por Leanne C. Harper
El joven lacandón maya tosía mientras el humo lo seguía a través del campo que acababan de despejar. Alguien tenía que quedarse y vigilar cómo la maleza que habían cortado se reducía a cenizas, que después usarían para abonar el terreno de la milpa. El fuego ardía uniforme, así que retrocedió y se puso lejos del alcance del humo. Todos los demás estaban en casa durmiendo la siesta, y el calor húmedo también le producía somnolencia a él. Mientras se alisaba la larga túnica blanca sobre las piernas desnudas, se comió los tamales fríos que tenía para cenar.
Recostado en la sombra, parpadeó y, poco a poco, cayó bajo el hechizo del sueño una vez más. Sus sueños lo habían llevado al reino de los dioses desde que era niño, pero era raro que recordara lo que los dioses habían dicho o hecho. José, el anciano chamán, se enojaba mucho cuando todo lo que podía recordar eran emociones o detalles inútiles de su visión más reciente. La única esperanza en todo ello era que el sueño se volviera más claro cada vez que lo tenía. Le había negado al chamán que el sueño hubiera regresado, esperando el momento en que pudiera recordar lo suficiente para impresionarlo, pero José sabía que mentía.
El sueño lo llevó a Xibalbá, el dominio de Ah Puch, el señor de la Muerte. Xibalbá desprendió el mismo olor a humo y sangre. Tosió cuando la atmósfera de muerte le entró en los pulmones. La tos lo despertó y le costó unos instantes darse cuenta de que ya no estaba en el inframundo. Con los ojos llorosos, reculó para alejarse del fuego y del humo que el viento había enviado para seguirlo. Quizá sus antepasados también estaban enfadados con él. Fijó la mirada en las llamas, que se apagaban de manera progresiva, y se acercó a la hoguera, en el centro de la milpa. Con los ojos desorbitados, se acuclilló frente al fuego y lo miró con atención. José le había dicho una y otra vez que confiara en lo que sentía y que fuera adonde su intuición lo llevara. Esta vez le obedecería, asustado pero contento de que no hubiera nadie ahí para verlo.
Con ambas manos se recogió el cabello negro detrás de las orejas, se estiró para arrancar una rama corta y frondosa de entre la maleza y la colocó en el suelo, delante de él. Despacio, con leves temblores en la mano izquierda, sacó el machete de la sucia funda de cuero que descansaba a un lado. Flexionando la mano derecha, la sostuvo frente a él a la altura del pecho. Apretó las mandíbulas y giró la cabeza ligeramente hacia arriba y lejos de la vista de su mano. El sudor de la frente le caía en los ojos y le goteaba por su aristocrática nariz en el momento en que hacía descender el machete sobre la palma de la mano derecha.
No emitió ningún ruido. Tampoco se movió mientras la sangre rutilante se le escurría entre los dedos hasta caer en el verde oscuro de las hojas. Sólo sus ojos se entrecerraron y su barbilla se elevó. Cuando la rama estuvo cubierta con su sangre, la cogió con la mano izquierda y la arrojó a las llamas. El aire olía de nuevo a Xibalbá y a los antiguos rituales de sus antepasados, y él regresó al inframundo una vez más.
Como siempre, un conejo escribano le dio la bienvenida, hablando en la antigua lengua de su pueblo. Aferrando el papel amate y el pincel contra su pecho peludo, le dijo en una voz extraña y grave que lo siguiera. Ahau Ah Puch le esperaba.
El aire olía a sangre quemada. El hombre y el conejo caminaron a través de una aldea de chozas de paja abandonadas, muy parecidas a las de su propia aldea. Pero aquí faltaban pedazos de cañas en los tejados. Los portales descubiertos se abrían como bocas calavericas, mientras que el barro y la hierba de las paredes caían recordando a la carne de un cuerpo en descomposición.
El roedor lo guió entre los altos muros de piedra de una cancha de juego de pelota, decorados con anillos tallados en piedra en la parte superior, por encima de su cabeza. El no recordaba haber estado en una cancha de juego de pelota con anterioridad, pero sabía que podía jugar ahí, que había jugado ahí, que había anotado ahí. Volvió a sentir la pelota de caucho sólido golpearle el protector de algodón sobre su codo y rebotar formando un arco hacia la cola de las serpientes talladas en el anillo de piedra.
Dirigió la vista detrás de una columna, hasta que se topó con la cara del señor de la Muerte, sentado en un tapete de junco sobre el estrado, en un extremo de la cancha de juego frente a él. Los ojos de Ah Puch eran dos pozos negros orientados en dirección a la franja blanca que le cruzaba el cráneo. La boca y la nariz de Ahau se abrían a la eternidad, y los olores de sangre y carne podrida en él eran intensos.
—Hunahpú. Jugador de pelota. Has regresado a mí.
El hombre se arrodilló ante Ah Puch y posó la frente en el suelo, pero no sentía miedo. En este sueño no sentía nada.
