Uno

En esta época del año, el parte de los condados más secos del noreste suele confirmar que Lady Godiva[1] podría pasar hasta tal punto desapercibida por sus calles que ni siquiera su propio caballo la vería. Sin embargo, las lluvias primaverales han refrescado la atmósfera lo suficiente como para que el corcel en cuestión pudiera llegar a atisbarla.

Gros Ventre Weekly Gleaner, 1 de junio

Aquel mes de junio se zambulló en las tierras del Two Medicine. Nunca hasta entonces había visto las colinas tan reverdecientes, las quebradas tan esponjosas por las escorrentías. La cantidad justa de humedad podía claramente endulzar el universo. En una de sus patrullas por las tierras altas mi padre ya se había topado con alces que ascendían lentamente para cruzar la Divisoria Continental que los llevaría a sus lugares de parición en la zona oeste. Los alces, la hierba, las praderas de heno silvestre y la alfalfa de los bancales llevaban ya sus tres buenas semanas de adelanto, lo que naturalmente explicaba el ambiente tan fresco que se respiraba en las tierras del Two. De la lluvia primaveral en las montañas se suele decir que es como cuando alguien va por ahí repartiendo billetes de diez dólares partidos por la mitad con la promesa de entregarte la otra mitad en el momento de enviar la mercancía. Y así, entre los criadores de ovejas de English Creek, entre los pocos vaqueros que quedaban en Noon Creek y en otras zonas, los granjeros más al este, los tenderos de Gros Ventre, nuestra gente del Servicio Forestal y prácticamente entre todos nosotros aquel principio de junio, la esperanza florecería y crecería fuerte mientras lo hiciera la hierba.

Hasta había quien decía que quizá Montana ya había tocado fondo con la Depresión. Los defensores de esta idea iban por ahí diciendo que el año había sido algo más próspero o en cualquier caso menos desesperado que el anterior. Una vara de medir bastante optimista que ignoraba el hecho de que durante unos años los habitantes de aquellas tierras las habían pasado realmente canutas. Supongo que yo no debo lamentarme por cuestiones de dinero, porque nuestra familia se las apañaba mejor que muchas. Incluso en los peores años, aquellos en los que el Servicio Forestal despidió a varios empleados —o, como solía decirse, los hooverizó—, mi padre, el guarda forestal Varick McCaskill, nunca se contó entre ellos. Cierto es que le habían bajado el sueldo un par de veces y solo Dios sabía si no volvería a ocurrir otra vez. Pero nos las apañábamos. Sin lujos, íbamos tirando.

Me fastidia leer interpretaciones de aquellos tiempos que parecen sostener que la Depresión empezó el día que Wall Street se pegó el batacazo en 1929. ¡Hay que ser miope! En 1929, Montana ya llevaba diez años cuesta abajo. Con el invierno de 1919 —los hombres de la edad de mi padre y aún mayores se referían a él como «aquel invierno cabrón»—, llegaron tiempos difíciles. Difíciles de verdad. Dode Withrow, dueño del rancho situado en la bifurcación sur de English Creek, solía contar: «Yo empecé aquel invierno de 1919 con cuatro mil ovejas. Cuando llegó la primavera se me habían evaporado y solo me quedaban quinientas». Como los problemas nunca vienen solos, debido al fin de la guerra en Europa, los precios del ganado y de las cosechas cayeron en picado al mismo tiempo. Y justo entonces la sequía y las langostas invadieron las tierras de secano. «Las cosas empezaron a pintar muy mal», decía siempre mi padre de aquellos años en los que mi madre y él intentaban empezar a vivir su vida. «Dondequiera que miraras, veías a gentes que habían dedicado veinte años a esta tierra y a quienes lo único que les quedaba de todo aquello era un montón de calendarios viejos». Cuando la sequía volvió de nuevo a comienzos de los treinta y unió sus fuerzas a las de Herbert Hoover, las cosas fueron de mal en peor. De eso sí que me acuerdo yo, de aquellos años amargos y secos. Un otoño tras otro no dejaban de llegarnos historias del éxodo desde las tierras cerealeras de High Line, al norte y al este, y aquí mismo, en la carretera que atraviesa el pueblo de Gros Ventre cualquiera que prestara un poco de atención podía comprobar de primera mano todas aquellas historias, las camionetas cargadas de muebles con sus adioses a Montana pintados con grandes letras torcidas en trozos de cartón que rezaban «Adiós, viejo secarral» y «De Havre, uno que se abre». El distrito del Two Medicine tuvo al menos la buena fortuna de que los precios de los corderos y la lana se recuperaran ligeramente mientras los precios del resto del ganado y de los cultivos seguían por los suelos. Pero cualquiera en aquella tierra que a principios de los treinta no pudiera salir adelante con las ovejas simplemente no sobrevivía de ninguna manera. Un ganadero tras otro, un granjero tras otro, todos fueron endeudándose con los bancos. Arados y roturadoras, caballos de carga y arneses, segadoras y descremadoras: por aquellos lares, menos el aire, todo estaba hipotecado. Después vinieron las ejecuciones hipotecarias y el mazo del subastador. En aquellas subastas mazo en mano vimos a hombres llorar, a mujeres tan afligidas que parecían estar mirando cara a cara a la mismísima muerte y a sus hijos con cara de perplejidad.

Así que ya iba siendo hora de que la esperanza hiciera acto de presencia.

—¡Jick! ¡A comer ahora mismo!

La cena y mi madre. Tengo el imborrable recuerdo de que todo esto comenzó justo entonces, a principios de junio, porque yo andaba preparando mi silla de montar y alargando una vez más los estribos, que reflejaban lo mucho que había crecido aquel año, porque debía salir a cabalgar con mi padre en la expedición de conteo de la mañana siguiente. Incluso puedo describir sin riesgo a equivocarme el tiempo que hacía, una de esas tardes oscuras en las Rocosas en las que esos remates sueltos de la tormenta se aferran a las montañas y el sol asoma allá donde puede por entre las nubes. Que alguien me explique por qué son detalles como aquellos —los estribos de la silla una pizca más largos o los rayos del sol que acariciaban las colinas de una manera concreta— los que permanecen en mi recuerdo, mientras que los hitos más importantes de la vida se van quedando atrás. Al menos ese es mi caso, especialmente ahora que me encuentro en una época en la que intento pensar qué habría sido de mi vida de no haber nacido en las tierras del Two Medicine en el seno de la familia McCaskill. Ay, ya sé lo que suele decirse. Que el terruño y la familia dejan en nosotros su huella indeleble, igual que las orillas de la corriente dirigen el curso del agua. Pero eso no significa que uno no pueda fantasear. Preguntarse si, en lo esencial, nos encontraríamos con la misma persona en el espejo si en nuestro certificado de nacimiento se leyera algo distinto a lo que se lee en él. O si el haber crecido en otro lugar no nos habría vuelto más listos o más tontos, más o menos satisfechos. Fíjense en mí: algunas mañanas me sorprendo aún con una taza de café ya frío en las manos mientras cavilo sobre si mis sesenta años habrían sido lo que son ahora de haber venido yo al mundo en, supongamos, China o California en lugar de en el norte de Montana.

Naturalmente todo esto contradice lo que mi madre siempre intentaba decirnos a nosotros tres. Que el pasado es egoísta, que no da nada. Se trataba de una advertencia que se sentía obligada a hacernos, en ese tono de voz tan particular acentuado en todas sus sílabas que con bastante frecuencia se daba en nuestra familia. Cuando ya empezábamos a oír las comas y las mayúsculas, sabíamos que el tema se había transformado en un Enfrentémonos a La Realidad, Nada de Hundir la Cabeza en el Ayer. Me atrevería a decir, tan seguro como el viento que sale rugiendo de un cañón al anochecer, que quien provocaba aquellas reacciones solía ser mi padre. De vez en cuando mi padre pasaba media noche escuchando a Toussaint Rennie contar el rodeo de 1882, cuando los vaqueros dispersaron a sus cuadrillas en dirección norte, desde el codo del río Tetón hasta la frontera con Canadá, y trajeron de vuelta cien mil cabezas de ganado. O la historia, todavía de mayores proporciones y anterior a aquella, de la última gran cacería de búfalos en la que Toussaint había cabalgado hasta las colinas de Sweetgrass Hills para observar desde las alturas una pradera que parecía arrasada por el fuego de tan ennegrecida que estaba por la presencia de los búfalos y el rebaño acorralado por las tribus de la llanura. Es extraño, pero aún puedo recitar los nombres de las tribus y los lugares donde acampaban para rodear aquellos millares de búfalos, exactamente con las mismas palabras con las que Toussaint se lo había contado a mi padre: los cuervos al sureste, los gros ventres y assiniboines al noreste, los piegans al oeste, los crees al norte y los cabezaplanas aquí, al sur. «Aquello habría sido digno de ver», solía decir mi padre cuando volvía a contarnos la historia durante la cena. «Mac, eso ya lo has contado mil veces», le respondía al instante mi madre. «Más te valdría Concentrarte En la Visita de Mañana del Supervisor Forestal». Si no era mi padre el objeto de los sermones de mi madre, siempre estaba Alec y más cuando empezó a llevar pañuelo al cuello y a considerarse un cowboy. Mi maña particular para recordar las cosas —una habilidad que me permitía almacenar listas completas de la compra o cualquier cosa que alguien me hubiera dicho inocentemente hacía un par de semanas— me convertía en el candidato perfecto para completar aquel trío de hombres con querencia hacia el pasado. Aquello debió de ser la gota que colmó el vaso para mi madre. «Jick —decía y aún me parece oírla—, no existe ninguna ley que diga que un McCaskill no pueda ser una persona con miras al futuro como los demás. Solo porque tu padre y tu hermano…».

No lo sé. No siempre se corresponde lo que decimos con lo que somos capaces de hacer. Mucho después, era ella más que ninguna otra persona la que volvía una y otra vez al punto donde nuestras cuatro vidas se habían separado. «El verano en que…» empezaba a decir y, como si hubiéramos oído el canto de tres notas de un herrerillo, con aquellas palabras sabía que había vuelto a recordar alguno de los acontecimientos de aquel último verano en English Creek. Ella y yo nos parecemos al menos en eso, en que comprendemos que una época vital como aquella ofrece material más que suficiente para el recuerdo, incluso para un McCaskill.

—¡Jick! ¿Vienes ya o les doy tu comida a los pollos?

Sé también con absoluta certeza que esa llamada a cenar era doble, porque yo rondaba esa edad en la que había que llamarme dos veces para cualquier cosa. En cualquier caso, esa segunda llamada me sacó del granero justo en el instante en que la parejita, Alec y Leona, apareció en lo alto del promontorio del este por la carretera comarcal. Reconocí a mi hermano por esa manera de cabalgar tan suya con la cabeza enhiesta, como si intentara ver más allá del promontorio que tenía delante. Leona tendría que acercarse un poco más antes de poder yo reconocerla por la blusa, pero por aquel entonces, si veías a Alec, lo más seguro es que también vieras a Leona.

Había pocas cosas que me llamaran más la atención que un jinete coronando aquel promontorio de la carretera, con aquella línea del horizonte al este bajo su figura como si saliera directamente del cielo, y su silueta y la de su caballo avanzando lentamente pendiente abajo hacia la bifurcación de English Creek. Seguí observando a Alec y Leona mientras cruzaba el jardín que conducía a nuestra casa, situada justo detrás de la estación forestal. Tenía bien aprendida la lección y no iba a dejar que mi madre me llamara una tercera vez.

Entré a lavarme y supongo que me comporté con una indiferencia más deliberada de lo habitual, porque esperé hasta llenar la palangana con varios cacillos de agua caliente de la tetera antes de anunciar: «Tenemos compañía».

Aquellas palabras siempre despertaban el interés de los presentes. Mi padre levantó la vista de los permisos de los pastizales en los que estaba ocupado y las cejas de mi madre se arquearon formando esa línea con que te hacía saber que tenías toda su atención y que más valía que mereciera la pena.

—Alec y Leona —dije yo mientras me enjuagaba la cara—. Vienen a caballo como dos tortolitos.

—Pareces todo un experto en la materia —dijo mi madre. Y la verdad es que esas cosas ya se me empezaban a pasar por la cabeza. Tenía catorce años y apenas quedaban tres meses para mi próximo cumpleaños. Catorce y empalmado hacia los quince, como en cierta ocasión escuché decir a los borrachuzos de la taberna Medicine Lodge de Gros Ventre para describir esa edad tan complicada. Pero yo no estaba dispuesto a confesar nada de aquello a mi madre, que me ordenó—: Cuando hayas terminado, trae la silla que sobra de tu habitación. —Lanzó una mirada calculadora hacia las cazuelas y sartenes colocadas en los fogones. A continuación, acordándose repentinamente de algo, se giró hacia mí y añadió—: Por favor.

Cuando salí de la habitación, ya había metido un nuevo tronco en la cocina y estaba empezando a preparar lo que quiera que sea que los cocineros como ella hacen para transformar como por arte de magia una comida para tres en una cena para cinco.

—Bet, recuérdame por la mañana —oí decir a mi padre— que termine de revisar los papeles que me faltan para el Tío Sam.

—Te los serviré con el desayuno —prometió mi madre.

—Fritos —dijo él—. Hechos cenizas me vendrían bien, en especial el permiso de Bebber. Me ahorraría tener que discutir con él una puñetera vez más sobre los pastos de la Sección Veinte.

—No sabrías cómo empezar un verano sin tener esa discusión con Ed —respondió ella—. ¿Ya te has lavado?

Cuando regresé a la cocina con la silla sobrante que había ido cumpliendo funciones de mesita de noche, Alec y Leona cruzaron el umbral y mi hermano preguntó: «¿Es esta la Casa McCaskill, donde sirven comida rápida?». Leona lo contemplaba radiante, como si mi hermano acabara de recitar a Shakespeare.

Alec y Leona formaban una pareja llamativa. Alec era ya incluso más alto que mi padre y tenía la misma mata de pelo rojizo, una llamarada de pelo de un intenso color que debía de ser el resultado de varios cientos de años de kilts y faldas al aire. Los mismos ojos azules, tan animados. La misma nariz recta y afilada de los McCaskill, con aquella misma tendencia a cubrirse de pecas. El mismo labio superior hundido, con la parte inferior del rostro que sobresalía hasta encontrarse con aquel y brindarle testarudo soporte; con la boca cerrada, tanto Alec como mi padre tenían esa mirada de mandíbula prominente que se lanza al encuentro de la vida como un arado. Sin embargo, que se parecieran no quería decir que fueran dos réplicas exactas y tengo para mí que, tan pronto como mi hermano y mi padre se encontraron en aquella misma habitación esa noche, aquella diferencia se hizo evidente. Mi padre nunca daba la impresión de ocupar tanto espacio como parecía exigir su envergadura, pero de alguna manera Alec ocupaba todo el espacio que le correspondía y un poco más. Ahora caigo en aquel detalle, en que Alec había empezado a adoptar esa postura que adoptan los cowboys de ir arrastrando los pies, las piernas y las rodillas separadas más de lo necesario, como si quisieran que el mundo supiera que les encantaría tener un caballo entre ellas con el que partir al trote. Alec trabajaba de jinete para el rancho de la Doble W. Se trataba de su segundo verano como ayudante y aquello había provocado cierto revuelo en la familia; me refiero a su vuelta a las labores de cowboy, en lugar de haber conseguido un trabajo mejor pagado, como trabajar conduciendo camiones para Adam Kerz, como mi madre le había sugerido con especial ahínco, pero durante todo aquel año Alec había hecho oídos sordos a muchas de las opiniones que mis padres tenían sobre aquella fase suya de cowboy. El último Cuatro de Julio, cuando Alec apareció vestido con ropa de rodeo, pañuelo rojo incluido, mi padre le preguntó: «¡Qué! ¿Se te ha enfriado la garganta?».

Tampoco es que uno pudiera machacar a Alec mucho tiempo. Ya les he contado que Alec cabalgaba siempre con la cabeza enhiesta, con esa actitud de nada-en-la-vida-me-ha-obligado-a-parar-aún. Quizá debería corregir este último punto y decir que, a caballo, Alec parecía cabalgar a lomos del mismísimo mundo. Incluso de pie como estaba en ese momento en la cocina daba la impresión de que alguien le estaba llevando exactamente allí donde quería ir. Yo supongo que en ese preciso instante podía decirse que así era: aquel año a Alec todo le iba a las mil maravillas. Llevaba saliendo con Leona más tiempo del que esta había estado saliendo con Earl Zane. Trabajaba de jinete para la Doble W ese verano en el que la hierba crecía verde y alta. Y en otoño pondría rumbo a Bozeman: Alec era el primer McCaskill que conseguía llegar a la universidad. Enviar a Alec a la universidad desde el cañón de la Depresión era un esfuerzo extraordinario y agotador para toda la familia, pero su habilidad para los números lo justificaba sobradamente. Ninguno de los nuestros tenía la menor duda de que en cuatro años Alec saldría de Bozeman bien formado como ingeniero mecánico. Sí, Alec era una persona de hechos, según decía la gente. Mi recuerdo más temprano de aquel hermano mío era el momento —yo debía de tener cuatro años y él ocho— en que me llevó a las praderas donde pastaban los caballos de montar de la estación forestal y me dijo: «Te voy a enseñar cómo se birla un caballo, Jick».

Se acercó con suavidad hasta el caballo más cercano, esperó hasta que el animal bajó la cabeza para pastar un poco de hierba y a continuación lo montó a horcajadas por el cuello. Cuando el caballo irguió la cabeza, levantó a Alec. Mi hermano fue resbalando cuello abajo hasta el lomo, al tiempo que se aferraba a las crines para sostenerse y guiar al animal. «Ahora ve a por esa mula», me dijo Alec. Me coloqué junto al animal, que seguía mascando, lo rodeé levantando la pierna como él había hecho y me fui elevando hasta estar montado sobre el animal a pelo, igual que mi hermano.

—Qué pasa, Jicker —me dijo Alec desde el otro extremo de la cocina después de haber saludado a mi madre y mi padre—. ¿Qué tal te trata la vida?

—Pues bien —respondí automáticamente—. ¿Qué tal, Leona?

Leona también era una entusiasta de los caballos o eso es lo que creo que se diría en estos tiempos que corren. Todos los años, cuando Tollie Zane celebraba su subasta de caballos recién domados en Gros Ventre, reclutaba a Leona para que los montara camino del ruedo de subastas; nada da más lustre a un poni de montar que una chica guapa. Pero en la cocina de mi madre Leona se comportaría con extremada dulzura, cosa que por cierto también se le daba de primera. Siempre que Leona aparecía en cualquier lugar se hacía una especie de pausa, se oía un largo suspiro —o dos, o incluso tres— en cuyo transcurso los presentes parecían sopesar si el pelo de Leona era en realidad tan rubio y si su figura estaría a la altura de lo que anunciaba a primera vista. En cierta ocasión me di cuenta de que tenía el mentón algo más puntiagudo de lo que suele gustarme, pero si mirabas a Leona el tiempo suficiente, cualquiera habría hecho caso omiso de eso y de más.

Sea como fuere, allí, en la cocina, se hizo aquella pausa durante la cual Leona fue posando su mirada lentamente sobre todos nosotros, hasta que Alec y mi padre se pusieron a paliquear sobre naderías.

—¿Qué, trabajando duro?

—Pues claro, papá. ¿Alguna vez me has visto hacer otra cosa?

—Es que apenas te he visto trabajar.

—Los de la Doble W bien que se aseguran de que no sea así. Ya sabes lo que se comenta: en la Doble W nadie se pone moreno, no tenemos tiempo.

… y mientras entre Leona y mi madre tenía lugar un ritual de cocina tan antiguo como las mujeres…

—¿Puedo ayudarla en algo, señora McCaskill?

—No, temo que esto ya no tenga remedio.

… hasta que al poco tiempo mi madre se sintió satisfecha de haber multiplicado suficientemente la comida frente a los fogones y anunció: «Espero que no os hayáis olvidado el apetito. Todos a la mesa».

Supongo que todo hogar precisa de alguna fórmula rutinaria para empezar a comer: he oído dar las gracias al Señor en los hogares más impensables por algunos de los alimentos más impuros; he visto a familias enteras no levantar ni un tenedor hasta que el patriarca, sentado a la cabecera de la mesa, tuviera el plato lleno y el pan bien untado de mantequilla, pero en nuestra casa solo dábamos gracias una vez cada trescientos sesenta y cinco días y además lo hacíamos como una broma. Aquello ocurría durante la invocación de mi padre en Nochevieja, con ese acento de erres tan marcadas propio de un predicador escocés que mi padre imitaba a la perfección: «En este día de Hogmanay te pedimos, Señorrrrr, un año nuevo de pan tierrrrrrno y nos libres del infierrrrrno».

Por lo demás, una comida en casa de los McCaskill podía empezar de cualquier manera, puesto que la única tradición consistía en servirse del plato que a cada cual le caía más cerca e ir pasando la comida en la dirección de las agujas del reloj.

—¿Qué tal te va arreando ganado? —Mi padre le estaba pasando el puré de patatas a Leona, pero miraba a Alec.

—No va mal. —Entretanto, Alec le ofreció salsa a Leona antes de darse cuenta de que ella aún no tenía patatas en el plato. Enrojeció ligeramente, pero sacó el mentón y preguntó a mi padre—: ¿Qué tal el trabajo de forestal?

Cuando mi padre era niño, una astilla que saltó del hacha le dio en la esquina del ojo izquierdo. Conservó la visión, pero aun pasado tanto tiempo el párpado se le entrecerraba siempre que alguna distracción le hacía bizquear levemente. Mientras mi padre estudiaba el tráfico de los alimentos que iban apilándose alrededor de Leona, el párpado fue cayendo. Y entonces lanzó su respuesta, dirigida a Alec: «No va mal».

A mí se me ocurrió la brillante idea de aportar algo a la conversación, así que decidí intervenir:

—Mañana empezamos el conteo, Alec. Primero las ovejas de Dode, luego las de Walter Kyle y luego las de Fritz Hahn. Papá y yo estaremos allí arriba en un par o tres de días. ¿Te acuerdas de aquella vez que tú y yo lo acompañábamos y Moxie, el perro pastor de Fritz, se puso a perseguir una mofeta y entonces…

Alec me devolvió una sonrisa algo más tirante de lo que correspondía a un hermano.

—Ten cuidado no te vaya a entrar sueño con tantas ovejas, retoño.

¿Retoño? Estaba claro que no había manera de saber qué podía salir de la boca de una persona cuando lo acompañaba una chica rubia de la que poder presumir delante de los demás y así se lo hice saber con la mirada que le lancé.

—Hablando del conteo —dijo Alec a continuación—, ¿ya habéis contado los castores? —Lo dijo para hacer rabiar a mi padre.

De vez en cuando, la oficina regional del Servicio Forestal en Missoula, pronunciado a la manera de mi padre Mazoola, «con acento en zoo», se inventaba algún nuevo proyecto que endilgar a los forestales. El más reciente que había llegado a nuestros oídos de boca de mi padre era el inventario que supuestamente tenía que elaborar de la población de castores del sector del bosque nacional en English Creek. «Dios todopoderoso —había gruñido—, este riachuelo es el Nueva York de los castores».

Ahora, sin embargo, con Leona a su vera —aquella era la primera vez que Alec la traía a comer y los demás miembros de la familia sabíamos que estaban en una fase temprana, una especie de alzamiento del telón según el cortejo propio de Alec—, mi padre se limitó a dejar pasar el censo de castores con un…

—No, estoy esperando a que me envíen las recomendaciones los de la oficina de Mazoola. A lo mejor quieren contar solamente las colas y luego multiplicarlas por uno, nunca se sabe.

Pero Alec no cedía.

—A lo mejor si les gusta tu aritmética aplicada a los castores, el verano que viene te ponen a contar peces.

—A lo mejor. —Mi padre le estaba dando a Alec más oportunidades para pavonearse de las que merecía, pero imagino que la presencia de Leona lo justificaba.

—¿Quién cocina esta semana en la Doble W? —Ahora, mi madre—. Leona, toma un poco más de jamón y pásaselo a Jick. Últimamente come como un regimiento. —Yo habría protestado de no ser porque mi plato estaba casi vacío y no quedaba ni pizca de jamón a la plancha.

—Una tal señora Pennyman —informó Alec—. Es de los alrededores de Havre.

—Así que ya va por Havre. Si Wendell Williamson sigue así, habrá contratado y despedido a todos los cocineros de aquí a Chicago. —Mi madre hizo una pausa esperando a que Alec respondiera, pero no lo hizo—. ¿Y? —le preguntó—. ¿Qué tal os da de comer?

—Bueno, te llena… —Daba la impresión de que la pregunta había descolocado ligeramente a Alec y me di cuenta de que Leona le lanzó una mirada más eléctrica de lo habitual.

—También llena el serrín —dijo mi madre, que esperaba un informe más prolijo.

—Ya, bueno… —tartamudeó Alec. Yo empezaba a preguntarme si lo de ser cowboy no le habría afectado a la inteligencia; a lo mejor la espina se le había subido a la parte del cerebro donde se aloja el sentido común—. Ya sabes. El típico papeo de rancho —entornó la cabeza en dirección a su plato en busca de una descripción más precisa y finalmente proclamó—: Yo más bien lo llamaría relleno.

—¿Y cómo va el negocio del suero de leche? —le preguntó mi padre a Leona, imagino que para desviar la conversación del círculo en el que se había metido Alec. Sus padres, los Tracy, regentaban la lechería de Gros Ventre.

—Muy bien —respondió Leona con una rápida sonrisa. Parecía estar a punto de decir mucho más, pero justo entonces nos brindó esa sonrisa: una sonrisa para mi padre, otra para mi madre y a continuación otra para mí que me atenazó ligeramente la garganta, para después posar su última y más cálida sonrisa en Alec. Tenía una habilidad natural para responder con gracia e iluminar la estancia, de tal manera que a uno le daba por pensar que sus palabras querían decir mucho más de lo que en realidad decían. Envidio esa habilidad, si bien yo mismo, si la tuviera, jamás tendría la paciencia requerida para ponerla en práctica.

Los tres miembros de la familia, sin contar a Alec, aún estábamos intentando acostumbrarnos a la idea de que existiera Leona. Todas las novias anteriores de mi hermano procedían de las familias rancheras de la zona, oriundas de las montañas o de las granjas al este de Gros Ventre. Leona no había estado disponible en los últimos años, teniendo en cuenta que desde muy joven había empezado a salir con Earl, el hijo de Tollie Zane, pero la primavera anterior, durante el último curso de Alec en el instituto y el penúltimo de Leona, Alec se las apañó para que Earl Zane desapareciera del mapa. «¡Mira que cambiar un cowboy por otro! Más le valdría haberse quedado como estaba», comentó mi madre por aquel entonces, por lo demás levemente preocupada por las intenciones de Alec de volver a su trabajo de verano en la Doble W.

—Bien, supongo —dijo Alec respondiendo a alguna pregunta de mi padre sobre el éxito de la temporada de parición en la Doble W.

Cómo va esto, cómo va lo otro, va bien, no va mal y que lo digas. A pesar del atractivo escénico que ofrecía la presencia de Leona, si aquel era el nivel de sociabilidad que íbamos a tener que soportar, yo tenía la intención de excusarme en cuanto me fuera posible para volver a preparar mi silla. Pero justo en el momento en el que intentaba calcular si podría convencer a mi madre de que me sirviera anticipadamente un trozo de pastel de merengue con sirope de caramelo o si, por el contrario, me vendría mejor esperar un ratito, Alec golpeó la mesa con el tenedor y dijo sin rodeos:

—Tenemos algo que deciros. Nos vamos a casar.

Aquello nos dejó a todos perplejos.

Mi padre parecía haberse olvidado del sorbo que acababa de darle al café, mientras que mi madre tenía la misma mirada que si Alec hubiera anunciado que tenía intención de ponerse a orinar en mitad de la mesa. Alec intentaba mirarlos a ambos a la vez y Leona nos brindaba sus favores a todos con una de sus sonrisas estelares.

—¿Y eso?

Ni siquiera yo sé por qué dije aquello. Quiero decir, yo ya era lo bastante mayor como para saber por qué se casaba la gente. Últimamente había ratos en los que, mirando a Alec y Leona tonteando juntos, parecía más espabilado en cuestiones sobre las que en realidad no tenía tanta información.

Centrado como estaba Alec en cómo responderían mis padres, tan filosófica pregunta proveniente de mi lado de la mesa lo puso de los nervios.

—Porque… porque estamos… Pues porque nos queremos, ¡por qué te crees si no!

—Es un poco pronto para estar tan seguro de eso, ¿no crees? —sugirió mi padre.

—Ya somos lo suficientemente mayores —gritó Alec. Y entretanto me lanzó una mirada asesina de serpiente, como si yo estuviera a punto de preguntar «lo suficientemente mayores para qué», pero sinceramente no tenía intención de hacerlo.

—¿Y cuándo va a celebrarse la boda? —consiguió decir mi padre.

—Este otoño. —Alec parecía preparado para seguir hablando, pero se contuvo y finalmente se limitó a soltarlo todo de una vez—. Wendell Williamson nos dejará la casa de los Nansen para vivir.

Así que le correspondía a mi madre ir al grano.

—¿Quieres decir que os quedaréis en la Doble W este otoño?

—Sí —dijo Alec, como si estuviera haciendo una promesa—. Eso es lo que quiero hacer.

Había una parte de aquella conversación que nadie estaba mencionando y que era importante, mucho más importante que cualquier otra cosa de la que se hubiera hablado jamás en nuestra cocina: el dinero para enviar a Alec a Bozeman que mis padres habían ido ahorrando de aquí y allá como si fueran retales de un edredón; los ahorros que nuestra familia se había apañado para ir apartando, además del préstamo de Pete Reese, el hermano de mi padre, y un trabajo a tiempo parcial que mi padre tenía listo para Alec en la universidad con un profesor de gestión forestal que nos conocía por haber pasado algún tiempo aquí estudiando en el Two, además, naturalmente, del salario estival de Alec, otra de las razones por las que la elección de un trabajo como jinete en la Doble W a treinta dólares al mes no era precisamente del agrado de mis padres. ¡Dios todopoderoso!, hasta mi propio salario de la recogida del heno que recibiría aquel mismo verano iría a parar al fondo común de la casa, así que yo también sentía que me jugaba mucho en el plan de Bozeman. Y allí estaba Alec diciendo que había decidido no ir a la universidad. Contrariando todas las expectativas que se tenían de él. Contrariando…

—Alec, Terminarás Siendo Nada Más Que Un Cowboy Derrengado Con Ansias de Conocer Mundo y, en lo que a mí respecta, Yo No…

Guiado más por un instinto de buen samaritano que por el sentido común, mi padre desvió la conversación de mi madre con otra pregunta dirigida a Alec:

—¿Cómo vais a manteneros con un sueldo de vaquero?

—Vosotros dos lo hicisteis al principio.

—Cierto, y casi nos morimos de hambre.

—Nosotros de hambre no. —También la gramática de Alec parecía estar adoptando la manera de hablar propia de los cowboy’s—. Wendell me dará un adelanto para comprar unas novillas este otoño y pasarán el invierno con el resto. Nos dará para empezar.

A mi padre por fin se le ocurrió posar su taza de café.

—Alec, vamos a no despelotarnos y a mantener la calma… —qué extraño puede llegar a ser el lenguaje: justo entonces me asaltó la visión de todos sentados alrededor de la mesa con las camisas quitadas, con Leona sentada frente a mí desplegando todo su arsenal—… e intentemos diferenciar unas cosas de otras.

—Yo no veo que haya que diferenciar nada de nada —dijo Alec—. La gente se casa todos los días.

—También todos los días sale el sol —le respondió mi madre— sin que tú tengas mucho que decir al respecto.

—Mamá, maldita sea, escucha…

—Será mejor que escuchemos todos —volvió a intentarlo mi padre—. Leona, no tenemos nada contra ti. Ya lo sabes. —Y eso no era del todo cierto en ambos puntos. Leona respondió con una sonrisa gacha—. Es solo que… Alec, estos últimos años la cría de ganado ha llevado a la gente a la ruina una y otra vez. Esa forma de vida ha cambiado. Incluso en la Doble W estarían pasándolo mal si el papaíto de Wendell Williamson no le hubiera dejado semejante herencia. Me parece imposible que alguien arranque de cero en el negocio de las vacas y pueda labrarse un futuro.

Alec era como cualquiera de nosotros: se resistía a dar su brazo a torcer.

—Mucho mejor será tenerme correteando con las ovejas en una de tus parcelas, ¿verdad? Mira, algo verdaderamente importante a lo que aspirar según tú: criar ovejas.

Mi padre parecía pensativo.

—No, seguramente ese no será tu caso. Para criar ovejas hace falta un poco de sentido común —lo dijo con la suficiente suavidad como para que Alec se lo tuviera que tomar a broma, pero la frase era de una ligereza que pinchaba—. Alec, simplemente creo que para cualquier maldita cosa que hagas en estos tiempos te harán falta estudios. Esa antigualla de ganarse el pan en estas tierras a base de fuerza bruta no funciona. Lleva sin funcionar casi veinte años. Esta tierra puede matar a golpes a cualquiera. Míralos, mira a la gente que vive a orillas de este río, incluso a los criadores de ovejas. Hahn, Ed Van Bebber, Pres Rozier, los Busby, Dode Withrow, Finletter, Hill. Apenas han conseguido subsistir y son de los tipos más decentes que te puedes encontrar en todo el maldito estado de Montana. ¿Te crees que alguno de ellos habría podido empezar ahora, con los años que hemos tenido últimamente?

—El año pasado fue mejor que el anterior —se defendió Alec con aquella letanía propia de los optimistas del lugar—. Y este parece aún mejor.

Vi cómo mi padre le lanzaba una mirada a mi madre para ver si ella quería aplastar el razonamiento de Alec o si, por el contrario, debía continuar. Incluso yo sabía por la mirada reservada de mi madre que una vez que empezara, no pararía, así que mi padre prosiguió.

