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En la zona dedicada al picnic, la naturaleza había sido transformada por la mano del hombre a fin de que el paraje resultara más cómodo. Así, se habían colocado varios círculos de piedras planas para poder hacer hogueras, y se había construido un excusado de madera con forma de pagoda japonesa. Un riachuelo corría lentamente a través de la abundante hierba seca del verano ya avanzado, y en algunos puntos prácticamente desaparecía para volver a emerger después en forma de charca poco profunda. Habían dispuesto el almuerzo muy cerca de allí, sobre grandes manteles blancos protegidos del calor del sol gracias a la sombra de dos o tres frondosos árboles del caucho. Además del pastel de pollo, del bizcocho, de las gelatinas y de los plátanos, que tan indispensables son en todo picnic australiano que se precie, la cocinera había preparado una preciosa tarta con forma de corazón, para cuya elaboración Tom, siempre tan atento, tuvo que hacer un molde a partir de un trozo de estaño. El señor Hussey había puesto a hervir dos inmensos cazos de agua para el té sobre un fuego alimentado de cortezas y de hojas, y ahora disfrutaba del aroma de su pipa a la sombra del coche, desde donde podía vigilar bien a sus caballos, atados en un lugar protegido del sol.

Además de ellos, en el área de picnic solo había un grupo de tres o cuatro personas, acampadas a cierta distancia, bajo unas acacias al otro lado del arroyo, junto a un gran caballo zaino y un poni árabe de color blanco que comían pacientemente de dos bolsas de forraje al lado de una carreta.

—¡Qué sitio tan espantosamente silencioso! —observó Edith, mientras vertía una generosa cantidad de nata en su plato—. No me puedo creer que haya gente que prefiera vivir en el campo. A no ser, por supuesto, que sean terriblemente pobres.

—Si todos en Australia pensaran como tú, no habrías podido ponerte tan gorda con esa nata tan rica —dijo Marion.

—Pensad que podríamos ser las únicas criaturas vivientes en todo el mundo; exceptuando, claro está, a las personas que están allí, al lado de su carreta —dijo Edith, eliminando de un plumazo y como quien no quiere la cosa a todo el reino animal de la faz de la tierra.

Lo cierto era que las soleadas laderas y las zonas más sombreadas del bosque, que tan tranquilas y silenciosas le parecían a Edith, eran un hervidero de susurros y gorjeos desatendidos, de pequeñas refriegas, de chirridos, y de ligeros roces de sigilosas alas. La maleza, las flores y las hojas brillaban y palpitaban bajo la luz que se derramaba sobre ellas, y las sombras de las nubes se quebraban en doradas motas que parecían danzar sobre la charca en que los escarabajos de agua flotaban casi sin rozar la superficie para luego hundirse en ella como flechas. Entre las rocas y la hierba, diligentes hormigas cruzaban minúsculos Saharas de arena seca, y selvas de indómita vegetación, en su interminable tarea de recogida y almacenamiento de alimentos. Porque allí, esparcidas entre gigantescas formas humanas, podían encontrar migas caídas del cielo, semillas de alcaravea, pizcas de jengibre confitado… Es decir, un botín extraño, exótico, pero evidentemente comestible. Un batallón de hormigas del azúcar, casi dobladas a causa del esfuerzo, arrastraba con enorme dificultad un pedazo del glaseado de la tarta hacia algún tipo de despensa subterránea, peligrosamente situada a pocos centímetros de la rubia cabeza de Blanche, que se había apoyado en una roca a modo de almohada. Las lagartijas se deleitaban al sol sobre las piedras más tórridas; un torpe escarabajo había caído y rodado entre las hojas secas y ahora se agitaba sobre su espalda, impotente, patas arriba; unos gruesos gusanos blancos y unas cochinillas de color ceniciento preferían la seguridad fría y húmeda de las franjas de las cortezas de los árboles en descomposición. Las aletargadas serpientes yacían enroscadas en sus orificios secretos esperando la hora del crepúsculo, momento en que saldrían de los troncos huecos para ir a beber al arroyo, mientras que en las ocultas profundidades de la maleza las aves aguardaban a que se atenuara el calor del día…