—Hunahpú. Hijo. —El hombre levantó la cabeza al sonido de la voz de la anciana de su izquierda. Ix Chel y su aún más anciano marido, Itzamná, estaban sentados con las piernas cruzadas sobre tapetes de junco y eran atendidos por el conejo escribano. Dos enormes tortugas gemelas sostenían sus estrados, con ojos intermitentes que eran lo único que demostraba que seguían con vida.
—El ciclo termina —añadió la abuela—. Se avecinan cambios para los hach winik. Los blancos, las marionetas de madera, han iniciado su propia caída. Tú, Hunahpú, hermano de Ixbalanqué, eres el mensajero. Ve a Kaminaljuyú y reúnete con tu hermano. Encontrarás el camino, jugador de pelota.
—No nos olvides, jugador de pelota. —La voz de Ah Puch era cruel y hueca, como si hablara a través de una máscara—. Tu sangre es nuestra. La sangre de tus enemigos es nuestra.
Por primera vez, el miedo auténtico quebró la impasibilidad de Hunahpú. Sus manos palpitaron con dolor al ritmo de las palabras de Ah Puch. No obstante, a pesar del miedo se levantó de su posición arrodillada y miró el negro infinito de los ojos del señor de la Muerte.
Antes de que pudiera hablar, una pelota cuyo borde era una afilada navaja cortó el aire en dirección a él. Entonces Xibalbá se desvaneció y regresó al fuego que acababa de extinguirse, mientras escuchaba al anciano dios decir una sola palabra:
—Recuerda.
El robusto obrero maya permaneció a la sombra de una de las tiendas de trabajo y miró cómo se separaba el último grupo de profesores y estudiantes de arqueología. Mientras caminaban hacia sus tiendas de dormir, él se replegó aún más, hacia la protección de la tienda. Su clásico perfil maya lo señalaba como un indígena de raza pura, la clase más baja en la jerarquía social de Guatemala; pero ahí, entre los estudiantes rubios, eso lo marcaba a él como una conquista. Era poco frecuente que un estudiante del pasado pudiera dormir con el ejemplo viviente de una raza de sacerdotes reyes. El obrero, vestido con pantalones de mezclilla holgados y una camiseta sucia de la Universidad de Pensilvania, no veía ninguna razón para desalentar esa impresión. Sin embargo, se hizo a sí mismo lo menos atractivo posible, para observar su deseo y repulsión simultáneos. Caminó con cuidado por el corto pasillo entre las tiendas hasta el cobertizo de almacenamiento de láminas de metal.
El indígena se aseguró una vez más de que no hubiera observadores antes de coger el candado e introducir la ganzúa en el ojo de la cerradura; entornando los ojos contra la parpadeante luz del fuego, la abrió tras varios intentos. Por un instante, sus dientes relucieron desdeñosos en dirección a la tienda de los profesores. Deslizó el candado en uno de los bolsillos, abrió la puerta y se metió de lado en el cobertizo. A diferencia de los arqueólogos, él no necesitaba agacharse.
Esperó un momento a que sus ojos se acostumbraran antes de sacar una linterna del bolsillo trasero. El extremo por donde salía la luz estaba cubierto por un trozo de tela sujeta con una goma elástica. El tenue círculo de luz recorrió el cuarto casi al azar, hasta que se detuvo sobre un estante repleto de objetos extraídos de las tumbas y los fosos excavados alrededor de la ciudad. El ladrón se movió de costado a lo largo del estrecho pasillo central, con cuidado de no tocar las vasijas, estatuas y otros objetos medio limpios de las repisas de ambos lados. El hombre menudo agarró una media docena de pequeñas vasijas y estatuas en miniatura de los anaqueles. Ninguna estaba colocada al frente de una repisa ni era de los mejores ejemplares, pero todas estaban intactas, si bien algo deterioradas por el largo tiempo que habían pasado enterradas. Las puso en un saco de algodón que se cerraba con un cordel.
Mirando con desdén las filas de cerámica y jade tallados, se preguntó por qué los norteamericanos se permitían maldecir a los ladrones de tumbas del pasado cuando ellos eran tan eficientes en eso mismo. Caminó de lado de regreso por el pasillo y atrapó una vasija pintada en rojo y negro cuando su movimiento hizo que se balanceara peligrosamente cerca del borde. Sus rápidas manos recogieron una maltratada orejera de jade e hizo una pausa, pasando el haz de luz de la linterna alrededor del estrecho cuarto una vez más. Dos cosas captaron su atención: una espina de una raya látigo y una botella de ginebra Tanqueray que se guardaba bajo llave, lejos del alcance de los trabajadores.
Apretando la botella y la espina contra el pecho, escuchó con la cabeza apoyada en la puerta, atento a cualquier ruido aislado. Todo lo que oyó fue el sonido apagado de alguien haciendo el amor en una tienda de campaña cercana. Pensó que sería la pelirroja alta. Satisfecho de que nadie lo vería, se deslizó hacia afuera y repuso el candado.
