El sol brilla y ya ha empezado la siega. En English Creek y Noon Creek, todo el mundo siega, rastrilla y apila. En cuanto a la comparación entre la siega de este año con la de años recientes, ¿han visto ustedes últimamente a un ranchero que no sonría como un cristiano con cuatro ases en la mano?
Gros Ventre Weekly Gleaner, 20 de julio
—Pásame esa llave, Jick.
—Aquí tienes —le pasé a Pete la llave que me pedía por debajo de la cargadora mecánica. Oí un gruñido, un destello metálico que se sucedía a medida que la llave volaba y martilleaba sobre el chasis y la voz de Pete anunciando:
—El muy cabrón debe de ser un tres octavos.
Yo ya me conocía el percal.
—¿Te has dado en los nudillos?
—Ya lo creo.
—¿Has soltado la tuerca?
—Ya lo creo que sí.
—¿Tú estás seguro de querer segar este año?
—Mira, sobrino. El próximo cabronazo de tornillo oxidado lleva tu nombre escrito.
Aquel mediodía de nuestro primer día de preparativos con la maquinaria para la siega de Pete, cuando entramos a lavarnos para comer, Marie miró los nudillos raspados, los arañazos en la piel y las ampollas ensangrentadas de ambos y preguntó: «¿Os habéis contado los dedos antes de empezar?».
A pesar de todo lo que exigía del pellejo de una persona, sigo pensando que trabajar para Pete en la siega era un empleo de primera.
El rancho de los Reese era perfecto para la siega. Pete había heredado no solo las tierras de mi abuelo Isaac Reese en Noon Creek sino también la convicción del viejo Isaac de que alimentar más de una fuente de ingresos era una excelente idea en Montana. Pete seguía criando las ovejas a las que Isaac había recurrido tras el desplome de los precios del ganado mayor y trataba de mejorar los campos de heno del rancho, abriendo acequias en las praderas de heno salvaje de las tierras más bajas para irrigarlas desde Noon Creek. Incluso durante los años más secos de la Depresión, Pete siempre había tenido heno para vender en el invierno. Este año parecía que iba a tener una cosecha excelente. Aquellas grandes extensiones salvajes llenas de fleo de los prados y pasto alambre se sucedían una tras otra a orillas del río, como un morral pegado a una correa. Luego estaba el campo grande situado sobre la divisoria entre Noon Creek e English Creek, donde crecía la alfalfa de secano. En un año húmedo como aquel, la alfalfa había crecido ya por encima de las rodillas y aquel extenso campo en las terrazas parecía tan verde como cuentan que es el Amazonas.
Aquellos primeros días que sucedieron al Cuatro de Julio, el heno estaba casi listo para recibirnos y yo más que preparado para recogerlo. Preparado para quitarme la situación de la familia McCaskill de la cabeza durante, al menos, buena parte del día. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que el callejón sin salida al que habían llegado mis padres y Alec reflejaba ahora una terquedad mayor que antes. Si Alec necesitaba confirmación de que llevaba razón en aquella idea insolente y desbocada de cowboy que se había formado de sí mismo, la competición del rodeo y su triunfo pugilístico lo habían conseguido. Esas dos hazañas y también Leona. Los pies de Alec no volverían a tocar el suelo hasta agosto. Pero yo ya le había dedicado demasiado tiempo aquel verano a todo ese lío de Alec y mi mente comenzaba ya a buscar nuevos quehaceres. Mi padre, mi madre, mi hermano: que se las apañaran ellos solos con el futuro de Alec. Yo tenía por delante una temporada de siega en Noon Creek… para mí solito.
Podía haberlo sabido. «Aquel verano…» sería la frase que utilizaría en adelante mi madre para referirse a ese verano. Para mí, el verano en el que ni siquiera la siega resultó como yo pensaba. El verano en que empecé a preguntarme si alguna vez las cosas terminan como uno espera.
Si les soy sincero, aquellos primeros días preparando las herramientas para la siega, yo le servía a Pete más de compañía que de ayuda. Si me necesitan, sé arreglar trastos, pero esa tarea no me gusta nada. Mi entusiasmo por la era de las máquinas sería mucho mayor si esos cacharros pudieran arreglarse solos y no exigieran tantas malditas reparaciones. Pete era bastante parecido a mí en lo que a darle a la llave inglesa se refiere.
Aun así, sigo pensando que hacer compañía no es poca cosa. Entre tanto apretar tornillos, desapretarlos, volver a apretar, colocar revestimientos metálicos, calafatear, colocar arandelas, engrasar, golpear, afilar, enderezar, ¿no les parece que un poquito de conversación siempre es bienvenida? ¿Y que cuanto más lejos esté uno de las tareas mecánicas, mejor? Al menos mi tío y yo así lo creíamos. Recuerdo que Pete, de repente, me habló del pájaro ki-ki de Noon Creek: «¿Nunca has oído hablar del pájaro ki-ki que vuela por estos andurriales? Jick, me sorprendes. El pájaro ki-ki aparece todos los años el primer día de verdad del invierno. Se posa encima del paridero y mira a su alrededor. Dice “Kiiiii-Kiiiii-Kiiiiiiriiisto Bendiiiitooo, ¡pero qué-qué-re-quéeeee-fríiiiooo!”, y se larga a California». Yo a cambio deleité a Pete con un par de canciones del repertorio de Stanley, empezando por aquella de la dama que era salvaje y lanuda y que estaba llena de pulgas y a la que nunca habían almohazado por encima de las rodillas. Pete pareció algo sorprendido por mis conocimientos musicales, pero le resultó divertido.
También de aquello me acuerdo aún: de lo sorprendente que era oír, de un rostro que tanto me recordaba al de mi madre, la clase de lenguaje con la que Pete se dirigía a la maquinaria para la siega durante esos días de reparaciones. Era un soplo de aire fresco.
En general, Pete y yo nos llevábamos a las mil maravillas. Ya he recitado las glorias de Marie cuando les hablé del picnic del Cuatro de Julio. Si había una persona capaz de cocinar en el Two al mismo nivel que mi madre, esa era Marie. Así que mis oídos y el resto de mi cuerpo estarían bien alimentados durante aquellos días en los que Pete y yo, a base de fuerza y desmaña, teníamos que conseguir que funcionaran las máquinas. No se me ocurrió pensarlo entonces, pero imagino que a Pete le gustaba tenerme por allí —ya Alec otros veranos, cuando era él quien se ocupaba de rastrillar—, porque él y Marie no tenían hijos. Su hijo murió al nacer y Marie casi muere con él. De hecho, desde entonces, su salud no había sido del todo buena. Al menos durante un breve periodo de tiempo alguien de mi edad era una persona privilegiada en casa de los Reese.
Me contuve hasta que Pete y yo hubimos terminado con la última pieza de maquinaria, tras sustituir las protecciones estropeadas de la segadora, antes de lanzar la siguiente pregunta:
—Pete, tú conoces a Stanley Meixell, ¿verdad?
—Lo conocía. ¿Por qué lo preguntas?
—Solo tengo curiosidad. Mis padres no me cuentan gran cosa de él.
—Ha estado mucho tiempo desaparecido de estos lares. Una vieja historia.
—¿Tú lo conocías cuando fue forestal de English Creek?
—Un poco. Cuando cualquier persona de Noon Creek capaz de deletrear la palabra B-A-C-A andaba por allí cuidando ganado en el bosque. Durante la guerra y justo después de que terminara, quiero decir.
—¿Y qué tal era de forestal?
—¿Qué tal era?
—Sí, quiero decir, ¿se parecía mucho a papá? ¿Mimaba el bosque igual que una gallina mima a sus polluelos?
—Stanley siempre me dio la impresión de ser más gallo que gallina. —Aquello no lo pillé. Stanley no me había dado la impresión de ser alguien que fuera pavoneándose por la vida—. Pero sí te digo una cosa —prosiguió Pete—, Stanley Meixell y tu padre conocen estas montañas del Two mejor que ninguna otra persona. Menudo par.
—¿En serio? —Que aquel vivandero hinchado y ajumado en whisky al que yo había acompañado allá arriba en el Two fuera tan buen conocedor de aquellas montañas como mi padre… con todos los respetos hacia Pete, pero no me lo creía.
Me imaginaba que quizá Pete conocía algunos detalles de la vida de Stanley más ajustados a la realidad que aquella visión que acababa de darme del personaje, así que le pregunté:
—Entonces, después de ser forestal en English Creek, ¿adónde lo empaquetaron?
—¿Empaquetaron?
—Es lo que dicen los del Servicio Forestal cuando los trasladan. Después de estar aquí, ¿dónde trasladaron a Stanley?
—Jick, yo del Servicio Forestal no sé gran cosa. ¿Qué te parece si me afilas las hojas para la segadora? Hay un par de ellas apoyadas en la pared del taller, por alguna parte.
—¿Cómo va, Jick?
La tercera mañana en la que me dirigí a caballo a casa de Pete y Marie, el segador Bud Dolson me recibió allí a la hora del desayuno. Pete había ido a buscarlo a Gros Ventre la noche anterior, ya que Bud había viajado en autobús desde Anaconda.
Bud solía trabajar con las bestias de la fundición de Anaconda, un trabajo de peón muy duro. «Me vendrá bien tomar un poco de aire fresco». Bud aseguraba que esa era la razón por la que, verano tras verano, acudía a ayudar a Pete con la siega. Cierto era que los vapores de la fundición bastaban para propulsarte a cualquier lugar lejos de allí, pero yo tengo la sospecha de que el trabajo de siega, un mes solo con una recua de caballos, con la segadora y el heno esperando, significaba mucho para un hombre tan callado como Bud.
El primer día realmente abrasador del verano llegó con Bud. Hacia las nueve el rocío había desaparecido ya de la hierba y Bud empezó a cortar la primera ringlera de las praderas más cercanas a Noon Creek, en una vereda de verde sobre verde.
—Qué pasa, Jick.
Al caer la tarde, mientras yo ensillaba a Poni para marcharme a casa en English Creek, Perry Fox apareció a caballo procedente de Gros Ventre.
En los pueblos y ciudades de Montana por aquel entonces aún podían encontrarse tipos como Perry, viejos tipos duros texanos que habían puesto rumbo al norte poco antes del cambio de siglo y que por una u otra razón nunca encontraron el camino de regreso a Texas. Durante buena parte de mi infancia, Gros Ventre acogió hasta a tres de estos tipos: Andy Cratt, Smith Mitchell «El Sordo» y Perry Fox. Todos habían sido peones en el viejo rancho Bloque Siete cuando dicho rancho era el rey ganadero en esta parte de Montana. Después sobrevivieron echando una mano a los pequeños rancheros en la época de herretear los animales y cuando había que cargar los terneros para la venta y, entretanto, domaban algún caballo que otro. Perry Fox era el último de esos texanos que seguía con vida. Debía de ser ya setentón, creo yo, porque Toussaint Rennie le había contado a mi padre que recordaba haber visto tanto a Perry como a Smith Mitchell El Sordo en las redadas de 1882, cuando aún eran dos jóvenes delgaduchos subidos a aquellas enormes sillas texanas. Demasiado quemado ya para tener un trabajo normal en un rancho, Perry pasaba los inviernos en la guarnicionería de Dale Quigg, ayudando en la reparación de arreos y otras labores del cuero y, durante el verano, trabajaba para Pete manejando la hileradora.
Le devolví a Perry ese saludo suyo que arrastraba las palabras y asentía con la cabeza y lo miré mientras sacaba la estera y el petate de la silla —al igual que Bud, Perry solía pernoctar en el barracón de Pete hasta que terminaba la siega—. No pude evitar darme cuenta de que había pasado una soga muy corta por debajo del estómago del caballo y que después la había atado a ambos estribos. Aquella forma de atar los estribos era nueva. Aquella noche le pregunté a mi padre.
—Conque a esas hemos llegado —dijo mi padre—, cabalgando con los estribos atados. —Yo seguía sin enterarme—. A su edad, Perry ya no puede permitirse que el caballo siga tirándolo al suelo —me explicó mi padre—. Es demasiado quebradizo y no tendría arreglo, así que se ata los estribos para que no se le salgan los pies si al caballo le da por ponerse de manos.
—A lo mejor tendría que dejar de montar a caballo —dije yo, sin pensarlo demasiado.
Mi padre me corrigió también en ese punto.
—A los tipos como Perry, cuando ya no pueden ir a caballo, lo mejor que puedes hacer por ellos es llevártelos y pegarles un tiro. Perry jamás aprenderá a conducir. En el instante en que no pueda subirse a un caballo y mantenerse erguido, se acabó.
La cuarta mañana, Pete me hizo poner los arreos a mi recua de caballos y conducir el rastrillo hasta los campos segados para ayudar a Perry a hacer hileras de heno.
Lo cierto es que ese día fui yo el que se encargó de la mayor parte del trabajo de amontonar el heno en hileras, mientras Perry enredaba y enredaba con la hileradora, las cuchillas, los arneses de los caballos y así sucesivamente. En ese instante suscribí sin dudar lo que Pete solía decir sobre su costumbre de contratar a Perry una estación de siega tras otra: «Es más lento que la ira divina, pero es constante». Imagino que si mi trasero fuera tan viejo y huesudo como el de Perry, tampoco yo me daría demasiada prisa en quedarme sentado para no volver a levantarme en cuatro o cinco horas.
Al final de aquel día que pasamos abarañando, cuando Perry y yo hubimos desenganchado los caballos y Pete nos hubo ayudado a examinarlos en busca de alguna herida provocada por los arneses, por la carretera apareció la camioneta del Servicio Forestal con mi padre y mi madre. Habían ido a Great Falls en un viaje de trabajo de mi padre y, antes de ir a casa, pasaron por la First Avenue South para llevar a los últimos miembros de la cuadrilla de segadores que iban a trabajar para Pete.
Entonces salió de la parte trasera de la camioneta. Wisdom «Prudencio» Johnson, el apilador.
—¡Hola, Pete! —gritó Prudencio. Incluso tras el viaje desde Great Falls al aire libre, no podía decirse que Prudencio estuviera ni tan siquiera un poco sobrio, pero lo cierto es que tampoco estaba tan mamado como para caerse de la camioneta de camino al trabajo, algo que en el fondo era lo que contaba a la hora de contratarlo—. Hombre, ¡Perry! —Se sucedieron los saludos—. ¡Hola, Jick! —Si la población de Montana al completo hubiera estado en el jardín de los Reese, Wisdom habría saludado a todos prácticamente de la misma manera. Quizá Prudencio Johnson no fuera una de las mentes más brillantes del mundo, pero le gustaba poner en práctica aquello que conocía.
—Me da a mí, Prudencio —dijo Pete—, que tú has venido aquí a segar.
—Pete, estoy listo —testificó con la mayor seriedad Prudencio—. Si quieres empezar a apilar heno ahora mismo, estoy preparado. Ya lo creo que sí. Qué me dices, ¿empezamos? —Prudencio lanzó una mirada alrededor con los ojos entrecerrados, la misma que debieron de lanzar Lewis y Clark en su expedición a la costa del Pacífico—. ¿Dónde está el campo?
—Prudencio, ya es hora de cenar —dijo Pete—. Mañana empezaremos. ¿Te apetece papear algo?
Prudencio se quedó pensativo.
—No. No quiero nada. —Tragó para alejar la idea de la comida—. Lo que sí que necesito es sentarme un rato.
Perry dio un paso adelante.
—Yo lo llevo hasta el barracón. Por aquí, Prudencio. ¿Dónde has pasado el invierno?
—En la costa —informó Prudencio mientras acompañaba a Perry con paso dubitativo—. En un campamento maderero, al norte de Grays Harbor. ¡Venga llover! Perry, ¿sabes que a veces llovía una semana seguida sin parar? Yo no tenía ni idea de que pudiera llover tanto.
Mentón en mano y con el codo apoyado en la puerta, mi madre observaba escéptica aquella escena desde la camioneta, con la ventanilla bajada. Abrió la puerta. No me sorprendió que aparentara estar bastante sulfurada. No conozco a ninguna mujer de Montana que no haya apretado los dientes cuando haya tenido que bajar a un hombre del taburete de algún bar y enfilarlo hacia lo que se suponía que debía estar haciendo.
—Voy a visitar a Marie —anunció para gran alivio de mi padre y de Pete.
Pete se aseguró de que mi madre ya no pudiera oírlo y después preguntó:
—Estaba donde Sheba, ¿no?
—No, en el Mint, aunque Betty «La Saltarina» estaba con él. Por lo visto no estaba dispuesta a separarse de él mientras tuviera un centavo a su nombre. —Ahora que lo pienso, también mi padre parecía un tanto molesto. Debió de haberles hecho falta una buena dosis de persuasión para arrancar a Prudencio Johnson de los brazos de Betty—. Por lo menos no tuve que sacarlo directamente de la cama de ninguna puta. Pero eso es lo mejor que puedo decir del calibre de tus empleados, cuñado.
Pete sonrió y le tomó el pelo a mi padre:
—Yo no estaría tan necesitado de mano de obra si siguieras el ejemplo de Buenayuda Hebner y tuvieras algún hijo más, no solo los rastrilladores que me traes.
De alguna manera Pete parecía saber lo que hacía falta a cada instante. La broma de Pete daba a entender que el otro rastrillador de los hermanos McCaskill había sido Alec, un tema sobre el que mi padre no quería oír hablar demasiado aquellos días. Pero mi padre guiñó a medias el ojo izquierdo y respondió a la broma de Pete:
—Ya ves, no me salió nada mejor que estos rastrilladores. No sé exactamente qué dice eso de mi calibre.
Al quinto día, segamos.
Las hileras que Perry y yo habíamos trabajado formaban una figura que siempre me había gustado: una pradera de heno parecida a un costillar, con las hileras distribuidas a una distancia equitativa. Perry se encargaba ahora de ir formando hileras de heno en el siguiente campo cerca del río, mientras Bud segaba el siguiente.
Los que componíamos la cuadrilla de apiladores nos pusimos manos a la obra. Colocamos la apiladora en un extremo elevado de la pradera, de tal manera que el heno quedase a resguardo de los ventisqueros de Noon Creek. Con la cargadora, Pete iba colocando el heno detrás de la apiladora. Después, Prudencio fue manejando toda aquella acumulación de heno y dándole forma con la horca hasta preparar la base de la pila tal como quería. Si bien no completamente cuadrado (ocho pasos de ancho por diez de largo), formaba casi un islote de heno y llegaba prácticamente a la altura del pecho.
—Anoche dijiste que estabas listo, Prudencio —dijo Pete—. Allá va —y al decirlo clavó la primera carga de heno en la horca de la apiladora—. Arriba con ella, Clayton.
El último hombre, o debería decir el último miembro, de nuestra cuadrilla era el conductor de la recua encargada de la apiladora, Clayton Hebner, un chico de doce años. Pete siempre contrataba a cualquiera de los chicos Hebner que tuviera entre doce y catorce años para las labores de apilado. Todos eran prácticamente idénticos: un muchacho delgaducho con una gran mata de pelo y sin mucho que decir. Aparentemente, el botón del volumen en aquella familia lo tenía Buenayuda Hebner. Lo único realmente destacable de Clayton era aquella manera de los Hebner de estar siempre mirándote fijamente, como si fueras el último eslabón de la evolución y no quisiera perderse el instante en el que de repente te salieran alas o aletas. A la señal de Pete, Clayton puso en movimiento su recua de caballos sujeta a un cable que, a través de un aparejo formado por un trípode con polea dentro de la apiladora, iba levantando los brazos de esta, así como la horca cargada de heno, y el heno iba subiendo hasta que…
Y digo yo… ¿De verdad hoy en día todo el mundo piensa que el heno viene en pacas de forma natural? ¿Que Dios ordenó que todo el ganado se alimentara de grandes fardos de heno atados y prensados por máquinas que cuestan trece mil dólares? De ser así, mejor será que describa en qué consistía la siega en aquella época. El truco consistía en apilar el heno en montones del tamaño de una casa de adobe. Un almiar bien construido parece en realidad igual de sólido y sencillo que una estructura de adobe, si bien, naturalmente, es más elevado y redondeado en la parte superior. Inténtenlo alguna vez, reunir diez o doce toneladas de heno en una sola pila y ya verán lo importante que son las herramientas. En diferentes zonas del Oeste se utilizaban distintas herramientas para apilar el heno que recibían nombres diversos: rampas de castor, grúas mormonas, dos-postes, jayhaks… Pero el preferido de Pete era la apiladora-aventadora. Una apiladora-aventadora funcionaba tal y como su nombre sugiere: se lanzaba una pila de heno hacia un gran armazón ancho que hacía funciones de andamio que sujetara la parte frontal del almiar. Prueben a sostener los brazos rectos, agarrando con cada mano un cesto lleno de heno: ahora levanten los brazos y el cesto por encima de la cabeza con cierta velocidad y estarán lanzando el heno exactamente como lo hace una apiladora-aventadora. En resumen, funciona como una especie de catapulta, pero una catapulta controlada, puesto que es responsabilidad del conductor de la recua controlar el paso de sus caballos, de tal manera que los brazos y el bieldo de la apiladora avienten el heno hacia la zona en la que el encargado de colocar el heno quiera que caiga. Más allá de tener que hacerse cargo de la velocidad de la cuadrilla, conducir la recua es un trabajo aburridísimo, porque tienes que ir de un lado a otro detrás de los caballos mientras estos recorren la apiladora, todo el maldito día, razón por la que solía encargarse esa tarea a un muchacho como Clayton.
Así se aventaba el heno y, a medida que tanto la primera paca como la temperatura de aquel día comenzaron a ascender, Prudencio Johnson sufría. También aquello formaba parte del inicio de la temporada de siega: Prudencio expulsando por todos sus poros todo lo acontecido en las tabernas de Great Falls. Empapándose de sobriedad, sudando con la labor del verano. Todos nos sabíamos de memoria la escena que tendría lugar aquella primera mañana. Prudencio caminaría dando tumbos sobre el montón de heno como si tuviera un tronco atado a cada pierna. Daba un poco de lástima verlo, especialmente ahora que mi estancia como vivandero con Stanley Meixell me había enseñado lo que era una resaca de verdad.
Pero incluso con Prudencio sumido en aquella agonía, la pila iba progresando a buen ritmo, como también sabíamos que sucedería. El apilador era el maestro de la cuadrilla. Cuando los demás terminábamos de segar o rastrillar o aventar heno o lo que fuera, el resultado final eran los almiares o pilas que hacía el apilador. Prudencio Johnson, en sus propias palabras, era capaz de construirlos «bien altos y bien derechos». Eso era incuestionable: Prudencio era tan grandote y musculoso como debiera ser el apilador ideal; nueve Prudencios valían por una docena. Además daba la impresión de que su lugar era lo alto de un almiar, porque era tan atezado que podía ponerse a lanzar heno todo el día descamisado. A mí me daba muchísima envidia. Si yo intentara hacer lo mismo, me habría quemado y me habrían salido ampollas por todo el cuerpo. Pero Prudencio se ponía más y más moreno. Todos los veranos su bronceado marcaba el progreso de nuestra temporada de siega. A medida que el calor de julio iba a más y nos adentrábamos en agosto, más de una vez se me ocurrió que con el sudor que bañaba a Prudencio mientras trabajaba al sol y con los músculos de los brazos hinchados a medida que iba moviendo el heno y aquella piel tan ennegrecida como el cuero, cada vez se parecía más al luchador de los pesos pesados Joe Louis, pero, naturalmente, por aquel entonces eso no era algo que se le pudiera decir a un blanco.
Aquel era el segundo verano en el que llamamos a Prudencio por este nombre en lugar de hacerlo con su nombre verdadero, Cyrus Johnson. El apodo le cayó porque había soportado varias temporadas de siega en la cuenca del Big Hole, allá abajo, en el suroeste del estado y, en su opinión, el Big Hole era la antesala del cielo. Allí el heno era de lo mejor, los caballos de carga casi se ponían los arreos solos y las tartas que hacían los cocineros de los ranchos del Big Hole prácticamente flotaban por el aire de tanto merengue que llevaban encima. Y ese glorioso listado seguía y seguía. Considerando que las tierras del Big Hole tenían una gran reputación en las labores de siega incluso sin el testimonio de Cyrus Johnson, todos los demás que estábamos sentados a la mesa de los Reese solíamos asentir con la cabeza y guardábamos silencio; pero entonces llegó una vez, durante una cena a comienzos del primer verano que empecé la siega con Pete, en la que Cyrus empezó a hablar de otra de las glorias del Big Hole. «Tú mira Prudencia[7]. Así deberían ser todas las ciudades. Es el sitio más amable, donde más puedes beber y el más bonito…».
—¿Prudencia? ¿Ese burgo? —Bud Dolson solía ser el silencio personificado, pero Anaconda, de donde era natural, no quedaba muy lejos de Prudencia, a orillas del Big Hole, y Bud había estado allí. Cyrus tuvo la desgracia de preguntarle justo eso.
—Así es —contestó Bud—. Pero parpadeé un poco, así que puede que me haya perdido casi todo.
Cyrus pareció dolido.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Cy, quiero decir que el pueblo de Prudencia hace que Gros Ventre parezca Londres, Inglaterra.
—Pero hombre, Bud. Prudencia es un pueblo precioso.
Bud sacudió la cabeza, como con pena.
—Si tú lo dices, Prudencio.
Y desde entonces el gran apilador se quedó con el nombre de Prudencio Johnson.
El primer almiar ya iba avanzando. Pete había recogido varias hileras de heno y las había cargado en la apiladora. En ese punto comenzaba mi aportación al proceso de la siega. Me subí a mi rastrillo.
Para quien no haya visto nunca uno, un rastrillo es muy parecido a un gran cardán —el mío era de los de tres metros— colocado entre ruedas de hierro con muchas púas, casi tan grandes como las de una diligencia, pero no tan gruesas ni pesadas. El «eje», que en realidad es el chasis del rastrillo, lleva acoplada una hilera de largos dientes curvados muy finos, colocados aproximadamente a un palmo de distancia entre sí. Es este regimiento de dientes lo que va rastrillando el suelo y va raspando el heno que ha quedado suelto en la tierra, como si el campo fuera una cabeza con pelo y el rastrillo fuera una especie de peine gigante. A medio camino entre las ruedas había un asiento para el conductor, en este caso yo, y una lengua de madera que se extendía hacia delante, para enganchar los caballos.
Mi recua de caballos ya estaba enjaezada, esperándome. Blanca y Ojo de Pez. Para ser caballos de carga, no formaban mala pareja. Se trataba de una recua ligera, porque para tirar de un rastrillo tampoco hacían falta los caballos más grandes del mundo sino más serenos que fogosos. Que Blanca y Ojo de Pez fueran tan civilizados era todo un alivio para mí, porque uno nunca sabe lo que le puede tocar en suerte con una recua de caballos. A lo mejor te toca uno que puede tirar como un percherón pero es tonto, y otro lo bastante listo para dar una clase de geometría pero tan perezoso que constantemente da marcha atrás. O a lo mejor uno de los caballos da muchas patadas y su compañero es tan manso que un puercoespín podría pasarle por debajo sin provocar reacción alguna. Así pues, salvo que Ojo de Pez se te quedaba mirando de soslayo con cara de pez cuando le colocabas los arneses y que Blanca daba la impresión de necesitar una siesta todo el tiempo, aquella recua mía era mejor de lo que la ley de la media suele sugerir.
Creo que tengo razón cuando digo que Pete fue el primer ranchero del Two que utilizó una cargadora a motor: un viejo chasis de automóvil y un motor, con una especie de bieldo que servía para cargar los haces del campo hasta la pila. Hacía un par de veranos Prudencio Johnson había traído con él noticias de la invención de la cargadora a motor en el Big Hole: «Que te lo digo yo, Pete, que los tienen por todas partes en esas tierras. Se mueven a toda velocidad». Resultó no ser así, pero el invento en cuestión acarreaba el heno tan rápido como dos cargadoras tiradas por caballos. El motor de combustión interna entró con gran estruendo en los campos de los Reese y aceleró las cosas, pero detrás quedaban grandes manchas de heno disperso que se habían escapado del bieldo o habían quedado sin recoger. El rastrillo era el responsable de reunir todo aquel heno que de otro modo se habría echado a perder. Colocado ya en mi asiento, sacudí con un chasquido las riendas de Blanca y Ojo de Fez y los fui guiando hacia la pradera en la que Pete había estado recogiendo el heno. Así comenzó mi segundo verano rastrillando.
Supongo que debo admitir que cualquiera capaz de manejar una recua de caballos es también capaz de hacer lo propio con un rastrillo, pero no necesariamente sabrá manejarlo bien. El truco consiste en no dejar de moverse, pero hacerlo con paso tranquilo. Mantener los caballos en movimiento recogiendo el heno que ha quedado en el suelo, en lugar de andar por ahí correteando como un loco. Deambular en libertad y cosechar a tu aire por el campo, como un elegante patinador deslizándose sobre el hielo. Bueno, en realidad no tan libre ni tan elegante, porque uno tiene que prestar atención suficiente para verter los restos en un buen lugar para que la cargadora pueda recogerlos, no en un lugar encenagado ni sobre el montículo de algún tejón. Pero aún así digo que, cuanto más se deje llevar uno por entre los campos de heno, adelante y atrás allí por donde hace poco ha pasado la cargadora, incluso si no hay mucho heno suelto, mejor rastrillador será. Una mente tan dispersa como la mía era ideal para la tarea.
«¿Qué tal ha ido?», me preguntó mi madre tras aquella primera noche de siega. Estábamos esperando para la cena a mi padre, que estaba con alguien de North Fork inspeccionando el progreso de las cuadrillas del CCC encargadas de la reparación de carreteras y caminos.
—Un almiar y medio —dije yo sin pensarlo, como si llevara toda la vida de peón en la siega.
—¿Qué tal te las has apañado con Blanca y Ojo de Pez?
—Son una pareja bastante lenta, los muy hij… —me acordé a tiempo de cerrar el pico: el vocabulario que había usado en presencia de Pete y el resto de la cuadrilla era garantía de líos en casa—. Bueno, ya me entiendes. Pero no están mal.
Mi madre me miró fijamente desde el fregadero, apoyada con los brazos cruzados sobre el pecho. Después me sorprendió con una sonrisa y me dijo: «Sin ti hay bastante tranquilidad por aquí».
Opté por tomarme aquello como un cumplido. Es más, me atreví a tomarle el pelo un poco:
—Bueno, a lo mejor puedo llamarte por teléfono desde casa de Pete y Marie para cantarte una canción, o contarte un chiste.
—No te preocupes, Don Imaginativo —dijo mi madre rechazando la oferta—. Me acostumbraré.
En ese momento no le presté suficiente atención, pero es verdad que mi madre tuvo que adaptarse. Alec exiliado. Yo repartido entre English Creek y los campos de heno de Noon Creek. Mi padre cada vez más desaparecido a medida que aumentaba el riesgo de incendios en el bosque. Justo lo contrario de la situación habitual en una casa llena de varones McCaskill; una verdadera escasez. Últimamente hay otra cuestión que me ocupa el pensamiento. Me refiero a la manera en la que la vida nos separa, a hombres y a mujeres, mas no en función de ninguna habilidad concreta que yo haya podido distinguir jamás. Una de las preguntas que me habría gustado formular en el transcurso de aquel inmenso verano es la que debí haberle planteado a mi madre de haber sido lo suficientemente sensato: su opinión sobre lo que suponía haber nacido mujer en una región en la que predominaban maneras tan masculinas de ganarse el pan.
—Así que al final te ha entrado el hambre —fueron las palabras con las que mi madre saludó la llegada de mi padre—. Lavaos y sentaos, vosotros dos. La cena estará lista en un minuto.
—¿Qué tal ha ido hoy? —me preguntó mi padre.
Yo repetí mi informe sobre la siega con los Reese. En aquella y otras conversaciones que manteníamos durante la cena mi padre agitaba la cabeza y asentía con murmullos muchas veces, lo que quería decir que solo me escuchaba a medias. Un síntoma que se repetía todos los años. Llegado ese punto del verano, y además un verano tan cálido como aquel, los incendios ocupaban por completo la mente de cualquier forestal. La gente solía contar ese chiste de un funeral donde el sacerdote preguntó si alguien quería ofrecer algún recuerdo del difunto. El forestal fue el primero en ponerse en pie y dijo: «El viejo Tom no era de lo peor que he conocido. Y a continuación me gustaría añadir algunas palabras sobre la prevención de incendios».
Pensándolo bien, el semblante preocupado de mi padre era comprensible. Mi padre era responsable de todo el horizonte a la vista. Un horizonte de cumbres, acantilados, pendientes cubiertas de árboles y tierras altas para pastos: aquel conglomerado natural era el distrito del Bosque Nacional Two Medicine que le habían asignado y cada bendito centímetro de aquella tierra era presa de tormentas, hogueras descuidadas y colillas tiradas. Su única línea defensiva era un pequeño equipo de hombres dispuestos a lo largo de aquella masa montañosa y boscosa; los puntos de observación desde las atalayas y, en esta época del año, los guardas y otros vigilantes ocasionales que mi padre contrataba y estacionaba para combatir rápidamente los efectos de los relámpagos y hogueras latentes de toda clase. Mi padre era un férreo defensor de la teoría de que el mejor momento de luchar contra un incendio era antes de que empezara. Cierto era que los bosques del Two, aquí en la cara este de las Rocosas, no eran tan densos, grandes y propensos a sufrir incendios como los bosques que había más al oeste, en Montana e Idaho. «Pero tampoco eso quiere decir que estén hechos de amianto», se quejaban los forestales del lado este en el Two, del Lewis y Clark, el Custer y el Helena, frente a lo que percibían como cierta tendencia a favorecer al lado oeste en la manera de pensar y el presupuesto contra incendios de la sede central de la Región Uno. Era cierto que los incendios legendarios habían ocurrido allí, al oeste de la Divisoria Continental. El incendio de Bitterroot en 1919 había sido un verdadero huracán en llamas. Un millón doscientas mil hectáreas de árboles se consumieron bajo el fuego, buena parte de ellas con los mejores pinos blancos del mundo. Prácticamente la mitad de la ciudad de Wallace, en Idaho, quedó arrasada. El incendio de Bitterroot mató a ochenta y cinco personas, ochenta y cuatro de ellas directamente víctimas de las llamas y otra que se apartó un poco de una cuadrilla en Setzer Creek y se llevó una pistola a la sien. El Servicio Forestal, que por aquel entonces apenas tenía un par de años de antigüedad, sufrió una sangría considerable como consecuencia del incendio de Bitterroot. Ya en 1934 se había producido el fracaso de los incendios de Selway, en la divisoria entre Idaho y Montana. Aquel agosto, el Bosque Nacional Selway se convirtió en El Álamo particular de la Región Uno. El forestal a cargo de la región, el comandante Kelley, y el personal de su oficina enviaron a sofocar aquellos incendios en tierra de nadie a cincuenta y cuatro hombres que fueron incapaces de controlar las llamas. El incendio de Pete King Creek, el de McLendon Butte y cerca de otros quince incendios más pequeños rugían simultáneamente. En la peor tarde se quemaron dos mil quinientas hectáreas por hora en el bosque de Selway. Y cuando estalló el incendio de Fish Butte, varios cientos de miembros del CCC tuvieron que echar a correr como liebres. Ardieron cinco campamentos de bomberos y a punto estuvieron también de hacerlo las estaciones forestales de Pete King y Lochsa. Ninguno de los remedios que el Servicio Forestal intentó poner en práctica en Selway funcionó. En realidad, nada habría funcionado. En el infierno no hay termostatos que valgan. Las lluvias de finales de septiembre finalmente apaciguaron los incendios de Selway y pocas semanas después el comandante Kelley liquidó el Bosque Nacional Selway, parceló sus tierras, las dividió entre los bosques vecinos y dispersó al personal a su cargo, como si fueran las doce tribus de Israel. Aquel verano de Selway espabiló a todo aquel que trabajaba en la Región Uno —una derrota total a manos del fuego y la eliminación a manos del comandante de la unidad del Bosque Nacional— y estaba claro que ningún forestal quería que una pesadilla similar surgiera en su propio distrito.
Me detengo para contarles todo esto por lo que ocurrió a continuación, cuando mi padre terminó de cenar y abrió la única carta del día, un sobre oficial del Servicio Forestal.
—¡Pero qué tenemos aquí! —se preguntó—. ¿Será el último kelleygrama? —Sus siguientes palabras fueron—: Hijoputa.
