Apenas habían dejado atrás el arroyo cuando, claramente visible más allá de una ladera que aparecía cubierta de hierba baja, se elevó ante sus ojos la increíble mole de Hanging Rock. Miranda fue la primera en verla.
—¡No! ¡No, Edith! ¡No te mires las botas! ¡Mira allá arriba! ¡Al cielo!
Más tarde, Mike recordaría cómo Miranda se había detenido un instante para volver la cabeza y hablar por encima del hombro con la chica más gorda y pequeña, que caminaba penosamente a cierta distancia de las demás.
El impacto que sufrieron al ver aquellos elevados picos suspendidos sobre sus cabezas hizo que cayeran en un silencio tan profundamente impregnado de aquella poderosa presencia que incluso Edith se quedó sin habla. El espléndido espectáculo quedaba brillantemente iluminado para que las cuatro niñas pudieran llevar a cabo una inspección detallada, como si se hubiera celebrado un acuerdo especial entre el firmamento y la directora del colegio Appleyard. En la abrupta cara sur, el juego de luces doradas y sombras de un oscuro violeta dejaba adivinar la intrincada construcción que se alzaba a base de largas losas verticales: algunas suaves como lápidas gigantes; otras acanaladas y estriadas gracias a la prehistórica labor arquitectónica del viento y el agua, el hielo y el fuego. Enormes rocas, originariamente arrojadas al rojo vivo desde las entrañas de una tierra en ebullición, descansaban ahora, frías y redondeadas, a la sombra del bosque.
El ojo humano era lamentablemente incapaz de abarcar tan monumentales configuraciones de la naturaleza. De todas las maravillas que se desplegaban ante ellas en Hanging Rock, ¿qué cantidad quedaría retenida en su retina y cuántos detalles se perderían para siempre? ¿Cuánto podían ver realmente aquellos estáticos cuatro pares de ojos, y cuánto podían atesorar del prodigio que estaban contemplando? ¿Advertiría Marion Quade cómo los salientes horizontales se entrecruzaban con los verticales del dibujo principal, cuya formación geológica debían memorizar para la redacción del lunes? ¿Era Edith consciente de los cientos de frágiles flores en forma de estrella que yacían aplastadas bajo sus botas de excursionista, mientras Irma captaba el destello escarlata del ala de un loro, e imaginaba que se trataba de una llama ardiendo entre las hojas? Y Miranda, cuyos pies parecían decidir por sí mismos el camino a través de los helechos mientras elevaba la cabeza hacia los brillantes picos, ¿había comenzado ya a sentirse algo más que una mera espectadora boquiabierta en el transcurso de una pantomima navideña? Comenzaron a avanzar en silencio hacia las laderas más bajas, en fila india, cada una encerrada en su mundo particular de percepciones propias, sin advertir las presiones y tensiones que se producían en la masa fundida que mantenía a la Roca anclada a la tierra gimiente; ni sus crujidos y agitaciones; ni el movimiento de los erráticos vientos y corrientes que solo conocían los pequeños y prudentes murciélagos que colgaban boca abajo en el interior de sus húmedas cuevas. Ninguna vio ni escuchó cómo se arrastraba la serpiente con sus giros cobrizos entre las piedras que se alzaban ante ellas. Ni la huida despavorida de arañas, gusanos y cochinillas, que emprendían el éxodo desde las hojas y los pedazos de corteza podrida. No había caminos previamente trazados en esa parte de la Roca. O, si alguna vez existió algún tipo de sendero, había quedado borrado mucho tiempo atrás. Ningún ser vivo, a excepción de algún conejo aislado o un ualabí, se atrevía a traspasar los límites de aquel árido seno.
Marion fue la primera en romper la trama de silencio.
—Esos picos… Deben de tener por lo menos un millón de años.
—Un millón de años… ¡Oh, qué horror…! —exclamó Edith—. ¡Miranda! ¿Has oído eso?
A los catorce años, pensar en una antigüedad de millones puede resultar casi indecente. Miranda, iluminada por una pacífica y callada alegría, se limitó a sonreír de nuevo. Pero Edith insistió:
—¡Miranda! No habla en serio, ¿verdad?