Esperó para abrir la ginebra hasta que hubo escalado una de las colinas más altas. Los profesores decían que todas las colinas eran templos. Había visto los dibujos de lo que se suponía que había sido ese lugar tiempo atrás, pero no creía lo que le habían mostrado: plazas y altos templos con techos acolmenados, todos pintados de amarillo y rojo. En especial, no creía en los hombres altos y delgados que presidían los templos. No se le parecían ni a él ni a nadie que conociera, ni siquiera a los murales pintados en algunas de las paredes de los templos; pero los profesores decían que así eran sus ancestros. Era típico de los norteamericanos. Pero entonces eso significaba que tan sólo estaba robando su herencia.
Algo se le clavó en el costado cuando se agachó a abrir la botella. Sacó la espina de raya látigo del bolsillo. Una de las rubias…, no, la pelirroja le había contado lo que los antiguos reyes habían hecho. «As-que-ro-so», le había dicho, y él había estado de acuerdo en su interior. Las mujeres norteamericanas con quienes dormía siempre le hacían muchas preguntas sobre las costumbres de sus ancestros. Como si tuviera el conocimiento de un brujo sólo por ser indígena. Yanquis. Aprendió más de ellas que de nadie de su familia. Le enseñaron qué objetos eran valiosos y, lo que era más importante, lo que se notaría de inmediato si faltara. A esas alturas ya tenía una pequeña y bonita colección. Se haría rico vendiéndolas en Guatemala.
La ginebra era buena. Se recostó contra un tronco de árbol bien ubicado y observó la luna. Ix Chel, la Anciana, era la diosa de la luna. Los dioses de los antiguos eran feos, no como la Virgen María o Jesús, ni como las imágenes de Dios que había en la iglesia donde lo habían criado. Levantó la espina de la raya látigo. Alguien la había traído hacía mucho tiempo a aquella ciudad de las tierras altas. Estaba toda tallada con diseños intrincados. Se la sujetó junto a la pierna y la midió contra su muslo. Tenían la misma longitud. Había historias sobre eso. Estiró la mano para coger la botella de ginebra pero falló y cayó de bruces hacia adelante, sin apenas poder aguantarse con la mano libre. Estaba ebrio.
La luz de la luna se le reflejó en el torso sudoroso cuando se quitó la camiseta y la dobló sin demasiado cuidado hasta hacer una almohadilla. Se la puso sobre el hombro derecho. Cerró los ojos, caminó haciendo eses hacia la izquierda y los abrió de nuevo, parpadeando rápido. Intentó acomodar las piernas en la posición que había visto en tantas pinturas, lo que requería ciertas maniobras. Tuvo que apoyarse contra una roca y aguantarlas en su lugar con la mano derecha. Sujetó la camiseta entre la mandíbula y el hombro levantado.
Con una seguridad que contradecía su embriaguez, levantó la púa y se perforó la oreja derecha.
Se quedó sin aliento y maldijo el dolor. Este le atravesó todo el cuerpo, casi cortando el efecto del alcohol, y le provocó una sensación de euforia a medida que la sangre caía fluyendo desde el lóbulo destrozado y era absorbida por la camiseta. La emoción le hizo temblar. Era mejor que la ginebra, mejor que la marihuana de los estudiantes licenciados, mejor que la cocaína que una vez le robó a un profesor.
La impresión de que ya no se encontraba a solas en el templo le penetró la mente ensombrecida. Abrió los ojos, pues advirtió que hasta entonces los había cerrado. Por tan sólo un instante, lo que antes había sido un templo brilló a la luz de la luna. Los rojos brillantes se debilitaban ante la luz tenue. Su esposa se acuclillaba frente a él con una cuerda de espinas que le atravesaban la lengua. Todos los presentes les rodeaban. El pesado tocado ornamental le cubría los ojos. Parpadeó.
El templo era un montón de piedras cubiertas por la jungla. No había ninguna esposa luciendo joyas de jade, ni ningún grupo de personas. De nuevo vestía los sucios pantalones de mezclilla. Sacudió la cabeza con fuerza para eliminar lo que quedaba de la visión. Eso le dolió, aaay, le dolió de veras. Debió de ser la ginebra y el haber escuchado a esas mujeres. Según lo que le contaron, habría echado a perder los antiguos ritos de todos modos. El poder estaba en la sangre al quemarse.
La camisa se le había deslizado del hombro y estaba empapada de sangre. Lo pensó durante un momento y entonces sacó el encendedor que le había robado a uno de los profesores e intentó quemarla. Pero aún estaba demasiado húmeda y las flamas se apagaban; así que hizo una fogata con los palos que pudo recoger del suelo. Cuando finalmente logró encender un pequeño fuego, arrojó la camiseta sobre él. La sangre al quemarse despidió humo y una peste que por poco lo hizo vomitar. Medio en broma, se sentó enfrente de las llamas e imitó la posición de piernas cruzadas que había visto en muchas vasijas, con una mano extendida hacia ellas. Volvió a sentirse muy cansado y notó que fijar la mirada en el fuego lo estaba hipnotizando.