—Y si vienen otros cinco años buenos, todo el mundo estará más o menos donde se encontraban hace quince o veinte años. Alec: intentar ganarse la vida con un puñado de cabezas de ganado es un callejón sin salida en estos tiempos que corren.

—Papá… Papá, escucha. No estamos empezando hace quince o veinte años. Estamos empezando ahora y nos tenemos que guiar por eso, no por el demonio de lo que ocurriera a… a los demás.

—Empezaréis desde el fondo de un agujero —le advirtió mi padre—. Y tardaréis una eternidad en salir de él.

He dicho que le advirtió. Lo que me alertó a mí fue una alarma distinta a la que sonaba en las palabras de mi padre, un tono de voz férreo y airado que jamás le había oído hasta entonces.

—Lo mismo me da —el timbre de voz de Alec era un eco de aquella ira, un eco de aquel tono férreo—, pero tenemos que empezar. —Alec miraba a Leona como si estuviera preparándose para los próximos mil años—. Y lo vamos a hacer casados. No vamos a esperar toda la vida.

Si alguna vez alcanzo la edad necesaria para tener algo de sentido común, me esmeraré en entender esta cuestión de hombres y mujeres.

Todos esos años atrás esa misma cuestión cabalgó conmigo desde la mañana siguiente, cuando mi padre y yo partimos de la estación forestal hacia las montañas. Era un día frío pero despejado, bastante pasable salvo por el viento. Yo tendría que haber estado contentísimo, de un contento subido por la anticipación que siempre empezaba con las palabras que mi padre pronunciaba año tras año: «Ponte ropa de montaña por la mañana».

Acompañar a mi padre en una de estas cabalgadas de comienzos de junio para contar las ovejas que iban a pasar el verano en las parcelas del bosque nacional que tenían asignadas los rancheros era uno de los episodios más esperados de mi vida. No podía pedir un paisaje mejor para aquel viaje. Kootenai, Lolo, Flathead, Absaroka, Bitterroot, Beaverhead, Deerlodge, Gallarín, Cabinet, Helena, Lewis y Clark, Custer, Two Medicine: esos eran los bosques nacionales de Montana, en total varias docenas de distritos forestales. Pero en nuestra propia estimación Two Medicine reinaba sobre los demás y el distrito de English Creek asignado a mi padre era el más importante de todos. Cualquiera que tuviera ojos podría verlo al instante, puesto que nuestra excursión nos llevaría montaña arriba a orillas del North Fork, el afluente del English Creek, que en realidad forma un recodo en el oeste y el noroeste entre Roman Reef y Rooster Mountain hasta su nacimiento, donde la quebrada de North Fork se abría ante nuestros ojos, allí donde las primeras cumbres de las Rocosas se aposentaban en el horizonte como formidables pedruscos afilados. Solo cuando tras aproximadamente una hora a caballo traspasamos el filo occidental de la quebrada pudimos ver las montañas, con sus enormes bases atestadas de madera y rocas derrumbadas aferradas a la falda. Y aquellos acantilados rocosos. Ante nosotros, Roman Reef, una hilera rocosa de casi mil metros de altitud y más de cuatro kilómetros y medio de largo. Grizzly Reef era todavía más grande, más al sur, y Jericho Reef, de menor tamaño, al norte. Me pregunto si en otras partes del mundo se conocen estos acantilados rocosos. Imagino que reciben ese nombre porque destacan en el paisaje como esos afloramientos al borde del océano, crestas pedregosas que ofrecen un ejemplo de serenidad a las olas. Salvo que en este caso el oleaje no son las olas del mar sino la Divisoria Continental que se recorta contra el cielo. Dejando a un lado el nombre, separados como estaban entre sí por los cañones que los atravesaban y los peñascos recortados que se dibujaban detrás, aquellos tres acantilados me recordaban a las secciones de alguna muralla, como si todo el horizonte al oeste se hubiera parapetado tras una barricada rocosa y estos acantilados fueran los imponentes restos que aún quedaban en pie. No debo de haber sido el único en tener semejante ocurrencia, puesto que una barrera de acantilados aún más larga situada más al sur en el bosque nacional recibía el nombre de Muralla China.

El horizonte del Two. Incluso al comienzo de la cabalgada, esa sensación siempre hacía que mi padre se girara y nos gritara a Alec y a mí por encima del hombro: «No está nada mal, ¿eh?». Y Alec y yo siempre le respondíamos a coro: «Nada mal», tanto por ser lo que se esperaba de nosotros como porque también nosotros saboreábamos aquellas montañas que nos esperaban.

Aquel año, sin embargo, ese siempre no tuvo lugar. Mi padre no se detuvo para opinar sobre el paisaje, yo no tuve oportunidad de responderle y Alec… aquel año, Alec estaba en nuestra mente en lugar de estar cabalgando entre ambos.

Así pues, nuestra primera incursión camino arriba por North Fork se vio interrumpida únicamente por el sonido de los cascos de nuestras monturas o por alguno de los dos farfullando el nombre de algún caballo y espoleando al animal para que fuera a paso más ligero. Incluso aquellas exhortaciones eran bastante sosas: en lo que a la nomenclatura equina se refiere, la imaginación de mi padre estaba de vacaciones. Invariablemente llamaba a los caballos negros Carbonero y a los blancos Bola de Nieve. Aquella mañana montaba un caballo castrado enorme de color ratón que, cómo no, recibía el apelativo de Ratón. Yo iba a lomos de una yegua paticorta llamada Poni. Francamente, una de las principales esperanzas que yo tenía en esto de hacerme mayor era que de todo aquello saldría a lomos de un caballo mucho más robusto. Cuando eso ocurriera, si es que llegaba a ocurrir, me prometí darle a la criatura un nombre como Dios manda, como por ejemplo Montura de Fuego, Gran Jefe Joseph o Acocote.

Ya fuera porque yo andaba pensando en las esperanzas que tenía puestas en mi futuro caballo o porque la ausencia de Alec en el arranque de aquella expedición de conteo me pesaba más de lo que yo era consciente es algo que no podría decir, pero en cualquier caso estaba tan ensimismado en mis pensamientos que me sorprendí al mirar al frente y ver que Ratón y mi padre se habían detenido y que mi padre me lanzaba una ojeada para ver qué había sido de mí.

Le di alcance y vi que habíamos llegado a un punto en el que un sendero lleno de surcos —siendo generosos podría incluso haber recibido el nombre de camino— salía de la carretera de North Fork y cruzaba la quebrada y el río para seguir cuesta arriba por Breed Butte, hasta un lugar desde donde podían verse un puñado de edificaciones de troncos.

Normalmente mi padre me habría recibido con alguna broma advirtiéndome que me iba a quemar los globos oculares como siguiera yendo por ahí dormido con los ojos tan abiertos, pero aquel día mi padre había adoptado un aire severo, el aire que adoptaba cuando no podía encontrar otro mejor.

—¿Qué te parece si le echas un ojo a lo de Walter? —me propuso—. Puedes atajar por el otero y encontrarte conmigo en el camino que va a la tribu de los Hebner.

—De acuerdo.

Obligué a Poni a dar la vuelta para que siguiera las huellas cuneta abajo por North Fork. Walter Kyle pasaba todos los veranos en las montañas pastoreando sus propias ovejas, así que mi padre, siempre que pasaba por allí, se desviaba para comprobar que todo estaba bien en el rancho vacío. Aquella era la primera vez que había delegado aquella tarea en mí, lo que corroboraba lo preocupado que estaba (¿le preocuparía también la cuestión de los hombres y las mujeres o solamente la concerniente a Alec McCaskill y Leona Tracy?). Aquello indicaba, además, que quería pasear solo un rato para pensar.

En cuanto mi padre hubo emprendido su camino y yo ya empezaba a ascender por Breed Butte, giré hacia el oeste en dirección a Roman Reef, me toqué el ala del sombrero en ademán de saludo y hablé en ese tono lento y distinguido que se utiliza con las personas sordas: «Hola, Walter. ¿Cómo van las cosas allí arriba, en el acantilado?».

Desde los pastos estivales de Walter Kyle, allí arriba en las montañas, a unos ocho kilómetros del lugar donde yo me encontraba sobre Roman Reef, Walter podía vislumbrar con su catalejo su casa y los edificios colindantes de Breed Butte. Pequeños, pero se veían. Walter nos había enseñado a Alec y a mí este prodigio de la visión un día en que le subimos el correo, durante el conteo del verano anterior. «Aquí tenéis —nos dijo dándonos la enhorabuena mientras nos turnábamos para extender el tubo del telescopio y ver las manchas de los edificios—. Podéis ver hasta donde os alcance la vista». El entusiasmo de Walter hacia el Two era propio de una persona recién enamorada, pues aunque fuera el más anciano de los rancheros de todo English Creek —a mí por aquel entonces me parecía directamente un vejestorio, en parte supongo porque era uno de esos tipos resecos y bajitos que parecen eternos—, había sido el último en llegar a la zona. Tan solo hacía tres o cuatro años, Walter se había mudado aquí procedente del llano del condado de Ingomar, en la parte sureste del estado, donde estaba a cargo de varios rebaños de ovejas. Hasta entonces nunca había oído hablar de un sistema parecido y tampoco he vuelto a oírlo desde entonces, pero Walter y varios pastores escoceses, todos ellos solteros empedernidos, vivían en el hotel de Ingomar y se hacían cargo de aquellos rebaños de su propio bolsillo. Ni uno solo de ellos era dueño de un rancho de verdad, tan solo de tierras de pasto con las que se habían hecho vete a saber de qué manera, además de carromatos para sus pastores y, naturalmente, ovejas y más ovejas. Una vez a la semana aquellos viejos escoceses partían del hotel con cajas llenas de comida en el maletero de un Modelo T. Por la razón que fuera, Walter abandonó aquel negocio de potentados ovejeros de hotel. Mi padre conjeturaba que una mañana Walter se había vuelto hacia el escocés que estuviera en ese momento sentado a su lado a la mesa y había dicho con su acento de erres marcadas: «Escocés, llevas trrrrrreinta años haciendo mucho rrrrruido cuando sorrrrrbes las gachas de avena». Se había levantado y se había marchado sin más. Y después había comprado la vieja finca de los Barclay, aquí, en Breed Butte, casi regalada.

Poni cabalgaba con dificultad por el otero, con ese paso regular e insulso tan suyo, y a mí no me quedaba otra que proseguir mi conversación a larga distancia con Walter. Cabía la posibilidad de que Walter estuviera mirando exactamente hacia ese punto, pero si así fuera yo no sería más que un diminuto mosquito en el catalejo, en absoluto un interlocutor al que le pudiera leer los labios. Seguí adelante y lancé mi pregunta en dirección al acantilado en la distancia: «Walter, ¿cómo demonios termina la gente enfadándose tanto?».

Porque el jaleo de la víspera seguía desconcertándome desde cualquier punto de vista. En primer lugar me preocupaba aquella tendencia de Alec y mis padres a discrepar. Quizá a posteriori no parezca tan catastrófico que Alec optara por la universidad o por una combinación de anillo de casado y un trabajo de vaquero, pero cuando miramos atrás lo hacemos siempre a través de unos prismáticos: los detalles se ven con ojos de miope y nunca vemos el todo. En esta ocasión todo se reducía a que mi padre y mi madre albergaban grandes esperanzas para mi hermano y más teniendo en cuenta lo mucho que ellos y otras personas de su generación habían sufrido hacía unos años, aquellos años de la Depresión a los que habían sobrevivido repitiéndose constantemente: «Nuestros hijos conocerán tiempos mejores. No queda otra». Esa clase de esperanza que solo un padre puede conocer. Que Alec pareciera no querer dar un paso adelante en la vida, ahora que la oportunidad al fin se había presentado, iba tan en contra del modo de pensar de mis padres como si mi hermano hubiera dicho que se iba a ir a la pradera a excavar un hoyo y hacer vida de ardilla.

Walter Kyle había vivido lo suyo; su bigote, que en su juventud debió de tener un tono arenoso, era ahora de un amarillo tan blancuzco como si se hubiera bebido un tarro de nata. «¿Tú qué crees, Walter? En tu experiencia, ¿es Alec tan memo como cree mi familia?». En lugar de la longeva perspectiva escocesa de Walter sobre la vida, la respuesta que recibí fue la visión también escocesa pero más breve de mi padre, el razonamiento que había seguido la noche anterior con Alec:

—¿Por qué no pruebas un año la universidad y ves qué tal? Tienes capacidad suficiente, sería un crimen no aprovecharla. Y Bozeman no es la Luna. Podrás ir y venir varias veces a lo largo del año. Los dos veríais si queréis seguir adelante con la idea del matrimonio.

Pero Alec no iba a dejar que nadie le robara el tiempo.

—No vamos a esperar toda nuestra vida —era su respuesta.

«Nuestra vida»: aquella convergencia de Alec y Leona y el temerario entusiasmo con el que vivían su romance y que ninguno de nosotros había visto. Son cosas que pasan. Dos personas que se conocen desde hace tiempo y que, de repente, descubren que están inventando el amor, que nadie antes se ha enamorado jamás en el curso de la historia. Pero aun cuando yo quisiera poner todo mi esfuerzo en entenderlo, no alcanzaba a comprender su disposición, puesto que por aquel entonces el matrimonio me parecía tan lejano como la muerte. Tampoco comprendía demasiado el punto de vista de Leona; sí, iba a decir de Leona y de mis padres, pero en realidad me refería al de Leona y el de nosotros tres, como si de alguna manera me sintiera incluido en aquel deleite que inundaba la estancia cada vez que ella aparecía. Leona, Leona. «He ahí un tema sobre el que no me importaría lo más mínimo hablarte, Walter». Aunque quizá un soltero no fuera el interlocutor más sensato para mantener una conversación como aquella. Quizá, como suele decirse, el viejo Walter Kyle supiera de mujeres lo justo para estar inmunizado contra ellas. En cualquier caso, con todo el cuidado y la buena voluntad, yo intentaba analizar nuestra situación familiar sin desviarme lo más mínimo, pero Leona me obligaba a tomar una curva cerrada. Sin ser la mayor, una de las maravillas de la noche anterior fue lo firme que Leona se había mantenido con tan solo un par de sinceras frases. Cuando mi padre y mi madre estaban intentando convencer a Alec de que retrasara sus planes y se volvieron a mirarla para comprobar el efecto de sus palabras, ella se limitó a decir:

—Yo creo que estamos lo suficientemente preparados.

Y ya cuando el altercado llegó a su fin, antes de salir por la puerta, Leona se giró para conceder a mi madre una de sus luminosas sonrisas y le dijo:

—Gracias por la cena, Beth.

Y mi madre respondió, con estas mismas palabras:

—No hay de qué.

La conclusión última de lo ocurrido la noche anterior era lo más inquietante de todo. La ruptura entre mi padre y Alec. Me preocupaba tanto que ni siquiera podía fingir confiárselo a Walter allá arriba en Roman Reef. La perspectiva de recibir por respuesta un silencio pétreo era más de lo que yo podía soportar, porque si hubiera tenido que hacer un pronóstico, digamos que más o menos sobre el punto en el que Alec se disponía a anunciar sus intenciones matrimoniales, mi madre era la más indicada para poner fin a aquella discusión. Era lo más lógico. Así eran las cosas con mi madre. Y naturalmente que ella había dejado su opinión más que clara en lo que a la universidad y el matrimonio se refería, pero la conclusión triunfal a aquella cena fue al cien por cien típica de los varones McCaskill: «Se ha acabado eso de que lleves las riendas de mi vida», le espetó Alec a mi padre mientras abandonaba la cocina a grandes zancadas arrastrando a Leona tras de sí, y un «nadie las lleva, ni siquiera tú» de parte de mi padre pronunciado a espaldas de Alec.

Se acabó eso de que lleves las riendas de mi vida. Nadie las lleva, ni siquiera tú. Dichas así, desapasionadas, aquellas palabras sonaban como algo definitivo: el instante en que una discusión se convierte en silencio, ese punto en el que el desacuerdo no da para más. Pero ahora sé, y de alguna manera lo supe incluso entonces, que la fractura de una familia no es algo que ocurra de forma limpia y repentina para que al menos puedas saber cuándo las cosas empiezan a torcerse. No. Sucede como una de esas fracturas de hueso tan malas, un hueso que se astilla. Se puede arreglar, entablillarlo y tratar de reforzarlo y, si bien aparentemente parece estar igual que antes, la amenaza de esa fractura siempre está presente y termina siendo un punto que requiere todos nuestros cuidados.

Así pues, aun cuando no entendiera buena parte de lo que tan abruptamente estaba ocurriendo en el seno de nuestra familia, al menos sí era consciente de que las desavenencias de la víspera estaban lejos de desaparecer.

Pensar tanto acelera de alguna manera el tiempo. Cuando me quise dar cuenta, Poni ya se había detenido ante la verja de alambre que daba paso al jardín de Walter Kyle. La até a la valla, dejé las riendas largas para que pudiera pastar y me colé entre las dos filas superiores del cercado.

En casa de Walter todo parecía ir divinamente, pero para asegurarme di una vuelta al cobertizo de herramientas, a la cabaña de troncos que hacía de granero y al cobertizo donde Walter guardaba su viejo cupé Reo Flying Cloud. Después me dirigí a la entrada de la casa y saqué la llave de detrás de la rendija suelta donde estaba escondida.

La casa estaba tranquila. Tampoco es que hubiera demasiadas cosas que invitaran a romper la tranquilidad. Aparentemente Walter seguía haciendo gala de los modestos hábitos que acompañan a la vida en un hotel. Además de los muebles —escasos, exceptuando la mesa de la cocina y las sillas con respaldos de lo más variopintos— y las estanterías al desnudo para las provisiones y la cocina, los únicos toques que daban a entender que la casa estuviera habitada eran un calendario de farmacia y una hilera de abrigos colgados de clavos, además de una fotografía de estudio enmarcada en la que se veía a un Walter jovencísimo ataviado con una túnica y un gorro de piel: después de salir de Escocia y antes de llegar a Montana, había sido miembro de la policía montada de Canadá en Alberta.

En conjunto, y salvo por ese olor a rancio que desprenden las estancias deshabitadas, no me habría sorprendido si Walter hubiera aparecido de repente para ir a pescar cerca de alguna presa de castores en North Fork. Bastaba con echar un buen vistazo por la casa. Aun con todo, permanecí allí haciendo inventario unos minutos. No sé por qué, pero las casas vacías me atraen. Como si fueran un libro abierto que nos hablara de la persona que vive allí. Un análisis detenido de aquella estancia agrietada de troncos daba a entender que Walter Kyle era un hombre frugal, ordenado hasta el extremo de resultar maniático y solitario.

Por último, aunque solo fuera por hacer circular el aire de la estancia con algunas palabras, pronuncié en voz alta la conclusión de aquel monólogo que había mantenido con el pequeño pastor bigotudo allá arriba en el acantilado: «Walter, ¡qué bien te habría venido una esposa!».

Poni y yo atajamos siguiendo por la falda de Breed Butte. Desde allí podíamos cruzar el campo de Walter para alcanzar el lugar donde nos reuniríamos con mi padre en la carretera de North Fork. Ahí arriba, desde lo alto de la quebrada de North Fork, la vista era más abrupta: las montañas se veían ahora más arrugadas, las colinas descollaban a nuestros pies y se veía Roman Reef con su amplia empalizada de roca desnuda entre ambas. Por aquellos lares el paisaje se tornaba cada vez más bello y eso en Montana quiere decir que se hace más hostil al asentamiento. Desde aquel terreno escarpado, el rancho de Walter Kyle era el único que quedaba a mis espaldas entre ese punto y la estación forestal de English Creek.

El viento parecía ser de la opinión de que incluso un solo rancho era demasiado, porque soplaba desde el oeste y golpeaba con fuerza todo lo que había en la propiedad de Walter, incluyéndome a mí. Yo cabalgaba agarrándome el sombrero con una mano, so pena de salir volando North Fork abajo, rumbo a Saint-Louis. Del gran número de cuestiones de las tierras del Two que jamás he sido ni seré capaz de comprender —no basta con una vida—, una de las principales es por qué en un paisaje plagado de colinas, oteros y bancales, una persona está tan pocas veces protegida del maldito e imperecedero viento. Acabas desquiciándote cuando ves que el viento del Two intenta convertir tu costillar en una armónica.

Les hablaba de las tierras del Two. Debo aclarar que para nosotros el término se refería tanto al paisaje circundante —eso es lo que un nativo de Montana quiere decir cuando habla de «tierras»— como al bosque nacional del que formaba parte el distrito de mi padre. En aquellos tiempos los mil quinientos kilómetros cuadrados del Bosque Nacional Two Medicine se dividían en solo tres distritos forestales: English Creek; Indian Head, al oeste de Choteau, y Blacktail Fulch, allá abajo en Sun River, en el extremo sur del bosque. En realidad solamente el área situada más al norte del territorio de mi padre dentro del Bosque Nacional Two Medicine guardaba alguna relación con el río Two Medicine o con el lago Two Medicine: la vecindad donde el bosque se une a la frontera sur del Parque Nacional Glacier y encaja en él, como puede apreciarse en un mapa, como una península alargada situada entre el parque, la Divisoria Continental y la reserva india de los pies negros. Así pues, siendo fieles a la realidad, Two Medicine como tal, es decir, el río, no está a la vista de prácticamente ninguna zona del Two. Como ocurre con la mayoría de corrientes de agua de esta región, el río nace en las Rocosas, pero después el Two Medicine abre inmediatamente un cañón de considerable tamaño al este que cruza las llanuras, hasta encontrarse con el río Marias y finalmente desembocar en el Misuri. Casi podría decirse que va abriéndose camino horadando la pradera. Es el mero soniquete de esas dos palabras, Two Medicine, lo que ha llevado el nombre hasta el sur atravesando las montañas por espacio de cuarenta y ocho kilómetros hasta llegar a English Creek. Yo he oído contar que antaño los pies negros construyeron la tienda del curandero —el lugar destinado a sus ceremonias sagradas— dos años consecutivos en uno de sus parajes favoritos del río. Desde allí podían provocar una estampida de búfalos que les permitía llevar a los animales hasta unos acantilados cercanos. El nombre había perdurado desde la construcción de aquella tienda. Sea como fuere, en Two Medicine se quedó y a mí siempre me ha parecido una expresión muy interesante.

Mi padre estaba esperando en otro desvío lleno de surcos en la carretera de North Fork. Esa carretera tenía tantas marcas, algunas de ellas de la época de los grandes carromatos, que se asemejaba a una especie de trenza gigante que cruzara los pastizales. Mi padre apartó la mirada de los surcos entretejidos y la volvió hacia mí, para preguntarme:

—¿Todo bajo control en casa de Walter?

—Ajá —afirmé yo.

—Muy bien. —Su ademán serio se había ido apagando hasta transformarse en una cara de tristeza—. En marcha. —Y pusimos rumbo a casa de los Hebner, adentrándonos en aquella maraña de marcas en el camino.

Daba igual a qué hora del día te acercaras a aquel lugar: la casa de los Hebner daba siempre la impresión de que acababa de ser demolida y de que el equipo de demolición estaba haciendo una pausa para fumar. Un ejército de carretas abandonadas, chasis de coches y decrépitas máquinas agrícolas —y eso que «Buenayuda» Hebner no cultivaba más que un huerto— andaban por ahí tirados, entre los viejos edificios marrones. La bodega donde se conservaban las verduras estaba medio derruida, del cobertizo para herramientas solo quedaba la mitad del tejado y el granero se tambaleaba. En resumen, en casa de los Hebner no funcionaba prácticamente nada, excepto la gravedad.

Entramos y justo delante del granero vimos una yegua zaina de aspecto resignado con dos de los pequeños Hebner subidos a ella a horcajadas y balanceándose hacia atrás. Los dos muchachos subidos a lomos de la montura debían de ser Roy y Will, o quizá fueran Will y Enoch; incluso puede que fueran Enoch y Curtis. Eran tantos y tan parecidos que no había manera de distinguirlos, a menos que pasaras todos los días entre ellos.

Lo retiro. Ni siquiera el hecho de verlos a diario era necesariamente una guía infalible en aquel quién es quién, porque todas las caras de los Hebner rimaban. No sé de qué otro modo expresarlo. La frente de todos los Hebner era una réplica exacta de la versión ancha y arrugada en medio de Buenayuda, una pálida extensión huesuda centrada con una especie de diminuto barranco que iba ensanchándose a medida que bajaba por el rostro, como si la nariz fuera creciendo en avalancha a partir de ese punto. Cruzando la mayor parte del lado izquierdo de aquella frente dividida, una madeja de pelo caía pesadamente formando un ángulo sinuoso. El efecto era como si todos los varones de la familia Hebner llevaran puesto uno de esos parches que suelen verse en los dibujos de piratas, solo que un poco más elevado. Desde aquella frente los rostros de todos los Hebner iban menguando hacia un breve derrape en forma de nariz, una boca estrecha y un mentón redondeado y pequeño.

La pareja de jinetes se quedó mirándonos fijamente desde el otro lado del patio. Aquello de mirarte fijamente como si fueras una nueva especie sobre la faz de la tierra era otra de las cualidades de los Hebner. Mi padre tenía una teoría no del todo irónica para explicarlo: «Han comido todos tantísima carne de venado que se les han puesto ojazos de ciervo», porque era cierto que allí arriba, en algún lugar entre el pinar que se abría detrás de las construcciones de los Hebner habría seguramente un saco colgado de alguna rama. El fondo del saco estaría reposando sobre un barreño lleno de agua y, dentro del saco, agradablemente refrescado por la humedad que se colaba a través de la arpillera, habría un cuarto trasero o dos de carne de venado. A Buenayuda Hebner le gustaba su venado igual que los huevos: escalfados.

—En realidad, no me importa que Buenayuda mangue un ciervo de vez en cuando —solía decir mi padre—. Esos críos tienen que comer. Pero cuando ese vago hijode… empieza con su maldita deberíagrafía suya, como debería haber sido esto, debería haber hecho aquello otro…

—¡A las buenas, forestal! ¡Hola, Jick!

Yo no sé mi padre, pero a mí aquella ráfaga de palabras que salieron de la nada me sobrecogió un poco. El saludo no había salido de boca de los muchachos que nos miraban subidos a la yegua sino desde detrás de la puerta con rejilla que daba entrada a la cabaña de troncos.

—Debería haber estado atento. Os habría visto venir y os tendría preparado un poco de café.

—Gracias de todos modos, Garland —dijo mi padre, que llevaba años escuchando el protocolo de Buenayuda Hebner y aún no había visto que de allí saliera ni una taza de café ni media—. Solo venimos a dejaros unas tartas que Beth tenía preparadas.

—Se hará lo que se pueda para dar buena cuenta… —El alboroto que se armó delante del granero interrumpió a Buenayuda. El muchacho que estaba sentado más adelantado encima de la vieja yegua había empezado a golpearla a porrazo limpio con las riendas y el que estaba sentado detrás golpeaba al animal en las costillas con todas sus fuerzas mientras gritaba: «¡Arre, maldito caballo, arre!».

—¡Arre, demonios! —Buenayuda soltó un aullido desde el otro lado del patio. De Buenayuda se decía que era capaz de hablar con un volumen de voz que te obligaba a dejar cualquier cosa que estuvieras haciendo—. Vosotros dos, ¡arreando fuera de ahí ahora mismo y a por esa maldita pila de troncos a la de ya!

Nos quedamos observando el efecto de aquellas palabras sobre los aspirantes a jinete. Cuando vimos que la pareja se limitaba a redoblar sus esfuerzos sobre la desvencijada yegua, Buenayuda volvió a dirigirse a mi padre a través de la rejilla:

—Tendría que haber cogido a esos dos y haberlos ahogado con la última camada de gatitos. ¡Mira qué comportamiento! No sé qué les pasa a los críos de ahora.

Y con aquella reflexión tan profunda, Buenayuda atravesó la puerta en dirección a la ruinosa traviesa que hacía las funciones de escalón en casa de los Hebner. El propio Buenayuda Hebner parecía tan destartalado como su casa. Era un hombre alto pero barrigudo; solía llevar uno de los tirantes de su peto deshilachado y colgando, aquel rostro en pendiente aún más pálido si cabe por efecto de un triángulo de pelo gris blancuzco que misteriosamente nunca llegaba a convertirse en un bigote de verdad. Garland Hebner, apodado «Buenayuda» desde que, hacía ya muchos años, se ofreció voluntario para trabajar con los ganaderos de Noon Creek que marcaban a sus terneros a cambio de una cena gratis. En el corral circular de Dill Egan, la cuadrilla que marcaba a los animales levantó la vista un instante y vio cómo Hebner, por alguna razón que nunca llegó a aclararse, se aupó a lomos del nervioso semental de color gris ferroso. Casi antes de que Hebner pudiera realmente subirse a lomos del animal, la bestia lo tiró y después intentó patearlo mientras todos los demás salían pitando del corral. Hebner resultó ser una diana móvil: una y otra vez los cascos del caballo desmandado erraban en su intento de pisotear a aquel hombre convertido en una madeja rodante, hasta que finalmente Dill se las apañó para acercarse, agarró uno de los tobillos de Hebner y lo sacó a rastras por debajo del vallado del corral. Hebner se levantó tambaleándose, lanzó un guiño a la multitud y a continuación levantó la mirada al cielo y, como si la piedad fuera algo natural en él, proclamó: «¡Menuda! Yo creo que he tenido un poco de Buena Ayuda para salir de ahí, ¿o no?».

Naturalmente el apodo tenía su aquel, y más considerando que nunca se había comprobado que Buenayuda le hubiese resultado de ayuda a nadie en ninguna tarea que se le hubiera asignado. «Es rematadamente lento», informó Dode Withrow después de cometer el error de haber contratado a Buenayuda un par de días para atar los almiares.

—Forestal, llevo tiempo queriendo preguntarte si podría cortar algunos postes para arreglar ese corral —vociferó Buenayuda. Daba la impresión de que una manada de búfalos hubiera atravesado en plena estampida el corral de los Hebner. Traducida del hebneriano, la pregunta de Buenayuda venía a decir en realidad sí tenía permiso para cortar algunos pinos del bosque nacional sin pagar—. Ya tendría que haberme puesto a ello, pero con esta espalda…

Su alergia al trabajo era una de las características en las que el resto de la familia no emulaba a Buenayuda. No se atrevían. La supervivencia dependía de cualquier jornal que el escuadrón de los chiquillos Hebner pudieran ganarse en la época de parición de las ovejas o durante la siega. En algún momento del final de su adolescencia los jovenzuelos Hebner conseguían un trabajo más serio que les servía como trampolín para huir de aquella familia.

Por pura casualidad, Alec y yo habíamos sido testigos de la partida de Sanford, el segundo de los chicos Hebner. Aquello había ocurrido hacía un par de primaveras, cuando Ed Van Bebber llegó un viernes por la noche a la estación forestal y preguntó si Alec y yo podríamos ayudarle con la parición de las ovejas aquel fin de semana. Ninguno de los dos teníamos muchas ganas, porque a nadie que no sea el propio Ed Van Bebber le agrada Ed Van Bebber, pero tampoco está bien darle la espalda a una persona que se encuentra en apuros. Cuando los dos entramos a la mañana siguiente en la finca de Ed a lomos de nuestros caballos vimos a Sanford Hebner conduciendo el carromato de las vísceras. Sanford no tendría más de diecisiete años y no era mucho mayor que Alec. Aquella temporada de parición en casa de los Van Bebber había sido muy dura. Ya habían gastado todo el heno que tenían para pasar el invierno; las ovejas estaban delgadas como sombras y no especialmente preparadas para ser madres. Ed había enviado el rebaño a la cara sur de Wolf Butte para que pudieran pastar un poco, lo que suponía que Sanford tenía que hacer un arduo viaje de dos kilómetros y medio hasta la paridera con cada uno de los carromatos cargados de ovejas y sus corderitos recién nacidos, además de una recua agotada cuando llegaba a su destino. Teniendo en cuenta que las ovejas parían entre ochenta y noventa corderos al día y que era necesario aparejar caballos frescos para cada viaje, Sanford realizaba el trabajo de dos hombres y lo hacía rematadamente bien. El día que eso ocurrió casi se había hecho de noche. Alec y yo estábamos en lo alto de la colina un poco por encima de la paridera ayudando a Ed a acorralar un puñado de ovejas recién paridas y sus corderitos de una semana. Entretanto Sanford llegó conduciendo el carro con la última carga de corderos del día. Entre nosotros tres, además de uno o dos perros, teníamos a los nuestros controlados, pero a Ed siempre le entraban las prisas. Se llevó las manos acopadas a la boca y gritó colina abajo:

—¡EH, TÚ, HEBNER! ¡SUBE AQUÍ Y AYÚDANOS A ACORRALAR ESTAS OVEJAS Y CORDEROS!

Todavía sigo pensando que si Ed se lo hubiera pedido de buenas maneras, aun cuando ya había concluido sobradamente su jornada de trabajo, Sanford habría sido tan tonto de subir colina arriba y unirse a nosotros, pero después de aquel día de trabajo que alguien le gritara para que subiera y ayudara a un par de críos con dientes de leche como nosotros a perseguir corderos o, peor aún, que ni siquiera lo llamaran por su nombre de pila sino que gritaran su nombre al mundo identificándolo como un Hebner… Todavía puedo ver a Sanford sentado en el pescante de aquel carromato de vísceras, mirando pendiente arriba en nuestra dirección y llevándose las manos acopadas a la boca como había hecho Ed, y aún puedo oír sus palabras subiendo colina arriba:

—¡PÚDRETE EN EL INFIERNO, VIEJO HIJO DE PUTA!

Sacudió con las riendas la grupa de la recua de caballos que tiraban del carro y puso rumbo a la paridera. Aquella noche, a la hora de la cena, Sanford se encontró el cheque en su plato.

