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Todos estuvieron de acuerdo en que el día era perfecto para ir de picnic a Hanging Rock. La brillante mañana de verano había amanecido cálida y tranquila. Durante el desayuno, procedentes de los nísperos que daban a las ventanas del comedor, se escuchaban los estridentes cantos de las cigarras y el zumbido de las abejas que revoloteaban sobre los pensamientos que bordeaban el camino. Las enormes dalias habían florecido y se derramaban sobre los parterres, inmaculados, y el césped, bien cortado, perdía poco a poco su humedad bajo el sol ascendente. El jardinero estaba regando ya las hortensias, aún a la sombra del ala en que se situaba la cocina, en la parte trasera del colegio. Las alumnas del colegio Appleyard para señoritas se habían despertado a las seis de la mañana, y se habían dedicado desde entonces a explorar el brillo del cielo, en el que no se veía una sola nube. Ahora aleteaban con sus muselinas de verano como una bandada de alborotadas mariposas, y no solo porque fuera domingo y se dispusieran a celebrar el tan esperado picnic anual, sino porque era el día de San Valentín. Siguiendo la tradición, lo festejaban el catorce de febrero, y por la mañana se intercambiarían cuidadas tarjetas y pequeños regalos. Todo ello de manera perdidamente romántica y estrictamente anónima, puesto que se suponía que lo que recibían eran las secretas ofrendas de unos admiradores enfermos de amor, a pesar de que el señor Whitehead, el anciano jardinero inglés, y Tom, el mozo de cuadra irlandés, eran prácticamente los dos únicos hombres a los que se podía, como mucho, sonreír durante la época de clases.

Probablemente, la única persona que no iba a recibir ninguna tarjeta en todo el colegio era la directora. Todos sabían que a la señora Appleyard no le gustaba celebrar el día de San Valentín, y que desaprobaba esas ridículas felicitaciones que solían abarrotar las repisas de las chimeneas hasta la llegada de la Pascua, y que daban a las sirvientas tanto trabajo extra como la propia entrega anual de premios. ¡Y qué repisas de chimenea! Dos de mármol blanco estaban situadas en el gran salón, y se apoyaban sobre parejas de cariátides tan firmes como el propio busto de la directora. Y había otras de madera tallada, adornadas con un millar de titilantes y diminutos espejitos. El colegio Appleyard era, ya en el año 1900, todo un anacronismo arquitectónico en medio de la abrupta maleza australiana. Un lugar incongruente, sin esperanza, propio de otra época y de otro continente. La tosca mansión de dos plantas constituía una de esas intrincadas edificaciones que brotaron por toda Australia como hongos exóticos tras el descubrimiento del oro. La razón por la que alguien pudo llegar a pensar que aquel terreno llano y escasamente arbolado, situado a pocos kilómetros de la localidad de Macedon y agazapado al pie del monte, podía ser un lugar apropiado para la construcción de una casa como aquella es algo que nadie podría desentrañar jamás. No podía deberse al insignificante arroyo que serpenteaba pendiente abajo por la parte posterior de la propiedad de diez acres, y que formaba una serie de charcas de poca profundidad, que no resultaba lo que se dice atractivo para servir de marco paisajístico a una mansión de corte italianizante; y tampoco a los ocasionales atisbos de la neblinosa cumbre del monte Macedon, al este, en el lado opuesto del camino, que se podían captar a través de una cortina de eucaliptos descortezados, cuyos troncos parecían caer en hebras hacia el suelo. Y, sin embargo, allí se construyó, con sólida piedra de Castlemaine, quizá para que soportara mejor los estragos del tiempo. El primer propietario, cuyo nombre todo el mundo había olvidado hacía mucho, vivió en ella solo un año o dos antes de que la antiestética y enorme casa quedara vacía y fuera puesta en venta.