Lo poco que sabía de Xibalbá lo llevó a creer que aquél era un lugar de oscuridad y llamas, como el infierno del que le habían advertido los sacerdotes cuando era niño. Mas no era así. Parecía más bien un pueblo lejano donde aún se vivía según las viejas costumbres. No había antenas de televisión, ni radios estruendosas con lo último en música roquera en Guatemala. Todo estaba en silencio. No vio a nadie mientras caminaba por el pequeño grupo de chozas. El único movimiento que captó fue el de un murciélago que salió volando de la entrada de una de las casas con techo de paja; eran de dos aguas, como los de las habitaciones del templo: se elevaban altos y delgados y casi acababan en punta. Sintió como si caminara a través de un mural de la pared de un templo. Todo le resultaba muy familiar. Y cayó en la cuenta de que ninguno de sus habituales sueños ebrios poesía esa claridad.
Un badum, badum rítmico lo guió hasta una cancha de juego de pelota. Había tres figuras humanas sentadas en la plataforma que se hallaba en la parte superior de las paredes. Los reconoció como Ah Puch, Itzamná, e Ix Chel: el Dios de la Muerte, el Anciano y la Anciana, las potestades supremas del panteón maya, o tan poderosas como cualquiera de las deidades. Los tres estaban rodeados de animales que los asistían como escribas y sirvientes. Arrastrando su mirada de regreso hacia la parte baja de los muros de piedra, en dirección a la cancha del juego de pelota, descubrió la fuente del ruido sobre la tierra apisonada. Sin dignarse a reparar en él, una criatura mitad humano mitad jaguar intentaba en repetidas ocasiones golpear una pelota para hacerla pasar por uno de los aros de piedra labrados con todo detalle en la parte superior de los muros de la cancha; nunca usaba las garras. En su lugar, usaba la cabeza, las caderas, los codos y las rodillas. El hombre jaguar y sus colmillos lo asustaron. Desde el inicio del sueño, fue lo primero que sintió, además de la curiosidad, preguntándose cómo podría robar esos aros de piedra. Observó cómo los músculos bajo las manchas negras se tensaban y distendían mientras analizaba por qué nada de aquello le parecía extraño en lo más mínimo. Levantó la cabeza y miró fijamente a los espectadores.
Por el rabillo del ojo vio que la pelota venía hacia él. Moviéndose en patrones que resultaban tan familiares como el poblado, se apartó antes de elevar el codo por debajo de la pelota y enviarla hacia el anillo más cercano. Se arqueó a través de la meta sin tocar la piedra. Los espectadores soltaron un grito ahogado y murmuraron entre ellos. Él estaba igual de sorprendido, aunque decidió que en ese momento la discreción era la mejor opción.
—¡Ey! ¡No está mal! —les gritó en español. El señor de la Muerte meneó la cabeza y miró con enojo a la pareja de ancianos. Itzamná le habló en maya puro. Aunque no había hablado aquel idioma en toda su vida, lo reconoció y lo entendió.
—Bienvenido a Xibalbá, Ixbalanqué. Eres tan buen jugador como indica tu nombre.
—No me llamo Ixbalanqué.
—A partir de ahora, sí. —La máscara negra de la muerte de Ah Puch lo miró desde arriba, llena de furia, y él se tragó su siguiente comentario.
—Sí, esto es un sueño y yo soy Ixbalanqué. —Separó las manos y asintió—. Lo que vosotros digáis.
Ah Puch desvió la mirada.
—Tú eres diferente, siempre lo has sabido. —Ix Chel le sonreía desde lo alto. Era la sonrisa de un cocodrilo, no la de una abuela. Se la devolvió y deseó despertar de inmediato.
—Eres un ladrón.
Se preguntó cómo podría escapar de aquel sueño. Tenía en mente las partes más espantosas de los antiguos mitos: las decapitaciones, la casa de los múltiples horrores…
—Deberías usar tus habilidades para obtener poder.
—Lo haré. Tenéis razón. Tan pronto como regrese.
Uno de los conejos que asistía a los tres dioses lo miró atentamente con la cabeza inclinada hacia un lado y la nariz temblorosa. De vez en cuando, escribía con frenesí en un extraño pedazo de papel doblado con una especie de pincel. Le recordó a uno de los personajes de una historieta que leyó en alguna ocasión: Alicia en el país de las maravillas. También había conejos en el sueño de la muchacha. Y le estaba dando hambre.
—Ve a la ciudad, Ixbalanqué. —La voz de Itzamná era chillona, con un tono aún más alto que el de su esposa.
—Oye, ¿no hay un hermano o algo así en todo esto? —Estaba recordando más detalles del mito.
—Le encontrarás. Ahora vete. —La cancha del juego de pelota se estremeció frente a sus ojos y el jaguar le propinó un golpe con la garra en la parte posterior de la cabeza.
Ixbalanqué gruñó de dolor cuando le resbaló la cabeza sobre la roca que, al parecer, había estado usando de almohada. Se enderezó empujando su espalda desnuda contra la áspera piedra caliza. El sueño todavía lo inundaba y no era capaz de enfocar nada. La luna se había ocultado mientras había estado inconsciente. Las piedras descubiertas de las ruinas brillaban con luz propia, como los huesos perturbados de una tumba; los huesos de la gloria pasada, la de su pueblo.
