«Entraremos en guerra dentro de seis meses», decían algunos cuando Europa entró en guerra en septiembre de 1939; otros argumentaban: «Que resuelvan ellos sus propios líos, esta vez mantendremos la nariz bien lejos». Pero como siempre suele ocurrir, la historia tenía algo que decir al respecto. El domingo pasado, algo totalmente inesperado sucedió en Pearl Harbor y recibimos un mensaje en llamas de las bombas de los japos.
Gros Ventre Weekly Gleaner, 11 de diciembre de 1941
Todas aquellas personas del verano de 1939 en English Creek me acompañan todavía, aun cuando muchas de ellas ya no estén con vida. Cuando abres un libro por primera vez, las páginas se pegan las unas a las otras y, al apartarlas, se separan dejando escapar a regañadientes un sonido. Es algo que nunca vuelve a suceder: ni esa renuencia a separarse, ni ese tenue sonido. Quizá ese sea mi caso, que aquel decimoquinto verano de mi existencia fuera un nuevo libro con sus páginas aún frescas. Mis recuerdos de aquellas personas, de aquellos tiempos y de lo que fue de todos ellos: a ellos dedico las últimas líneas imperecederas de ese libro para poder contemplarlas una y otra vez.
Mi madre fue la primera en enterarse de lo sucedido en Pearl Harbor aquel primer domingo de diciembre de 1941. Sonó el teléfono, ella respondió y, cuando supo que la llamada provenía de la sede central del Bosque Nacional Two Medicine en Great Falls, empezó a leerles la cartilla. Cuando le contaron lo que había ocurrido en Hawái guardó silencio y sostuvo el auricular para pasarle el teléfono a mi padre.
En cierto sentido, Alec ya se había ido a la guerra cuando llegaron aquellas noticias. O por lo menos él ya se había marchado: la guerra fue una especie de excusa. Cuando los combates empezaron en Europa y parecía que los precios de la ternera subirían hasta el infinito, Wendell Williamson se hinchó a comprar ganado. Wendell le pidió a Alec que se pasara a la Deuce W, el rancho que tenía en Highwood Mountains, para trabajar allí mientras acumulaban cabezas de ganado. Justo después de la venta de ganado, a mediados de septiembre de 1939, Alec se marchó. No les sorprenderá saber que para entonces Alec y Leona ya no estaban juntos. Leona había optado por terminar su último año de instituto y Alec aún estaba resentido por la decisión de Leona de haber elegido el instituto antes que el altar. Yo creo que aceptó el trabajo en la Deuce W para poner distancia entre él y aquella decepción.
Me encontré con Leona el día de las festividades del centenario de Gros Ventre, hace ahora ya varios años. Está casada con un hombre llamado Wright y juntos tienen un rancho de purasangres hereford en tierras de las Crazy Mountains. Leona sigue siendo muy guapa. Salta a la vista que el trabajo en el rancho y montar a caballo la han ayudado a mantenerse en forma, pero hubo algo que me llamó la atención: el pelo de Leona, ahora tan plateado como la escarcha.
Me sonrió sorprendida y dijo: «De oro a plata, Jick. Ya ves, el tiempo ha depreciado mi valor».
Si por mí fuera, no contaría nada más sobre Alec, pero mi hermano, sus decisiones, las consecuencias con las que le golpeó la vida ocupan siempre un lugar en el recuerdo de aquel verano y sus postrimerías, como las hojas impresas de un calendario.
Antes de alistarse en el ejército la semana posterior al ataque contra Pearl Harbor, Alec regresó a Gros Ventre a ver a nuestros padres. En realidad no sé si puede utilizarse la palabra reconciliación para hablar de aquella visita, porque yo estaba de viaje con el equipo de baloncesto en Browning y una tormenta de nieve obligó al de Gros Ventre a pernoctar allí. Así pues, cuando yo regresé, Alec ya se había marchado. Aquel último viaje desde English Creek le llevó a un desierto en Túnez. Qué terrible suena. Eso fue todo lo que supimos de él. Un bombardero Stuka encontró el vivac al atardecer y lo barrió con una lluvia de proyectiles del 22. Del grupo de soldados que rodeaba el bidón del que extraían su ración diaria de agua solamente un hombre sobrevivió al ametrallamiento. No fue Alec.