Pero Sanford y aquel dinero no viajaron de vuelta hacia la casa de los Hebner en North Fork. Cuando Alec y yo emprendimos el camino de vuelta a casa aquella noche, Sanford me adelantó con su caballo y, cuando desmontamos en la estación forestal, recorrió con dificultad en la oscuridad la carretera de English Creek, preguntando en todos los ranchos que encontraba a su paso si tenían trabajo. «Lo que sea, les limpiaré el gallinero». Resultó que los hermanos Busby necesitaban un pastor. Desde entonces, Sanford trabajaba para ellos y en aquel preciso instante estaba cuidando uno de los rebaños de ovejas allá arriba en las montañas del Two. A mí me causó una gran impresión ser plenamente consciente de la situación de Sanford aquella noche en la que Ed Van Bebber lo echó de malas maneras, con Sanford llamando a todas las puertas antes que regresar a casa, dispuesto incluso a limpiar gallineros para librarse de su familia, de su padre. Para mí, la noticia de que la vida podía convertirse en semejante infierno para alguien que más o menos tenía la edad de Alec me sobrevino como una especie de evangelio aleccionador.

—¡Mujer! —Tras haber fracasado en su intento de convencer con zalamerías a mi padre para conseguir madera gratis, Buenayuda había decidido conformarse con el maná que habíamos venido a entregarle—. Nos traen algo.

La rejilla se abrió y volvió a cerrarse tras Florene Hebner, mientras un par de los más pequeños de los Hebner (¿Garlena y Jonas?, ¿Jonas y Maybella?) observaba la escena embobados detrás de la malla. Puesto que los víveres horneados estaban atados con un paño de cocina a mi silla, me comporté con educación, eché el pie a tierra y le acerqué el hato a Florene. Florene era o había sido una mujer bastante guapa, y más comparada con el rostro de Buenayuda que había servido como molde para toda la familia, pero lo primero que te llamaba la atención en ella era lo avejentada que parecía estar. Como si la hubieran lijado repetidamente. Nadie habría podido adivinarlo al verlas juntas, pero Florene y mi madre habían sido compañeras en la escuela primaria en Noon Creek. Florene nunca había estudiado más allá del segundo año en el instituto de Gros Ventre porque ya había conocido a Garland Hebner y muy pronto se quedó embarazada de él y, no con tanta rapidez como la dejó embarazada, Garland se decidió y finalmente se casaron.

Florene lanzó una débil sonrisa alicaída cuando le entregué el hato y me dijo: «Da gracias otra vez a mamá, Jick», y volvió al interior de la casa.

—Qué raro se me hace no ver a Alec con vosotros —declamaba Buenayuda a mi padre mientras yo regresaba desde el umbral hasta donde se encontraba Poni—, pero crecen y vuelan.

—Así es —afirmó mi padre sin entusiasmo—. Garland, las ovejas nos esperan arriba en la montaña. ¿Listo, Jick? —Mi padre sacudió las riendas de Ratón y, mientras se ponía en marcha, se despidió de Buenayuda con cara impasible—: Que vaya bien.

La ruta que seguimos para salir de la casa de los Hebner formaba una especie de L de trazo confuso. Ascendimos por aquel camino lleno de rodadas y a continuación recorrimos el breve tramo noroccidental de la carretera de North Fork que corona la divisoria entre English Creek y Noon Creek. Al acercarnos a aquella cresta, empezaríamos a ver los enclaves más conocidos, considerados los centinelas más célebres del Two. Chief Mountain. Aun cuando está situada a sus buenos ciento trece kilómetros hacia el norte, ya casi en Canadá, destaca claramente como una especie de amarradero situado al final de una larga cadena montañosa. También al norte, pero más cerca, Heart Butte: si bien no es precisamente un elemento geográfico sobresaliente, se encuentra a una distancia suficiente como para que su oscura silueta piramidal no se pierda nunca de vista. Y, justo al este, el perfil completamente cubierto de árboles de Breed Butte, un hito más joven pero que se bastaba para proclamarse la cima más importante de English Creek.

Con todo lo que se me ofrecía a la vista mantuve no obstante la mirada clavada en mi padre a fin de prestar atención a lo que sabía que pasaría, a lo que siempre ocurría después de visitar la casa de los Hebner.

Allí en lo alto de aquel promontorio detuvo su caballo y, en lugar de posar su mirada en las maravillas distantes de Chief Mountain y Heart Butte, se giró para lanzar una lenta mirada final hacia el amasijo de los Hebner. Luego negó con la cabeza, dijo «¡Jesucristo bendito!» y tiró de las riendas, porque en aquella desdichada casa de troncos y entre aquellas edificaciones, antes de que el abandono hiciera de las suyas, había nacido y se había criado mi padre.

Naturalmente en aquel entonces el lugar era la hacienda de los McCaskill. North Fork se conocía como «El Paraíso de los Escoceses», debido al número de familias escocesas de pura cepa y peculiar acento que habían llegado y se habían asentado en esas tierras. Los Duff, los Barclay, los Frew, los Findlater, los Erskine y mis abuelos los McCaskill habían aparecido en la década de 1880 y todos habían muerto, habían sido derrotados o se habían marchado cuando llegó la epidemia de gripe de 1918 y el invierno de 1919 acabó definitivamente con ellos. Yo no tenía ninguna información de primera mano sobre los padres de mi padre. Ambos descansaban ya bajo la tierra de North Fork cuando yo nací. Y a pesar de la predisposición de mi padre hacia el pasado, aparentemente no se sabía nada —o al menos nada que mereciera la pena ser contado— sobre el lugar de procedencia de los McCaskill en Escocia. Salvo por una tradición de escasa importancia: la historia de que un McCaskill había sido uno de los canteros de Arbroath que trabajaban para los Stevenson (deduzco que los Stevenson debían de haber sido una familia de ingenieros antes de que Robert Louis aflorara en la familia y cogiera una pluma) cuando se construyeron los faros que jalonan las costas de Escocia. La idea de que uno de nuestros ancestros había ayudado a combatir el mar con piedras suponía para mi padre más de lo que le gustaba dejar entrever. Hasta donde yo sé, el único cuerpo de agua medianamente grande que mi padre había visto jamás era el lago Flathead, aquí en Montana, así que ni hablar de un océano y sus fanales. Pero cuando finalmente se construyeron las atalayas para vigilar los incendios por las que tanto había luchado en el bosque Two Medicine, llamaba la atención que mi padre se refiriera a ellas como «los faros de Franklin Delano».

Reflexionando ahora sobre aquella cuestión de los abuelos McCaskill, francamente me pregunto si, de haber seguido existiendo aquella rama de la familia, mi madre y mi padre se habrían mantenido en contacto o habrían podido mantenerse en contacto con ellos. Ningún matrimonio es lo suficientemente fuerte como para soportar dos cargamentos de parientes políticos. Al principio de un matrimonio suele tomarse la decisión de que a una de las familias se la verá el máximo soportable y que la otra, casi siempre la del marido, quedará relegada a visitas infrecuentes. Naturalmente, esto es lo que dicta la teoría, pero cuando les daba por juntarse a la teoría y mi madre… En cualquier caso, de los McCaskill que llegaron al Paraíso de los Escoceses no supe más que aquellos treinta años de trabajo en la granja habían acabado con ellos y que en el año 1917 mi padre había salido de la granja para no volver jamás a ella.

—Sí, me marché a la guerra de Wilson. La sangre me llegaba a las rodillas. —Como ya he mencionado, la única grieta en aquel tono solemne que adoptaba mi padre cuando anunciaba cosas de ese estilo era su párpado izquierdo caído. A mí me gustaba observar cómo iba cayendo para empezar a contar la siguiente anécdota—. Uno podía meterse en una pelea a cualquier hora del día o de la noche en aquellas cantinas a las afueras de Camp Lewis.

A mi padre no parecía molestarle lo más mínimo que su participación en la guerra se hubiera limitado a pelearse a puñetazo limpio en el estado de Washington, aunque debo reconocer que a mí me habría gustado que tuviera algo que contar sobre la guerra en sí o más bien me habría gustado que aquella maña suya para contar historias nos hubiera aportado nuevos datos sobre aquella experiencia bélica de su generación, como alternativa al estribillo simplón del típico «yo-cumplí-mi-servicio-militar-en-Gabacholandia-y-por-Dios-te-juro-que-te-lo-regalo-todo», pero uno debe conformarse con las tradiciones familiares que le han tocado en suerte.

La historia de mi padre se reanuda en el punto en que regresó de librar la guerra contra aquellos canallas de cantina de Camp Lewis y le contrataron como jinete de la asociación de ganaderos de Noon Creek.

—Solían darle el trabajo a alguien mayor, pero yo estaba soltero y sin blanca. Era uno de esos tipos a los que a los rancheros les encanta rebajar el sueldo hasta donde a ellos les conviene, si bien también es cierto que, por aquel entonces, los precios del ganado en tiempos de guerra comenzaban a caer en picado, y me contrataron.

Naturalmente ese trabajo en la asociación no era más que un empleo de verano. Salvo las cabezas de la Doble W, mi padre debía conducir todo el ganado de Noon Creek hacia los pastos del bosque nacional en junio y bajaba en septiembre. En invierno mi padre se dedicaba a alimentar a las reses en algún rancho de ganado vacuno y después, cuando llegaba la época de parición en primavera, lo contrataban en la cuadrilla de alguno de los ovejeros de English Creek. Imagino que eso va contra la imagen de un Oeste de vaqueros y pastores de ovejas permanentemente enfrentados entre sí, pero cualquiera que creciera rodeado de ganado en aquella zona de Montana no le hacía ascos a trabajar con vacas u ovejas. Las guerras entre ranchos nunca fueron del estilo de Montana y mucho menos del estilo del Two Medicine. Claro que ni qué decir tiene que a lo largo de la historia había habido algo de jaleo al sur, cerca del río Sun, donde algún vaquero había matado algún rebaño de ovejas vecino. Y probablemente en cualquier pueblo de estas montañas, ya fuera Browning, Gros Ventre, Choteau o Augusta, cualquiera podía entrar en un bar y encontrarse aún a algún viejo cabezota ocasional que se autoproclamaba cowboy de pura cepa, incapaz de respirar de ninguna otra guisa y especialmente incapaz de trabajar con ovejas. Todo lo anterior no contradice que la mayoría de pastores de ovejas eran asimismo irreversiblemente fieles a su profesión, pero por alguna razón daba la impresión de que ese punto en concreto no necesitaba de las constantes proclamas que sí precisaban los cowboys. Sin embargo, la filosofía práctica de Montana tal y como la practicaban nuestra considerable proporción de rancheros escoceses, alemanes, noruegos y oriundos de Misuri implicaba que en líneas generales los rancheros se limitaban a saber qué especie les iba mejor en cada momento, si las ovejas o las vacas, y elegían en consecuencia. Todo se reducía, al menos en lo que yo atinaba a ver, a aquella doctrina que mi padre expresaba siempre que alguien le preguntaba qué tal le iban las cosas: «Vamos tirando».

En aquella época en la que el joven Varick McCaskill se convirtió en jinete de la asociación aún debían de quedar varios rancheros de ganado vacuno en Noon Creek, tipos que se las apañaban bastante bien con unas cien cabezas cada uno. Ahora, prácticamente todos esos lugares habían sido comprados por la Doble W de Wendell Williamson o al menos estaban arrendados por él. «Los Williamson de la vida siempre se fijan en todos los terrenos colindantes con los suyos», sostenía mi padre, pero a lo que voy, la cuestión es que entre aquellos ganaderos de Noon Creek cuando mi padre fue contratado se encontraba Isaac Reese, un hombre que si bien se dedicaba principalmente a criar caballos, atraído por los precios de la guerra, también trabajaba con ganado vacuno. Mi padre vio a mi madre por primera vez cuando fue a recoger el ganado de Reese para conducirlo a las montañas. Me refiero a la primera vez que la vio como una mujer. «Oh, yo ya sabía que prometía. Lisabeth Reese. Solo el nombre ya impedía que te olvidaras de ella».

Las oportunidades a largo plazo parecían eludir a mi padre, pero a corto plazo podía llegar a ser listo. «No me faltaba experiencia con las chicas. Y Beth bien merecía un esfuerzo añadido».

Sobrevino entonces el matrimonio McCaskill-Reese y aproximadamente un año después sobrevino Alec. Mi padre y mi madre, ya con un niño, debían mantenerse con aquel trabajo que mi padre había conseguido estando soltero cuando no necesitaba un gran sueldo. Es esa clase de situaciones en las que uno puede encontrarse a la mínima en Montana, pero que sea frecuente no la convierte ni mucho menos en aceptable. Estoy completamente seguro de que el recuerdo de aquellos apuros en los inicios de la vida de casados de mi padre alimentaba en buena parte las dudas sobre el acierto de la decisión de Alec. Mi padre sobre todo no quería que la situación se repitiera con ninguno de sus hijos, aquel andar escarbando una temporada tras otra para ganarse el pan. Ya sé que la bronca en nuestra familia era más complicada que todo eso. Las cosas siempre lo son. Pero si durante el cruce de argumentos de la noche anterior mi padre y Alec hubieran estado bajo juramento, aferrándose cada uno de ellos a una Biblia mientras confesaba sus pensamientos más íntimos, mi padre habría dicho algo así como «No quiero que cometas otra vez los mismos errores que yo», y Alec le habría respondido: «Tus errores fueron tuyos y nada tienen que ver conmigo».

Mi hermano y mi padre. Me resulta difícil describirlos tal y como se me representaban entonces, en aquella época en la que los admiraba desde mis catorce años. ¿Cómo dibujarlos sobre el papel, teniendo en cuenta que un mapa nunca es fiel representación de un territorio sino tan solo tinta que sugiere el camino?

Es curioso lo que hace la memoria. Apenas tengo algunos recuerdos tempranos de los cuatro años que transcurrieron en la estación forestal de Indian Head, en mitad del Bosque Nacional Two Medicine, donde mi padre empezó a trabajar para el Servicio Forestal. Un vendaval que una noche pensamos que se llevaría volando el tejado de la casa. Alec enseñándome a subirme a lomos de un caballo que pastaba, como ya he contado. Pero el recuerdo más claro es un instante en el que Alec y yo cabalgábamos por las montañas a la par con nuestro padre, puesto que tan pronto como crecimos lo suficiente para sentarnos a lomos de un caballo nos llevaba con él en sus expediciones de trabajo. ¿Cómo es posible que el recuerdo de un día subido a horcajadas detrás de la silla de mi hermano —mi nariz estaba apenas separada por unos centímetros del cuello de la chaqueta de Alec y puedo decir con absoluta seguridad que la chaqueta era de pana verde, un verde más verde que el bosque que nos rodeaba— se me presente aún hoy tan vivido en el recuerdo? En cualquier caso, después de Indian Head vino nuestra mudanza a English Creek y comenzaron las tareas forestales de las que mi padre lleva encargándose desde entonces en el extremo norte del Two. Ahora que pienso sobre todo eso, aquellos inicios de nuestra vida en English Creek coincidieron con el tercer año escolar de Alec, porque recuerdo lo muchísimo que me irritaba que, con o sin casa nueva, Alec fuera al colegio montado a caballo todas las mañanas mientras yo aún debía esperar un año entero.

El año siguiente llegó por fin y ahí estábamos los dos, camino de la clase de la señorita Thorkelson, en las escuelas de South Fork, junto con los hijos de las familias rancheras de las zonas situadas más al norte de English Creek: los Hahn, varios de los chicos Busby y Rozier, los gemelos Finletter, las chicas Withrow y, cómo no, los Hebner, que sumaban ellos solos casi la mitad de la escuela. A Alec siempre le fue bien en los estudios, pero no puedo evitar pensar que yo aproveché la escuela de South Fork más que él. Ya saben cómo son esas escuelas de una sola aula, los ochos cursos allí apelotonados a cargo de una sola maestra. Por pura chiripa en la historia reproductiva de los Hebner, Marcella Withrow y yo éramos los únicos de nuestra edad en South Fork, de manera que la señorita Thorkelson no dedicaba mucho tiempo a esa clase nuestra de dos alumnos y siempre nos dejaba leer o quedarnos sentados y participar de las clases para los chicos de mayor edad. Cuando Marcella y yo llegamos a sexto ya habíamos oído cinco veces las lecciones de geografía, lectura, historia y gramática de los mayores. Todavía sé cuál es la capital de Bulgaria y debo decir que muchas de las personas con las que me relaciono no sabrían la respuesta.

Cosas así son las que puedo recordar aún mejor que ninguna otra cuestión. Los números, no tanto. Pero en eso Alec sobresalía. Destacaba en contra de su voluntad, si tal cosa es posible.

Nos sorprendió a todos muchísimo. Puedo recordar la noche exacta en la que comenzamos a ver a Alec con nuevos ojos.

Mi padre se había pasado el día haciendo papeleo. Una vez al mes se reservaba un día para lidiar con la documentación que le solicitaban desde las oficinas centrales del Bosque Nacional Two Medicine en Great Falls y también con un segundo lote de papeles que asimismo le exigían desde la oficina de la Región Uno en Missoula. La culpable de su desgracia en aquella ocasión era la oficina de Missoula, que le había pedido que elaborara y remitiera, según la jerga que utilizaban en el Servicio Forestal, un informe sobre la extensión media en hectáreas de todas las parcelas para pastos presentes y futuras del distrito forestal de English Creek. La molestia venía de ese «futuras», puesto que mi padre se veía entonces obligado a rastrear en sus mapas cualquier rincón de tierra que cumpliera con la normativa de pastos del momento y traducir aquellos manchurrones del mapa a una medida concreta en hectáreas. Así que aquel día en casa no habíamos oído hablar más que de hectáreas por aquí, hectáreas por allá. Durante la cena, Alec preguntó cuántas hectáreas medía en total el Bosque Nacional Two Medicine.

Alec tenía entonces doce años, así que yo tendría ocho, puesto que nos llevábamos cuatro años. Tres años y cuarenta y nueve semanas, según mi cuenta, puesto que mi cumpleaños caía un 4 de septiembre y el de Alec el 25 de ese mismo mes. Pero lo importante es que ambos estábamos en la escuela primaria y que mi padre no tenía el más mínimo interés en mantener una conversación sobre hectáreas, así que se limitó a responder: «Muchísimas. Exactamente no sabría decirte el número».

Desviar las preguntas de Alec no fue nunca tarea fácil. «Bueno, ¿cuántos sectores tiene?». En este país todo el mundo sabe que un sector tiene 259 hectáreas[2].

—Unos seiscientos. —Mi padre se lo sabía de memoria.

—Entonces son ciento cincuenta y cinco mil cuatrocientas hectáreas —dijo Alec.

—Eso me parece demasiado —respondió mi padre, que seguía comiendo—. Mejor coge papel y lápiz y multiplica.

Alec negó con la cabeza ante la sugerencia de tener que coger papel y lápiz.

—Ciento cincuenta y cinco mil cuatrocientas —repitió mi hermano—. Te apuesto un batido.

En ese punto, intervino mi madre:

—No hay apuestas que valgan en esta mesa, jovencito.

Pero entonces se levantó, fue hasta el aparador donde se dejaba el correo y regresó con un sobre. En el envés hizo el cálculo a lápiz, 600 × 259, el número de hectáreas en un sector y, al instante, dijo:

—Ciento cincuenta y cinco mil cuatrocientas hectáreas.

—¿Estás segura? —le preguntó mi padre.

En sus años mozos, mi madre había sido maestra una temporada, así que mi padre estaba a punto de quedarse atascado en aquel cenagal de la aritmética.

—¿Te gustaría debernos un batido a Alec y a mí? —le respondió mi madre con voz retadora.

—No, mejor no —dijo mi padre. Miró a Alec y lo estudió. Después añadió—: Muy bien, Don Inteligente. ¿Cuánto es trescientos sesenta y cinco multiplicado por doce?

También en esta ocasión Alec tardó solo un instante.

—Cuatro mil trescientos ochenta —declaró—. ¿Por qué lo preguntas?

—Es aproximadamente el número de días que un muchacho como tú lleva sobre la faz de la Tierra —dijo mi padre—, es decir, más o menos lo que hemos tardado en descubrir qué es lo que tienes en esa cabeza tuya.

Así que ese fue lo que podríamos llamar el aprovechamiento escolar de Alec. Una habilidad que realmente no era capaz de explicar —«No lo sé, Jicker. Solo sé que me sale», era lo único que recibía por respuesta después de haberle importunado un buen rato sobre cómo conseguía manejar las cifras en su cabeza de aquella manera—, y que quizá no le atraía en absoluto o al menos no era precisamente de su agrado. El Alec de los veranos era completamente diferente. Aún no se había inventado la actividad para la que Alec no mostrara una maña especial en todo lo referido a trabajos forestales o propios del rancho que se realizaban en el Two durante la estación estival. Arreglar cercas, empalmar alambre de espino y colocar riostras nuevas, en eso Alec era un genio. Siempre que un ranchero de English Creek tenía dinero suficiente para arreglar un cercado, le pedía a Alec que se diera una vuelta por su finca y arreglara lo que hiciera falta. Cuando con trece años a Alec le llegó su primera temporada de siega conduciendo el rastrillo de nuestro tío Pete Reese, a los pocos días nuestro tío lo puso a trabajar con las hileras de heno: Alec era demasiado acelerado para trabajar de rastrillador ya que obligaba a la recua de caballos a trotar de un lado para otro del campo allí donde hubiera una brizna de heno, y Pete dijo que la regularidad de las hileras lo calmaría y lo haría entrar en razón. La misma precipitación se apoderaba de Alec siempre que ponía el pie en las montañas. En nuestras expediciones de conteo de años anteriores era siempre el primero en detectar la presencia de ciervos, alces o halcones de cola roja o lo que fuera, antes que yo y muchas veces antes que mi padre.

Estoy segurísimo de que era la combinación de todas esas cosas lo que inspiraba a mi padre y mi madre en su defensa de la universidad y la ingeniería para Alec. Nunca lo dijeron con tanta claridad, pero la faceta matemática de Alec y su naturaleza mañosa, unida a esa actitud generalmente atrevida, les parecían cualidades adecuadas para un ingeniero. Un constructor, una persona de hechos. Quizá incluso un ingeniero del propio Servicio Forestal, porque en aquellos tiempos del New Deal daba la impresión de que se ejecutaban proyectos por todas partes. Inicialmente la idea le pareció bien a Alec. Durante aquel último invierno en el instituto, Alec no dejaba de repetir que le encantaría marcharse ya mismo para empezar la universidad en Bozeman, pero entonces apareció Leona y de nuevo el trabajo de verano en la Doble W y aquella bronca durante la cena sobre el matrimonio y la universidad.

Y ese es el resumen del año que había tenido Alec. Tampoco es que su socio de broncas —mi padre, que cabalgaba delante de mí— fuera fácil de catalogar. A pesar del orden que marcaban los meses impresos en el calendario que colgaba en la estación forestal English Creek, el año de Varick McCaskill daba comienzo en otoño. Empezaba, de hecho, con el veranillo de San Martín, que en nuestra zona de Montana llega tras las acostumbradas tormentas de principios de septiembre, allá por el Día del Trabajo, que en Estados Unidos se celebra el primer lunes de ese mes. Naturalmente, de todos los guardabosques se espera que inspeccionen las condiciones en que se encuentra su bosque al finalizar la época de apacentar el ganado. Mi padre escrutaba minuciosamente su sector del Bosque Nacional Two Medicine: South Fork y North Fork, debajo de los peñascos, detrás de Heart Butte, un día tras otro se adentraba en el Two casi como si quisiera asegurarse de que aquellas tierras aún estaban allí. Cuando los rebaños de ovejas descendían en aluvión hacia las rampas del ferrocarril en Blackfoot o Pendroy, también él estaba allí para vigilarlas y chismorrear con pastores, rancheros y compradores de corderos y tomar parte en las apuestas de cuánto llegarían a pesar los corderos. Era esa época del año en que podía evaluar su labor, de ver allí mismo sobre el terreno el resultado de sus labores como guarda forestal y pensar en cómo mejorar. El otoño era la estación para hacer inventario.

Nunca pasaba bien los inviernos. Se acatarraba, le daban ataques de tos seca y sorbía por la nariz: mi padre parecía un permanente candidato a pillar una neumonía. Aquello resultaba extraño para un hombre de su fortaleza y por lo demás tan en sintonía con las tierras del Two. «¿Tú estás completamente seguro de que naciste y creciste aquí en North Fork? —le preguntaba mi madre todos los inviernos mientras le colocaba la tercera cataplasma de mostaza—. A lo mejor te abandonó un circo ambulante».

Casi con seguridad todos los achaques invernales de mi padre fueran síntomas de una única dolencia: el no poder salir de casa. Porque en cuanto ponía un pie fuera del hogar, parecía ensancharse y, cuanto más se alejaba de cualquier espacio cerrado, más daba la impresión de saber lo que hacía.

¿Ha sonado duro? No era mi intención. Lo único que intento expresar en palabras es que mi padre era un hombre del terruño, con un trabajo que en ocasiones lo mantenía atado a una mesa, a una máquina de escribir Oliver, a un libro lleno de regulaciones. Un hombre atrapado en tierra de nadie, en más de un sentido.

Desde entonces he comprendido que mi padre pertenecía a una generación especialmente presa de esta contradicción. Mi padre pertenecía a la primera generación nacida en territorio ignoto. Estoy convencido de que lo mismo ocurrirá cuando nazca gente en la Luna o en otros planetas. Esos primogénitos viven permanentemente a caballo entre el camino marcado por sus ancestros y el peregrinar hacia nuevas tierras. En el caso de mi padre, el viejo país de los McCaskill, Escocia, era un lugar tan distante, un espacio tan en blanco como el Polo Norte. El nuevo, América, aún estaba en proceso de construcción, especialmente una parte de América tan abrupta como la Montana en la que mi padre había nacido y crecido. Creo que todos aquellos ratos que mi padre pasaba en compañía de Toussaint Rennie escuchando cualquier anécdota sobre el pasado de las tierras del Two Medicine se debían a eso, a una necesidad de tener algo bajo los pies, una base firme que le permitiera aferrarse a la época y al lugar en que se encontraba.

El Servicio Forestal era, en ese sentido, una etapa intermedia. Mi padre era el guardián de los bosques nacionales, de su madera, su hierba, su agua y, a pesar de ello, también mercader de aquellos recursos. Cualquier natural de aquellas tierras que, como mi padre, se «volviera verde» uniéndose al Servicio Forestal de Estados Unidos, estaba en realidad tomando partido contra las ideas de muchas de las personas que conocía desde siempre, personas que consideraban que aquellas tierras debían ser de uso libre o, al menos, más libres de lo que establecían las normas.

Pero incluso en una situación como aquella, el guarda forestal Varick McCaskill era uno de esos tipos que se mueve entre dos aguas. Muchos de los más veteranos llevaban en el Servicio Forestal desde prácticamente sus inicios, posiblemente incluso desde su creación en 1905. Solían ser antiguos vaqueros, leñadores o gente de ese estilo, mano de obra vieja que llevaba luchando en el Oeste desde mucho antes de que naciera mi padre. A su vez, los hombres más jóvenes que mi padre aparecían de repente con sus títulos universitarios en ingeniería forestal debajo del brazo y hablaban el lenguaje del New Deal.

Así que ahí estaba mi padre, siempre en medio. Yo creo que el invierno, esa estación dedicada a pasar el tiempo esperando en casa, era simplemente un intersticio de más de lo que mi padre podía soportar.

Cuando la primavera le permitía salir y disfrutar, mi padre reverdecía con el campo. En el Two, hasta la primavera viaja con el viento. Los vientos húmedos y cálidos del suroeste, que aquí llamamos chinook, son vientos que pueden obligarte a apoyarte en ellos igual que un borracho se abraza a una farola mientras derriten los bancos invernales de nieve. El primer rugido del viento del suroeste que comenzaba a barrer las cumbres de las Rocosas presagiaba novedades y promesas para mi padre. «El viento del Edén», así llamaba él al chinook, pues debía de haberlo leído en alguna parte. Las tareas administrativas que había dejado aparcadas recibían ahora toda su atención y las terminaba en un santiamén. En compañía de su ayudante, daba un buen repaso a las herramientas del distrito forestal de English Creek: sillas, bridas, albardas, equipamiento contraincendios, líneas telefónicas de vigilancia… Con su telefonista programaba las labores de las cuadrillas de limpieza de los caminos, así como los proyectos que debían asignarse a los muchachos del Cuerpo de Conservación Civil y el despliegue de bomberos y vigilantes de la brigada cuando diera comienzo la temporada de incendios.

Desde el primer momento de lo que generosamente podía llamarse «primavera», mi padre se dedicaba a leer las montañas. Contemplaba el dobladillo nevado de las cumbres para evaluar la rapidez con la que se derretían los ventisqueros. Varias veces al día lanzaba una mirada en dirección a English Creek para comprobar la altura del agua. Mentalmente pasaba revista a la flora y la fauna, sabía en qué momento los ciervos echaban a andar de nuevo montaña arriba, cuándo el pelaje de las comadrejas pasaba de blanco a marrón y conocía el instante en el que el primer montón de excrementos negros como el carbón en mitad de una pista daba la señal de que los osos habían salido de su hibernación. Para mi padre y, gracias a él, también para el resto de la familia, las montañas tenían, por así decirlo, su propio calendario.

Y por fin, el hijo de la primavera. El verano. Temporada alta, el punto álgido del trabajo de mi padre como forestal. Ahora que mi padre y yo nos embarcábamos en una nueva expedición de conteo, el verano nos desvelaría todos sus secretos.

—… un ganso macho, ¿no crees?

Mi padre había detenido a Ratón y se giró para lanzarme una mirada inquisitiva. Considerando mi predisposición a ausentarme mentalmente en cualquier circunstancia, a veces creo que si vivo lo suficiente para volverme senil, nadie apreciará la diferencia.

—¿Cómo dices? —respondí—. No te he oído bien.

—¿Hay alguien ahí debajo de ese sombrero? Te decía que ya es hora de que compruebes las cinchas. Será mejor que bajes del caballo y eches un vistazo.

Volviendo al tema de nuestros caballos, debería haber mencionado que llevábamos también un caballo de carga. Al día siguiente, después de terminar de contar los rebaños de ovejas de Kyle y Hahn, proseguiríamos la marcha hasta Billygoat Peak, donde Paul Eliason, el joven guarda forestal que hacía las funciones de ayudante de mi padre, y un par de obreros estaban levantando un puesto de vigilancia contraincendios. Se habían marchado la semana anterior con el armazón ya cortado y ya debían de haber erigido y dado lustre a la atalaya, pero el tipo encargado de los cables había llegado con retraso desde Missoula. Esa era la carga que llevábamos, un rollo de cable galvanizado de un centímetro, pernos y tensores para anclar la nueva torre de vigilancia. Si creen que el viento sopla fuerte en las tierras bajas del Two, no les quiero ni contar cómo pega allá arriba.

Ese tercer caballo llevaba la carga atada con cinchas con un nudo diamante y yo debía asegurarme de que estuvieran lo suficientemente tirantes. Aquel caballo era un viejo y solemne alazán al que mi padre llamaba Morenito, pero al que los demás llamábamos por el nombre que le habían puesto antes de que el Servicio Forestal lo depositara en la estación de English Creek: Homero. Que Homero alias Morenito nos acompañara despertaba sentimientos contradictorios: un caballo más supone siempre una molestia con la que es obligado lidiar, pero la presencia de un animal de carga hacía que el viaje pareciera aún más importante, pues daba fe de que uno no iba simplemente de excursión por ahí sino que estaba transportando algo.

Dado que el equipamiento para el puesto de vigilancia y nuestra comida no suponían más que una carga para un caballo, no había hecho falta recurrir al embalador de mi padre, Isidor Provonost, y su recua de ocho mulas para que nos acompañaran en nuestra expedición de conteo. Pero incluso ausente, Isidor dejó sentir su influencia aquella mañana mientras yo colocaba los paquetes sobre Morenito/Homero bajo la atenta mirada de mi padre, puesto que ambos éramos fieles conversos a la perpetua prédica de Isidor de que algún día yo sería un «cargador la mar de bueno» si aprendía a colocar la carga en un animal. Aquellos paquetes especiales para Billy Peak exigían un poco más de ingenio de lo habitual, ya que era necesario colocar un cable pesado enrollado a un lado de la albarda para que fuera equivalente en peso a las provisiones en lata del lado opuesto. Los utensilios de cocina, más ligeros y algo amorfos, se colocaban en el paquete superior. Por fin mi padre había dicho: «Lo has hecho muy bien, una carga digna del mejor Isidor».

Evidentemente así parecía ser, puesto que no podía apreciarse que los paquetes o las cuerdas se hubieran movido durante la travesía, pero por si acaso apreté las cinchas, tensando aún más mi nudo diamante para justificar el informe debido a mi padre: «Más tenso que la cuerda de un violín».

Mientras yo comprobaba las cinchas, mi padre había estado contemplando los alrededores. Roman Reef se erguía por encima de nuestras cabezas, pero justo al otro lado del desfiladero de North Fork comenzaba a anunciar su presencia Rooster Mountain. Su amplia pendiente quedaba coronada por una abrupta roca vertical parecida a la cresta de un gallo, de donde le venía su nombre.

—Ya que hemos llegado hasta aquí —decidió mi padre—, vamos a comer un poco.

Creo que fueron las vistas más que su estómago las que lo impulsaron a tomar esa decisión.