Los amplios terrenos, que constaban de huertas y jardines plagados de flores, de corrales de cerdos y de gallineros, de zonas sembradas y extensiones de césped donde se jugaba al tenis, mostraban ahora un aspecto espléndido gracias al señor Whitehead, el jardinero inglés que seguía al cargo. Había varios vehículos en los hermosos establos de piedra, todos ellos en perfecto estado. El espantoso mobiliario Victoriano estaba tan bien conservado que parecía nuevo, con esas repisas de chimenea de mármol traído directamente de Italia, y montones de gruesas alfombras Axminster. En la escalera de cedro, varias estatuas de inspiración clásica levantaban en alto sus lámparas de aceite; había un piano de cola en el amplio salón, e incluso una torre cuadrada, a la que se accedía por una estrecha escalera circular, y desde la que podían izar la Union Jack el día del cumpleaños de la reina Victoria. Para la señora Appleyard, que había llegado de Inglaterra con unos buenos ahorros y un montón de cartas de presentación para algunas de las familias más ilustres de Australia, la mansión, que se alzaba tras un muro bajo de piedra, a una distancia considerable del camino que llevaba a Bendigo, resultó impresionante desde el principio. Sus ojos, del color marrón de la gravilla, siempre alerta ante la posibilidad de dar con una ganga, decidieron que aquel lugar tan increíble resultaba idóneo para establecer un exclusivo internado para señoritas —mejor aún que la Universidad— y tan caro como fuera necesario. Para regocijo del agente inmobiliario de Bendigo que le enseñó la propiedad, decidió quedarse con todo en ese mismo instante, jardinero incluido, tras llegar a un acuerdo sobre una reducción en el precio por pago al contado. Y luego se instaló.

Jamás se llegaría a saber si la directora del colegio Appleyard (como se rebautizó de inmediato a aquel particular elefante blanco local, con unas letras doradas grabadas sobre una hermosa placa situada en las enormes puertas de hierro) contaba con algún tipo de experiencia previa en lo que al campo educativo se refiere. Resultaba de todo punto innecesario. Con su alto copete ya canoso y su enorme busto, elementos tan estrictamente controlados y disciplinados como sus propias ambiciones personales, y con el camafeo de su difunto esposo cayendo rotundo sobre su respetable pecho, la majestuosa desconocida era justo lo que los padres esperaban de una directora inglesa. Y, como es bien sabido, ofrecer el aspecto que se espera de alguien constituye más de la mitad de la batalla ganada en cualquier iniciativa empresarial, desde Punch y Judy hasta la emisión de acciones en la Bolsa. En consecuencia, el colegio fue un éxito desde el principio, y cuando el primer curso llegó a su fin arrojó unos dividendos más que satisfactorios. Todo esto sucedió casi seis años antes de que la presente crónica diera comienzo.

San Valentín es imparcial en sus favores, y aquella mañana no solo recibieron tarjetas y regalos las chicas más jóvenes y hermosas. Miranda, como de costumbre, tenía un cajón entero de su armario lleno de afectuosas tarjetas ornadas de encajes, aunque el cupido que le había llegado desde Queensland, dibujado a mano por su hermanito Jonnie, y la sucesión de besos escritos a lápiz con la letra grande y afectuosa de su padre, ocupaban el lugar de honor sobre la repisa de mármol de la chimenea. Edith Horton, simple como una rana, había abierto con aire de suficiencia al menos once tarjetas, e incluso la pequeña señorita Lumley sacó en la mesa del desayuno una en la que se veía una paloma un tanto biliosa, y sobre la que se podía leer la inscripción Te adoro por siempre. Era de suponer que semejante declaración provenía del gris e indescifrable hermano que la había visitado el trimestre pasado. ¿Quién más, razonaban las florecientes niñas, podría profesar tal adoración por la miope y joven institutriz, siempre vestida de sarga marrón y calzada con unos sempiternos zapatos de tacón plano?

—Le tiene mucho cariño —dijo Miranda, tan benévola como siempre—. Vi cómo se daban un beso de despedida en la entrada.

—Pero querida Miranda… ¡Reg Lumley es una criatura tan sombría! —Irma se echó a reír mientras sacudía sus oscuros rizos de una manera muy característica, y se preguntaba por qué el sombrero de paja de la escuela resultaba tan poco favorecedor. Encantadora y radiante a sus diecisiete años, la joven heredera carecía de vanidad personal o de orgullo por todo lo que poseía. Deseaba que la gente y las cosas fueran hermosas, y se prendía en el abrigo un manojo de flores con tanto placer como lo haría con un impresionante broche de diamantes. En ocasiones, podía sentir una punzada de dicha por el mero hecho de contemplar el tranquilo rostro ovalado de Miranda y su pelo liso, del dorado color del maíz. Su querida Miranda, que ahora miraba con ojos soñadores hacia el jardín iluminado por el sol:

—¡Qué día tan maravilloso! ¡Estoy deseando que salgamos al campo!

—¡Escuchadla, niñas! ¡Cualquiera diría que el colegio Appleyard se encuentra en una barriada de Melbourne!

—Los bosques… —dijo Miranda—. Con sus helechos y sus aves… Como los que tenemos en casa.

—Y las arañas —dijo Marion—. Me habría encantado que alguien me hubiera enviado un mapa de Hanging Rock como tarjeta de San Valentín. ¡Podría haberla llevado al picnic!