Daba la impresión de que hubieran golpeado a mi padre con un tablón, de lo aturdido y enfadado que estaba. Después, como si por el mero hecho de pronunciarlas en voz alta las palabras fueran a cambiar, mi padre recitó el contenido de la carta:
«La ubicación del personal durante esta estación de incendios se decidirá en función de los estudios locales de riesgo de incendios. Se aplicarán medidas de restricción en las plantillas en situaciones de riesgo limitado como el actual, destinadas a eliminar la sobreabundancia de personal concebida para la cobertura de picos de trabajo erráticos y lograr un descenso efectivo de costes en relación con los gastos de años anteriores. En concreto, tras un cuidadoso análisis, la organización en los bosques de la zona este debe mantenerse en niveles mínimos, en concordancia con las necesidades actuales».
Mi madre, ¡ay!, sacudió levemente la cabeza, como si aquella carta viniera a confirmar sus sospechas sobre la insensatez de los escalafones más altos del Servicio Forestal estadounidense. Mi padre arrugó la carta y cruzó la cocina hasta colocarse junto a la ventana desde la que se veían Roman Reef, Rooster Mountain, La Mujer Fantasma y las demás cumbres del Two.
Yo pregunté:
—¿Qué significa todo eso?
—Que no habrá guardas en nuestra parte de la divisoria hasta que algo empiece a arder —dijo mi padre sin apartar la vista de la ventana.
Hasta el comienzo de la siega, yo me había estado preparando para pedirles a mis padres que me dejaran vivir en el barracón de Pete con el resto de la cuadrilla. Creía por entonces que aquello me apetecía. Cotorrear con Prudencio, Perry y Bud, oír todas aquellas historias de Big Hole, First Avenue South, Texas, Anaconda y un largo etcétera. Subir un nuevo peldaño en mi camino hacia la mayoría de edad, digo yo que eso era lo que me impulsaba, pero cuando llegó la siega ni siquiera me atreví a sacar el tema del barracón.
Para empezar, podía anticipar lo que diría mi madre sobre el hecho de que ya hubiera un McCaskill viviendo en un barracón «y a juzgar por el comportamiento reciente de Alec, Con Uno Es Más Que Suficiente». Además, con mi padre desaparecido durante buena parte de aquel verano, él prefería que yo estuviera cerca de English Creek en su ausencia. Pero ¿saben una cosa? En realidad fue una decisión unánime. Lo cierto es que yo no quería abandonar la habitación del porche en English Creek y cambiarla por la dudosa ganancia de pasar el verano durmiendo en un barracón con los peones de la siega.
Eso explica por qué tuve que empezar a viajar largas distancias a caballo todos los días. El caballo en cuestión era Poni, a quien decidí tener en más estima desde aquella vez en la que Ratón decidió mearse en el rodeo justo delante de Leona. Me levantaba todas las mañanas a las cinco, salía y ensillaba a Poni fuera del establo —en aquella época del año había luz suficiente— y los dos poníamos rumbo al rancho de los Reese.
En lo que a la mañana respecta, yo era una copia de mi padre. «El día marcha cuesta abajo después del amanecer» era su credo. Imagino que no hay demasiadas personas hoy en día que hayan contemplado casi todos los amaneceres de sus vidas, pero mi padre y yo sí lo hemos hecho. Y en mi vida de persona madrugadora nunca he conocido mejores amaneceres que aquellos en los que iba a caballo desde English Creek hasta mi trabajo de segador en Noon Creek.
Cruzaba el vado al norte de la estación forestal; si la luz de la luna brillaba con fuerza suficiente, podían verse las rosas silvestres a lo largo del río en pálidos racimos; tras varios minutos a caballo, llegábamos a una terraza de tierra que divide los dos avenamientos del río. Allí arriba, a aquella hora del alba, el mundo revelaba todos sus recovecos. Las líneas oscuras de las cumbres y las terrazas situadas al norte, hacia el río Two Medicine y la reserva de los pies negros. Las colinas de Sweetgrass Hills que resaltaban allá lejos en el horizonte, al este, como cinco dunas de arena negra. La cumbre boscosa de Breed Butte recortada contra la pared pedregosa del oeste. Realmente no puedo decir en qué consiste ese juego de luz, pero todo daba la impresión de estar dibujado a gruesas pinceladas con una sombra nocturna difuminada allí donde surgía algún barranco o quebrada.
La única interrupción en aquella calma eran los cascos de Poni golpeando el suelo y la brisa del oeste que nos solía recibir en lo alto de aquella gran terraza. He dicho brisa. En el Two, cualquier clase de viento que no te levante del caballo no es más que una brisa. Llevaba puesto mi abrigo de montaña, el sombrero calado, las manos metidas en mis guantes de labor de cuero. Me sentía muy cómodo.
Puesto que la siega con Pete duraba un mes o un poco más, tuve ocasión de contemplar todas las fases de la luna en mis paseos a caballo. Podrán adivinar a la primera cuál era mi favorita. La luna llena, reposando allí como una canica ágata que hubiera entrado rodando en la esquina occidental del firmamento. Durante la primera parte de mi ruta, las montañas seguían bañadas en su mayor parte por la luz de la luna. Yo veía los acantilados y las demás paredes rocosas cambiar de complexión, pasando del gris claro a un rosa muy suave a medida que la luz del sol empezaba a bañar la superficie. Más cerca de mí, las flores de la pradera se tornaban reconocibles entre la hierba. Lirios, pinceles indios, jacintos silvestres, estrellas fugaces, girasoles.
Una cosa más. Durante aquella primera semana de cabalgadas al amanecer, el sol estaba aún lo bastante al norte y salía por entre las colinas de Sweetgrass Hills. Las colinas están a unos noventa y cinco o cien kilómetros frente a la pradera por la que yo cabalgaba en dirección a Havre, de tal manera que daba la impresión de estar contemplando un amanecer que aconteciera en tierras lejanas. La separación entre las colinas se llenaba primero de una especie de película anaranjada, una neblina de luz próxima, no sé otra manera de describirlo. Entonces aparecía lentamente el sol, presentándose como un gran trozo de carbón resplandeciente que se abría paso por el horizonte.
Aquellos amaneceres me enseñaron que la belleza hace avariciosa a la mirada, porque incluso después de contemplar todo aquello, las montañas, la luna, el filo de la tierra y la salida del sol, a mí me parecía que lo que más merecía la pena era ver aparecer la primera sombra del día. Cuando el sol ya se elevaba hasta la mitad del horizonte, aquella sombra aparecía y se estiraba alejándose de Poni y de mí, caballo y adolescente fusionados en una aparición de oscuridad tardía y una longitud aproximada de unos sesenta metros. Así recortados sobre la hierba de la pradera en aquella primera sombra alargada, Poni y yo surgíamos imponentes como una criatura desconocida formada a partir de un camello y una jirafa.
¿Acaso les sorprende que aquellos amaneceres en época de siega me hicieran renacer?
Entretanto aquel siguió siendo el verano con el clima más raro de cuantos se recordaban. Primero toda aquella lluvia de junio y ahora julio con sus treinta y dos grados de media. Los pobres granjeros al este de Gros Ventre y al norte cerca de la divisoria volvían a enfrentarse con una plaga de langostas. Con días tan cálidos, las langostas eclosionaban más rápidamente de lo que los granjeros tardaban en fumigar el veneno para acabar con ellas. Durante cinco días a mediados de julio tuvimos una epidemia de tormentas eléctricas que afectaron a todos los bosques nacionales de la Región Uno. Uno de los puestos de vigilancia informó de que habían visto una columna de humo en South Fork, cerca de English Creek, en una de las pendientes más boscosas situadas al norte de Grizzly Reef. Naturalmente esto provocó cierta excitación en la estación forestal. Mi padre metió prisas a su ayudante Paul Eliason y a algunos hombres, así como a una cuadrilla del CCC que estaba trabajando en los alrededores. «Paul está acostumbrado a esos árboles gigantescos de la costa —le dijo mi padre a mi madre—. Será mejor que sepa que aquí los árboles son lo bastante grandes como para arder». La humareda de Grizzly Reef resultó ser un tronco podrido y otros residuos en ascuas en una zona rocosa y a Paul y su equipo no les costó demasiado trabajo apagarlo.
Aquella dosis de relámpagos de mediados de julio y la escasez de guardabosques que pudieran vigilar las humaredas puso a mi padre en lo que mi madre llamaba «ese humor tan suyo», pero la mañana del 21 de julio amanecimos con una buena nevada en las montañas. En Montana los incendios aparecían por doquier —se habían detectado incendios a lo largo de toda la Divisoria Continental en tierras de los pies planos y en el Parque Nacional Glacier, así como un gran incendio en el Parque de Yellowstone en el que trabajaban varios cientos de hombres—, mientras el bosque a cargo de mi padre aparecía cubierto por una sábana blanquecina.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó mi madre en tono burlón a la hora del desayuno—. ¿Vida sana y pensamientos positivos?
—Es el poderrr de las orrraciones escocesas —le respondió con aquel acento escocés de erres marcadas en su tono de predicador. Después, ofreció su mejor sonrisa en semanas—: Conocido también como la ley del promedio. Tú aguanta lo suficiente en estas tierras y te caerá una buena nevada cuando quieras que caiga.
La temporada de siega con Pete duraba aproximadamente un mes, teniendo en cuenta que algunos días llovía o había alguna avería. Aquel verano tuvimos bastante suerte en lo que a la lluvia y las averías se refiere, tanta que a ninguno de los miembros de la cuadrilla se nos ocurrió decir nada por miedo a que cambiara nuestra suerte y, así, un día tras otro se iban formando nuevas pilas de heno en Noon Creek, como panecillos recién horneados de color verde.
El trabajo con el rastrillo se volvió automático. Siempre que no es preciso tenerla en lo que estoy haciendo, la cabeza se me va a cualquier parte, pero por una vez en la vida hice un trabajo más que respetable y fui capaz de combinar el trabajo que tenía entre manos y mis pensamientos dispersos, porque si había una ensoñación que me resultara especialmente querida en aquellas horas de siega era la de preguntarme por qué una persona no podía dedicarse al rastrilleo ambulante, igual que los esquiladores y que los peones de labranza se van desplazando con las estaciones. En serio, ¿por qué no? El principio me parece el mismo: una profesión nómada. Me imaginaba viajando a lo largo y ancho de Montana de un henar a otro —aunque preferentemente con caballos mejores que Blanca y Ojo de Pez si había que viajar mayores distancias— y que me contrataran, con recua y rastrillo y todo lo demás en el mejor rancho de cada lugar. Pasaría allí una semana, diez días, en la época de mayor actividad de la siega. Menos si la comida era mediocre, más si había toda una cocinera en la cocina. Vivir en el barracón para conocer a todos los hombres de la cuadrilla, porque todas las cuadrillas, todos los peones de la siega, eran ostensiblemente distintos entre sí. Después, una vez hubiera aprendido lo suficiente sobre un territorio concreto y me hubiera ganado una invitación del jefe, «Volverás con nosotros el año que viene, ¿no?», me marcharía rumbo a otra parte con mis ruedas de hierro y los dientes de mi rastrillo, como si de un gran carruaje se tratara.
Puede que todo esto les suene a unas ansias repentinas por conocer mundo, pero lo cierto es que no hacía falta gran cosa para alimentar esas ansias a mi edad. ¿Me creen? Salvo por aquella ocasión en la que a todos los niños de la escuela de South Fork nos llevaron a Helena a visitar el capitolio. Lo más lejos que yo había estado del Two eran los viajes ocasionales con mi padre en los que teníamos que visitar la sede central del Servicio Forestal en Great Falls. Ciento cuarenta y cinco kilómetros: tampoco es que fuera un tour espectacular. Había sitios en Montana que yo apenas alcanzaba a imaginar. Butte, por ejemplo. Todo lo que yo sabía de Butte era que, cuando conocías a alguien de allí, incluso alguien tan afable como Ed, el padre de Ray Heaney, el mentón se le levantaba un par de centímetros con aquel sonido suyo tan característico. En mitad de aquel vasto paisaje de Montana, Butte era una ciudad donde montones de hombres horadaban por turnos la tierra como ardillas. Butte, el reino del cobre. Butte, la reserva de ese oscuro mineral. O eso otro que siempre se comentaba: «Butte es un agujero en el suelo, una tumba». Eso lo he oído decir varias veces en tierras del Two.
Creo que la verdad es que algunas zonas de Montana como la nuestra miraban con aprensión hacia Butte, cuando no con un poco de miedo. Había algo de espectral en un lugar que vivía de engullir sus propias entrañas, eso era lo que la minería nos parecía a los demás. Algún día tendría que conocer Butte. Y la cuenca del Big Hole. Prudencio Johnson siempre contaba que, a medida que la temporada de siega se acercaba al Big Hole, los peones de labranza —a los que allí habían bautizado con el nombre de «buscadores de heno», cosa que a mí me gustaba— empezaban a juntarse ya una semana antes del comienzo de la siega. Yo me recreaba en aquella idea, en la reunión, en la espera. Indudablemente el Big Hole estaría en mi ruta de rastrillados Y también las tierras secas de Ingomar, en el sureste del estado, donde Walter Kyle había pasado algún tiempo cuidando rebaños de ovejas con sus compañeros de pensión. El suministro de agua del pueblo dependía de un tanque que cada semana dejaban a orillas del ferrocarril. Walter nos había contado que un día regresaba a la ciudad del campamento de ovejas a finales de un día de otoño y vio montones de banderas festivas. Inmediatamente pensó que alguien había encontrado agua, «pero resultó ser solamente el armisticio que puso fin a la guerra». Havre y las tierras de Montana fronterizas con Canadá. La presa de Fort Peck. Miles City. Billings, Lewistown. White Sulphur Springs. Red Lodge. Bozeman y el verde valle de Galletin. Y ya que estamos, Missoula. Montana estaba ahí fuera esperándome a que fuera lo suficientemente mayor para salir a conocer mundo.
Pero… Siempre hay un «pero» cuando te paras a pensar en ir a todas partes y hacer de todo. ¿De cuántos años estábamos hablando? ¿Cuándo tendría edad suficiente para disfrutar al máximo de Montana?
En la azotea pasan cosas muy extrañas. ¿Saben en quién no dejaba de pensar mientras con el pensamiento me alejaba más y más de aquellas praderas de heno de Noon Creek? En Stanley Meixell. Stanley, que se había marchado a trabajar de cowboy en Kansas cuando era muchísimo más joven que yo. El mismo Stanley que en aquella cabaña, durante nuestra aventura como vivanderos, me había contado sus aventuras desde Colorado a Wyoming y de vuelta hacia las dos Dakotas, a veces con trabajo, a veces sin él. Stanley, que como era evidente prefería aquella vida de vagabundo tanto como para abandonar el trabajo de forestal. Stanley, que podía dejarse caer en un taburete de bar un Cuatro de Julio y que Velma Simms lo encontrara. Pero Stanley también parecía agotado, rendido y alcoholizado por aquel estilo de vida libre y sin compromiso. El ejemplo de Stanley me causaba no poca preocupación. Si la vida del vagabundo era tan atractiva como parecía desde mi asiento en el rastrillo, ¿cómo explicar entonces aquella erosión en la mirada de Stanley?
Casi antes de darme cuenta, las primeras semanas de la siega ya habían quedado atrás y empezamos a mover la maquinaria hacia los bancales, para los diez días en los que aproximadamente trabajaríamos con la alfalfa de secano. «El campo de alfalufi», como lo llamaba Perry Fox. Aquel era un nuevo giro del verano que yo aguardaba con interés, puesto que la siega de la alfalfa debía hacerse lejos del rancho de los Reese y no podíamos regresar allí a la hora de comer. Ahora comíamos en el campo.
Dejando mi estómago a un lado, ¿por qué aguardaba con tantas ganas aquella corta temporada de picnics? Creo que se debía a que un picnic en los bancales era una especie de ritual que a mí me encantaba. Tampoco es que yo quisiera comer todos los días de mi vida encima de los rastrojos de un henar, pero durante diez días aquello se parecía bastante a una acampada o una expedición, también a esa forma de vida salvaje que adoptaban los peones de la siega del Big Hole. Sea como fuere, la rutina de un almuerzo campestre alfalufi sucedía como sigue. Un par de minutos antes del mediodía llegaba Marie con la camioneta. Traía consigo la caja de las provisiones, la vieja cocina portátil de la familia Reese rodeada por las marcas de las ganaderías en todas sus caras, y cuando un par de nosotros levantábamos la tapa y abríamos el cajón, allí nos esperaban dos o tres clases de bocadillos envueltos en paños de cocina, un bol de ensaladilla de patata o de macarrones, cuatro litros de té frío o limonada, además de pan con mantequilla y mermelada, pepinillos, rabanitos y zanahorias frescas de la huerta y un pastel o una tarta. Cada uno escogía un sitio a la sombra de la cargadora a motor o de la camioneta; yo prefería sentarme en el estribo de la camioneta, porque en cierto modo me parecía estar comiendo de verdad cuando comía sentado; entonces nos abalanzábamos sobre la comida. Entre las doce y la una, Pete dormía una siesta con el sombrero echado sobre los ojos. Yo nunca me dormía: temía perderme algo. También Clayton se mantenía despierto, con aquel aire de centinela que tenían todos los muchachos Hebner. Perry y Bud fumaban cada uno de ellos un cigarrillo que se acababan de liar. Esa era la señal para que Prudencio sacara su saquito de Bull Durham y, tras darse unos golpecitos en el bolsillo de la camisa, les dijera a Perry o Bud: «¿No tendréis una Biblia a mano?». Uno u otro le prestaban entonces el paquete de papel de liar y Prudencio se preparaba un cigarrillo. Resultaba extraño que siempre tuviera tabaco pero que nunca tuviera a mano papel cuando el papel de liar no costaba prácticamente nada. Pero así era Prudencio.
La presencia femenina de Marie, tan delgada y morena, sentada a la sombra de la camioneta junto a la cocina portátil donde se guardaban las provisiones y a un Pete que dormitaba, planteaba la necesidad de otro ritual. Cuando el té y la limonada llegaban a los riñones, los chicos nos levantábamos uno tras otro, como si tal cosa, y nos dábamos una vuelta hasta el lado opuesto del montón de heno a hacer nuestras cosas. El paseo de vuelta lo hacíamos intentando aparentar que nunca nos habíamos alejado de allí; a su vez, Marie aparentaba no haber visto nada.
Pasado un tiempo, Pete se despertaba. No solo era capaz de dormirse en menos que canta un gallo sino que se despertaba de la misma manera. «Ya me imagino que no os habrá dado por terminar estos campos mientras yo descansaba un rato, ¿no?». Después se ponía en pie y nos trasladaba el resto del mensaje que señalaba la vuelta al trabajo: «Hasta que no inventen un heno que se aviente solo, digo yo que nos tocará a nosotros».
El último día de la siega de la alfalfa de secano nos trajo dos acontecimientos extraordinarios.
El primero sucedió de repente, cuando conduje a Blanca y Ojo de Pez hacia la esquina suroeste del campo para empezar a rastrillar aquella mañana. Aproximadamente a medio kilómetro más allá había una agradable quebrada cubierta de hierba a los pies de la falda de Breed Butte. Aquellas tierras pertenecían en parte a Walter Kyle y, dado que Walter pasaba el verano cuidando las ovejas de Dode Withrow, este último siempre repartía el heno de la quebrada a partes iguales. La cuadrilla de apiladores de Withrow había llegado a la quebrada el día anterior. Yo podía distinguir a Dode, aún con la pierna enyesada, y prácticamente podía oírlo hablar de cómo llevar una cuadrilla de segadores con la pierna metida en un molde de cemento. Si no hubiera estado tan contento segando para Pete, Dode habría sido una de las personas para las que me habría encantado trabajar.
Es muy posible que los rastrilladores hayan salido todos del mismo molde, pero en cualquier caso, al mismo tiempo en que yo trabajaba en un rincón de nuestro campo, el rastrillador de los Withrow hacía lo propio en el rincón más próximo del suyo. Naturalmente yo me dediqué a estudiarlo con atención y un minuto después me di cuenta de que el rastrillador en cuestión no era él sino ella: Marcella Withrow.
Ni se me había pasado por la cabeza que pudiera darse una coincidencia como aquella. Marcella y yo éramos los únicos de nuestra clase en aquellos ocho años de escuela primaria en South Fork y ahora los únicos de English Creek de nuestra clase del instituto de Gros Ventre que en ese mismo instante estábamos haciendo la misma labor en dos henares vecinos. Aquello me hizo sonreír. También me obligó a mirar alrededor con precaución, para evitar el vacile de la cuadrilla. Cuando vi que no había moros en la costa, saludé a Marcella. Ella me devolvió el saludo, quizá incluso mirando por encima del hombro para evitar las bromas, nos cruzamos con nuestro traqueteo y seguimos rastrillando nuestros respectivos campos. Ya tenía noticias que contarle a Ray Heaney la próxima vez que bajara a la ciudad.
El siguiente incidente ocurrió al mediodía y en esa ocasión llevaba escrito el nombre de Toussaint Rennie.
Toussaint llegó en la camioneta con Marie y el cajón de la comida. «He venido para asegurarme —proclamó Toussaint con aquel rostro moreno y surcado de arrugas suyo, tan solemne como Salomón—. Para ver si estos hombres han colocado el heno como Dios manda».
En realidad, ahora que todo el mundo estaba segando y nadie regaba, Toussaint ya había terminado de vigilar las acequias y Marie había ido a buscarlo hasta Two Medicine para que la acompañara aquel día. Me habría encantado alcanzar a oír las conversaciones que se traían aquellas dos almas gemelas.
La conversación entre la cuadrilla y Toussaint no tuvo nada de particular hasta que terminamos de comer. Entonces Pete se retiró a dormir su siesta, Perry y Bud y después Prudencio encendieron sus cigarrillos y así todo siguió como siempre. Transcurridos unos instantes, Toussaint se inclinó hacia delante y apoyó la mano en la cocina portátil.
—Perry —le dijo a Perry Fox—. Nosotros hace tiempo ya comíamos de este cajón.
—Ya lo creo —reconoció Perry—, pero Marie cocina muchísimo mejor.
Toussaint posó un dedo sobre la gran F mayúscula marcada a fuego en un extremo del cajón. «Dan Floweree».
El dedo se desplazó hasta la marca que rezaba 9R en uno de los laterales. «Louis Robare». Y la TL al lado de «Billy Ulm».
Después se movió hacia la tapa, donde todo el espacio lo ocupaba una gran marca que rezaba D-S. «A este tú lo conoces mejor, Perry».
Me enderecé. De repente me acordé. Recordé el lugar donde Perry y Toussaint habrían comido por primera vez de aquel cajón. El momento en el que aquellos distintivos del ganado se habían marcado por primera vez en la madera. La gran redada de 1882 que había tenido lugar desde el codo del río Tetón hasta la frontera con Canadá. La redada de la que Toussaint le hablaba a mi padre, aquella que según él había sido la más importante en esta parte de Montana. Casi trescientos hombres: rancheros, peones, caballerangos, vigilantes nocturnos y cocineros; cuarenta tiendas de campaña hicieron falta para cobijarlos a todos. Todas las mañanas los jinetes se dispersaban formando semicírculos de aproximadamente veinte kilómetros y rodeaban el ganado para clasificarlo. Todas las tardes los hierros candentes de los distintos equipos levantaban densas humaredas sobre la pradera al marcar el pelaje de los animales con el hierro de sus propietarios. Cuando la gran redada hubo terminado, una vez que hubieron acabado de explorar quebradas y barrancos en un área mayor que muchos estados del este del país, se decía que se habían contado más de cien mil cabezas de ganado.
—Davis-Hauser-Stuart —dijo Perry refiriéndose a la marca de la tapadera—. Mi cuadrilla en aquel entonces, DHS.
Prudencio Johnson estaba ya metido en la conversación.
—¿Dónde ocurrió todo eso de lo que estáis hablando?
—Pues por aquí —indicó Perry con un lento balanceo de la cabeza, de un hombro a otro—. En las redadas de ganado.
—¿Ganado? —Prudencio lanzó una mirada en dirección a los bancales, como si en aquel mismo instante pudiera salir de allí algún rebaño piafando—. ¿Por aquí? —Aquello parecía imposible de creer, que aquel campo de alfalfa y las tierras de cultivo que se divisaban al este hubieran sido alguna vez un paraíso de pastos para las reses.
—Por todas partes, desde el Tetón hasta Canadá, todo lleno de cabezas de ganado —confirmó Pete—. Siempre que pudieras encontrar a las muy cabronas, claro.
Entonces habló Bud Dolson.
—¿Y cuándo ocurrió todo eso?
Toussaint le respondió:
—Hace tiempo ya. En 1882.
—¿En mil ochocientos ochenta y dos? —preguntó Prudencio—. Perry, ¿se puede saber cuántos años tienes?
Perry apuntó con el pulgar en dirección a Toussaint.
—Menos que él.
Toussaint dejó escapar una risita.
—Todo el mundo tiene menos años que yo.
Hay que ver cómo se va enmarañando el tiempo… Allí estaba yo sentado, aquel mediodía, escuchando a Toussaint y Perry hablar de cómo comían de un cajón hace la tira de años; oyéndome preguntar a mi madre sobre cómo ella y su madre y Pete habían comido también del mismo cajón durante su viaje en carromato hasta St. Mary hacía un cuarto de siglo; mirando fijamente a Pete, que dormitaba a la sombra a la camioneta, y admirando simultáneamente a mi tío y a aquel niño que saludaba a los caballos de St. Mary.
Toussaint y aquella historia que lo acompañaba a todas partes me hicieron pensar. La vida y las personas parecían sucederse a mi alrededor aquel verano y aun así, a pesar de todos mis esfuerzos, yo seguía completamente a ciegas sobre un punto concreto del pasado.
Cuando Toussaint se puso en pie para hacer una visita al lado opuesto del montón de alfalfa, me decidí. Al cuerno, él había sido el que había sacado a relucir la cuestión durante aquel picnic el Cuatro de Julio. «Así que ahora andas de vivandero». Y de ingeniero de letrinas y de jinete al amanecer y de mecánico para la siega y de rastrillador, además de curioso adolescente de quince años. Me levanté y seguí a Toussaint.
—Jick —me reconoció—. Estás creciendo. Mac y Beth pronto necesitarán una escalera para hablar contigo.
—Ya, supongo —asentí yo, pero no era de mi altura de lo que yo quería hablar. Mientras Toussaint prestaba atención a sus labores de regadío y yo hacía lo propio con las mías, le pregunté—: Toussaint, ¿tú qué puedes contarme de Stanley Meixell? No lo conozco muy bien. Aquella vez en el Two, yo solo estaba echándole una mano con las provisiones para los pastores, eso es todo.
—Stanley Meixell —entonó Toussaint—. Stanley era el forestal cuando fijaron el bosque nacional.
—Sí, eso ya lo sé, pero más bien me preguntaba… ¿Alguna vez mis padres y él se pelearon por algo? No hay manera de saber qué piensan de Stanley.
—Pero tú… —dijo Toussaint—. Tú también piensas por ti mismo, Jick. ¿Tú qué opinas de Stanley?
Me había pillado.
—No lo sé. Nunca he conocido a nadie como él.
Toussaint asintió con la cabeza.
—Pues ahí tienes a Stanley —afirmó—. Ya sabes más de lo que crees.
Vaya, ahí estaba yo, en el mismo punto de siempre. Con las mismas dudas que al principio. Tal era la condición crónica de Jick McCaskill, de catorce años y once meses de edad, cuyo pronóstico seguía siendo reservado.
Al menos me quedaba el consuelo del rastrillo. O eso creía yo. Como ya he dicho, el día del que acabo de hablarles era aquel en el que debíamos terminar de recoger la alfalfa del bancal. Nos esperaba la última etapa de la siega, allá abajo, en las praderas de Noon Creek. Incluso ahora vuelvo una y otra vez a recordar los sucesos que aquella temporada de siega me tenía reservados. Hablando de sucesiones de acontecimientos, podrían ustedes levantar y bajar el ancla de un transoceánico con la cadena de cosas que comenzaron a ocurrir entonces.
Nuestra nueva parada en la siega era la vieja hacienda de los Ramsay. Mi madre y Pete solían llamarla «Allí arriba», puesto que era la parte del rancho de los Reese situada más lejos de Noon Creek, camino de las montañas. Las praderas allí eran pequeñas pero abundantes, escondidas entre las curvas festoneadas de sauces de Noon Creek igual que las piezas de un rompecabezas. Pete siempre dejaba el heno de Ramsay para el final porque aquellos campos tan pequeños y llenos de ondulaciones eran muy difíciles de rastrillar. En algunos casos era preciso desaparecer en dos o tres curvas del arroyo para poder juntar heno suficiente como para formar un almiar decente. «Tarda uno más en llegar que en acabar», decía Pete con un tono en absoluto afectuoso.
Para mí, subido al rastrillo, el lugar no estaba mal. Prácticamente en cualquier dirección en la que arrease a Blanca y Ojo de Pez, podía contemplar Breed Butte o las montañas. Vistas desde tan cerca, las Rocosas ocupaban más de la mitad de la tierra, una proporción que a mí me parecía justa. Conociendo los acantilados y picos como los conocía, yo sabía dónde estaba cada una de las parcelas con ovejas en aquella pared montañosa del bosque de mi padre. Walter Kyle en lo alto de Roman Reef, con sus ovejas y su telescopio. Andy Gustafson con uno de los peones de los Busby, debajo de la mitad del acantilado donde yo le había llevado las provisiones: más al sur, Sanford Hebner intentando huir de su apellido y de su situación. Más cerca, en dirección a Flume Gulch y North Fork, quienquiera que hubiera sustituido a Cañada Dan como pastor del tercer rebaño de los Busby. Más abajo, en aquella pendiente medio boscosa medio cubierta de hierba, Pat Hoy y las ovejas de los Withrow, y el contadero donde mi padre y yo charlamos y nos reímos con Dode. Pensando en aquel primer día de la expedición de conteo, me parecían otros tiempos.
El viejo hogar de los Ramsay, situado más arriba, más allá de sus horizontes, siempre me ofrecía nuevas perspectivas para pensar, porque fue allí donde yo había nacido. Alec y yo nacimos en aquella hacienda de los Ramsay que aún hoy sigue en pie, si bien está abandonada desde que mi padre dejó el trabajo de jinete de la asociación en Noon Creek y nos embarcó en la vida del Servicio Forestal. Yo apenas tendría un año cuando nos marchamos, pero siento cariño por aquel lugar. Lealtad, incluso, puesto que tales vínculos nacen cuando uno ha sido el último en morar en un lugar. O eso creo. Gratitud por haber servido de techo sobre nuestras cabezas durante tanto tiempo, puede ser, y remordimiento ante el hecho de que tu sucesor sea solamente el vacío.
Alec y yo, hijos de septiembre, nativos de Noon Creek. Y el lugar de nacimiento de mi madre río abajo, en el rancho de los Reese. Resulta extraño pensar que de las cuatro personas que habitábamos la estación forestal de English Creek, el lugar al que todos llamábamos «hogar», solo mi padre era natural de English Creek y solo él conformaba nuestro vínculo con el Paraíso de los Escoceses y los orígenes en Montana de los McCaskill. Nosotros, los americanos, nos dispersamos rápido.
Y aún había algo más extraño. En un sentido físico, ahí arriba yo me encontraba aún más lejos de Alec de lo que había estado todo el verano. La Doble W se encontraba a media distancia de Noon Creek respecto del lugar por el que yo circulaba con mi rastrillo, pero mentalmente aquella llegada al suelo que nos había visto nacer a ambos suponía una especie de comunión con mi hermano. O al menos con su recuerdo. Mientras yo manejaba las riendas de Blanca y Ojo de Pez a medida que iban atabaleando por los campos, me preguntaba cuál sería el caballo que estaría montando Alec. Cuando desplazábamos la apiladora de un sitio a otro, también pensaba en qué andaría metido Alec, quizá patrullando los cercados de la Doble W en esa época del año. A esas alturas de la siega, una o dos veces al día oíamos a Prudencio Johnson recordar los encantos de Betty La Saltarina en First Avenue South, Great Falls. Me preguntaba cuántas veces a la semana podría Alec cabalgar hasta Gros Ventre y visitar a Leona. Leona. Me preguntaba… Bueno, dejémoslo en que me preguntaba muchas cosas.
Con tanto tiempo para reflexionar, el primer día de siega en los prados de los Ramsay transcurrió en calma. Era lunes, un día templado después de un domingo fresco y nublado. Prudencio Johnson, lo recuerdo bien, sostenía que estábamos segando tan cerca de las regiones polares que quizá tendría que ponerse la camisa. En cualquier caso, era lunes, un día en el que las cosas marchan.
Pero la segunda mañana en tierras de los Ramsay empezó con un acontecimiento extraordinario. Me di cuenta tan pronto como Poni y yo descendimos del bancal camino de los edificios del rancho de los Reese. Como era costumbre a esas horas, yo aún tenía la cabeza ocupada con las galletas, los huevos fritos, las salchichas de venado y otros manjares que Marie preparaba para el desayuno, pero no pude evitar fijarme en el otro jinete que siempre se aproximaba al rancho de los Reese más o menos a la misma hora que yo. Naturalmente no era otro que Clayton Hebner, porque cuando yo ya iba descendiendo por mi bancal, Clayton llegaba montado a caballo desde la casa Hebner en North Fork, justo en el extremo opuesto de Breed Butte. Clayton iba siempre montado a lomos de aquella abatida yegua baya sobre la que mi padre y yo habíamos visto a los dos pequeños jinetes de los Hebner montados arreándola para que se pusiera en marcha, al comienzo de nuestra expedición de conteo. Clayton llegaba siempre a paso muy lento, al mismo ritmo e incluso posiblemente siguiendo las mismas pisadas que la mañana anterior. Las primeras mañanas de la siega yo lo había saludado, pero no había recibido respuesta. Tampoco la merecía. Tendría que haber sabido que los Hebner no saludaban a nadie.
Pero no era la falta de cortesía lo que me había llamado la atención. Aquella mañana en particular, la figura de Clayton vista a la distancia usual parecía más grande de lo normal. Parecía avanzar con la cabeza gacha y los hombres caídos, como si fuera a caerse de la silla. Parecía… Bueno, la única palabra que se me ocurre es que parecía dormido.
Yo había desensillado a Poni y ya la estaba guiando hasta el pastizal situado junto al establo de Pete cuando se hizo más que evidente que Clayton Hebner no era él mismo aquella mañana. No, señor.
—¡Hola, Jick! —me llegó el rebuzno de Buenayuda Hebner—. Menudas horas de ponerse a trabajar, ¿eh?
—Clayton se ha jodido el tobillo —nos explicó Buenayuda a grito pelado. Antes incluso de que el progenitor del clan de los Hebner pudiera bajarse de su yegua ensillada, Pete ya estaba plantado en el patio con una expresión que daba a entender que las paredes de un rancho no servían de gran cosa para atenuar la voz de Buenayuda Hebner—. Se ha torcido el maldito tobillo haciendo el tonto con Melvin anoche en la cena —nos dijo Buenayuda—. Mira, Pete, ya te digo que no sé…
«… lo que les pasa a los chicos hoy en día», pensé yo terminando la frase de Buenayuda antes de que él la soltara en voz alta.
Pero justo cuando crees que puedes recitar cada una de las palabras siguientes en una conversación de un Buenayuda Hebner, allá que te sale con alguna nueva. Como entonces, cuando dijo:
—Pero no se puede dejar colgado a un vecino, Pete. Así que yo me encargaré de llevar la apiladora un par de días hasta que Clayton se recupere.
Por la cara que puso Pete, daba la impresión de que acababa de tocarle bailar con la más fea.
Pero no había ninguna otra forma de solucionar aquello. Hacía falta alguien que condujera la apiladora y, dado que el joven Clayton se había venido encargando de la labor con sus doce años, quizá existía alguna remota posibilidad de que también Buenayuda fuera capaz de hacerlo. Quizá.
—Genial —dijo Pete con una evidente falta de sinceridad—. Entra y siéntate a desayunar algo, Garland. Jick te preparará los caballos que ha estado usando Clayton.
—Menudo par de hijos de puta que están hechos estos dos caballos de carreras, ¿eh? —Buenayuda estaba evaluando a Jocko y Pep, los dos caballos que tiraban de la apiladora.
—¿Estos dos? Sí, sí —le confirmé yo—. Son los más viejos y más dóciles que tenemos, Garland. Por eso Pete los utiliza con la apiladora.
—Caballos —proclamó Buenayuda, como si acabaran de invitarlo a pronunciar un discurso ante el Congreso sobre la cuestión—. Uno nunca sabe a qué atenerse con los caballos. Pueden parecer tan lerdos como un predicador recién cenado y al minuto convertirse en auténticos mustangs. Recuerdo una vez…
—Garland, estas dos abuelas podrían tirar dormidas del cable de la apiladora. De hecho, eso es lo que hacen la mayor parte del tiempo. Venga, te ayudaré a ponerles los arreos. Y luego, a segar.