Así pues, las últimas palabras que crucé con mi hermano fueron aquellas que nos dijimos por teléfono cuando intenté convencerle de que acudiera al incendio de Flume Gulch. Me cuesta mucho perdonar a la vida por habernos hecho esto.
Ray Heaney y yo nos presentamos juntos en el centro de reclutamiento de Missoula en septiembre de 1942, una semana después de mi decimoctavo cumpleaños. Nos vimos en el campamento de instrucción de Fort Lewis en el estado de Washington, pero en la guerra cada uno fuimos por nuestro lado. Ray pasó un par de años combatiendo como fusilero en Italia y consiguió sobrevivir. Hoy en día Ray es dueño de una aseguradora en Idaho, en Coeur d’Alene, y sabemos el uno del otro porque nos enviamos felicitaciones navideñas.
Yo terminé en un escenario de la segunda guerra mundial que la mayoría ni siquiera sabe que existió: la campaña de las islas Aleutianas, un lugar perdido al norte del océano Pacífico, cerca de las costas de Alaska. El viento del Two no era nada comparado con el de aquellas islas. No hay mucho más que merezca la pena ser contado sobre mi carrera en el ejército, puesto que nada más comenzar nuestro ataque sobre Cold Mountain me hicieron un bonito tatuaje: una bala japo se me incrustó en la pierna izquierda y me rompió el hueso a la altura del tobillo. Incluso hoy en día, cuando hace mucho frío, me duele.
Cuando el ejército me liberó y me incorporé a la vida civil, empleé los beneficios asociados a mi permiso de soldado recién licenciado para estudiar ingeniería forestal en la Universidad de Missoula. Durante aquellos veranos de mis años universitarios trabajé como paracaidista para el Servicio Forestal y salté desde una avioneta más veces de lo que ahora me parece prudente con la misión de apagar incendios. El último verano como paracaidista empecé a salir con una compañera de clase en la universidad, una joven de Bitterroot. Nos casamos el día después de nuestra graduación, en 1949. Aquel matrimonio duró apenas año y medio, aunque la verdad es que no suelo pensar mucho en aquello.
Aquel mismo verano me presenté al examen del Servicio Forestal. Me destinaron al Bosque Nacional Custer, al este de Montana. Supongo que a alguno de los chupatintas de Montana le parecería lo más apropiado, o quizá encontrara alguna norma que dictara que mi padre y yo deberíamos quedar separados por casi la práctica totalidad del territorio de Montana, pero todo lo que consiguió mi estancia en el este —demonios, incluso el nombre me deprimía, aquella bobada de Custer— fue que cada vez tuviera más ganas de salir disparado del Servicio Forestal en cuanto se presentara la oportunidad.
Fue Pete Reese quien me la brindó. Tan pronto como vendió los corderos en el otoño de 1952, Pete me ofreció el rancho de Noon Creek. La salud de Marie era muy precaria y aquella adorable mujer vivió tan solo un par de años más; Pete quería aprovechar la oportunidad de comprar ovejas en el valle de Galletin cerca de Bozeman, donde se suponía que los inviernos no serían tan duros. Recuerdo con exactitud todas y cada una de las palabras de Pete durante aquella conversación telefónica: «Tú eres solo sobrino mío por accidente, Jick, pero creo que podría ofrecerte unas condiciones dignas de un yerno para que me compres el rancho y las ovejas».
Acepté la oferta de Pete y regresé a toda velocidad a tierras del Two Medicine.