A Irma siempre le impresionaba comprobar el extraordinario nivel de conocimientos que poseía Marion Quade, y ahora quería saber quién podría desear mirar un mapa en pleno picnic.

—Yo misma —dijo Marion con toda sinceridad—. Me gusta saber a todas horas dónde estoy exactamente.

Famosa por dominar la técnica de las divisiones largas casi desde la cuna, Marion Quade había pasado la práctica totalidad de sus diecisiete años entregada a una búsqueda incesante del saber. No era de extrañar que, con esos finos e inteligentes rasgos suyos, esa nariz tan sensible, que parecía estar siempre tras la pista de algo que llevara mucho tiempo esperando y persiguiendo, y sus delgadas y ágiles piernas, hubiera acabado teniendo el aspecto de un galgo.

Las chicas comenzaron entonces a hablar acerca de sus tarjetas de San Valentín.

—¡Alguien tuvo la osadía de enviarle una tarjeta a la señorita McCraw sobre un papel cuadriculado, lleno de pequeñas sumas! —dijo Rosamund.

De hecho, dicha tarjeta era el resultado de la inspiración momentánea de Tom, el Irlandés, quien, incitado por Minnie, la doncella, pensó que aquello podía resultar divertido. La profesora, que tenía cuarenta y cinco años y se encargaba de abastecer de conocimientos matemáticos de nivel superior a las niñas mayores, la recibió con una seca aprobación, ya que las cifras, a los ojos de Greta McCraw, resultaban mucho más aceptables que las rosas y las nomeolvides. La mera visión de una hoja de papel salpicada de números le reportó un instante de profunda y secreta alegría; una sensación de poder, al comprender que con un lápiz, y tras hacer un único apunte o dos, podría resolver aquellas operaciones. Dividir, multiplicar, reorganizar las cifras, hasta llegar a nuevas y milagrosas conclusiones. La tarjeta de Tom, aunque él nunca llegara a saberlo, fue todo un éxito. La que eligió para Minnie mostraba un corazón sangrante (obviamente, en las últimas etapas de algún tipo de enfermedad mortal) embutido entre un montón de rosas. Minnie estaba encantada, como encantada estaba Mademoiselle con un antiguo grabado francés de una rosa solitaria. De este modo, San Valentín se encargó de recordarles a las internas del colegio Appleyard que el amor podía mostrarse bajo muy diferentes matices.

Mademoiselle de Poitiers, que enseñaba danza y conversación francesa, y que se encargaba además de vigilar el buen estado de los armarios de las alumnas, iba y venía afanosamente, presa de una fiebre de maravillada expectación. Al igual que las niñas que estaban a su cargo, llevaba un sencillo vestido de muselina, pero ella se las ingenió para parecer más elegante gracias a la adición de un amplio cinturón de lazo y un sombrero de paja que le cubría los ojos. Tenía tan solo unos pocos años más que algunas de las niñas mayores, y estaba tan encantada como ellas ante la perspectiva de escapar de la asfixiante rutina del colegio durante todo un largo día de verano, así que correteaba de acá para allá entre las niñas que iban a reunirse en el porche delantero para que se pasara lista por última vez.

Dépêchez-vous, mes enfants, dépêchez-vous. Tais-toi, Irma —sonaba la ligera y cantarina voz de canario de Mademoiselle, para quien resultaba impensable que la petite Irma pudiera hacer algo mal. Los pequeños y voluptuosos senos de la niña, sus hoyuelos, sus rojos y carnosos labios, sus traviesos ojos negros y sus brillantes tirabuzones oscuros eran una fuente constante de placer estético. A veces, en el interior de la lúgubre aula, la francesa, que había crecido recorriendo las grandes galerías europeas, alzaba la mirada de su escritorio y la contemplaba recortada sobre un fondo de cerezas y piñas, querubines y doradas jarras, rodeada de elegantes jóvenes con trajes de terciopelo y satén…—. Tais-toi, Irma… La señorita McCraw vient d’arriver.

Una delgada figura femenina, vestida con una pelliza de color morado, estaba saliendo del excusado exterior, un cuartito con el suelo de tierra al que se llegaba a través de un apartado sendero bordeado de begonias. La institutriz caminaba con su habitual ritmo medido, desinhibido como el de la realeza, y con una dignidad casi igualmente regia. Nadie la había visto nunca en una situación tensa o sin sus gafas de montura metálica.