Era ya bien entrada la mañana. Habíamos avanzado tanto trecho por las montañas que conforman la divisoria entre English Creek y Noon Creek que al mirar abajo podíamos ver los avenamientos y los ranchos. La vista alcanzaba más allá, donde comenzaban a vislumbrarse las granjas situadas al este del pueblo de Gros Ventre. Para ser precisos, en un mapa el lugar elegido para comer estaba más o menos donde el mango de la sartén que es el Bosque Nacional Two Medicine se une a la sartén, una sartén de ciento veinte kilómetros de extensión boscosa situada frente a las Rocosas, desde East Glacier al norte hasta el río Sun al sur. Cuando se trazó la frontera del bosque en el corredor de English Creek, la ruta de mango de sartén que acabábamos de recorrer quedó incluida dentro de sus límites, razón por la que nuestra estación forestal de English Creek estaba situada tan lejos, rodeada por ranchos en tres de sus lados. Su ubicación como en una especie de nido al final de un ramal molestaba a algunos de los chupamapas de las oficinas centrales de la Región Uno en Missoula. Todos ellos lo habrían negado, pero parecían defender la teoría de que cuanto más enterrada quedara la estación forestal en un terreno totalmente absurdo, mejor. Otra cuestión que les molestaba era que English Creek quedaba situado prácticamente en el extremo sur del distrito de mi padre, en una ubicación muy alejada del centro y en absoluto conveniente, pero los tipos de Mazoola nunca habían sabido qué hacer con English Creek y, aunque aquella ubicación en el lecho del valle suponía varios kilómetros a caballo más para mi padre, la comodidad de vivir entre las familias rancheras de English Creek —sus conciudadanos, por llamarlos de alguna manera— le compensaba sobradamente.

Mi madre nos había preparado bocadillos: lonchas de jamón frito entre rebanadas de pan casero untadas con mantequilla fresca. Una combinación imbatible. Comernos el bocadillo mientras contemplábamos las tierras del Two nos levantó el ánimo considerablemente.

Cuando una persona tiene la oportunidad de reflexionar en una tierra como esta, cualquier otra cuestión ocupa un lugar secundario. Una extensión de terreno del tamaño del Two es como una pequeña nación. Lo suficientemente grande como para contener geografías muy diversas así como una gran variedad de climas y una población apreciable, pero lo suficientemente compacta como para que todo el mundo se conozca de un extremo a otro.

Un halcón voló bajo nuestros pies, aprovechando una corriente de aire. Que los halcones y las águilas volaban a menor altura que nosotros era señal de que íbamos avanzando montaña arriba.

No obstante, mientras mi padre y yo engullíamos los bocadillos y compartíamos una lata de ciruelas, yo me limitaba a procurar guardar en mi memoria el aspecto de la tierra aquel exuberante mes de junio. ¡Quién sabía si alguna vez volvería a estar tan verde! Lo que estaba claro como el agua era que la experiencia de los años recientes no lo presagiaba. Porque allí, en mitad de aquella extensión verde de terreno agrícola y de praderas donde mi padre y yo habíamos fijado la vista, parte de la historia de la Depresión empezaba a cocerse un día de primeros de mayo de 1934. Nadie en el Two podría haberlo identificado como nada que no fuera un viento normal y corriente. Fuerte, eso sí, si bien eso nunca era novedad en el condado. Pero a medida que el viento fue avanzando en dirección este, se topó con un frente procedente de Canadá y la velocidad combinada de ambos comenzó a hacer de las suyas en las tierras de cultivo que se elevaban por encima de la High Line. Un invierno abierto y una primavera prácticamente sin lluvias habían secado los campos, una masa de talco marrón que esperaba a ser barrido por las ráfagas de viento. Así fue como se formó una nube de viento y tierra que fue haciéndose cada vez mayor. Cuando la tormenta de tierra alcanzó Plentywood, en la esquina nororiental del estado, la arenilla empezó a arrancar la pintura de las granjas. En las dos Dakotas los campos secos esperaban convertirse en polvo. La tormenta marrón entró con fuerza en las Ciudades Gemelas de Mineápolis y St. Paul y prosiguió su marcha hacia Chicago, donde impidió que despegaran aviones y obligó a encender las farolas en pleno día. Yo no alcanzo a comprender la ciencia que se esconde tras este fenómeno, pero la tormenta siguió creciendo, ensanchándose y oscureciéndose a medida que avanzaba: tierra de Montana y tierra de Dakota y tierra de Minnesota fueron llenando los cielos y los ojos de Illinois, Indiana, Ohio. Y así la tormenta fue siguiendo su camino hacia Nueva York y Washington D. C. y el polvo del oeste nubló el pináculo del Empire State y llenó de polvillo las relucientes mesas de la Casa Blanca. Al fin, la nube de tierra se consumió en el Atlántico. Naturalmente, después de aquello tuvimos años y años de polvo, especialmente en las Grandes Llanuras y en el Suroeste, pero ese viento nacido en Montana se convirtió en la gran pesadilla de la Depresión, una tormenta que le hizo saber a la nación que las cosas estaban mucho peor de lo que todos creíamos, que hasta la mismísima tierra se deshilachaba y volaba lejos de allí.

En cierto sentido, dondequiera que posara la vista desde nuestro privilegiado merendero aquel día podía ver un barrio cualquiera de la Depresión. Como si pudiéramos adaptar un catalejo como el de Walter Kyle para ver según qué cosas a través del tiempo y no de la distancia. Los granjeros de todos aquellos campos que cercaban el horizonte al este. Todos ellos eran veteranos en el arte de rebuscar para ganarse el pan. Antes de que apareciera la WPA[3] con sus proyectos y comenzaran a hacerse notar las ayudas del New Deal, muchas familias de agricultores sobrevivían únicamente con el dinero que sacaban de la venta de huevos o los cheques de la leche. O con cualquier cosa que tuvieran a mano. Constantemente recibíamos en la estación forestal la visita de algún granjero vestido con peto o cualquier otra persona de Gros Ventre, Valier o incluso Conrad que iba de puerta en puerta ofreciendo algún cerdo adobado que transportaba en la parte trasera de su armatoste con ruedas a seis centavos el kilo. Pueden creerme o no, pero a aquellos granjeros del Two les iba mejor que a sus vecinos asentados más al este. Aquella gigantesca tormenta de polvo cruzó el norte de Montana trazando una ruta que ya habían arrasado la sequía, los saltamontes, las orugas militares y un sinfín de plagas. Por aquel entonces se estaba organizando el CCC, el Cuerpo de Conservación Civil[4]. Mi padre, junto a otros forestales y agentes del condado, además de algunos funcionarios del gobierno, fueron convocados a una reunión en Plentywood. Alguna cabeza pensante del gobierno había tenido la idea —corría el rumor de que provenía directamente de Tugwell o uno de aquellos— de que todas las personas implicadas en labores de conservación visitaran obligatoriamente la zona de Montana más golpeada por la sequía. Mi padre refunfuñó porque decía que aquello le quitaría tres o cuatro días de trabajo en el Two, pero no le quedaba más remedio que ir. Lo recuerdo especialmente porque cuando volvió apenas pronunció palabra en día y medio y eso no era normal en él. La segunda noche, durante la cena, miró de repente a mi madre y explotó: «Bet, allí hay gente que intenta sobrevivir a base de patatas y nada más. Alimentan el ganado con cardos. El heno de Hoover, llamémoslo así. Nunca he visto nada parecido. Ni en sueños. Alambradas enteras derribadas por el viento y cardos amontonados. Si alguien quiere fijar una valla, primero tiene que hacer un agujero en el suelo y echar agua para humedecer la tierra. Y en los campos, todo lo que no está cubierto de polvo se lo comen los malditos saltamontes. Déjame decirte, Bet, que lo que está ocurriendo es un crimen contra la vida».

Aquel era el pasado que se le venía a uno a la cabeza desde aquel horizonte de granjas reverdecientes. Más cerca de nosotros, junto al camino de sauces de Noon Creek, las historias vividas por los ganaderos durante la Depresión no ofrecían recuerdos más felices. Noon Creek es el río situado al norte de English Creek, una tierra de canales sin tantos álamos temblones en las orillas. Originariamente aquellas habían sido tierras para el ganado, los mejores pastizales del Two, pero lo que antaño había sido un conjunto de al menos diez buenos ranchos diseminados por North Creek había quedado reducido a tres. Al oeste, más cerca de nuestro mirador, se encontraba la hacienda familiar de los Reese que ahora regentaba el hermano de mi madre, Pete, quien hacía tiempo se había convertido a la cría de ovejas. Al este, el recinto para vacas de Dill Egan con su histórico corral circular. Y por todas partes al este de Dill, kilómetros y kilómetros de canales y bancales que pertenecían al rancho principal de la Doble W. Dill Egan era uno de esos tipos desconfiados que se mantenía alejado de las orillas de los ríos y gracias a eso había conseguido conservar sus tierras. Los Williamson de la Doble W eran dueños de un banco y varias propiedades en San Francisco o Los Ángeles, una de esas dos ciudades, y, en palabras de mi padre: «Cuando llegue el fin del mundo, el último sonido que se escuche será el de una moneda cayendo de algún sitio donde algún Williamson la tuviera escondida». Todos los vaqueros de Noon Creek situados entre las haciendas de Dill Egan y Wendell Williamson, sin embargo, desaparecieron del mapa con la ruina del mercado del ganado vacuno. Hipotecas ejecutadas, familias destrozadas. Lo peor ocurrió en un lugar de Noon Creek que yo no podía evitar mirar desde nuestro improvisado merendero: la doble curva de la corriente, una S de agua y sauces que se adentraba como un hacha gigante en el valle de Noon Creek. Aquel lugar había pertenecido a un ranchero que, un día antes de la ejecución, le dijo a su esposa que tenía cosas que hacer y que estaría un rato en el establo. Una vez allí, a la vista de todos, clavó en uno de los compartimentos un sobre en el que había escrito: «YA NO LO SOPORTO, NO VOY A PERMITIR QUE LA VIDA ME HAGA AGACHAR LAS OREJAS NUNCA MÁS». Y después se ahorcó con un ronzal.

Aquel ranchero se llamaba Cari Nansen. Las tierras de los Nansen las compró la Doble W. «Wendell Williamson nos dejará vivir en casa de los Nansen», eso había dicho Alec sobre sus planes futuros cuando Leona y él se convirtieran en marido y mujer en otoño.

La sola idea y la visión de aquel riachuelo en forma de S me devolvieron a la vida, como si algún cable se hubiera conectado en mi cabeza, porque de repente sentí la urgencia de preguntarle a mi padre todo sobre Alec. En qué se estaba metiendo mi hermano, pavoneándose en plena Depresión con su silla de montar, sus riendas y su novia. Si había alguna posibilidad por remota que fuera de que pudiéramos alejar a Alec de la vida de cowboy o quizá alejarlo de Leona, puesto que las dos cosas parecían ir de la mano. Sobre cómo mi padre y mi madre podrían razonar con él, teniendo en cuenta la tormenta familiar que había estallado la noche anterior. Sobre cuál era nuestra situación familiar. ¿Divididos para la eternidad? ¿O seríamos aún aquella unidad de cuatro personas como siempre habíamos sido? Preguntas, preguntas y más preguntas; aquel impulso iba creciendo en mí, filtrándose poquito a poco.

Mi padre se había puesto en pie, había sacado el reloj de bolsillo y me estaba tomando el pelo. Según él, el estómago me iba media hora adelantado, como siempre, porque era solo mediodía. Yo también me puse en pie y me dirigí con él hacia los caballos, pero aún sentía ganas de hacer preguntas y más preguntas.

No, me he expresado mal. Sobre lo de preguntar y preguntar y volver a preguntar. Yo no quería plantearle a mi padre todas aquellas preguntas infinitas sobre mi hermano. Lo que yo quería, igual que a veces les ocurre a las personas que tienen hambre y están medio famélicas pero no saben qué les gustaría comer, lo que yo quería era que mi padre las respondiera. Que se ofreciera voluntario, con alguna respuesta del estilo de «Ya sé cómo hacer que Alec entre en razón» o «Ya se le pasará, démosle un par de semanas, seguro que lo de Leona se le pasará y entonces…».

Pero Varick McCaskill no estaba para ofrecimientos. Se subió al caballo y se preparó para ir a cumplir con su cometido. Y, para mi considerable sorpresa, yo se lo permití.

Todos nos convencemos con las palabras justas para pasar de una escena a otra en esta vida. Esta noche cuando acampemos, me dije yo, mientras dábamos por concluida nuestra comida campestre en la divisoria entre English Creek y Noon Creek. Esta noche será el momento adecuado para reunir fuerzas y preguntarle acerca de Alec. Con aquel silencio, yo me había convencido temporalmente de que mi padre y yo necesitábamos aquel día de camino, aquel ritmo o ritual o lo que quiera que fuese, de empezar nuestra expedición de conteo, de volver a adaptarnos a la tarea que teníamos entre manos, a la travesía y las montañas. De inaugurar juntos un nuevo verano en el Two, por decirlo de alguna manera.

Las ovejas de Dode Withrow no se veían por ninguna parte cuando llegamos al contadero aproximadamente una hora después de haber hecho un alto para comer. Quizá su ausencia se debiera a que Dode había empezado a trabajar más tarde o quizá solamente fuera una de esas mañanas en las que las ovejas estaban especialmente aleladas. Yo había aprendido de mi padre que era normal retrasarse, porque si intentas seguir un ritmo exacto cuando trabajas con ovejas terminas volviéndote majareta.

—Ya que estoy, voy a subir y ver los estragos que ha causado el invierno —decidió mi padre. Los pinares situados un kilómetro y medio más al norte mostraban el herrumbroso color de la muerte—. Qué te parece si esperas aquí por si aparecen las ovejas. No tardaré. —Esbozó una mueca forzada—. Vete pensando en tener más cabeza que ese hermano tuyo.

«Todo eso de la cordura familiar da para mucho», pensé en responder, pero no me salió. Mi padre montó a Ratón y empezó a preocuparse por los estragos que había causado el invierno en su bosque.

Saqué mi navaja y empecé a grabar mis iniciales en el desnudo tronco caído en el que estaba sentado. Siempre lo hacía para matar el rato en los bosques del Two. Imagino que aún hoy quedarán en pie troncos y tocones gritando mis iniciales J McC al silencioso universo.

El viento había amainado y nada salvo la navaja que tenía en mis manos exigía mi atención. Tallar unas iniciales tan intrincadas como las mías requería bastante concentración. La J nunca me daba demasiados problemas y la M me salía grande y bien, pero las curvas de las dos C exigían un corte muy preciso. Gracias a la tardanza de las ovejas Withrow tenía todo el tiempo del mundo a mi disposición. Más que ninguna otra criatura en el mundo, las ovejas nos han regalado muchísimo tiempo libre. Incluso hoy en día, en muchas de las crestas montañosas de Montana pueden verse hitos de piedra de la altura de un hombre. Se les llama «monumentos de pastores», cuando en realidad son monumentos a la monotonía. Con tal de hacer algo, algún pastor empezaba a apilar piedras, pero dado que detestaba admitir que estaba colocando piedras sin razón aparente, iba apilando las piedras de tal manera que formaran una silueta que a su juicio pudiera hacer funciones de hito o cerca para su parcela. De alguna manera había que combatir la soledad. He ahí un componente perpetuo de la vida del pastor. En los carromatos de muchos de ellos solía haber siempre una pila de revistas viejas arrugadas y hechas un gurruño por haberlas llevado metidas en el bolsillo del pantalón. Ocasionalmente algún pastor próspero tenía una radio a pilas que le hacía compañía por las noches. De vez en cuando uno se topaba con un tallista o un trenzador. Pero muchos, especialmente aquellos que dan a la profesión de pastor una mala reputación, despreciaban los pasatiempos. Se ensimismaban en sus pensamientos y por la mente de un pastor pueden pasar muchas cosas. Albergo serias dudas sobre todas esas religiones que hablan de años de soledad y silencio. Creo que a cualquier persona le viene mejor hacer algo que no hacer nada, aunque solo sea apilar piedras o grabar sus iniciales en la madera.

En cualquier caso, la navaja me mantuvo absorto durante un buen rato, hasta el punto de que los primeros balidos de las ovejas de Withrow me pillaron por sorpresa.

Atravesé a pie el mar de troncos para ayudar a meterlas en el contadero. Aunque el pastor contara con la ayuda del mismísimo Séptimo de Caballería, cualquier ayuda era bienvenida. Dode Withrow me saludó:

—A las buenas tardes, Jick. Ese padre tuyo, ¿ya ha entrado en razón y te ha dejado su puesto?

—Ha ido a ver cómo ha quedado el bosque tras el invierno. Me dijo que estaría de vuelta cuando llegásemos al contadero.

—Al ritmo que estas hijaputas se mueven hoy le va a dar tiempo a patrullar las Rocosas de principio a fin.

Dode dijo aquello en voz lo suficientemente alta como para que yo supiera que no iba solo por mí. Desde la masa boscosa situada a nuestra izquierda, alguien respondió a gritos:

—Más te valdría acordarte de que esas putas son ovejas y no caballos de carrera.

De entre los árboles apareció Pat Hoy, el ayudante de Dode. Desde que empecé a acompañar a mi padre en las expediciones de conteo y supongo que desde hacía muchos años, Dode y Pat Hoy llevaban arreándose entre sí exactamente igual que arreaban a sus ovejas.

—Qué pasa, Jick. No te acerques mucho a Dode, que esta mañana muerde. Quiere que acabe el trabajo antes de empezar.

—Se dice que puedes saber lo vivo que es un pastor por cómo se mueven sus ovejas —sugirió Dode—. Será mejor que te tumbes, Pat, mientras llamamos a la funeraria.

—Si soy lento es porque estoy muerto de hambre y porque intento sobrevivir con este papeo que me das. Jick, ¿sabías que Dode va a dejar por fin el negocio de las ovejas? Creo que va a fundar una escuela de tacañería para escoceses.

Los tres estallamos en carcajadas mientras íbamos empujando a las ovejas, porque uno de los himnos tradicionales del Two era el lamento de Dode Withrow por tener que seguir adelante con aquel negocio. «Aquel verano de 1919, recuerdo entrar en casa y ponerme junto a la estufa. Llevaba todo el día desollando las ovejas que habían muerto congeladas. Allí de pie, mientras intentaba descongelarme para que se me quitara la carne de gallina, me dije: “Hasta aquí hemos llegado. Ya vale. Abandono este maldito negocio”. Después, en 1932, cuando el precio de los corderos bajó hasta los ocho centavos el kilo y bien podría haberse quedado a cero, me dije: “Hasta aquí hemos llegado. Ya vale del negocio este de las putas ovejas. Estoy harto”. Y aun así aquí sigo en este negocio de las putas ovejas. Dios, ¡hay que ver lo que los hombres nos obligamos a sufrir!».

Así era Dode. Poeta laureado de las desgracias de las ovejas y ovejero hasta el tuétano. Dode, Pat Hoy y yo arreamos las ovejas montaña arriba por la pendiente. Tardamos un poco, porque las ovejas no ponen un interés especial en ascender, al menos cuando las obligas a seguir tus indicaciones. Las ovejas parecen desconfiar a perpetuidad de aquello que se encuentra al otro lado de la colina, cosa que, una de dos, las convierte en notablemente tontas, o notablemente listas.

A mí me gustaban las ovejas, la verdad. Mejor dicho, no me molestaban las ovejas en tanto que ovejas, que es lo mejor que una persona puede llegar a pensar sobre unas criaturas a las que la lana empieza a crecerles en el cerebro. Me gustaban las ovejas como concepto. Es cierto que las ovejas requerían más cuidados que las vacas, pero no era un cuidado tan intensivo. Sacar a un cordero del vientre de una oveja no es nada comparado con tener que desenmarañar las piernas de una ternera del interior de una vaca que está pariendo. Para marcar una oveja basta un manchurrón de pintura en el lomo y no hace falta invitar a la mitad del condado para que persiga al ganado alrededor de un corral polvoriento. Si tengo que elegir entre vacas y ovejas, yo lo tengo clarísimo.

Para una persona defensora de las ovejas como concepto, yo me encontraba en el lugar y el momento adecuados. Animadas por el efecto de la Depresión sobre los precios del ganado vacuno, las tierras del Two Medicine eran por aquel entonces un vasto jardín de lana y corderos. A finales de mayo y durante todo un mes, inmensos rebaños de ovejas atravesaban Gros Ventre rumbo al norte, en su camino hacia la reserva de los pies negros. Un rebaño tras otro iban dejando su estela en su descenso desde Choteau mientras otros ovejeros conducían sus rebaños desde Bynum y Pendroy —y no sin coste para la cívica pulcritud de Gros Ventre, puesto que el paso de un rebaño de mil ovejas y sus corderos cruzando una ciudad no puede darse sin que queden rastros en la calle y, de vez en cuando, en las aceras—. Las ovejas ya son nerviosas de por sí, conque si además las obligas a rodear un cañón de edificios, sus hábitos de higiene no mejoran. En cierta ocasión Camelia Muntz, esposa del banquero del First National, se presentó en el banco quejándose del lío que formaban las ovejas en la calle. Tengo que reconocerle el mérito a Ed Van Bebber, que había ido al banco a cobrar un cheque. Ed la miró de arriba abajo y dijo: «No las vea como cagarrutas de oveja, Camelia. Usted piense que son bayas caídas del árbol del dinero». Por aquel entonces en la reserva india solían verse carromatos de pastores sobre cualquier promontorio: toda una flotilla de carromatos blancos anclados por todo el territorio. Solo alrededor de Browning las ovejas de Roy Cleary daban un recuento de quince mil cabezas. Más al este, apenas superadas las primeras estribaciones montañosas, los grandes rebaños de ovejas de Washington se contaban también por decenas de miles. Y naturalmente aquí al oeste, en el lugar donde conducíamos las ovejas de Dode Withrow hasta el contadero, el bosque de mi padre servía de pastizal a todos los rebaños de English Creek. Las ovejas y sus propietarios eran una cantinela recurrente en nuestras vidas en la estación forestal de English Creek y se habían convertido en el tema central de casi todas las conversaciones.

Mi padre nos esperaba en el contadero. Después de intercambiar saludos con Pat y Dode, este le entregó a mi padre un saco de arpillera lleno de semillas de algodón para alimentar a los animales. Entró por la puerta del corral y dijo: «Empieza tú, Mac».

Aquí en las colinas de English Creek el conteo de cada una de las parcelas dedicadas a pastizal se realizaba en un contadero en forma de V construido con estacas clavadas en los árboles. Las ovejas atravesaban el embudo formado por el contadero mientras mi padre y el ranchero de turno permanecían en pie contando junto a la abertura que había en el estrecho extremo opuesto.

Mi padre cruzó la angosta portilla que conducía al contadero en dirección a la recelosa multitud de ovejas y corderos. Agitó el saco donde las ovejas pudieran verlo y dejó caer un poco de pienso de semillas de algodón.

Y entonces empezó aquel sonido sin parangón en este mundo con el que mi padre intentaba convencer a las ovejas: ese prrrrr-prrrrr-prrrrr que mi padre hacía con la lengua, remotamente parecido al cruce entre el ronroneo de un gato enorme y el zureo de una paloma. A lo mejor eran todas esas erres en boca de un escocés, pero por la razón que fuera mi padre podía entonar con suavidad aquel señuelo mucho mejor que ningún ovejero del Two.

Dode, Pat y yo nos quedamos mirando cómo un primer grupo de ovejas, atentas al origen de aquel prrrrrr, olisqueaban el pienso. Comenzó la refriega: se dieron unos cuantos topetazos ovejunos entre ellas —como siempre, para nada— y después olvidaron su rivalidad y se lanzaron en enjambre hacia las semillas. Si consigues que las primeras ovejas se pongan en marcha seguidas a ciegas por las demás, se puede meter un rebaño de ovejas por el ojo de una aguja.

Mi labor consistía en ir detrás de las ovejas con el pastor, de manera que el rebaño entrara por el agujero destinado para el conteo y asegurarme de que ninguna daba la vuelta para volver a ponerse a la cola una vez había pasado por el contadero y así evitar contarla dos veces; o, de haber pertenecido aquel rebaño a Ed Van Bebber, me habría quedado más atrás para asegurarme de que su pastor, siguiendo órdenes de Ed, no dejara escapar ovejas por los laterales del corral mientras duraba el conteo y evitar así que alguna quedara excluida del recuento.

Pero dado que esas eran las ovejas de Dode y detrás del rebaño me acompañaba Pat Hoy, poco podía aportar a la tarea que teníamos entre manos. Mi presencia allí era prácticamente testimonial. Me fijaba sobre todo en Pat, pero sin mirarle fijamente, para aprender cómo había logrado guiar a aquellas criaturas lanudas.

Hay quien dice que Pat era capaz de conseguir que las ovejas se comportaran mucho mejor de lo que tenían pensado solo con la mirada. Alguna vieja bruja que otra se salía a veces del rebaño, evaluaba sus opciones de escapar por delante de Pat y, una vez que había descubierto con quién se enfrentaba, regresaba tímidamente para unirse al resto del rebaño. Naturalmente ese no era el caso de los corderos, animales tan predecibles como una gallina en mitad de un huracán. En esos casos, Pat se limitaba a decir «Rodéalos, Taffy» y su perro pastor de color caramelo los represaba para enviarlos de vuelta al lugar que les correspondía. Un perro pastor tan bueno como Taffy valía su peso en oro. Y un pastor tan listo como Pat sabía ser diplomático con su perro, al que recompensaba de vez en cuando con elogios y rascándole las orejas, pero sin llegar a tratarlo como un bebé para evitar que el perro se quedara allí plantado esperando a que lo felicitaran en lugar de hacer su trabajo. Aquel fue uno de los primeros consejos que recibí de mi padre cuando empecé a acompañarlo en sus expediciones de conteo: «No te encariñes demasiado con el perro de ningún pastor. Basta con que les des unos golpecitos si se refrotan contra ti».

Taffy se acercó a mí con la esperanza de oír algún elogio, pero solamente dije: «Vales por perro y medio, Taffy».

—La hierba está muchísimo más alta aquí, Jick. Ojo que puedo perder a Taffy —me dijo Pat—. ¿Alguna vez has visto una jungla semejante?

—No —confesé y durante un rato conversamos sobre lo que nos depararía el verano.

Pat Hoy tenía el mismo aspecto que cualquiera de los miles de vejetes que uno puede encontrar en los bares de la First Avenue South de Great Falls donde se contrataba a la gente, pero Pat era un auténtico experto en lo que a pastos se refería: sabía cómo hacer pastar a las ovejas tan bien que parecía que también él se alimentaba de hierba. Ningún otro pastor del Two era tan apreciado como Pat durante los diez meses del año en los que permanecía sobrio detrás del rebaño y por esa misma razón Dode soportaba lo que hiciera falta con tal de que siguiera trabajando para él, es decir, soportaba que durante un número aleatorio de ocasiones al año Pat proclamara: «Lo dejo, maldita sea, por mí ya puedes pastorear tú solito a esas tontas del bote. Bájame al pueblo». Dode sabía que todas aquellas proclamas de abandono significaban solo dos cosas en realidad: «El muy desgraciado tiene que irse de parranda después de que hayamos vendido los corderos y luego otra vez justo antes de la parición. Se baja a Great Falls y termina hecho un cisco. Este Pat sigue el mismo patrón que el linóleo, ya lo creo que sí. La primera semana bebe whisky y va con mujeres bastante guapas. La siguiente se mantiene principalmente a base de cerveza y las mujeres ya empiezan a parecer más desarregladas. Después durante dos semanas no bebe más que vino y va por ahí con mujerzuelas de la First Avenue. Con eso se desintoxica, yo bajo a recogerlo y vuelta a empezar».

Podrán entender ahora por qué la compañía de Pat y Dode nos ponía de buen humor. Cuando terminamos de contar ovejas y terminamos de ayudar a Pat a enfilarlas montaña arriba, hacia la cordillera donde pasaría con ellas el verano —las ovejas y los corderos ya explorando el terreno, lanzándose al primero de los millones de mordisquillos que le darían a la hierba del Two entre entonces y septiembre—, Dode se quedó charlando un rato con nosotros.

—¿Alguna novedad del Tío Sam? —preguntó.

—Comprenderás que Roosevelt no me lo cuenta todo —respondió mi padre—. Aunque nos estamos modernizando. Solo he tardado media vida en verlo con mis propios ojos, pero la atalaya de Billy Peak ya está casi terminada. Bill le dará los últimos toques dentro de unos días. Por fin este bosque tendrá una maldita atalaya de vigilancia contra incendios en todos los puntos donde lo necesita. Claro que han tenido que construirla justamente un verano en el que es más probable que el bosque salga de aquí flotando y no ardiendo, pero lo mismo da.

Dode era un tipo macizo de facciones duras que cuando te escuchaba dejaba escapar una sonrisa con una mella por la que uno echaba a faltar el diente situado justo a la izquierda de los dos incisivos; seguramente alguien se lo habría arrancado en alguna aventura. Una de las historias que corrían sobre Dode era que cuando él y Midge estaban a punto de casarse, le dijo que tenía la intención de ponerse tan guapo para la boda que había pensado colocarse una judía blanca en el hueco del diente. Pero aunque Dode siempre daba la impresión de estar listo para enfrentarse a la vida de cabeza, también era uno de esos tipos excepcionales capaces de escucharte con la misma sinceridad con la que hablaban.

—Y Alec, ¿sigue calentando silla en la Doble W? —preguntó Dode.

—Ahí sigue —se vio obligado a confirmar mi padre.

Dode captó el sentido de aquellas dos palabras, porque siguió con su perorata:

Ese maldito Williamson. Puede ser un despótico hijo de puta sin tan siquiera proponérselo, ya te lo digo yo. Hace un tiempo me lo encontré en el Medicine Lodge y nos tomamos un par de tragos. Empezó a vacilarme con que si las vacas son animales con más clase que las ovejas. Así que al final le dije: «Wendell, a ver si me respondes a esto. Cuando ves un dibujo de Jesucristo, ¿qué es lo que lleva en brazos? Un cordero siempre, nunca una maldita ternera».

Nos tronchamos de risa. Por primera vez en todo el día no tuve la impresión de que mi padre hubiera desayunado un puñado de clavos.

—En cualquier caso —nos aseguró Dode—, ya verás cómo muy pronto Alec se da cuenta de que hay más gente en el mundo para la que trabajar que el maldito Wendell Williamson. La vida es muy larga y siempre hay tiempo para empezar de nuevo.

Mi padre sacudió la cabeza, como esperanzado, pero en realidad tenía dudas.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Crees que ganarás alguna perrilla este año?

Así que ahora le había llegado el turno a las novedades de Dode. Mi padre recibió con buena disposición las noticias de que en Musselshell una remesa de lana de treinta mil vellones se había vendido a cuarenta y cuatro centavos el kilo, la cantidad más alta en años. Una buena noticia por la que «casi le entran a uno ganas de seguir adelante con esto de las ovejas». Y es que el propio Dode no tenía pensado esquilar hasta fin de mes, «a menos que nos achicharremos de calor».

Me apoyé en un árbol mientras disfrutaba de las vistas y del soniquete de la conversación. Por regla general todos los pastores de English Creek y mi padre se llevaban a las mil maravillas, pero Dode era especial. Mi padre y él habían salido del mismo molde. Tampoco hacía falta echarle mucha imaginación para darse cuenta de que si las circunstancias hubieran sido diferentes cuando ambos eran jóvenes, ahora mismo podría ser Dode el que estuviera aquí sentado como empleado del Servicio Forestal de Estados Unidos y mi padre el dueño de un rancho de ovejas. En realidad, su amistad había nacido mucho antes de que ninguno de ellos tuviera algo parecido a una profesión, cuando los dos eran unos gamberros salvajes, dos jóvenes que montaban a caballo en el gran corral de los Egan en Noon Creek todos los domingos del verano. A mi padre le encantaba contar cómo Dode, que podía ponerse bien elegante cuando la ocasión se prestaba, aparecía de repente con aquel cabalgar salvaje, ataviado con un elegante par de pantalones de pana con ribetes de piel: «Al verlo, costaba muchísimo saber qué parte de él era Dode y cuál era un dandi, pero sin duda era el mejor jinete de todos».

Algunas nubes ya se habían congregado sobre las cimas de las montañas y flotaban una tras otra a la deriva sobre las colinas situadas a nuestros pies. Pequeños cúmulos aborregados, de esos que durante los años de sequía hacían que la gente bromeara indignada: «Esas son nubes vacías de Seattle que están de paso», pero no importaba que las nubes no trajeran lluvias este año tan reverdeciente y, con la conversación de mi padre y Dode de fondo, me ensimismé mientras observaba cómo la sombra de cada nube cubría una colina o parte de alguna cresta para después flotar colina abajo cruzando el riachuelo hacia la siguiente, como si la sombra fuera un lento simulacro de inundación enviado por la nube.

—La naturaleza me llama —se excusó Dode, pero no se dirigió hacia el bosque sino hacia un saliente rocoso situado a unos treinta y cinco metros, casi tan grande y tan elevado como una casa de una planta. Dode dio un salto y entonces comprendí que no había entendido bien su misión; evidentemente, se había encaramado allí para contemplar la montaña y ver cómo iba Pat con las ovejas.

Pero no: Dode hizo eso y también lo otro, contemplando la pendiente de la montaña mientras se desabrochaba la cremallera y meaba.

¿Saben? Incluso mientras lo cuento estoy viendo a Dode tal y como lo veía entonces. Con la mano izquierda apoyada en la cintura y el brazo y el codo curvados hacia fuera, como el asa de una taza de café. El sombrero echado hacia atrás, formando un curioso ángulo. Encaramado allí arriba parecía tan sereno como una estatua, si es que alcanzan a imaginar una piedra puesta allí a horcajadas en conmemoración de tan particular función humana.

Mi padre y yo sonreímos con ganas.

—Dode no hay más que uno —dijo mi padre, después ahuecó las manos y lo llamó con tono preocupado—: Dode, espero que estés bien plantado allá arriba, porque ya no te quedan manos para agarrarte.