—Mi padre ganó una vez un millón gracias a una mina. En Brasil —dijo Irma—. Le compró a mamá un anillo de rubíes.
—Pero cuando se trata de dinero la cosa es muy diferente —aclaró Edith cargada de razón.
—Le guste o no a Edith —señaló Marion poco después—, ese pequeño y fofo cuerpo suyo está formado por millones y millones de células.
Edith se tapó las orejas con las manos:
—¡Basta, Marion! No quiero oír hablar de esas cosas.
—Y lo que es más, pequeña majadera, ya has vivido millones y millones de segundos.
Edith se había puesto bastante pálida.
—¡Ya basta! Estás consiguiendo que la cabeza me dé vueltas.
—No te burles de ella, Marion. —Miranda quiso poner orden en la conversación al observar que Edith, por lo general imperturbable, estaba empezando a derrumbarse poco a poco—. La pobre está agotada.
—Sí —dijo Edith—. Y encima estos helechos odiosos me están arañando las piernas. ¿Por qué no nos sentamos todas en ese tronco y vemos la Roca desde aquí?
—Fuiste tú la que insistió en venir con nosotras —dijo Marion Quade—. Somos mayores que tú, recuerda, y queremos acercarnos un poco más a Hanging Rock antes de regresar a casa.
Edith había empezado a lloriquear.
—No me gusta este sitio… De haber sabido que iba a ser tan horrible no habría venido.
—Siempre supuse que esta niña era estúpida, pero ahora lo sé —reflexionó Marion en voz alta. Y lo hizo de la misma manera en que habría expuesto alguna propiedad demostrada de un triángulo isósceles. No había auténtico rencor en Marion, tan solo un ardiente anhelo por hallar la verdad en todos los campos del saber.
—No te preocupes, Edith —la consoló Irma—. Pronto regresarás a casa y podrás comer un poco más de esa deliciosa tarta de San Valentín, y ser feliz.
Aquella parecía la solución más sencilla, no solo para la reciente aflicción de Edith sino para los males que aquejaban a la humanidad entera. Incluso de niña, lo que Irma Leopold deseaba por encima de cualquier otra cosa era ver a todo el mundo feliz con el pedazo de pastel que a cada cual le hubiera tocado en suerte. A veces se convertía en un empeño casi insoportable, como cuando aquella misma tarde se había dedicado a observar cómo dormía Mademoiselle, tendida sobre la hierba. Más tarde descubriría mil maneras diferentes para dar salida a semejante afán, y lo haría mediante una serie de estrafalarias dádivas procedentes de su rebosante corazón y de un monedero igual de rebosante. Una actitud, la suya, que resultaba sin duda muy adecuada para ganarse el reino celestial, aunque no tanto para tranquilizar a sus asesores legales. Haría generosas donaciones a un millar de causas perdidas: leprosos, compañías de teatro a la deriva, misioneros, sacerdotes, prostitutas tuberculosas, santos, perros cojos, y diversos gorrones procedentes de los más variados rincones del planeta.
—Tengo la impresión de que por ahí arriba antes había un sendero o algo así —dijo Miranda—. Recuerdo que mi padre me enseñó un cuadro en el que había unas cuantas personas vestidas con ropas antiguas que celebraban un picnic en la roca. Me gustaría saber dónde lo pintarían[4].
—Es posible que llegaran desde el otro lado… —apuntó Marion mientras sacaba un lápiz—. Seguramente, en aquella época se llegaría hasta aquí viniendo desde el monte Macedon. A mí lo que me gustaría ver de cerca es ese par de rocas en equilibrio tan extrañas que divisamos esta mañana desde el coche.
—No podemos alejarnos mucho más —dijo Miranda—. Recordad que le prometí a Mademoiselle que no tardaríamos en regresar.
Pero la perspectiva que se alzaba ante ellas iba haciéndose más y más seductora a cada paso, incorporando nuevos detalles, riscos almenados o piedras grabadas con líquenes. Tan pronto descubrían el brillo del laurel de montaña sobre las plateadas hojas del cornejo, como una oscura hendidura entre dos rocas, donde el culantrillo temblaba como un verde encaje.