Greta McCraw se había comprometido a hacerse cargo del picnic, con la ayuda de Mademoiselle, por una mera cuestión de conciencia. Una brillante matemática como ella —demasiado brillante para un trabajo tan mal pagado— habría dado gustosa un billete de cinco libras por quedarse un día festivo tan valioso como aquel, hiciera bueno o malo, encerrada en su habitación con la única compañía de ese nuevo y fascinante tratado sobre Cálculo que había caído en sus manos. Una mujer como ella, alta, de piel seca y ocre, y un pelo canoso y sin gracia que le caía como si se tratara del descuidado nido de un pájaro que hubiera ido a asentarse en la parte superior de su cabeza, había logrado mantenerse ajena a los vaivenes de la moda australiana a pesar de llevar treinta años residiendo en el país. El clima carecía de importancia para ella, así como la ropa y los interminables kilómetros de hierba seca y de árboles del caucho que se extendían en todas direcciones, y que no llamaban su atención más de lo que lo habían hecho las brumas y las montañas de su Escocia natal cuando era solo una niña. Las alumnas, que se habían terminado acostumbrando a su extravagante vestuario, ya no lo encontraban tan divertido, y nadie hizo ningún comentario acerca de las prendas que había elegido para el picnic aquel día: su famosa toca, que parecía más apropiada para ir a la iglesia, y las botas negras de cordones, junto con la pelliza de color morado, bajo la que su huesudo cuerpo adquiría las proporciones de uno de sus triángulos euclidianos, además de un par de guantes de cabritilla bastante raídos y también de color morado.

Mademoiselle, por el contrario, y como supremo árbitro de la moda a quien todas las niñas admiraban, aprobó con nota el minucioso examen, incluyendo el anillo turquesa y los blancos guantes de seda.

—Aunque —dijo Blanche— me sorprende que permita que Edith salga con esos lazos azules tan absurdos. A propósito, ¿qué está mirando Edith?

Edith, con el perfil propio de una niña de catorce años, aunque muy blanquecino e idéntico al de una almohada rellena en exceso, elevaba los ojos hacia la ventana de una de las habitaciones del primer piso, a pocos metros de distancia. Miranda se apartó de las mejillas el pelo del color del maíz, que le caía liso sobre los hombros, mientras sonreía y agitaba la mano en dirección a aquella pequeña y pálida cara alargada que contemplaba con cierto desaliento la animada escena que se desarrollaba a sus pies.

—¡No es justo! —dijo Irma, también saludando y sonriendo—. Después de todo, solo tiene trece años. Nunca pensé que la señora A. pudiera ser tan malvada.

Miranda suspiró:

—¡Pobrecita Sara! Deseaba tanto venir con nosotras de excursión.

Habían castigado a la joven Sara Waybourne el día anterior por no saber de memoria El naufragio del Hesperus, lo que le había valido su confinamiento solitario en el piso de arriba. Después, pasaría la suave tarde de verano en el aula vacía, obligada a aprender aquella obra tan odiada. A pesar del poco tiempo que llevaba abierto, el colegio era ya famoso por su disciplina, por la buena conducta de las alumnas y por el dominio que estas tenían de la literatura inglesa.

En aquel momento, una inmensa figura apareció con paso resuelto, como flotando en el interior de su tafetán de seda gris, inflándose en su avance hacia el porche enlosado y delimitado por una fila de columnas, como si se tratara de un galeón a toda vela. Sobre el seno suavemente palpitante, un camafeo con el retrato de un caballero con patillas, enmarcado en granate y oro, subía y bajaba en sintonía con el bombeo de los poderosos pulmones que se hallaban presionados bajo una fortaleza de ballenas de acero y rígido percal de color gris.

—Buenos días, niñas —tronó la fina y atildada voz, especialmente importada de Kensington para la ocasión.

—Buenos días, señora Appleyard —corearon las niñas haciendo una reverencia. Se habían dispuesto en medio círculo ante la puerta del vestíbulo.

—¿Estamos todas, Mademoiselle? Bien. Bueno, jovencitas: sin duda hemos sido muy afortunadas en lo que al clima se refiere para celebrar nuestro picnic en Hanging Rock. Le he dado instrucciones a Mademoiselle para que, dado que el día se presenta muy caluroso, puedan quitarse los guantes cuando el coche haya dejado atrás Woodend. Almorzarán en el área de picnic, cerca de la Roca. Y, una vez más, permítanme recordarles que la Roca es extremadamente peligrosa y que, por tanto, se les prohíbe hacer ninguna estupidez, y menos si es tan poco propia de señoritas como explorar el lugar, ni siquiera las laderas más bajas. Sin embargo, el lugar al que se dirigen constituye una maravilla geológica, y se les pedirá que escriban una breve redacción sobre ella durante la mañana del lunes. También quiero recordarles que la zona es famosa por sus letales serpientes y sus hormigas venenosas de varias especies. Creo que eso es todo. Espero que pasen un día agradable, y que traten de comportarse de manera que el colegio se sienta orgulloso de ustedes. Señorita McCraw, Mademoiselle, espero que regresen en torno a las ocho para tomar una cena ligera.