Aisladas de cualquier tipo de contacto natural con la tierra, el aire y la luz del sol a causa de los corsés que les oprimían el plexo solar, de las voluminosas enaguas, las medias de algodón y las botas de cabritilla, las chicas, somnolientas y bien alimentadas, holgazaneaban a la sombra sin llegar a integrarse en el paisaje más de lo que lo habrían hecho de ser figuras recortadas y dispuestas en un álbum de fotos, posando de manera arbitraria sobre un fondo de rocas de corcho y árboles de cartón.

Tras saciar su apetito y haber dado buena cuenta, hasta no dejar una sola miga, de los excepcionales manjares, enjuagaron las tazas y los platos en la charca, y luego se pusieron cómodas para afrontar lo que quedaba de tarde. Algunas caminaban en pequeños grupos de dos o de tres, sin un destino fijo y siempre bajo órdenes estrictas de no alejarse tanto como para perder de vista el carruaje. Otras, medio amodorradas por la deliciosa comida y por el calor del sol, dormitaban y daban cabezadas. Rosamund sacó su bordado y Blanche se quedó dormida. Dos hermanas de Nueva Zelanda, muy aplicadas las dos, hacían bocetos a lápiz de la señorita McCraw, que por fin había decidido quitarse los guantes de cabritilla tras haber empezado a comerse un plátano con ellos puestos, con resultados desastrosos. No era nada complicado hacerle una caricatura a una mujer como ella, sentada como estaba, muy derecha, sobre un tronco caído, enfrascada en la lectura de su libro y con las gafas de montura metálica sobre su afilada nariz. Junto a ella, Mademoiselle, con su cabello rubio cayéndole sobre el rostro, estaba completamente relajada, tendida sobre la hierba. Irma le había pedido prestada su navaja de nácar y estaba pelando un albaricoque maduro con una voluptuosa delicadeza que podría haberse considerado propia de un banquete de Cleopatra.

—¿Cómo te explicas, Miranda —susurró—, que una criatura tan dulce y tan hermosa haya acabado siendo maestra de escuela? Entre todas las cosas sombrías que hay en el mundo… ¡Oh! Aquí llega el señor Hussey. Da tanta pena tener que despertarla…

—No estoy dormida, ma petite. Solo estoy soñando despierta —dijo la institutriz, apoyando la cabeza en un codo con una sonrisa ausente—. ¿Qué desea, señor Hussey?

—Lamento molestarla, señorita, pero quiero asegurarme de que podremos irnos a eso de las cinco. Incluso antes, si los caballos están listos.

—Por supuesto. Lo que usted diga. Me encargaré de que las niñas estén preparadas para entonces. ¿Qué hora es?

—Es justo lo que le iba a preguntar yo a usted, señorita. Creo que mi viejo reloj se paró en seco a las doce en punto. De todos los días del condenado año, justo tenía que ser hoy.

Pero resultó que Mademoiselle había dejado en Bendigo su pequeño reloj francés para que se lo reparasen.

—¿En lo del señor Montpelier, señorita?

—Creo que ese es el nombre del relojero.

—¿En Golden Square? Entonces, si se me permite decirlo, ha hecho usted muy bien. —Un ligero pero inconfundible rubor desmintió la aparente frialdad con que la señorita francesa había preguntado su «¿de veras?». No obstante, el señor Hussey le había hincado bien el diente a Montpelier, y ahora parecía incapaz de dejar el tema. Así que le dio la vuelta de arriba abajo, como haría un perro con un hueso—. Déjeme decirle, señorita, que el señor Montpelier es uno de los mejores de toda Australia en su profesión. Y su padre lo fue antes que él. Además, es todo un caballero. No podría haber elegido usted a un hombre mejor.