—Bueno, al menos veamos lo que hay tras esta primera elevación —dijo Irma mientras se recogía sus voluminosas faldas—. Al que inventara la moda femenina de mil novecientos deberían obligarle a caminar entre los helechos con tres capas de enaguas encima.
Los helechos pronto dieron paso a una franja de espesos y ásperos matorrales, que concluían en un saliente de roca que les llegaba por la cintura. Miranda fue la primera en salir de la maleza, y, tras subirse a la roca, se arrodilló para tirar de las demás con la experimentada seguridad que tanto había admirado en ella Ben Hussey esa misma mañana, cuando la niña no dudó en apearse del coche para abrir la puerta. («Cuando tenía cinco años» le gustaba recordar a su padre, «nuestra Miranda echó una pierna por encima de un caballo como si fuera un jinete de la frontera.»[5] «Y luego», añadiría su madre, «entró en mi salita con la cabeza bien alta, como una pequeña reina»).
Se encontraban en una plataforma casi circular, aisladas en un mar de rocas y cantos rodados entre los que surgían, solitarios, unos cuantos árboles jóvenes muy erguidos. Irma descubrió de inmediato una especie de ojo de buey en una de las rocas, y se aplicó a contemplar con fascinación absorta la zona de picnic que quedaba a sus pies. La lejana y animada escena que se desarrollaba allá abajo, entre los árboles, se mostraba con una claridad estereoscópica ante sus ojos, como si tuviera un catalejo de gran alcance que lo hiciera todo más grande: el coche, con el señor Hussey moviéndose entre los caballos; el humo que ascendía desde la pequeña fogata; las chicas yendo y viniendo con sus ligeros vestidos; y la sombrilla de Mademoiselle, abierta como una flor azul pálido justo al lado de la charca.
Acordaron descansar unos minutos a la sombra de unas rocas antes de emprender el camino de regreso hasta el arroyo.
—Si pudiéramos quedarnos aquí toda la noche y ver cómo sale la luna… —dijo Irma—. No pongas esa cara tan seria, Miranda, querida. No disfrutamos de muchas oportunidades como esta para divertirnos fuera del colegio.
—Y sin esa rata de Lumley vigilándonos y espiándonos todo el día… —dijo Marion.
—Blanche dice que sabe a ciencia cierta que la señorita Lumley solo se lava los dientes los domingos —terció Edith.
—Blanche es una asquerosa sabelotodo —dijo Marion—. Y tú igual.
Pero Edith continuó imperturbable:
—Blanche afirma que Sara escribe poesía. En el baño, ya sabes. Se encontró un poema en el suelo, y era todo sobre Miranda.
—Pobrecita Sara… —dijo Irma—. No creo que quiera a nadie en el mundo, excepto a ti, Miranda.
—No sé por qué —dijo Marion.
—Es huérfana —dijo Miranda suavemente.
E Irma:
—Sara me recuerda a un cervatillo que papá trajo una vez a casa. Los mismos ojos grandes y asustados. Yo cuidé de él durante semanas, pero mamá dijo que no sobreviviría en cautividad.
—¿Y sobrevivió? —le preguntaron las demás.
—Murió. Mamá siempre dijo que estaba condenado.
Edith repitió:
—¿Condenado? ¿Qué significa eso, Irma?
—Pues condenado a morir, por supuesto. Al igual que aquel muchacho que «estaba en la cubierta en llamas, de donde todos habían huido excepto él, tra, la, la…». No sé cómo sigue.
—¡Oh! ¡Qué desagradable! ¿Creéis que yo estoy condenada, chicas? No me siento nada bien, la verdad. ¿Creéis que ese muchacho también se sentiría mal del estómago, como yo?
—Desde luego, si hubiera comido tanto pastel de pollo como tú —dijo Marion—. Edith, me gustaría tanto que dejaras de hablar de una vez.