Del segundo acontecimiento de nuestro día de siega tardé bastante en darme cuenta.
Tan solo había advertido que Prudencio Johnson aún no se había quejado de que hiciera frío. Era un día de agosto tremendamente caluroso. Casi tan pronto como alcanzamos el henar en lo alto de los bancales, Prudencio se quitó la camisa y bebió un poco de agua, gorgoteando.
Nunca sabré cómo se las apañaba, pero Prudencio Johnson bebía más agua que el resto de los miembros de la cuadrilla y nunca le daban golpes de calor. Cualquier otra persona debía andarse con mucho cuidado si metía agua fresca en un cuerpo sudoroso. Pete, Perry, Clayton y yo racionábamos nuestras visitas a la cantimplora de arpillera llena de agua que guardábamos a la sombra del almiar, pero Prudencio llevaba consigo su propia cantimplora, colgada allí arriba, donde podía alcanzarla siempre que quisiera. Un día tan cálido como aquel parecía cebarse tanto con la labor de Prudencio como con su consumo de líquidos. Bebía a grandes tragos y después escupía, enjuagándose el polvillo del heno que le quedaba en la comisura de los labios. Entonces volvía a beber a grandes tragos, con aquella nuez suya bien visible. Una vez refrescado, le gritaba a Pete, sentado en la cargadora: «¡Más heno! ¡Venga!».
Posiblemente fuera la ausencia de aquella exhortación de Prudencio lo que me llamó antes la atención. Yo andaba rastrillando a mi aire como de costumbre, con la cabeza aquí y allá y en otro lado, y solo pasado un rato advertí el inusual silencio que se hizo en el henar. Sobre la curva del río llena de arbustos que me separaban del almiar podía ver los brazos y el bieldo de la apiladora subiendo una carga de heno tras otra y a Prudencio aventando enérgicamente el heno. Todo parecía estar en orden. No se me ocurrió que fuera de otro modo hasta que me entraron ganas de beber un poco de agua y conduje a Blanca y Ojo de Pez hasta el almiar.
Aquel almiar era completamente distinto de cualquier otro que hubiéramos levantado aquel verano.
Este estaba inclinado hacia delante como un gran ventisquero del color del heno y apoyado en la estructura de la apiladora. Más parecido a la pendiente de una colina que a un almiar. De hecho, se parecía tan poco a los almiares rectos de Prudencio que detuve los caballos y me senté para observar el proceso que estaba dando lugar a aquella torre de Pisa inclinada.
La horquilla de la apiladora fue levantándose lenta, muy lentamente, con el siguiente cargamento de heno. Buenayuda iba detrás de la recua, a su ritmo. Cuando la horquilla y los brazos de la apiladora se acercaron a la estructura, gritó: «¡Upa!», detuvo a Jocko y Pep y el heno se posó lentamente en la parte delantera de la pila, con lo que el tamaño de aquella cresta inclinada hacia delante aumentó todavía más.
Prudencio señaló enérgicamente en dirección a la parte trasera del almiar. No hacía falta ser un experto en pantomimas para descifrar que quería que el heno cayera allí. La horca de Prudencio asomó entonces y él empezó a retirar el heno de la parte superior de la cresta, repartiéndola desesperadamente hacia la pendiente que quedaba atrás. Prudencio había aventado heroicamente varios montones de heno con la horca cuando la siguiente carga del apilador subió y cayó exactamente en el mismo lugar que la anterior.
El combate que libraba Prudencio me resultaba cautivador, pero me di prisa y fui en busca de mi trago de agua. No me correspondía a mí controlar a Buenayuda Hebner, aunque me costó aguantar la risa cuando Buenayuda me gritó: «Sí, señor. Jick, ahora sí que estamos segando, ¿eh?».
A partir de entonces la batalla que Prudencio libraba con aquella colina fue una causa perdida. Cuando terminaron de apilar el heno, o al menos cuando Prudencio decidió dar por finalizada la tarea y llegó la hora de trasladar la apiladora hasta otro lugar, incluso Perry dejó de trabajar en el henar contiguo y acudió corriendo para echar una mano.
Aquel día no corría ni una gota de aire y en el ambiente reinaba una calma cada vez más cálida, pero allí estaba aquel almiar que daba la impresión de estar inclinado por haber sido víctima de un vendaval a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. Iban a hacer falta varios postes y herramientas para mantener aquel almiar en pie hasta la llegada del invierno, por no hablar del invierno en sí.
Prudencio relucía tan empapado en sudor que parecía que acababa de venir de nadar. Perry y yo evaluamos sin pronunciar palabra aquel almiar tan desastroso, como dos plañideras lamentándose por que nuestros esfuerzos hubieran culminado en aquello. Pete había bajado ya de la cargadora y contempló por primera vez aquel desastre: parecía tener dolor de muelas.
—Pete —dijo Prudencio—. Tengo que hablar contigo.
—Mira que no me sorprende —dijo Pete—. Vamos a mover la apiladora y luego charlamos.
Una vez colocada la apiladora en su nuevo emplazamiento y después de que Pete hubiera apilado varios montones de heno para formar la base del nuevo almiar, apagó la cargadora y llamó a Prudencio aparte. Charlaron un buen rato. Prudencio sacudía ostensiblemente la cabeza y movía los brazos arriba y abajo. Después Pete se acercó a Buenayuda y volvieron a discutir, gesticulando mucho.
Finalmente Buenayuda sacudió la cabeza, asintió, escupió, entrecerró los ojos, se rascó y volvió a asentir.
Pete pareció conforme y volvió a la cargadora.
Las dotes de conductor de Buenayuda parecieron mejorar durante la siguiente fase. Jocko y Pep solo parecían medio dormidos, no completamente sonámbulos. Prudencio consiguió volver a formar pilas de heno derechas y altas y todo parecía volver a dar la impresión de ir bastante bien.
Algo me dijo que tendría que mantenerme al tanto mientras rastrillaba y gradualmente la historia de aquel nuevo almiar se me presentó en toda su crudeza. Una vez más, el heno seguía amontonándose sobre uno de los lados del armazón de la apiladora, pero aquella no era la única pendiente. Debido a los decididos esfuerzos de Prudencio de ir rellenando también las esquinas traseras, también el otro lado del almiar iba ganando altura. El almiar alcanzaba una altura considerable en la parte trasera, se hundía en el centro y volvía a ganar una altura sublime en el frontal donde Buenayuda iba soltando el heno con gran suavidad. Aquello representaba toda una novedad en la historia de la siega: un almiar con forma de silla de montar gigante.
Prudencio Johnson parecía ahora un hombre en pie sobre una quebrada, intentando rebajar a paladas la altura de ambas pendientes.
Yo tenía la camisa empapada solo de sentarme en el rastrillo. Seguramente Prudencio estaría sudando a chorros. Lo vi coger su cantimplora y beber con desesperación. Me convencí entonces de que debía acercarme y beber un poco de agua.
Bajé del rastrillo justo en el instante en el que Prudencio forcejeaba con el centro del almiar y clavaba allí su horca, como plantando una bandera en el campo de batalla.
—¡La próxima maldita carga la sueltas exactamente donde está esa horca! —gritó en dirección a Buenayuda. Y con esas palabras volvió a la parte trasera del almiar y, con los brazos cruzados, miró hacia abajo con el ceño fruncido en dirección a la horca que marcaba el punto exacto en el que debía caer la siguiente lluvia de heno.
Aquello tenía que verlo. La cantimplora podía esperar. Me planté a la distancia justa del almiar para ver cómo se desarrollaba el drama en su totalidad.
Buenayuda entrecerró los ojos, se rascó la cabeza, escupió, etcétera, en lo que parecía ser su manera de reconocer las cosas. Después hizo un remolino con las riendas y golpeó las grupas de Jocko y Pep.
Imagino que podría establecerse la siguiente comparación: ¿cómo reaccionarían si hubieran pasado varias horas dormitando pacíficamente y de repente alguien les clavara un pulgar en las costillas?
Creo que incluso a Buenayuda le sorprendió un poco el arreón que dieron Jocko y Pep cuando recibieron aquel mensaje con las riendas. Allá que empezaron a trotar los dos caballos a buen ritmo. Buenayuda sostuvo las riendas y empezó a caminar titubeando tras los animales, mucho más rápido de lo que le hubiera creído capaz. Los cables de la polea rechinaron como una serpiente. La carga de heno iba subiendo, como si la hubieran lanzado desde una de esas catapultas romanas.
Yo eché a correr. Si el bieldo de la apiladora llegaba a tocar el armazón a aquella velocidad, volarían astillas a nuestro alrededor.
Pero por encima del hombro lo vi todo.
Gracias a una combinación de traspiés, bandazos y resbalones, Buenayuda finalmente se las arregló para hacerse de nuevo con las riendas y de un tirón detuvo a los caballos.
Simultáneamente, los brazos y el bieldo de la apiladora se detuvieron a escasos centímetros de la estructura, que temblequeaba allí arriba en el cielo como un diapasón gigante.
El heno. El heno aventándose. Y Prudencio tan ocupado contemplando ceñudo aquella escena que no se dio cuenta de que la carga de heno le caería encima como si la hubiera aventado el mismísimo Paul Bunyan[8]. Lancé un grito, pero Prudencio necesitaba su tiempo para asimilar las cosas. El primer indicio de su perdición le sobrevino cuando el heno, en lugar de descender en cascada donde estaba la horca que Buenayuda debería tener como objetivo, siguió cayendo más y más y más. Un cuarto de tonelada de paja cayó directamente sobre la cabeza de Prudencio.
En retrospectiva, las cosas se ven con gran claridad. Prudencio debió de haberse encorvado y haber aceptado la avalancha. Se habría pasado varios minutos escupiendo heno, pero un tipo tan robusto como él no habría resultado herido por aquella enorme cantidad de heno suelto.
Sin embargo, imagino que mirar al cielo y ver un meteorito de heno cayéndote encima basta para asustar a cualquiera. Sorprendido, Prudencio dio un par de pasos hacia atrás para alejarse de la masa de heno que caía, pero había olvidado lo cerca que estaba del borde trasero del almiar. Aquel segundo paso acercó a Prudencio al borde justo en el instante en que la carga de heno caía sobre el almiar. La cantidad justa de aquel heno cayó sobre Prudencio y lo obligó a balancearse. Y al balancearse, resbaló. «¡Ay, mierda!», lo oí decir en el instante en que empezaba a deslizarse.
Todo apilador conoce los riesgos de caer desde lo alto del fruto de su trabajo. En la situación de Prudencio, seis metros más abajo lo esperaba el suelo. Aquello era un incentivo. Como Prudencio era tan fuerte, se agarró con los brazos a la parte trasera de la pila gruñendo desesperadamente mientras se deslizaba almiar abajo, como un hombre que intentara nadar contracorriente en una catarata incluso mientras el agua lo empuja corriente abajo.
—¡Jesús bendito! —se maravillaba Buenayuda detrás de mí—. ¡Mira eso!
Los esfuerzos de Prudencio con los brazos ralentizaron el descenso y, entretanto, una nube de heno de gran tamaño había comenzado ya a liberarse del almiar y a descender con él, amortiguando considerablemente el aterrizaje. Resultó que, salvo por los arañazos y las magulladuras en brazos y pecho, además del rostro cubierto de heno, Prudencio llegó intacto al suelo. También tocó tierra con un buen cabreo que tenía toda la intención de descargar sobre Buenayuda Hebner.
—Maldito culo viejo hijo de la grandísima… —me habría gustado tener tiempo para memorizar aquella retahila de Prudencio.
Se sucedió toda una ópera de palabrotas mientras emergía de aquel almiar con forma de silla de montar, pero algo más que la boca de Prudencio entró en acción, porque intentó ponerle las manos encima a Buenayuda. Muy prudentemente, Buenayuda había interpuesto la recua de caballos entre él y el apilador. Se miraron fijamente por encima de los anchos lomos de los caballos, Prudencio fintando a un lado y Buenayuda al otro y viceversa. Dado que el bieldo y los brazos de la apiladora estaban aún en las alturas, sostenidos únicamente por el cable amarrado a la recua, yo me acerqué y agarré los ronzales de Jocko y Pep para que no se movieran.
Para entonces Pete ya había llegado con su cargadora y había encontrado a la cuadrilla de apiladores con semejante ruina.
—¡Quieto todo el mundo! —gritó, precisamente lo que hacía falta en aquella situación.
Pete se acercó y convenció a Prudencio para que se separara de la recua. Buenayuda se alejó sigilosamente del lado opuesto y yo hice retroceder a Jocko y Pep hacia el almiar, para bajar el bieldo y los brazos.
Pete tendría que hacer gala de grandes dotes diplomáticas. El dilema era el siguiente: si no podaba a Buenayuda y lo retiraba de la cuadrilla, Prudencio Johnson sería el primero en irse, pero Pete debía estar a buenas con Buenayuda porque necesitaba a Clayton y a todos los Hebner que vinieran detrás como mano de obra. Además, lo más sensato era no enfadarse con un vecino como Buenayuda, porque lo mismo podía darte el cambiazo y sustituir aquellos ciervos cazados furtivamente que colgaban de sus pinos por piezas de tu ganado.
Prudencio se había alejado con aire ofendido para limpiarse los restos de paja con la camisa. Yo me quedé junto a Pete y Buenayuda. No me habría perdido aquello por nada del mundo.
—Garland, parece que tenemos un problema —empezó a decir Pete quitándole importancia al asunto—. Contigo y con Prudencio. Prudencio no parece estar muy de acuerdo con la manera en la que conduces la apiladora.
—Pete, yo he apilado más heno del que todos vosotros habéis visto en vuestras vidas. —Palabras con las que Buenayuda debía de estar refiriéndose a anteriores reencarnaciones, puesto que ninguno de los que lo conocíamos lo habíamos visto con una horca en las manos ni una sola vez en su vida—. Ese no sabe reconocer un favor. Si me hubiera dejado colocar el heno como debe hacerse, él podría haber estado apilando sentado en una maldita mecedora allí arriba.
—Prudencio no lo ve así.
—Prudencio no ve un pimiento cuando de aventar heno se trata. No te envidio lo más mínimo con todos estos almiares que se van a torcer como el diablo antes de que llegue el invierno, Pete.
—Garland, alguien tiene que dar su brazo a torcer. Prudencio no apilará si tú sigues conduciendo la recua.
Buenayuda no se enteró de la misa la media.
—Está hecho un cabezota el bobo ese, ¿eh? —dijo compadeciéndose de Pete—. Si yo fuera tú, ya lo habría mandado a hacer puñetas.
Pete miró a Buenayuda como si de repente se le hubiera ocurrido una idea fantástica. Como de hecho así era.
—Tienes razón. Será mejor que lo despida —dijo Pete juiciosamente, dándole la razón a Buenayuda. Yo miré boquiabierto a Pete—, pero en el almiar necesito a alguien que sepa lo que se hace. Menos mal que te tengo a mano, Garland. Ninguna otra persona en la cuadrilla tiene tanta experiencia como tú en esto de apilar heno. Mira, lo que vamos a hacer es que yo te voy a pasar a lo alto del almiar y así trabajaremos un poco, ¿te parece?
Buenayuda se quedó tan quieto como la esposa de Lot y les juro que incluso se quedó igual de blanco que ella.
—Mira, por lo general… —No pude oír el catálogo de excusas que siguió después, porque me tuve que alejar de allí para que no me oyeran la risilla tonta—. Pero, con esta maldita espalda mía… Mira, si a ti te va bien con ese bobo cabezota, yo me puedo ir a casa, Pete. —Yo ya había oído más que suficiente como para saber que con aquellas palabras, Buenayuda se había despedido de la siega.
Aquella noche en English Creek mi padre y mi madre se rieron a carcajadas cuando les reconté la epopeya de Prudencio y Buenayuda.
—Menudo par de dos están hechos —sentenció mi padre. Últimamente parecía divertirse bastante ante cualquier indicio que hiciera sospechar que la estupidez no era patrimonio exclusivo del Servicio Forestal.
Pero entonces le vino a la mente otra cuestión y miró fijamente a mi madre. Ella le devolvió una mirada seria. También a ella se le había ocurrido lo mismo. De hecho, fue mi madre la que preguntó:
—Entonces, ¿quién va a conducir la recua de la apiladora?
—Bueno —confesé—, la conduciré yo.
Así que de ese modo fue como pasé del trabajo ideal de todo segador al trabajo más aburrido del mundo.
Adelante y atrás con aquella apiladora. Hasta entonces había pasado la temporada de la siega mirando aquellos diminutos caminos de sirga que cruzaban la pradera y que, partiendo de cada uno de los lados de los almiares que íbamos formando, conformaban rutas idénticas de la misma longitud que el cable de la apiladora. Entonces me di cuenta de la cantidad de pasos, caballunos y humanos, que hacía falta dar para crear aquellas marcas. Entretanto el paisaje era siempre el mismo: los cuartos traseros de Jocko y Pep asomando ante mis ojos como un par de gordinflonas de circo agachadas para atarse los zapatos. Demasiado pronto descubrí uno de los encantos de Pep, consistente en levantar la cola y cagarse tan pronto como nos trasladábamos a otra zona, de modo que tenía que acordarme de andarme con cuidado si no quería hundirme hasta las espinillas en boñigas de caballo.
Tampoco ayudaba mucho que Clayton con su tobillo torcido pudiera sentarse en el rastrillo y hacerse cargo de la labor. ¡Mi rastrillo! Aquellas primeras horas dedicadas a conducir la apiladora las pasé reflexionando sobre la existencia de la tribu de los Hebner en este mundo.
Debo reconocer que la labor de conducir la apiladora me evitó muy pronto tener que pensar en exceso. La primera vez que di rienda suelta a mis ensoñaciones y levanté con lentitud la carga de heno del bieldo, Prudencio Johnson me arrancó de mi sueño con un grito: «¡Eh, Jick! Silba o canta si quieres, pero ¡ponte a currar!». Me sentí tentado a aplastarle el pelo a Prudencio con aquella carga de heno, pero obedecí.
Puede que mi estado de ánimo al frente de la recua de la apiladora fuera contagioso. Durante la cena del segundo día, cuando regresé a English Creek, me encontré a mi madre con el ceño fruncido leyendo el Gleaner.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Nada —dijo, sin convencerme. Cuando se dirigió a la cocina para pelearse con la cena y yo ya me había lavado, me acerqué a echar un vistazo al artículo que había estado leyendo. Aparecía en la página de Variedades:
LA MUJER FANTASMA:
CUANDO EL FUEGO
CORRIÓ POR LA MONTAÑA
Nota del editor: Un año más comienza la época de incendios y las tormentas no necesitan la ayuda del descuido del hombre. Apenas diez años han transcurrido desde que el incendio en la montaña de La Mujer Fantasma sirviera de ejemplo de lo que ocurre cuando un incendio se desboca de semejante manera. Reimprimimos aquí la crónica de aquel incendio para que sirva como recordatorio. Si visitan los bosques, rompan las cerillas antes de apagarlas, pisen las colillas y asegúrense de apagar con agua todas las hogueras.
Las brigadas del Servicio Forestal están poniendo todo su empeño en sofocar el incendio de la montaña de La Mujer Fantasma, pero hasta ahora el feroz incendio ha convertido en baldíos todos sus esfuerzos. El incendio avanza desbocado por las tierras cercanas al North Fork, el afluente del English Creek, aproximadamente a treinta y dos kilómetros al oeste de Gros Ventre. Testigos presenciales de Valier y Conrad afirman que la columna de humo puede avistarse desde ambas poblaciones. Se desconoce el número de hectáreas de bosque que se han consumido a causa del fuego. Las pérdidas sufridas son las más graves en el Bosque Nacional Two Medicine desde la temporada de incendios de 1910, que marcó un registro récord.
Un testigo presencial afirmó que las cuadrillas parecían estar cerca de controlar el fuego al caer la tarde del día de ayer, pero el flanco superior del incendio se desbocó «y empezó a cruzar aquella montaña a una velocidad pasmosa».
H. T. Gisborne, especialista en investigación de incendios del Servicio Forestal de Estados Unidos en Missoula, explicó aquella explosión repentina: «Por regla general, el frente de un incendio forestal avanza como las tropas en una escaramuza, más rápido aquí, más despacio allá, en función del tipo de madera y de los combustibles que va hallando a su paso, pero mantiene un frente prácticamente ininterrumpido. Incluso cuando la topografía, los combustibles y las condiciones climatológicas dan como resultado un incendio en corona, las llamas saltan de una copa a otra a una velocidad relativamente lenta de entre kilómetro y kilómetro y medio por hora. Pero cuando estas avanzadillas arrojan llamaradas que se adelantan al frente, esos puntos vuelven atrás e incendian asimismo el frente del incendio y contribuyen a incrementar la masa de calor. Literalmente, el frente del incendio puede llegar a “explotar”».
No se han recibido noticias de ningún herido en el incendio de La Mujer Fantasma, si bien se sabe que algunas cuadrillas tuvieron que huir del lugar por el riesgo de perder la vida en el momento en que se produjo la explosión.
Cuando mi padre llegó a la hora de la cena, mi madre me quitó de las manos el ejemplar del Gleaner y se lo entregó: «Mac, será mejor que leas esto». Lo cual quería decir, será mejor que lo veas antes de que el preguntón de nuestro hijo empiece a hacerte preguntas.
Se detuvo en el titular. Bill Reinking siempre contactaba con él por cualquier historia que guardara relación con el Bosque Nacional Two Medicine.
—¿Por qué sale esto en el periódico? —dijo mi padre lanzando la pregunta al aire.
—Han pasado diez años, Mac —le dijo mi madre—. Diez años esta semana.
Mi padre lo leyó entero. Tenía la mirada clavada y la mandíbula apretada, como resistiéndose a la idea de que pudiera ocurrir un incendio en el Bosque Nacional Two Medicine, pero cuando lanzó el Gleaner a un lado solamente dijo: «El tiempo vuela».
Al día siguiente sucedieron dos cosas.
La primera me produjo un placer inconfesable. Poco antes del mediodía, Clayton metió una de las ruedas del rastrillo en una zanja que estaba más cerca de lo que él creía. El impacto rompió una de las abrazaderas que unía el mecanismo de descarga a la estructura del rastrillo. Clayton parecía muy contrariado, aunque yo no sabía si se debía principalmente al susto del accidente o al pavor a que Pete lo despidiera.
Pero Pete era como era, y dijo: «Son cosas que pasan, Clayton. Lo remendaremos con un poco de alambre hasta que podamos soldarlo».
Al final del día, cuando Poni y yo descendíamos por el bancal que conducía al vado del English Creek, vi una segunda camioneta del Servicio Forestal aparcada junto a la de mi padre en la estación. Supuse que el visitante sería Cliff Bowen, el joven forestal del distrito de Indian Head situado más al sur, y acerté. Entré en casa y saludé. Me enteré de que Cliff había estado en las oficinas centrales de Great Falls y le había traído varias herramientas contraincendios a mi padre, al tiempo que compartía con él diversas quejas propias del gremio. Normalmente Cliff era templado como la leche, pero la visita al cuartel general le había puesto de muy mal humor.
—Mac, Sipe me ha preguntado qué tal van las cosas. —Sipe era Ken Sipe, el superintendente del Bosque Nacional Two Medicine—. Yo le he dicho que iban tan bien como cabía esperar, pero que vamos a necesitar más vigilantes. —Julio y ahora agosto habían sido meses tan calurosos y peligrosos que los forestales al este de la divisoria habían recibido permiso para contratar ayudantes en la lucha contraincendios, pero solo los suficientes, en palabras de mi padre, «para ponernos la miel en los labios».
—¿Qué tal te ha ido con él? —preguntó mi padre.
—Pues como tirarse un pedo en misa. Me dijo que son normas de Missoula, reducir las contrataciones en los bosques al este. Maldita sea, Mac. No sé en qué estará pensando el comandante. Este bosque está más seco que el papel. Como nos caiga una buena tormenta eléctrica en las montañas vamos a tener incendios por todo el maldito Two.
—Puede que el comandante ya lo tenga todo hablado con los de arriba para que no caiga ningún rayo en lo que queda de verano, Cliff.
—Sí, puede, pero como caiga alguno, por Jesucristo espero que apunte directamente a las costuras del bolsillo del trasero del comandante.
Mi padre no pudo evitar soltar una carcajada.
—Si un relámpago caído sobre un tocón es un problema, imagínate el tiempo que tardaríamos en apagar los rescoldos del comandante.
Dos cosas, dije que habían ocurrido dos cosas. Permítanme corregirme y decir que fueron tres. Cuando conduje a Poni a su pastizal para pasar la noche, rompí a sudar solo con aquel corto paseo. Cuando llegué a casa, el termómetro de la ventana de la cocina recibía el calor del sol del poniente. Treinta y cuatro grados. Volvía a hacer un calor pegajoso. Justo el clima que invita a la aparición de tormentas.
Pero aquella noche solo cayó una llovizna. Cuando salté de la cama por la mañana me debatí preguntándome si el heno de Pete estaría demasiado húmedo como para poder apilarlo. Para no hacer el camino en balde, telefoneé al rancho de los Reese.
—Pete cree que ya estará lo bastante seco a media mañana —me dijo Marie—. Ven a desayunar. He preparado tortitas.
Resultó que las tortitas fueron lo único que nuestra cuadrilla sacó de provecho aquella mañana. Nos tomamos nuestro tiempo sentados a la mesa del desayuno, colocamos sin prisas los arreos a los caballos y después nos dirigimos tranquilamente a los henares de los Ramsay. Perry, Bud y Prudencio aún tuvieron tiempo de fumar un buen rato mientras Pete tocaba el heno y lanzaba un vistazo al cielo. Por fin, Pete dijo: «Al cuerno, vamos a probar». Nos las apañamos bastante bien un rato y apilamos más o menos una docena de cargas de heno, pero entonces empezaba a caer otra nubarrada entre claro y claro. Para un ranchero que quiera apilar heno, esos son los días más molestos de todos. O como dijo Pete en una de aquellas rociadas: «Maldita sea, ¡si tiene que llover, que llueva!».
Ya cerca de las dos, a la cuarta o quinta vez que habíamos arrancado de nuevo tras hacer un alto en la labor, Pete se hartó. «Al cuerno. Nos vamos a casa».
Naturalmente yo me las prometía muy felices con mi tempranero regreso a English Creek y empecé a pensar en dónde iría a pescar el resto de la tarde. Mi teoría es que, cuanto peor tiempo hace, mejor se pesca, pero mientras le estaba quitando los arreos a Jocko y Pep, Pete salió de la casa y me preguntó:
—Jick, ¿te apetece ir al pueblo?
Ya que nos habíamos empapado, me dijo, podía llevar el rastrillo al taller de Grady Tilton y soldar la abrazadera rota, pasar la noche en casa de los Heaney y a la mañana siguiente conducir el rastrillo reparado de vuelta al rancho.
—Ya he consultado con la jefatura —se refería a mi madre— y me ha dicho que no hay problema.
—Me parece bien —le dije a Pete. Lo cierto era que después de varios días detrás de la apiladora, aquello sonaba como una expedición a África.
Así pues me encaminé hacia Gros Ventre, más o menos a media tarde. El rastrillador ambulante Jick McCaskill en la carretera, aunque solo fuera un viaje de ida y vuelta al pueblo.
Los primeros kilómetros se me pasaron volando. Qué rápidos me parecían Blanca y Ojo de Pez, auténticos diablos sobre ruedas comparados con Jocko y Pep. No pensaba en nada en especial. Me preguntaba qué tendría que contarme Ray Heaney. Pensaba en el resto del verano. Una semana más de siega. El colegio empezaría… ¡Cristo bendito, solo quedaban treinta días! Un día menos para mi decimoquinto cumpleaños. Díganme cómo es que todos los veranos, pasado el Cuatro de Julio, el tiempo corre que vuela.
Incluso cuando en mi mente se suceden florituras como aquella, el resto de mi cuerpo está más o menos atento. Enfilé el camino de Noon Creek con el rastrillo y me fijé en los almiares de Dill Egan, que me parecieron pobres parientes de aquellos levantados por Prudencio. Mucho más allá, al noreste, vi algunas manchas que podrían ser ganado de la Doble W y me pregunté por dónde andaría Alec cabalgando o arreglando cercas. Naturalmente una de las cosas que todo el mundo hace en Montana es fijarse en el tiempo que hace en casa del vecino. Con tanto cielo y horizonte alrededor, siempre hay algún acontecimiento atmosférico que vigilar. En lo alto del promontorio del camino que llegaba a la casa de Dill Egan, me fijé en un nubarrón oscuro que cubría la zona situada más al noroeste. A mi padre no le gustaría aquella nube, que ya merodeaba por el borde del bosque. Y nuestro henar de los Ramsay va a recibir un buen baño, me dije.
Unos minutos después volví a mirar en la misma dirección y vi que el nubarrón no se había posado sobre la finca de los Ramsay. Seguía avanzando. Hacia Noon Creek y hacia donde yo me encontraba. Por suerte había tenido la genial idea de traerme un chubasquero que me evitaría una buena caladura.
Con el siguiente reconocimiento del terreno, la lluvia dejó de preocuparme. La nube era ahora más grande, más negra y estaba cada vez más cerca. Muchísimo más cerca. Y ahora retumbaba con un eco sordo como si fuera un motor que moviera todo el cielo. Quizá les suene raro, pero mírenlo como yo lo veía entonces: un nubarrón negro que presagiaba tormenta del que emergían pulsos de luz como llamas crepitando en el interior de una estufa. Mientras la contemplaba boquiabierto, un relámpago apuñaló la tierra. Un relámpago pálido, casi más blanco que amarillo. Como los que tanto abundan en las tormentas eléctricas de verdad.
Como ya he contado, no es que a mí los relámpagos me emocionen. Me aferré a las riendas con ambas manos y di unas palmadas en la grupa de Blanca y Ojo de Pez para animarlos. «¡Arre, arre, vamos!». Puede sonar drástico, pero prueben a quedarse quietos sobre un rastrillo metálico de tres metros de largo mientras los relámpagos se acercan y luego díganme lo que habrían hecho.
Allá que fuimos, andando a paso ligero durante varios minutos. Hice todo lo que estaba en mi mano para contar la distancia que nos separaba de los truenos, pero eran de esos que retumban otra vez antes de que hayas terminado de escuchar el primero. Mis ojos, más que mis oídos, tendrían que encargarse de controlar la meteorología y en ese instante me indicaban que ni Blanca, ni Ojo de Pez, ni el rastrillo, ni yo viajábamos a la misma velocidad que viajaba o crecía o lo que quiera que hiciera aquel nubarrón tormentoso.
El camino se extendía hasta el infinito, puesto que inmediatamente después de salir de la finca de Dill Egan, la carretera de Noon Creek abandona las tierras bajas y atraviesa como una flecha los bancales que unen Noon Creek con English Creek hasta que por fin sale a parar a la carretera al norte de Gros Ventre. Kilómetros y más kilómetros de tierra, como un inmenso mantel. Ya les digo que una situación así sirve para recordar que la piel es un débil refugio contra el universo.
El tronar constante y el ritmo al que avanzaba aquel nubarrón me indicaron que debía abandonar aquella carretera fuera como fuera. Buscar un lugar donde refugiarme y alejarnos, los caballos y yo, de aquel pararrayos sobre ruedas. La pregunta era… ¿dónde? En el camino de English Creek no habría tenido problema: allí no era difícil encontrar un rancho en el que refugiarse, pero por ahí la Doble W era dueña de todo y, en cada desvío que conducía hacia cualquiera de los ranchos abandonados de Noon Creek, la Doble W mantenía las verjas cerradas con candado para evitar el paso de los pescadores. Pude comprobarlo en persona al detener la recua para lanzar un rápido vistazo a la verja del antiguo rancho de los Nansen.
La ausencia de alternativas te obliga a decidirte a toda prisa. Arreé de nuevo a Blanca y Ojo de Pez y allá que chacoloteamos carretera abajo en dirección a una gran estructura formada por varios postes a un kilómetro de distancia. La puerta de entrada a la Doble W.
Tardé una eternidad, pero finalmente alcanzamos la puerta de entrada y el desvío hacia la Doble W. Del remate apoyado sobre los grandes postes —del tamaño y la altura de un poste de teléfono— colgaba un cartel:
RANCHO WW
WENDELL & MEREDICE WILLIAMSON
El cartel chirriaba levemente y el viento empezaba a agitarse, presagiando la llegada de la tormenta.
Pero en aquellos instantes ni el viento ni el cartel me importaban lo más mínimo. Me había olvidado de que en aquel desvío hacia la Doble W había unas rejillas entre los postes de la entrada principal, una fosa cubierta por un enrejado de tubos que los vehículos podían traspasar, mas no así criaturas como el ganado. Criaturas con pezuñas, como vacas y caballos. Para que Blanca y Ojo de Pez pudieran atravesar esa fosa tendría que abrir la portilla de alambre para el ganado situada junto a las rejillas.
¿Saben de lo que me acordaba? De aquel «¡DIOS BENDITO, ALÉJATE AHORA MISMO DE AHÍ!», el grito de Stanley cuando me acerqué a la valla de alambre en la cabaña durante nuestra expedición de vivanderos. «Como se te ocurra tocar ese alambre y caiga un rayo…». La tormenta que ya retumbaba hacía parecer a aquella otra tormenta de junio un mero paño húmedo. Siempre que miraba en dirección a la tormenta, recibía un guiño en forma de relámpago como respuesta. En la entrada de la Doble W no había ni un solo palo de madera a la vista, ni una sola maldita astilla con la que poder romper la abrazadera que sujetaba la portilla y apartar el alambre a un lado.
Maldito infierno. Aquí sentado mientras les cuento esto, con la distancia de todos los años transcurridos entre aquel instante y ahora, todavía puedo volver a sentir ese escozor que me recorría las palmas de las manos, el sudor fruto de la consternación que me subía por la piel. Denme a elegir tres instantes de mi vida que pudieran borrarse y aquella escena delante de la verja de entrada a la Doble W sería uno de ellos.
Me sequé las manos en los pantalones. Blanca agitó la cola y Ojo de Pez relinchó. Quizá me estuvieran diciendo lo que yo ya sabía. Lo peor que podía hacer era retrasarme, porque la tormenta se acercaba cada vez más con cada segundo que yo permanecía allí pensando. Volví a secarme las manos. Salté contra la verja, como si estuviera librando un combate con ella. Con un brazo aferrado al poste y el otro brazo y la mano intentando desesperadamente levantar la abrazadera de alambre del poste. Cómo no, aquella verja era una de esas cabronas obstinadas que encajaban a la perfección. Tendría que abrazarme a ambos postes con todas mis fuerzas para que el aro se aflojase. Entretanto, allí donde mi cuerpo tocaba alguna hebra de alambre yo me sentía como una diana, listo para churruscarme, como si estuviera atado con cables eléctricos y alguien estuviera a punto de darle al interruptor.
Imagino que luché con aquella verja apenas una fracción de lo que en realidad se tarda en contarlo hasta lograr abrirla por completo, pero a mí me pareció una eternidad.
Tampoco entonces las tenía todas conmigo. Blanca y Ojo de Pez se estaban tomando las cosas mejor que yo, pero también estaban empezando a ponerse un poco nerviosos por los cambios de la tormenta y los truenos, que retumbaban cada vez con más fuerza. «Venga, vamos allá, no tengáis miedo, vamos». Los tranquilicé y los empujé para que cruzaran la verja. Yo también necesitaba que alguien me tranquilizara a mí, porque el rastrillo medía tres metros de ancho y la verja solamente tres y poco. Si una de las ruedas se quedase atascada en algún poste, estaría metido en un buen lío. El rastrillo entraría entonces en contacto con la cerca de alambre. Una clara invitación a que me cayera encima un relámpago mientras yo maniobraba marcha atrás para sacar la rueda de aquella situación. Avancé con muchísima precaución con el rastrillo y atravesé la verja de entrada de la Doble W, que tenía la anchura justa.
Pasamos muy apurados. Ya solo me quedaba una cosa más que hacer, que también me llenaba de ansiedad: cerrar la verja, porque había cabezas de ganado en aquellos campos. Por más que perteneciera a la Doble W y a mí no me importara lo más mínimo que su ganado se escapara y se dispersara por el mismísimo Tibet, si creces en Montana, aprendes a cerrar las verjas que has abierto.
Así pues corrí de vuelta hasta la entrada y forcejeé al revés de como había hecho al principio. Aún me aterraba tocar aquel alambre, pero quizá ya no tenía tanto miedo como la primera vez que lo hice, porque entretanto no dejaba de repetirme a mí mismo: «¿Qué diablos he hecho para merecer esto?».