—Eso tengo entendido… Miranda, ¿y tu pequeño y precioso reloj de diamantes? ¿Puedes decirnos qué hora es?

—Lo siento, Mademoiselle. Ya no lo llevo. No puedo soportar ese tictac sonándome todo el día justo encima del corazón.

—Si fuera mío —dijo Irma—, no me la quitaría nunca. Ni siquiera en el baño. ¿Y usted, señor Hussey?

La señorita McCraw, viéndose impelida a actuar incluso a su pesar, cerró el libro, hizo que un par de huesudos dedos exploraran los pliegues de su plano pecho todo cubierto de morado, y de allí extrajo un antiguo reloj de repetición de oro, que llevaba colgado de una cadena.

—Vaya. Se ha parado a las doce… Y nunca se había parado antes. Era de mi padre.

Parecían haberse olvidado del señor Hussey, que se limitaba a contemplar de manera cómplice las sombras de Hanging Rock que, desde el almuerzo, se habían ido arrastrando sobre la llanura en dirección al área de picnic.

—¿Pongo el cazo de nuevo a hervir para que podamos tomar una taza de té antes de partir? ¿Digamos que dentro de una hora a partir de este momento?

—Una hora —dijo Marion Quade, mientras sacaba unas hojas de papel cuadriculado y una regla—. Si tenemos tiempo, me gustaría hacer unas cuantas mediciones al pie de la Roca.

Como Miranda e Irma también querían ver la Roca más de cerca, pidieron permiso para dar un paseo hasta la ladera más baja, antes de tomar el té. Mademoiselle vaciló un instante, pero dado que la señorita McCraw había vuelto a desaparecer detrás de su libro, finalmente las dejó ir.

—¿A qué distancia está, Miranda? No me engañes. ¿Tendremos que caminar mucho?

—Solo unos pocos cientos de metros —dijo Marion Quade—. Tendremos que avanzar a lo largo del arroyo, así que nos llevará un poco más de tiempo.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Edith, poniéndose en pie con un prodigioso despliegue de bostezos—. He comido tanto pastel que casi no puedo mantenerme despierta.

Las otras dos miraron inquisitivamente a Miranda, y finalmente dejaron que Edith las siguiera.

—No se preocupe por nosotras, Mademoiselle, querida —sonrió Miranda—. Solo nos ausentaremos un ratito.

La institutriz se levantó y vio a las cuatro chicas alejarse en dirección al arroyo. Miranda caminaba un poco por delante de las demás, deslizándose entre las altas hierbas que acariciaban su falda; la seguían Marion e Irma, cogidas del brazo, y Edith cerraba la marcha, tropezando cada pocos pasos. Cuando alcanzaron la mata de juncos que delimitaba el lugar en que la corriente cambiaba de curso, Miranda se detuvo, volvió su magnífico rostro, y sonrió gravemente a Mademoiselle, que le devolvió la sonrisa. Y luego se quedó allí, sonriendo y saludando, hasta que las niñas se perdieron de vista tras girar en la curva.

Mon Dieu… —exclamó mirando al vacío—. ¡Ahora me he dado cuenta!