Espesos lagrimones comenzaron a correr por las regordetas mejillas de Edith. Irma se preguntó por qué Dios hacía a algunas personas tan simples y desagradables y a otras, en cambio, tan hermosas y amables, como a Miranda. Su querida Miranda, que ahora se inclinaba para acariciar la sudorosa frente de la niña e intentar aplacar su calor con el frescor de su mano. Un tierno amor irracional, del tipo que a veces provocaba el mejor champán francés de su padre o el melancólico arrullo de las palomas en una tarde de primavera, llenaba ahora su corazón hasta hacerlo rebosar. Un amor que también abarcaba a Marion, que aguardaba con una pétrea sonrisa en el rostro a que Miranda terminara de una vez con la estupidez de Edith. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no porque estuviera triste. No tenía ganas de llorar. Solo de amar a los demás. Así que, tras retirarse los rizos de la cara, se levantó de la roca sobre la que se había echado para descansar a la sombra, y empezó a bailar o, más bien, a flotar sobre la cálida suavidad de las piedras. Todas, excepto Edith, se habían quitado las medias y los zapatos, y ella bailaba descalza, con los pequeños y rosados dedos de los pies rozando apenas la superficie, como una bailarina con rizos y cintas al vuelo, y unos brillantes ojos que no distinguían lo que había a su alrededor. Estaba en Covent Garden, donde su abuela la había llevado cuando tenía seis años, y lanzaba besos a los admiradores que se habían ubicado tras los bastidores, después de arrojar hacia el patio de butacas una flor tomada de su ramo. Por fin decidió ejecutar una auténtica reverencia dirigida al palco real, que quedaba un poco por encima de un árbol del caucho. Edith, apoyada en una piedra, señalaba ahora con el dedo a Miranda y a Marion, que se dirigían hacia el siguiente escalón rocoso.
—¡Irma! ¡Míralas! ¿Adónde creen que van? ¡Y sin zapatos! —Para su consternación, lo único que hizo Irma fue echarse a reír, y Edith exclamó enfadada—: ¡Están locas!
Los motivos de semejante insensatez siempre quedarían más allá de la comprensión de Edith, y de cualquiera que fuera como ella: esos que ya a muy temprana edad optan por los calcetines de lana para dormir, y por los cubrezapatos. Miró a Irma en busca de apoyo moral, pero quedó horrorizada al comprobar que también ella había recogido sus zapatos y sus medias, y que se los estaba atando a la cintura.
Miranda iba un poco por delante de las demás chicas. Las cuatro se abrían paso entre los cornejos, y Edith, que avanzaba a trompicones como siempre, cerraba la marcha. Todas podían ver ante ellas el pelo liso y rubio de Miranda, agitándose sobre sus esforzados hombros, surcando, ola tras ola, aquel mar verde grisáceo. Hasta que por fin, al llegar a un pequeño precipicio sobre el que se derramaban los últimos rayos de sol, la maleza se hizo menos espesa. Así era cómo, a lo largo de un millón de atardeceres estivales, caían las alargadas sombras sobre los riscos y las cumbres de Hanging Rock.
La plataforma semicircular a la que acababan de llegar se parecía mucho a la que habían dejado abajo, y también estaba rodeada de rocas y piedras sueltas. Los grupos de gruesos helechos, inmóviles bajo la pálida luz, no proyectaban sombra alguna sobre la alfombra de seco musgo gris. La llanura era apenas visible desde allí; infinitamente borrosa y distante. Y cuando Irma miró hacia abajo, entre las rocas, pudo ver el destello del agua y pequeñas figuras que iban y venían a través de los jirones del humo rosáceo, o tal vez de la neblina.
—¿Qué estará haciendo toda esa gente ahí abajo? Se mueven como si fueran hormigas.
Marion echó un vistazo por encima del hombro.
—Creo que hay un número sorprendente de seres humanos que vive sin ningún propósito. Aunque lo más probable, por supuesto, es que estén llevando a cabo alguna función necesaria, que a ellos mismos les es totalmente desconocida.
Irma no estaba de humor para escuchar las disertaciones de Marion. Así que desestimaron sin más el tema de las hormigas y sus ocupaciones. En cualquier caso, Irma se dio cuenta, aunque solo por un breve instante, de que desde la llanura llegaba un sonido bastante peculiar, como el retumbo de unos tambores lejanos.