Una vez de vuelta en el rastrillo, rompí todos los récords sobre aquel camino de la Doble W, desde el bancal hasta el lugar donde los edificios del rancho se apiñaban al norte de Noon Creek. El rastrillo temblequeó al cruzar el puente de tablones, mi tronar contra el tronar de la tormenta, y atisbé a lo lejos el refugio que buscaba: el establo de la Doble W.
En pocos minutos desenganché los caballos. Dejé el rastrillo junto a una colección de maquinaria vieja, para que al menos a los relámpagos les costara descubrirlo, y acomodé a los animales en las caballerizas. Estaban tan bañados en sudor que los desguarnecí y los froté con un saco de arpillera. Busqué el granero y les ofrecí a cada uno un sombrero lleno de salvado de la Doble W a modo de recompensa.
Al fin podía respirar y mirar en derredor.
La Doble W tenía edificios y más edificios. Aquel establo era enorme. La casa blanca de los Williamson de dos pisos, al otro lado del patio, podía haber albergado al mismísimo gobernador de Montana. Se trataba de un rancho bastante grande para cualquiera, pero Wendell Williamson era dueño de otro rancho al menos tan grande como ese, la Deuce W —la marca era 2W— allá abajo en las montañas Highwood, entre Great Falls y Lewiston aproximadamente a ciento sesenta kilómetros de aquí. Más distancia de la que yo había recorrido en toda mi vida… y el maldito Wendell Williamson era dueño de los dos extremos.
En cualquier caso, la Doble W era en aquel momento mi puerto en mitad de la tormenta y debía anunciar mi presencia.
No se veía ni un alma. Alec, los demás jinetes y los segadores tardarían un rato en llegar empujados por la lluvia desde las montañas y los henares, pero alguien tendría que haber en la casa, así que me apresuré para no tener que correr cuando llegara la tormenta.
Golpeé la puerta de entrada.
La puerta se abrió y Meredice Williamson apareció allí de pie. Con una sonrisa, preguntó:
—¿Sí?
—Hola, señora Williamson. He metido a Blanca y Ojo de Pez en su establo.
Parecía no entender nada de lo que le estaba contando, pero me sonrió y dijo:
—Muy bien hecho. Seguro que Wendell se pondrá muy contento. Intenté corregir su impresión de que había dejado a Blanca y Ojo de Pez en su establo de forma permanente.
—Bueno, en realidad solo estarán allí hasta que amaine la tormenta. Verá, es que yo iba conduciendo el rastrillo camino del pueblo cuando vi venir la tormenta y tuve que buscar refugio en el rancho por los relámpagos, así que desenganché los caballos y los metí en el establo. He hecho bien, ¿verdad?
—Claro que sí —concedió ella, principalmente porque no tenía ni idea de qué otra cosa decir.
Meredice Williamson era una mujer de ciudad. Se contaba de ella que era la viuda de un abogado a la que Wendell conoció y con la que se había casado en California hacía un par de inviernos.
La versión más cruel que corría sobre ella era que le había dado demasiado sol en la cabeza, pero yo creo que todo se reducía a que Meredice Williamson solo venía al norte para pasar el verano en la Doble W y que nunca nadie la había puesto al tanto de la vida en el Two, nunca le había pillado el ritmo a las estaciones, a su forma de vida, a sus tradiciones. Al menos, allí de pie, en aquella entrada desgastada, con aquel vestido amarillo intenso y el pelo canoso ondulado y planchado, parecía una invitada en su propio rancho.
Aun así, quizá Meredice Williamson no fuera tan despistada como la gente creía, porque me miró con especial cuidado y me preguntó:
—¿Tú no eres el otro chico de Beth McCaskill?
A mí no me gustaba demasiado que me lo preguntaran así, pero la señora Williamson tenía la genealogía a su favor. Sacudí la cabeza con un gesto afirmativo y añadí:
—Soy Jick. El hermano de Alec.
—Wendell tiene a Alec en mucha estima —me confesó. ¡Como si a mí me importara un pimiento la opinión del señor Doble W! Hasta donde yo sabía, Wendell Williamson era el principal colaborador en aquella conducta tan inapropiada de Alec, pues lo animaba con aquellas malditas ideas sobre cowboys. La pelea familiar de aquel verano conducía directamente a este umbral, pero era justo reconocer que no podía culpar a Meredice Williamson de los actos de Wendell. Aquella señora parecía tan inocente como un pájaro azulejo posado sobre un montón de estiércol. Por eso, me limité a responder:
—Sí, eso tengo entendido.
Justo entonces llegaron las primeras gotas de lluvia, que empezaron a salpicar las losas del camino con grandes goterones. Meredice Williamson miró sorprendida en dirección al cielo, cada vez más negro.
—Parece que va a caer un buen chaparrón —dijo—. ¿Quieres pasar?
Me sentí tentado, pero, por otro lado, pensé que ella no tendría ni la más remota idea de qué hacer conmigo una vez estuviera dentro. ¿Me ofrecería un té con pastas? ¿Me preguntaría si quería jugar a las damas?
—No, no se preocupe —contesté—. Esperaré en los barracones. Alec no tardará. Cazaremos gamusinos hasta que deje de llover y luego me marcharé al pueblo. —En ese punto, la expresión de Meredice Williamson me demostró que no estaba muy segura de lo que eran los gamusinos ni de por qué había que cazarlos. Rápidamente me despedí—: Muchas gracias por dejarnos usar el establo.
—De nada, Jake —dijo ella mientras yo ya me daba la vuelta y echaba a correr cruzando el patio. Había empezado a llover a cántaros y los goterones agujereaban el suelo. En el extremo sur de la tormenta se vislumbraban flashes de luz seguidos de un sordo retumbar. Di gracias por estar lejos del rastrillo, aunque hubiera tenido que guarecerme en la Doble W.
Es extraño estar en un barracón deshabitado mientras sus residentes están fuera trabajando. Como en uno de esos cuentos de marineros en los que subes a bordo de un barco en el que todo está intacto, las velas listas y la comida preparada en los fogones, pero la tripulación se ha desvanecido.
Los barracones no sirven para otro propósito que el de alojar a las cuadrillas de trabajadores. No transmiten ninguna sensación de hogar, aunque sé que muchos peones de los ranchos se pasan la vida en un barracón. El propio Alec trabajaba aquí a tiempo completo y así sería hasta que se casara con Leona. Aun así, a mí un barracón me parece un lugar soportable solo durante una temporada, no más.
Si no están familiarizados con un barracón, les diré que una habitación abarrotada de camas es una mezcolanza de olores. Huele a tabaco, en sus tres encarnaciones: cigarrillos liados a mano, rapé y tabaco de mascar. De hecho, estas dos últimas clases nunca faltaban en las escupideras colocadas entre las literas. Les presté especial atención, puesto que no quería tropezarme con ninguna. Un olor a demasiados cuerpos y a pocos baños; aun así, me pregunto por qué hoy en día creemos necesario desodorizar el olor de lo humano de nuestra existencia. Un olor a ceniza y creosota; la presencia de una vieja estufa con su tubo. En definitiva, una fragancia masculina y de todo aquello que les había llevado a vivir esa existencia de peones de rancho.
Miré en derredor intentando adivinar cuál sería la litera de Alec. No tardé en resolver el misterio. La litera de la esquina con aquella instantánea de Leona en la pared, encima de la almohada.
Merecía la pena mirar la fotografía de cerca.
Leona iba montada a caballo en un ruedo —probablemente durante una de las ventas de caballos de Tollie Zane— tocada con un Stetson de señora y zahones de cuero. Y una sonrisa que muy probablemente fundiría la cámara. Dejé de mirar la cara de Leona y me fijé en una cosa que me había llamado la atención. En todo el largo de los zahones, había algo escrito con letras fileteadas, separadas por lentejuelas plateadas. Me acerqué aún más y, con la nariz prácticamente pegada a la fotografía, pude leer:
M
*
O
*
N
*
T
*
A
*
N
*
A
Vaya, no era ese precisamente el mensaje que se le venía a uno a la cabeza cuando miraba las piernas de Leona, pero era interesante.
Oí voces y un tropel de hombres entró en el barracón. Los peones de la siega. Y al final de todos ellos Alec, que se quedó pasmado cuando me vio sentado en su litera.
—Jicker, pero qué demonios… —empezó a decir mientras avanzaba a grandes zancadas hacia mí.
Le conté el incidente con el rastrillo y me escuchó atentamente, aunque era evidente que mi presencia en el barracón no le hacía mucha gracia.
—En cuanto amaine, me pondré en camino —lo tranquilicé.
—Sí, bueno. Siéntete como en casa.
Para mi sorpresa, mi hermano no parecía tener gran cosa que añadir. Se libró de tener que decir nada más gracias a la llegada del capataz de la Doble W, Cal Petrie, y otros dos jinetes, dos tipos mayores llamados Thurl Everson y Joe Henty. Ambos llevaban puestos guantes de piel y sostenían alicates en las manos, por lo que imaginé que también ellos estarían contentos de haber podido alejarse de los cercados.
Cal Petrie me vio subido a la litera con Alec, me saludó con un movimiento de cabeza y me preguntó directamente: «¿Buscas trabajo?». Sabía sobradamente que no era el caso, pero como capataz era su obligación averiguar qué me había llevado hasta allí.
Volví a explicar el episodio con el rastrillo y los relámpagos y Cal volvió a sacudir la cabeza. «Ya lo creo, con semejante golpe brillarías igual que un árbol de Navidad. Siéntete en casa. Que Alec te enseñe lo que hay por ahí». Después Cal anunció para que lo oyeran todos: «Después de cenar tengo que bajar al pueblo a buscar unas hoces para las segadoras. Me caben dos jaspes como vosotros en la camioneta. Solo voy a estar una hora y tendréis que estar listos para volver cuando yo diga. Así que os lo jugáis a las cartas, echáis un pulso a lo indio, os comparáis la polla o hacéis lo que os dé la gana, pero solo pueden acompañarme dos». Y se dirigió a la habitación individual que tenía para él solo en uno de los extremos del barracón.
En una peonada de segadores como la de la Doble W había siempre entre diez y doce tipos que trabajaban en dos almiares a la vez. Lo que más me sorprendió a medida que Alec me los fue presentando era que tres de los miembros de la cuadrilla se llamaban Mike. Había un tipo larguirucho apodado Mike «El Largo»; un segador al que como es natural apodaban Mike «El Segador» y por último un tercero que carecía de cualquiera de esos atributos y, por tanto, era conocido como Mike «A Secas». Yo ya conocía a los jinetes que habían entrado en el barracón con Cal Petrie: Thurl y Joe. También conocía al recadero, el viejo Dolph Kuhn, uno de esos vejetes que se convierten en parte inseparable del rancho, igual que el suelo o la hierba. Yo ya me sentía como en casa cuando alguien dijo en voz alta:
—Vaya, ¿así que tú eres otro de los famosos peleones McCaskill? —La pelea en la que Alec había derribado a Earl Zane durante el baile del Cuatro de Julio era, como es natural, lo que había dado lugar a aquella frase.
—No, yo soy más de escopetas —respondí en tono burlón—. Cuando empiezan los problemas, me abro y salgo escopetado para casa.
Nunca se sabe. Aquel era un chiste más viejo que Matusalén, pero aquellos patanes de la Doble W se rieron de buena gana.
Se sucedieron entonces algunos comentarios, probablemente repetidos por enésima vez, sobre cómo Alec le había propinado una buena zurra a Earl, así como acerca de incontables proezas similares del pasado protagonizadas por otros miembros de la cuadrilla. ¡Cualquiera habría creído que la historia del boxeo se había desarrollado en aquel barracón! Pero yo puse mucho cuidado en no decir nada más. La regla principal cuando uno se une a una nueva cuadrilla, aun cuando sea solamente el tiempo que dura una tormenta, es escuchar más que hablar.
Alec no parecía muy contento de tenerme cerca, pero yo nada podía hacer. Yo no había pedido ninguna tormenta, que seguía retumbando y rugiendo allí fuera.
—Bueno —dije para iniciar la conversación—, ¿cómo te va todo?
—Me las voy apañando —reconoció Alec.
—¿Has estado practicando con los becerros?
—No.
Con aquello pareció terminarse la conversación sobre becerros. Tras unos instantes de silencio, Alec se aventuró:
—¿Qué tal la siega con Pete?
—Pues ya casi hemos terminado. Nos quedan un par de días. ¿Qué tal lo llevan por aquí?
—Creo que les quedan aún un par de semanas.
Y así concluyó el tema de la siega. Alec y yo nos quedamos sentados escuchando la deriva de la conversación, que no era otra que el par de asientos libres para el viaje al pueblo. Se escucharon algunos gruñidos malhumorados por el edicto de Cal Petrie según el cual solo dos de los miembros de la cuadrilla tendrían la oportunidad de contemplar el esplendor de Gros Ventre un sábado por la noche, pero aquellas eran las típicas quejas de barracón. Si Cal hubiera dicho que toda la cuadrilla podía bajar al pueblo con él, se habrían quejado por no haberlos invitado a la primera ronda. Y el verdadero problema de fondo apenas empezaba a asomar en la conversación: más de la mitad de la cuadrilla, unos seis tipos, se consideraban candidatos lógicos para aquella visita al pueblo. Ofrecieron una variedad de razonamientos muy bien ensayados: la imperiosa necesidad de cortarse el pelo, cobrar una apuesta de algún tipo que solo estaría esa noche en el Medicine Lodge, incluso un potencial dolor de muelas que necesitaba de cuidados preventivos en la farmacia. Aquellos tipos de la Doble W empezaban, como suele decirse, a prepararse un jueves para estar listos el viernes para bajar al pueblo el sábado y pasar allí el domingo.
Mike El Largo, Mike A Secas y un tipo con pintas de gorila que yo supuse sería uno de los dos apiladores de la cuadrilla formaban parte del grupo que ansiaba ir al pueblo. Mike A Secas me sorprendió porque fue él quien propuso una partida de cartas para zanjar la cuestión, pero, claro, en una cuadrilla uno nunca sabe quién será el león más fiero.
Solo con oír la propuesta, el apilador más grande quedó fuera. «Al cuerno, tampoco es que a mí se me haya perdido nada en ese pueblucho». En aquel instante pensé que su espíritu competitivo daba muestras de una gran anemia, pero con el tiempo llegué a darme cuenta de que no sabía leer, así que era incapaz de diferenciar las cartas.
Mike A Secas se había deshecho de un contendiente, pero los otros cuatro se sintieron más o menos obligados a participar en la partida de cartas.
—Nos hace falta un banquero honesto —pidió Mike A Secas.
—¡Menuda contradicción! —dijo alguien.
—Maldita sea, entiéndeme. Con que sea lo suficientemente honesto para que no lo pillemos, valdrá. Oye, tú, el hermano de Alec. ¿Quieres hacer de banquero?
—Pues… no sé. ¿A qué vais a jugar?
—Al pitch —decidió Mike A Secas—. ¿Acaso hay otro juego?
Me convenció. El pitch es el juego de cartas más perfecto que existe. Es mejor que el póquer, porque en cada mano puede haber más de un ganador. También es mejor que el cribbage, porque no se tarda una eternidad en jugar la partida, y que el rummy y los corazones, en los que es más importante utilizar el sentido común con las cartas que te tocan. Juegos como la canasta o el pinochle ni siquiera deberían mencionarse cuando se habla de pitch.
—Vale —asentí yo—. Hasta que amaine la lluvia. —Aún seguía lloviendo a cántaros, como si fuera el arca de Noé.
—Acerca un taburete —me invitó Mike A Secas señalando con la cabeza una silla libre junto a la estufa—. Te vamos a enseñar a jugar a pitch como Dios manda.
Sí, sí, lo que tú digas, pensé para mí al añadirme al círculo de jugadores de cartas, pero tengo que decir una cosa a favor de los patanes de la Doble W: jugaban al pitch como siempre se ha jugado, al estilo clásico. Alto, bajo, juego, jack, jick, comodín. Les sorprendería saber la cantidad de gente que va por la vida engañada, pensando que se debe jugar al pitch sin comodín —una manera muy mezquina de jugar— y cuantísima gente se ofusca en querer jugar con dos comodines, lo cual resulta excesivo y confuso.
Mi labor como banquero no fue para tanto. Simplemente estaba al cargo de la caja de cerillas Diamond y debía ir pagando a cada jugador tantas cerillas como puntos consiguiera o retirarle las cerillas si perdía. Dicho sea de paso, podría haber llevado la puntuación más eficazmente con un lapicero y una hoja de papel y Alec podría haberlo hecho mentalmente, pero aquellos tipos de la Doble W apostaban a lo grande y querían poder mirar por toda la mesa y contar los puntos que llevaban los demás.
Desde la primera mano en la que los demás jugadores empezaban a expresar sus quejas del estilo de «¿Eso es lo mejor que puedes barajar? ¡Menudo desastre!» y Mike A Secas simplemente apostó tres «a esas cosas, picas» y salió con una reina, observarlo jugar al pitch era como diplomarse en la materia. Pujaba solo cuando tenía el punto ganado con algún que otro punto probable en sus cartas, de manera que cuando realmente pujaba, lo hacía para ganar. Si en alguna mano otro jugador llevaba ventaja, siempre lograba conseguir algún punto, un jack, un jick o un comodín o, por lo menos —y aquí está el verdadero arte de este juego— conseguía que el punto fuera a parar a otra persona que no llevara la voz cantante. Yo hacía de banquero y me limitaba a admirarlo. Mientras las puntuaciones de los demás jugadores iban oscilando, una mano tras otra, Mike A Secas iba añadiendo una o dos cerillas a su total.
A nuestro alrededor el resto de la cuadrilla seguía con la conversación, si es que podía llamarse así. No hay ningún lugar como un barracón para la cháchara desustanciada. Un tipo se quejará de los huevos del desayuno y a otro le recordarán a un plato de judías que comió en Pocatello en 1922. Cuando le pillas la marcha a la conversación de un barracón cualquiera, hay combustible para no parar.
Yo lo absorbía todo. Tenía los ojos y la mente fijos en la partida de cartas mientras intentaba oír la conversación de la cuadrilla, cuando uno de los jugadores de pitch gritó:
—Demonios, ahí va el jick.
Parpadeé y di un brinco. Cualquiera lo habría hecho al oír su nombre, ¿no creen? En realidad estaba bastante despistado: ¿por qué narices tenía un desconocido que anunciarle mi apodo al mundo? Pero entonces me di cuenta de que el tipo no se refería a mí sino que únicamente había intentado evitar que el jick cayera en manos de Mike A Secas, pero este lo había machacado con su jack.
El único que se dio cuenta de mi reacción airada fue el propio Mike A Secas, que en mi opinión se perdía tan pocas cosas en la vida como en las cartas. «Conque aquí tenemos un jick y al mismísimo Jick en persona, ¿eh? —dijo—. ¿Quién te puso ese apodo? ¿Ese hermano peleón tuyo?».
Yo me atrevería a decir que había sido Dode Withrow quien sugirió que yo era el jick de los McCaskill, pero mis padres me habían dado una explicación un tanto vaga al respecto. No tiene nada de raro que todas las personas quieran conocer su historia hasta donde les sea posible, pero si no puedes, no puedes. Así pues, en lugar de tener que explicar todo aquello a los tipos de la Doble W me limité a responder:
—Alguien con mucha imaginación, supongo.
—Pues tienes suerte de que no le diera por pensar que te parecías a la reina de corazones —dijo Mike A Secas antes de volver a poner toda su atención en la partida de pitch.
Alec, que parecía inquieto mientras escuchaba toda la conversación sobre mi apodo, se había acercado y seguía ahora la partida de cartas a mi lado. Aquel era un hermano mucho más silencioso que el que yo había conocido hasta entonces. Quizá tuviera algo que ver con el entorno, con aquella cuadrilla de segadores con la que él y otros jinetes debían compartir barracón. Entre comprobar si había dejado de llover y hacer de banquero en la partida, me puse a pensar cómo sería trabajar en esa cuadrilla en lugar de en la de Pete. Si Alec y yo cambiáramos de rancho y él se quedara en la quebrada en casa de los Reese y yo estuviera ahí, en esa Doble W que todo lo engullía. Podían establecerse algunas comparaciones directas entre compañeros. Prudencio Johnson era la elección más obvia entre el gorila que trabajaba como apilador en la Doble W y el hombre alto y delgado al que llamaban El Sueco, que probablemente era el otro apilador. Una de las ventajas que yo veía al gorila era la zurra que le podría haber propinado a Buenayuda Hebner por intentar ahogarle en heno, pero aquello eran puras fantasías. Al otro lado de la estancia, Mike El Segador parecía algo más interesante que Bud Dolson. Prestaba la suficiente atención a lo que sucedía como para no llegar a mostrarse reservado y frío. Su litera era la que mejor hecha estaba, un indicio de que probablemente había estado en el ejército. Sin embargo, en conjunto Mike El Segador guardaba con Bud más similitudes que diferencias. Los segadores formaban una nacionalidad aparte.
Por la manera en la que habían estado cotorreando sobre las cantidades de heno que habían segado, tres de los cinco jugadores de la partida de cartas (Mike A Secas, Mike El Largo y un tipo de hombros anchos) eran los cargadores. Yo estaba bastante seguro de cómo eran en su trabajo. El tipo de hombros anchos, que parecía un jinete, era el mejor cargador. Mike El Largo era el más lento. Y Mike A Secas apenas trabajaba un poco más que Mike El Largo para quedar mejor.
Un par de chicos más jóvenes, más o menos de la edad de Alec pero lejos de parecer tan listos, debían de ser los conductores de la apiladora.
Después estaba un tipo mayor con una camisa caqui y otro tuerto. Supongo que no habla muy bien de mí ni de mi condición como peón de siega que estuviera analizando de aquella manera a la cuadrilla de la Doble W, pasando por los hileradores y quienquiera que fuera el rastrillador cuando el teléfono cencerreó en uno de los extremos del barracón.
El sonido de aquel teléfono me impresionó más aún que todo lo que había visto hasta entonces en la Doble W. No había ninguna razón por la que no pudiera haber un teléfono en un barracón, pero en aquella época parecía algo de mucho postín.
Cal Petrie salió de su habitación y respondió. Estuvo un rato escuchando y farfulló una respuesta, colgó y miró hacia donde Alec y yo nos encontrábamos, junto al círculo formado por los jugadores de cartas.
—Ven a cenar con nosotros —me indicó el capataz—. Así le daremos un poco más de tiempo al barro para que se seque.
Cal declamó aquellas palabras como si hubiera sido idea suya, pero me habría apostado todo el dinero del mundo a que la persona que estaba al otro extremo del teléfono tenía nombre y apellidos: Meredice Williamson.
No mucho después, la campanilla que anunciaba la cena sonó y con ella terminó la partida de cartas. El tipo de hombros anchos llevaba más puntos que nadie y Mike A Secas era el siguiente. Ahora que se sabía que eran la pareja designada para bajar al pueblo, recibieron un gran número de sugerencias imaginativas para divertirse, mientras íbamos entrando por la puerta de la cocina de la casa. Mientras todos se quitaban el barro de los zapatos y entraban en tropel, yo me quedé un poco retrasado junto a Alec hasta ver cómo se colocarían a la mesa.
—Jick… —empezó a decir Alec, que no continuó con lo que quiera que fuera que tuviera en mente—. Te veo después de cenar —dijo, y entró en la casa conmigo siguiéndole los talones.
La cena se tomaba en la sala de verano, una especie de porche con ventanas en uno de los laterales de la casa lo suficientemente largo como para albergar una mesa para una cuadrilla de aquel tamaño. Naturalmente yo sabía que, hasta en un lugar como la Doble W, la familia y las cuadrillas comían juntas. Si el rey de Inglaterra hubiera sido el propietario de Noon Creek en lugar de ser dueño de los páramos de Escocia, también él habría tenido que seguir la costumbre ranchera por la que todo el mundo se sentaba a la misma mesa para reponer fuerzas. Así pues, no me sorprendió ver a Wendell Williamson presidiendo la mesa. Meredice estaba sentada a su derecha, con el viejo recadero Dolph Kuhn a su lado. A la izquierda de Wendell había un sitio vacío que yo sabía correspondería a la cocinera. A continuación se sentaba Cal Petrie. Todos ellos tenían silla. El resto de los laterales de la mesa estaban ocupados por bancos sin respaldo de unos seis metros de largo.
Me sentí levemente decepcionado. Aquella era una mesa como la de cualquier otro rancho, solo que más grande. Esperaba que la Doble W tuviera algo especial, como, por ejemplo, un trono para Wendell Williamson en lugar de una sencilla silla de cocina con respaldo.
Alec, Joe y Thurl, trabajadores fijos del rancho, se sentaron junto a la élite que presidía la mesa. Los miembros de la cuadrilla de segadores ocuparon los restantes sitios hasta el otro extremo. De hecho, en el otro extremo habían colocado un taburete de cocina que hacía de asiento improvisado, y la sonrisa y el movimiento de cabeza de Meredice Williamson me hicieron saber que aquel era mi sitio.
Aquello sí que no entraba en mis sueños. Sentado frente a Wendell Williamson en el otro extremo de la mesa de la Doble W. Wendell reconoció entonces mi presencia con un «Ajá, con que tenemos compañía. Pues sí que has venido desde lejos para comer gratis, jovencito».
Respondí sin pensarlo:
—Todo el mundo dice que no hay comida mejor que la de la Doble W.
Mi respuesta provocó una cascada de expresiones faciales en la mesa y vi cómo Alec me atravesaba con la mirada, pero Wendell se limitó a soltar otro «ajá» —aquel «ajá» suyo era un hábito que yo creo que cualquiera con dinero suficiente habría pagado por ver desaparecer— y dio un sorbo a su taza de café.
A mis ojos Wendell Williamson siempre daba la impresión de ser un hombre confeccionado a base de sacos. Ya no entro en sacos de qué, pero prácticamente todo en él, la gruesa circunferencia de su cuerpo, hombros, brazos, incluso sus dedos, parecía más relleno de lo que era natural, como si estuviera siempre un poco hinchado. La cabeza de Wendell destacaba especialmente: con aquellas entradas prominentes y el pelo retirado hasta la mitad de la cabeza, la cara de Wendell asomaba ahora amenazante. La otra cosa extraña era que lo poco que quedaba del pelo de Wendell era espeso, rizado y negro como el carbón. Una mata de pelo allí arriba, en la coronilla de aquella enorme cabeza con forma de luna, igual que un marinero con la gorra echada hacia atrás.
La cocinera llegó de la cocina con una ensaladera llena de salsa gris y se la pasó a Wendell. Era una mujer flaca y chupada, de pómulos afilados y nariz ganchuda. Su fisionomía despertó mi interés y me llenó de aprensión. La teoría general establece que una cocinera delgada es mala cosa.
Mike A Secas estaba sentado a mi izquierda. A mi derecha se sentaba un tipo ceñudo que se contaba entre los perdedores de la partida de cartas. Como a mí siempre me gustaba mantenerme al corriente de todo lo relacionado con la comida, le pregunté a Mike A Secas en voz baja:
—¿Esta es la cocinera de Havre?
—No, qué va, esa hace mucho que se fue. Esta viene de Lethbridge.
Se me vino a la mente el comentario que habría hecho mi madre:
—Conque Wendell Williamson ahora tiene que importarlas de Canadá, ¿eh? No Me Sorprende.
Me guardé para mí aquel comentario materno, pero el tipo ceñudo sentado a mi derecha había oído mi pregunta y murmuró:
—Pero no es canadiense, chico. Es húngara.
—¿De verdad? —A mí, aquella cocinera no me parecía conspicuamente extranjera.
—Ya lo creo. Te deja con más hambre que antes de sentarte a la mesa.
Solté una risita educada y decidí que más me valdría centrarme en la comida.
La primera ensaladera que me llegó estaba llena de un brebaje cuyo nombre real jamás he llegado a conocer, pero que yo siempre he llamado «aguachirle de tomate»: tomates en lata calentados con picatostes cortados muy menudos. A veces se sirve como acompañamiento en los restaurantes, cuando al cocinero se le han agotado ya todas las ideas para preparar algún plato con verdura. El Lunchery en Gros Ventre lo servía seguramente cuatro veces por semana. En cualquier caso, el aguachirle de tomate es una receta extraordinaria, puesto que consigue arruinar tanto el pan como los tomates.
Impelido por mi sentido de la caballerosidad me serví una cucharada y, a continuación, añadí una buena ración de puré de patatas. Es difícil que ninguna cocinera malogre el puré de patatas, pero a aquello le faltaban la sal y el alma.
Después vino un plato de hígado frito. Me gustaba, porque yo soy capaz de cenar hígado incluso cuando está demasiado hecho y duro, como era el caso, pero he llegado a la conclusión de que en esta vida no hay término medio que valga con el hígado. Cuando le pasé el plato al tipo sentado a mi derecha, murmuró algo así como «otra vez cuero de Lethbridge». Aquella pareció ser la opinión mayoritaria en la mesa.
Hubo algo de conversación en la mesa, principalmente entre Wendell y Cal, el capataz, sobre lo injusto que era que lloviera tanto en aquel momento de la siega. Teniendo en cuenta lo que vino después, ahora sé que aquella tormenta era en gran medida responsable del malhumor de Wendell. Tampoco era que Wendell Williamson necesitara una excusa en concreto para estar tan malhumorado, o esa era mi impresión, pero en el transcurso de aquella comida no dejó de darle vueltas a la cartera. Si hubiera empezado a llover antes del mediodía y la siega se hubiera suspendido, solamente tendría que pagar medio día a la cuadrilla, pero como había empezado a llover por la tarde, tendría que desembolsar un día entero de sueldo a cambio de un día incompleto de trabajo. Déjenme decirles que no hay nadie más huraño que un ranchero obligado a pagar a su cuadrilla de segadores para que vean llover.
En cualquier caso, la mirada adusta de Wendell Williamson fue deambulando por toda la mesa hasta posarse en mí. Para mi sorpresa, puesto que yo no pensaba que le importara el bienestar de nadie más que el suyo propio, Wendell me preguntó:
—¿Qué tal tus padres?
—Muy bien.
—Ajá. —Wendell sorbió de la taza de café y miró a la cocinera mientras la posaba en la mesa. Después volvió a prestarme atención—. Ya he oído que tu madre dio todo un discurso el Cuatro de Julio.
¡Pero bueno, qué demonios! Si el maldito Wendell Williamson quería bailar conmigo, yo estaba más que dispuesto a sacarle a bailar. Puede que los McCaskill de este mundo no seamos dueños de molinos, minas y todas las tierras a la redonda que cualquier Williamson habría sido capaz de robar, pero habíamos nacido con lengua.
—Pues contó cosas bastante interesantes —dije yo con entusiasmo. Alec se agitaba en su asiento mientras intentaba seguir la conversación, pero como había estado ocupado con su caballo, se había perdido el discurso de mamá. No, aquella batalla era solamente mía—. La gente le dice que les hizo recordar viejos tiempos, cuando había todos esos ranchos por aquí. Los tiempos de Ben English y toda esa gente.
—Ajá.
Nunca sabré qué habría respondido Wendell Williamson a aquello, porque Meredice Williamson me dirigió una sonrisa y le dijo a Wendell:
—Ben English. Qué nombre tan interesante me ha parecido siempre. —Don Doble W no pensaba lo mismo, eso era evidente, pero Meredice siguió a lo suyo—: ¿A ti no te lo parece?
—¿Que si me parece qué? —respondió Wendell.
—English. ¿Tendría el señor English orígenes ingleses?
—Meredice, cómo demonios… —Wendell se detuvo y dio un nuevo sorbo al café amargo—. Vete tú a saber, a lo mejor era sueco.
—Yo creo que sería más digno si hubiera sido inglés.
—¿Digno? ¿De qué?
—Sería más digno para el recuerdo del hombre y de su época. —Volvió a sonreírme—. Por los viejos tiempos. —Entonces lanzó una mirada por encima de mi cabeza, la de Mike A Secas y las cabezas de todos los que estábamos sentados a la mesa y recitó:
De tierra inglesa toma solo
cuanto con justicia tus manos puedan tomar.
Y al tomarla reza
por todos los que descansan en ella[9].
A continuación Meredice Williamson hundió su tenedor en el plato y tomó un bocado de aguachirle de tomate.
Pero todos los que estábamos sentados alrededor de la mesa habíamos dejado de comer. Incluso yo. No sé, quizá Kipling recitado inesperadamente tuviera ese efecto sobre cualquier grupo de comensales, no solo sobre un grupo de braceros, pero lo cierto es que el silencio se podía cortar con un cuchillo mientras Wendell contemplaba a Meredice y los demás contemplábamos al jefe de la Doble W y a su esposa. Ni un solo «ajá» salió de boca de Wendell.
Por fin, Cal Petrie se giró hacia mí y me preguntó:
—Oye, ¿cómo va la cargadora a motor de Pete?
—Muy bien —dije yo—. ¿Podría alguien pasarme un poco de hígado, por favor? —Y esa fue más o menos la historia de mi comida en la gran Doble W.
Alec me acompañó hasta el establo para ayudarme a poner las guarniciones a Blanca y Ojo de Pez. Seguía muy callado. También yo. Ya había tenido yo bastante Doble W y melancolía fraternal por un día y tenía ganas de llegar al pueblo.
Pero había algo… Un pensamiento que me acompañaba cuando empezamos a enjaezar los caballos. Una idea que me había estado revoloteando por la cabeza desde el instante en que los braceros habían entrado en tropel al barracón aquella tarde. Alec había entrado con ellos. Cal Petrie y los jinetes que habían estado arreglando cercas aparecieron unos minutos después.
Puede que yo sea lento, pero normalmente me doy cuenta de las cosas.
—¿Alec? —pregunté yo desde el otro lado del caballo—. Alec, ¿en qué te tienen trabajando?
Al otro lado de Blanca, el sonido de los arneses se detuvo un instante. Después continuó.
—Te he preguntado que en qué…
—Te he oído —me llegó la voz de mi hermano—. Estoy echando una mano con el heno.
—Eso me había parecido. ¿En qué trabajas? —Silencio—. He dicho en qué…
—Rastrillando.
Ni se imaginan la batalla que libré intentando resistirme a la siguiente pregunta lógica: «¿con la hileradora o con el rastrillo?», pero yo ya conocía la respuesta. Ya lo creo que sí. Aquel viejo que caminaba arrastrando los pies con camisa caqui y el tuerto, esos dos se veía a la legua que eran hileradores, así que solamente quedaba un trabajo en el henar del que dar cuenta: mi hermano, el caballero del rodeo, se dedicaba en esta vida exactamente a las mismas labores que yo: a conducir un rastrillo.
Seguí abrochando las hebillas y ajustando los arneses de Ojo de Pez. Me debatía en mi interior. Después de todo, Alec era mi hermano. Si no podía hablarle de tú a tú, entonces ¿con quién iba a poder?
—Alec, a lo mejor me estoy metiendo donde no me llaman, pero…
—Jick, dime cuándo eso te ha frenado. ¿Qué tienes en la cabeza aparte del sombrero?
—¿Tú estás seguro de que quieres quedarte aquí? Quiero decir, más allá de este verano. Este sitio tampoco me parece para tanto.
—Así que ahora te pones del lado de papá y mamá, ¿eh? —Alec no parecía sorprendido de que todos estuviéramos en su contra, como cuando eliges equipo para jugar un partido de béisbol. Tampoco daba la impresión de que ninguno de nosotros fuéramos a hacerle cambiar de opinión—. Qué pasa, ¿hay alguna ley que diga que tengo que ir a la universidad?
—No, solo que se te daría bien. Y además…
—Todo el mundo parece estar segurísimo de eso. Jick, yo ya estoy haciendo algo que se me da bien, si se me permite decirlo. Soy tan bueno con el ganado como Thurl o Joe o cualquier otro. ¿Por qué no cuenta eso para nada? ¿Eh? Respóndeme a eso. ¿Por qué no puedo quedarme aquí en el Two y dedicarme a lo que yo quiero, en lugar de tener que marcharme a la universidad sin ganas?
Por primera vez desde que entró en aquel barracón y me vio, Alec cobró vida. En ese momento estaba de pie frente a Blanca, sujetando la cabeza del caballo con el ronzal, pero me miraba sin pestañear, mientras yo permanecía en pie junto a Ojo de Pez. El Alec alto, de ojos azules y pelo bermejo de nuestros años en English Creek, el Alec que se enfrentaba a la vida como si en la partida solo fueran a tocarle triunfos.
Volví a intentarlo, quizá para ver si había entendido bien las palabras de mi hermano.