El coche cubierto, procedente de las Caballerizas Hussey, en el Bajo Macedon, y que venía tirado por cinco espléndidos caballos zainos, ya estaba preparado a las puertas del colegio, con el señor Hussey sentado en la caja. El señor Hussey en persona había transportado «al colegio» en todas las ocasiones importantes desde el día de la inauguración, cuando los padres llegaron en tren desde Melbourne para beber champán en el césped. Tenía unos sagaces ojos azules y unas mejillas perpetuamente radiantes, como los jardines de rosas del monte Macedon, y era uno de los hombres más queridos por todos los que vivían en la región. Incluso la señora Appleyard se dirigía a él como su «buen hombre», y de vez en cuando tenía la deferencia de invitarle a su estudio para tomar una copa de jerez.

—Tranquilo, Sailor… ¡So! Duquesa… ¡Belmonte! Hoy vas a sudar a base de bien… —En realidad, los cinco caballos, perfectamente adiestrados, estaban quietos como estatuas, pero todo aquello formaba parte de la diversión. El señor Hussey, como todos los buenos cocheros, estaba muy al tanto de cuáles eran las formas más apropiadas. Y, naturalmente, de los horarios—. Cuidado con los guantes, señorita McCraw. Esa rueda tiene mucho polvo…

Hacía tiempo que había dejado de intentar hacerles entender una verdad tan básica como aquella a las damas que se subían a alguno de sus coches. Por fin, todo el mundo se sentó según sus propias preferencias: las dos institutrices se acomodaron juntas, y las alumnas cerca de sus amigas más especiales y lejos de sus enemigas. Las tres niñas mayores, Miranda, Irma y Marion Quade, compañeras inseparables, eligieron el lugar más codiciado de todos, a cubierto en la parte delantera del coche, junto al conductor, una idea que pareció complacer bastante al señor Hussey. Las tres eran unas jovencitas muy agradables y muy alegres.

—Muchas gracias, señor Hussey. Ya podemos irnos. —La señorita McCraw dio la orden desde su puesto en la parte trasera, repentinamente consciente de que no tenía ninguna responsabilidad en materia de matemáticas, y poniéndose de ese modo al mando de la excursión.

Partieron. Ya no podían ver el edificio del colegio, con la única salvedad de la torre que asomaba entre los árboles, y así continuaron con su veloz carrera por la plana carretera de Melbourne a Bendigo, palpitante bajo las partículas de fino polvo rojo.

—¡Vamos, Sailor! Bestia perezosa… ¡Belmonte! ¡Regresa a tu sitio!

Durante los primeros kilómetros, el paisaje les resultó todavía muy familiar gracias a los paseos que daban a diario por los alrededores del colegio. Las pasajeras conocían perfectamente, sin necesidad de mirar siquiera, la hilera de escuálidos árboles, con las cortezas deshechas en hebras, que cercaba el camino a ambos lados y que de vez en cuando daba paso a un claro de tierra más despejado, sin vegetación. También estaban familiarizadas con la casa encalada de los Compton, con sus generosos membrillos que abastecían de gelatinas y mermeladas al colegio, y con el grupo de sauces al borde del camino en el que, invariablemente, la institutriz que estuviera a cargo del paseo del día disponía que debían detenerse y dar la vuelta para emprender el regreso al colegio. Ocurría lo mismo con Los Caminos de la Historia, de Longman, al que siempre volvían en clase para recordar la muerte del rey Jorge IV antes de empezar de nuevo con Eduardo III e inaugurar el siguiente trimestre… Pero ahora sí dejaban atrás sin preocupación alguna los frondosos sauces estivales, y la sensación de que la aventura estaba esperándolas se apoderó de todas ellas mientras se asomaban para mirar a través de la cubierta de lona del carro. El camino afrontó una pequeña curva, y la pardusca espesura comenzó a colmarse de un verde más fresco. De vez en cuando vislumbraban un bosquecillo de pinos de un azul muy oscuro, y ciertas partes del monte Macedon, adornado, como de costumbre, con tenues nubes blancas que caían sobre la ladera sur, donde las románticas villas de verano permitían adivinar distantes placeres adultos.