Se agachó para recoger los tesoros robados y cayó sobre una rodilla. Incapaz de controlarse, vomitó la ginebra y las tortillas que había comido. Madre de Dios, ¡qué mal se encontraba! Con el cuerpo vacío y tembloroso, se levantó tambaleante una vez más para iniciar el descenso desde la pirámide. Tal vez su sueño estaba en lo cierto: debía irse, irse a la ciudad de Guatemala en ese mismo momento llevándose lo que tenía; sería suficiente para permitirle vivir con comodidad durante algún tiempo.
Jesús, cómo le dolía la cabeza. Con resaca y todavía borracho. No era justo. Lo último que había recogido era la púa de la raya látigo, con las puntas aún cubiertas con su sangre. Ixbalanqué estiró la mano y se tocó la oreja con cautela. Examinó el agujero del lóbulo con dolor y repulsión. Tenía la mano ensangrentada. Eso definitivamente no era parte del sueño. Tambaleándose, buscó en los bolsillos hasta que encontró la orejera. Intentó insertarla pero le dolía demasiado y la carne desgarrada no la sostenía. Estuvo a punto de vomitar de nuevo.
Intentó evocar el sueño, que ya se estaba desvaneciendo. Durante un rato, todo lo que pudo recordar fue que el sueño recomendaba una retirada hacia la ciudad. Parecía buena idea. A medida que resbalaba y se deslizaba alternativamente por un lado de la colina, decidió robar un jeep y marcharse con estilo. Tal vez nadie lo notaría; y tampoco podía recorrer todo el camino a pie con semejante dolor de cabeza.
En el interior de la casa con techo de paja, oscura y llena de humo, José escuchó con aire grave la historia de la visión. El chamán asintió cuando Hunahpú le relató su audiencia con los dioses. Cuando terminó, miró al viejo en espera de su interpretación y sus consejos.
—Tu visión es verdadera, Hunahpú. —Se enderezó y se deslizó de la hamaca hasta el suelo de tierra. De pie ante un Hunahpú agazapado, arrojó incienso de copal en el fuego—. Debes hacer lo que los dioses te indican o nos traerás la desgracia a todos.
—Pero ¿adónde debo ir? ¿Qué es Kaminaljuyú? —Hunahpú se encogió de hombros ante la confusión—. No lo entiendo. No tengo un hermano, tan sólo hermanas. Y no juego al juego de pelota. ¿Por qué yo?
—Has sido elegido y tocado por los dioses. Ellos ven lo que nosotros no vemos. —José posó una mano en el hombro del joven—. Es muy peligroso cuestionarlos. Se enfadan con facilidad.
«Kaminaljuyú es la ciudad de Guatemala. Ahí es donde debes ir. Pero primero debemos prepararte. —El chamán miró más allá de él—. Duerme esta noche. Mañana te marcharás.
Cuando regresó a la casa del chamán por la mañana, la mayor parte del pueblo estaba ahí para formar parte del mágico suceso que había tenido lugar. Cuando los dejó, José caminó con él hasta adentrarse en la selva, llevando un paquete. Lejos de la vista del pueblo, el anciano envolvió los codos y las rodillas de Hunahpú con la tela acojinada de algodón que había traído con él. El viejo le dijo que aquella noche había soñado que iba vestido así. También era una señal de que la visión de Hunahpú era verdadera. José le ordenó que le contara el motivo de su búsqueda a aquellos con quienes se encontrara, pero sólo si eran de confianza y lacandones como él. Los ladinos tratarían de detenerlo si se enteraran.
Xepón era un lugar pequeño. A lo sumo había treinta casas, de todos los colores y agrupadas alrededor de la iglesia y la plaza. Las fachadas rosas, azules y amarillas lucían deslavadas y parecía como si estuvieran agachadas, con las espaldas vueltas hacia la lluvia que había empezado unos momentos antes. Mientras Ixbalanqué bajaba rebotando por el camino de la montaña hacia el poblado, se sintió feliz de ver la cantina. Había decidido tomar los caminos más solitarios que pudiera encontrar en el desgastado mapa que había bajo el asiento del conductor, hasta llegar a la ciudad.
Empezó a aparcar frente a la cantina pero al final decidió estacionar en la esquina, lejos de las miradas curiosas. Pensó que era extraño que no hubiera visto a nadie desde que entró al pueblo, pero el clima no era propicio para salir a pasear, mucho menos para él y su resaca. Sus Reebok, otro obsequio de los norteamericanos, repiquetearon contra la entrada de madera húmeda que corría frente a la taberna, antes de atravesar la puerta abierta. Era un sonido desconcertante que sobresalía de entre el silencio, roto tan sólo por el goteo de la lluvia sobre los techos de hojalata. Ni siquiera la penumbra exterior lo había preparado para la oscuridad interior, o los años de humo de tabaco permanecían atrapados entre las estrechas paredes. Algunos letreros maltrechos y descoloridos de «Feliz Navidad» colgaban del techo gris.
—¿Qué quiere? —Le gritaron en español desde detrás de la larga barra que cubría la pared que quedaba a la izquierda. La fuerza y la hostilidad en la pregunta le provocaron dolor de cabeza. Una vieja indígena encorvada lo fulminaba con la mirada.