—¿De qué se ha dado cuenta? —preguntó Greta McCraw alzando de repente la vista por encima del borde superior de su libro, alerta e imparcial, como solía mostrarse para desconcierto de quienes la conocían. La francesa, que siempre sabía qué palabra emplear, incluso cuando hablaba en inglés, se sintió cohibida. Se trataba de una situación en verdad lamentable. Simplemente era incapaz de explicarle a la señorita McCraw el descubrimiento que acababa de hacer: Miranda era un ángel. Un ángel de Botticelli, de los Uffizi… En una tarde de verano como aquella era imposible explicar o, incluso, pensar con claridad en las cosas que realmente merecían la pena. El amor, por ejemplo, cuando tan solo unos minutos antes la mera imagen de la mano de Louis girando con destreza la llave del pequeño reloj de Sèvres había estado a punto de hacer que se desmayara. Se tumbó de nuevo sobre la cálida hierba perfumada para contemplar cómo las sombras de las ramas que se inclinaban sobre ella se alejaban de la cesta en que guardaban la leche y la limonada. La cesta pronto se vería expuesta a la cegadora luz del sol, y ella misma tendría que levantarse y ponerla en un lugar protegido a la sombra. Habrían transcurrido ya unos diez minutos desde que se marcharan las cuatro niñas, tal vez más. Resultaba innecesario consultar el reloj. La exquisita languidez de la tarde le informaba de que se hallaban en esa hora en que la gente, ya cansada de sus actividades rutinarias, tiende a adormilarse y a soñar, como estaba haciendo ella en ese instante. En el colegio Appleyard, durante las últimas clases de la tarde, era necesario recordarles una y otra vez a las alumnas que debían sentarse con la espalda recta y continuar con sus lecciones. Tras abrir un ojo, pudo ver cómo las dos aplicadas hermanas que se habían sentado cerca de la charca habían guardado sus cuadernos de bocetos y se habían quedado dormidas. Rosamund daba cabezadas sobre su bordado. Y Mademoiselle, haciendo gala de una enorme fuerza de voluntad, se obligó a contar una a una a las diecinueve niñas que tenía a su cargo. Podía verlas a todas, excepto a Edith y a las tres mayores, y todas podrían escuchar su voz. Tras cerrar los ojos, se permitió el lujo de prolongar unos minutos más su sueño interrumpido.

Mientras tanto, las cuatro chicas seguían rastreando corriente arriba el sinuoso curso del arroyo. Tras nacer al pie de la Roca, en algún lugar oculto en medio de una maraña de helechos y de cornejos, el riachuelo se extendía hasta la planicie en que se situaba la zona dedicada al picnic, donde se convertía en poco más que un invisible hilito de agua que, de pronto, y tras apenas cien metros, se hacía más profundo y rotundo hasta alcanzar una velocidad considerable sobre las suaves piedras. En el lugar en que se encontraban las niñas había una pequeña charca rodeada de hierba de un brillante y acuoso color verde que, sin duda, había atraído la atención del grupo que llevaba la carreta, dado que se habían instalado cerca de allí para almorzar. Un hombre corpulento y bigotudo de edad avanzada, que llevaba un salacot para proteger del sol su enorme y colorado rostro, yacía boca arriba profundamente dormido, con las manos cruzadas sobre un estómago cubierto con una faja de esmoquin color escarlata. A su lado, sentada, estaba una mujer pequeña que llevaba un complicado vestido de seda y que se apoyaba, con los ojos cerrados, contra un árbol, junto al que había una pila de cojines que debían de haber sacado de la carreta. Ahora se daba aire con una hoja de palma, que hacía las veces de abanico. A su lado, un joven delgado y rubio (un muchachito, en realidad), con sus pantalones de montar de estilo inglés, leía absorto una revista, mientras que otro de aproximadamente la misma edad, o tal vez un poco mayor, y con un semblante tan fuerte y moreno como delicado y sonrosado era el del primero, se dedicaba a enjuagar las copas de champán al borde de la charca. Había tirado de cualquier manera sobre un montón de juncos su gorra de cochero y una chaqueta azul oscuro con botones plateados, con lo que había dejado al descubierto una mata de grueso pelo oscuro y un par de fuertes brazos de tono cobrizo, profusamente tatuados con imágenes de sirenas.

Aunque las cuatro niñas, que seguían los interminables meandros y giros del caprichoso arroyo, estaban ya casi al lado de este grupo que celebraba su propia comida campestre, Hanging Rock continuaba seductoramente oculta tras una intrincada cortina de altísimos árboles.

—Debemos encontrar pronto un lugar apropiado para poder cruzar —dijo Miranda entornando los ojos—, o vamos a tener que regresar sin haber visto nada.