En el colegio Appleyard El silencio era oro, y así quedaba escrito en los pasillos y así se imponía con frecuencia. Ahora lo que sentían era una deliciosa libertad ante el rápido y constante movimiento del coche, e incluso ante el cálido y polvoriento aire que llegaba hasta sus rostros, haciendo que todas ellas gorjearan y parlotearan como periquitos.

En la parte cubierta del coche, las tres niñas mayores que se habían sentado junto al señor Hussey hablaban con la mayor despreocupación de sus sueños, de bordados, de verrugas, de fuegos artificiales, y de las ya cercanas vacaciones de Semana Santa. El señor Hussey, acostumbrado a pasar gran parte de su jornada de trabajo escuchando todo tipo de conversaciones, mantenía los ojos bien puestos en el camino, y no dijo nada.

—Señor Hussey —dijo Miranda—, ¿sabía usted que hoy es el día de San Valentín?

—Bueno, señorita Miranda, no podría decir que sí. No sé mucho de santos. ¿De qué se encarga este en concreto?

—Mademoiselle dice que es el patrón de los enamorados —explicó Irma—. Un encanto. Le envía a la gente preciosas tarjetas adornadas con encajes auténticos. ¿Quiere un caramelo?

—Cuando conduzco no, pero gracias de todos modos.

Por fin había llegado el momento en que el señor Hussey podía intervenir en la conversación. Había estado en las carreras el sábado pasado, y había visto cómo un caballo que pertenecía al padre de Irma llegaba el primero a la meta.

—¿Cómo se llamaba el caballo y qué distancia recorrió? —quiso saber Marion Quade. No es que tuviera un interés especial por los caballos, pero sí le gustaba recoger datos dispersos de información útil, como a su difunto padre, un eminente abogado.

Edith Horton, que detestaba la idea de no participar en todo, y que estaba deseando lucir sus lazos, se echó hacia delante sobre el hombro de Miranda para preguntar por qué el señor Hussey llamaba Duquesa a su gran caballo marrón. Pero el señor Hussey, que sabía perfectamente quiénes eran sus favoritas en el grupo de pasajeras, se mostró poco comunicativo.

—¿Y por qué no? ¿Por qué se llama usted Edith?

—Porque ese es el nombre de mi abuela —dijo ella muy remilgada—. Pero los caballos no tienen abuelas, como nosotros.

—¡Ya lo sé! —El señor Hussey volvió su enorme espalda para no tener que mirar a la cara a aquella niña tan estúpida.

La mañana se iba haciendo más y más calurosa. El sol caía sobre el brillante techo negro del coche, ahora cubierto de un fino polvo de color rojo que se filtraba por las cortinas mal prendidas y se asentaba en el pelo y en los ojos de las pasajeras.

—Y pensar que esto lo hacemos por placer —murmuró Greta McCraw desde las sombras—. En breve estaremos a merced de todo tipo de serpientes letales y hormigas venenosas… ¡Qué absurda puede llegar a ser la especie humana!

Y resultaría del todo inútil intentar abrir el libro que llevaba en su bolso con toda esa cháchara de las colegialas bullendo en sus oídos.

El camino que lleva a Hanging Rock gira bruscamente hacia la derecha poco después de dejar atrás el término municipal de Woodend. Allí, el señor Hussey detuvo el coche frente al hotel principal para descansar un poco y dar de beber a los caballos, antes de iniciar la última etapa del viaje. El calor que hacía en el interior del vehículo resultaba ya agobiante, y en poco tiempo todo el mundo se deshizo de los guantes.

—¿No podemos quitarnos también los sombreros, Mademoiselle? —preguntó Irma. Los oscuros rizos le caían en forma de calurosa cascada bajo el ala del rígido sombrero de la escuela. Mademoiselle sonrió y miró a la señorita McCraw, que se había sentado enfrente de ella y que permanecía totalmente despierta y vertical, pero con los ojos cerrados, y con las dos pequeñas manos moradas entrelazadas en su regazo.

—Por supuesto que no. El que estemos de excursión no significa que tengamos que parecer un grupo de gitanas metidas en un carromato —dijo. Y regresó al mundo de la razón con la cabeza completamente despejada.

El rítmico compás de los cascos de los caballos combinado con el bochornoso ambiente del interior del coche fue propiciando entre las viajeras una creciente somnolencia. Como todavía eran solo las once, y aún disponían de un montón de tiempo para llegar al recinto del picnic, donde almorzarían, las institutrices cedieron y le pidieron al señor Hussey que desplegara los escalones del coche para que pudieran bajar a estirar las piernas en algún lugar apartado del camino. A la sombra de un blanco y viejo árbol del caucho, sacaron la cesta de mimbre revestida de zinc en la que la leche y la limonada se conservaban deliciosamente frescas. También se quitaron los sombreros, sin más, y las galletas pasaron de mano en mano.