El 21 de marzo de 1953 —bromeamos diciéndonos que, si éramos capaces de superar la época de parición juntos sabríamos al instante si seríamos capaces de soportarnos el resto de nuestras vidas— Marcella Withrow y yo nos casamos. Su primer matrimonio con un joven dentista de Conrad no había salido bien y Marcella había regresado a Gros Ventre cuando se creó el puesto de bibliotecaria. Aquel primer invierno en el rancho de los Reese frecuenté muchas veces la biblioteca, hasta que me di cuenta de que los libros no eran lo único que me atraía. Creo que tanto Marce como yo nos adaptamos a un viejo dicho de Dode: «La vida es muy larga, siempre hay sitio para una nueva oportunidad».
En cualquier caso, parece ser que tanto a Marce como a mí se nos quitaron las ganas de divorciarnos tras aquellas primeras tentativas fallidas y tenemos dos hijas, una casada con un aficionado a la caza y la pesca en Sitka, Alaska, y la otra casada en Missoula, donde tanto ella como su marido trabajan para el periódico local. Todo apunta a que no vamos a movernos de Noon Creek, porque como ha sido el caso de todas las generaciones que han pasado por este rancho, acabamos de construir una nueva casa. Ya son cuatro domicilios los que llevo hasta ahora, si contamos la hacienda de los Ramsay en la que nací. El doble cristal y el aislamiento han costado una pequeña fortuna, pero hemos instalado unos ventanales desde los que podemos ver las montañas en todo el lateral oeste de la casa. En estas mañanas de septiembre en las que muy temprano me siento a la mesa de la cocina y veo amanecer en el Two, el café frío y olvidado en mis manos, las vistas merecen realmente la pena.
Los treinta y pico años de vida de rancho que Marce y yo hemos vivido en Noon Creek no han sido fáciles. Díganme si hay algo fácil en la vida. Pero por el momento los dos hemos sobrevivido a los coyotes, los tejidos sintéticos, los inviernos del Two y la disminución de pastores y hemos perseverado con la cría de ovejas, si bien últimamente hemos diversificado nuestros rebaños y hemos comprado algunas vacas charolesas y varios campos para la siembra de alfalfa. En realidad, no me hace demasiada ilusión ser patrón de un rebaño de vacas. El problema de encontrar peones decentes para la siega me hace suspirar por Prudencio Johnson, Bud Dolson y Perry Fox. Pero Marce y yo hemos acordado que intentaremos apañárnoslas como sea para no perder las tierras. Incluso consideraríamos la posibilidad de establecer un rancho para turistas, pero por Jesucristo espero que jamás lleguemos a tal extremo.
El principal cambio que observo en English Creek siempre que paso por allí es que ahora hay poquísimas ovejas. Hay ganado mayor y muchos cultivos nuevos. Ese fue el resultado de la última partida en esa ruleta que es la agricultura. Aproximadamente la mitad de las familias —los Hahn, los Frew, los Rozier y otra generación de hermanos Busby— sigue conservando los ranchos que sus padres consiguieron mantener durante la Depresión. El rancho de los Van Bebber es ahora propiedad de un hombre de Dakota del Norte llamado Florin, que se pasea por el lugar con los mismos andares ruidosos y violentos que se gastaba Ed. Quizá sea lo que tiene el agua de allí.
La hacienda de Dode Withrow la lleva ahora otro de los yernos de Dode, Merle Torrance, marido de Bea, pero Dode sigue igual de fuerte que siempre, el viejo pájaro. Más ajado que el tronco de un árbol, cada vez que veo a ese suegro mío veo al Dode de siempre: «¡Oye, Jick, a ver si tú lo sabes! ¿Han encontrado ya una cura para la gente que anda metida en el negocio de las ovejas?».
En cualquier caso, salvo por los grandes cobertizos de aluminio y las instalaciones de regadío que pueblan los campos, los ranchos de English Creek no han cambiado tanto.