—Una cerveza.
Sin preocuparse por sus preferencias, sacó una botella del refrigerador de detrás de la barra y la destapó mientras él se aproximaba; entonces la puso sobre la madera manchada y llena de agujeros. Cuando Ixbalanqué estiró la mano para cogerla, la mujer puso una pequeña mano nudosa en torno a la botella y le dedicó un ademán con la barbilla. Él sacó algunos quetzales arrugados del bolsillo y los colocó sobre la barra. Se oyó el estrépito de un trueno cercano y ambos se pusieron en tensión. Él se dio cuenta por primera vez de que la razón de que ella fuera tan hostil podría no tener nada que ver con un cliente tempranero. La anciana arrebató el dinero de la barra como si quisiera negar su miedo y se lo metió en la faja que le rodeaba el manchado huipil.
—¿Qué tiene de comer? —Sin duda, lo que ocurría no tenía nada que ver con él. La cerveza sabía bien pero no era lo que necesitaba de verdad.
—Sopa de judías negras. —La respuesta de la mujer no era una invitación, sino una afirmación, acompañada por un nuevo retumbar de truenos en la parte superior del valle.
—¿Qué más? —Al mirar alrededor, Ixbalanqué se dio cuenta, poco a poco, de que algo iba extremadamente mal. En todas las cantinas en las que había estado a lo largo de su vida, sin importar la ubicación ni el tamaño del local, siempre había algunos viejos borrachos sentados por ahí, esperando obtener una bebida gratis. Y las mujeres, incluso tan viejas como ésa, rara vez estaban a cargo de los bares.
—Nada. —Mantuvo el rostro inmutable mientras Ixbalanqué trataba de entender qué sucedía.
Un nuevo retumbar de truenos se convirtió en el gruñido sordo e inconfundible que despedían los motores de los camiones. Ambas cabezas giraron hacia la puerta. Ixbalanqué se alejó de la barra y buscó otra salida. No la había. Cuando se volvió de nuevo hacia la vieja, ella le daba la espalda. Entonces corrió hacia la puerta.
Unos soldados vestidos de verde llenaban la parte trasera de los dos transportes del ejército estacionados en el centro de la plaza. Para apreciar las rutas que habían seguido los camiones, bastaba con seguir la hilera de ramas rotas y de arbustos atropellados a lo largo del minúsculo parque. A medida que los militares saltaban al suelo, colocaban sus metralletas en posición de tiro. Varios equipos de dos hombres dejaron el área central de inmediato y fueron a registrar las casas que rodeaban la plaza. Luego otros soldados se esparcieron por el resto del poblado.
Con las palmas extendidas contra el muro, Ixbalanqué se deslizó por la pared exterior de la taberna hacia la seguridad de la calle lateral. Si pudiera llegar al jeep tendría una oportunidad de escapar. Había llegado a la esquina del edificio cuando uno de los soldados le descubrió. Al escuchar la orden de detenerse saltó hacia la calle, se deslizó por el lodo y echó a correr hacia el vehículo.
Los disparos en el suelo frente a él lo salpicaron de barro. Levantó la mano para protegerse los ojos y cayó de rodillas. Antes de que pudiera alzarse, un soldado de rostro hosco le sujetó el brazo y lo arrastró de regreso a la plaza, con los pies resbalando en el espeso lodo cada vez que se esforzaba por pararse y caminar.
Uno de los jóvenes soldados ladinos le apuntó con una Uzi en la cabeza mientras lo arrojaban de cara al barro y lo registraban. Ixbalanqué había ocultado sus pertenencias en el jeep, pero encontraron la reserva de quetzales que guardaba en sus Reebok. Uno de ellos levantó el fajo de dinero hacia el teniente a cargo, quien miró con asco el estado de los billetes pero se los puso en el bolsillo. Ixbalanqué no protestó. A pesar del insoportable dolor de cabeza, trató de resolver qué debía decirles para salir del apuro. Si supieran que el todoterreno era robado, podía darse por muerto.
El sonido de otros disparos le arrancó otra mueca de dolor en el lodo. Levantó un tanto la cabeza y se golpeó contra el cañón de la pistola que se hallaba sobre él. El soldado que la sujetaba la echó para atrás lo suficiente para permitirle ver apenas cómo arrastraban a otro hombre del interior de la escuela amarilla en ruinas del lado oeste de la plaza. Oyó a niños llorando dentro del pequeño edificio. El segundo prisionero también era un indio alto, con las gafas torcidas por los golpes que había recibido en el rostro. Los dos soldados que lo escoltaban le permitieron recuperar el equilibrio antes de llevarlo ante su superior.
El maestro se enderezó las lentes antes de mirar directamente a las gafas de sol con acabado de espejo del teniente. Ixbalanqué supo que estaba en problemas; el maestro estaba haciendo enojar al oficial deliberadamente. Sólo podía empeorar la situación a la que se enfrentaban.