—Por Cristo bendito, Alec. Aquí no te tienen haciendo lo que tú quieres hacer. Te han contratado de jinete. ¿Por qué permites que el maldito Wendell haga lo que quiera contigo?
Alec sacudió la cabeza.
—Te pareces a nuestros padres.
—Yo solo pretendo parecerme a mí mismo, eso es todo. ¿Qué es lo que te parece tan fantástico de la vida que llevas aquí?
Mi hermano me sostuvo la mirada. No estaba enfadado, ni siquiera porfiado. Tampoco era una de aquellas miradas abstraídas de comienzos del verano, cuando parecía que solo me veía a medias. Aquel era el Alec de verdad, el que me respondió:
—Que es mi vida y solo mía.
—Sí, bueno, supongo que sí. —Y eso fue todo lo que fui capaz de responder, porque por fin me di cuenta.
Aquella respuesta que había brotado de Alec con tanta naturalidad como el resultado de una multiplicación, aquello era el futuro. Era tal el ansia de mi hermano por ser independiente en la vida que era capaz de conformarse con una mala elección personal y soportar cualquier cosa que la Doble W quisiera cargar sobre sus espaldas, llegado el caso, antes que darse por vencido y sucumbir ante un plan mejor que cualquier otra persona tuviera para él. Desde aquella noche en que tuvo lugar la discusión durante la cena nuestros padres creían enfrentarse a una fase pasajera de Alec con el asunto del trabajo de cowboy o con Leona o con una combinación de ambos. Ahora yo sabía que no era así. A lo que se enfrentaban era a Alec tal y como era.
—Jick —me dijo mi hermano—, hazme un favor, ¿vale?
—¿Qué?
—No les digas nada. Sobre que no estoy trabajando de jinete. —De algún sitio sacó una sonrisa, algo débil—. Sobre lo de que te estoy siguiendo los pasos como rastrillador. Ya tienen una opinión bastante mala de mí últimamente. —Y sostuvo aquella sonrisa con tanta determinación que empezó a dolerme—. ¿Me harás ese favor?
—Sí, claro.
—Muy bien. —Alec dejó escapar un suspiro—. Será mejor que te pongamos en camino o tendré que sacar a Grady de la cama para que te suelde esto.
Pero había una cosa más que yo debía saber. Al encaramarme al asiento del rastrillo, ya con las riendas de Blanca y Ojo de Pez en las manos, le pregunté con tanta indiferencia como me fue posible:
—¿Qué tal Leona?
El Alec del Cuatro de Julio habría saltado con un «Feliz como una perdiz» o alguna expresión similar. Este Alec se limitó a decir: «Está bien». Después, se despidió de mí: «Nos vemos, Jick».
—¿Ray? ¿Tú a veces no tienes la impresión de que puedes mirar a una persona y saber si le va a pasar algo?
—No, ¿por qué?
—No me refiero a mirar a esa persona y saberlo todo. Solamente algo. Una cosa.
—¿Como qué?
—Bueno, pues como… —Miré en dirección al jardín de la casa de los Heaney, de un blanco pálido en la oscuridad. Ed, Genevieve y Mary Ellen se habían ido a dormir, pero a Ray y a mí nos habían dado permiso para repanchingarnos en el césped debajo del álamo gigante hasta que la habitación de Ray se refrescara lo suficiente y desapareciera el calor acumulado durante el día. La tormenta no había pasado por Gros Ventre, pero había dejado tras de sí una ola de calor y la atmósfera cargada—. ¿Me prometes que no te vas a reír?
—Ni aunque me pagaras.
—Vale. Pues mira, cuando estaba hablando con Alec en la Doble W después de cenar. No sé, es como si lo supiera. Por el aspecto que tenía.
—Como si supieras, ¿el qué?
—Que él y Leona no van a casarse.
Ray sopesó aquellas palabras.
—Acabas de decir que podías saber algo que va a pasar. Eso es algo que no va a pasar.
—Lo mismo da.
—¿Que algo pase y que no pase es lo mismo? Mira, Jick, a veces…
—Da igual. —Estiré un brazo y toqué la corteza del álamo con los nudillos. Aquel tronco estaba tan arrugado y estriado que parecía que riachuelos de lluvia lo habían acanalado desde el diluvio de Noé. Me fui remontando mentalmente dejando atrás la tormenta de Noon Creek, más allá de la Doble W y de Alec, de los henares de los Ramsay, hasta llegar al lugar donde lo tenía guardado para contárselo a Ray:
—Hace poco vi a Marcella. De lejos.
—Ah, ¿sí? —me respondió Ray, con lo que creo que llaman «estudiada indiferencia».
A la mañana siguiente regresé con el rastrillo hasta la casa de los Reese, donde Pete me confirmó que el heno estaba demasiado húmedo para segar. Recogí a Poni y al mediodía ya estaba de vuelta en English Creek, para la comida del domingo. En el transcurso de aquella comida les conté a mis padres mi visita a la Doble W.
Mi padre, a quien los incendios no le dejaban pensar en otra cosa, hizo una mueca y dijo:
—Relámpagos. Digo yo que el mundo podría apañárselas sin ellos. —Y después me preguntó—: ¿Viste a tu hermano? —Cuando le respondí afirmativamente, se limitó a sacudir la cabeza.
Teniendo en cuenta cómo había cargado mi madre contra la Doble W aquel verano, yo estaba empeñado en hablarle de la nueva cocinera, el aguachirle de tomate y la salsa tan floja que nos habían servido, pero antes de que pudiera empezar clavó en mí una mirada muy pensativa y me preguntó:
—¿Alguna novedad con Alec?
—No —respondí yo al vuelo, impelido por alguna clase de alianza fraternal cuya existencia desconocía. Señor, qué yermo es la espesura de la familia—. Nada nuevo. Por ahí anda, cabalgando.
Eso es a lo que me refería antes sobre la cadena de acontecimientos que jalonó aquella última fase de la siega. Si Clayton Hebner no se hubiera torcido el tobillo de una manera tan tonta, yo no habría sido el único depositario de la situación de Alec en la Doble W.
El segundo sábado de agosto, exactamente un mes después de que hubiéramos comenzado la siega, colocamos la apiladora en la última pradera de Noon Creek.
Antes de subirse a la cargadora a motor, Pete miró largo y tendido en dirección a las hileras de heno e hizo un cálculo estimado. Después dijo algo que no sorprendió a nadie que hubiera sido miembro de una peonada de siega con anterioridad:
Vamos a ver si podemos meterlo todo en uno en lugar de tener que mover la apiladora otra vez.
—Si eres capaz de aventarlo a semejante altura —prometió Prudencio—, ya le haremos sitio.
Y así empezó a crecer aquel último almiar. Bud Dolson, ya que había terminado de segar, ayudaba a Prudencio a apilar el heno. También Perry había terminado con su parte de la siega porque ya no hacía falta hacer más hileras. Ató los caballos a la sombra junto al río y, a su manera, un tanto descuidada, fue hundiendo la horca en el almiar y transportando montones de heno hacia el bieldo de la apiladora. De Clayton me complace decir que se había repuesto lo bastante como para volver a conducir la recua y que yo había recuperado mi puesto en el rastrillo.
Naturalmente, era demasiado heno para un solo almiar, pero cuando se trata del último almiar, no hay quien detenga a una peonada. Rastrillé y volví a rastrillar detrás de las filas de heno que levantaba Pete con su cargadora. El almiar seguía ganando altura. Ya que las últimas cargas no salían solas del bieldo de la apiladora, Prudencio y Bud aventaron el heno con la horca hasta colocarlo en la cima del almiar.
Por fin, la última brizna de heno cayó allí en lo alto.
—¿Cómo demonios se baja uno de aquí? —gritó Bud desde aquella isla elevada, medio en broma.
—Yo calculo que para enero ya daré de comer a los animales de este almiar —le gritó Pete desde abajo—. Ya te traeré una escalera para que puedas bajar.
En realidad el descenso de Prudencio y Bud de las alturas se dio gracias a Clayton, que elevó el bieldo de la apiladora para que se agarrasen mientras descendían por la estructura.
Marie había venido en camioneta desde el rancho para ser testigo del final de la siega estival. Traía té frío y galletas de avena recién horneadas. Allí permanecimos en pie, mirándonos y bebiendo té y comiendo galletas, una cuadrilla a punto de dispersarse. Perry volvería a Gros Ventre, donde pasaría el invierno trabajando el cuero en la guarnicería. Bud tomaría un autobús a Anaconda para retomar su trabajo en la fundición. Prudencio proclamó a los cuatro vientos que se marchaba directo a las tierras madereras de secuoyas de California. Pete y Bud tardaron un rato en convencer a Prudencio de que tomara el autobús con Bud hasta Great Falls para que por lo menos él y su sueldo pasaran de largo del Medicine Lodge. Clayton regresaría a la divisoria de English Creek y Noon Creek en North Fork, de vuelta a la vida de los Hebner. Pete y Marie a atar los almiares y después a vender los corderos y más tarde a traer de vuelta a casa desde la reserva las ovejas de los Reese, a las que no tardarían en alimentar con el heno que nosotros habíamos atropado. Y yo, una vez más, a vivir a tiempo completo en English Creek, donde dejaría de ser un mero visitante nocturno.
—O el tiempo está Totalmente Descontrolado —declaró mi madre— o Me Estoy Haciendo Vieja.
Ya podrán adivinar cuál de las dos opciones era la correcta para mi madre. Aquel verano no parecía darse por enterado de que, una vez terminada la siega, debería pensar ya en marcharse, pero llegó entonces un calor del demonio que nos hizo achicharrarnos. Durante los tres primeros días tras mi llegada a English Creek una vez finalizada la labor con Pete, la temperatura sobrepasó los treinta grados y las semanas que siguieron no fueron a mejor. Demasiado calor. Soportar el calor mientras conduces un rastrillo o trabajas es una cosa, pero tostarte mientras no haces nada más que holgazanear y existir a mí me parece un insulto personal.
Tampoco es que mi madre, con sus lamentos sobre aquel calor desbocado de agosto, hiciera nada por mejorar la situación. Más bien al contrario: había empezado a preparar conservas. Conservas y más conservas. Comenzaba cada junio con el ruibarbo, seguido de una tanda de salchichas caseras que se guardaban en vasijas recubiertas por una capa de grasa. A continuación venían las primeras cosechas del huerto, los guisantes y más adelante la remolacha en conserva seguida de diferentes variedades de alubias en conserva, todo ello intercalado con mermelada de toda clase de bayas y, por último, a finales de agosto, con la llegada a Gros Ventre de las mercancías de Helwig, cajas y más cajas de melocotones y peras. Durante el invierno nos alimentábamos de las conservas de mi madre, pero pagábamos un alto precio por ello: durante buena parte de los días más calurosos del verano, los fogones ardían. Así que siempre que hubiera conservas pendientes, yo me mantenía tan lejos de casa como me era posible. Alejarse o morir derretido de calor.
También en la propia caseta forestal hacía a veces demasiado calor y no solo por lo que marcara el termómetro.
—¿Qué tal va la cosa? —le preguntaba mi padre a su telefonista Chet Barnouw todas las mañanas.
En esta época del año, aquel agosto sofocante, los informes de Chet nunca eran buenos. «Alerta máxima» era, un día tras otro, el nivel de alerta contra incendios del Bosque Nacional Two Medicine. Habían comenzado ya los grandes incendios al oeste de la Divisoria Continental; el incendio que afectaba al Bad Rock Canyon en el Bosque Nacional Flathead estaba al otro lado de las montañas.
Pobre Chet. Toda la recompensa que recibía por informar a mi padre era un «¿Estas son las mejores noticias que traes?». Mi padre se lo decía en tono amable, o al menos lo intentaba, pero tanto Chet como el ayudante de forestal Paul Eliason sabían que aquel era el principio de otro día delicado. Chat y Paul eran jóvenes y aquel era su primer verano en el Two. Yo sé que mi padre sufría interiormente debido a la falta de conocimientos que ambos tenían de la región. Los dos estaban muy verdes, pero no formaban una mala pareja. Sin embargo, en un verano de incendios como aquel la inexperiencia de ambos no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Chet estaba al cargo de la red de telefonía que conectaba las atalayas de vigilancia y las cabinas de los guardas con la estación forestal y se mantenía en contacto con la sede central de Great Falls por línea telefónica regular. Por ello su lugar de trabajo principal era la centralita situada tras un tabique en la oficina de mi padre. Creo que mi madre fue la que bautizó aquel cuchitril como «el campanario», porque allí era donde sonaban todas las llamadas. A todos les costaba acostumbrarse al campanario, pero a Chet no había quien le metiera prisa y era el tipo ideal para hacer aquel trabajo.
De los dos, Paul Eliason era el que más hacía sufrir a mi padre. Paul se quejaba mucho. Casi parecía haber nacido así de melancólico. El invierno anterior, justo antes de que lo trasladaran al distrito de English Creek como ayudante de mi padre, Paul y su esposa se habían divorciado y ella había vuelto a casa de su madre en Seattle. Según lo que Paul le había contado a mi padre, había ocurrido lo de siempre. Ella había intentado aguantar un año como esposa del Servicio Forestal, pero por aquel entonces Paul trabajaba para el CCC de capataz de las cuadrillas que estaban construyendo las carreteras del Bosque Nacional Olympic en el estado de Washington y los Eliason vivían en una cabaña aislada de una sola habitación, ratas incluidas, y un fogón tan temperamental como anticuado. Las circunstancias perfectas para que el matrimonio entre un ayudante de forestal y una esposa de ciudad hiciera aguas.
—Ya está empezando a pasársele —dijo mi padre aquel verano—. Solo el Señor sabe lo ocupado que he intentado tenerlo para que no tenga tiempo de compadecerse de sí mismo.
Mientras no abusara y no interfiriera en sus asuntos, a mi padre no le importaba que yo revoloteara por la estación, pero tampoco me apetecía estar siempre allí. Siempre que ocurría algo —cuando las atalayas de vigilancia en las montañas del Two enviaban los informes a Chet en el campanario y mi padre iba repasando con el dedo el mapa que mostraba los conatos de incendio que sus apagafuegos ya habían sofocado—, la estación era un lugar bastante animado, pero entretanto no puede decirse que el trabajo de guarda forestal fuera un deporte de grandes audiencias.
Qué largos se hacen los días. En aquellos días largos y calurosos de finales de agosto a mí no me quedaba otra alternativa que pasar las horas intentando coincidir con mis padres el menor tiempo posible. Mi trabajo estival había terminado, pero ellos estaban inmersos en plena faena.
Consecuentemente, pasaba buena parte de mi tiempo libre —o al menos mataba el rato— en el río. Yo lo llamaba pescar, aunque en realidad no era tal cosa. Los peces no son tontos y tampoco es que pongan demasiado interés en morder el anzuelo con semejante calor. Así que hasta el momento en que las truchas daban señales de querer morder el anzuelo, yo me refugiaba a la sombra de algún álamo, sacaba una revista del bolsillo y me ponía a leer.
Varias veces por semana ensillaba a Poni y cabalgaba hasta Breed Butte para comprobar cómo iba todo en la finca de Walter Kyle; después, antes de volver a casa, me detenía a pescar en las presas de castores de North Fork. La casa de Walter se convertía en el transcurso de aquellas visitas en una especie de ermita para mí. Me explico: Walter y nosotros teníamos la costumbre de intercambiar revistas. Tras haber elegido varios ejemplares de la estantería, yo me acomodaba a la mesa de la cocina y pensaba un rato antes de poner rumbo a las presas de los castores.
Aquel viejo rancho de Walter Kyle era un lugar verdaderamente aislado de todo. Estar allí sentado a aquella mesa, mirando por la ventana hacia el sur por la pendiente de Breed Butte hasta la espesura de sauces de North Fork y más allá hacia los tortuosos riscos de Grizzly Reef y la hilera de picos que se adentraban en territorio del río Tetón, era como contemplar la tierra despoblada. North Fork abajo, fuera de mi campo de visión, estaba nuestra estación forestal y, justo al otro lado de Breed Butte, en dirección contraria, se encontraba la vieja hacienda de los McCaskill, ahora «hebnerizada», pero todo lo demás en aquella gran quebrada de North Fork estaba deshabitado. No eran tierras vírgenes, claro está. El Paraíso de los Escoceses dejaba huella allí por donde pasaba: haciendas que aún se sostenían en pie o que cuando menos no se habían caído a pedazos, cercados a los que ahora se encaramaban los halcones. Pero allí no había un alma que no fuera yo, no señor. La sensación de vacío me hizo reflexionar sobre el aislamiento de aquellos primeros pobladores, entre ellos los padres de mi padre, que hicieron de esta tierra su hogar. Incluso cuando el coche llegó a este rincón del Two Medicine, el barro y los caminos, por donde podían verse las marcas de las ruedas, no facilitaban las cosas. Por no hablar del invierno. Algunos años había llegado a caer tanta nieve que llegaba a cubrir los cercados y tenías que adivinar lo profundo que era el terreno. No, aquellos primeros colonos del Paraíso de los Escoceses no sabían en lo que se estaban metiendo, pero, una vez allí, ¿cuántos cuidaron esta tierra como si fuera suya, fueran cuales fueran las condiciones? Se trata de una de esas cuestiones difíciles de juzgar. La distancia y el aislamiento conllevan cierta libertad. Cierto espacio para actuar en función de tus caprichos e inclinaciones. Y aun así era precisamente esa libertad, esa realidad incontestable de que una persona no era sino una mancha en aquel mar de tierra, lo que debió de ser insoportable para algunos colonos. De las historias de mi padre y Toussaint Rennie, yo sabía de aquellos primeros moradores del Paraíso de los Escoceses que se habían retirado hacia la penumbra de sus cabañas y se habían refugiado en la peor de las oscuridades en su propia mente. Otros simplemente se marcharon y abandonaron aquellos años de penurias. Aun hubo quien sobrevivió y se transformó en ranchero de éxito. Y por fin estaban los menos afortunados, que se llevaron su dilema, esa libertad de espacio y ese peaje sobre mente y cuerpo, a la tumba.
Fue Alec quien me hizo pensar en cosas tan serias. Alec y su insistencia en llevar una vida independiente. ¿Merecía la pena pagar un precio tan alto? Yo era incapaz de dar una respuesta afirmativa, ni en un sentido ni en otro. Lo que sí sabía con seguridad era que la situación de Alec me había metido a mí en un lío, porque como mis padres se enteraran del chasco del trabajo de Alec en la Doble W, podrían volver a intentar persuadirlo para que lo abandonara. Como mínimo, aquello podría suavizar las gélidas relaciones entre ellos y puede que volvieran a dirigirse la palabra, pero yo le había prometido a Alec no decirles nada sobre su situación. Y que él me hubiera pedido eso había sido el único instante de verdad de hermano a hermano que habíamos tenido desde que abandonó English Creek.
Pasar el tiempo deseando no encontrarte metido en ese lío raya la desesperación, así que me puse a pescar como un apóstol y a leer y leer y, entretanto, deambulaba por la estación forestal. Finalmente incluso se me ocurrió algo que quería hacer. Debieron de ser las revistas las que me metieron la idea en la cabeza. En cualquier caso, fue durante uno de aquellos cálidos días de finales de agosto cuando le propuse a mi madre empapelar mi habitación del porche.
Ella seguía con las conservas. Creo que aquellos días andaba con las judías trepadoras. Se colocó un mechón de pelo que se le había pegado en la frente sudorosa y me dijo: «El papel es caro». Nunca llegué a entender por qué los padres creen que frases como aquella son noticia, que algo que un muchacho quiere cuesta dinero. Basándome en mi experiencia juvenil, yo diría que lo verdaderamente novedoso habría sido que el objeto de deseo en cuestión fuera gratis.
Pero esta vez le respondí:
—Usaré revistas viejas. De los ejemplares viejos del Post y el Collier. Traen montones de fotos, mamá.
El que yo hubiera pensado las cosas hasta ese punto le indicó a mi madre que aquello era importante para mí. Dejó las conservas y me miró.
—Aun así, tendríamos que comprar cola. Pero imagino que… Era mi día de suerte.
—No, no hace falta. A los Heaney les sobra un poco. Se lo oí a Genevieve.
La madre de Ray había coronado la limpieza de aquella primavera redecorando el hall de entrada de los Heaney.
—Está bien —se rindió mi madre—. Hace demasiado calor para discutir. La próxima vez que alguien baje al pueblo, recogeremos la cola.
Puedo llegar a ser muy exigente cuando merece la pena serlo. La acumulación de revistas me obligó a dar un buen repaso a todas ellas en busca de ilustraciones merecedoras de adornar mi habitación.
Me habría encantado tener ilustraciones de escenas del Oeste, pero ¿saben una cosa? Fui incapaz de encontrar una sola que valiera la pena. En un reportaje titulado «Bitter Creek» se veía a un tipo a caballo con un rifle en la perilla de la silla y una recua de caballos de carga detrás. En lugar de caminar unidos por una soga, los caballos ocupaban todo el paisaje y cabía la posibilidad certera de que aquel tipo se volara la pierna por no llevar el rifle envainado. Así que me olvidé de Bitter Creek. A continuación seguía un reportaje que mostraba a una pareja a caballo que me llamó la atención porque me recordaron a Alec y Leona, pero resultó ser un reportaje sobre un rancho para turistas. El pie de la ilustración decía: «El rancho para turistas es una excelente opción. Aquí podrán montar a caballo, comer hasta hartarse, pasarse el día tumbados al sol, pescar, jugar al póquer y organizar comidas campestres». Cosa que bien podía ser cierta, pero que no me parecía lo suficientemente interesante como para ocupar espacio en la pared.
La primera obra de arte que me gustó de verdad era una ilustración a color en el Collier’s de un vapor de carga anclado. Después encontré un artículo en el Post que mostraba a un tipo apoyado en la barandilla de otro barco mercante y que contemplaba otro barco precioso sobre las aguas. «A medida que el Inchcliffe Castle avanzaba por las costas españolas atravesando el estrecho de Gibraltar, el ingeniero cayó presa de una profunda preocupación». Aquello ya era otra cosa. Un decorado náutico era precisamente lo que la habitación necesitaba. Busqué tantas ilustraciones marinas como pude encontrar en la pila de revistas. Me di cuenta de que no tendría una flotilla lo suficientemente amplia como para cubrir toda la pared, pero me topé con una tira de detectives del Sr. Moto prácticamente infinita, así que completé la parte superior de la pared con escenas de acción, a modo de cenefa.
Cuando ya estaba muy avanzado en mis labores de empapelador, con el Sr. Moto y diversos villanos allá arriba y las escenas marinas que empezaban a cubrir la pared, llamé a mi madre para que viera mis progresos.
—Pues sí que es verdad que le da otro aire —reconoció.
La noche del 25 de agosto, viernes, una tormenta eléctrica golpeó el oeste de Montana y se dirigió hacia nuestra zona de la Divisoria Continental. Los rayos caían sin cesar. En Great Falls, la estación de radio KFBB dejó de emitir y el tendido eléctrico se estropeó. Me gustaría poder contar que me desperté en mitad de la tormenta, tan entusiasmado por la meteorología que me quedé sentado en la cama inhalando ozono o escuchando la primera avalancha de truenos en la distancia. Pero lo cierto es que dormí a pierna suelta, cual Bella Durmiente, mientras la tormenta arreciaba.
A la mañana siguiente se informó de la existencia de más de doscientos nuevos incendios provocados por los relámpagos en los bosques nacionales de la Región Uno.
Seis de ellos le correspondían a mi padre. Uno cerca de la cabecera de South Fork, en English Creek. Otro en la base de Billygoat Peak. Dos cerca del territorio quemado de La Mujer Fantasma, probablemente algún árbol viejo ardiendo. Otro al noroeste, detrás de Jericho Reed. Y otro North Fork arriba, en Flume Gulch.
El hogar de los McCaskill se ponía en marcha antes de que comenzara el día.
—En los cursillos contraincendios no nos dijeron que podían venir de media docena en media docena —murmuró mi padre, que salió para la estación forestal.
Yo engullí a toda prisa el resto del desayuno y salí tras él. Mi madre, medio aconsejándome y medio advirtiéndome, dijo: «No te quedes mucho rato». Pero ella sabía mejor que nadie que con la que estaba cayendo harían falta cadenas y candados para mantenerme alejado de la estación.
Tan pronto como entré en la estación vi que Chet y Paul estaban preparados para la que se les venía encima. Parecían dos pecadores a punto de rendir cuentas a un sacerdote escocés alto y pelirrojo.
Por su parte, mi padre bufaba menos que semanas atrás. Esperar que lo peor pudiera ocurrir le resultaba siempre más duro que intentar solucionarlo cuando ya estaba ocurriendo.
—Bien —fue todo lo que mi padre les dijo—, vamos a poner a los chicos a perseguir humo.
Chet se puso manos a la obra con su trabajo al frente de la centralita, informando de a quién debían enviar dónde y en qué momento. Paul comenzó a evaluar dónde sería necesario ayudar en persona.
Aquel día no fue el más caluroso de agosto, pero hacía bastante calor. Era de vital importancia alcanzar los seis penachos de humo tan rápidamente como fuera posible, antes de que el calor del mediodía avivara el fuego y el conato se convirtiera en un incendio de verdad. El trabajo de apagafuegos siempre me ha parecido infernal, tener que ir de una montaña a otra cargado con una mochila a la espalda y, cuando finalmente has identificado u olisqueado el incendio, sofocarlo con una pala o un pulaski. Y, mientras tanto, los árboles secos a tu alrededor esperando que les caiga cualquier rescoldo para prenderse como una bengala.
No, en lo que a sofocar incendios respecta, yo me consideraba estrictamente un testigo lejano. Alec había participado en alguna expedición hacía un par de agostos, en el frente del incendio de Biscuit Creek del distrito forestal de Murray Tomlin, al sur del Two, y como en todo lo demás, se le había dado bastante bien. Pero en lo que a incendios se refiere, yo no había salido a mi hermano.
Cuando entré en casa para comer unas galletas de jengibre a media mañana le di a mi madre las buenas noticias. Por aquellos años la idea del Servicio Forestal a la hora de combatir incendios forestales era la conocida como «política de las 10.00»: había que controlar el fuego antes de las diez de la mañana una vez se había informado de su existencia; si para entonces el incendio seguía descontrolado, el objetivo eran las diez de la mañana del día siguiente, y así sucesivamente. Chet había informado a la sede de Great Falls: «Controlados antes de las diez. Cuatro de los nuestros» (South Fork, Billygoat y los dos conatos de La Mujer Fantasma). Los cuatro eran tocones en llamas golpeados por algún relámpago que había acuchillado el tronco de algún árbol muerto que ardía lentamente. El guarda más cercano había sofocado las ascuas de South Forst; el vigilante y el apagafuegos estacionados en Billygoat Peak se habían juntado para apagar el suyo, mientras que las dos humaredas de La Mujer Fantasma estaban lo bastante cerca entre sí como para que el apagafuegos al que habían enviado allí pudiera controlar ambos. Así pues, aquellos cuatro conatos de incendio eran historia. Los que sí parecían incendios de verdad eran Jericho Reef y Flume Gulch, ambos pequeños, pero vivos y con tendencia a expandirse. Un bombero forestal llamado Andy Ames y un apagafuegos llamado Emil Kratka estaban a cargo del incendio de Flume Gulch. Ambos eran unos recién llegados al Two, pero mi padre los tenía en buena estima. «Si hay alguien capaz de detener ese incendio, son ellos». El incendio de Jericho Reef, mucho más escondido entre las montañas, parecía más problemático. Nadie quería que comenzara un incendio en una zona tan alejada con aquel clima. Tras mordisquearse el labio un rato, Paul sugirió que él mismo recogería a la cuadrilla del CCC que se encontraba reparando la carretera de North Fork y subiría hasta Jericho Reef para comprobar por sí mismo la situación. Mi padre estuvo de acuerdo y Paul emprendió el camino.
—La época de incendios en el Servicio Forestal —dijo mi madre—. No hay nada igual, salvo quizá el baile de San Vito.
Las nuestras fueron, en comparación, las únicas buenas noticias del Bosque Nacional Two Medicine aquel sábado. En Blacktail Gulch, cerca de Sun River, Murray Tomlin seguía arreando a sus apagafuegos de un lado a otro para controlar los conatos de incendio que aparecían en tocones afectados por la tormenta. La peor parte de aquella tormenta eléctrica en su paso hacia Great Falls debió de llevársela el distrito de Murray. En el distrito de Indian Head, situado al sur de nuestra zona, Cliff Bowen tenía que vérselas con un infierno de mil demonios en aquellas montañas, justo debajo de la Muralla China. Había tenido que pedir a la sede central un montón de bomberos de emergencia que el Servicio Forestal había reunido y contratado con muchos apuros en los bares y pensiones de mala muerte de Clore Street en Helena, Trent Avenue en Spokane, First Avenue South en Great Falls y otras tantas fragantes barriadas donde pasaban el tiempo los temporeros. A Cliff le llevaría la mayor parte del día conducir a aquellos improvisados bomberos hasta el incendio. «Me sangra la nariz cada vez que pienso en combatir un incendio allí arriba», se compadeció mi padre.
—Domingo, día de descanso —musitó mi padre mientras se encaminaba a la estación a la mañana siguiente.
De haberlo sabido, quizá habría dicho algo más fuerte. Aquel resultó ser un día terrible. A media mañana, Chet había informado a Great Falls de que antes de las diez de la mañana se había controlado uno de nuestros dos incendios, pero no el que él y mi padre esperaban. El incendio en Jericho Reef había sido sofocado; Paul y los hombres del CCC no habían encontrado allí más que mil metros cuadrados en llamas que rápidamente habían controlado. «Paul debería haberse llevado unas nubes de azúcar», le comentó mi padre a Chet en tono de broma, pero el incendio de Flume Gulch era ya un incendio en toda regla. Durante todo el sábado Kratka y Ames habían trabajado hasta la extenuación intentando controlar las llamas; al anochecer, creían tenerlo bajo control, pero de madrugada una lengua de fuego fue arrastrándose por una zona rocosa cubierta de pinocha. El domingo por la mañana tomó cuerpo y quemó un árbol que se encontraba frente al lugar desde donde Kratka y Ames vigilaban, antes de avanzar barranco abajo en dirección a una zona boscosa. Rápidamente mi padre retiró a Paul y sus hombres de Jericho Reef y los envió a Flume Gulch. Yo andaba matando el rato en la estación al final de la mañana cuando Chet transmitió el informe que Paul le enviaba por vía telefónica desde la cabaña forestal situada más cerca de Flume Gulch.
Yo estuve presente cuando Paul pronunció aquellas palabras que se harían célebres en nuestra familia.
—Mac —recitó Chet—, Paul dice que el incendio no parece para tanto, pero que sigue ardiendo, eso es todo.
—No me digas —dijo mi padre con mucha, demasiada prudencia. A continuación, dijo—: Ten la amabilidad de informar al maldito señor Eliason de mi parte de que es su maldita obligación conseguir que el maldito incendio no siga ardiendo y que yo… No, mira, déjalo. —Mi padre recuperó el aliento y casi todo su temple—: Dile a Paul que siga intentándolo y que intente arrinconarlo contra las rocas. Que lo acorrale.
El lunes hizo que el domingo pareciera un buen día. Paul y su cuadrilla del CCC aún seguían sin hacerse con el control del incendio de Flume Gulch. Cuando ya lo tenían casi atajado, de repente caía al suelo un abeto en llamas que se deslizaba barranco abajo e incendiaba los matorrales, la vegetación caída y la madera seca, altamente inflamable. O bien saltaban chispas desde lo alto de la pendiente y encontraban una corriente de aire fuerte que las iba meciendo hasta caer en la pared opuesta del barranco, iniciándose así un nuevo fuego. Dieron las diez de la mañana y el informe de Paul era básicamente idéntico al de días anteriores: el incendio no era para tanto, pero no preveía que pudiera acotarse.
Mi padre deambuló por la estación forestal hasta que casi gasta el suelo. Cuando por tercera vez se dirigió a Chet en tono descortés y empezó a lanzar miradas en derredor buscando un nuevo objetivo, puse pies en polvorosa.
Un día más, hacía un calor abrasador. Fui al pequeño cobertizo que hacía las funciones de fresquera a buscar un poco de leche fría y entré a la cocina a buscar una rosquilla con la que pasar la leche. Allí estaba mi padre otra vez y mi madre estaba sirviéndole una taza de café. ¡Como si le hiciera falta más combustible para seguir con sus rondas!
Mi padre imitó la voz de Paul:
—Mac, el incendio no parece para tanto, pero sigue ardiendo, eso es todo. ¡Jesús! Decidme cómo se supone que voy a sobrevivir a la temporada de incendios con semejante ayuda.
—Igual que haces todos los veranos —le respondió mi madre.
—Todos los veranos no me tocan en suerte un par de tipos más verdes que un guisante como ayudante y telefonista.
—Es verdad, solo te tocan uno de cada dos veranos. Tan pronto como consigues educarlos, Sipe o el comandante los trasladan y te mandan a los nuevos.
—Sí, bueno. Por lo menos estos dos no están tan verdes como hace un mes, si es que eso sirve de algo. —Mi padre se bebía el café como si fuera a escapársele de las manos. Beber café lo animaba a pensar en voz alta—: No me gusta nada que a Kratka y Ames se les haya escapado el fuego. Son dos sabuesos apagafuegos, esos dos. Tiene que ser algo muy malo para que algo se les resista. Y tampoco me gusta que los hombres de Paul no tengan las cosas bajo control allá arriba. —Mi padre miró a mi madre, como si ella tuviera la respuesta a sus palabras—. No me gusta nada de lo que me llega desde Flume Gulch.
—Ya me lo imaginaba —dijo ella—. ¿Quieres que te prepare algo de comer?
—Todavía no he dicho que vaya a subir.
—Pues a mí me ha parecido una buena imitación.
—Vaya. —Mi padre llevó la taza de café hasta el fregadero y la colocó en el escurreplatos—. Bien, Lisabeth McCaskill, es usted famosa en el mundo entero por sus almuerzos. Habría que estar loco para rechazar su oferta, ¿no cree?
—Muy bien. —Pero antes de ponerse a preparar los bocadillos, mi madre lo miró una vez más—: Mac, ¿estás seguro de que Paul no puede hacerse cargo? —Que en realidad quería decir: «¿Tú no crees que deberías dejar que Paul se hiciera cargo de este incendio?».
—Beth, me encantaría que así fuera, pero tengo la sensación de que nadie se está haciendo cargo. Paul ha sido muy afortunado con los incendios que le han tocado este verano, no eran más que simples barbacoas. Pero este no se rinde. —Se acercó a la ventana desde donde se veían Roman Reef, Rooster Mountain y La Mujer Fantasma—. Será mejor que suba allí a ver qué pasa.
Ni siquiera me molesté en pedirle que me dejara acompañarlo. Una expedición de conteo o cualquier otra tarea rutinaria era una cosa, pero el Servicio Forestal no quería cerca de un incendio a nadie que no perteneciera al cuerpo y menos si la persona en cuestión aún no había cumplido los quince.
—¿Mamá? Me preguntaba… —Ya habíamos cenado, los dos solos. Ella había lavado los platos y yo los había secado. Podía haber abandonado aquella casa tan calurosa y haber pasado la tarde pescando, pero tenía que quitarme de la cabeza al menos parte de lo que me había estado rondando aquellas últimas semanas—. Me preguntaba… Bueno, me preguntaba acerca de Leona.
¡Hablando de llamar la atención! Mi madre me miró fijamente.
—¿Y qué es lo que te preguntabas acerca de Leona?
—Sobre ella y Alec.
—¿Qué les pasa?
Decidí poner toda la carne en el asador.
—No creo que vayan a casarse. ¿Tú qué crees?
—Creo que en esta cocina tengo un hijo cuyos razonamientos me cuesta seguir. ¿Se puede saber por qué Alec y Leona son nuestro tema de conversación esta noche?
—No solo es esta noche —me defendí yo—. Este verano ha sido muy distinto. Desde que vinieron a cenar aquella vez y se marcharon.
—Eso no te lo discutiré, pero ¿de dónde has sacado la idea de que no se van a casar?
Quería expresarme de la mejor manera posible.
—¿Tú te acuerdas de esa historia que Dode siempre cuenta sobre papá? ¿Sobre la primera vez que tú y papá empezasteis a…, bueno, a salir juntos? Papá fue una vez a buscarte a caballo. Dode se lo encontró en la carretera, vio que llevaba la camisa limpia, las botas relucientes y una sonrisa de oreja a oreja y, en lugar de decirle, «Hola», le preguntó: «¿Quién es ella?».
—Sí —dijo mi madre con firmeza—. Conozco esa historia.