Cuando Dode dijo que tendría que poner inmediatamente rumbo a casa o de lo contrario enfrentarse con la regañina de Midge, yo ya estaba casi del humor que se merece una expedición de conteo. Sabía que el viaje hasta las ovejas del día siguiente, las de Walter Kyle y Fritz Hahn, nos llevaría a Roman Reef, una tierra de primera, y que después de eso vendría la interesante perspectiva de la nueva atalaya de vigilancia de Billy Peak. Tampoco había escapado a mi atención que de camino a aquel par de atracciones pernoctaríamos en un lugar de acampada de North Fork a los pies de Rooster Mountain, un punto que mi padre y yo —y sí, también Alec otros años— considerábamos nuestro favorito de todo el Two. Flume Gulch, así se llamaba aquel lugar, porque allí había un barranco bastante elevado y peculiar de paredes muy inclinadas que viraba desde el sur y traía una catarata de agua desde la pared del cañón hacia North Fork. Caminando por aquel lado del río en Flume Gulch, daba la impresión de que el terreno había intentado levantarse y apuntalarse solo con ayuda de la espesura del bosque y la vegetación caída, pero en el otro lado del río, subiendo por la opuesta e igualmente inclinada elevación de Rooster Mountain, uno podía darse la vuelta y decir que nunca había estado en una pradera tan verde como aquella. Ese es el patrón que las estaciones trazan en esta parte del Two, una pendiente orientada al norte a reventar de árboles y arbustos, porque la nieve se queda aquí más tiempo y proporciona humedad, y una pendiente orientada al sur sin bosque, pero cubierta de hierba debido a toda la luz del sol que recibe. En cualquier caso, es una tierra salvaje y golpeada esta de Flume Gulch, pero bonita a más no poder.

Llegamos justo antes de la puesta de sol, desensillamos a Ratón, Poni y Homero —que amarrados pastaban de la buena hierba que cubría la pendiente de Rooster Mountain— y acampamos.

—Ya sabes dónde está la cena —me dijo mi padre. Quería decir que estaba en el arroyo y que había que ir a pescar.

Visto desde tan arriba en North Fork, el río de English Creek no parecía gran cosa. En la mayoría de lugares podía cruzarse de un salto, pero la corriente descendía rápidamente de la montaña y de vez en cuando aparecían rápidos que aquí y allá formaban alguna poza como si de un gran escalón de cristal se tratara. Y, si no había peces en alguna de aquellas pozas, estarían en la otra.

Nos quitamos el sombrero y desenrollamos el hilo de pescar y el anzuelo que llevábamos alrededor de la cinta del sombrero. Durante el ascenso habíamos cortado un par de ramas de sauce bastante largas. Hicimos una muesca en la madera a un par de centímetros de distancia del extremo más pequeño, atamos firmemente el hilo a las muescas para que no se desprendiera y ya estábamos listos para encargarnos de aquellos peces.

—Escóndete detrás de algún árbol para cebar el anzuelo —me avisó mi padre con la cara casi seria— o empezarán a saltar como locos.

Mi padre todavía tenía cierta reputación en el Servicio Forestal desde aquella ocasión en la que algún mandamás arrogante de la sede central de la Región Uno, bastante aficionado a la pesca con mosca, le preguntó qué les venía mejor a estas truchas de English Creek. Esos tipos siempre llevan consigo un catecismo completo de moscas de toda clase y variedad (hackle, muddler, goofus bug, moscas de piedra, ninfas y mosquitos diminutos). «Tripas de pollo», le informó mi padre.

Nosotros no teníamos nada de todo aquello, pero justo antes de salir de casa habíamos ido al fondo del viejo almiar situado cerca del establo y habíamos llenado de gusanos una lata de tabaco para cada uno. Jamás entenderé por qué demonios a la gente le daba por pensar que los peces preferirían una brizna de pelo antes que un gusano rellenito sacado directamente del fondo de un almiar.

De hecho los peces empezaron a darme la razón. En aras de la deportividad, reconozco que de vez en cuando me daba por pescar en aguas turbulentas —esas aguas exigen prestar más atención a la forma de lanzar y manejar el anzuelo y uno no puede limitarse a dejarlo clavado en la corriente—, razón por la que me hizo tanta ilusión sacar de las aguas revueltas mis diez peces en apenas media hora, mientras que mi padre aún no había alcanzado su cuota para la cena en la poza que había elegido.

—Casi, casi puedo saborear ese batido —le avisé mientras me dirigía corriente abajo para limpiar mis peces.

Teóricamente había una apuesta vigente en mi familia según la cual cualquiera que fuera a pescar y no alcanzara las diez unidades debía un batido a todos los demás. A mi padre se le había ocurrido esa idea hacía algunos veranos para despertar el interés de Alec. A mi hermano la pesca le daba igual, pero era muy competitivo en todo. La cuestión es que cuando la cuenta fue aumentando lo bastante con el paso de los años hasta el punto de que Alec nos debía a mi padre y a mí ocho batidos a cada uno, Alec decidió no participar en la expedición de conteo y nos había dejado la pesca a nosotros hacía un año. Nosotros dos estábamos igualados. Ambos habíamos fracasado en el intento de pillar diez peces una sola vez el verano anterior.

—Yo primero los acorralo —explicó mi padre mientras lanzaba un gusano fresco a la charca—. Lo que yo quiero es que se acumulen tantos peces que se atropellen entre sí y pierdan el conocimiento.

Los peces debieron de oírlo y se compadecieron de él, porque cuando yo había terminado ya de limpiar las tripas de los míos, mi padre apareció con su pesca colgada de una vara de sauce.

—¿Qué? —pregunté yo tan inocentemente como me fue posible—. ¿Has decidido rendirte?

—Y un cuerno, señor mío. Diez truchas recién pescadas del arroyo, delante de sus narices. Y puesto que estás tan adelantado, ve a desenterrar la sartén.

Incluso ahora soy capaz de revivir y disfrutar de aquellas comidas de Flume Gulch: freíamos las dos tandas de pescado, cenábamos tantos peces como podíamos y desayunábamos las sobras. Aquellos peces sacados del arroyo, truchas de unos veinte centímetros de largo, eran un manjar exquisito. Empiezas a saborearlas tan pronto como caen en la sartén y comienzan a curvarse. Las doras y las coges con los dedos y te las comes como si fueran mazorcas de maíz y quisieras tener estómago suficiente para comerte cien.

Después de haber devorado unas cuatro truchas por cabeza paramos un poco para compartir una lata de judías con carne de cerdo y algunas rebanadas del pan con mantequilla de mi madre, antes de volver a dar cuenta de la última tanda de pescado.

—¿Ya estás lleno? —me preguntó mi padre cuando nos habíamos zampado siete u ocho truchas cada uno.

Incliné la cabeza para darle a entender que así era y, mientras él bajó a la corriente para enjuagar nuestros platos de hojalata y restregar la sartén con gravilla, yo me puse a completar el diario de mi padre.

Que el Servicio Forestal de Estados Unidos quisiera saber por escrito lo que mi padre había hecho durante el día constituía la única y más persistente molestia de mi padre como guarda forestal. Hacía mucho tiempo, alguien le había contado la historia de otro jinete reconvertido en forestal del Bosque Nacional Shoshone, en Wyoming. «Le he cortado la cola al caballo y el viento no ha dejado de soplar», rezaba el primer intento del susodicho. Después, como pensándolo un poco más, concluía: «Viento del noreste». Mi padre aceptaba sus obligaciones con resignación, de manera que hacía lo que podía con el fastidio perpetuo de tener que apuntar sus actividades en aquel diario. Cuándo… ya era otra cuestión. Durante dos o tres semanas cumplía religiosamente con su obligación, pero entonces llegaba una mañana de sábado en la que tenía delante siete carillas vacías de color amarillo como reflejo de toda una semana sin apuntar ni una palabra y tenía que empezar a rellenarlas:

—Bet, ¿qué hice el martes? ¿Fue el día que llovió y que estuve haciendo el papeleo de Mazoola?

—Eso fue el miércoles. El martes te fuiste a caballo a ver cómo iba la cosa por Noon Creek.

—Creía que eso había sido el jueves.

—Como tú digas, pero te equivocas. —Mi madre ponía mucho cuidado en parecer medio exasperada cuando llegaban aquellas sesiones de escritura, pero creo que esperaba con ganas la oportunidad de corregir a mi padre en cuestiones históricas, aun cuando solo fueran de la semana anterior—. El jueves yo cociné y tú les llevaste un pastel de ruibarbo a los Bowen cuando subiste a la estación de Indian Head. Aunque, dicho sea de paso, tampoco es que Louise Bowen sea capaz de apreciar un pastel.

—Bueno, entonces, cuando subí al puesto de observación de Guthrie Peak, pero eso fue… ayer, ¿no? ¿El viernes?

—Hoy es sábado, así que lo más probable es que ayer fuera viernes —le confirmó mi madre con aire satisfecho.

Cuando mi padre me consideró mayor para acompañarlo en sus expediciones de conteo por las montañas, se sintió aliviado en lo que a su diario se refiere. Anteriormente lo había intentado con Alec, pero mi hermano tenía la misma disposición de ya-lo-haré-más-tarde que él. Creo que aún no habíamos avanzado ni un kilómetro por el sendero aquella primera mañana cuando detuvo las riendas y dijo de repente: «Jick, ¿por qué no te ocupas tú del diario en mi lugar?», y me entregó un lapicero recién afilado y una libreta de bolsillo.

Me costó un poco imitar el estilo de mi padre, pero tras aquellos primeros días en que después de escribir en mi cuaderno cosas como «Nos encontramos con Dill Egan en la orilla sur de Noon Creek y le comentamos si puede conseguir un permiso más amplio para diez novillos más», mi padre lo reducía en su diario a un «Comenté con D. Egan la propuesta de los novillos», me acostumbré a él.

Ya tenía la veteranía suficiente como para que el lápiz escribiera solo los avatares del día. «Patrullé» —otro de los principios que alguno de los primeros forestales le había confiado a mi padre era que en cuanto salías de la estación forestal para darte un paseo por los alrededores, ya habías patrullado—; «patrullé por la bifurcación n. de English Creek. Conté las ovejas de D. Withrow. Empecé a empaquetar los tornillos, los tensores y el cable para la atalaya de Billy Peak».

Mi padre lo leyó y asintió con la cabeza. «Cambia lo de “empaquetar los tornillos, los tensores y el cable” por “el equipo”. No hay necesidad de concretar más de lo indispensable en las notitas de amor al Tío Sam. Por lo demás, parece la mismísima Biblia».

Así quedó resumido el día. Habíamos cenado truchas. La hoguera de nuestro campamento desprendía calor e iluminaba el espacio que nos separaba de la noche. No teníamos nada que hacer, salvo quedarnos pensando hasta que nos entrara el sueño. Mi padre tenía la espalda apoyada contra la silla de montar, las manos detrás de la cabeza y el sombrero echado hacia delante sobre la frente. Desde aquella vez en la que un puercoespín, atraído por el salitre del sudor de los caballos, había mordido con ganas la silla de Alec en la expedición de conteo de hacía dos o tres años, seguíamos la norma de tener siempre las sillas a nuestra vera.

Mi padre se sentía más a gusto junto a una hoguera que ninguna otra persona que yo conociera, ya lo creo. En ese mismo instante pensé que habría podido estar hasta el alba hablando de las tierras del Two si Toussaint Rennie o Dode Withrow hubieran estado cerca para hacerle compañía.

Mi cabeza, sin embargo, seguía dándole vueltas a Alec —y, cómo no, también en cierto modo a Leona— y a lo que había acontecido durante la cena la noche anterior, pero una vez más me invadió esa renuencia que me impedía preguntarle a mi padre su opinión sobre el futuro que le esperaba a Alec. Supongo que a veces no queremos escuchar la verdad y nada más que la verdad. En lugar de eso, saqué a colación otro tema que me había estado revoloteando por la mente.

—Papá, ¿tú alguna vez te imaginas siendo otra persona?

—¿Como, por ejemplo, quién? ¿John D. Rockefeller?

—No, me refiero a… Me puse a pensar viéndoos a ti y a Dode juntos en el contadero. Bueno, ya sabes, si alguna vez habías pensado en cómo sería si él estuviera en tu lugar y tú en el suyo.

—Con lo cual tendría tres hijas en lugar de teneros a ti y a Alec, ¿quieres decir? Mira que igual ensillo a Ratón ahora mismo y me cambio por Dode.

—No, no es eso. Quiero decir la vida en general. Que él fuera forestal y tú pastor, a eso me refería. Si las cosas hubieran sido algo diferentes cuando erais más jóvenes. —Cuando teníais mi edad, eso era lo que se escondía tras mis palabras.

—¿Dode peleándose a cara de perro con el comandante? Bajaría ahora mismo de la montaña y me cambiaría sin dudarlo con tal de verlo.

Por aquel entonces el forestal regional, el jefe de todos en los bosques nacionales de Montana y el norte de Idaho, era Evan Kelley, comandante Kelley, porque como muchos de los muchachos que habían alcanzado cierto rango durante la guerra se aferraba al cargo como si fuera un signo de santidad. El estilo de liderazgo del comandante era muy elemental. Si Kelley decía «rana», más les valía a todos empezar a saltar. Ojalá me hubieran dado cinco centavos cada vez que mi padre abría el correo del Servicio Forestal y decía: «¡Ay, Jesús, otro kelleygrama! Pero este hombre, ¿cuándo duerme?». Todo el mundo admitía que por lo menos el comandante había dejado bien claras las normas en los mensajes que les enviaba a sus hombres del Servicio Forestal. Sus forestales recibían dos órdenes muy claras: nada de grandes incendios y nada de chorradas. Hasta el momento, mi padre cumplía con ambas. Por aquel entonces yo no le daba demasiadas vueltas, pero la larga temporada que mi padre pasó a cargo del distrito de English Creek del Bosque Nacional Two Medicine solo podía haber tenido lugar con la bendición del comandante en persona. El papa de Missoula, por así decirlo. Ninguna otra persona situada en un escalafón más bajo podría haber protegido al forestal Varick McCaskill de los traslados que solían producirse cada cierto tiempo en el Servicio Forestal. No, el comandante quería que aquella complicada porción situada al norte del Two, rodeada como estaba en buena parte por otros territorios del gobierno, se vigilara de tal modo que no atrajera sobre el Servicio Forestal demasiados ladridos procedentes del personal del vecino Parque Nacional Glacier o de la reserva de los pies negros; los pastores estarían contentos y los ingresos que pagaban por los permisos para usar los pastizales en verano seguirían fluyendo; tampoco se repetirían los terribles incendios de 1910 o el incendio posterior de la montaña de La Mujer Fantasma, aquí mismo, justo encima de North Fork. Así era como mi padre vigilaba aquellos parajes. Por el momento.

—Creo que ya sé adonde quieres ir a parar. —Mi padre se incorporó lo suficiente como para apoyar la bota sobre un tronco de pino y lo empujó hacia la hoguera, para luego volver a recostarse de nuevo sobre la silla—. Cómo es que nos dedicamos a lo que nos dedicamos en la vida, en lugar de a otra cosa. Pues no sé, no tengo respuesta. Yo lo único que sé, Jick, es que ningún trabajo nos encaja tan bien como nos gustaría, pero lo cierto es que algunos de nosotros nos adaptamos mejor que otros a un trabajo en concreto. Yo creo que eso sí que importa.

—Sí, supongo, pero ¿cómo consigues el trabajo para saber si encajas o no?

—Buscas una oportunidad que te permita probar, eso es todo. A veces la oportunidad se presenta sola. A veces eres tú quien sale a buscarla. Yo mismo tuve que probar el ejército, por la guerra. Y no tardé ni un minuto en saber que la vida castrense no era para mí. Después aterricé aquí y empecé como jinete de la asociación de Noon Creek porque me lo propuse, imagino. Acudí a Dill Egan, el viejo Thad Wainwright, tu abuelo Isaac y los demás habitantes de Noon Creek y les pregunté si me tendrían en cuenta cuando llegara el momento de cuidar sus vacas en verano. Naturalmente, es posible que no me viniera del todo mal mencionar cuánto me alegraría evitar que las vacas de la Doble W se resbalaran y terminaran invadiendo las parcelas de la gente de Noon Creek, como venía ocurriendo. En cualquier caso, así conseguí el trabajo.

—¿Quieres decir que en aquel entonces la Doble W tenía ganado por aquí arriba?

—Ya lo creo que sí. Al principio tenían permiso. ¡Y menudo permiso! Por aquel entonces los Williamson aún no se habían hecho con todos los pastizales de Noon Creek. Así que sí, podían utilizar el bosque y siempre que podían colaban sus vacas en las parcelas de los demás. Ya sabes que el primer mandamiento de Warren Williamson era que la hierba de los demás también era suya. —Pero yo no lo sabía. Warren Williamson, padre del actual mandamás de la Doble W, pertenecía a otra generación o quizá muriera en California mucho antes de que a mí me dijera nada su nombre—. Una cosa sí te diré de Wendell —prosiguió mi padre—. Por lo menos él compra o alquila las tierras. El viejo Warren las ocupaba sin más. —Dio un nuevo empujón al tronco con la bota—. La maldita y eterna Doble W. Los «Zampa Zampas» como los llamaba el caballero que trabajaba de forestal cuando yo era jinete de la asociación.

—¿Y por eso…? —Yo quería preguntarle a mi padre si esa era la razón por la que mi madre y él se oponían tan férreamente a que Alec se quedara a trabajar en la Doble W, aquellas viejas disputas entre el rancho de los Williamson y los habitantes del Two, pero el McCaskill sentado a mi lado al resplandor del fuego era un tema más a mano que mi hermano ausente—. ¿Fue así como conseguiste hacerte forestal? ¿Te propusiste conseguir el trabajo?

Se quedó parado un instante, allí tumbado sobre la silla de montar con los pies apuntando hacia la hoguera. Entonces sacudió la cabeza.

—El Servicio Forestal nunca ha funcionado así y te puedo asegurar que el comandante tampoco. Si se te ocurría decir que quieres quedarte en el Two, terminaban enviándote a Beaverhead o Bitterroot. O caías en desgracia y te mandaban a Selway cuando todavía era Selway. No, yo no me postulé para quedarme en English Creek. Simplemente sucedió.

Yo ya me estaba preparando para señalar que aquel «sucedió así» no era una explicación válida de su historial laboral cuando de repente mi padre se incorporó y se echó el sombrero hacia atrás, como queriendo prestarme atención:

—¿Y a ti qué mosca te ha picado con todo esto del «si yo fuera él y él fuera yo»? ¿Preferirías ser otra persona?

Me había pillado. Ahora me tocaba a mí no contar toda la verdad.

—No, la verdad es que no, pero podría haber sido otro, eso es todo.

Aquella respuesta ni siquiera se aproximaba a la verdad e indudablemente tampoco era la respuesta a la que habría recurrido antes de que ocurriera todo lo que ocurrió durante la cena de la noche anterior, porque hasta entonces, siempre que me había imaginado siendo otra persona, ¿quién sino Alec habría sido el primer candidato? ¿Acaso no coincidíamos en lo esencial? La misma sangre, el mismo lugar de crianza, la misma educación y quizá incluso la misma constitución si yo seguía creciendo como lo había hecho últimamente. Los dos llegamos al mundo en septiembre, casi al mismo tiempo, no hacía falta más que cambiar los años. Lo que más me sorprendía era que nos interesaran cosas tan distintas en la vida. Imagino que yo tenía más o menos asumido que el tiempo acercaría mis intereses a los de Alec, pero en ese momento era precisamente esta posibilidad la que me desconcertaba. La víspera, sentado a la mesa en el momento en que Alec había anunciado lo suyo con Leona —cuando solté aquel «¿Y eso?»—, lo que yo pretendía era algo similar a lo que mis padres querían de Alec. Algo parecido a un «¿Ya, tan rápido?». ¿A qué venían las prisas? ¿Cómo podía sucederle tan pronto la boda y todo lo demás a mi propio hermano? Seamos sinceros: lo que yo sentía o al menos percibía e intentaba entender era que el reciente comportamiento de Alec presagiaba en cierto modo el mío propio. Era como ver un traje muy elegante en el escaparate de Toggery en Gros Ventre y decir: «Cristo bendito, a mí no me pillan muerto en uno de esos», pero al mismo tiempo darte cuenta de que te sentaría como un guante.

—¿Como quién? —me preguntó mi padre en un tono que daba a entender que era la segunda vez que me lo preguntaba.

—¿Como quién, qué? —respondí yo en un eco, intentando pensar en otra cosa.

—Parece que el campo está lleno de búhos esta noche —observó mi padre. Pero seguía prestándome la suficiente atención como para que yo supiera que más me valdría inventarme algo parecido a una respuesta.

—Ah, ya. —Contemplé la hoguera en busca de algún taco que hubiera que empujar hacia dentro y, aunque en realidad no lo encontré, di un puntapié—. Bueno, pues como Ray. Eso es lo que estaba pensando, en Ray y en mí. —Ray Heaney era mi mejor amigo del instituto en Gros Ventre—. Como tenemos la misma edad y todo eso, como tú y Dode.

Esto hizo que mi padre me mirara con curiosidad.

—Pues hace falta imaginación para eso —dijo—. Dode y yo somos gemelos siameses comparados contigo y con Ray. —Entonces se levantó, se sacudió las ramitas y la pinocha que se le habían quedado pegadas en la espalda—. Aunque yo creo que la imaginación no es un problema para ti. A lo mejor hasta te sobra un poco para repartir con los demás, ¿eh? Deberíamos irnos a dormir. Mañana tenemos un día muy largo por delante.

Si creyera en augurios, el inicio de la mañana siguiente debería haberme servido de aviso.

Primero el lío de salir de nuestros sacos al despertarnos, encender el fuego y asegurarnos de que los caballos no se habían marchado durante la noche: todo fue como siempre.

Justo entonces, mi padre me miró desde donde estaba calentando la cafetera en una esquina del campamento y me preguntó: «¿Quieres una taza, Alec?».

Son cosas que pasan en todas las familias. Una sombra pasajera, la lengua que se desvía una pizca y suelta algo distinto de lo que pretendía. Normalmente no me habría irritado que no me llamaran por mi nombre, pero con toda aquella conmoción por lo de Alec y el hecho de andar dándole vueltas al lugar que cada uno de nosotros ocupaba en nuestra familia, por no hablar de ese rato que había pasado rumiando sobre mi hermano y sobre mí junto a la hoguera y no sé qué más, provocó una respuesta que me salió como un pedernal:

—Yo soy el otro.

La sorpresa sobrevoló por la cabeza de mi padre. Supongo que después vino lo que llamamos arrepentimiento.

—Pues claro que sí —afirmó en voz baja—. Eres inconfundible, Jick.

Hablemos ahora de mi nombre. John Angus McCaskill, así me bautizaron. Sin embargo, tan pronto como empecé la escuela en South Fork y fui capaz de entender el alcance de lo que me habían hecho, abandoné el Angus para siempre. Desde entonces siempre he pensado que tener un segundo nombre de pila es como tener tres agujeros en la nariz.

Nunca antes lo había pensado, pero por aquel entonces el John también debió de transformarse hasta hacerse irreconocible. Al menos no tengo ningún recuerdo de que nadie me llamara por ese nombre, de manera que el cambio debió de producirse siendo yo bastante pequeño. Según mi madre, muy pronto se hizo también evidente que Johnnie tampoco me pegaba mucho. «Era como llamar vainilla al ruibarbo», decía mi madre medio en broma. Con ella nunca se sabía. En cualquier caso, la historia familiar asegura que ella y mi padre habían empezado a llamarme Jack cuando algún visitante, al darse cuenta de que yo tenía el pelo rojizo de los McCaskill pero que en lugar de tener ojos azules como los demás tenía los ojos grises y más pecas que Alec y mi padre juntos, sin un mentón tan prominente como el suyo, dijo algo así como: «A mí más bien me parece el Jick de esta familia».

Así que me bautizaron con el nombre de la carta desparejada: la sota o jick que solo comparte color con la sota o jack de la baza ganadora. En un juego como el pitch, si mandan picas, el jack de tréboles se convierte en jick. Para ganar la baza, la norma dice que el jack gana al jick, pero este gana al joker. Lo explico porque me quedo anonadado ante la cantidad de gente que, incluso aquí en Montana, ya no es capaz de jugar una partida de cartas decente. Creo que la televisión es en gran medida la culpable.

Así que me convertí en Jick y así me llaman desde entonces. Un apelativo extraño que me habían puesto salido de la nada. Todavía sigo dándole vueltas al asunto. ¿Habría dado algún giro a mi vida el haber tenido otro nombre? Aun con todo, de todas las cosas que cambiaría en mi vida, mi nombre no estaría entre las primeras.

El incidente del desayuno me dolió un poco y siguió molestándome después incluso de que mi padre y yo ensilláramos y prosiguiéramos la marcha hacia el contadero de Roman Reef donde debíamos encontrarnos con las ovejas de Walter Kyle, hacia el mediodía. Tampoco es que el clima ayudara. Las nubes se arremolinaban sobre las cumbres montañosas y, aunque todavía no había llovido, se avecinaba un chaparrón. Era uno de esos días extraños, demasiado húmedos y fríos como para salir sin chubasquero y demasiado bochornoso como para ir cómodo con un chubasquero puesto.

Por si fuera poco, nos encontrábamos en un tramo del sendero que nunca me había gustado, la ladera quemada de la montaña de La Mujer Fantasma que justo comenzaba a aparecer delante de nosotros. Por todas partes, una hectárea tras otra, aquella pendiente era un cementerio gris de árboles muertos y tocones. Muertos por efecto del fuego, puesto que el incendio del bosque de La Mujer Fantasma había sido el más grande de la historia del Two si exceptuamos el verano abrasador de 1910.

Delante de mí, mi padre estudiaba el terreno quemado con el mismo aire sombrío que adoptaba siempre que pasaba por allí. Los dos avanzamos alicaídos, como dos huérfanos. A mí no me gustaban los alrededores de La Mujer Fantasma, pero mi padre directamente los odiaba. En su mente, aquella zona muerta y gris de la montaña era una mácula que emborronaba su bosque. En aquellos tiempos, cuando las labores de extinción de incendios se realizaban principalmente a mano, un incendio descontrolado era la pesadilla del Servicio Forestal. Salvo por las inevitables zonas quemadas que aparecían antes de que pudieran sofocarse los incendios producto de los relámpagos, la hoja de servicios de mi padre estaba tan impoluta como era posible en aquellas circunstancias: los bosques y las praderas del distrito forestal de English Creek permanecían intactos e incluso buena parte del territorio quemado en 1910 comenzaba a recuperarse, pero ahí, en La Mujer Fantasma, aquella terrible cicatriz seguía sin curarse. Tampoco es que el incendio de la Mujer Fantasma hubiera sido de ninguna manera responsabilidad de mi padre, puesto que ocurrió antes de que él se hiciera cargo del distrito cuando todavía era forestal en Indian Head. Lo llamaron para trabajar en la brigada de bomberos. El incendio avanzó descontrolado bastante tiempo y un montón de hombres terminaron luchando a brazo partido en La Mujer Fantasma antes de sofocarlo, eso era todo, pero aquel tema no se podía sacar delante de mi padre y aquella mañana yo ni siquiera estaba de humor para intentarlo.

Cuando el tiempo se tiñe de ese ánimo que nos dominaba entonces, se ralentiza hasta la desesperación. Evidentemente mi padre sabía que tanto al día como a mí no nos vendría nada mal un poco de luz. Aún quedaba mucho rato para el mediodía. Habíamos cubierto ya dos terceras partes de nuestro camino hasta Roman Reef, donde North Fork se oculta entre un cañón boscoso y el sendero se aleja de La Mujer Fantasma formando una curva hacia las montañas que se vislumbran a lo lejos, cuando mi padre se giró a lomos de Ratón y me dijo:

—¿Qué tal si comemos temprano?

—Vale —respondí yo con naturalidad.

Siempre que salíamos de casa, mi padre tendía a sobrevivir con lo primero que saliera de la mochila. Seguía el principio de que la cena debía ser un plato cocinado, especialmente truchas siempre que fuera posible, pero en lo que al resto del día se refiere, cuando no nos quedaban truchas del día anterior, para desayunar solía preparar un par de lonchas de chicharrón y una lata de tomates o judías verdes y, si no te andabas con cuidado, podía servirte lo mismo a la hora de comer. Por ello mi madre siempre nos preparaba bocadillos para el almuerzo de tres días.

Naturalmente, al segundo mediodía el pan estaba tan seco que podías prender con él una cerilla, pero era una apuesta más segura que cualquiera de los inventos de mi padre.

Nos habíamos comido cada uno un bocadillo y medio de compota de manzana y de postre compartimos una lata de melocotones, pinchando las rodajas con la navaja para no tener que andar rebuscando a tientas entre los cubiertos, cuando de repente Ratón soltó un bufido.

—Quieto un minuto —dijo mi padre, aunque yo ya estaba inmóvil.

Retrocedió tres o cuatro pasos hasta colocarse junto a la funda donde guardaba el rifle de calibre 30-06 junto a Ratón. En aquella época del año en el Two, a cualquiera que supiera lo que se hacía la idea se le venía inmediatamente a la cabeza: cuidado con los osos, porque salen de hibernar hechos unos cascarrabias.

Pero Ratón se había limitado a señalar la presencia de un jinete que aparecía ya por la curva del sendero, ligeramente por debajo de donde nos encontrábamos. Iba a lomos de un alazán con una mancha blanca en la cara que bufó al vernos. Lo seguía a corta distancia una yegua negra de carga, seguida de un caballo gris claro con manchas en el hocico, el cuello enhiesto y la soga bien tensa.

—Será algún vivandero nuevo —dijo mi padre al tiempo que volvíamos a nuestros melocotones.

El jinete siguió sentado en la silla con aquella pose que adoptan muchos jinetes expertos, como si viviera allí arriba y fuera incapaz de adivinar una razón lo suficientemente poderosa como para aventurarse a bajar del caballo. Entre el impermeable abotonado y el Stetson marrón apenas se le veía la cara, pero, ahora que lo pienso, estoy bastante seguro de que mi padre reconoció al instante al jinete y la situación.

La corta recua ascendió con paso firme hacia nosotros, las orejas de los caballos enhiestas interesándose tanto por nuestra presencia como por Poni, Homero y Ratón. El jinete no dio demasiadas muestras de estar prestándonos atención hasta que no alcanzó el punto en que nos encontrábamos mi padre y yo. Entonces, aunque no le vi hacer ningún movimiento con las riendas, el alazán se detuvo y el Stetson se le medio cayó sobre el hombro más cercano a nosotros.

—Hola, Mac.

—Me habría apostado medio almuerzo a que eras tú, Stanley. ¿Cómo te va, hombre?

—Pues por aquí ando, todavía en pie. Hola, Alec o Jick, quienquiera que seas.

Yo no lo había visto desde los… ¿cuatro? ¿Cinco años? Pero incluso entonces habría podido contarles un par de cosas sobre Stanley Meixell. Por ejemplo, que era más alto de lo que parecía subido en aquel alazán, puesto que como todos los jinetes daba la impresión de tener más piernas que tronco. Que en ocasiones se había sentado a nuestra mesa, avanzando encorvado primero hacia la palangana para refrescarse, nuca incluida, para después echarse el pelo hacia atrás —también podría haberles dicho que su pelo era negro azabache y que comenzaba en un pico de viuda—, antes de sentarse a la mesa. Que contrariamente a lo que hacían muchos otros, él no les hablaba a los niños en tono condescendiente y jamás les soltaba chorradas del estilo de «Oye, ¿tú crees que alguna vez llegarás a algo?». Que en cierta ocasión nos había hecho reír a mí y a Alec tanto que mi madre amenazó con echarnos de la mesa, cuando con la cara bien seria nos dijo que en el sitio de donde él venía a la leche la llamaban «zumo de vaca», a los huevos «cucubayas» y a la melaza, «azúcar colilargo». Pero de los diez años que más o menos hacía que no lo veíamos no les podría contar nada. Así que era extraño todo lo que de repente fui capaz de recordar de aquel hombre inesperado.

—Jick —aclaré yo—. Hola, Stanley.

Ahora le tocaba a mi padre seguir la conversación.

—Me había parecido reconocer esa yegua negra. Has vuelto al terruño para cuidar las tierras de los Busby, ¿verdad?

—Séh. —El séh de Stanley era un sí de Misuri dicho con lentitud, casi en dos partes. Sé-eh. Su voz sonaba más ronca de lo necesario, como si le hubieran colocado una escofina—. Séh, en los tiempos que corren, digo yo que ser vivandero es mejor que andar sin vianda. —El protocolo exigía que ahora continuara él y le preguntó a mi padre—: ¿Y tú qué, contando, no?

—Ayer tocó el rebaño de Withrow, hoy el de Kyle y el de Hahn.

—Menudo año para los pastos. Ha llovido de lo lindo, ¿eh? Esta hierba le llegaría a un indio alto a la altura del culo. Aunque te digo una cosa, a mí no me vendría nada mal un poquito de sol para descongelarme.

—Me da a mí que pronto vas a tener bastante para derretirte —predijo mi padre.

—Podría ser. —Stanley miró camino arriba, como si acabara de darse cuenta de que el sendero seguía más allá de donde estábamos parados—. Podría ser —repitió.

Mi padre y Stanley guardaron silencio. Me di cuenta de que aquella conversación no tenía futuro. Aquellos dos hombres no se habían visto en casi diez años. ¿Por qué no tenían nada que decirse más allá de aquel intercambio insignificante sobre el tiempo y la hierba? ¡Y hasta ese tema de conversación se les estaba agotando! Además los dos se miraban precavidos, como si de repente aquel sendero de montaña se hubiera convertido en un tobogán.

Por fin fue mi padre el que dijo:

—¿Quieres melocotones? Todavía quedan algunos sin apuñalar aquí dentro.

Náh, gracias. Debería seguir o los pastores irán por mí.

Pero Stanley no hacía ademán de ponerse en movimiento. Parecía estar guardándose para sí alguna impresión de la pareja que conformábamos mi padre y yo para llevársela consigo.