—Vaya, llevaba mucho tiempo sin probar estas cosas —dijo el señor Hussey sorbiendo su limonada—. Aunque no suelo beber nada de alcohol cuando tengo por delante un día tan importante como este.

Miranda se puso de pie y elevó su taza de limonada por encima de la cabeza.

—¡Por San Valentín!

—¡San Valentín!

Todo el mundo, incluido el señor Hussey, alzó su taza, y el adorado nombre del santo resonó a lo largo del polvoriento camino. Incluso Greta McCraw, a quien le habría dado lo mismo que brindaran por Tom el de Bedlam[1] o por el Sha de Persia, y que lo único que escuchaba era la música de las esferas[2] que sonaba sin parar en el interior de su cabeza, elevó ausente una taza vacía y se la llevó a sus pálidos labios.

—Y ahora —dijo el señor Hussey—, si su santo no tiene ninguna objeción, señorita Miranda, creo que será mejor que sigamos con nuestro viaje.

—Los seres humanos —le estaba confesando la señorita McCraw a una urraca que picoteaba las migajas de galleta que habían caído a sus pies— están obsesionados con la noción del movimiento inútil. ¡Al parecer, solo un idiota querría quedarse sentado y quietecito para variar!

Y volvió a subirse al coche de mala gana.

Cerraron de nuevo la cesta, contaron a las niñas, no fuera a quedarse alguna atrás, retiraron los escalones del coche, los guardaron bajo las tablas del suelo, y se pusieron, una vez más, en marcha, avanzando a través de la dispersa y plateada sombra que arrojaban unos árboles jóvenes y erguidos. Los caballos tiraban con fuerza hacia las ráfagas de dorada luz que caía sobre sus tensos lomos y sobre las grupas oscurecidas por el sudor. Apenas se percibía el sonido de las cinco series de cascos sobre la blanda superficie del camino. No había ni rastro de viajeros por la zona. Ni siquiera había pájaros cuyo canto pudiera escindir el silencio repleto de sol. Bajo el calor del mediodía colgaban sin vida las grises hojas acabadas en punta de los árboles, y las chicas, que hasta ese instante habían estado riéndose y charlando sin cesar, de pronto, sin saber bien por qué, se callaron. Y así siguieron, en silencio, en el interior del caluroso vehículo cubierto, hasta verse de nuevo a plena luz del día.

—Deben de ser casi las doce —les dijo el señor Hussey a sus pasajeras, mientras consultaba la posición del sol en vez de su reloj—. No nos ha ido demasiado mal hasta el momento, señoras… Le juré a su jefa que antes muerto que regresar al colegio pasadas las ocho.

La palabra «colegio» provocó un escalofrío en medio del intenso calor que reinaba en el interior del coche, y nadie respondió.

Por una vez, Greta McCraw debía de estar prestando atención a lo que decían los demás, algo que hacía muy pocas veces en la sala de profesoras:

—No hay ninguna razón por la cual debamos llegar tarde, incluso aunque nos quedemos una hora más en la Roca. El señor Hussey sabe tan bien como yo que si sumamos las medidas de dos de los lados de un triángulo, el resultado será mayor que el tercero de los lados. Esta mañana hemos transitado por los dos lados de un triángulo… ¿Me equivoco, señor Hussey? —El conductor asintió con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo, si bien un tanto desconcertado. La señorita McCraw era definitivamente un bicho raro—. Estupendo. Entonces no tiene más que variar su ruta esta tarde, y volver por el tercer lado del triángulo. En ese caso, dado que hemos virado en ángulo recto para tomar este camino en Woodend, haremos bien en regresar al colegio a lo largo de la hipotenusa.

Todo aquello era demasiado para la inteligencia práctica del señor Hussey.

—Yo no sé nada acerca de hipopótamos, señora. Pero si está pensando en la Joroba del Camello —señaló con el látigo en dirección a las alturas del Macedon, donde el montículo se recortaba contra el cielo—, puedo decirle que se trata, con aritmética o sin ella, de un camino condenadamente más largo que este, por el que hemos venido. Tal vez le interese saber que ni siquiera hay carreteras, solo una especie de sendero lleno de baches que corre por la zona posterior del monte.

—No me refería a la Joroba del Camello, señor Hussey. De todas formas, gracias por su explicación. Como sé muy poco de caballos y de caminos, tiendo a ponerme teórica. Marion, ¿puedes oír desde allí arriba lo que digo? Tú sí que comprendes lo que quiero decir, ¿no es así?