El teniente alzó su macana y lanzó al suelo los anteojos del educador. Cuando el docente se agachó para recogerlos, el oficial le golpeó en un lado de la cabeza. Con la sangre goteándole por la cara hasta la camisa blanca, el maestro volvió a ponerse las gafas. El cristal derecho estaba hecho añicos. Ixbalanqué buscó una ruta de escape. Esperaría a que el guardia estuviera lo suficientemente distraído. Sin embargo, al mirar de reojo al joven con la Uzi, vio que el chico no le quitaba los ojos de encima.
—Eres un comunista. —Era una afirmación, no una pregunta, dirigida hacia el maestro. Antes de que el otro pudiera responder, el teniente miró en dirección a la escuela con desagrado. Los niños seguían llorando en el interior.
Dirigió el arma hacia la escuela e hizo una señal afirmativa con la cabeza a uno de los soldados. Sin tomarse la molestia de apuntar, el soldado disparó de un lado al otro con la metralleta, a todo lo ancho del edificio, rompiendo ventanas y haciendo orificios en el yeso. Adentro estallaron algunos gritos, seguidos por el silencio.
—Eres un traidor y un enemigo de Guatemala. —Dejó caer la macana sobre el otro lado de la cabeza del profesor. Hubo más sangre, e Ixbalanqué empezó a sentirse mareado y, de alguna manera, mal.
—¿Dónde están los otros traidores?
—No hay otros traidores. —El maestro se encogió de hombros y sonrió.
—Fernández, la iglesia. —El teniente se dirigió a un soldado que estaba fumando apoyado contra uno de los camiones. Fernández arrojó el cigarrillo y levantó el ancho tubo sostenido contra el camión. Mientras apuntaba, otro de los hombres que estaba cerca de los camiones introdujo un cohete en la bazuca.
Girándose hacia la vieja iglesia colonial, Ixbalanqué vio, por primera vez, al sacerdote del pueblo: de pie, fuera del edificio, discutiendo con uno de los equipos de registro, mientras los soldados se llevaban sus candelabros de plata. Hubo una explosión de la bazuca, seguida una fracción de segundo después por el estallido de la iglesia al caer sobre sí misma. Los de los candelabros habían visto lo que iba a ocurrir y se dejaron caer al suelo. El sacerdote se desplomó, aunque Ixbalanqué no sabía decir si fue por la impresión o por las lesiones recibidas. A esas alturas, sentía el dolor en cada articulación y músculo.
La lluvia se mezclaba con la sangre en el rostro del maestro y, a medida que corría, le manchaba la camisa de color rosa. Ixbalanqué no vio nada más. El dolor había crecido tanto que se vio obligado a acurrucarse en el lodo, apretándose las rodillas contra el pecho. Algo iba a suceder. Nunca antes había sentido tanto miedo. Sabía que iba a morir. Los malditos dioses antiguos lo habían empujado a eso.
Apenas pudo oír nada cuando ordenaron apoyarlo contra la pared de la escuela, junto al maestro. Al teniente ni siquiera le importaba quién era. Por alguna razón, el hecho de que el oficial ni siquiera se hubiera molestado en interrogarlo le pareció la peor humillación de todas.
Ixbalanqué temblaba mientras se ponía de pie frente a la pared marcada por las balas. Los soldados los dejaron ahí solos y retrocedieron, lejos de la línea de fuego. El dolor volvió a manifestarse en oleadas que le expulsaron el miedo, todo excepto el enorme peso de la agonía que sentía en el cuerpo. Miró más allá de los soldados que se reunían para formar el pelotón de fusilamiento y vio el arco iris que se alzaba entre las brillantes montañas verde jade a medida que salía el sol. El maestro le dio una palmada en el hombro.
—¿Estás bien? —Su compañero parecía preocupado de verdad. Él permaneció en silencio, reuniendo la suficiente energía para evitar derrumbarse en el suelo.
—Mira, Dios tiene sentido del humor. —El hombre loco le sonrió, como si él fuera un niño a punto de llorar. Ixbalanqué lo maldijo en el idioma de su abuela quichelense, una lengua que no había hablado antes de tener el sueño de Xibalbá.
—Morimos para salvar a nuestra gente. —El docente levantó la cabeza con orgullo, encarándose a las pistolas cuando las levantaron para apuntarles.
—No. ¡Otra vez no! —Ixbalanqué cargó contra las armas en el momento en que dispararon. Su fuerza tiró al otro hombre de rodillas. Al moverse, una pequeña parte de su cerebro se dio cuenta de que la exquisita agonía había desaparecido. Mientras las balas aceleraban para darle al blanco, se sintió más fuerte, más poderoso de lo que había sido nunca antes. Los disparos lo alcanzaron.
Ixbalanqué vaciló cuando los proyectiles le golpearon. Esperó un instante la llegada del inevitable dolor y la oscuridad final, pero no sucedió nada. Miró a los soldados, quienes lo examinaron a su vez, perplejos. Alguno corrió hacia los camiones, otros bajaron las armas y unos cuantos se mantuvieron firmes y siguieron disparando, mirando de vez en cuando al teniente, quien retrocedía hacia los camiones mientras llamaba a un tal Fernández.