Mi padre pescó otra rodaja de melocotón y me pasó la lata para que yo la terminara, al tiempo que preguntó como si nada:

—¿Qué te ha pasado en la mano?

Tardé un instante en darme cuenta de que aunque había hablado en dirección a mí, la pregunta iba dirigida a Stanley. Entonces vi que Stanley tenía el revés de la mano derecha envuelto en un pañuelo, apoyaba aquella mano en el pomo de la silla con la mano izquierda encima, al revés de lo que solía ser habitual. Además, en buena parte del pañuelo que había sido blanco se veían ahora manchas de color teja.

—Ya sabes cómo es este Burbujas. —Stanley lanzó una mirada por encima del hombro en dirección al caballo gris—. Esta mañana no estaba de muy buenas pulgas y ha intentando darme una buena coz, pero solo me ha arrancado un poco de piel, eso es todo.

Nos quedamos mirando a Burbujas. Para ser un caballo, parecía capaz no solo de atacar sino incluso de lanzarse al pillaje y al saqueo. Hasta de ser un pirómano. Tenía un cuello ovejuno, rasgo este que se veía acentuado por aquella manera suya de resistir el agarre de las riendas incluso parado. «Una bestia de arrastre», así llamaba el empacador del Servicio Forestal a aquellas criaturas. «A veces es para preguntarse si estos cabronazos no se arrastrarían mejor poniéndolos boca abajo». La constelación de manchas en la nariz oscura que debió de dar nombre a Burbujas —al menos aquello era lo único que podía dar pie a bautizarlo de alguna manera— llamaba la atención, pero si mirabas más allá de aquellas manchas enseguida te dabas cuenta de que Burbujas te devolvía la mirada como si quisiera pisotearte la columna. Simplemente no sé cómo semejantes criaturas pueden terminar en una recua de carga. Supongo que de la misma manera que los Buenayuda Hebner y los Ed Van Bebber de este mundo terminan formando parte de la especie humana.

—Tampoco es que te sobre pellejo —le dijo mi padre a Stanley. Mientras examinaba a Burbujas, la expresión en el rostro de mi padre había mudado, lejos de la prudencia inicial. Ahora daba la impresión de haber tomado una decisión—. ¿No te importará que te acompañemos? —lo dijo en un tono terriblemente informal, como si se le acabara de ocurrir—. Ya me imagino que tirar tú solo de la recua no te hará mucha gracia.

Toda una señora oferta, pero, naturalmente, de imposible cumplimiento. Era evidente que mi padre había vuelto a despistarse, esta vez respecto de la obligada tarea del conteo que acababa de mencionar unas frases antes. Yo estaba decidido a recordarle que teníamos una cita con las ovejas de Walter y Fritz cuando de repente añadió:

—A lo mejor Jick puede acompañarte.

Solamente espero que no se me notara en la cara la enorme sorpresa que me invadió.

Pero debió de notárseme un poco, porque Stanley inmediatamente dijo:

—No, hombre, Mac. Jick tiene mejores cosas que hacer que darme la brasa.

—Piensa en las mañanas —le respondió mi padre—. Todos esos paquetes y nudos serán un infierno a menos que sepas manejarte con la izquierda.

—Que no. Estaré fuera un par de días o tres, ya sabes. Quizá más si alguno de los pastores se mete en líos.

—Jick ya me ha acompañado varias veces. Y seguro que tu arte cocinando le sienta mejor que mi comida.

—Bueno —empezó a decir Stanley, deteniéndose a continuación. Dios todopoderoso, parecía estar pensándoselo. Las cosas me estaban ocurriendo antes de que las viera venir.

Siempre le reconoceré a Stanley Meixell que formulase las dos preguntas siguientes en el orden exacto en que lo hizo.

—Que decida Jick. —Stanley me miró directamente—. ¿Qué te parece hacer de niñera de un tipo tan tonto que se deja cocear?

Por el rabillo del ojo vi que mi padre me sugería que diera una respuesta entusiasta.

—Ah, pues… me parece bien. Quiero decir, claro, Stanley. Te acompañaré. Si tú quieres, claro.

Stanley miró ahora en dirección a mi padre.

—Mac, ¿tú estás seguro de que no hay problema?

Hasta yo era capaz de traducir aquellas palabras. ¿Qué le esperaría a mi padre teniendo que hacer frente a mi madre por haberme enviado un par de días de vivandero con Stanley?

—Claro —dijo mi padre, como si no albergara ni una sola duda por la que mereciera la pena fruncir el ceño—. Tráemelo de vuelta cuando esté maduro.

—Entonces vale. —El Stetson de color marrón se movió un par de centímetros hacia arriba y Stanley paseó lentamente la mirada por los pinos, el sendero y la pendiente de la montaña, como si quisiera recordar aquel paraje. Su rostro quedó al descubierto. Ojos oscuros, de un negro azulado. En el rabillo del ojo, los muchos surcos dejados por las arrugas de la miopía. La nariz afilada, fina. Finos también la boca y el mentón. Un rostro sin desperdicio. De hecho, daba la impresión de estar algo gastado por el uso.

—Entonces deberíamos ponernos en marcha —propuso Stanley—. ¿Tienes todo lo que necesitas, Jick?

No tenía ni la más remota idea de lo que necesitaba para adentrarme en las Montañas Rocosas con un vivandero manco. Llevaba mi chubasquero y un colchón enrollado en la silla y tenía la cabeza más o menos bien plantada a pesar de la enorme sorpresa que aquello había supuesto, pero ¿sería suficiente? Finalmente conseguí farfullar:

—Supongo que sí.

Stanley le lanzó a mi padre una larga mirada.

—Nos veremos en misa, Mac —dijo. Y a continuación sacudió las riendas para que el alazán echara a andar.

El caballo negro y el caballo feo y gris ya nos habían adelantado cuando yo me subí a Poni. Mi padre permanecía en pie con los pulgares en los bolsillos, contemplando aquella hilera de tres caballos y la espalda de Stanley Meixell mientras yo comenzaba a dar la vuelta por el sendero. Me detuve junto a mi padre el tiempo suficiente para saber si tendría que oír alguna explicación, alguna instrucción o algún ejemplo edificante de alguna clase. Su rostro, que aún reflejaba aquella determinación inicial, me indicó lo contrario. Todo lo que me dijo fue:

—Jick, merece la pena conocerlo.

—Pero si ya lo conozco.

No hubo respuesta. Y tampoco parecía que fuera a haberla. Al cuerno. Pasé de largo frente a mi padre y murmuré:

—No te olvides de escribir el diario.

—Gracias por recordármelo —dijo mi padre, impasible—. Daré lo mejor de mí.

Yo sabía que los hermanos Busby estaban a cargo de tres rebaños de ovejas en su parcela, que se extendía más allá del acantilado de Roman Reef. Doblada la primera curva del sendero, Stanley había aminorado la marcha para que yo pudiera ponerme a su altura o quizá para asegurarse de que efectivamente lo acompañaba en aquel gran tour de los pastores.

—¿A qué campamento vamos primero? —le pregunté.

—Al de Cañada Dan, es el que cae más cerca. Más o menos debajo de aquel promontorio, en el acantilado, allí es donde tiene el carromato. Llegaremos en un par de horas. —Stanley y el alazán se habían puesto de nuevo en marcha, en ese estilo pausado que tienen los jinetes experimentados y sus caballos. Un instante los tienes a tu vera y al siguiente ya están marchando juntos, sin apenas hacer nada. Ahora quietos, ahora en marcha. Eso era todo. Pero antes de sobrepasarme, Stanley dijo—: Menudo día para salir de paseo, ¿eh?

—Sí, supongo.

No podían haber transcurrido más de quince minutos desde que habíamos dejado atrás a mi padre cuando Stanley detuvo las riendas y apartó el caballo del sendero para adentrarse en un claro del bosque, seguido de la recua. Cuando llegué a su altura me dijo:

—Voy a hacerle una visita a un árbol. Tú sigue, Jick. Ya te alcanzaré.

Durante aquellos minutos, tuve el sendero para mí solo. Justo cuando estaba a punto de dar la vuelta con las riendas para comprobar qué había sido de Stanley, avisté la mancha blanca que cruzaba la frente del alazán.

—Ahora mismo voy —me gritó Stanley, haciéndome señas para que siguiera cabalgando.

Pero me fue dando alcance con gran lentitud. De hecho, debió de hacer una segunda parada cuando yo desaparecí de su vista tras doblar una curva muy pronunciada. Antes de que me pudiera dar cuenta, Stanley volvió a ausentarse. Esa vez no había manera de saber por dónde andaba, así que detuve a Poni y esperé. Cuando ya iba a volver sobre mis pasos y empezar a buscarlo, Stanley apareció de repente y gritándome como siempre:

—Ahora mismo voy.

Empecé a preguntarme cosas. No solo no había sido yo quien se había ofrecido como voluntario para esa expedición sino que además estaba segurísimo de que ni por todos los demonios iba a ser yo quien la encabezara.

Así pues, la siguiente vez que Stanley se retrasó y desapareció de mi vista, tomé la determinación de esperar hasta que me alcanzara. Allí me quedé con Poni, firmemente detenido, cuando oí la voz de Stanley mucho antes de que pudiera verlo:

Mi nombre es Pancho,

trabajo en un rancho

y gano un dólar al día.

La voz cantarína de Stanley me sorprendió. Una voz de un tono más claro, más joven que su tono áspero habitual.

Igual que la canción.

Voy a ver a Suzy

¡Menuda, menuda mujer!

Adiós a mi dólar del día.

Cuando Stanley llegó a mi altura no pude ver sus ojos escondidos bajo el ala del sombrero caído, aunque esa vez lo estudié con bastante atención.

—Sí, señor —anunció Stanley cuando el alazán se detuvo—. Un gran día para la raza, ¿eh?

—¿La raza? —respondí yo boquiabierto.

—La raza humana. —Stanley giró sobre la silla, en mi opinión de manera no demasiado estable, lo suficiente para lanzar primero una mirada a la yegua negra y después a la gris, que le devolvió una mirada fulminante—. Burbujas sigue de un humor de perros. Seguramente se ha enfadado porque solo ha podido patearme la mano en lugar de la cabeza. Vas muy bien tú por delante, Jick. Yo me quedaré un poco retrasado a ver si a Burbujas le mejora el humor.

No me quedaba otra que seguir sendero arriba. Al menos ahora sabía exactamente cuál era mi situación. Por si quedaba la más mínima duda, las constantes desapariciones de Stanley y su incesante canturreo la disiparon por completo.

Mi hermano se llama Sancho

y toca el banjo

para que Suzy le dé un alegrón.

Siempre he pensado que las dos aflicciones más comunes en Montana —quizá lo que voy a decir sea cierto de cualquier lugar, pero yo no he estado en todas partes— son la bebida y la mala leche. Cierto es que mi opinión se ha atemperado en cierto modo desde que me hice lo suficientemente mayor como para darme el gusto de poner ambas en práctica de vez en cuando, pero en aquella montaña, hace ya tantos años, lo único que se me venía a la mente es que allí estaba yo con los dos peores ejemplos de cada una de ellas: un tipo que se escondía tras los arbustos para darle a la botella y un caballo la mar de cabezota.

Pero Suzy dijo:

«De eso nada, monada. El banjo y tú sois dos

y cuesta un dólar más».

Pasé más de una hora acordándome de mi padre y reflexionando sobre lo que acababa de endilgarme, poseído mientras tanto por un mal humor de mil demonios. Inocente como una maldita margarita, había permitido que mi padre me empaquetara con Stanley Meixell. Y ahora me encontraba con que mi compadre de travesía mostraba las señales típicas de un borrachuzo balbuciente. ¡Cristo bendito!, ¿no me podían haber explicado de qué iba aquello antes de meterme en aquel lío? ¿Qué tenía aquel padre mío en la cabeza? ¿Aire?

Pasado este ataque que me había llevado a rumiar aquello con tanto pesimismo, se abrió camino un nuevo pensamiento. Se me ocurrió preguntarme hasta qué punto mi padre tenía la obligación de haberme advertido de antemano de la condición de Stanley. Si tenía que haberse aclarado la garganta y haber anunciado: «Stanley, discúlpanos, pero Jick y yo tenemos que comentar unas cosillas detrás de esos pinos, ahora mismo volvemos, ¿vale?». ¿Tendría que haber hecho eso a espaldas de Stanley y haberme descrito a Stanley empinando la botella? Nada de aquello me parecía muy apropiado, lo cual me dejó con la perturbadora idea de que quizá me correspondía a mí haber sido capaz de captar la situación.

Cosa que, a su vez, me tuvo pensando otra hora más, intentando averiguar cómo se suponía que debía ser capaz de enterarme de cosas que de repente me asaltaban desde la nada. ¿Cómo se prepara uno para algo así, tenga la edad que tenga?

Las ovejas de Cañada Dan estaban agrupadas formando una gruesa hilera alargada contra una cabaña de pinos contortos. Cuando llegamos las ovejas balaban con gran estruendo, parecían intranquilas. Los buenos pastores saben que la manera de pastorear ovejas en el bosque puede valer también para una pradera, pero no necesariamente al revés. Me acordé de que mi padre había mencionado que Cañada Dan había sido pastor en Cut Bank, tierra de llanos. Un pastor asustadizo y recién llegado a terreno boscoso meterá el miedo en el cuerpo a sus ovejas y obligará al rebaño a permanecer unido, por temor a perder alguna. El perro pastor con manchas de Cañada Dan parecía cansado y resollaba, mientras Stanley estudiaba con detenimiento la manera en la que las ovejas estaban arracimadas en la pendiente.

—Llevaba dos días esperándote —nos saludó Cañada Dan—. Casi no me queda leche en polvo.

—No me digas —dijo Stanley—. Menos mal que casi no es lo mismo que nada.

Cañada Dan me miraba de arriba abajo.

—¿Tú eres el chico del forestal?

No me molestó la forma en que lo dijo, así que me limité a responder: «Jick McCaskill». También me preguntaba cuántas veces más aquel día tendría que presentarme delante de personas con las que no tenía la más mínima intención de tener trato alguno.

Cañada Dan disparó de nuevo sobre Stanley.

—¿Te tienes que traer a un chaval para que te haga de niñera, Stanley? Serán los años.

—Tengo la mano fastidiada —respondió Stanley—. Jick ha tenido la amabilidad de acompañarme.

Cañada Dan sacudió la cabeza, como si dudara de mi cordura.

—Se va a arrepentir de ser tan caritativo cuando vea la tarea del demonio que tenemos aquí.

—¿A qué te refieres, Dan?

—Me refiero a cerca de quince malditas ovejas muertas, a eso me refiero. Se metieron entre unas zigadenus hará unos tres días. Se envenenaron al instante. —Cañada Dan nos contó todo aquello como si fuera un transeúnte accidental en lugar de la persona que estaba a cargo de aquellos animales o, mejor dicho, lo que quedaba de ellos.

—Pues sí que son un montón —afirmó Stanley—. Oye, he visto las pieles en el carro…

—Ha sido aquí arriba. —Cañada Dan seguía hablando como si no hubiera oído a Stanley, gesticulando en dirección a las montañas que se extendían tras él—. Se agarraron a las plantas como si fueran caramelo. Venid, os lo enseñaré. —El pastor se despojó de su abrigo, lo arrojó sobre la hierba y con el dedo le indicó al perro—: Aquí quieto, Harapos. —El perro se acercó y se sentó encima del abrigo, mirando en dirección a las ovejas. Cañada Dan avanzó con esfuerzo hacia la cresta sin tan siquiera lanzar una mirada atrás en dirección al perro o hacia nosotros.

Las cosas empezaban a ponerse feas.

Cañada Dan nos condujo hasta un pequeño claro cubierto de hierba y algunas flores de color crema que formaban montículos grises aquí y allá. Las flores eran zigadenus y los montículos eran las ovejas muertas. Aun con el tiempo tan fresco que había hecho, se habían hinchado hasta casi explotar.

—Son esas de ahí —dijo el pastor para que pudiéramos identificarlas—. Menos mal que habéis aparecido. Con toda esta lana que esquilar, voy a necesitar toda la ayuda del mundo.

Stanley aprovechó la oportunidad de lanzarle un dardo.

—Habrás estado demasiado ocupado estos tres días para ponerte a ello, imagino…

Pero sus palabras rebotaron en Cañada Dan como una baya en un búfalo.

Los tres nos quedamos un rato contemplando los cadáveres. Tampoco es que haya mucho que decir delante de un montón de cadáveres de ovejas hinchados. Tras unos instantes, Cañada Dan dijo con lúgubre satisfacción:

—Eso les enseñará a estas puñeteras a no comer zigadenus.

—Bueno —dijo entonces Stanley—, para esquilar no basta con una sola persona.

Aquello redobló mi sensación de horror y me dije: «Pero sí basta una sola persona para empinar el codo y para arrastrarme a esta expedición y para escaquearse de lo que quiera que vaya a ocurrir a continuación».

Durante todo ese tiempo, Stanley había evitado mirarme directamente.

—Yo puedo ir descargando el papeo de la carreta de Dan mientras os hacéis cargo de esto. Después volveré con la yegua para cargar la lana. Vamos a ello. —¿Vamos?—. Será mejor que empiece con lo mío.

Stanley sacudió las riendas y se alejó, conduciendo la recua de caballos hacia el carromato. Cañada Dan se dirigió a mí:

—No te quedes ahí parado, chaval. Nos están esperando todas esas pellejas.

Y así fue como durante un buen rato me vi rodeado de cadáveres de ovejas. Uno por uno, tuve que dar la vuelta a todos aquellos cadáveres empapados por la lluvia. Se coloca la oveja firmemente en posición y se empieza a trabajar con una gran incisión desde la cola hasta la mandíbula. Si la navaja se te resbala lo más mínimo y corta el estómago, las entrañas salen volando. Después se hacen cuatro cortes por encima de cada pezuña y piernas hasta alcanzar la incisión grande, se quita la piel a los cuartos traseros y se sigue recortando y tirando de la piel, como si le estuvieras quitando unos calzones largos a un muerto. Me fastidia reconocerlo incluso ahora, pero Stanley tenía razón. Había que hacerlo, porque las pieles reportarían como mínimo un dólar por cabeza para los hermanos Busby y en aquel entonces un dólar era dinero. Pero que fuera necesaria no convertía aquella labor en menos repelente. Ignoro si han esquilado alguna vez una oveja que lleva muerta varios días bajo la lluvia, pero a la lana húmeda y pegajosa se añade la posibilidad de contraer una alergia conocida como envenenamiento lanar, de manera que mientras estás manipulando la piel te aterra la posibilidad de que las manos se te hinchen y te duelan. Con todo eso y mucho más dándome vueltas en la cabeza, corté y corté y seguí cortando, allí subido a horcajadas sobre los estómagos hinchados y entre las patas tiesas de los animales. Empecé con cuidado con idea de no trabajar demasiado rápido, con la esperanza de que Cañada Dan le diera a la navaja más rápido que yo y esquilara la mayoría de aquellos cadáveres. Naturalmente resultó que él había adoptado idéntica estrategia y que tenía incontables años de práctica más que yo en hacerse el lento. En otras circunstancias quizá habría sido capaz de admirar el aire dramático con el que se detenía a menudo, se enderezaba para mitigar lo que en sus palabras era el peor dolor de espaldas del mundo y contemplaba mi técnica con el escalpelo con aire escéptico antes de volver al tajo. Mi padre siempre decía que prefería mil veces trabajar con pastores que con vaqueros. «Alguna vez te puedes encontrar con un pastor que esté como una regadera, pero por lo menos no se las dan de cabrones egocéntricos». En aquellos momentos, yo empecé a cuestionar el criterio de mi padre. Si Cañada Dan era representativo de la profesión de pastor, tampoco me parecía que los pastores fueran el compañero ideal.

Finalmente me rendí en mi intento de ser más lento que Cañada Dan y empecé a esquilar las ovejas tan rápidamente como pude para acabar cuanto antes.

Las quince ovejas que había calculado Cañada Dan resultaron ser dieciocho. También me di cuenta de que seis de las pieles llevaban una marca con una barra encima del número, lo que quería decir que la oveja en cuestión había parido gemelos, es decir, que además de las dieciocho víctimas, había una docena de corderos recién paridos que pesarían menos de lo normal cuando llegara la hora de vender la mercancía.

También Stanley se dio cuenta cuando regresó con la yegua negra y empezamos o, mejor dicho, empecé, porque naturalmente él no parecía muy inclinado a participar y Cañada Dan tampoco hizo ademán de poner manos a la obra, a colocar el primer cargamento de pieles en las alforjas. «Bueno, ahora por lo menos sabemos a qué venían tantos balidos», dijo Stanley. Cañada Dan hizo como que tampoco había oído aquello.

Se giró y empezó a caminar con grandes zancadas por la pendiente hacia el carromato. De un silbido levantó al perro del abrigo y lo envió a vigilar a un puñado de ovejas que se habían atrevido a salir a pastar a campo abierto. Después nos llamó a gritos: «¡Ya es casi la hora de comer! Venid al carromato cuando hayáis terminado con esas malditas pieles, he preparado la comida».

Me miré las manos y los brazos, tan manchados de sangre y suciedad de las ovejas que detestaba la idea de tener que tocar las riendas y la silla para montar a Poni, pero eso fue lo que hice, porque estaba escrito que tenía que cabalgar con Stanley hasta el carromato, descargar aquellas pieles húmedas y viscosas porque él no podía hacerlo, regresar a caballo con él para recoger un segundo lote, cargarlas, volver y descargar. Previendo cómo se desarrollaría todo, grité abruptamente:

—¡Stanley!

—¿Sí, Jick? —El Stetson marrón se giró casi completamente hacia donde yo me encontraba.

En mi cabeza libraban batalla todas las posibles maneras de decir lo que diría a continuación. Stanley, esto no va a funcionar… Stanley, todo esto ha sido cosa de mi padre, no mía. Yo me bajo y me marcho a mi casa… Stanley, yo no estoy preparado para acompañarte y hacer el trabajo de este pastorucho de tres al cuarto y quizá contagiarme de la alergia de la lana y… Pero cuando finalmente abrí la boca, me oí a mí mismo decir:

—Nada.

Tras conseguir meter a duras penas el segundo cargamento de pellejas en el carromato de Cañada Dan me acerqué a la entrada para lavarme. Junto a la palangana, sobre el tajo, había un trozo de jabón grisáceo tan áspero que casi se me desprendió la piel junto con la sangre de oveja y el resto de suciedad, pero al final conseguí limpiarme.

—¿Hay toalla? —grité al interior del carromato con lo que me pareció un sutil tono de indignación.

Cañada Dan asomó la cabeza por la portezuela.

—Ahí la tienes, delante de tus narices. —Y señaló un saco de arpillera que colgaba de una de las esquinas del carromato—. ¿Estás ciego?

Me sequé lo mejor que pude con aquel saco, con la sensación de que me habían raspado desde el codo hasta la punta de los dedos, y entré en el carromato.

La mesa era un tablero cuadrangular del tamaño de un tablero de ajedrez grande que se extraía de la litera situada en el extremo más alejado de la entrada, apoyado sobre una pata plegable. Stanley ya se había sentado a uno de los laterales de la mesa. Yo sabía que como cocinero y anfitrión, a Cañada Dan le correspondía estar cerca de la cocina, sentado sobre un taburete al extremo de la mesa, de modo que me senté frente a Stanley con muchísimo cuidado, porque tres personas dentro de un carromato son multitud.

—¡AAAAUUUU! —se oyó justo debajo de mi pie, más o menos en el instante en el que mi nariz percibió el inconfundible olor a perro empapado.

—Pero hombre, ¿qué educación es esa, pisando a mi perro? Harapos, como lo vuelva a hacer, le quitas la idea a mordiscos, ¿eh?

Aquel debía de ser el sentido del humor de Cañada Dan, porque soltó una pequeña carcajada, como sorbiendo un huevo.

O a lo mejor no era más que el placer que sentía por haber preparado la comida. Sobre la mesa, el pastor plantificó un plato metálico con un trozo de carne cocida en el centro, seguido de una sartén oxidada llena de lo que parecían ser bolitas de naftalina.

—Ya os dije que me imaginaba que vendríais hoy, así que os he preparado un papeo digno de reyes —dijo pavoneándose—. Podéis empezar con ese maíz descascarillado. —Cañada Dan tomó un pesado cuchillo carnicero y cortó una gruesa loncha de aquella carne grasienta y grisácea, apartándola—. Tienen ustedes una amplia selección de carnes a su disposición. Esto de aquí es añojo. —Cortó una segunda rebanada—. O si lo prefieren, aquí tienen lechazo. —El cuchillo carnicero cortó una tercera loncha gruesa—. También tenemos carne de oveja. —Cañada Dan dividió las lonchas en los platos y concluyó—: No te sirven un menú así en cualquier sitio, ¿eh?

—Cierto —dijo Stanley con más lentitud que nunca mientras tragaba como si aquello fuera un experimento.

Se me cruzó por la cabeza que acababa de pasar un par de horas hundido hasta los codos entre ovejas muertas y que se suponía que tenía que comerme parte de uno de aquellos animales, pero intenté que aquel pensamiento pasajero siguiera su curso. En una situación así, el tiempo es oro. El único recurso que uno tiene contra la carne de oveja vieja es comer a toda velocidad, antes de que el sebo cuaje. A pesar de que comí tan rápidamente como pude, los últimos trozos me resultaron muy grasientos. Stanley prácticamente ni había empezado.

Mientras Cañada Dan engullía su comida tenedor en mano y Stanley rumiaba la suya, yo terminé el maíz, siguiendo la teoría de que seguramente cualquier cosa que se mezclara durante el proceso digestivo con la carne me vendría bien. Miré en dirección a la portezuela del carromato mientras esperaba a que Stanley terminara de comer. Estaba oscureciendo y parecía que iba a llover. Mi padre ya debía de haber terminado de contar los rebaños de Walter Kyle y Fritz Hahn. Iría ya camino del promontorio de Billy Peak y estaría en aquella tienda de campaña tan grande, seca y cálida, en compañía de personas distintas a Cañada Dan o Stanley Meixell, cenando otra vez truchas. Deseé fervientemente que hubiera empezado a llover ya por cualquiera de los tramos del camino por los que mi padre tendría que pasar a caballo.

Entretanto, Cañada Dan se había liado un cigarrillo. Un humo azulado invadió el carromato, pero Stanley apenas había comido la mitad de la carne.

—Pasaréis aquí la noche, ¿no? —dijo el pastor con tono más de observación que de pregunta—. Puedes montar el tipi, es un hotel de lona bastante decente. Solamente gotea un poco por el desgarrón de la esquina. Llevo tiempo a ver si lo coso, el muy cabrón.

—En realidad no, no nos quedaremos —dijo Stanley.

Aquellas palabras me levantaron el ánimo más que ninguna otra cosa en las últimas horas. Quizá en la figura de Stanley aún había un poco de esperanza, por remota que fuera.

—La carga tiene que llegar seca, así que será mejor que sigamos hasta la cabaña del distrito escolar. Lo cierto es que… —Stanley aprovechó aquella oportunidad para apartar a un lado el plato, todavía lleno de trozos de carne, y se puso en pie como si la noche se le fuera a echar encima—. Sí, será mejor que nos pongamos en marcha para que no nos pille la noche. ¿Estás listo, Jick?

Ya lo creo que lo estaba.

La cabaña estaba situada en el límite oriental del bosque del Two, montaña abajo. Cabalgamos durante más de una hora hasta llegar a nuestro destino. A nuestro alrededor, el clima se volvía cada vez más pesado y sombrío, como sombrío parecía también el propio Stanley, imagino que debido a la mezcla de alcohol y carne de oveja que avanzaba hacia su estómago. En una ocasión en la que lancé la vista atrás para asegurarme de que no lo había perdido, vi cómo fingía lanzar algo por los aires en dirección a los árboles, con ese gesto tan exagerado que uno adopta cuando lanza algo al aire con la mano equivocada. Así que por fin se le había terminado el alcohol y a partir de ese punto podría disfrutar de su compañía sin aditivos. Albergué la esperanza de que no fuera de esos que sucumben al delírium trémens cada vez que se les acaba la bebida.

Nuestra ruta nos llevó serpenteando colina abajo. Por encima de nuestras cabezas quedaba Roman Reef, ora a un lado, ora al otro. Una empalizada de piedra grisácea de ochocientos metros de alto reclamaba todo el cielo al oeste. Incluso con Stanley y los nubarrones que presagiaban tormenta en mi mente, hice sitio para apreciar la imponente presencia de Roman Reef y de todas las cumbres y machones del Two, porque, al menos en lo que a mí respecta, Montana sin sus montañas sería como una prolongación hacia el norte de Nebraska.

Por fin nos salió al paso un afloramiento desnudo, una formación con aspecto de corona rocosa gigante. Debajo de aquel afloramiento, una valla delimitaba el lugar y, tras la valla, se encontraba la cabaña. Llegamos justo a tiempo, porque ya comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia y el sonido de los truenos anunciaba la cercanía de los relámpagos.

Stanley no había pronunciado palabra durante todo el trayecto desde el carromato de Cañada Dan, ni siquiera había mirado más allá de las orejas de su caballo. Tampoco se movió cuando alcanzamos la valla de alambre que delimitaba el perímetro. Con las prisas de querer entrar en la cabaña antes de que se desatara la tormenta, descabalgué a Poni de un salto para abrir la verja.

Casi tenía la mano posada sobre el aro de alambre cuando escuché un grito aterrador:

—¡DIOS BENDITO, ALÉJATE AHORA MISMO DE AHÍ!

Retrocedí de un salto y miré frenéticamente alrededor para ver qué era lo que había hecho reaccionar a Stanley de aquella manera.

—Ve a buscar una estaca para abrir la cancela —me dijo—. Como se te ocurra tocar ese alambre y caiga un rayo, cenaremos Jick a la parilla.

Le seguí la corriente. Me alejé y encontré un trozo seco de pino lo suficientemente grande como para abrir la cancela con un golpe seco. Empujé la portilla con el palo, igual que se golpearía una serpiente para darle la vuelta. Lo peor de todo es que yo sabía que Stanley tenía razón. Una vez, un rayo había caído en la valla de Ed Van Bebber en la carretera de South Fork procedente de la estación forestal de English Creek: todo el alambre de la parte superior se derritió en cuarenta y cinco metros a la redonda y se desprendió en pequeños fragmentos como si alguien lo hubiera cortado con alicates. Sabía sobradamente que no debía tocar una alambrada durante una tormenta. Entonces, ¿por qué narices había estado a punto de hacerlo? En mi defensa solo puedo decir que prueben a ir por ahí pensando en Stanley Meixell como había ido yo desde media mañana y ya verán si no cometen cualquier otra estupidez.

Por entonces yo ya me había resignado a lo que me esperaba en aquella cabaña, así que sin dilación puse manos a la obra y comencé a descargar a la yegua y a Burbujas. Ya tenía la altura adecuada —mi larga osamenta era digna heredera de la de mi padre— y podía realizar la maniobra característica de todo empacador respetable, consistente en pasar el brazo por el lomo del caballo y levantar los paquetes del lado opuesto desde mi posición, en lugar de tener que dar vueltas y más vueltas alrededor del caballo. Descargué la yegua y con mucho cuidado me dispuse a liberar a Burbujas de su carga mientras Stanley se aferraba al ronzal y con total naturalidad le prometía al animal que le arrancaría de cuajo esa testa moteada si se portaba mal. Cuando conseguí descargar el último paquete levantándolo enérgicamente por los aires sin golpear la alforja y sin haber dado a Burbujas una excusa para encabritarse, Stanley dictaminó:

—¡Ay, quién fuera joven para hacerse un par de pajillas al día! —Stanley se dio cuenta del considerable impacto que sus palabras habían tenido en mí—. Perdóname, Jick. No es más que un viejo dicho que tenemos los vejestorios como yo.

Pero sus palabras siguieron resonando en mí mientras metía los paquetes por la puerta de la cabaña y los apilaba en una esquina.

Los truenos ya habían empezado a enviarnos relámpagos por todas partes y la lluvia arreciaba con todas sus fuerzas, por lo que las dos últimas veces que me aventuré al exterior me calé hasta los huesos. Entretanto, Stanley intentaba encender una hoguera en la destartalada cocina.

El frío acumulado en la cabaña nos hizo estremecernos a los dos. Prendimos un farol de queroseno mientras esperábamos a que el hogar se calentara.

—Parece como si fuera a escarchar —musité yo.

—Sí —asintió Stanley—. Diez centímetros.

De repente se me vino a la mente una idea que no me hizo demasiada gracia.

—Oye… ¿y si nieva?

Yo ya me veía atrapado por una tormenta de nieve una semana entera con aquel depravado.

—Bah, no creo que nieve. Con estos relámpagos, no será más que una tormenta. —Stanley contemplaba las gotas de lluvia que mojaban la ventana de la cabaña y evidentemente pensó que tampoco aquello eran excelentes noticias—. Aun con todo —se corrigió—, nunca se sabe.

La cabaña no era precisamente un ejemplo de planificación cuidadosa. No era más que un cubículo techado construido con troncos de madera de unos cinco metros de largo y tres de ancho y una única ventana situada junto a la puerta orientada al sur, pero al menos estábamos más resguardados que en el exterior. De hecho, fuera comenzaban ya a vislumbrarse todas las señales que presagiaban una tormenta de órdago que se prolongaría durante toda la noche. En las Rocosas llueve más que en ningún otro lugar y no queda otra que aceptarlo.

Me fijé en la pequeña pila de madera situada detrás del hogar, en buena parte astillada, y salí a buscar una brazada para pasar la noche y la mañana siguiente. Junto a la arboleda encontré muchas ramitas que ya parecían empapadas por la lluvia pero que por suerte se partieron sin problemas al pisarlas.