La Doble W es ahora propiedad de una compañía llamada TriGram Resources que compró el rancho a sus herederos californianos tras el fallecimiento de Wendell Williamson. Para ahorrarse un buen dineral en impuestos, debo añadir.
¿Cómo puede ser que ya hayan transcurrido veinte años desde que mi padre se jubiló del Servicio Forestal? Pero así es.
El año que siguió al verano del que les he hablado fue terrible para mi padre: Alec trabajando para el rancho de la Deuce W y la decisión de Mazoola en el invierno de 1939 de trasladar la oficina del distrito de mi padre de English Creek a Gros Ventre. «Reordenación de accesos», así fue como lo llamaron. Sobre un papel le demostraron cómo reubicar la estación forestal en el pueblo lo acercaría a la carretera asfaltada que conducía a la porción más remota al norte del Two. Mi padre se revolvió contra aquella decisión de todas las maneras que pudo; llegó incluso a escribir al forestal regional, el comandante: «¿Desde cuándo gestionar un bosque es cuestión de contar con kilómetros y kilómetros de autopista?». Pero poco después la mente de mi padre estaba ocupada con la guerra y en el correo comenzaron a aparecer carteles del Servicio Forestal que rezaban: «SACRIFIQUEMOS NUESTROS BOSQUES: AFILA EL HACHA CONTRA EL EJE».
Los cambios que se produjeron en el Servicio Forestal pasaron sobre mi padre igual que el agua de la corriente forma remolinos alrededor de las piedras. El comandante Kelley abandonó Missoula durante la guerra rumbo a California para dirigir un proyecto gubernamental de cultivo de guayule para la fabricación de caucho artificial. «Ni muerto lo admitiría —me confesó mi padre—, pero casi me estaba acostumbrando a esos malditos kelley gramas». Ken Sipe, el supervisor del Two, fue llamado para ocupar un puesto en tiempo de guerra en la sede del Servicio Forestal en Washington D. C. y allí se quedó. Sus sucesores en las oficinas centrales de la Región Uno y el Bosque Nacional Two Medicine dejaron a mi padre en su puesto, al frente del distrito de English Creek. He sabido de un forestal en el estado de Washington que pasó más tiempo aún en su distrito, pero el récord de mi padre se le acercaba bastante.
El primer invierno tras la jubilación de mi padre en Gros Ventre fue para él muy sombrío y desasosegado, aunque mi madre y yo nunca pudimos saber con seguridad cuánto se debía a la jubilación y cuánto a sus habituales achaques invernales.
—Te apuesto una cerveza a que se te ha olvidado cómo ensartar diez truchas en una vara de sauce.
—No puedo acompañarte —le dije—. Tengo montones de ovejas y corderos por ahí sueltos. ¿Estás seguro de que no te apetece trabajar de pastor?
—Los únicos rebaños que me interesan —me informó mi padre— son las truchas del arroyo. Te estás perdiendo una oportunidad de recibir una lección de pesca gratuita.
—Acepto tu oferta para el próximo domingo, ¿vale? Hoy ve explorando los agujeros. Pero quiero que mamá cuente las truchas cuando llegues a casa. Ya va siendo hora de que me invites a una cerveza y me temo que si no me has invitado antes es porque llevas mal las cuentas.
—Ya me contarás —me respondió burlón— qué día he dejado yo de traer diez peces a casa. Te lo demostraré el próximo domingo.
Cuando al ocaso mi padre aún no había dado señales de vida, mi madre me llamó al rancho y yo llamé a Tom Helwig, el ayudante del sheriff. Conduje hasta la divisoria de English Creek y justo al anochecer encontré la camioneta de mi padre aparcada junto al North Fork, al lado de la vieja hacienda de Walter Kyle. Tom Helwig, los demás hombres de los ranchos de English Creek y yo buscamos a mi padre sin cesar gritando en la oscuridad. A medianoche, nos dimos por vencidos.