El arroyo se había ido ensanchando en su trayecto hacia la charca.

—Al menos un metro, y ni una sola piedra para pasar al otro lado —dijo Marion Quade, que empuñaba su regla.

—Yo voto por que demos un buen salto y que sea lo que Dios quiera —contestó Irma recogiéndose las faldas.

—¿Crees que podrás hacerlo, Edith? —preguntó Miranda.

—No lo sé. Lo último que quiero es mojarme los pies.

—¿Por qué? —preguntó Marion Quade.

—Podría contraer una neumonía y morirme, y entonces dejaríais de burlaros de mí y os arrepentiríais terriblemente de vuestra actitud.

Cruzaron sin más contratiempos la rápida y brillante corriente de agua, con la clara aprobación del joven cochero, que les dio la bienvenida con un grave y penetrante silbido. Cuando las niñas se habían alejado lo suficiente, siguiendo su marcha hacia las laderas más bajas de la Roca, y les resultaba imposible oír las voces provenientes del grupo, el muchacho, que llevaba unos pantalones de montar, lanzó a un lado su ejemplar del Illustrated London News, y avanzó hacia la orilla de la charca.

—¿Te echo una mano con esos vasos? —le dijo al cochero.

—No, déjelo. Solo estoy dándoles una pasada por encima para que la cocinera no me dé la lata cuando lleguemos a casa.

—Ya… Me temo que no sé mucho acerca de fregar platos. Verás, Albert… Espero que no te molestes por lo que te voy a decir, pero me gustaría que no lo hubieras hecho.

—¿Hacer qué, señor Michael?

—Silbar a las chicas cuando iban a cruzar el arroyo.

—Que yo sepa, este es un país libre. ¿Qué hay de malo en un silbido?

—Eres un tipo agradable, Albert —dijo el otro—. Y a las chicas buenas no les gusta que les silben individuos a los que no conocen.

Albert sonrió.

—¡No lo crea! Todas las mujeres son iguales en lo que a los tíos se refiere. ¿Cree usted que vienen del colegio Appleyard?

—¿Qué sé yo? Solo llevo en Australia un par de semanas. ¿Cómo voy a saber quiénes son? De hecho, solo las he visto un instante, cuando te oí silbar.

—Bueno, pues entonces fíese de mi palabra —dijo Albert—. He andado lo mío por ahí, y sé de buena tinta que da lo mismo que vengan de un maldito colegio o del orfanato Ballarat, que fue donde nos metieron a mí y a mi hermanita pequeña.

Michael dijo lentamente:

—Lo siento. No sabía que fueras huérfano.

—Pues como si lo fuera. Después de que mi madre se largara con ese tipejo de Sydney, mi padre nos abandonó a los dos. Y fue entonces cuando nos encerraron en ese orfanato asqueroso.

—Un orfanato… —repitió el otro, que se sentía como si estuviera escuchando de viva voz la historia de alguien que hubiera vivido en la mismísima Isla del Diablo[3]—. Dime, si es que no te importa hablar de ello, ¿cómo es ser un niño en uno de esos lugares?

—Repugnante. —Albert había terminado con los vasos y ahora estaba ocupado guardando con sumo cuidado las jarras de plata del Coronel en su estuche de piel.

—¡Señor! ¡Qué horrible!

—Bueno, la verdad es que, a su manera, el lugar estaba bastante limpio. No había piojos ni nada de eso, salvo cuando algún pobre chaval llegaba con liendres en la cabeza, y entonces la matrona sacaba unas enormes tijeras y le cortaba el pelo…

Michael parecía fascinado con el asunto del orfanato.

—Anda, cuéntame algo más… ¿Te dejaban ver a tu hermana?

—Bueno, verá… Cuando yo estuve allí había rejas en todas las ventanas. Las chicas en una clase, los chicos en otra… ¡Por Dios! ¡Llevaba siglos sin pensar en ese asqueroso basurero!