Ya con mi cargamento y con un cubo de agua recogida de un manantial situado a unos sesenta metros cuesta abajo, me dije que era hora de irse a dormir y me desprendí de mi chubasquero húmedo. Mientras tanto, Stanley permanecía medio en pie, medio sentado en uno de los extremos del tablón que hacía funciones de mesita. Tan despreocupado como un hombre esperando la eternidad.

Ver a Stanley tan calmado me hizo pensar en la cantidad de whisky que llevaría en el cuerpo. Durante la cabalgada desde el campamento de Cañada Dan se había comportado como una momia.

Crucé la estancia, fingiendo liberar mis piernas de las horas que había pasado a caballo, para observarlo de cerca.

Inicialmente no me dijo gran cosa lo que vi. Las arrugas que surcaban los ojos de Stanley se veían ahora más profundas y pronunciadas, como si estuviera mirando algo muy de cerca con los ojos entrecerrados. Stanley parecía agotado y pálido. Como cualquier muchacho de Montana, yo había visto ya mi buena ración de borrachuzos, pero Stanley no daba la impresión de estar ebrio. No, más bien parecía…

—Oye, ¿qué tal esa mano? —le pregunté, planteando mis sospechas con la mayor suavidad de la que fui capaz.

Stanley se puso en pie.

—Me duele lo suyo. —Paseó su mirada por el interior de la cabaña—. No está mal este sitio. No es mucho peor de como yo recordaba esta leonera.

—Será mejor que le echemos un vistazo a esa mano —insistí yo—. Esa venda ha conocido tiempos mejores.

Antes de que Stanley pudiera desviar la atención hacia cualquier otro tema, me acerqué a él y comencé a desenrollar la venda, ya de color ocre.

Al desenrollar la tela, vi que aquello tenía muy mal aspecto. Desde el primer nudillo hasta el último, el reverso de la mano de Stanley estaba completamente despellejado, allí donde la herradura de Burbujas había arrancado la piel: una herida abierta, supurante, una carnicería.

—¡Cristo bendito! —exclamé yo.

—Bah, podría ser peor. —Y aun así, mientras pronunciaba aquellas palabras, Stanley parecía cada vez más pálido y las cuencas de los ojos parecían hundirse más y más—. Ya me lo mirarán cuando baje al pueblo. Hay un poco de pomada en mi alforja. Quita el tapón, hazme el favor, y ya me unto yo un poco.

Stanley se extendió una gruesa capa de ungüento en el reverso de la mano y yo me acerqué para volver a vendársela. Se dio cuenta de que la venda ya no era el mismo pañuelo manchado de sangre.

—¿De dónde has sacado eso?

—Del faldón de mi camisa.

—Menuda se va a poner tu madre cuando se entere.

Me encogí de hombros. Yo ya tenía bastantes problemas con Stanley como para preocuparme por mi madre, con lo lejos que estaba.

—Como nueva —me aseguró Stanley moviendo la mano vendada con un estremecimiento de dolor que ni él quería mostrar ni yo quería en realidad ver. ¿Y si se me desmayaba allí mismo? ¿Y si…? Intenté recordar todo lo que había oído sobre envenenamientos y gangrena. Supuestamente, tardaban algún tiempo en desarrollarse, pero también era verdad que mi aventura con Stanley empezaba ya a parecerme una eternidad.

Supuse que había llegado el momento de intentar distraer nuestra atención de la herida y de hablar de algo que a mí me parecía de lo más natural. Así que le pregunté:

—¿Qué pasa con la cena?

Stanley se me quedó mirando fijamente durante un buen rato. Después dijo:

—Creo recordar claramente que Cañada Dan nos dio de comer.

—Pero de eso ya hace mucho —me defendí yo—. Fue más bien un segundo almuerzo.

Stanley sacudió levemente la cabeza y se retiró.

—A mí no me apetece nada ahora. Cena tú.

Las cosas habían llegado al punto en el que ni siquiera recordaba la dispersa noción de lo culinario que tenía mi padre, así que tendría que inventarme una propia. Mantuve al respecto una profunda conversación mental con el forestal Varick McCaskill, mientras luchaba con el fogón para conseguir que desprendiera calor. Finalmente conseguí calentar una lata de las provisiones que había desenterrado de uno de los paquetes de comida destinados a los pastores. Una exploración más profunda me permitió conseguir un poco de pan y algún que otro ingrediente prometedor para prepararme un bocadillo.

La inminencia de cualquier comida siempre me pone de buen humor. Canturreé incluso aquella canción de Pancho, Sancho y Suzy cuando, ya listo para cenar, me senté a la mesa frente a Stanley.

Me lanzó una mirada interrogante y se sorbió la nariz con fuerza.

—¿Es esa comida lo que yo creo que es?

—¿Cómo dices? Son solo judías con cerdo y un bocadillo de cebolla, ¿por qué?

—Por nada.

El estilo culinario de Cañada Dan debía de habérseme pegado más de lo que yo pensaba, porque ni siquiera se me ocurrió abrir una lata de fruta para el postre.

Mientras tanto el tiempo se tornaba cada vez más y más revoltoso. En esas montañas truena de lo lindo. El batir de los truenos nos llegaba como si fueran barriles de cerveza rodando escaleras abajo.

No me gustan un pelo las tormentas. Aquí, en la cara este de las Rocosas, cualquiera de esas moles de piedra —como, por ejemplo, esa corona que sobresalía en la pendiente donde estaba situada la cabaña— puede llamar notoriamente la atención de los rayos. De hecho, cuanto más pensaba en aquella protuberancia, menos cómodo me sentía al saber que estábamos tan cerca.

En mi cabeza yo contaba siempre los kilómetros de distancia a los que había caído un rayo —aún hoy lo sigo haciendo—, por lo que, cuando el siguiente relámpago parpadeó en algún lugar más allá de la ventana que daba al sur, empecé a canturrear:

Uno, a un kilómetro de aquí.

Dos, a dos kilómetros de aquí.

Tres…

Entonces retumbó. El rayo había caído a poco más de tres kilómetros de distancia. Podría ser peor, como probablemente ocurriría. Entretanto la lluvia atizaba la cabaña con fuerza. La oíamos tamborilear sobre la pared oeste y también en el techo de tablones.

—Me parece que nos espera una noche húmeda —dijo Stanley. Por la razón que fuera, parecía algo más animado. A mí ya empezaban a cerrárseme los ojos, presa del cansancio del día. Conté algunos truenos más cada vez que vislumbraba un destello de luz por la ventana, pero siempre me salía la misma distancia y aquello dejó de interesarme. Cada vez me atraía más la idea de acabar de una vez por todas con aquel día miserable.

En la cabaña no había camas propiamente dichas, solamente una especie de doble litera construida con tablones allí donde en realidad debería haber colchones propiamente dichos, pero cualquier lugar donde caer postrado me parecía bueno, así que me levanté de la mesa para coger mi saco de dormir de detrás de la silla y extenderlo sobre los tablones.

El cielo se tornó blanco. Sentí aquel trueno con la misma claridad con la que lo había oído. Una sacudida que cruzó el aire, como si un terremoto hubiera sacudido la tierra.

Creo que hasta el pelo se me puso de punta con aquella explosión de ruido y luz. Me costaba mucho respirar y dejar que el aire pasara por aquel obstáculo que era mi corazón intentando salírseme por la garganta.

Stanley no parecía estar especialmente afectado.

—La mano rápida de Dios, eso decía mi madre.

—Sí, bueno —dije yo cuando pude recuperar el aliento—, pues ya podía irse a otra parte.

Me quedé esperando el siguiente cataclismo, aunque lo que de verdad se me pasaba por la mente era aquel dicho según el cual nunca oyes el rayo que te golpea. La lluvia repiqueteaba ahora con fuerza.

Por fin oímos un fuerte chisporroteo en la distancia. Yo sabía que la naturaleza es impredecible; me dije que, al menos, los relámpagos se habían alejado, pues de lo contrario, a lo mejor estaría ya muerto en aquel catre o en alguna otra parte, y le anuncié a Stanley:

—Me voy a dormir.

—¡Qué dices! ¿Ya?

—Sí, ya. —Una palabra que por la razón que fuera me molestó más que cualquier otra cosa de todas las que habían pasado ese día.

Al agacharme para desatarme los cordones de las botas de montaña, un viejo par de botas altas de mi padre que me quedaban bien, sentí de lleno el cansancio de toda aquella jornada. Desatarme los cordones me supuso un esfuerzo enorme. Una vez me desprendí de las botas y los calcetines me di el gusto de lanzar un prometedor bostezo, me saqué del pantalón lo que quedaba del faldón de mi camisa y me acurruqué en la litera de arriba.

—Menos mal que he sido más previsor de lo que parezco —oí decir a Stanley— y me he traído al Doctor Holl conmigo.

—¿A quién? —pregunté con los ojos bien abiertos. El médico de Gros Ventre era el doctor Spence y yo estaba seguro de que no andaba por allí cerca.

Stanley se levantó con aire desgarbado y se acercó a los paquetes con indiferencia.

—El Doctor Holl —repitió mientras sacaba la mano sana de un paquete sosteniendo una botella marrón llena de whisky—. El Doctor Al Ko Holl.

Imagino que aquella noche siguió haciendo un tiempo de perros, pero a mi edad podría haber dormido hasta en una convención de afinadores de piano. Llegada la mañana, empecé a revolotear por la cabaña mientras Stanley aún permanecía tumbado en la litera inferior.

Y lo primero que hice fue ir derechito a la ventana. Ni rastro de nieve. No solo me libraría de tener que hibernar con Stanley sino que además Roman Reef y las demás cumbres más al sur lucían a la luz del sol, como si aquella pequeña ventana se hubiera transformado en una pintura estival de los Alpes. Aún hoy sigue sorprendiéndome cómo las montañas no se parecen en nada de un día para otro, como si existieran cientos de copias de esas montañas y cada amanecer nos trajera una montaña nueva, un nuevo color, un nuevo rasgo que destacara sobre todos los demás, un envoltorio de nubes o un reflejo soleado diferente para la versión de ese día.

Encendí el fuego y salí a comprobar que los caballos no se habían movido. Recogí un cubo de agua, pero Stanley seguía sin moverse y apenas respiraba, como si hubiera decidido hibernar. Me di cuenta de que la botella que le había acompañado hasta llegar a aquel estado había bajado ya un tercio.

Por mí, me dije, Stanley podía morirse de hambre en la cama, así que me preparé el desayuno para mí solo. Calenté una lata de guisantes y tosté como pude unas rebanadas de pan sosteniéndolas con un tenedor sobre el fogón.

Finalmente Stanley volvió a la vida. Mientras intentaba calzarse las botas, lo estuve observando sin que se diera cuenta, pero me resultó imposible saber si estaba mejor o peor que la noche anterior. Quizá tuviera ese aspecto siempre, con aquella mueca de dolor y aquel aire despistado. Le ofrecí unos guisantes para el desayuno pero los rechazó con un «No, gracias».

Por fin Stanley parecía listo para volver a las labores de vivandero. Me di cuenta de que había llegado el momento de abordar aquello que más me preocupaba: el calendario de nuestra mutua compañía.

—¿Tú cuánto tiempo crees que va a llevarnos esto?

—Ya ves lo que nos pasó ayer con Cañada Dan. Los pastores tienen bastantes problemas. —Stanley parecía estar calculando algo, ya fuera la capacidad para meterse en líos de nuestros dos siguientes pastores o los límites de mi impaciencia—. Yo imagino que también con estos dos nos llevará un día cada uno.

Dos días más tratando con pastores, además de la mayor parte de otro día para regresar a English Creek. A mí me parecía una eternidad.

—¿Y si nos separamos? —sugerí yo como si fuera algo de lo más natural y profesional—. Podríamos atender un campamento cada uno.

Stanley pareció pensárselo unos instantes. Por el tiempo que tardaba, daba la impresión de estar pensando en latín. Finalmente sentenció:

—No veo por qué no podría funcionar. Tú conoces bastante bien estas tierras. Llévate el windchester —dijo refiriéndose a su rifle—. Si algún oso intenta comerme desistirá pronto, de lo duro que estoy. —Stanley reflexionó unos instantes más intentando descubrir si alguna otra idea se le pasaba por la cabeza—. Pues sí. Si hay que hacerlo, mejor será que pongamos manos a la obra. ¿Tú a qué palurdo te pides, Bobonson o Sanford Hebner?

Me quedé pensando: para Sanford era su segundo o tercer verano en aquellas montañas. Puede que se le hubieran pasado las caprichosas ventoleras de las que daba muestras Cañada Dan, puede que no; por su parte, Andy Gustafson llevaba ya tiempo asentado en las tierras del Two y le habrían asignado la parcela situada entre Cañada Dan y Sanford porque era lo bastante espabilado como para no dejar que se mezclaran los rebaños. Yo estaba deseando pasar algún tiempo con alguien espabilado, para variar.

—Me quedo con Andy.

—Como tú quieras. Creo que ya sabes dónde para, al oeste, más o menos hacia la mitad de Roman Reef. Vamos a ver a nuestros pastores.

Fuera la mañana se presentaba húmeda y no tardé en darme cuenta de la posible desventaja que acarreaba mi elección, a saber: que las provisiones para el campamento de Andy Gustafson iban en el cargamento de Burbujas. Eso me preocupaba un poco, pero cuando me imaginé a Stanley y su mano hinchada intentando manejar a Burbujas un día entero, llegué a la conclusión de que me correspondía a mí lidiar con aquel caballo bobalicón. Al menos así funcionaban las cosas en el universo de mi padre. Coloqué la carga en la yegua negra para Stanley —tan mansa que solo le faltaba cantar mientras le colocaba la carga— y a continuación me dispuse a hacer lo propio con su rival moteado. Burbujas no parecía más traicionero ni bufaba más que de costumbre. Mientras Stanley se aferraba con su mano izquierda al ronzal y recitaba una retahíla de amenazas en las orejas del caballo, yo me mantenía suficientemente alejado de las pezuñas al tiempo que intentaba amarrar bien la carga. Tardamos menos de lo que canta un gallo en tener todo listo.

—Nos vemos aquí a la hora de la cena —dijo Stanley, que puso rumbo al campamento de Sanford mientras Poni y yo nos dirigíamos montaña arriba hacia el oeste, con Burbujas siguiéndonos a regañadientes.

Imagino que a casi nadie le resulta ya familiar aquel estilo de vida a lomos de un caballo, montaña arriba. Siempre he pensado que vivir a caballo sería la forma ideal de disfrutar del campo si uno no tuviera que vérselas con el maldito caballo en cuestión. Una de las cosas que más me gustaban de Poni era su carácter, tan dócil y tranquilo que casi podías olvidarte de su presencia. En lo que al sendero se refiere, incluso en la situación en la que yo me encontraba, aquel era un paisaje que merecía la pena guardar en el recuerdo. En dirección oeste se extendía el horizonte de las Rocosas, dominándolo todo. Para poder abarcar todas las cumbres tenía que girar la vista tanto como me era posible en ambas direcciones. Nunca podría decirse de esta tierra del Two que no ofreciera suficiente espacio para moverse. Todo el que uno pudiera necesitar. Por mucho que uno no intentara tomarse en serio la cabalgada desde English Creek hacia las montañas, la empresa era monumental. Era, por así decirlo, como pasar del porche del planeta hasta el ático.

Poco después eché la vista atrás hacia la llanura, donde vi la mancha azul del lago Francés y la torre del agua de Valier en la orilla este a… ¿cincuenta, cincuenta y cinco kilómetros? Aproximadamente a media distancia se vislumbraba una arboleda que marcaba el punto donde se asentaba el pueblo de Gros Ventre, con aquella larga hilera de álamos y sauces. Gros Ventre: pronunciado Grouvón, a la manera en la que aquí en Montana pronunciamos los nombres de origen francés. Por ello Choteau es Show-toh y Havre Hav-ti y Wibaux Wi-boh. Nada les resultaba más entretenido a los habitantes de Gros Ventre que escuchar a algún turista o forastero pronunciar el nombre de la ciudad como Gross Ventri. Aunque mi padre creía que los lugareños también eran víctimas de la broma: «No mucha gente sabe que Gros Ventre significa Vientre Grande en francés». Naturalmente, todo había empezado porque Gros Ventre es el nombre de una tribu india, aunque no puede decirse que fuera autóctona. Originariamente, antes de la aparición de las reservas los gros ventres habitaban las tierras altas del río Milk, cerca de la frontera con Canadá. Ignoro la razón por la que una de nuestras ciudades adoptó el nombre de esa tribu. Toussaint Rennie conocía de pe a pa todos los secretos del Two. Tendría que preguntarle al respecto.

Ante mí se ofrecían parajes distantes y conocidos y además tenía toda la mañana para mí solo. Subido a lomos de mi caballo y dirigiendo una bestia de carga, aun cuando el primero fuera paticorto y regordete y la segunda ciertamente mereciera el nombre de bestia. Con una carabina Winchester 30-30, aun cuando no me entusiasmara precisamente la idea de enfrentarme a tiros con un oso. Un día para alejarme de todo y de todos. Aquella doble sensación de soledad y libertad me animaba cada vez más y me lancé sobre el paisaje como un globo. Soy consciente de que era el ascenso lento pero firme lo que me producía aquella impresión. En cualquier caso, yo estaba encantado.

Empecé a pensar en aquello como una forma de vida. Con eso no quiero decir que tuviera que trabajar siempre como acompañante de Stanley Meixell. Con una vez bastaba para el resto de mis días. Pero empacar como había hecho, llevar una recua de carga como Isidor Provonost hacía para mi padre… con aquello sí que merecía la pena soñar despierto. Sí, sin lugar a dudas una carrera como empacador sonaba de lo más atractivo. Ser tu propio jefe por aquellos caminos. Aire puro, ejercicio, paisajes. Aventura. Una de las historias que mi padre contaba más a menudo era cómo, estando con Isidor en uno de los senderos más elevados en estas montañas del Two, allí donde un paso en falso de un caballo o una mula podían mandarte varios cientos de metros montaña abajo, Isidor se había girado en la silla y, como si tal cosa, le había dicho: «Mac, como nos diera por tirar a esta recua con la carga aquí mismo, los muy cabronazos bajarían rebotando hasta el fondo».

O quizá optara por un trabajo en la montaña más tranquilo que el de empacar. Vigilante contra incendios, allí en una de las atalayas de Franklin Delano. Tranquilo como un ermitaño, podría pasar los veranos en una cabaña en lo alto del Two. Perforando el horizonte con la mirada en busca de señales de humo, como un halcón con forma humana. Una labor heroica. Aire puro, paisajes, algún vejete como Stanley que te subiera las provisiones. La nueva atalaya de Billy Peak parecía prometedora. Habría estado viéndola en ese mismo momento si mi padre no me hubiera obligado a desviarme para acompañar al maldito viejo Stanley. Bueno, al año siguiente, en la próxima expedición de conteo…

Y así iban subiendo y subiendo mis caballos y mis sueños, subiendo por aquella pendiente hacia el corazón de Roman Reef. Una gigantesca mole de madera hizo desaparecer el sendero de la vista y antes de que Poni, Burbujas y yo nos adentráramos en la arboleda, lancé una mirada maravillada a las montañas, en todas direcciones. Era como si todas las catedrales del mundo se hubieran alineado en el horizonte.

No sucedió gran cosa durante los primeros minutos por aquel sendero jalonado de árboles, apenas una pendiente más pronunciada y el sendero que se curvaba cada vez más. Los rayos de sol se colaban por entre las ramas de los pinos y en presencia de aquella luz moteada ni siquiera me importó alejarme del paisaje durante un rato.

La impresión que dan los bosques de ser imperecederos es una falsa ilusión. También los árboles son mortales y caen. Yo estaba a punto de ser testigo de ello. En mitad de una inclinación del sendero entre dos curvas muy pronunciadas, se cruzaron en mi camino un montón de pinos recién cortados, de la altura de un caballo.

Siguiendo uno de los principios de mi padre referidos a los viajes por la montaña, llevaba conmigo un hacha, pero la ladera inclinada dificultaba la tarea de intentar cortar los troncos y tampoco tenía una sierra a mano. Además, tampoco me apetecía demasiado hacer labores de mantenimiento para mi padre y el Servicio Forestal de Estados Unidos.

Estudié los troncos caídos, que me vetaban el paso subido a lomos del caballo, pero que dejaban sitio suficiente para que pasara un caballo sin jinete. Bastaría con descabalgar y guiar a Poni y Burbujas a través de aquella barrera de troncos, pero teniendo en cuenta la disposición de Burbujas, yo sabía que lo mejor sería pasar un solo caballo cada vez.

Até las riendas de Burbujas a un pino de tamaño medio y, con un nudo de rizo doble para asegurarme, conduje a Poni sendero arriba, dejando atrás los leños caídos. «Ahora mismo vuelvo con ese saco de huesos», le dije mientras ataba las riendas alrededor de un tocón abandonado.

Burbujas permanecía erguido con el cuello inmovilizado en la única posición que parecía serle familiar, estirado como si le estuvieran arrastrando, y me vi obligado a tirar con fuerza de la soga para deshacer mis nudos.

—Venga, cabezota —dije yo con tanta educación como me era posible. Burbujas no me caía demasiado bien, porque si no le hubiera pegado aquella coz a Stanley yo no me habría visto en aquel lío de atender a los pastores. Tras algún que otro tirón, conseguí persuadirlo para que se moviera.

A Burbujas no le gustó mucho la idea de tener que enfrentarse al árbol caído. Me fijé en su mirada, fija en los troncos y ramas que bloqueaban el camino, las orejas algo gachas. Pero lo cierto es que Burbujas se resistía a dejarse guiar, tanto cuando tenía ganas como cuando no.

Supongo que podría decirse que en aquella ocasión metí la pata hasta el fondo. Que todo sucedió por mi negativa a encaramarme a aquella colina y ponerme a trabajar a hachazo limpio, pero díganme, ¿acaso soy la primera persona en no hacer lo que no quiere hacer? Tampoco es que Burbujas estuviera libre de culpa, ¿o no? Después de todo, ya casi había conseguido dejar atrás el montón de troncos cuando, no sé cómo, levantó los cuartos traseros demasiado cerca del borde de la pendiente, donde inevitablemente se rozó contra una rama rota que colgaba del tronco del árbol. Ni siquiera eso habría bastado para que ocurriera lo que ocurrió, pero una rama se agitó justo delante de su cadera izquierda, muy cerca de su entrepierna.

Burbujas se fue directo montaña abajo.

Naturalmente arrastró las riendas consigo, conmigo detrás como una cometa atada a una cuerda.

No puedo decir cuánto trecho caí, pero estuve en el aire el tiempo suficiente como para llegar a preocuparme de lo lindo. Es desquiciante ir cayendo de lado montaña abajo, mientras tu cuerpo intenta averiguar cómo desplazarse en ambas direcciones a la vez. Se te arremolinan los pensamientos en la mente, como cuáles son las probabilidades de que aterrices encima o debajo del caballo o qué parte de tu cuerpo puedes permitir romperte y cuánto tiempo transcurrirá antes de que se organice una batida de búsqueda y por qué se te ocurrió…

Pero aterricé más o menos de pie. De pie, claro está, mientras Burbujas me arrastraba montaña abajo en gigantescas galopadas, con mis piernas hundidas hasta las espinillas porque la lluvia había reblandecido el terreno.

Mi viaje terminó después de dar una docena de pasos en los que fui abriendo surcos montaña abajo. Muy cerca de mí podía oír el resollar del caballo y descubrí que aún sostenía las riendas tensas en las manos, como si la caída las hubiera congelado como un carámbano. Pero lo primero que vi no fue a Burbujas, sino a Poni. Los ojos de los caballos son de por sí grandes, pero juro que los de Poni eran del tamaño de los faros de un Terraplane cuando lo vi observándonos a Burbujas y a mí desde el borde del sendero, allá abajo.

—¡Tranquila, bonita! —grité. Lo único que me faltaba era que Poni se encabritara, soltara las riendas de aquel tocón y se largara de allí, dejándome allá abajo con aquel caballo de carga lleno de paquetes—. ¡Tranquila, Poni! Tranquila. Todo va a salir a las mil maravillas, ya verás.

Ya lo creo. En mi primera excursión en solitario había tirado toda la carga, aunque solo fuera por culpa de un caballo loco de atar llamado Burbujas. ¡Excelente trabajo, vivandero McCaskill! Sigue así de listo y algún día llegarás a tonto.

Tenía que intentar salir de aquella.

Un poco más abajo, en la falda de la montaña, Burbujas luchaba por no resbalarse en el barro y bufaba de forma alarmante. Lo bueno era que aún se mantenía en pie. No solo eso sino que además se mostraba más vigoroso de lo que se había mostrado en toda la cabalgada. De modo que Burbujas seguía de una pieza, yo parecía estar intacto y el principal daño que podía apreciarse en la carga era un tajo en la tela que cubría la parte superior, donde algo parecía haberse enganchado en la caída. De allí caían azúcar y sal, pero podría tapar el agujero con una cuerda.

Maldije a Burbujas mientras intentaba hacerme con el control de las riendas hasta que pude alcanzar el ronzal y llegar hasta su cuello. Le di unas palmaditas en el lomo, asegurándome de que mis palabrotas sonaran tranquilizadoras, hasta llegar al agujero que había en la carga.

Cuando coloqué la mano en la soga del nudo diamante para cubrir el tajo, el paquete superior pareció moverse un poco.

Volví a tirar de la soga para probar y la parte superior de la carga de Burbujas se movió bastante.

—Maldito hijo de la gran puta —recuerdo haber dicho para conmemorar aquel descubrimiento.

Teniendo en cuenta las circunstancias, aquello no era tan terrible, porque la situación exigía palabras duras o una buena ración de lágrimas. Además es posible que fuera allí mismo donde pasé de la edad de berrear a la de soltar tacos.

La excursión colina abajo de Burbujas había roto la última cincha con la que se sujeta la carga con firmeza a lomos del caballo, así que contaba con un caballo sano y de una pieza, pero sin posibilidad de asegurar la carga; además, empezaba a pensar que quizá no fuera tan buena idea que Burbujas siguiera de una pieza. Tendría que ir a buscar una cincha nueva o, como mínimo, conseguir que me repararan esa.

Elecciones del estilo de las del menú de añojo o la carne de oveja de Cañada Dan, para que se hagan una idea. Stanley estaba a varios kilómetros de distancia, en el campamento de Sanford Hebner. Además, con la mano como la tenía y con su afición a la botella, tampoco estaba muy seguro de que hubiera sido capaz de arreglar aquel desaguisado. También podía subirme a Poni, regresar por el sendero hasta la estación de English Creek y pedirle a mi padre que arreglara el embolado en el que me había metido.

Aquella segunda idea me resultaba bastante atractiva, por numerosas razones. Me libraría de Stanley y no tendría que hacerme responsable de él. Yo ya había hecho todo lo que estaba en mis manos. De ninguna manera era culpa mía que a Burbujas le hubiera dado por bailar la polka escocesa en la montaña. Y, sobre todo, cabalgar de vuelta con mis problemas hasta English Creek le serviría de lección a mi padre. Él era el instigador de todo aquello: ¿quién mejor para subir hasta allá arriba y vérselas con semejante lío?

Pero tras pensarlo mejor, me molestó la idea de que alguien tuviera que acudir al rescate. Ya podía yo ofrecer todas las excusas que quisiera de aquí a Halifax que la verdad continuaba siendo la que era. Alguien tendría que venir a rescatarme. Y hete aquí otra de las consecuencias de esa edad maldita que no era ni una cosa ni la otra: ni en broma quería yo verme en el lío en el que me había metido, pero tampoco me apasionaba la idea de recurrir a nadie que me sacara de aquella. ¿Alguna vez se han visto en un aprieto así? ¿Prisionero entre dos escuelas de pensamiento ante ninguna de las cuales le apetece rendirse? Desconozco por qué razón la mente humana es incapaz de partirse en dos en situaciones como esa.

Mientras yo pensaba en cómo salir de aquella, me froté la frente con la mano que me quedaba libre. Sentí la frente húmeda. Maldita sea. Una señal más de que estaba metido en un buen lío: siempre que me meto en líos de verdad, me sudan las palmas de las manos. Imagino que es cosa de los nervios. En cualquier caso, a todos nos asusta ver que empezamos a sudar de la preocupación.

«¡Ya me estoy hartando de todo esto!», dije en voz alta, aparentemente para que me oyeran Poni y Burbujas y quizá mis manos sudorosas y la montaña e imagino que allá lejos en la distancia también Stanley Meixell y Varick McCaskill. Y también para oírme a mí mismo, porque parte de mi mente había desdeñado aquel vaivén de ideas que por un lado me llamaban a ir a buscar a Stanley y por otro me empujaban a dejar el problema en manos de mi padre, así que me puse a pensar. Tenía que haber alguna manera en este mundo de reparar aquella maldita cincha. «Si quieres sobrevivir en el Servicio Forestal, más te vale ser capaz de solucionar cualquier problema», me decía mi padre todas las primaveras cuando se disponía a acondicionar las herramientas y el equipo de English Creek. Aunque, dicho sea de paso, yo no estaba precisamente dispuesto a tomar a mi padre como ejemplo en ese preciso instante.

La exploración por Burbujas y el cargamento no dio sus frutos. Ni rastro de correa o trozo de cuero algunos. Pensé en utilizar las correas de Poni, pero fui incapaz de dejar solo a Burbujas mientras subía a buscarlas. A Burbujas parecía apasionarle la montaña y no había manera de saber dónde acabaría si yo no estaba allí para agarrarlo.

Empecé a examinarme en busca de otras posibilidades. Sombrero, abrigo, camisa: nada.

Cinturón: detestaba la idea, aunque quizá pudiera cortarlo en varias tiras de cuero, pero ¿tendrían la longitud suficiente?

No, mejor aún, allí abajo: mis botas de montaña, un cordón; ¡pues claro que un cordón podría servirme!

Me enrollé las riendas de Burbujas en la palma de mi mano izquierda para, con el pulgar y los dedos, poder coger la cincha mientras hacía agujeros con la navaja. Entretanto, no dejé de susurrar palabras cariñosas a Burbujas. Cuando ya había conseguido agujerear lo bastante ambos lados de los agujeros, fui pasando el cordón para atarlo. A continuación, dado que aún tenía en mente el comportamiento reciente de Burbujas, volví a agujerear las cinchas y fui pasando el cordón para crear una segunda costura por si las moscas. En situaciones así hay que hacer las cosas lo mejor posible.

Llevaba la bota desatada, como un chanclo abierto, pero aquella cincha parecía capaz de levantar un furgón de mercancías. Me sequé la frente y sermoneé a Burbujas sobre la necesidad de que se estuviera quieto hasta que yo pudiera volver a colocar la carga en su sitio. Podía habérmelo ahorrado. Incluso en un terreno llano, ingeniárselas para conseguir un nudo diamante de enganche con una cincha de doce metros de largo exige moverse de un lado a otro alrededor del caballo de carga haciendo bucles y atando y volviendo a apretar; en la ladera de una montaña con Burbujas inquieto y moviéndose de un lado a otro, la situación era bastante parecida a salir a pescar anguilas.

Al fin terminé. Solo quedaba la cuestión de cómo negociar con Burbujas el ascenso hacia el punto de partida inicial. ¡Hablando de poner las cosas cuesta arriba! Pero tal y como el maldito Stanley me habría dicho, otra no me quedaba.

El alboroto que siguió no duraría más de veinte minutos de refriega con aquel caballo, pero a mí me parecieron horas. No habría dado ni cinco centavos por todos los caballos de carga del mundo. Burbujas daba un paso y se negaba a avanzar. Retrocedía y daba un paso. El miedo, la exasperación, la testarudez o lo que quiera que fuera le hacían peder, como si se tratara de una fábrica de palomitas. Y otra vez intentaba arrastrarme montaña abajo. Otra vez se negaba a avanzar mientras se dejaba deslizar pendiente abajo. Estornudaba y dejaba escapar una nueva oleada de ventosidades. Agitaba la carga con la esperanza de que se deshicieran las costuras. Y otra vez se negaba a seguir adelante.

Finalmente conseguí colocarle la testa a la altura del camino. Entonces bastó con apoyarme en las riendas hasta que Burbujas agotó su repertorio de quejas y no le quedó más remedio que mirar alrededor. Cuando la visión del sendero hizo mella en su diminuta mente, se puso a hacer cabriolas como si todo aquello hubiera sido idea suya.

Me senté unos instantes para recuperar el aliento después de atar a Burbujas al árbol más grande que pude encontrar con un triple nudo de rizo. Aquel combate me había dejado sin fuerzas.

No obstante, déjenme decirles una cosa sobre el esfuerzo. La sangre se te sube a la cabeza. Cuando hube descansado, me acerqué a Burbujas, lancé un par de tacos al aire, metí la mano en la saca llena de provisiones enlatadas y fui sacando latas hasta encontrar las de tomate. Si finalmente conseguía hacer llegar semejante cacharrería hasta el campamento de Andy Gustafson, podría decir que ya había comido y que no necesitaba otro rancho de pastor.

Me senté de nuevo, abrí dos latas con la navaja y me bebí los tomates. «Lo bueno de los tomates en lata —solía decir mi padre siempre que comíamos por el camino— es que si tienes sed te los puedes beber y si tienes hambre te los comes». Tuve que reconocer que tenía razón.

Cuando alcancé el campamento de Andy Gustafson me dolía terriblemente el cuello después de haberme pasado todo el trayecto echando la vista atrás para comprobar que la carga seguía en su sitio, pero no se movió un ápice. Gracias a Dios por quien hubiera inventado los cordones.

El rebaño de Andy se había dispersado a ambos lados de un pequeño barranco situado justo debajo de Roman Reef. Si uno tiene el valor de permitírselo —más valor, al menos, del que tenía un incompetente como Cañada Dan—, las ovejas van dispersándose por los pastizales, incluso en territorio agreste, pero para eso hace falta un pastor muy seguro de sí mismo y que tenga un sexto sentido para detectar la presencia de coyotes y osos.

