Coronel Fitzhubert, pero en realidad no llegué a ver a nadie con quien hablar. Varias niñas dijeron que habían visto cómo la carreta se marchaba a primera hora de la tarde, y que un joven iba detrás a lomos de un poni árabe de color blanco. Pasamos horas buscando y llamando a las niñas a gritos. A mí me parecía increíble que tres o cuatro personas tan sensatas pudieran desaparecer tan rápido en un área como aquella, relativamente pequeña, sin dejar ni rastro. Todavía estoy tan desconcertado como lo estaba ayer por la tarde.

Dado que incluso los niveles más bajos y más accesibles de la Roca son enormemente traicioneros, sobre todo para unas niñas como ellas, sin experiencia y con largos vestidos de verano, tenía miedo de no poder vigilarlas, no fueran a perderse entre todos aquellos huecos y precipicios. Que yo sepa, solo existe un sendero que conduce a la cumbre, pero se encuentra cubierto de maleza, por lo que no resulta muy probable que las niñas desaparecidas subieran por ahí. De todas maneras, decidí inspeccionar a fondo el lugar donde comienza ese sendero. No había señal alguna de maleza aplastada, ni tampoco huellas. Ni allí ni en ningún otro sitio.

Cada vez era más tarde y el cielo se iba poniendo más y más oscuro. No había manera de saber qué hora era, y todo lo que podíamos hacer era contemplar cómo se iba ocultando el sol. Encendimos unas hogueras a lo largo del arroyo, de tal manera que cualquier persona que estuviera a ese lado de la Roca pudiera verlas desde distintos ángulos. También seguimos llamándolas tan alto como nos era posible, de manera individual y todos juntos. Agarré los dos cazos donde había hecho el té y empecé a golpearlos con la palanca que guardo en el coche para las emergencias.

En esos momentos, la dama francesa y yo ya no sabíamos qué más hacer, si regresar a Woodend e informar de lo que había sucedido, o seguir buscando. Solo teníamos las dos lámparas de aceite del coche y mi farol, y los habíamos encendido en un área de pocos metros cuadrados. Si las personas desaparecidas estaban todavía en algún lugar de la Roca, cosa que yo ya empezaba a dudar, sin duda correrían un grave peligro cuando anocheciera por completo, puesto que no llevaban cerillas. A no ser que tuvieran la sensatez de quedarse juntas en una cueva hasta que amaneciera. La dama francesa y algunas niñas estaban empezando a ponerse histéricas, lo que no era de extrañar. Ninguno de nosotros había vuelto a tomar siquiera una taza de té desde la hora del almuerzo. Estábamos demasiado preocupados para pensar en esas cosas. Tomamos un poco de limonada y unas cuantas galletas, y decidí que lo mejor que podía hacer era traer a las niñas de vuelta al colegio, y dejar de buscar por esa noche.

Sinceramente, no sé si actué de manera correcta o no. Pero asumo cualquier responsabilidad derivada de aquella decisión. Creo que conozco bastante bien a las tres niñas desaparecidas, y pensé que, a menos que las tres hubieran sufrido un accidente, lo que me parecía poco probable, la señorita Miranda, que está muy acostumbrada a moverse por el monte, habría mantenido la cabeza en su sitio y podría encontrar un lugar seguro en el que refugiarse para pasar la noche. En cuanto a la maestra, espero por su propio bien que no esté vagando sin rumbo ella sola. El conocimiento de la aritmética no suele ser de mucha utilidad cuando uno se pierde en el monte.

Después de detenernos en la comisaría de Woodend, de camino a casa, y de haber informado brevemente al oficial de guardia de lo que había ocurrido en Hanging Rock, nos dirigimos al colegio Appleyard sin más demora. Olvidé mencionar que revisé con mucho cuidado los baños públicos (el de las damas y el de los caballeros) que están situados en el área de picnic, a medio camino entre el arroyo y el pie de la Roca. Pero allí no había ninguna huella de las alumnas, ni ningún otro indicio de que alguien los hubiera usado recientemente.