—Bueno, pues Alec no tiene esa pinta. Sí la tenía a principios del verano, pero cuando le vi en la Doble W, me dio la impresión de que alguien le había quitado la alegría. Como si hubiera sido Leona.
Mi madre tardó demasiado en responder. Yo había estado tan ocupado decidiendo hasta dónde podía llegar sin incumplir la promesa que le había hecho a Alec de no contar la chapuza de su trabajo en la Doble W que no me había dado cuenta de que también ella dudaba. Finalmente, dijo en voz alta:
—Puede que tengas razón. Sobre Leona. Ya veremos.
Mi madre se dio cuenta de yo quería una explicación clara de quién estaba incluido en aquel «veremos».
—Los padres de Leona y yo. Vi a Thelma Tracy la última vez que bajé al pueblo. Me dijo que Leona aún no se ha decidido, ni en un sentido ni en otro.
—¿Decidido? —Yo me ofendí por Alec—. ¿Qué pasa, es que se ha estado viendo con otro chico?
—No. Decidirse entre casarse con Alec o seguir con los estudios del último año en el instituto, eso es lo que está decidiendo. Thelma cree que el instituto va ganando terreno rápidamente. —Y, como si hiciera falta, mi madre me recordó—: El colegio empieza en una semana.
—Y entonces… ¿qué crees que ocurrirá después? Con Alec, quiero decir. Con Alec, contigo y con papá.
—Ya veremos en septiembre. Tu padre todavía está enfadado con Alec por desperdiciar la oportunidad de ir a la universidad. Y a mí tampoco se me ha pasado el enfado. Pensar que Alec tiene esa cabeza privilegiada y que todo lo que quiere hacer es Ponerse A Brincar Como… —Y entonces, al darse cuenta de lo que estaba diciendo, retomó aquel tono que adoptaba siempre que pensaba en voz alta—: Conociendo a Alec, imagino que está tan enfadado como nosotros.
—Quizá… —Yo tendría que andarme con más cuidado si cabe y pensar cómo decir las cosas sin que se me escapara nada que pudiera enfadar aún más a Alec—. Quizá si tú y papá fuerais a ver a Alec… como si os dejarais caer por la Doble W.
—Eso no arreglaría nada. No hasta que lo de Leona y la universidad esté totalmente aclarado. Otro lío familiar no mejorará las cosas. Para poder hacer algo al respecto, primero tu padre y tu hermano tendrán que olvidar aquella discusión. Así son las cosas. —Con aquel «Así son las cosas» mi madre dio por zanjada la cuestión, pero, como si quisiera tranquilizarme, añadió—: Vamos a esperar a ver.
Déjenme decir algo a favor del Servicio Forestal: te alarga los días. No mucho después de que mi madre y yo hubiéramos terminado el desayuno a la mañana siguiente, sonó el teléfono. Todos los miembros de la familia de un forestal conocen la manera de llamar que tiene cada atalaya de vigilancia y cabaña de guardabosques. Esta vez, la señal procedía de la cabaña de Ames, el guarda situado más cerca de Flume Gulch.
—Mira a ver, Jick —me pidió mi madre, enfrascada en alguna labor casera—. Por favor.
Me dirigí al teléfono colgado en la pared y me llevé el auricular a la oreja. «Mira a ver» significaba escuchar las conversaciones ajenas: esa era la manera que teníamos de estar al tanto de lo que ocurría sin necesidad de tener que andar yendo y viniendo entre la casa y la estación forestal.
«Me dice Mac que les digamos a los de Great Falls que no podrán controlar el fuego antes de las diez —le decía Paul a Chet—. Si quieres saber sus palabras exactas, ha dicho que ni con todas las plegarias del mundo de un diácono embaucador conseguirán acotarlo hoy». Incluso por teléfono, la voz de Paul sonaba malhumorada. Me apuesto a que, cuando mi padre llegó y se hizo cargo de las labores de extinción, Paul habría reaccionado como un cachorrillo herido. «Teniendo en cuenta el humor que se ha gastado Mac últimamente, más vale citar sus palabras solo de forma aproximada —le respondió Chet a Paul—. ¿Alguna novedad más por allí arriba?». «No», respondió Paul, seguido de un clic al colgar el teléfono.
Le transmití a mi madre una versión retocada de lo que acababa de oír. No dijo nada. Pero los silencios de mi madre eran muy elocuentes.
Cuando el teléfono volvió a sonar al final de la mañana, yo grité: «¡Ya voy yo!».
Era mi padre.
—Es un hijoputa caprichoso —le decía a Chet—. Lo miras y se hace más grande. Será mejor que vayamos a por él con todo. Llama a Isidor y que me traiga todo lo necesario para el campamento. Y diles a los de Great Falls que necesitaremos cincuenta hombres del EFF[10] y un hombre que apunte las horas de trabajo.
—Repíteme otra vez lo de la solicitud del EFF, Mac —dijo Chet—. ¿Has dicho treinta o cincuenta? ¿Tres-cero o cinco-cero?
—Cinco-cero, Chet.
Una pausa.
Chet estaba asimilando aquella cifra. Con las cuadrillas de bomberos de emergencia luchando en el incendio de la Muralla China y los incendios en el bosque de Lewis y Clark, la sede central del Two en Great Falls recibiría aquella solicitud de cincuenta efectivos más como el avaro recibe al recaudador de impuestos.
—Está bien, Mac —respondió Chet—. Los pediré. ¿Qué más necesitas?
Chet no podía saberlo, pero aquella fue su introducción a la regla de oro de un forestal veterano como mi padre enfrentado a un incendio peligroso: pide siempre más ayuda de la que crees que vas a necesitar. O como mi padre dijo que en cierta ocasión le había oído decir a un forestal de la generación anterior a la suya: «Mientras te den, coge todo lo que puedas».
—Papeo —prosiguió mi padre—. Traednos almuerzos dobles para todos. —Un almuerzo doble era básicamente lo que el nombre indicaba: más o menos el doble de bocadillos y el doble de fruta en conserva y demás de lo que un trabajador solía consumir en condiciones normales. Los bomberos necesitaban cantidades de comida legendarias—. Y para esta noche necesitaremos un cocinero de verdad. El tipo del CCC que nos ha estado cocinando no valía más que para hervir agua. Ya le sacaré algún provecho poniéndolo a trabajar en el frente.
—Está bien —dijo Chet—. Te conseguiré los almuerzos dobles de Gros Ventre y me pongo a trabajar con Great Falls para sacar los cincuenta hombres, el hombre que controle las horas y el cocinero. ¿Algo más?
—Por ahora no —respondió mi padre, pero luego dijo—: Jick, ¿estás ahí?
Me sobresalté, pero respondí:
—¿Sí?
—Ya me lo imaginaba. ¿Cómo vas con la pesca? ¿Ya me debes algún batido?
—No, ayer no fui.
—Bueno, solo preguntaba. —Y un instante después dijo—: ¿Está tu madre por ahí?
—Está en la bodega, guardando las conservas.
—Vaya por Dios.
—¿Quieres que le diga algo?
—No, no. Tampoco serviría de nada. Dile que no se preocupe.
—Me preocuparé si quiero —respondió mi madre al oír aquello—. Siempre que tu padre pide ayuda a Great Falls es como para preocuparse. —Y se encaminó hacia la estación forestal—. Por lo menos puedo ir al pueblo a resolver lo del almuerzo doble. Así Chet se puede quedar aquí y tú puedes venir conmigo.
Mientras ella iba a avisar a Chet, yo me puse a pensar en el incendio de Flume Creek y en mi padre. Intentaba imaginar la escena. Era una zona de acampada en la que mi padre y yo, y Alec otros veranos, pescábamos truchas y vagueábamos sentados alrededor de una hoguera; ahora, las llamas se habrían multiplicado por un millón. En el fondo, mi padre, mi madre y yo sabíamos que a menos que el tiempo mejorara sería un milagro que no hubiera ningún incendio en alguna parte del Two. El tiempo de Montana y los milagros: imposible depositar las esperanzas en ninguno de los dos. Pero ¿por qué de todo el distrito del Bosque Nacional Two Medicine tenía que haberse producido allí el incendio, en aquel precioso y alejado rincón de Flume Gulch?
Oí abrirse la puerta de la furgoneta y la llamada de mi madre: «¡Jick, nos vamos!».
Abrí la puerta con mosquitera y salí de la cocina. Le grité: «No, creo que me quedaré aquí».
Sentada al volante me miró con cara de sorpresa. «¿Te encuentras bien?». Que yo rechazara bajar al pueblo solo podía deberse a que estaba enfermo… o eso suponía mi madre.
—Sí, pero me apetece quedarme y empapelar mi habitación.
Mi madre dudó. No quedaba mucho para la comida y su conciencia de cocinera competía ahora con su conciencia materna.
—Pensaba que podíamos comer algo juntos en el Lunchery. Si te quedas, tendrás que prepararte algo para cenar.
—Sí, ya me las apañaré.
Tal y como yo preveía, mi madre no tenía tiempo para debatir conmigo.
—Está bien. Volveré tan pronto como pueda. —Y la camioneta desapareció.
Me preparé un bocadillo de queso y después comí un par de bollos de canela y un vaso de leche fría. Entretanto, no me quitaba de la cabeza lo que había decidido hacer, la mirada fija en el reloj que había sobre la alacena.
Qué largos se hacen los días. Los minutos transcurrían con la misma lentitud con la que yo tardaba en encontrar y pegar una nueva página a la pared de mi habitación.
Esperé a que llegara la hora, porque no me quedaba otra. Por fin el reloj marcó la hora del mediodía. Hora de pasar a la acción.
Salí por la puerta de la cocina, corriendo en dirección a la estación forestal. Justo antes de aparecer por la puerta empecé a caminar a paso normal.
Chet estaba reclinado en una silla a la sombra del porche mientras comía, como yo había previsto. Los telefonistas son como las ardillas: se pasan tanto tiempo metidos en sus agujeros que salen a tomar el aire en cuanto se les presenta la oportunidad.
—Hombre, Jick —me saludó Chet cuando entré tranquilamente en el porche—. ¿Qué tal? Hace demasiado calor para moverse si no es en caso de necesidad.
—He venido a ver si puedo utilizar el teléfono para llamar al pueblo. Se me ha olvidado decirle algo a mi madre y quiero dejarle un recado en el Lunchery.
—Claro que sí. Ahora mismo no hay novedad, así que adelante. Haberme llamado, Jick. Te habría conectado yo mismo. —Ajá, y lo más probable es que te hubieras quedado escuchando, como es costumbre entre los telefonistas. Eso de pegar la oreja funciona en los dos sentidos.
—No, no te preocupes, no quería molestarte. No te ocuparé la línea demasiado rato. —Entré en la centralita y apreté el botón que conectaba la estación forestal con la línea comunitaria.
—Cuando termines —me dijo Chet al pasar a su lado—, dale al cacharrito y ya conecto yo la línea otra vez a la nuestra. —Claro. Gracias, Chet. No tardaré mucho.
Yo fui caminando con aire distraído y di la vuelta a la esquina de la estación hasta desaparecer de su vista. Entonces empecé a correr como un poseso en dirección a nuestra casa.
Frente al teléfono, tomé tanto aire como pude para dejar de resollar y ahuyentar los nervios que me provocaba la idea que acababa de tener. Levanté el auricular, llamé a la centralita de Gros Ventre y pedí que me pusieran con la Doble W.
Se oyó una voz de mujer al otro lado de la línea: «¿Dígame?».
Una vez más, perfecto: Meredice Williamson. No estaba tan seguro de qué habría dicho si me hubiera respondido Wendell.
—Hola, señora Williamson. ¿Puedo… podría hablar con Alec McCaskill en el barracón, por favor? Quiero decir, ¿podría decirle que cogiera el teléfono del barracón? Se trata de un asunto personal.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Meredice Williamson estaría considerando qué marcaba la etiqueta en otra de aquellas extrañas situaciones del Two. Quizá me habría venido mejor vérmelas con las fanfarronadas sin rodeos de Wendell.
—Soy Jick, el hermano de Alec. El que metió a Blanca y Ojo de Pez en su establo, ¿recuerda? Siento mucho tener que llamar, pero necesito hablar…
—Ay, sí, Jack. Claro que me acuerdo. Pero verás, Alec y los demás están comiendo y…
—Sí, eso imaginaba. Por eso llamo a esta hora.
—¿Puedo pedirle que te llame después de comer?
—No, sería demasiado tarde. Necesito hablar con él ahora mismo, porque, como le he dicho, se trata de un asunto privado. De familia. Un asunto familiar que ha surgido. De repente.
—Entiendo. Espero que no sea nada grave.
—Podría llegar a serlo si no hablo con Alec. Mire, señora Williamson, no se lo puedo explicar. Pero tengo que hablar con Alec a solas. Sin que toda la maldita… sin que los demás le escuchen.
—Entiendo. Sí. Creo que lo entiendo. ¿Podrías esperar un instante, Jack? —Como si hablara desde la distancia, oí como decía—: Alec, te llaman al teléfono. ¿Quizá te sería más cómodo responder en el barracón?
No se oía nada al otro lado de la línea, pero mi cabeza funcionaba a mil revoluciones por minuto. En mi mente se agolparon todos los días del verano transcurridos hasta aquel instante. Desde aquella cena en la que Alec se marchó de malas maneras con Leona hasta todos aquellos días en los que mi hermano había seguido con aquella cabezonería y mis padres habían hecho lo propio, pasando por todos los instantes en los que yo me había preguntado cómo habíamos podido llegar a ese punto, cómo es que los McCaskill habían llegado a una situación familiar tan complicada, hasta ahora, cuando comprendí cómo deshacer el lío. Por fin las cosas iban a salir bien: la respuesta no tardaría en bailotear por aquella línea telefónica.
Por fin, una voz a varios kilómetros de distancia.
—Jick, ¿eres tú? ¿Qué demonios…?
—Alec, escucha, ya sé que esto se sale de lo normal.
—Ya lo creo.
—Pero déjame contarte una cosa, ¿vale? Hay un incendio. Papá ha subido hasta Flume Gulch para sofocarlo.
—¡Demonios! Nunca se había quemado antes.
—Bueno, pues ahora se está quemando. Por eso te he llamado, Alec. La única ayuda que tiene papá allí arriba es la de Paul Eliason y Paul no tiene ni repajolera idea de esa parte del Two.
Se hizo el vacío en el barracón de la Doble W. Del auricular salían únicamente los sonidos que hacía mi oreja, como una caracola de mar. Por fin sonó la voz de Alec, más fuerte que antes, que preguntaba:
—Jick, ¿te ha pedido papá que me llames? Si es así, ¿por qué narices no me ha llamado él?
—No, no me lo ha pedido. Él ha subido a apagar el incendio, te lo acabo de decir.
—Entonces, ¿ha sido idea de mamá?
—Alec, no ha sido idea de nadie, demonios. Es decir, no ha sido idea suya, si quieres puedes decir que ha sido idea mía. Papá necesita allí arriba a alguien que conozca esas tierras de Flume Gulch. Alguien que lo ayude a manejar la brigada.
—Vaya, conque es eso. Y tú has pensado que esa persona soy yo.
Me daban ganas de ponerme a gritar. ¿Por qué demonios iba a estar si no hablando por teléfono contigo? Pero en lugar de eso respondí con cautela: «Sí. Papá necesita tu ayuda». Me guardé para mí otro pensamiento: y esta familia necesita salir de este atolladero. Necesita que tú y tu padre volváis a hablaros. Necesita poner fin a esta separación.
Más sonidos de caracola, el vacío. Y entonces…
—No, Jick. No puedo.
—¿Que no puedes? ¿Y por qué no puedes? Hasta el maldito Wendell Williamson te dejará ir si se trata de combatir un incendio.
—No se lo voy a pedir.
—Quieres decir que no quieres pedírselo.
—Lo mismo da, Jick. Mira, yo…
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no quieres?
—Porque no puedo dejar mi vida y volver a casa al trote. Papá ya tiene la ayuda de todo el maldito Servicio Forestal.
—Pero… entonces no vas a ayudarlo.
—Jick, escúchame bien: no, no voy a ayudarlo. Ni puedo, ni quiero, dilo como quieras. Pero no es por papá, no es por vengarme de él ni nada de eso. Es… es todo muy complicado. Yo tengo que seguir con lo mío. No puedo… —Conociéndolo como lo conocía, sé que estuvo a punto de decir: «No puedo ceder», pero Alec terminó su frase con otras palabras—: No puedo ir a casa al galope siempre que surja un problemilla. Si alguien estuviera enfermo o herido sería distinto, pero…
—Entonces no lo hagas por papá —dije yo y puede que incluso levantara la voz—: ¡Hazlo porque el maldito bosque se está quemando!
—Jick, el incendio es cosa de papá, es cosa del Servicio Forestal y es cosa de la brigada que van a llevar hasta Flume Gulch. No es cosa mía.
—Pero Alec, no puedes… —Y llegado ese punto, me quedé sin argumentos. El vacío que se hizo en la línea telefónica nacía ahora de mí.
—Jick —me llegó al final la voz de Alec—. Creo que esto no nos lleva a ninguna parte.
—Creo que no.
—Todo saldrá bien —dijo mi hermano—. Nos vemos, Jick. —Y la conexión terminó.
Aquello fue demasiado para mí. Me quedé allí plantado, tragándome las lágrimas.
La casa estaba vacía y, aun así, mi familia me rodeaba por todas partes. O más bien la sensación de que estaban allí presentes; la acumulación, los recuerdos de cómo había sido la vida cuando aquellos otros tres miembros de mi familia sumaban tres, en lugar de dos contra uno. O uno contra dos, como parecía ser el caso ahora. Alec. Mi madre. Mi padre.
La gente. Una imprescindible molestia.
Transcurrido un rato, me acordé de hacer sonar el teléfono para indicarle a Chet que había terminado de usar la línea que conectaba con el pueblo o, mejor dicho, que había terminado por rendirme.
Con tal de hacer algo, cualquier cosa, deambulé por mi habitación y con indiferencia fui hojeando las revistas en busca de más escenas marítimas con las que decorar las paredes. Presa de una Profunda Preocupación: ese era yo.
Por fin oí el sonido de la camioneta. Ya que nada de lo que hacía parecía servir de ayuda en este mundo, por lo menos iría a ver si mi madre necesitaba ayuda con los almuerzos dobles para la brigada.
Salí por la puerta de la cocina y vi que ya traía ayuda en la parte trasera de la camioneta.
Stanley Meixell me saludó con una inclinación de su sombrero marrón Stetson y un «Hola de nuevo, Jick».
De entre todas las cosas que entonces abarrotaban mi cabeza, la cortesía no era una de ellas, así que me limité a decir:
—¿Vas a subir hasta el incendio?
—Sí, he decidido subir. Algo habrá que hacer para quitarse los sabañones.
Mi madre lanzó a Stanley una de esas miradas tan duras que pueden pelar una roca, pero me pareció que solo lo estaba estudiando. Me figuré que después de haber recogido a Stanley en el rancho de los Busby ya habría cambiado una vez de parecer y que habría vuelto a cambiar de nuevo de idea porque cualquier ayuda que mi padre tuviera sería mejor que nada, aunque la capacidad de Stanley de ser realmente de alguna ayuda le habría hecho cambiar nuevamente de parecer y así sucesivamente.
—¿Quieres un café? —le preguntó a Stanley.
—Será mejor que no me retrase, Beth. No lo necesito. —Lo cierto era que haría falta algo más que una taza de café para que se apreciara la diferencia—. ¿Dónde está el telefonista?
Mi madre le habló de Chet, Stanley sacudió la cabeza y ambos pusieron rumbo a la estación forestal, conmigo detrás pegado a sus talones.
—Nos vendría muy bien que alguien subiera esos almuerzos —dijo Chet cuando mi madre le presentó a Stanley, pero entretanto le había dado un buen repaso a Stanley con la mirada.
Debo decir que Stanley tenía unas pintas desastrosas: el hombre parecía tan viejo, hinchado y desgraciado como aquella noche que pasamos en la cabaña, cuando tuve que vendarle la mano machacada, pero en esta ocasión la desgracia no era la mano de Stanley sino el líquido con el que había estado regándose.
Stanley no era el tipo de persona que uno pudiera poner a trabajar en una brigada, por lo menos no si te llamas Chet Bernouw y la responsabilidad recae directamente en ti. Chet dijo:
—Pero más allá de que les lleve la comida, no veo qué más…
—¿Necesitáis un ranchero? —preguntó Stanley en tono familiar.
Chet alzó las cejas.
—¿En serio? ¿Sabe cocinar?
—Es un auténtico maestro —dije yo en conmemoración al desayuno que Stanley me había preparado aquella mañana resacosa.
Pero Chet necesitaba mayores garantías que mi célebre apetito. Se volvió hacia mi madre. Si había allí una autoridad en cuestiones culinarias, era ella. Mi madre le dijo a Chet:
—Cuando Stanley dice que puede hacer algo, es que puede.
—Está bien —dijo Chet—. De todos modos, Great Falls me habría enviado a cualquier borrachuzo sacado de algún grasa-bar. —El telefonista se dio cuenta demasiado tarde de lo que había dicho y se aclaró la garganta—: Venga, terminemos rápido con los papeles.
Stanley se acercó al escritorio. Chet se fijó en la firma.
—Stanley Kelley, ¿eh? Lo deletrea usted igual que el comandante.
Me quedé boquiabierto, pero por la mirada que me lanzó mi madre, la volví a cerrar al instante.
Muy educadamente, Stanley preguntó:
—¿Quién ha dicho?
—El comandante Evan Kelley, forestal regional. El mandamás de Missoula. Qué raro, un Kelley con dos es. ¿Son ustedes familia?
—No, que yo sepa.
Chet regresó a su cuchitril y Stanley puso rumbo al establo para preparar tanto el caballo de montar como a Homero como caballo de carga. En circunstancias normales yo habría ido a echarle una mano, pero no me despegué de mi madre en todo el recorrido hasta casa.
Tan pronto como entramos en la cocina, lo solté.
—Mamá, tengo que acompañar a Stanley.
La misma sorpresa que cuando la saqué a bailar el Dude y Belle aquella lejana noche del Cuatro de Julio, pero esa afirmación mía era una travesura mucho más grave que aquella.
—Pensaba que ya habías tenido bastante con Stanley —me recordó— cuando hiciste de vivandero.
—Ya. Pero aquello ya pasó. —Intenté, por segunda vez en el mismo día, expresar con palabras más de lo que jamás había dicho—. Si Stanley ayuda a papá, yo tendré que echar una mano a Stanley. Ya sabes lo que me dijo después de aquello. Que él no podría haber subido hasta allí arriba sin mí. Y el campamento de la brigada será mucho peor para él: Paul le dará la tabarra todo el tiempo y a la primera que pille a Stanley con la botella le dirá que se largue. —Vistas las circunstancias, no me avergonzaba tener que suplicar—: Déjame acompañarlo, mamá.
Mi madre sacudió la cabeza.
—Un campamento de bomberos es una casa de locos, Jick. Esta vez no estaríais solamente tú y Stanley. No te dejarían andar por ahí y, además…
Ahí tenía un as en la manga.
—Puedo ser el pinche de Stanley. Lo ayudaré con el rancho. Así podré estar con él todo el tiempo.
Pese a la gravedad de la situación, mi madre no pudo evitar dejar escapar una sonrisa fugaz ante la idea de verme rodeado de comida todo el tiempo, pero después se puso seria. Con todo lo que me rondaba por la cabeza, yo ardía en deseos de que mi madre viera las cosas como yo las veía. Que no me dijera automáticamente que era demasiado joven y que, por fin, me dejara desempeñar mi papel aunque solo fuera de acompañante en aquella sucesión de acontecimientos veraniegos.
Era extraño que Beth McCaskill aún no tuviera una respuesta a mano. Por entonces debía de ir ya por su décimo o undécimo cambio de opinión sobre lo prudente o no que había sido pedirle a Stanley Meixell que subiera a Flume Gulch.
Mi madre me miró de frente y tomó una decisión.
—Muy bien, ve. Pero no te despegues de Stanley o de tu padre. ¿Lo Entiendes? Sin Despegarte.
—Sí —respondí. Hasta yo era capaz de comprender unas condiciones tan claras como aquellas.
Stanley era el siguiente obstáculo.
—¿Te ha dicho que puedes venir? ¿De verdad de la buena?
—Sí, eso ha dicho. Ve y pregúntaselo. —Yo seguí ensillando a Poni.
—No, te creo. —Se frotó la palma de la mano derecha con la izquierda, sin dejar de mirarme—. Pero eso de subir a un incendio… ¿Tú sabes en lo que te estás metiendo?
Cañada Dan, Burbujas y el Doctor Al Ko Holl en una taza de hojalata habían entrado en mi vida gracias a aquel hombre… ¿y todavía me preguntaba eso?
Así que respondí:
—¿Acaso alguien lo sabe?
Stanley aflojó un poco la mirada.
—Mira, ahí tienes un poco de razón. Muy bien, Jick. Allá vamos.
La segunda expedición Meixell-McCaskill puso rumbo a Flume Gulch siguiendo la carretera de North Fork, Stanley montado sobre un caballo del Servicio Forestal llamado Buck, tirando de Homero, el caballo cargado con los almuerzos. Yo los seguía a lomos de Poní.
Todavía no sé cómo se las arregló Stanley para hacer la maniobra, pero cuando habíamos dejado atrás la casa de los Hebner y ya nos encontrábamos en lo alto de la divisoria que separa English Creek de Noon Creek, con la humareda elevándose por el cañón de North Fork frente a nosotros, yo lideraba la recua, igual que durante nuestra expedición de vivanderos. No me cabía la menor duda de que era por la misma razón. Ni me molesté en mirar atrás para intentar pillar a Stanley tocando la trompeta con la botella, porque no era una imagen que quisiera guardar en la retina. Me concentré en seguir cabalgando a paso rápido, al menos tan rápidamente como podían permitirse las cortas patas de Poni.
Pero algo había cambiado. Esa vez Stanley no cantaba. Me sorprendí por echar sus canciones de menos.
Una columna de humo. Después, una neblina oblonga que vagaba sin rumbo fijo hacia el sur, sobre la cumbre de Roman Reef. La única nube solitaria del día, como una lona tiznada guardada en lo alto de una estantería.
Semejante cantidad de humo inquieta a cualquiera. A los seres humanos les da miedo pensar que sus alrededores pueden prenderse sin más. Mi madre guardaba el recuerdo de que cuando era pequeña, en Noon Creek, el humo de los incendios de 1910 atrajo a un vecino Biblia en mano, un colono que se presentó en el umbral de los Reese con el siguiente anuncio: «Esta es la ira de Dios. El fin del mundo ha llegado». La luz del día fue adquiriendo una débil tonalidad verdosa y no podía distinguirse el día de la noche. Imagino que situaciones como esa te obligan a replantearte muchas cosas.
Aquella humareda de 1910 nunca abandonó a mi padre. Por aquel entonces él debía de tener entre doce y trece años y su recuerdo de aquel verano en el que millones de hectáreas de tierra se quemaban en Bitterroot mientras el Two sufría su propio y rebelde incendio fue el mismo que el de los pollos de la granja familiar en North Fork. «Por Cristo bendito, Jick, al mediodía se echaban ya a dormir de lo oscuro que estaba». La gran oscuridad causada por la humareda de 1910 y la falda de La Mujer Fantasma con sus cicatrices como recordatorio, aquella sensación de miedo jamás abandonó a mi padre.
También Stanley había conocido la humareda de 1910. En la cabaña me había contado que había formado parte de la brigada contraincendios del Two al oeste de la presa Swift. «Menuda brigada formábamos. Aquí estaba todo hijo de vecino luchando contra otro incendio cabrón, en Bitterroot o por ahí. Nos enfrentamos a él como mejor pudimos durante un par de semanas. Y encima perdimos nuestro campamento. El viento soplaba y volteaba el fuego en nuestra dirección, hasta el campamento. Y una cosa de la que nunca me olvidaré, Jick: todas las provisiones enlatadas explotaron. Prácticamente aquello era lo único que quedaba cuando el fuego acabó con el campamento, un montón de latas reventadas».
Los tres guardaban diferentes recuerdos de aquel terrible incendio de verano, de cómo el humo era capaz de multiplicarse y adueñarse de todo.
Ahora que mi padre había asumido el mando de la brigada en Flume Gulch, Paul Eliason ejercía labores de jefe del campamento. Debo reconocer que Paul sabía dar órdenes. Nos cruzamos con un par de trabajadores del Cuerpo de Conservación Civil que estaban excavando una letrina. Otro par estaba levantando la tienda del jefe, cada uno de ellos martilleando las estacas con el extremo plano de sus hachas. La zona de la cocina ya estaba preparada y allí fue donde encontramos a Paul.
Paul ya tenía esa expresión malhumorada de siempre, pero inmediatamente envió a uno de los trabajadores del CCC con Homero y los almuerzos a la brigada.
—Más vale tarde que nunca —dijo de carrerilla, como si la frase fuera invención suya—. Gracias por traer la comida, Jick —dijo a continuación inclinando también la cabeza ante Stanley en señal de agradecimiento.
—Paul. —Se giró lentamente—. Quiero presentarte a alguien. Este es Stanley…
—… Kelley. Encantado de conocerlo.
—Y… bueno… Stanley ha venido a… —Finalmente me inspiré lo suficiente para decir—: Chet lo ha contratado como cocinero. —No había dicho ninguna mentira, ¿o sí?
Paul se quedó pensativo.
—Creía que Chet iba a traer a alguien de Great Falls. Tampoco parecía que hubiera mucho donde elegir.
—Debe de haber cambiado de opinión —dije yo.
—Eso será —dijo dándose por vencido—. ¿Alguna vez ha cocinado para una brigada?
—No —respondió Stanley—, pero he trabajado en una y sé cocinar. Yo diría que es prácticamente lo mismo.
Paul lo miró fijamente.
—Jesucristo bendito, señor mío. ¿Tiene usted la más remota idea de lo que se tarda en preparar la comida para una brigada de bomberos? Estos comen como…
—Ah, sí —añadió Stanley—. Casi se me olvida mencionarlo: también he comido en un campamento de bomberos. En realidad, he hecho un poco de todo, pero por partes.
—Ajá —dijo Paul, más como un suspiro que como señal de haber entendido.
Stanley contempló con interés el campamento.
—¿Tiene usted algún otro candidato en mente para hacer de cocinero?
—No, no, claro que no. Usted ya es el cocinero. Así que, señor mío, la cocina es toda suya. —Paul señaló con la mano una zona en la que habían colocado un hornillo, una mesa de trabajo y una gran mesa en forma de T para servir—. Será mejor que empiece a trabajar. Los chicos del CCC bajarán de esa montaña y los hombres del EFF subirán desde Great Falls. Calcule comida para unas setenta y cinco personas. —Paul se giró hacia mí—. Jick, muchas gracias por haber subido todos los almuerzos. Si sales ahora, llegarás a casa antes de que se haga de noche.
—En realidad, me quedo —le dije a Paul—. Puedo hacer de pinche de Stanley. Mi madre me deja.
Posiblemente aquella fuera la primera vez que un miembro de una brigada contraincendios se presentaba con permiso materno. Sí, estoy completamente seguro de que Paul Eliason no se había enfrentado con una situación semejante con anterioridad. Y menos con una madre como la mía. Yo ya podía ver la idea saltando en la cabeza de Paul: «¿Con qué me saldrán después estos malditos McCaskill?».
Pero Paul se limitó a decir: «Arréglalo con tu padre. Él es el jefe». Y desapareció para terminar de preparar el campamento.
Stanley y yo empezamos a inspeccionar nuestras instalaciones. El cargamento de provisiones y utensilios de cocina que Isidor Provonost había traído con sus mulas. Una barbacoa al aire libre y, bastante cerca de allí, un hornillo. Ambos encendidos y esperando, señal de que ambos estaban listos para ser utilizados. Una mesa alargada construida a base de astillas y postes. Y a unos seis metros detrás de la mesa, otra mesa de servir en forma de T, mucho más grande. Entendí cómo estaba organizado aquello: los platos de hojalata, los cubiertos, el pan, la mantequilla y demás debían apilarse en los brazos de la T, de manera que los miembros de la brigada pudieran disponerse en doble fila, cada uno a un lado de la mesa, para recoger la comida que les esperaba a ambos brazos de la T. En cuanto a la comida, aquello no me lo podía imaginar… ¿Cómo nos las apañaríamos Stanley y yo en las horas siguientes para preparar una comida para setenta y cinco personas?
—Bueno —dijo Stanley—. Digo yo que…
Yo podría haber terminado la frase incluso dormido: «… manos a la obra».
Como el Servicio Forestal era como era y Paul tres cuartos de lo mismo, en la mesa de servir colgaba de un clavo el MANUAL DEL COCINERO PARA CAMPAMENTOS CONTRAINCENDIOS. Stanley le echó un vistazo por encima de mi hombro mientras yo le señalaba una página titulada «Primera comida». Después recorrí la página con el dedo hasta donde se indicaba: «Menú: estofado de ternera».
—Macarrones con carne —interpretó Stanley—. Por lo menos no es cordero.
Debajo de la selección del menú, comenzaban las instrucciones de verdad: «Ponga en el fuego una olla grande llena de agua hasta la mitad».
—¡Por Dios todopoderoso, Stanley! Será mejor que… —empecé a decir, antes de darme cuenta de que no había nadie detrás de mí.
Junto a los paquetes con las provisiones, Stanley ya se estaba agachando en busca de sus alforjas. ¡Ay, Jesús! Era capaz de predecir lo que iba a suceder antes incluso de que ocurriera: Stanley metería el brazo en la alforja y sacaría una botella de whisky.
No sé exactamente de qué fue presa mi voz, si de la desesperación o la ira, pero el mensaje quedó meridianamente claro:
—¡Maldita sea, Stanley, por todos los demonios! Si empiezas con eso…
—Jick, te va a dar algo como sigas preocupándote así. Mira, bebe un poco de esto.
—¡No, maldita sea! Hay que dar de comer a setenta y cinco hombres. Al menos uno de nosotros tiene que tener la cabeza en su sitio y permanecer sobrio.
—Ya sé a cuánta gente hay que dar de comer. Anda, bebe un poco, lo justo para mojarte los labios.
Cuando las cosas empiezan a patinar, patinan de verdad, ¿no creen? No bastaba con que Stanley empezara a emborracharse sino que insistía en que yo me uniera a la juerga. Mi padre nos desollaría a los dos. Y mi madre me arrancaría la poca piel que me quedara después de haber sido despellejado por mi padre.
—Tú prueba un poco, Jick. —Stanley sostenía paciente la botella delante de mí.
Muy bien, ¡maldita sea! Se me habían agotado las ideas y me inundaban los malos presentimientos. Ganaría un poco de tiempo fingiendo que bebía un trago del zumo de la alegría de Stanley. Quizá llevándome la botella a los labios podría tirar por accidente el…
Agua.
Pero no del todo. Di un segundo sorbo para cerciorarme. El agua llevaba el whisky justo para darle un poco de sabor. Si tuviera que hacer un cálculo, diría que en la botella quedaba apenas un dedo de whisky antes de que Stanley la hubiera llenado de agua.
—Me las apañaré con eso —dijo Stanley. Parecía desolado, y no añadió gran cosa—. Esto es peor que el destete, pero ya lo he hecho antes un par de veces, cuando ha hecho falta. Y ahora será mejor que nos pongamos a cocinar, ¿no te parece?
—Para mí que el Servicio Forestal ha decidido que las cosas saben mejor en hojalata —dijo Stanley mientras vertía ocho latas de tomates y guisantes en la olla.
—Por mí no hay problema —dije yo desde mi posición, cortando varias docenas de zanahorias.
—¿Tienes tiempo para cortar un poco de pan? —me preguntó Stanley mientras removía el guiso.
—Sí. —Yo estaba cuidando una olla redonda en la que cinco kilos de ciruelas pasas se cocían a fuego lento para el postre, pero podía hacerme cargo de ambas tareas—. ¿Cuánto pan?
—Acuérdate de que estamos en el campamento del Servicio Forestal «Señor, Sí Señor». Lo que ponga en el manual.
Consulté el manual por la página de la «Primera comida».
Doce barras.
—Jick, mira a ver cuánto dice que hay que poner de arena y rapé en el estofado —me preguntó Stanley desde el otro lado de la olla con una caja grande de sal en una mano y otra bastante grande de pimienta en la otra.
—No pone nada.
—¿Que pone qué?
—Que el manual solamente dice «Sazonar al gusto».
—Ay, maldita sea.