Me recibió una pequeña estampida de unos doce corderos que se abalanzaron sobre mí. Son criaturas despistadas que a veces levantan la vista y echan a correr en dirección a lo primero que ven, como ocurrió entonces. Cuando se dieron cuenta de que ni Poni, ni Burbujas ni yo éramos sus mamás, se detuvieron, se quedaron mirándonos fijamente y después echaron a correr en otra dirección. No hay nada más bonito que un cordero contento. Primero agitan la cola, una sucesión de espasmos serpenteantes a toda velocidad. Después un salto a un lado, con las patas tiesas y esa corriente de alegría golpeando tan rápidamente el cuerpecito que el animal apenas tiene tiempo para doblar las rodillas. Probablemente un balido, un beeeeee y después una carrera alocada. Viéndolos, uno se ve obligado a recordar que los corderos crecen y que esa agradable imprudencia que habita el cerebro del animal se convertirá con el tiempo en simple estupidez cuando alcance el tamaño de una oveja adulta.

Andy Gustafson no me aguardaba con ningún tesoro de ovejas muertas por envenenamiento por zigadenus ni con ninguna queja en particular. Ni siquiera tenía mucho que contar. Se quedó algo sorprendido de que fuera yo quien se hiciera cargo de aprovisionar su campamento, aunque se lo expliqué lo mejor que pude. Andy volvió a darle vueltas a la cuestión cuando se dio cuenta de que yo iba por ahí deslizándome con una bota con los cordones desatados, pero una vez hubo comprobado todos los víveres y se hubo asegurado de que había un bote grande de café y algunas latas de sardinas, así como sus periódicos semanales, pareció quedar completamente satisfecho. Los pastores noruegos se clasificaban en dos grupos: aquellos cuya familiaridad con el alfabeto se limitaba a estampar una X a la hora de firmar y aquellos capaces de dejarte clavado en el sitio como se te olvidara llevarles un ejemplar del Nordiske Tidende. Andy me entregó una lista con varios artículos de uso personal para la próxima expedición: cuchillas de afeitar, un par de calcetines de trabajo y tabaco de mascar noruego. Y, con esas, me marché.

Yo no sé adonde van los días en las montañas, pero cuando quise llegar a la cabaña la tarde ya estaba tocando a su fin. El alazán y el caballo de carga de Stanley estaban amarrados, algo apartados. Stanley apareció para ofrecerme, como era habitual en él, toda la ayuda que pudiera brindarme con su mano izquierda para desensillar a Burbujas.

Se fijó en la cincha cortada.

—Ya veo que has tenido que utilizar un poco de pegamento.

Farfullé una respuesta y Stanley pareció darse cuenta de que no era precisamente algo de lo que me apeteciera mucho hablar. Me preguntó:

—¿Cómo anda el viejo Bobonson?

—En total habrá dicho unas tres palabras. No se ha quedado sin saliva. —Como incluso a mí aquello me sonó demasiado cortante, añadí—: Tenía las ovejas por ahí desparramadas como si aquello fuera Wyoming.

—Sanford sabe lo que se hace, sí —dijo Stanley—. No ha perdido ni una y tiene los corderos que da gusto verlos. —Quedaba claro entonces que solamente una persona destacaba para mal en las parcelas de Busby y no era otro que Cañada Dan.

Stanley siguió pensando en voz alta.

—Me da a mí que Dan lo que quiere es que le manden de vuelta a la ciudad.

No entendí lo que quería decir. En todos los rituales de la montaña que hasta entonces conocía, incluso en la guerra que libraban a perpetuidad Dode Withrow y Pat Hoy, un pastor siempre deseaba dejarlo él, nunca que lo despidieran. Que te despidieran de un trabajo era una deshonra, un borrón que nadie quería para sí. Cierto era que Cañada Dan era un ejemplo sin parangón de que incluso Dios puede descuidarse a veces, pero…

Aquel rompecabezas me acompañó hasta el interior de la cabaña. Mientras Stanley intentaba reavivar el fuego, le pregunté:

—¿Oye, estás insinuando que Cañada Dan quiere que lo echen?

—Eso parece. Podría ocurrir. A veces la gente se mete en líos y hace todo lo posible por empeorar las cosas para que lo saquen del apuro. Yo creo que Dan tiene ganas de empinar el codo y que estos bosques le dan miedo, pero que no quiere reconocer ninguna de las dos cosas. Es más fácil echarle la culpa a otro. —Stanley hizo una pausa—. La cuestión está en saber si merece la pena desengañarlo y convencerlo de que no es buena idea o simplemente despedirlo. —Más argumentos para darle al coco. Entonces dijo—: Mira, Cañada Dan no es una persona tan estupenda como para que me entren ganas de soportar sus guisos un verano entero.

Aquel era un Stanley mucho más resuelto de lo que yo había visto hasta ese momento. A ese Stanley sí me lo imaginaba dándole a Cañada Dan la severa reprimenda que tanto merecía. Pero aquel destello de firmeza no duró mucho.

—Supongo que la decisión no es mía, sino de los Busby. Como es natural ya era demasiado tarde para que pudiéramos regresar a English Creek, de modo que me dispuse a acarrear leña y agua una vez más, más tranquilo ante la perspectiva de que al día siguiente me libraría de Stanley. Nos levantaríamos por la mañana —yo tenía la intención de que fuera lo más pronto posible—, saldríamos a caballo, yo reanudaría mi verano en la estación forestal de English Creek, Stanley se iría con viento fresco al rancho de los hermanos Busby y ahí acabaría todo.

Al entrar a trompicones con el cubo de agua y la bota izquierda completamente suelta, vi que Stanley me observaba.

—Una pena que no podamos cortar a Burbujas en rodajas para hacerte unos cordones —dijo.

—No estaría mal —respondí.

—No me gusta tener que decirle a nadie cómo tiene que llevar las botas, pero si fuera yo…

Esperé mientras Stanley hacía una pausa y contemplaba pensativo el paisaje a través de la ventana de la cabaña, hacia el punto en que el atardecer comenzaba a oscurecer los tonos grisáceos del acantilado de Roman Reef, pero yo no tenía muchas ganas de esperar.

—Me estabas dando una lección sobre botas —dije yo con algo de sarcasmo.

—Sí. Bueno. Decía que si fuera yo, cogería el cordón que te queda, lo cortaría a la mitad y me ataría las dos botas con un trozo de cordón, eso te digo. De alguna manera tendrás que evitar que se te sigan saliendo de los pies.

Merecía la pena probarlo. Cualquier cosa lo merecía, así que corté los cordones por la mitad y me até las botas. La parte superior de las botas sobresalía como un embudo, pero al menos ya podía caminar sin la amenaza constante de perder una de las botas.

Quedaba una tarea pendiente. Estiré los brazos y me saqué la camisa de la parte trasera del pantalón. Corté lo que quedaba del faldón. La mano de Stanley no presentaba un aspecto tan atroz cuando volví a vendársela: con aquel aire seco del Two, las heridas se curan a toda velocidad, pero aun así aquella manota de Stanley no pasaba por su mejor momento.

—Bueno —dijo Stanley—. Ya me has curado. Yo creo que ahora lo que me vendría bien es una visita al doctor. —Y casi antes de que hubiera terminado de decir aquello, reapareció sobre la mesa la botella de la noche anterior, el cuello ya inclinado hacia el vaso de Stanley.

Antes de que Stanley se sumergiera por completo en su particular ungüento de la felicidad, había una última cuestión vital que yo quería tratar con él. Con gran diplomacia, dije:

—Creo que deberíamos ir pensando en…

—… la cena. —Stanley terminó la frase mientras vertía un poco de agua en su medicina—. Yo ya he comido algo cuando volví del campamento de Sanford. Cena tú.

A esas alturas yo ya sabía que en caso de necesidad podía ejercer de chef, así que me dirigí hacia los víveres en busca de mi cena.

Justo entonces, caí en la cuenta de algo importante: ya habíamos repartido las provisiones por los campamentos, así que en los paquetes no quedaban víveres. Eso quería decir que estábamos —o al menos yo sí lo estaba, porque hasta entonces no había tenido ninguna prueba de que Stanley necesitara probar bocado— a merced de lo que quiera que Stanley llevara en su pequeño cargamento de víveres. Hurgué con inquietud entre la carga, pero lo más prometedor que fui capaz de encontrar fue una barra de pan duro y un poco de queso Velveeta. Me preparé varios bocadillos y mentalmente marqué una muesca más en la cuenta pendiente que tenía con mi padre.

Cuando terminé de cenar apenas era la hora del crepúsculo y Stanley había acercado una vez más la botella al vaso. Me esperaba otra noche exquisita, ya lo creo que sí. Una noche en la ópera.

Y entonces se me ocurrió una idea genial.

Carraspeé para hacer sitio a lo que quería decir:

—Oye, Stanley, a lo mejor me sirves una a mí también. Stanley había posado el vaso sobre la mesa, pero con la mano apoyada como si hubiera alguna posibilidad de que el vaso saliera corriendo.

—¿Una qué?

—Una de esas… visitas al doctor. Un trago.

Stanley se quedó mirándome muy fijamente. Soltó el vaso y se rascó una oreja.

—Oye, ¿tú cuántos años tienes?

—Quince —dije con voz firme, tomando prestados los meses que faltaban hasta mi cumpleaños.

Stanley pareció dudar, pero yo ya me imaginaba que si no se había negado desde un principio, terminaría por acceder.

—Alguna vez tendrás que mojarte los labios, supongo. No veo en qué pueden perjudicarte un trago o dos. —Y con esas palabras me acercó la botella.

Imitando su estilo de escanciador, ladeé levemente el vaso mientras me servía de la botella. Me detuve justo en el instante en el que parecía que Stanley iba a abrir la boca. Fui hasta el cubo de agua y vertí un poco de agua en el vaso, como había hecho él.

Es realmente sorprendente la cantidad de cosas de las que uno no es consciente que pueden rescatarte en un momento dado. Gracias a las veces que había acompañado a mi padre a la taberna del Medicine Lodge, fui capaz de ofrecer un brindis a Stanley:

—¡Va por nosotros!

—¡Por nosotros! —recitó Stanley automáticamente.

Sin duda alguna di un trago más largo de lo que quería. O debería haber echado algo más de agua. O algo. Porque cuando posé el vaso sobre la mesa, ya se me caían los párpados.

Mientras tanto, Stanley se había levantado para echar algo de leña al fogón.

—¿Tú qué opinas? —me preguntó—. ¿Tú crees que alguna vez sustituirá al agua?

No tenía ni idea, pero el elixir del Doctor Holl era muy tentador.

Stanley volvió a tomar asiento y paseó la mirada por la estancia.

—¿Quién es nuestro casero?

—¿Cómo dices?

—La cabaña. ¿A quién le corresponde ahora este sector?

—Ah, a la Doble W.

—¡Jesucristo bendito! —exclamó Stanley, acompañando sus palabras con la mirada más firme que yo le conocía. Cuando comprendió que en mis palabras se encerraba la verdad del inocente, estalló—: ¿Es que no hay una sola brizna de hierba que esos hijoputas no quieran acaparar?

—Ni idea. ¿También tú has tenido algún roce con la Doble W?

—¡Un roce, dice! —Stanley pareció considerar el peso de aquellas palabras—. Supongo que podríamos decir que fue un roce. Tuve el placer de decirle al viejo Warren Williamson, el papaíto de Wendell, que esa barrigota suya no era más que la tumba de su asqueroso culo muerto. Disculpa mis palabrotas. Y también le dije otras cosas. —Stanley dio otro sorbo y pareció reflexionar—. ¿Qué quieres decir con lo de también tú?

—Por mi hermano Alec, que está de jinete con los de la Doble W.

—No fastidies. —Stanley esperó a que yo continuara, pero cuando no lo hice, prosiguió—: No se lo deseo a nadie, pero explícame exactamente, ¿por qué eso es un problema?

—Por mis padres —le expliqué yo—. Están cabrea… bueno, se han enfadado muchísimo.

—Líos de familia. La misma vieja historia de siempre. —Stanley dio otro trago y yo otro más. La inspiración que encontré en aquel vaso debió de darle los ánimos que necesitaba a mi lengua, porque enseguida pregunté—: Oye, tú últimamente no has estado por las tierras del Two, ¿no?

Nah.

—¿Por dónde has andado?

—Ah, pues por ahí, por muchos sitios. —Stanley daba la impresión de estar repasándolos en las paredes de la cabaña—. Estuve una temporada en Colorado. Menudo secarral. La mitad del estado se dedica a soplar y a perseguir al otro medio. Luego una temporada en las dos Dakotas. Allí trabajé en la recolección del trigo, eso cuando quedaba algo de trigo después de la sequía y los saltamontes. Y en Wyoming. Fui jinete de una asociación de ganaderos en el condado de Cody uno o dos veranos. Después volví un tiempo a Montana, aquí en la cuenca del Big Hole. Allí pasé un par de temporadas en la siega. —Se quedó pensando—. Más o menos. —Y volvió a llevarse el vaso a los labios. Yo hice lo propio.

—¿Y qué haces ahora en estas tierras?

—Ya te he dicho que he estado un poco por todas partes y que no hay nada como esto. Volví a mi siempre querido Two para trabajar de vivandero, como puedes ver. Hay anuncios en esos periódicos grandes para vivanderos mancos y andrajosos, ¿no lo sabías? Ya lo creo que sí.

Me dio la impresión de que aquel tema le afectaba un poco. Siempre habría otras cosas de las que hablar, como la cuestión de quién había sido Stanley antes de convertirse en una cometa errante.

—¿Tú eres de por aquí?

—No, qué va. Yo no nací en Two Medicine. —Me miró—. No como tú, no. Yo…

Stanley Meixell era oriundo de Misuri. Había nacido en una granja al este de Saint-Joe, en el condado de Daviess. Stanley contaba que en el verano en que cumplió los trece, tuvo su primera experiencia en un maizal con todas aquellas hileras de tallos derribados por la cosechadora. Era costumbre que el más joven de la cuadrilla fuera recolectando las mazorcas que quedaban en el suelo y Stanley era el más pequeño de los Meixell. Ante él se extendían hileras y más hileras verdes de maíz por cosechar todos los veranos. Pero al finalizar aquella sofocante jornada agachando el riñón y rebuscando entre aquella maraña de tallos caídos en busca de mazorcas, Stanley tomó una decisión definitiva sobre su vida en Misuri. «Una semana más tarde, puse rumbo a las planicies de Kansas». Para alguien como yo Kansas es trigal infinito, pero en realidad la parte occidental del estado era por aquel entonces tierra ganadera. Después de todo, allí se encontraba Dodge City.

Stanley pasó los cuatro o cinco años siguientes trabajando en ranchos de Kansas. «Déjame contarte una historia, Jick. Recuerdo una vez que estábamos afeitando los cuernos a un montón de bueyes de Texas. Había un buey muy cabrón con muy malas pulgas que no se dejaba acorralar con los otros. Después de intentarlo todo, el capataz dijo que le pagaría cinco dólares a cualquiera que pudiera domar a aquel cabrón. Y ahí donde me ves, otro mocoso y yo nos ofrecimos voluntarios. Subimos a caballo y nos lo encontramos a unos cinco kilómetros del corral, él solo, no se dejaba llevar. Se nos ocurrió ensogarlo y arrastrarlo, pero, claro, nos pusimos a pensar y cinco kilómetros de arrastre son muchos kilómetros, ¿no crees? Así que desenrollamos cada uno nuestro látigo, de unos tres metros de largo, y fuimos turnándonos, dándole latigazos en el hocico. Entonces se echaba una buena carrera para pillarnos pero nosotros lo esquivábamos y así nos fue siguiendo hasta el corral. Al final conseguimos acercarlo hasta cuatrocientos metros del lugar donde estaban afeitando a los demás bueyes. Cogimos una cuerda cada uno y lo atamos bien atado. Lo llevamos hasta el rancho, lo subimos a una rastra y fuimos arrastrándolo a la vieja usanza. El capataz nos estaba esperando con cinco dólares de plata en la mano».

Un cowboy a la vieja usanza. Me acordé de Alec y pensé que era él quien tendría que estar escuchando todo aquello.

Pero, como suele ocurrir, algo alejó a Stanley de aquella vida de cowboy. Llegó un invierno largo en el barracón con tan mal tiempo que lo obligó a quedarse encerrado en el rancho. «Tenía que dar heno a las vacas dos veces al día, pero por lo demás todo lo que había que hacer era esperar sentado y ponerme a trenzar pelo de caballo». Siempre que entraba en el establo, Stanley arrancaba algunos pelos de la cola de los caballos. Después, regresaba junto al fogón del barracón a fabricar látigos cortos con el pelo de los caballos y bridas, «incluso a veces un maldito lazo». Al tocar el invierno a su fin, las colas de los caballos habían adelgazado drásticamente, igual que la paciencia de Stanley con Kansas.

Aquella parte de la vida de Stanley me resultó muy interesante. Imagino que parte de mi padre se había replicado en mí, con aquella fascinación por el recuerdo de los viejos tiempos.

Mientras Stanley hablaba, mi vaso se había vaciado sin que yo me diera cuenta, de modo que cuando se paró para servirse otra ronda, yo hice lo propio. El whisky me había mareado un poco, así que me alegró muchísimo poder ofrecer otro brindis sacado directamente del Medicine Lodge. Ofrecí un brindis enérgico:

—¡Brindo por el que la tenga más larga!

Stanley me taladró con la mirada, pero solo respondió con un «¡Salud!», como la primera vez, y empinó el vaso.

—Así que con eso ya tenemos Misuri y Kansas —dije yo animándolo—. ¿Y cómo es que terminaste aquí en Montana?

—Para ser exactos, el 17 de marzo de 1898… —Stanley se subió a un tren por primera vez en su vida. Alguien le había hablado de Montana y de una nueva ciudad llamada Kalispell, situada al oeste de las Rocosas, más o menos en línea recta desde la cabaña en la que Stanley me estaba contando todo aquello. Dos días y dos noches en aquel tren—. La caja de zapatos llena de pollo frito que una de esas chicas de Kansas me había preparado no me duró todo el viaje.

En Kalispell «se oían los martilleos por toda la ciudad». Durante los años que siguieron Stanley prosperó al mismo ritmo que lo hacía la comunidad. Trabajó en aserraderos, conduciendo carretas de serrín, arreglando sierras o de capataz de una cuadrilla de porteadores de madera. «También me mandaron a trabajar una temporada con el Servicio Geológico de Estados Unidos». Un invierno estuvo trabajando de carretero, transportando madera desde el lago Blaine hasta Kalispell. Llegó incluso a trabajar conduciendo troncos río abajo en una de las zonas madereras del río Flathead. «Aquello era un paraíso maderero por aquel entonces, pero déjame decirte una cosa, Jick. La gente se acostumbró a la buena vida. Mira si no aquellos incendios, aquel diciembre de mi primer año en Kalispell. Se quemó todo el maldito monte, desde Big Fork hasta Bad Rock Canyon e incluso más al norte. Todo el mundo salió a las colinas al este de la ciudad para ver el fuego. El incendio se había descontrolado. Yo, que era muy inocente, pregunté por qué nadie hacía nada por apagarlo. “Porque esas tierras son públicas”, me dijeron. “Pertenecen al gobierno, no son de nadie de por aquí”. Maldita sea, pensé, cuando vi que el bosque se quemaba no me pareció justo». Stanley volvió a refugiarse en su vaso, como para saciar el disgusto por aquel incendio.

—Malditos incendios —dije yo dando otro sorbo—, pero ¿qué te trajo a este lado de las montañas? ¿Por qué viniste al Two?

Stanley me lanzó una mirada de las suyas, supongo que con intención de evaluar mi estado de salud bajo el ministerio del Doctor Al Ko Holl. Yo me sentía de primera y, con un simple parpadeo, así se lo hice saber a Stanley.

—Será mejor que no le des al vaso con tanta alegría —me aconsejó. Y prosiguió—: Las tierras del Two Medicine. Para qué me marcharía yo de aquí. Buena pregunta. De las mejores.

Resulta difícil reconstruir lo que vino después. Bien podría decirse que a medida que Stanley iba creciéndose, mi sobriedad fue esfumándose, pero incluso si yo hubiera permanecido tan atento como un diácono, la cantidad de información sobre su pasado que Stanley me ofrecía era tanta que fui incapaz de seguirlo.

Una historia tras otra sobre las tierras del Two: recuerdos del aspecto que tenían las montañas en este o aquel año; personas que habían fallecido antes de nacer yo; English Creek, Noon Creek, Gros Ventre, la reserva; nombres de caballos, costumbres de pastores y cowboys, comentarios sobre tabernas y camareros. Yo estaba acostumbrado a recibir mi cucharadita sopera de historia de mi padre y de Toussaint Rennie, una historia cada vez, pero la versión de Stanley era un cocido en ebullición. «Me acuerdo una vez, Jick, que iba yo cabalgando por aquí en el Reef y me encontré con un viejo pastor escocés a caballo. Era un viejales de barba blanca que llevaba sin cortarse el pelo desde Navidad. “Chico”, me llamó. “¿Puedes decirme a qué altura estamos?”. “No a primera vista”, le dije yo. “¿Por qué quería saberlo?”. “Pues mira, estaba yo justo aquí cuando esos inspectores de la Inspección Teológica vinieron hace años y me lo dijeron, pero se me ha olvidado, pero estoy casi seguro de que el número tenía un siete”. Los incendios forestales de 1910, que habían oscurecido los días una semana tras otra; Stanley había ayudado a combatir el más persistente en una de las montañas del Two, al oeste de donde ahora estaba la presa Swift. La epidemia de gripe durante la guerra mundial: aún se acordaba de cómo la muerte sobrepasaba la capacidad de los coches fúnebres, que acarreaban dos y hasta tres ataúdes por viaje rumbo al cementerio de Gros Ventre. El legendario invierno de 1919: “Entonces sí que las pasamos canutas, especialmente los colonos del Paraíso de los Escoceses. Pobres diablos, hundidos en la nieve hasta el cogote”. Los bancos que se fueron a pique a principios de los años veinte, los colonos que habían llegado en oleadas y que comenzaron a marcharse». «Me acuerdo también de otra cosa. Podría decirse que en honor a Cañada Dan. Debía de ser en el verano de 1916. Estaba yo en Browning cuando llegó uno de esos grandes cargamentos de ovejas de Washington con más de cinco mil ovejas y corderos. Para que pastaran aquí, en el extremo norte del Two. Aquellas ovejas venían hambrientas tras haber pasado dieciocho horas en los vagones. Se lanzaron como fieras a los pastos, las zigadenus y los altramuces. Empezaron a morir a cientos. Cogimos todo el potasio y todo el sulfato de aluminio que había en la farmacia de Browning y enviamos a los muchachos a comprar todo lo que hubiera en Cut Bank y Valier y también Gros Ventre. Empezamos a mezclar aquello en grandes barreños para dar la dosis necesaria a cada oveja. La mayoría de las ovejas lo superaron, pero llegamos demasiado tarde para otras mil. No nos quedó más remedio que arrastrar los cadáveres y quemarlos en mitad de la maleza».

Creo que fue esa historia de las piras de ovejas lo que me hizo despedirme de la compañía de Stanley aquella noche. Creo recordar haberme obligado a no pensar en las ovejas muertas en combinación con el brebaje que había ingerido, que sumaba ya tres vasos. Por su parte, Stanley apenas había dado un sorbo mientras duraba su embeleso narrativo.

—Yo creo que ya he tenido bastante por hoy —anuncié. La litera estaba bastante más lejos de lo que había estado la noche anterior, pero conseguí apañármelas para trepar a ella.

—Andante, hasta que el gallo cante —me respondió la voz de Stanley.

—O hasta que se quede afónico —me dije a mí mismo o quizá a un público más amplio, porque lo cierto es que me pareció un comentario tremendamente inteligente.

Mientras mi lengua seguía vagabundeando por ahí dispersa y mis dedos intentaban resolver el problema de los cordones, que por alguna razón empezaban a mitad de las botas en lugar de empezar en la parte superior, donde yo estaba seguro que debían estar, seguí dándole al coco. Cowboy, carretero, maderero… Toda aquella historia de Stanley me resultaba sorprendente. Yo había supuesto, teniendo en cuenta que Stanley llevaba en nuestras vidas desde que yo era pequeño, que era un vivandero como otro cualquiera, quizá incluso un jinete de la asociación en aquellos tiempos en los que estas tierras habían estado ocupadas por vacas y no por ovejas, pero el hecho de que hubiera cabalgado hasta este lugar y que el pastor deseoso de saber la altitud a la que nos encontrábamos lo tratara como un experto en el Two, aquello sonaba a… ¿habría sido Stanley uno de los primeros rancheros de estas tierras? ¿Un colono, quizá? O lo de combatir aquel incendio de 1910: debía de haberse ofrecido como voluntario en la brigada, así que encajaba como jinete de la cooperativa. Pero luego estaba lo de aquellas ovejas: volvía a ganar enteros la opción de vivandero.

Entonces un nuevo pensamiento se fue abriendo paso en una esquinita de mi mente. Con una bota ya en la mano, me concentré lo suficiente para formular la pregunta:

—Stanley, ¿no dijiste que habías estado antes en esta cabaña? Cuando llegamos, ¿no fue eso lo que dijiste?

—Sí, señor. He estado aquí montones de veces. Yo soy más viejo que esta cabaña. Incluso vi cómo la construían. Estábamos vigilando aquel cercado de allí cuando Bob Barblay empezó a arrastrar pinos para construir esto.

¿Construir? ¿Vigilar el cercado? Aquella historia parecía remontarse a los primeros tiempos del bosque del Two. Este nuevo giro combinado con el whisky me confundió aún más. Además, alguien me había puesto otra bota en la mano, pero yo insistí.

—¿Quieres decir… que estuviste aquí con la brigada teológica, digo… geológica, o sea, con los de la expedición?

Stanley tenía una mirada afilada, como si le hubieran colocado ojos nuevos entre aquella maraña de arrugas. La mirada que me lanzó era lo más enderezado que había en aquella cabaña.

—Jick, yo fui el forestal que estableció los límites del Bosque Nacional Two Medicine.

Me quedé tan boquiabierto que habría podido entrarme por la boca un enjambre de moscas sin que me diera cuenta.

En cualquier familia del Servicio Forestal como la nuestra, todas esas tradiciones populares que hacían referencia a la creación de los bosques nacionales y a los encargados de trazar las fronteras de las reservas públicas en los mapas de Estados Unidos tenían prácticamente el mismo peso que las Santas Escrituras. Aún me acuerdo de las veces que escuché a mi padre y a otros hombres del Servicio Forestal de su edad mencionar a aquellos primeros forestales y supervisores, personas a las que enviaron allí a principios de siglo con poco más que una descripción somera de un millón de hectáreas y órdenes de transformar aquella extensión en un bosque nacional. «Los Arregla bosques», así los apodaba la generación de mi padre. Elers Koch en el Bosque Nacional Gallatin, Coert duBois en el Lolo y muchos otros hombres de frontera que engendraron Beaverhead, Custer y Helena y así sucesivamente; aún circulaban historias sobre ellos, enriquecidas con los comentarios de forestales más jóvenes que se preguntaban cómo habían conseguido hacer todo lo que hicieron. Tipos célebres, muy célebres. Una especie de combinación de profetas del Antiguo Testamento y montañeros, todo en uno. Todo el mundo en el Servicio Forestal contaba historias de los primeros forestales siempre que se presentaba la ocasión. Pero que Stanley Meixell, aquel vivandero manco acostumbrado a la compañía del Doctor Al Ko Holl, hubiera sido el primer forestal del Bosque Nacional Two Medicine, me resultaba totalmente novedoso, además de extraño.

Mi hermana Mandy

sale con un dandi

o eso dicen por ahí.

Me desperté con esa canción en la cabeza y un regusto marrón oscuro en la boca.

Los síntomas más graves empezaron a aparecer cuando me incorporé en la litera. Los ojos, las sienes y las orejas parecían haberse vuelto hacia dentro y daban la impresión de estar apuñalándose entre sí. La vida, el aire mismo, me parecían arenosos, grises. ¿No suele decirse que con la resaca la lengua se siente como si te hubieras pasado la noche chupando ceniceros? Pues así me sentía yo.

—¡Buenos días, Jick! —canturreó Stanley, que estaba junto a la cocina—. Toma. Será mejor que te hagas un lavado de estómago con esto. —Se acercó a la litera y me dio un vaso de hojalata lleno de café alquitranado con leche en polvo. Sin duda alguna había calentado la leche junto al café, porque el vaso ardía. Al sostener el vaso cerca de los labios, el calor me iba ascendiendo por la nariz en busca de mi cerebro.

—No puedo garantizarte que de esta mano izquierda salga algo decente —me gritó Stanley por encima del hombro mientras preparaba algo en la cocina—, pero ¿cómo te gustan los huevos?

—Eh… —dije pensando para mis adentros en busca de información—. Fritos, supongo.

Stanley estuvo rondando por la cocina un par de minutos más mientras yo decidía si me lanzaba a la aventura y desafiaba a la muerte en el trayecto que me separaba de la mesa.

Se dio la vuelta y me puso delante un plato. Decentes no sé si serían, pero los huevos fritos tenían una hebra dorada perfecta alrededor y las yemas no estaban ni demasiado líquidas ni sólidas. Perfectos. En el plato que tenía delante los huevos estaban rodeados de varias tiras doradas de carne de cerdo y, en menos de un minuto, Stanley ya me había dado algunas rebanadas de pan frito en el aceite de la sartén.

Yo salgo a mi madre en esto: creo que la buena comida jamás empeora las cosas.

Hundí la cabeza en el plato. Cuando ya me había zampado la mitad, todo había recuperado su sabor, incluso fui capaz de dar unos sorbos al café, tan denso que un tornillo podría flotar dentro.

Engullí el último bocado del festín cuando se me ocurrió preguntar:

—¿De dónde has sacado estos huevos?

—Ah, siempre llevo un par de cubos de manteca llenos de avena para los caballos. A los huevos no les pasa nada metidos entre la avena.

El desayuno me había permitido recuperar fuerzas.

—Hablando de caballos —dije—. ¿Cuándo crees que…?

—¿… podremos bajar? —resumió Stanley.

Aquella fue la primera ocasión del día que tuve para observarlo detenidamente. A Stanley parecía dolerle la mano menos que cuando habíamos llegado a la cabaña, pero no parecía estar tan entero como la noche anterior, mientras me contaba historias del Two. Parecía un hombre a la espera de algo, intentando decidir qué camino tomar; por desgracia, yo sabía que el hábito de la botella le haría decidirse pronto, pero claro, ¿quién era yo para hablar justo en ese instante?

—A no mucho tardar, Jick. Saldremos tan pronto como tú digas.

Stanley volvió a amenizar el descenso con su repertorio musical, un instante trinando sobre algún ser salvaje, lanudo y lleno de pulgas al que nunca había cepillado nadie y al minuto siguiente canturreando con suavidad una tonadilla de misa cuya letra decía: «Oh, dulces hijas del Señor, dadme más de lo que puedo pagar».

Pero yo tenía la mente en algo que Stanley había dicho mientras ensillábamos los caballos. De ninguna manera quería pensar en ello, porque era plenamente consciente de que debía volver a la familia McCaskill y a la situación que había dejado allí, aquella violenta discusión entre mis padres y Alec. ¡Dios todopoderoso! Apenas había transcurrido media semana desde la cena que había provocado todo aquel embrollo. Entretanto, mi padre me había presentado a Stanley, a Cañada Dan y a Burbujas, por no hablar del Doctor Al Ko Holl. Yo tenía intención de hacerle algún que otro comentario al respecto siempre que, claro está, pudiera sobrevivir después de explicarle a mi madre por qué la parte superior de mis botas tenía el aspecto que tenía ahora y cómo era que mis pantalones daban la impresión de haber limpiado una montaña con ellos y por qué había desaparecido el faldón de mi camisa. Gracias a Dios, ni siquiera mi madre era tan perspicaz como para averiguar que la noche anterior me había bebido tres vasos de licor. En lo de la bebida yo me sentía razonablemente seguro. No me parecía que Stanley fuera a ir anunciando mi conducta a los cuatro vientos. Por otro lado, el propio Stanley ya constituía un tema de conversación lógico para mi madre. Mi padre ya habría tenido que escuchar —como también tendría que escuchar yo— la opinión de mi madre sobre mi participación como vivandero en aquella expedición.

Una buena ración de cosas sobre las que pensar, todas ellas difíciles. Sin embargo, aun en contra de mis intenciones y de mi propio interés, seguía dándole vueltas a la última escena que había tenido lugar en aquella cabaña.

Acababa de darle a Stanley las riendas de la yegua y del siempre cariñoso Burbujas y ya me estaba alejando para ajustar la cincha de la silla de Poni, cuando, justo en ese momento, Stanley me dijo que esperaba que no me hubiera molestado demasiado haberme perdido la expedición de conteo con mi padre por el mirador de Billy Peak y todo eso. «No habría podido subir aquí sin ti, Jick —concluyó—. Espero que no te hayas sentido mal tratado».

Ni qué decir tiene que justamente así era como me había sentido. Ya lo creo que sí, desde el mismo instante en que mi padre le ofreció a Stanley mi compañía. Despellejar cadáveres empapados de ovejas, enfrentarme a un caballo de carga que se creía una cabra salvaje de las Rocosas, cuidar a Stanley, los truenos, las comidas que tuve que prepararme yo mismo, la resaca con la que me levanté que aún causaba estragos en mí… ¿Quién sería el tonto que no se daría cuenta de que lo estaban exprimiendo demasiado?

Pero en ese momento ni con unas tenazas gigantes me habrían sacado semejante confesión. Me negaba a darle esa satisfacción al universo.

Así que con un simple «no» respondí a Stanley y me dispuse a ajustar la cincha. «No, ha sido todo muy instructivo».