—No hables tan alto. Si mi tía te oye pronunciar esas palabras, hará todo lo posible para que mi tío te despida.

—¡Venga ya! —dijo el otro, sonriendo—. El Coronel sabe que cuido de sus caballos como el mejor, y que no me bebo su whisky. Bueno, casi nunca lo hago. A decir verdad, no soporto lo mal que huele esa cosa. En cambio, este champán francés de su tío sí que creo que puede llegar a gustarme. Cae bien en el estómago…

La sabiduría de Albert acerca del mundo parecía no tener límites. Michael no cabía en sí de admiración.

—La verdad, Albert, me gustaría que te dejaras de todo eso de «señor Michael». Aquí en Australia no pega nada. Y, además, para ti soy Mike, a secas. A no ser que mi tía esté presente…

—Como prefieras. ¿Mike? ¿Es la abreviatura para eso de Honorable Michael Fitzhubert que aparece en todas las cartas? ¡Por Dios! ¡Vaya maldito trabalenguas! Ni yo mismo reconocería mi propio nombre si lo viera escrito en letra impresa.

El joven inglés, que valoraba sobremanera la antigüedad de su apellido como un precioso bien personal que viajaba con él allá donde fuera, como su maleta de piel de cerdo o su abultada billetera, tuvo que tomarse un par de minutos en silencio para digerir una apreciación tan extraordinaria como la que acababa de escuchar. Mientras, el cochero continuó con sus sorprendentes afirmaciones:

—Mi padre solía cambiarse de nombre de vez en cuando… Siempre que se veía en un aprieto. Ya no recuerdo ni bajo qué apellido nos inscribieron a mi hermana y a mí en el orfanato. Y no es que me importe una mierda. En lo que a mí respecta, un maldito apellido vale tanto como cualquier otro que a uno se le ocurra.

—Me gusta hablar contigo, Albert. No sé cómo te las arreglas, pero me haces pensar.

—Pensar está muy bien si se tiene tiempo para ello —respondió el otro, mientras iba a buscar su chaqueta—. Será mejor que vaya poniéndole el arnés a Old Glory, o tu querida tía la va a armar buena. Quiere salir temprano.

—Muy bien. Yo voy a estirar un poco las piernas antes de que partamos.

Albert se quedó mirando la esbelta figura aniñada que grácilmente saltó el arroyo y se alejó dando grandes zancadas en dirección a la Roca.

—¿Así que a estirar las piernas? ¿Qué te apuestas que lo que quiere es echar otro vistazo a las nenas? A esa pequeña preciosidad de los rizos oscuros…

Regresó con los caballos, y comenzó a apilar las tazas y los platos en el interior de la cesta de paja.

Cuando Mike rebasó la primera franja de árboles, ya no quedaba ni rastro de las cuatro chicas. Elevó la mirada hacia la verticalidad de la Roca, y se preguntó hasta dónde llegarían antes de tener que darse la vuelta. Según Albert, Hanging Rock era todo un reto incluso para los escaladores más experimentados. Y si Albert estaba en lo cierto y aquellas chicas eran solo unas colegialas, probablemente de la misma edad que sus hermanas, que seguían en Inglaterra, ¿cómo era posible que les hubieran dado permiso para partir solas, y más cuando ya empezaba a atardecer? Pero entonces se recordó a sí mismo que ahora estaba en Australia: Australia, donde cualquier cosa podía ocurrir. En Inglaterra todo había sido hecho ya. Y muy a menudo habían sido sus propios antepasados quienes se habían encargado de ello, una vez detrás de otra. Se sentó en un tronco caído, y poco después escuchó cómo Albert le llamaba a través de los árboles. Supo entonces que ese era el país donde él, Michael Fitzhubert, iba a vivir a partir de entonces. ¿Cuál sería su nombre? El nombre de la chica alta y pálida, la del pelo liso y dorado, que había cruzado el arroyo casi deslizándose sobre la superficie del agua, como uno de los blancos cisnes del lago de su tío.