Me dolían el brazo y la mano derechos como si llevara toda la vida cortando zanahorias. Me acordé de que, junto al pan, debía sacar dos kilos de mantequilla. Stanley se ocupaba ahora de leer el manual y no dejaba de jurar mientras, por tercera vez, intentaba adivinar cuál era la cantidad exacta de sal y pimienta para una olla de estofado.
—¿Dónde dice que hay que poner la mantequilla?
Exploró la página con un dedo. En «Los platos de postre».
¿Tienes tiempo para preparar el café?
—Creo que sí. ¿Qué hay que hacer?
—Llena hasta la mitad dos pucheros en el río…
Durante toda la tarde, Paul había estado recorriendo el campamento a una velocidad pasmosa, pero evitó encontrarse con Stanley y conmigo hasta que al fin apareció para decirnos que la brigada venía de camino para cenar.
No pudo evitar mirarnos con sospecha. Yo estaba empapado en sudor y muy sucio, Stanley muerto de sed y también sucio.
—¿Os importa si pruebo el estofado? —propuso Paul. Digo «propuso» porque, aun cuando Paul fuera el jefe del campamento, era sobradamente sabido que quienquiera que apareciera por el territorio de un cocinero justo a la hora de la comida debía tratarlo con guante de seda.
Stanley ya debía de haber considerado su posición ventajosa, porque miró a Paul con indiferencia y dijo: «Si tanta hambre tiene, adelante. Yo tengo cosas que hacer». Y con gran pompa se dirigió hacia la mesa de trabajo donde yo me encontraba.
Pero los dos miramos por encima del hombro, como dos búhos. Paul agarró una cuchara, avanzó hacia la gran olla del estofado, tomó una cucharadita, sopló y lo probó. Después repitió, se giró hacia nosotros y dijo: «Señor, no mentía usted. Sabe cocinar».
Poco después los hombres del Cuerpo de Conservación Civil entraron en tropel en el campamento y Stanley y yo empezamos a servirles comida en los platos a una velocidad endiablada. Un día en una brigada de incendios puede resumirse en dos palabras: cenizas y sudor. Aquellos hombres no estaban lo que se dice listos para presentarse a un concurso de belleza, pero estaban a punto de convertirse en hombres —la mayoría eran de la edad de Alec— y no solo recuperaban en un momento las energías con rapidez sino también el apetito. Algunos se pusieron otra vez en la cola para repetir antes de que hubiéramos terminado de servir a todos su primera ración.
Paul vio lo agobiados que estábamos Stanley y yo sirviendo y envió a dos de sus ayudantes del campamento a sustituirnos mientras nosotros nos ocupábamos de recalentar la comida y del reaprovisionamiento. Aún estaban por llegar los cincuenta bomberos de emergencia de Great Falls.
También mi padre. Yo lo había visto aparecer por un extremo del campamento charlando con Kratka y Ames, que ahora ejercían de jefes de bombero, y dirigirse con ellos a la tienda del jefe. Mi padre llevaba puesta su cara impasible y formal. No era buena señal.
Yo iba cargado con una nueva provisión de ciruelas pasas para la mesa cuando de repente miré por encima de la cola y me topé con la mirada de mi padre intentando coger un plato de hojalata.
Durante un instante mi padre no podía creerse que fuera yo quien estaba frente a él con un delantal hecho con tela de saco.
—¡Jick! ¿Qué diablos haces tú aquí?
—Hola, papá. Pues… yo soy el pinche.
—¿Que tú…? —Aquello no solo dejó a mi padre sin palabras: se quedó completamente inmóvil. Permaneció allí clavado. Cuando mi presencia pareció haber hecho mella en él, empezó a pensar a quién tendría que desollar vivo por aquello, si a Paul o a Chet.
—Mamá me ha dado permiso —dije yo, muy servicial.
Aquello iba más allá de lo que cualquier mortal podía creer, por lo que mi padre encontró finalmente las palabras exactas para dirigirse a mí:
—O sea, que te quedas ahí plantado y con toda tu cara me quieres decir que tu madre… —Entonces, la figura situada junto a la cocina se giró y mi padre vio que detrás de aquel segundo delantal también hecho con tela de saco estaba Stanley.
—Hola, Mac —dijo Stanley—. Espero que te gusten los macarrones con carne, porque eso es lo que vas a comer.
—¡Jesucristo bendito! —Mi padre se apercibió de la presencia de un puñado de hombres del Cuerpo de Conservación Civil que hacían cola detrás de él para comer—. Voy a volver. Y, vosotros dos, será mejor que tengáis una historia preparada para cuando llegue.
Stanley y yo nos retiramos hasta un extremo de la zona de la cocina mientras mi padre daba la vuelta a la mesa en forma de T y se unía a nosotros. Nos lanzó varias miradas malhumoradas, primero a uno y después al otro y vuelta a empezar, como si quisiera elegir entre uno de aquellos dos objetivos.
—Bien —dijo—. Soy todo oídos.
—Te estás metiendo en un lío, Mac —dijo Stanley—. ¿De verdad no te apetece un poco de aguachirle de ternera?
—Stanley, malditos tú y tu aguachirle. ¿Qué demonios hacéis vosotros dos en este campamento?
Stanley iba a abrir la boca y yo sabía que de su boca saldría la siguiente respuesta: «Cocinar». Para evitarlo, respondí yo:
—Mamá pensó que podríamos seros de ayuda.
—¿Que mamá pensó qué?
—Si no lo hubiera pensado —dije yo, adaptando ligeramente la historia de los orígenes de mi viaje con Stanley y los almuerzos—, no nos habría enviado, ¿no crees? Y, además, ¿qué le pasa a nuestra comida? —Algunos hombres del CCC habían vuelto a ponerse a la cola por tercera vez para repetir: ¡ellos sí que parecían apreciar nuestra cocina!
Me di cuenta de otra cosa: mi padre había dejado de dividir sus miradas malhumoradas entre nosotros dos. Ahora solo miraba fijamente a Stanley. Mi presencia en aquel campamento no merecía la atención de mi padre.
Con tanta firmeza como pudo, después de aquella tarde en el dique seco dedicada por entero a la cocina, Stanley le devolvió la mirada.
—Mac —dijo con aquella voz rasposa que había utilizado cuando mi padre y yo nos lo encontramos por primera vez en el sendero aquel día de junio—, tú eres el jefe. Puedes largarnos de aquí cuando te dé la gana. Pero hasta entonces, podemos encargarnos de la cocina.
Por fin, mi padre dijo:
—No voy a largar a nadie. Servidme un poco de vuestro maldito guiso de carne.
Oscurecía ya cuando los hombres del EFF llegaron al campamento en tropel, formando un ejército abigarrado. Aquellos hombres iban a la deriva. Habían llegado directamente de las tabernas y fondas de mala muerte de First Avenue South en Great Falls y se les notaba a la legua. Uno de ellos incluso llevaba barba. Supuestamente, para combatir un incendio no se podía contratar a nadie sin un buen par de zapatos, pero los hombres que formaban la cola para la inscripción llevaban el mismo par de zapatos de aspecto más o menos pasable. La mayor parte de aquellos hombres del EFF iban vestidos con ropa vieja de cuero, pantalones vaqueros muy gastados si eran peones de rancho o peto si se trataba de trabajadores del ferrocarril o desempleados de la fundición de Black Eagle. Del cuello hacia abajo formaban un conjunto multicolor, pero me fijé especialmente en sus cabezas. Corría la leyenda en el Servicio Forestal de que en cierta ocasión un bombero jefe le dijo al hombre encargado de las inscripciones en Spokane: «Si llevan un Stetson, mándame a treinta; si llevan gorra, a cincuenta». La mayoría de aquellos hombres llevaban la cabeza cubierta: casi todos ellos estaban acostumbrados a trabajar al aire libre y, salvo cuando bajaban a divertirse, no eran tipos de ciudad.
Recuerdo que en aquella ocasión Stanley y yo estábamos transportando otro puchero de café a la mesa en forma de T. Me acuerdo porque casi suelto mi asa cuando un tipo enorme salió de la cola de la comida, me miró algo aturdido y me saludó a gritos:
—¡Hola, Jick!
Prudencio Johnson no había conseguido llevar adelante su plan de poner rumbo a tierras madereras para pasar el invierno.
Tan pronto como Stanley y yo colocamos el puchero en la mesa, retrocedí a toda velocidad hasta la cola para darle un apretón de manos a Prudencio.
—First Avenue South —se maravilló—. Menudo sitio ese.
Ajá, pensé yo. Y Betty La Saltarina la mejor guía.
No puedo contarles gran cosa de mi primera noche en el campamento, porque en cuanto Stanley y yo terminamos de fregar los cacharros me metí en el saco de dormir y eso es lo último que sé.
¡Pero ay, el desayuno! Si nunca han visto desayunar a seis docenas de bomberos, la devastación podría provocarles una conmoción. Después de despertarme a la luz de una linterna de gas con la voz de Stanley medio graznando: «Otra vez es la hora del picnic, Jick», a mí aquel desayuno me impresionó.
Ciento cincuenta lonchas de jamón para freír. Gachas: dos pucheros redondos de dieciséis litros llenos de agua y dos kilos de avena en cada uno. Leche para las gachas: quince latas grandes de leche en polvo marca Segó mezcladas con idéntica cantidad de agua. Patatas para freír: gracias a Dios, teníamos la cantidad justa de patatas en lata como para no tener que ponernos a pelar. Llenar dos pucheros adicionales para el café, cortar una barra de pan, abrir siete latas de mermelada.
Papeo suficiente para alimentar a toda China, pensé yo, pero Stanley examinó el desayuno y sacudió la cabeza.
—Será mejor que saques media docena de bizcochos, Jick. Córtalos en rebanadas.
Todavía me quedo atónito cuando lo recuerdo, pero cuando la brigada terminó de desayunar, de aquellos bizcochos no quedaban más que las migas.
Aquella mañana mi padre ordenó a sus bomberos hacer todo lo que el Servicio Forestal decía que debía hacerse en una batalla como aquella. Cavaron zanjas que sirvieran de cortafuegos, talaron tocones y allí donde fue posible arrinconaron las llamas hacia los afloramientos rocosos de Flume Gulch. Una de las ventajas que ofrece un incendio que va ardiendo colina abajo en una cara montañosa orientada al norte es que suele avanzar con lentitud. Las cuadrillas dirigidas por mi padre podían trabajar sin distanciarse demasiado, muy cerca del frente del incendio. Por otro lado, Flume Gulch era un sitio endemoniado para tener que combatir un incendio. El fuego se había iniciado en el extremo superior del barranco, entre la vegetación seca caída de los árboles, e iba abriéndose paso entre abetos y pinos, maleza, enebro y más vegetación seca. «Combustible pesado», como suele llamarse. El incendio fue arrasando la vegetación de las paredes inclinadas del barranco, avanzando y retrocediendo, ya que un árbol en llamas que cayera o una lluvia de chispas podía incendiar la cara opuesta. Así que, en cierto sentido, el fuego iba avanzando lentamente por aquella depresión que era una versión natural de un tobogán, en dirección a los árboles que poblaban las laderas del barranco cerca de North Fork y la pendiente de hierba alta opuesta al barranco. Y todo aquel territorio cubierto de bosque que esperaba más allá de aquella pendiente.
Para llegar al fuego, los hombres al mando de mi padre debían escalar una de las caras de cañón para adentrarse en el barranco. Una vez allí, tenían que trabajar sobre un terreno que en ocasiones se inclinaba, ya fuera en pendiente o hacia un lado, pero que se inclinaba siempre. Durante el desayuno yo había oído a uno de los hombres del CCC comentarle a los EFF que Flume Gulch era un lugar jodido de narices.
Además de estar situado a gran altura y tan inclinado, en el frente hacía mucho calor y el ambiente era muy seco. Mi padre designó a Prudencio Johnson como aguador de Flume Gulch. Esto implicaba tener que hacer varios viajes pegado al frente del incendio cargado con un odre de agua de dieciocho litros a la espalda para que los hombres que tuvieran sed pudieran beber de la boquilla o teta. «Yo pensaba que había trabajado en todo lo habido y por haber —dijo Prudencio—, pero nunca me había visto en una de estas».
A media mañana, al bajar hacia al río para rellenar el odre, Prudencio trajo un mensaje de mi padre para Paul. Paul lo leyó, sacudió la cabeza y a paso rápido fue a transmitírselo a Chet en la estación forestal.
—¿Qué decía? —le pregunté a Prudencio antes de que emprendiera el camino de vuelta con el odre de agua.
—Sin posibilidad de control antes de las 10.00 —citó Prudencio. A continuación, añadió su propio punto de vista sobre la situación en Flume Gulch—: ¡Por los clavos de Cristo, allí arriba el personal tiene sed!
—Las juergas que se han corrido en Great Falls se les están saliendo por los poros —dijo piadosamente Stanley desde la mesa de trabajo, donde a continuación ambos tendríamos que preparar almuerzos dobles para setenta y cinco bomberos. Almuerzos que, según el manual del cocinero, equivalían a ciento cincuenta bocadillos de jamón, ciento cincuenta bocadillos de mermelada y setenta y cinco bocadillos de queso.
—Cortar la carne en rodajas, de poco más de medio centímetro —leí yo con voz remilgada—. Cortar el pan en rodajas, aproximadamente una rebanada por centímetro. ¡Jesús! Quieren que lo midamos todo pero no nos dan nada con que medirlo.
—El pulgar —dijo Stanley.
—¿Qué le pasa a mi pulgar?
—Que tu pulgar mide una pulgada, es decir, dos centímetros y medio. O por ahí se andará. Guíate por eso. El Servicio Forestal tiene normas para todo, incluso para aplastar un mosquito con el sombrero, pero a veces no pasa nada por aplastarlo primero y leer las instrucciones después.
Mi pulgar y yo empezamos a cortar.
A mediodía, Paul y sus dos ayudantes de campamento, Stanley, Prudencio y yo subimos los bocadillos, la fruta enlatada, el cerdo y las judías hasta la línea del frente.
Yo había crecido oyendo hablar de incendios forestales. Los célebres incendios del verano, Bitterroot, La Mujer Fantasma, Selway, este… Todos conformaban una especie de catecismo del Servicio Forestal. Pero aquella era mi primera toma de contacto real con uno.
Salvo por la desagradable humareda ardiente que subía hacia el cielo, la escena no era tan terrible como cabía esperar. Las llamas anaranjadas formaban una tribu de danzantes entre los árboles y los bomberos formaban una línea ondulante de paleros, zapadores y serradores que intentaban retirar cualquier elemento combustible del frente del incendio, pero una vez dejabas de estar absorto en los movimientos de las llamas y los hombres, te golpeaba una sensación de chamusquina. Un olor parecido al del carbón, una mancha negra de bosque quemado tras las llamas. Y entre la conmoción de las labores en el frente, también el sonido de los árboles al calcinarse: llamas que crepitaban y ramas que continuamente se rompían al quemarse y, de vez en cuando, una gran llamarada cuando el fuego alcanzaba la copa y un árbol se consumía.
La principal lección sobre la naturaleza de un incendio forestal la aprendí de un árbol solitario, un joven abeto descarnado y bajo. El árbol había conseguido echar raíces a gran altura dentro de una de las grietas de las formaciones rocosas del barranco. Mientras contemplaba la escena intentando grabarlo todo en el recuerdo, vi cómo el árbol explotaba. Fue una combustión espontánea la de aquel árbol allí encaramado en las rocas, lejos de cualquier clase de vegetación o de las llamas anaranjadas.
Busqué a mi padre e intenté leer su rostro. Serio, pero no ceñudo. Se acercó a mi cargamento de bocadillos y sacó uno. Yo miré alrededor para asegurarme de que Paul no nos oyera y dije:
—No parece para tanto, pero sigue ardiendo, eso es todo.
Mi padre sonrió al oírme.
—Así es, pero creo que esta tarde tendremos oportunidad de meterle mano. Esos tipos de First Avenue ya están empezando a ponerse a trabajar en serio. Irán mejorando a medida que avance el día. —Mi padre estudió el cielo sobre Roman Reef, como si aquello pudiera responder a lo que dijo a continuación—: Lo que no necesitamos es más viento. —Para cambiar de tema, mi padre se giró y me miró—. Y tú, ¿qué? ¿Qué tal te las apañas?
—Muy bien, pero nunca pensé que una persona pudiera llegar a comer tanto.
—Ajá. Hablando de eso, pásame otro bocadillo, por favor. —Incluso mi padre se estaba atiborrando concienzudamente. Como si el hambre de bosque de aquel incendio se hubiera transformado en una epidemia de apetito que nos afectara a todos.
Mi padre observó a Stanley sacando bocadillos y repartiéndolos entre un puñado de trabajadores del EFF.
—¿Qué tal tu socio?
—Stanley lo está haciendo fenomenal —después, dije lo que sabía que mi padre quería oír—: Está sobrio.
—¡No me digas! Vaya, pues es una novedad. Cuando meta la nariz en la botella, tú avísame. O avisa a Paul si no estoy yo. Necesitamos un cocinero o tendremos que poner a uno de por aquí cuando Stanley se emborrache.
—Si se emborracha —le aseguré yo por todo lo que estaba en juego—, te lo diré.
Hice de pinche de Stanley toda la tarde. Hacía muchísimo calor en aquel campamento base. Espero no volver a sufrir un calor tan abrasador nunca más. Bastante tenía con evitar desear que soplara una pizca de brisa.
También Stanley transpiraba, la camisa manchada de sudor.
Stanley parecía estar bastante hecho polvo. Se le notaba la angustia en los ojos, igual que cuando Burbujas le masacró la mano. Sin embargo, lo que más me molestaba era que cada vez se acercaba con más y más frecuencia a la botella.
Tan pronto como Stanley desapareció para cumplir con la naturaleza, me acerqué a sus alforjas, saqué la botella y di un trago.
Seguía siendo agua con una gota de whisky. Aquel Stanley sediento buscaba esa gota, no el agua, pero por el momento no se había rendido.
Aquello me levantó el ánimo. El mismo efecto tuvo la continuada ausencia del viento. Le dije a Stanley:
—Me apuesto algo a que acaban con el incendio.
—Puede que sí, puede que no —respondió—. En lo que a incendios forestales se refiere, no soy hombre de apuestas. Oye, ponte a pelar un balde de patatas cuando tengas un rato.
—Stanley, no es exactamente de mi incumbencia, pero… ¿has visto a Velma, desde el Cuatro de Julio?
—De vez en cuando.
—Sí, bueno. Es… ¡menuda mujer!, ¿eh?
—Menuda es, sí.
—Ajá. Bueno, ¿y qué tal os lleváis?
Stanley flexionó la mano una o dos veces y volvió a cortar beicon. El plato principal de la cena era cazuela de macarrones, maíz enlatado y lonchas de beicon.
—Hemos tenido nuestros ratos —reconoció él.
Ratos con Velma Simms. En plural. Los ojos grises, las orejas con aquellos pendientes de perlas, aquellos célebres pantalones ajustados de rodeo, varias veces. Yo, que ya estaba sudando, rompí a sudar aún más. Me acerqué al cubo de agua y me refresqué la cara y el cuello.
Aun con todo, fui incapaz de no retomar el tema.
—¿Tú crees que saldrá algo de ahí?
—Si te refieres a algo permanente, no. Velma no quiere volver a casarse y yo no me he casado nunca. Los dos sabemos que nuestra diversión es solo de temporada. —Stanley cortó otra media docena de lonchas de beicon. Yo pelé una patata—. Y, claro, ahora que lo pienso, una temporada es mejor que nada. —Miró atentamente los montones de beicon cortado—. ¿Cuántos puercos más dice la receta que hay que echar a esto?
Yo seguía pelando patatas cuando llegó un herido del barranco.
Era uno de los hombres del Cuerpo de Conservación Civil que bajaba medio apoyado y medio en volandas por otros dos. Paul cruzó el campamento a toda velocidad gritando:
—¿Es muy grave?
—La clavícula y un brazo —respondió uno de los hombres del CCC con aquel acento peculiar de erres ausentes. ¿Nueva York? ¿Filadelfia? Solo el Señor conocía de dónde era el acento de los tipos del CCC, porque lo que era yo, no tenía ni idea.
—Bajadlo al principio del camino —ordenó Paul a los porteadores. Después llamó al encargado de apuntar las horas—: Tony, llévalo al médico en Gros Ventre.
Una rama de un árbol caído había barrido al herido. Aquel incidente me hizo reflexionar. Yo sabía lo suficiente de incendios como para saber que si la rama hubiera caído sobre la cabeza de aquel hombre en lugar de sobre la clavícula y el brazo, habría terminado recibiendo otro tipo de cuidados y no precisamente los del doctor Spence.
Ni una gota de viento todavía. La misma calma que en el interior de un horno y el mismo calor. Me sequé la frente y seguí pelando.
—¿Te apetece dar un paseo?
La propuesta de Stanley me pilló por sorpresa. La tarde empezaba a caer y Stanley, que daba la impresión de necesitar el noventa y nueve por ciento de su esfuerzo para mantenerse en pie, no estaba como para ponerse a caminar.
—¿Cómo? ¿Adónde?
Con la cabeza y el Stetson me indicó la verde pendiente de Rooster Mountain que se elevaba sobre nosotros, en dirección contraria al incendio.
—Allí arriba. A echar un vistazo, para ver cómo van las cosas.
Yo dudé. Teníamos la cena bajo control, pero aquello de ponerse a deambular montaña arriba…
—Venga, tenemos tiempo —me dijo Stanley, como si hubiera inventado el reloj—. Nuestro papaíto —se refería a Paul, que había bajado a telefonear a Chet para transmitirle el informe del herido— aún tardará un rato en volver.
—Está bien —asentí yo, algo nervioso—, pero tenemos que estar de vuelta con tiempo suficiente para servir la cena.
Les juro que me respondió con absoluta seriedad:
—Jick, tú ya sabes que yo jamás te obligaría a perderte una comida.
¡Y yo que pensaba que en el campamento hacía calor! En aquella pendiente hacía el doble. Dado que estaba orientada al sur, el sol había estado bañando la pendiente cubierta de hierba todo el día, a lo que se añadía el calor que el incendio forestal repartía por toda la zona.
—Sí, hace calor —dijo Stanley.
Yo lo observaba con preocupación. La ascensión con aquel calor me había dejado agotado. Se me escapaba cómo Stanley era capaz de navegar por aquellas montañas con las rodillas tan arqueadas; más que nunca, daba la impresión de ser un jinete de pura cepa que le tuviera inquina al suelo.
Salvo por un par de pinos achaparrados dispersos aquí y allá, en aquella pendiente no había ninguna sombra hasta casi la cumbre, desde donde el bosque se desbordaba por la cara norte de la montaña. En realidad tampoco allí arriba había muchos árboles, ya que se trataba de una cresta rocosa: la cresta del gallo que daba nombre a la montaña. Además, teniendo en cuenta el calor que hacía y lo inclinado de la pendiente Stanley y yo no íbamos a ascender tanto, así que era cuestión de aguante.
Stanley se recostó y apoyó la mano sobre el suelo de la pendiente, como si quisiera sentarse. No me sorprendió que no se tumbara, porque la temperatura de superficie de la montaña era tal que podía sentir el calor a través de las suelas de mis botas.
—Creo que ya están controlándolo —dije yo evaluando la escena del incendio que se desarrollaba frente a nosotros.
Habíamos ascendido más o menos hasta la mitad de la pendiente, por lo que desde nuestra posición se divisaba, un poco más abajo, Flume Gulch y la brigada. Era sorprendente lo cercana que parecía aquella escena: las dos caras de aquella zona de North Fork en V formaban un ángulo muy pronunciado. Al otro lado del barranco podíamos ver cómo ascendía el humo, con demasiada rapidez y una forma demasiado peculiar como para proceder del incendio colina abajo. Muy cerca de aquella columna de humo, los hombres se repartían por el frente del incendio. Se distinguía incluso aquella franja de tierra vuelta y de suelo sin vegetación con la que, como una larga franja ondulada de tierra de jardín, intentaban acorralar el fuego. En un momento providencial yo había cogido los prismáticos de la tienda del jefe antes de iniciar la ascensión con Stanley y, con ellos, podía distinguir a los hombres. Vi a mi padre hablando con Kratka cerca del frente. Ambos permanecían en pie, contemplando la escena en esa postura tan frecuente en hombres que miran colina arriba, con un pie adelantado y el brazo contrario posado en la cadera. Parecían capaces de esperar pacientemente a que se sofocara cualquier incendio.
La hierba seca crujió bajo mis pies cuando le pasé los prismáticos a Stanley. Había estado dando vueltas por nuestra pendiente de un lado a otro, por lo que creí que quería utilizar los prismáticos para vigilar el incendio.
—No te preocupes, Jick. Ya he visto bastante. A mí me da que se trata de un incendio forestal, ¿no te parece? —Dio medio vuelta y empezó a descender colina abajo hacia el campamento.
Cuando los primeros bomberos llegaron con paso cansado a la hora de la cena, mi padre iba entre ellos. Lo primero que se me vino a la mente era que habían conseguido derrotar el incendio: el trabajo de mi padre había llegado a su fin.
Pero tan pronto como pude verles la cara, supe que no era así. Los bomberos parecían rendidos. Mi padre parecía disgustado.
Le dije a Stanley que no tardaría en volver y me acerqué a mi padre.
—Se ha saltado el cortafuegos —me dijo—. Por tres sitios.
—Pero ¿cómo? No corría ni una gota de aire.
—¡Y un cuerno! ¿Cómo llamas a esa brisa de las cuatro?
—Aquí abajo no —dije yo con firmeza—. Aquí no ha corrido ni una gota en toda la tarde. Pregúntale a Stanley. Pregúntale a Paul.
Mi padre me estudió con la mirada.
—Muy bien. Puede que aquí no corriera ni una gota de viento. Pero allí arriba hacía viento. No mucho. Lo justo.
Me contó lo sucedido. Poco después de que Stanley y yo hubiéramos subido colina arriba a ver cómo iban las cosas, cuando la tarde ya empezaba a refrescar y había comenzado a pasar la hora más cálida y peligrosa, una veloz ráfaga de viento llegó desde el sur por Roman Reef y avivó el fuego. «Todo el flanco del oeste se prendió como si alguien hubiera echado gasolina. El fuego saltó el cortafuegos como si nada y prendió un montón de arbustos. Nos acercamos y lo acotamos, pero mientras estábamos en esas, saltó a otro sitio. Así que nos acercamos allí también y lo acorralamos. Y, entretanto, saltó una tercera vez, ¡maldita sea!». Aquella tercera ráfaga prendió y quemó un grupo de abetos que se consumieron entre llamaradas anaranjadas. «Tuve que sacar a mis hombres de aquel flanco. Era demasiado peligroso. Así que ahora tenemos un incendio nuevo que avanza montaña abajo. Mañana tendremos que retener a este cabrón aquí, en el barranco. Que se vaya todo al infierno».
Mi padre devoró el plato de la cena y regresó al incendio. La brigada de Kratka seguía patrullando alrededor de lo que quedaba del cortafuegos, hasta que el frescor de la noche disminuyera la fuerza de las llamas.
Entretanto, las cuadrillas del CCC y EFF de Ames estaban listas para cenar. Ya lo creo que estaban listas.
—¡Eh, cocinero! —le gritó uno de ellos a Stanley—. ¿Con qué nos vas a hundir esta noche?
—Con sopa de boya —dijo Stanley con un acento de lo más peculiar—. Tres calderos de agua y una cebolla. —En realidad el primer plato era sopa de verduras, seguido de los macarrones con beicon y maíz, puré de patatas con salsa de leche en polvo y arroz con leche. Y, si se me permite decirlo, todo estaba delicioso.
Comenzaba ya a oscurecer cuando Stanley y yo nos dirigimos al arroyo a llenar un puchero de agua, para preparar el desayuno.
Desde allí, a orillas del arroyo, el fuego quedaba sobre nuestras cabezas, al oeste. Yo había contemplado un par de veces en mi vida Great Falls de noche desde una de las colinas. El fuego me recordó aquella escena. Una ciudad iluminada en la oscuridad. Una avenida principal en llamas, por donde avanzaba el cuerpo del incendio. Barriadas donde las formaciones rocosas habían aislado obstinados parches de fuego. Cientos de puntitos que brillaban allí donde tocones y troncos seguían ardiendo.
—Es bonito, ¿verdad? —dijo Stanley.
—Sí, supongo. Aunque no sé si bonito es la palabra…
—Mañana no será más que un incendio cabrón, pero esta noche es bonito.
Mi padre había regresado al campamento y esperaba a que Paul llegara con el informe telefónico de Chet. Tan pronto como apareció Paul, mi padre le preguntó: «¿Cómo va Ferragamo?». Joseph Ferragamo era el miembro del CCC que había caído derribado por el árbol.
—El médico lo ha entablillado y luego se lo han llevado al hospital de Conrad. Dicen que se recuperará. —Paul parecía triste—. Al menos le ha ido mejor que a otros.
—¿A qué te refieres? —inquirió mi padre.
Paul miró en derredor para asegurarse de que ninguno de los miembros de la brigada oía lo que iba a decir.
—Mac, dos hombres del CCC han muerto en los incendios del oeste. Uno en el de Kootenai, otro en el de Kanusi. Troncos, en ambos casos.
Mi padre guardó silencio unos instantes. Después dijo:
—Gracias por el informe, Paul. Llama a Ames y Kratka, por favor. Tenemos que decidir ya cómo hacer frente a este incendio mañana.
Mi padre, Paul y la pareja de capataces de la brigada cogieron varias linternas y subieron río arriba para analizar la situación con la que se enfrentarían a la mañana siguiente. Naturalmente mi padre conocía aquel lugar como la palma de su mano, pero lo más complicado era intentar educar a los demás en mitad de aquellas prisas y con aquella oscuridad. Yo no podía evitar pensar que si Alec…
Algunos de los miembros de la brigada, ya envueltos en sus sacos de dormir, eran completamente inconscientes de lo que ocurría, pero sorprendentemente aún quedaban muchos alrededor de las hogueras, repanchigados y charlando. El clima del Two: primero te tostabas todo el día en aquel infierno forestal y al caer la noche te entraban tales escalofríos que te veías obligado a buscar una hoguera para calentarte.
Mientras esperaba a mi padre, me di una vuelta y puse mis oídos a trabajar. Me gustaría poder decir que aquellos bomberos, desde los jóvenes miembros del CCC de dieciocho años hasta los más ancianos reclutas del EFF sacados de First Avenue South estaban enfrascados en una discusión sobre cómo hacer frente al incendio de Flume Gulch. Me gustaría poder decirlo, pero nada más lejos de la realidad. En la estación de English Creek había, pegado a la pared detrás del escritorio de mi padre, uno de esos chistes que circulaban entre forestales:
Temas de discusión durante el verano (cronometrados) de los guardas, brigadas de bomberos, cuadrillas de mantenimiento y obras y demás empleados del Servicio Forestal de Estados Unidos.
PORCENTAJE DE TIEMPO | ||
Historias, experiencias y teorías de contenido sexual | 37% | |
Aventuras personales protagonizadas por el narrador | 23% | |
Borracheras memorables | 8% | |
Excesos del capitalismo | 8% | |
Expresiones mordaces referidas a jefes, capataces y cocineros | 5% | |
Aventuras personales en las que una persona ausente es el chivo expiatorio | 5% | |
Automóviles, especialmente de la marca Ford | 3% | |
Comentarios sarcásticos sobre la guerra de Wilson para acabar con la guerra | 2% | |
Comentarios sarcásticos sobre el expresidente Hoover | 2% | |
El catálogo de Sears Roebuck frente al catálogo de Montgomery Ward | 2% | |
El pronóstico del tiempo | 2% | |
Trabajo | 1% |
A juzgar por los comentarios que llegaban a mis oídos, la lista se ajustaba a la verdad.
Llevaba un rato sin ver a Stanley. Se me pasó por la cabeza que quizá se había hartado de pasar sed. Que se habría marchado a algún otro lugar para empinar una botella sin diluir.
Pero no. Cuando por fin vi que mi padre, los bomberos y Paul regresaban al campamento y entraban en la tienda para continuar con su consejo de guerra, vi a Stanley merodear por allí. No tenía ni peor ni mejor aspecto que durante el día que habíamos pasado cocinando.
Para asegurarme, le pregunté:
—¿Qué tal?
—Hecho polvo —admitió—. Estoy hecho polvo.
Mi padre nos vio y nos llamó:
—Jick, espérame fuera. Tenemos que repasar el mapa, pero no tardaré.
Y se metió en la tienda con Paul, Kratka y Ames siguiéndole los pasos.
—¿Quieres que te traiga la botella? —le ofrecí a Stanley, refiriéndome a la botella manchada de whisky que guardaba en sus alforjas.
—Estaría muy bien —respondió Stanley—, pero será mejor esperar. —Antes de que me diera tiempo a pestañear desapareció y se acercó a la tienda de campaña en la que se estaba celebrando el consejo de guerra de mi padre.
Stanley metió la cabeza por una de las solapas de la tienda. Oí decir:
—¿Puedo hablar contigo a solas un minuto, Mac?
—Stanley, tendrás que esperar. Todavía estamos viendo cómo sofocar el incendio mañana por la mañana.
—Precisamente del incendio quería hablarte, Mac.
Se hizo el silencio en la tienda. Después se oyó la voz de Paul:
—¡No me fastidies! ¿Desde cuándo en un campamento el cocinero tiene algo que decir sobre la extinción de un incendio? Señor mío, yo no sé quién demonios se cree que es, pero…
—Está bien, Paul —dijo mi padre para calmar los ánimos—. Un segundo. —Se hizo el silencio de nuevo, lo cual solo podía querer decir que estaban escudriñando a Stanley. Mi padre empezó a decir—: Stanley, una vez podamos…
—Mac, tú bien sabes lo que me cuesta pedir las cosas.
Otro silencio. Y otra vez mi padre:
—Muy bien. Tenemos toda la noche por delante. Podemos permitirnos unos minutos para que yo escuche lo que Stanley tenga que decir. Paul, vosotros seguid a lo vuestro e id pensando cómo podemos distribuir las cuadrillas por la parte baja del río. No tardaré.
Salió de la tienda con una linterna de gas en la mano y miró a Stanley fijamente, iluminado por aquella luz blanquecina.
Ambos se alejaron de la tienda para que no pudieran oírlos, pero yo sí que podía, aquello no me lo iba a perder. Apenas habrían dado una docena de pasos cuando los alcancé.
Los tres nos detuvimos al llegar al extremo oeste del campamento. Sobre nuestras cabezas, el incendio ya había adquirido su rostro nocturno, brillante, hermoso. No había ningún indicio del terrible humo ni de los árboles carbonizados que se veían durante el día.
—Mac, ya siento haber metido las narices de esa manera en tu consejo de guerra. Detesto tener que decir nada en cuanto al procedimiento, especialmente en tu caso, pero…
—Pero me lo vas a decir de todos modos. Stanley, ¿qué estás pensando?
—La idea de atacar el fuego aquí abajo en el río, a primera hora de la mañana… —Stanley hizo una pausa—. Mac, yo creo que no es la manera correcta de hacerlo.
—¿Tú por dónde lo atacarías?
El Stetson de Stanley se inclinó hacia arriba, indicando la pendiente de hierba opuesta a North Fork, frente a nosotros: «Desde allí arriba».
A la luz de la linterna, eran ahora los ojos de mi padre los que mostraban esa manera tan hiriente de entornar la mirada que tan a menudo se apreciaba en los ojos de Stanley.
La idea repelía a mi padre. El incendio duplicaría el área quemada: ambas caras de la garganta de North Fork, no solo una, quedarían arrasadas por el fuego. Y lo que es más…
—Stanley, si el incendio se descontrola pendiente abajo y le da por atacar la siguiente zona de bosque, puede llevarse todo por delante. Ardería todo en varios kilómetros a la redonda. —Mi padre contempló el sombrío ángulo de la pendiente, pero por su mente pasaban 1910, Bitterroot, Selway, La Mujer Fantasma, todos esos fantasmas del humo que persiguen a cualquier jefe de bomberos—. Dios —dijo en voz baja—, podría arder todo hasta que empiecen a caer las primeras nieves. —Mi padre apartó la mente de aquellos pensamientos y dijo—: Stanley, no te me pongas radical. ¿Qué demonios te hace pensar que habría que colocar a los bomberos en esa ladera?
—Mac, ya sé que odias ver cómo se quema ni un solo centímetro del Two. A mí me pasaba lo mismo. Pero si no puedes contener el fuego en la base del barranco, se extenderá al otro lado hacia esa pendiente.
—Se supone que debo ser capaz de contenerlo.
—«Se supone» es una cosa y hacerlo es otra.