Con las primeras luces del alba fui yo quien encontró a mi padre. Mejor dicho encontré su cuerpo, víctima de un ataque al corazón, sentado entre la maleza junto a una presa de castores en la que había estado pescando. En la vara de sauce que tenía a su vera había ensartadas nueve truchas; la décima estaba aún en el anzuelo, allí donde mi padre había dejado caer la caña de pescar.
—Jick, aquel verano en el que Alec se marchó… ¿Tú crees que podría haber sido todo de otra manera? Si tu padre y yo no hubiéramos insistido tanto, si no nos hubiéramos empeñado en que hiciera lo que nosotros queríamos… ¿Crees que habría sido diferente?
Mi madre formuló aquella pregunta la primera semana que siguió a la muerte de mi padre. En momentos como aquel, el pasado te sale al paso dondequiera que mires. Los días no transcurren con sus propios minutos y horas sino que encuentran los que tú has vivido con la persona a la que echas de menos.
Pero aquella fue la única vez, en todos los años que han transcurrido desde entonces, en que mi madre formuló aquella pregunta en voz alta. Hablamos a menudo de todo lo que ocurrió aquel verano de 1939 siempre que la visito para ver qué tal está. Mi madre se ha quedado en su casa de Gros Ventre. «Conmigo ya tengo bastante compañía para mí sola», sostiene esta madre mía. Mi madre sigue cultivando el huerto más grande del pueblo y es presidenta a perpetuidad de la junta de la biblioteca. Lo que más le irrita es cuando la gente la mira, según sus palabras, «Como Si Yo Fuera Un Monumento». Cuando cumplió ochenta y cuatro años el pasado mes de abril me costó mucho convencerla de que accediera a ser entrevistada por el joven editor del Gleaner. «LA MUJER DE GROS VENTRE QUE HA BURLADO AL SIGLO XX», rezaba el titular. Pero ya saben cómo son esas historias. Es difícil encajar toda una vida en apenas unas columnas. Nunca les hablé ni a mi madre ni a mi padre de la negativa de Alec aquel mediodía, cuando lo llamé por teléfono para avisarle del incendio de Flume Gulch. Y tampoco se lo conté cuando mi madre me preguntó si podría haber sido diferente.
Pero lo que sí le conté a mi madre fue la gran verdad que pude discernir aquel lejano verano en English Creek.
—Si vosotros dos no hubierais tenido las ideas que teníais, no habríais sido vosotros. Y si Alec no se hubiera marchado, no habría sido Alec.
Mi madre asintió con la cabeza.
—Quizá si hubieran sido otros tiempos…
—Quizá —dije yo.
Y Stanley Meixell.
Stanley se quedó trabajando para los hermanos Busby hasta que vendieron los corderos aquel otoño de 1939. Después dijo que tenía que darse una vuelta por Oregón: «Siempre me ha gustado ese nombre». Muy al comienzo de la guerra, los Busby se enteraron de que estaba trabajando en los astilleros de Portland. Después de eso, nada.
Así pues, me queda aquella última visión de Stanley tras el incendio de Flume Gulch, antes de que mi padre y yo partiéramos en dirección a Gros Ventre. Me acerqué hasta Stanley, que estaba removiendo una cazuela llena de salsa.
—Sí, señor, Jick. Me da a mí que nuestro restaurante va a cerrar dentro de nada.
—Stanley —dije yo—. Todo aquello del incendio de La Mujer Fantasma… Yo no sé quién tenía razón y quién no, si es que alguien la tenía o qué, pero lo siento mucho. Siento que las cosas salieran así.
—Vaya, un McCaskill que directamente dice que lo siente —respondió Stanley. Probó la salsa, se giró y me clavó aquellos ojos oscuros enmarcados por aquellos surcos tan profundos—. Así que al final yo tenía razón.
—¿A qué vez te refieres?
—A cuando en cierta ocasión les dije a tus padres que a mí me parecías el jick de la familia.