Miranda fue la primera en ver el monolito que se alzaba ante ellas. Se trataba de un único bloque de piedra lleno de agujeros; algo así como el huevo de un monstruo que colgara sobre la escarpada pendiente que caía en picado hacia la explanada. Marion, que había sacado un lápiz y un libro, los arrojó de pronto entre los helechos, y bostezó. Sobre ellas se derramó súbitamente una lasitud tan abrumadora que las cuatro chicas se dejaron caer sobre la roca de suave pendiente que estaba bajo la protección del monolito, y allí mismo se quedaron profundamente dormidas. Un lagarto salió de una grieta y se instaló sin ningún reparo sobre el brazo extendido de Marion.
Una procesión de escarabajos de aspecto bastante extraño, con una coraza color bronce, cruzó tranquilamente por encima del tobillo de Miranda. Entonces ella se despertó y pudo contemplar cómo los insectos empezaban a moverse a toda prisa para ponerse a salvo debajo de alguna corteza. A la desvaída luz del crepúsculo, todos los detalles cobraban importancia y aparecían perfectamente definidos e individualizados. Vio un enorme y alborotado nido incrustado en un árbol raquítico, entre dos ramas con forma de tenedor. Un pico incansable e incansables garras se habían encargado de entrelazar y entretejer laboriosamente cada ramita y cada pluma. Todo puede resultar hermoso y acabado. Tan solo hay que contemplar las cosas con la claridad suficiente. El nido enmarañado; la muselina desgarrada de las faldas de Marion, que adoptaba ondulaciones semejantes a las de la concha de un nautilo; los rizos de Irma, que le enmarcaban la cara en forma de exquisitas y gruesas espirales; e incluso Edith, que dormía ruborizada e infantilmente vulnerable, hasta que se despertó lloriqueando y empezó a frotarse los ojos enrojecidos.
—¿Dónde estoy? ¡Oh, Miranda, me siento muy mal!
Las demás también se despertaron y se pusieron de pie.
—¡Miranda! —seguía exclamando Edith—. ¡Me siento fatal! ¿Por qué no nos vamos a casa?
Miranda la miraba de una forma muy extraña, casi como si no la estuviera viendo. Y cuando Edith repitió la pregunta en voz más alta, lo único que hizo Miranda fue darle la espalda y comenzar a caminar de nuevo en dirección a la roca ascendente, con las otras dos siguiendo sus pasos un poco más atrás. Aunque en realidad no se puede decir que estuvieran andando sino, más bien, deslizándose sobre las piedras con los pies descalzos, como si se movieran por las alfombras del salón, pensó Edith, en lugar de sobre aquellas viejas y asquerosas piedras.
—Miranda —volvió a gritar—. ¡Miranda!
En medio del imponente silencio, su voz parecía pertenecerle a otra persona; a un ser muy distante que emitiera un pequeño y áspero graznido que se fuera haciendo cada vez menos audible entre los muros de piedra.
—¡Volved! ¡Volved todas! ¡No subáis ahí! ¡Volved! —Sintió que comenzaba a asfixiarse, y se arrancó de un tirón el cuello de encaje de su vestido—. ¡Miranda! —Pero el grito ahogado que surgió de su garganta no sonó más alto que un susurro. Contempló, horrorizada, cómo las tres chicas se alejaban rápidamente, hasta quedar fuera de su alcance, más allá del monolito—. ¡Miranda! ¡Miranda, vuelve!
Avanzó vacilante hacia la siguiente elevación, y desde allí solo pudo vislumbrar el último indicio de una manga blanca que apartaba los arbustos a su paso.
—¡Miranda…!
Nadie respondió. Un silencio espantoso se cerró en torno a ella, y Edith empezó a gritar, ahora de una forma realmente audible. Si alguien, además del ualabí que se agazapaba entre los helechos a pocos metros de distancia, hubiera escuchado aquellos aterrorizados gritos, el picnic en Hanging Rock habría sido tan solo un picnic más que unas niñas habían celebrado un tranquilo día de verano. Pero nadie los oyó. El ualabí se incorporó alarmado y se alejó de un salto mientras Edith se volvía para sumergirse a ciegas en la maleza y echar a correr, dando traspiés y gritando, en dirección a la llanura.