—Stanley, ahora nos guiamos por una cosa que llamamos la política de las diez. Hace ya un par de años que el Servicio Forestal se puso firme. El comandante dijo: «Este enfoque, aplicado a la supresión de incendios, ofrecerá excelentes resultados». Así que la norma ahora pasa por controlar cualquier incendio antes de las diez de la mañana del día siguiente.
—Las reglas son las reglas —asintió Stanley. O pareció asentir, porque en alguna ocasión yo había oído a mi padre invocar la segunda parte de aquel catecismo de toda estación forestal: «Y los tontos, tontos son».
Mi padre sacó un pañuelo muy usado, se secó los ojos y se sonó la nariz. Entre los agravantes de aquel día cabía mencionar la irritación causada por el humo.
—Muy bien, Stanley —dijo al fin—. Explícamelo otra vez. ¿Me estás diciendo que le demos al fuego toda la maldita pendiente de Rooster Mountain?
—Sí, más o menos. Emplea la mañana para quemar el terreno frente a esa cumbre rocosa. —Aquella técnica consistía en quemar deliberadamente una zona por delante del incendio, para robarle su combustible, pero debe hacerse bien o de lo contrario será una pérdida de tiempo que, además, le dará al fuego más alimento—. Haz un cortafuegos que ni el mismísimo infierno pueda saltar. —Stanley vio que aún no había convertido a mi padre a su causa—. Mac, no es un sitio tan puñetero como esta garganta.
—¡Jesús! Yo no puedo ir eligiendo los sitios donde combatir un incendio en función de si es puñetero o no.
—Mac, ya sabes a lo que me refiero. —Aun así, Stanley volvió a explicárselo a mi padre—: Esa pendiente está completamente seca. Si colocas a tus hombres aquí abajo en el barranco y el fuego prende también en esa pendiente de ahí, terminarás removiendo montones de ceniza para encontrar un simple botón.
Mi padre se lo estaba pensando. Nada en el comportamiento del incendio de Flume Gulch hasta la fecha apoyaba la idea de Stanley. Si acaso, el fuego avanzaba colina abajo con demasiada lentitud y permanecía allí anclado en aquel territorio maldito, ardiendo donde y como quería. Mi padre y sus brigadas habían podido acercarse al fuego, pero contra la geografía no podían luchar. Cierto es que el comportamiento del fuego podía cambiar cuando alcanzara el barranco, pero…
—No veo cómo el fuego podría prender la pendiente a semejante distancia —respondió lentamente mi padre.
—Yo sí —le respondió Stanley.
Más cabezota que una mula del gobierno y opuesto a la idea de duplicar voluntariamente el tamaño del incendio de Flume Gulch, mi padre volvió a mirar la pendiente de Rooster Mountain.
—Demonios, ¿y si nos quedamos ahí quemando tierra por delante y el fuego no llega? ¿Y si baja barranco abajo, cruza este campamento y sigue por aquella otra pendiente? Entonces nos las tendremos que ver con una situación mucho peor.
—Es un riesgo —admitió Stanley—, pero yo creo que es mucho más arriesgado atacar ese incendio aquí abajo, Mac. Allí arriba tendrás un cortafuegos más sólido y rocas en lugar de hombres que te ayuden a detenerlo.
Mi padre se lo pensó un rato más. Después dijo:
—Stanley, preferiría que me dieran una paliza a tener que preguntarte esto, pero no me queda más remedio. ¿Tú estás completamente sobrio?
—Siento tener que decirte que sí —respondió Stanley.
—Lo está —añadí yo.
Mi padre siguió mirando a Stanley de frente. Saltaba a la vista que tenía algo que añadir, más cosas que preguntarle.
Pero me equivocaba. Mi padre solamente dijo:
—Me pensaré lo de la pendiente.
Y regresó a la tienda.
Stanley me dijo que se iba a dormir. «Esto de cocinar es un pasatiempo bastante agotador». En circunstancias normales, yo también me habría ido a la cama, pero nada de aquello era normal. Perseguí a mi padre hasta el consejo de guerra y, tan pronto como entró en la tienda, le oí decir:
—Las ideas no tienen padre. ¿Qué me decís de esto? —Y les explicó la idea de hacer un cortafuegos en lo alto de aquella pendiente.
No dijeron gran cosa. A Kratka y a Ames el incendio de Flume Gulch ya los había engañado una vez. Ni falta que hacía que volvieran a arriesgar de nuevo el pellejo. Unos instantes después, mi padre dijo:
—Lo consultaremos con la almohada. Nos reuniremos aquí antes del desayuno. Entretanto, quiero que todos estudiéis con atención esa pendiente en el mapa.
Finalmente, Paul habló:
—Mac, ¿podemos hablar fuera?
—Discúlpennos de nuevo, caballeros.
Mi padre y Paul salieron de la tienda. De nuevo me puse a su altura antes de que empezaran a hablar.
En el extremo occidental del campamento, Paul se enfrentó a mi padre.
—Mac, sea como sea la manera en la que piensas hacer frente a este incendio, yo nunca te llevaré la contraria, pero los papeles sí. Es inevitable. Si no tienes una brigada aquí para hacer frente al incendio mañana por la mañana, Sipe querrá saber por qué. Y el comandante… Si este incendio sale barranco abajo y cruza esa colina, te van a montar una comisión de investigación. Mac, te van a despellejar.
Mi padre sopesó todo aquello. Por fin dijo:
—Paul, hay otra posibilidad. Si acabamos con este incendio, a Sipe y al comandante les importará un maldito rábano cómo lo hayamos conseguido.
Paul paseó una mirada apenada desde las hogueras parpadeantes que poblaban la noche de Flume Gulch a un lado, hasta la gran masa oscura de la pendiente de Rooster Mountain al otro.
—Tú mandas —dijo.
No estoy seguro de haber dormido en absoluto aquella noche. Esperando, conteniendo el aliento, imaginando que había oído el susurro del viento. Esperando a que llegara la mañana y la decisión de mi padre. Esperando.
—¡Jesús, Stanley! ¿Veinte barras otra vez?
—Hoy torrijas en lugar de gachas, Jick —me confirmó Stanley mientras, linterna en mano, consultaba el manual de cocina—. Después del pan dice: «Ponga veinte latas de leche y la misma cantidad de agua en una olla oval de veinte litros».
—Ya, ya, ya. A ver si termino de cortar el pan rápidamente.
Mi padre y Ames fueron los primeros en pasar por la fila del desayuno. Los hombres de Ames habían sido los primeros en regresar del frente la noche anterior, por lo que también aquella mañana habían sido los más madrugadores para ir dondequiera que se construyera aquel cortafuegos.
Yo estaba tan ocupado haciendo de pinche que no fue hasta que tuve una pequeña pausa entre los hombres de Ames y la llegada de los de Kratka que pude identificar a mi padre. Él y Ames llegaron con los platos sucios y los arrojaron en el barreño de fregar. Mi padre estudió con la mirada a Stanley, que en aquellos instantes cargaba una ración de jamón frito hacia la mesa en forma de T. Cuando Stanley colocó el jamón en la mesa, respondió a la mirada de mi padre con la suya propia.
—Buenos días, Mac. Un gran día, ¿no te parece?
Mi padre asintió, si bien no pude adivinar si era un saludo o una forma de asentir. Después se volvió hacia Ames.
—Muy bien, Andy. Sube a tus chicos a la cumbre y que empiecen a excavar una barrera de control para empezar a quemar. —A continuación mi padre se acercó a la mesa de servir donde nos encontrábamos Stanley y yo y dijo—: Acercaos. Tengo pensado algo especial para vosotros.
Poco después Prudencio Johnson apareció bostezando en la cola del desayuno. Se despertó cuando mi padre le dijo que aquel día tendría que acarrear agua por la elevada pendiente de Rooster Mountain, que ya comenzaba a vislumbrarse con la llegada del amanecer.
—Pero Mac, ¡el incendio está aquí, no allí arriba!
—Nueva teoría de la lucha contraincendios —le dijo mi padre—. Hoy vamos a combatirlo por correspondencia.
Los hombres de Kratka desayunaron a toda prisa. Se corrió la voz de que mi padre conduciría a ese grupo montaña arriba y supervisaría su trabajo, que consistía en ir quemando franjas de terreno para evitar el avance del fuego.
Pero antes, llamó a Paul Eliason. Le oí darle instrucciones:
—Dile a Chet que informe a Great Falls lo mismo que ayer. No se podrá controlar el incendio antes de las diez.
—Mac —empezó a decir Paul—. Mac, ¿y si al menos yo espero hasta esa hora y llamo entonces? No le veo mucho sentido a anunciar… lo que ocurre allí arriba.
Mi padre lo miró de frente, tan fijamente que Paul retrocedió ligeramente.
—Ayudante de forestal Eliason, ¿me está usted diciendo que estaría dispuesto a retrasar la llegada de información a la sede central?
Paul tragó saliva, pero se mantuvo firme.
—Sí, en este caso sí.
—Por fin nos entendemos —se congratuló mi padre—. Envía el informe a las diez menos cinco. —Mi padre se dio la vuelta y llamó a la brigada que esperaba, lista para iniciar la ascensión colina arriba—. Vamos a ver ese incendio.
—Stanley, me siento como un cobarde.
—Ya has oído lo que nos ha dicho.
Lejos quedaba ya el mediodía, corazón abrasador de un día tan sofocante como aquel. La formación rocosa a la que nos habíamos encaramado bien podría haber sido un fogón bien cebado de carbón. Poni y el caballo pacían a la sombra de los árboles situados a nuestros pies, pero incluso ellos parecían marchitos.
Stanley y yo éramos dos cocineros en el exilio. Aquel punto de observación rocoso era la formación en forma de corona situada justo encima de la cabaña donde nos habíamos alojado en nuestros enredos como vivanderos. Qué lejanos parecían aquellos días atrapado entre aquellas paredes de troncos, vendando la mano de Stanley y deseando estar en cualquier otro lugar.
Había oído perfectamente lo que nos había dicho. Mi padre nos había apartado a un lado y durante el desayuno había decretado: «Os quiero a los dos lejos de aquí esta tarde, ¿está claro?». Nos quedara claro o no, no era algo que Stanley y yo estuviéramos dispuestos a admitir sin más. Mi padre nos dejó las cosas bien claras: «Si el viento se pone a soplar o si el incendio cambia de orientación por la razón que sea, podría bajar barranco abajo hasta este campamento. Así que, en cuanto tengáis el almuerzo listo, largaos de aquí».
—No, Mac —protestó Stanley—. Me parece bien que Jick se largue, pero yo…
—Los dos —dijo mi padre.
—Sí, bueno —empecé a decir yo—. Stanley ya ha hecho su parte, pero también podría…
—He dicho los dos —repitió mi padre—. A mediodía os quiero ver fuera de aquí.
Nuestras caras largas reflejaban que ni Stanley ni yo estábamos del todo convencidos.
—Escuchadme, maldita sea. Stanley, ya sabes lo que ocurrió la última vez que tú y yo nos pusimos a discutir. Esta vez vamos a ahorrarnos la discusión. —Y después añadió en tono algo más suave—: Necesito que cuides de Jick, Stanley.
Stanley, que permanecía en pie, se apoyó sobre la otra pierna. Y volvió a cambiar. Por último se conformó con un «Como tú digas, Mac», y volvió a los fogones.
Mi padre no tuvo que esforzarse demasiado en explicarme la situación. Yo sabía, y así se lo hice saber con una inclinación de cabeza, que la otra mitad de lo que acababa de decir era que yo debía cuidar de Stanley, pero mi padre me detuvo antes de que me diera la vuelta para retomar mis labores de pinche.
—Jick —dijo, como si hubiera estado guardándoselo durante bastante tiempo—. Jick, no puedo arriesgarme a perderte. —El párpado izquierdo descendió justo en el instante en que mi padre intentaba esbozar una sonrisa con la que acompañar sus palabras—. Esta tarde te has ganado un merecido descanso. Relájate y observa.
Así que allí estábamos. Cociéndonos a fuego lento, seguros en aquel promontorio rocoso, con el único riesgo de abrasarnos los dedos de los pies. Desde nuestra posición se divisaba el campamento situado a la entrada del barranco, pero Flume Gulch y el incendio quedaban ocultos tras Roman Reef, que se elevaba imponente frente a nosotros. Aun así, la humareda nos indicaba que el incendio estaba haciendo de las suyas.
La pendiente herbosa de Rooster Mountain se divisaba claramente desde allí. Una pendiente ancha y tostada cubierta de hierba. Si Pat Hoy hubiera tenido por allí dispersas las ovejas de Dode Withrow pastando, se habrían distinguido a simple vista. De hecho, al principio me sorprendió el hecho de que aun cuando mi padre se había mostrado de acuerdo en que aquel promontorio rocoso estaba a una distancia lo suficientemente prudente y alejada del fuego para Stanley y para mí, la pendiente parecía estar muy cerca. Finalmente deduje que era la negrura del humo lo que acortaba las distancias.
Una vez más me había traído los prismáticos de la tienda del jefe y, cada pocos minutos, me acuclillaba —como había hecho a la misma hora la víspera en aquella misma pendiente, ya que nuestro islote pedregoso quemaba demasiado para sentarse— y apoyaba los codos en las rodillas para mantener los prismáticos fijos sobre el frente del incendio.
La cresta de la pendiente, entre la cumbre rocosa y la gran extensión de hierba que descendía hasta North Fork, parecía ahora un reflejo de la devastación de Flume Gulch, en el lado opuesto. Durante toda la mañana, hasta aproximadamente las diez —cuando comenzó a hacer demasiado calor como para seguir quemando terreno con garantías—, los hombres de mi padre habían ido oscureciendo poco a poco aquella franja de terreno. Primero excavaron una zanja que sirviera como línea de control a lo largo de toda la cumbre. A continuación comenzaron a quemar el terreno con muchísimo cuidado. Quemaban metro o metro y medio de tierra cada vez. Prendían un poco de hierba y dejaban que fuera ardiendo colina arriba, hasta alcanzar la línea de control. Cuando esa franja se había consumido por completo, quemaban la franja de terreno inmediatamente inferior a aquella. Y así iban bajando y construyendo esa barrera de tierra quemada, una oscura cicatriz negruzca que cubría toda la superficie de lo alto de la pendiente. Incluso entonces, en el límite del bosque que coronaba el horizonte, las brigadas estaban cortando cualquier árbol que estuviera demasiado cerca del cortafuegos mientras otros grupos de hombres arrastraban el follaje que pudiera servir de combustible a gran distancia, entre las rocas y los árboles. Los hombres de mi padre estaban dándolo todo allí arriba para robarle al incendio de Flume Gulch cualquier oportunidad de seguir avanzando cuando llegara a la quebrada. Si es que llegaba.
Incluso Stanley miraba de vez en cuando a través de los prismáticos hacia los preparativos del cortafuegos, pero guardaba silencio, salvo por el comentario que hizo nada más encaramarse a la roca achicharrada por el sol: «Este sol pica más que el chile de a dólar, ¿eh?».
El acontecimiento, en palabras de mi padre. Créanme: aquello me pilló completamente por sorpresa. Después de tanto esperar. Después de tanto observar, de tanto anticipar. El ser humano es la criatura más propensa a hacer predicciones. Sí, mi imaginación ya había preparado la escena como si fuera un sueño que se hubiera prolongado durante veinte noches: cómo el fuego cruzaría Flume Gulch y tras dejar atrás el barranco de North Fork seguiría avanzando pendiente arriba, las llamaradas al principio pequeñas y después más y más grandes hasta por fin convertirse en grandes llamaradas anaranjadas que se dirigían hacia el cortafuegos donde los hombres de mi padre esperaban para enfrentarse a ellas como mejor pudieran.
Pero no fue eso lo que ocurrió. Nada parecía aún demasiado inminente. El humo únicamente anunciaba la presencia del fuego que iba acercándose hacia el barranco del riachuelo. Quizá se quedara a media altura entre el barranco y el cañón. Estimé que durante un breve espacio de tiempo sabríamos si el fuego optaría por el cañón o por la pendiente de Stanley. Ni siquiera tenía unos prismáticos a mano y tenía que limpiarme el sudor de la frente con la manga de la camisa. Fue entonces cuando Stanley simplemente dijo: «Mira».
Tanto desde el cañón como desde la falda de la pendiente el incendio arrojaba tanto humo que aquello parecía las calderas del infierno. Los tiznones y las manchas, los remolinos y la espesura del fuego eran tales que la pendiente se desvaneció tras una nube que se hinchaba cada vez más. Aquel eclipse de humo me asustó mucho.
El miedo me paralizó y empezaron a sudarme las palmas de las manos mientras intentaba ver a través del humo con los prismáticos. Nunca podré olvidar —no quiero olvidarlo— lo que sentí entonces al darme cuenta de lo que les habría ocurrido a mi padre y a sus bomberos si hubieran estado en la boca del cañón cuando la avalancha de fuego entró a toda velocidad. Allí abajo el aire debía de ser sofocante.
Entonces el humo se levantó, igual que si se hubiera levantado una persiana. Dieciocho, veinticinco metros, no lo sé. Pero aquella masa de humo se levantó. Stanley y yo contemplamos las llamas de frente, tan brillantes y perfiladas como una hoguera en una chimenea. El fuego ya había cruzado todo el cañón y comenzaba a atiborrarse de la hierba de la zona baja de la pendiente. Con absoluta claridad, aquella suma de llamaradas y humo formaba una cortina que cubría toda la pendiente, tanto fuego como una persona era capaz de contemplar a simple vista. Incluso hoy me horroriza recordar que el fuego empezó a doblarse y triplicarse, a multiplicarse de formas imposibles. Mucho después Prudencio Johnson me dijo: «Jick, te lo juro por Dios. Una brisa fresca sopló entonces sobre nosotros, hacia el fuego». Debió de haber sido una cuña de aire que se abalanzó sobre aquel humo furiosamente cálido y aquellas llamaradas. El encuentro entre esa masa de aire y aquellas llamas. El incendio se extendió como una oleada, como una marea en explosión. La hierba seca de la pendiente, naranja y negra. En un minuto o dos, todo había desaparecido.
El humo volvió a cerrarse, formando una humareda espesa y gris, pero entonces comenzaron a aparecer fisuras en los remolinos, grietas de verdad. Los prismáticos me ofrecían la visión de hombres repartidos a lo largo del cortafuegos junto a la tierra quemada y la cumbre rocosa de la pendiente, dando fuertes pisadas, aplastando el terreno y arrojando tierra a las llamas allí donde el fuego intentaba encontrar nuevo combustible, pero cada vez había más hombres vigilando después de haber dejado de combatir el fuego. Observando las llamaradas chocar contra aquella barrera de tierra quemada o las rocas que coronaban Rooster Mountain para después consumirse y desaparecer.
Años después me habría gustado volver a revivir aquellos minutos. Contemplar de nuevo aquella batalla en la pendiente de la montaña y nuestro campamento, que se había salvado gracias a aquel sacrificio. Revivir ese instante en el que empecé a darme cuenta, en el que mis ojos empezaron a reconocer que poco a poco el incendio de Flume Gulch se iba consumiendo al toparse con el cortafuegos de mi padre, el cortafuegos de Stanley Meixell.
Fui incapaz de hablar. No pude pronunciar palabra durante un buen rato. Tenía la boca y la garganta tan secas como si se las hubiera tragado el fuego, pero finalmente conseguí musitar:
—Tú sabías que iba a ocurrir eso en la pendiente.
—Esa impresión me daba. —Eso fue todo lo que Stanley estaba dispuesto a admitir—. Por la fuerza que tenían el incendio y el sol.
Parecía agotado, pero satisfecho. Quizá yo también diera esa impresión.
—Bueno —dijo Stanley—. Será mejor que nos pongamos a preparar la maldita cena.
El ocaso. Ya habíamos cenado y solo nos quedaba fregar los cacharros. Mi padre llegó y se apoyó en la mesa de trabajo sobre la que Stanley y yo estábamos fregando. «Ocurrió justo lo que tú dijiste que ocurriría», le dijo a Stanley asintiendo con la cabeza, un gesto que en el complicado sistema de comportamiento de aquellos dos hombres era una forma de dar las gracias. Mi padre se aclaró la garganta y le preguntó a Stanley si podría aguantar un día más cocinando mientras la brigada controlaba los tocones que aún echaban humo y las zonas donde el fuego aún estaba latente. Stanley dijo que claro que sí: cocinar no era mucho peor que tener que vérselas con pastores.
Yo los interrumpí:
—Contadme por qué discutisteis.
Ninguna respuesta de ninguno de los dos.
Cité las palabras de mi padre en el momento en el que nos ordenó a Stanley y a mí que nos alejáramos del campamento:
—La última discusión que tuvisteis Stanley y tú, cuando demonios quiera que fuera. —Llevaba todo el verano buscando aquello—. ¿Qué ocurrió?
Mi padre intentó desviar la conversación.
—Es una vieja historia, Jick.
—Y si tan vieja es, ¿por qué no puedo oírla? Mirad, yo necesito saberlo. Llevo todo el maldito verano dándole vueltas, sin saber quién le hizo qué a quién, ni cuándo, ni dónde, ni nada de nada. Un día vas y me mandas por ahí con Stanley, pero después aparecemos por aquí y le miras como si te diera miedo. Pues os podéis ir los dos al infierno. —Ya les digo que, cuando me enfado tanto, no hay quien me pare—. ¿De qué va todo esto?
Stanley le preguntó a mi padre:
—Conque nunca se lo has contado, ¿eh? —Mi padre se encogió de hombros y no respondió. Stanley me miró fijamente—: ¿Tus padres nunca han tenido la gentileza de instruirte sobre mi persona?
—Acabo de decir… No. No, pues claro que no me han dicho…
—McCaskill tenían que ser —dijo Stanley sacudiendo la cabeza, como si el apellido fuera ya un diagnóstico médico—. Nunca me habría creído que Beth y tú fuerais capaces de mantener el pico tan cerrado, Mac.
—Stanley —dijo mi padre—, no hace falta que empieces con todo eso.
—Sí, ya lo creo que hace falta. —Stanley volvió a posar su mirada en mí—. La Mujer Fantasma —empezó a decir—. Yo permití que aquel incendio se me fuera de las manos. O por lo menos que se me escapara. Lo mismo da. Un incendio es siempre responsabilidad del jefe de bomberos y ese era yo. —Stanley miró a mi padre, después me miró a mí—. Tu padre acababa de llegar del distrito de Indian Head para trabajar a mis órdenes como capataz de bomberos, así que él estaba allí cuando ocurrió todo. Cuando el incendio de La Mujer Fantasma arrasó aquellas montañas. —Stanley se anticipó a mi pregunta—. Nah, no puedo decir que sea lo mismo que ha ocurrido hoy en esa pendiente. Había madera, no hierba, las cosas eran diferentes. Como en cualquier otro maldito incendio. Sea como fuere, La Mujer Fantasma estalló. Había llamas por todas partes y todos los hombres de mi brigada en mi flanco del frente tuvieron que salir zumbando como gatos chamuscados para salvar la vida. Aquello fue un desastre y el incendio siguió y siguió y siguió. —Stanley tragó, la garganta seca—. Ardió todo durante tres semanas. Así que esa es la historia, Jick. Aquella explosión ocurrió en mi flanco. Fue allí donde tu padre y yo tuvimos nuestro… —Stanley miró a mi padre a la cara—… desencuentro.
Mi padre le devolvió la mirada a Stanley y se quedó mirándolo fijamente. Después le preguntó:
—¿Eso es todo? ¿Es así como acaba la historia?
Turno de Stanley para encogerse de hombros.
Mi padre sacudió la cabeza. Después dijo:
—Jick, yo fui quien denunció a Stanley. Por el incendio de La Mujer Fantasma.
—¿Que lo denunciaste? ¿Cómo? ¿Ante quién?
—Ante las autoridades de Great Falls. Missoula. El comandante. Ante cualquiera que me viniera a la cabeza, ¿no es así, Stanley?
Stanley pareció pensárselo.
—Más o menos, pero Mac, no hace falta que…
—¿Lo denunciaste solamente por dejar que se le escapara el incendio? —insistí yo.
—Por eso y… —Mi padre se detuvo.
—Por la bebida —Stanley completó la frase—. Si vas a contárselo, será mejor que se lo cuentes todo, Mac.
—Jick —empezó a decir mi padre—, de todo esto hace mucho, mucho tiempo. Mucho más de lo que tú crees. Yo conozco a Stanley desde los… ¿dieciséis, diecisiete años?
—Por ahí andará la cosa —confirmó Stanley.
—Por aquel entonces hubo un par de años —prosiguió mi padre— durante los cuales yo no aparecía mucho por casa. Desaparecí un tiempo y Stanley…
—¿Y por qué desapareciste? —Aquello daba la impresión de ser la mejor oportunidad que se me brindaba para indagar en el pasado de los McCaskill, así que estaba dispuesto a conseguir tanta información como me fuera posible—. ¿Por qué desapareciste?
Mi padre hizo una pausa.
—Es terrible tener que decirlo ahora, después de todo lo ocurrido con Alec. Pero mi padre y yo, tu abuelo y yo… dejamos de hablarnos. No por nada en especial. Simplemente él hizo algo con lo que yo no estaba de acuerdo y para mí fue más fácil marcharme de casa y dejar atrás el Paraíso de los Escoceses una temporada. Al final él lo superó y yo también y eso es todo lo que hay que decir de ese episodio. —Otra pausa. Con esta yo sabía que quedaba sellada la narración de cualquier rifirrafe paternofilial que hubiera habido entre los McCaskill en el pasado—. En cualquier caso, Stanley me acogió. Fue quien me enseñó las tierras del Two y me ofreció cualquier trabajo temporal que fuera saliendo por ahí. Así estuve un par de años hasta que empezó la guerra. Después me hice jinete de la asociación y después tu madre y yo tuvimos a Alec, después viniste tú y… Stanley sugirió que me presentara a los exámenes de forestal.
Tenía ganas de seguir oyendo lecciones de historia, ya lo creo que sí. Ahora tenía la oportunidad de oírlas a puñados. Stanley había delimitado el trazado de aquellos bosques, él había sido el encargado de establecer el Bosque Nacional Two Medicine. Stanley había estado allí cuando mi padre dejó de hablarse con su padre. Stanley había sido quien había animado a ese padre mío a unirse al Servicio Forestal. Y Stanley era la persona a la que mi padre había…
—No era ningún secreto que a Stanley le gustaba beber —siguió explicando mi padre—, pero cuando yo empecé a trabajar de forestal en Indian Head y él aún era el forestal de English Creek, me di cuenta de que la situación se le estaba yendo de las manos. Cada vez eran más numerosos los días en los que Stanley era incapaz de funcionar sin una botella. Seguía conociendo el Two mejor que nadie y en condiciones normales yo podía estar al tanto de lo que ocurría aquí arriba y hacerme cargo de cualquier problema que a Stanley le viniera grande. Así transcurrieron un par de años. Ninguno de los mandamases se dio cuenta de lo que pasaba o al menos no les importó. Pero una cosa es funcionar en el día a día y otra muy distinta es hacerlo ante un incendio serio.
—Y el de La Mujer Fantasma lo fue —añadió Stanley en voz baja para completar la narración de mi padre.
Las cosas iban encajando de una manera que no me gustaba nada.
—Después de La Mujer Fantasma. ¿Qué ocurrió después de La Mujer Fantasma?
Stanley habló primero.
—El comandante Kelley me despachó. «Su relación laboral con el Servicio Forestal de Estados Unidos ha terminado», creo que esas fueron las palabras que utilizó. Y desde entonces llevo dando la matraca por ahí. —Stanley miró a mi padre como si quisiera añadir algo más—. Ya sabes que intenté dejarlo un par de veces, Mac. Desde entonces lo he vuelto a intentar otras dos, pero no ha habido manera.
—Pero aquí te las has apañado sin problemas —protesté yo—. No has bebido en serio en todo el tiempo que hemos estado cocinando.
—Pero me tomaré el primer trago en cuanto regresemos a las tierras de los Busby —anunció Stanley—. Y después un par de tragos más para pasar el primero. Nah, Jick. Me conozco. Cómo no me voy a conocer, después de todo el tiempo que llevo conviviendo conmigo mismo. —Stanley estaba tan seguro de que yo aceptaría sin más aquella conclusión que añadió con rotundidad—: En un apuro puedo mantener el gaznate seco tanto como lo he hecho aquí, pero normalmente, no. Mi sed es congénita.
Ahora era el turno de mi padre.
—Yo no esperaba que castigaran a Stanley tan duramente. Un traslado, un trabajo de esos de mecedora donde lo de la bebida no importara tanto. Algo que lo alejara del distrito de English Creek. Yo no podía ver cómo él y el Two se iban juntos al infierno. —La expresión de mi padre: he ahí, imagino, la primera prueba que tuve de que una persona podía hacer lo que creía que debía hacer y sin embargo no llegar jamás a sentirse del todo cómodo con la decisión tomada. Mi padre sacudió la cabeza antes de pronunciar las siguientes palabras, que borraron de un plumazo mi siguiente pregunta—: Ya sabes cómo es el comandante. O aguantas o te callas. Cuando le pegó la patada a Stanley, a mí me puso al frente de English Creek. ¿No quería yo que el distrito estuviera bien gestionado? Pues me tocaba a mí hacerlo. —Mi padre lanzó una mirada alrededor del campamento en mitad de la noche, sin ninguna luz que iluminara Flume Gulch o la pendiente—. Y aquí sigo, intentándolo.
Aquella noche estaba demasiado inquieto como para poder dormir. No dejé de dar vueltas en el saco. Una pregunta sin respuesta: dos figuras muy parecidas que ocupaban ahora mis pensamientos. Dos figuras que me mantendrían despierto toda la noche.
Enfrentado a una decisión, mi padre había elegido el Two por encima de su amigo y mentor, Stanley.
Enfrentado a una decisión, mi hermano había elegido ser independiente de mi padre.
De haber tenido que reescribir mi vida en cualquiera de esas otras versiones de los McCaskill, ¿qué habría hecho yo en el lugar de mi padre o en el lugar de mi hermano? Ni siquiera yo lo sabía. No lo sé. Puede que resulte imposible saberlo hasta que uno no se encuentra en esa situación de verdad.
A la mañana siguiente mi padre ordenó a la cuadrilla de Kratka que cortaran cualquier tocón sospechoso en el barranco arrasado por el fuego y el fondo del arroyo y dispuso a los hombres de Ames a patrullar por la pendiente en busca de cualquier chispa o de brasas entre la tizne que antes había sido hierba. Se trataba de un trabajo de limpieza que duraría un par de días con un incendio de ese tamaño. Durante el almuerzo mi padre dijo que estaba pensando dejar marchar a la mitad de los hombres del EFF a Great Falls. Predijo: «Las únicas gracias que voy a recibir será cuando desde la oficina me pregunten por qué demonios no los mandé a casa anoche».
Stanley y yo ya nos habíamos recuperado de la preparación del almuerzo y empezamos a preparar la cena. Ninguno de los dos abrió la boca para decir nada interesante.
Cuando la mayor parte de aquella cálida tarde hubo transcurrido sin pena ni gloria, incluso mi padre quedó convencido de que el incendio de Flume Gulch no resucitaría de su tumba negruzca.
Llegó temprano al campamento con los hombres del EFF que iba a dejar marchar.
—Paul, todo tuyo —delegó mi padre—. Me bajo a Gros Ventre con un cargamento de estos y Tony, el encargado de apuntar las horas de trabajo, puede bajar al resto. Dile a Chet que pida un camión a Great Falls para bajarlos, si no te importa. Y Paul… —Mi padre detuvo a Paul justo cuando este iba a telefonear a Chet—: Paul, ha sido un buen campamento. —Yo era el siguiente en la lista de mi padre—. Jick, puedes venir conmigo. Stanley dejará a Poni en casa.
Estaba claro que mi padre quería mi compañía o, cuando menos, mi presencia.
—Vale —dije yo—. Voy a decírselo a Stanley.
Mi padre asintió.
—Voy a buscar a Prudencio. Creo que anda por ahí presumiendo de Betty La Saltarina con los hombres del Cuerpo de Conservación Civil. Reúnete con nosotros junto a las camionetas.
El viaje hasta el pueblo, con mi padre al volante y Prudencio y yo sentados a su lado en la cabina de una camioneta, con otra camioneta cargada de hombres del EFF detrás, transcurrió entre conversaciones triviales. Seguimos la ruta de Noon Creek, mucho más conveniente desde el campamento que si hubiéramos tenido que dar la vuelta por English Creek. Las exclamaciones de recuerdo de Prudencio cuando dejamos atrás las pilas de heno de los Reese. Los almiares ya estaban pasando de un color verde a otro amarronado. Mi padre contemplando el horizonte y pensando en voz alta, diciendo que ya podía dejar de hacer calor aquel agosto y que debería empezar a tronar. De más no me acuerdo. Es posible que incluso echara una cabezadita con el traqueteo de aquella camioneta.
Después de despedirnos de Prudencio y de los demás hombres del EFF, mi padre y yo cenamos algo en el Lunchery. Nunca el guiso de ostras me había sabido tan rico, fíjense lo que les digo. Pero antes de poner rumbo a casa, mi padre dijo que tenía que parar un instante en las oficinas del Gleaner. «Bill querrá que le cuente todos los detalles del incendio. A lo mejor tardo un rato. ¿Quieres que te recoja en casa de Ray cuando haya terminado?». Dije que sí.
No se oía un ruido en St. Ignatius St. con la calma de la hora de la comida, salvo unos ruiditos que periódicamente rompían el silencio, lo cual quería decir que Ray estaba cortando el césped en el jardín de los Heaney. Tras él, Mary Ellen iba recolectando la hierba cortada con un rastrillo más grande que ella.
Entré en el jardín y me apoyé sobre el gran álamo, a la sombra. Dado que estaban ocupados, ni Ray ni Mary Ellen me vieron. Yo estaba más cansado que nunca y la cabeza me iba a mil por hora.
Un minuto después le grité a Ray: «Ve un poco más rápido si es que puedes».
Me sonrió y desde el otro extremo del jardín se me acercó empujando la cortadora de césped en diagonal, imitando con la garganta el clackaclackaclackaclaka que hacen las segadoras tiradas por caballos.
—¡Ray-AY! —protestó Mary Ellen cuando vio el desastre que había formado su hermano sobre el césped, pero aun así lo siguió con su rastrillo.
—¿Qué te parece? —me preguntó Ray cuando llegó a mi altura junto al árbol—. ¿Tú crees que Pete me dejará llevarme esto para segar contigo el verano que viene?
—Por mí fenomenal —dije yo—, pero eso será el verano que viene. Yo quiero que me cuentes qué tal te ha ido este. —La luz de la cocina de los Heaney se había apagado y se había encendido la del salón, desde donde nos llegó el murmullo de la radio de Ed. Las siete en punto, sin lugar a dudas. Pensé en la última vez que había visitado aquella casa en la que uno podía poner el reloj en hora, cuando salí de la Doble W y de la charla con Alec aquella primera noche de sábado del mes—. Agosto se me ha pasado volando.
—Más de lo que parece —me dijo Ray—. Ya estamos en septiembre. Están a punto de empezar las clases.
—No fastidies. Pues entonces me habré dejado algún día por ahí perdido en alguna parte.
En tres días cumpliría quince años. En cuatro, Ray, Mary Ellen y yo volveríamos al instituto. No parecía posible. El tiempo es la mercancía más puñetera que existe. El sonido de la radio de Ed Heaney debía ser como el que escuché aquella noche del Cuatro de Julio, no el del Día del Trabajo. La siega, la cena en la Doble W y la llamada de teléfono a Alec, el incendio en el bosque y las revelaciones de Stanley y de mi padre, parecía que todo aquello aún tuviera que ocurrir, pero todo había pasado y en mi mente era ya como una de aquellas historias de Toussaint y Stanley.
—¿Quieres comer algo, Jick? —me preguntó Ray con preocupación—. Pareces agotado.
—Ya he comido con mi padre en el pueblo —dije yo—. Enseguida pasará a recogerme. Pero yo creo que podría…
Justo entonces se abrió la puerta del porche y Ed Heaney apareció en el quicio. Los tres lo miramos con curiosidad, porque al abrir aquella mosquitera estaba dejando entrar polillas en la casa, lo que en su caso suponía un cambio importante en su rutina. Siempre recordaré a Ed Heaney en aquel umbral bañado de luz, totalmente inmóvil como si acabaran de sacarlo de entre la multitud y estuviera pensando qué decir. Finalmente encontró las palabras que buscaba y dijo:
—Ray, Mary Ellen, será mejor que entréis en casa ahora mismo. Acaba de empezar otra guerra en Europa.