Marion Quade, la única alumna de la clase que podía permitirse el lujo de tomarse a Pitágoras con calma, era su discípula favorita, del mismo modo en que un salvaje que fuera capaz de entender unas cuantas palabras del idioma de un náufrago pasaría a convertirse automáticamente en su salvaje favorito.

Mientras hablaban, el ángulo de visión fue cambiando gradualmente hasta hacer que Hanging Rock apareciera ante sus ojos en todo su esplendor. La volcánica masa gris se elevaba pétrea justo delante de ellas; como una fortaleza plantada en la amarillenta llanura vacía. Las tres muchachas que se habían sentado en la parte delantera pudieron contemplar, incluso a aquella inmensa y formidable distancia, las líneas verticales de las paredes rocosas, salpicadas aquí y allá de profundos tajos de color añil, de extensiones de cornejo de un verde grisáceo, y de diversos afloramientos de rocas. En la cumbre, que a primera vista carecía de vegetación, una línea irregular quebraba el calmo azul del cielo. El conductor agitaba con toda tranquilidad el látigo de mango largo en dirección a aquella estructura tan asombrosa.

—Ahí la tienen, señoras… ¡Apenas a cinco kilómetros de distancia!

El señor Hussey manejaba una buena cantidad de hechos y cifras interesantes.

—Más de ciento cincuenta metros de altura… Volcánica… Varios monolitos… Miles de años de antigüedad… Perdone, señorita McCraw, pero yo incluso diría millones.

—La montaña viene a Mahoma. Y Hanging Rock viene al señor Hussey.

La peculiar institutriz le lanzó una sonrisa torcida y enigmática, algo que al señor Hussey le pareció incluso más carente de sentido que sus palabras. Mademoiselle, que trató de llamar su atención, tuvo que contenerse para no hacerle un guiño al buen hombre, que las miraba con aire confuso. ¡La verdad, la pobre Greta era cada día más excéntrica!

El coche giró bruscamente hacia la derecha, aceleró el ritmo, y una voz resonante, plena de sensata cordura, bramó desde la caja:

—¡Supongo que las señoras estarán deseando tomar su almuerzo! Por lo que a mí se refiere, me veo perfectamente capaz de hincarle ya el diente a ese pastel de pollo del que tanto he oído hablar.

Las chicas volvieron a sus cuchicheos de antes, y parecía que Edith no era la única cuyos pensamientos estaban centrados en el famoso pastel de pollo. Las cabezas de unas y otras asomaban por entre las hendiduras de la cubierta del coche, y los cuellos se estiraban para contemplar la Roca, que aparecía y desaparecía tras cada nueva curva del camino. A veces parecía estar lo suficientemente cerca como para que las tres niñas que seguían sentadas en la parte delantera del coche pudieran distinguir las dos grandes piedras que se mantenían en equilibrio cerca de la cumbre, y a veces se ocultaba casi totalmente entre los matorrales y la profusión de altos árboles que se situaban en un primer plano.

Al área de picnic, en la base de Hanging Rock, se accedía a través de una puerta de madera que casi colgaba de sus goznes oxidados y que encontraron cerrada a cal y canto. Miranda, muy experimentada en el arte de abrir las puertas de la hacienda de su familia, se bajó del coche sin que nadie se lo pidiera y manipuló con manos expertas el combado pasador de madera, ante la atónita mirada del señor Hussey, que se fijó en la firme habilidad de aquellas manos tan delgadas, y en cómo arrastraba la puerta cargando diestramente todo su peso sobre una cadera. Cuando quedó lo suficientemente abierta como para permitir el paso del coche, una bandada de loros emergió chillando de un árbol que sobresalía por encima de los demás, y se alejó por las llanuras cubiertas de hierba e iluminadas por el sol hacia el monte Macedon, que se alzaba al sur, repleto de azules y de verdes.

—Vamos Sailor… ¡Duquesa! Pasa al otro lado… ¡Belmonte! ¿Qué crees que estás haciendo…? ¡Cáspita, señorita Miranda! Cualquiera diría que no han visto un condenado loro en toda su vida.

De esta manera, el señor Hussey, haciendo gala del mejor de los ánimos, franqueó la puerta y guio a los cinco caballos zainos para sacarlos de un presente conocido y lleno de certezas, y conducirlos hacia un futuro incierto. Y lo hizo con la misma alegre seguridad con que abría a diario las estrechas puertas de las caballerizas de Macedon y las de su propio patio trasero.