El indio levantó un ladrillo de la calle y, gritando su nombre con una mezcla de miedo y euforia, lo arrojó con todas sus fuerzas hacia uno de los vehículos. En el vuelo, el ladrillo golpeó a un soldado, destrozándole la cabeza y salpicando de sangre y sesos a sus compañeros, antes de pasar como un rayo en dirección al camión. Entonces impactó contra el tanque de gas y el automóvil explotó.
Ixbalanqué detuvo su carga contra los soldados y contempló el espectáculo ardiente. Algunos hombres en llamas —soldados que habían usado como refugio el transporte de las tropas— gritaban. La escena parecía sacada de una de las películas americanas que había visto en la ciudad, aunque ésas carecían del olor de la gasolina, la lona y el caucho quemados y, bajo todo ello, el hedor a carne quemada. Reculó.
Remotamente, como si lo percibiera a través de un grueso colchón, sintió que alguien le sujetaba el brazo. Se giró dispuesto a golpear al enemigo, pero era el maestro, que lo miraba a través de sus destrozadas lentes.
—¿Hablas español? —El hombre lo guió lejos de la plaza, hacia una calle lateral.
—Sí, sí. —Ixbalanqué se preguntaba qué sucedía. Nunca antes había hecho nada semejante. Algo no iba bien. ¿Qué le había hecho aquella visión? De forma involuntaria, empezó a relajarse y sintió cómo la fuerza se le escapaba. Se apoyó en la pared de una casa pintada de un rojo pálido y descascarado.
—Madre de Dios…, no podemos detenernos. —El maestro lo arrastró hacia el final de la calle—. Pronto traerán la artillería. Eres bueno con las balas pero ¿puedes esquivar cohetes?
—No lo sé… —Se detuvo a pensar en ello unos segundos.
—Lo averiguaremos más tarde. Vamos.
Reconoció que el hombre tenía razón, pero ¡moverse era tan difícil! Ahora que el miedo a morir había desaparecido, sintió como si hubiera perdido no sólo el nuevo poder, sino también toda su fuerza habitual. Dirigió la vista a través de la calle, hacia la ladera boscosa por encima de las casas. Los árboles proporcionaban seguridad. Los soldados nunca los seguirían al bosque, donde las guerrillas podrían estar esperando para emboscarlos. El zumbido de un disparo lo trajo de vuelta.
El maestro lo agarró para alejarlo de la casa y, poniéndole el brazo bajo el suyo, lo guió hacia el refugio verde que se hallaba más adelante. Cortaron entre dos pequeñas casas y se desplazaron a lo largo de un callejón estrecho y lodoso que dividía los edificios de tablillas y yeso. Ixbalanqué patinaba y se deslizaba sobre el resbaladizo barro marrón. Más allá de los jardines traseros, la callejuela se convertía en un sendero que llevaba hacia la empinada colina, hasta los árboles. Sin embargo, atravesar el campo abierto significaba por lo menos quince metros de exposición total a las balas.
Chocó con el docente cuando éste se detuvo para asomarse por la esquina de la última casa.
—Libre. —El maestro seguía sosteniéndole el brazo—. ¿Puedes correr?
—Sí.
Tras una carrera impulsada por el temor, Ixbalanqué logró desplomarse unos cuantos cientos de metros al interior del bosque. La selva poseía la espesura suficiente para impedir que los soldados los vieran, siempre y cuando permaneciesen inmóviles y en silencio. Escucharon a los militares discutir allí abajo hasta que un sargento les ordenó que volvieran a la plaza. Alguien del pueblo moriría en su lugar. El maestro se puso sudoroso y nervioso. Ixbalanqué se preguntó si era por la víctima, desconocedora de su destino, o por su propia supervivencia inesperada. Una bala en la espalda no era tan romántica como un pelotón de fusilamiento.
Cuando se adentraban en las húmedas montañas en un intento por evitar a los soldados, el compañero de Ixbalanqué se presentó. El maestro le dijo que se llamaba Esteban Akabal y que era un devoto comunista, un luchador por la libertad. Ixbalanqué escuchó sin hacer comentarios un largo sermón sobre los males del gobierno actual y la inminente revolución. Sólo se preguntó de dónde sacaría Akabal la energía para caminar y hablar tanto. Cuando el docente comenzó a jadear, mientras se abrían paso por un sendero difícil, Ixbalanqué le preguntó por qué trabajaba con los ladinos.
—Tenemos que colaborar para el bien común. Las divisiones entre los quichelenses y ladinos las creó y las promovió el régimen represivo bajo el que trabajamos; son falsas y, una vez que se eliminen, dejarán de obstaculizar el deseo natural del trabajador de unirse a su compañero trabajador.
Se detuvieron a descansar en una sección nivelada de la senda.
—Los ladinos serán como dices, pero nada cambiará sus sentimientos o los míos. —Ixbalanqué meneó la cabeza—. No deseo unirme a tu ejército de trabajadores. ¿Qué debo hacer para llegar a la ciudad?
—No puedes tomar el camino principal. Los soldados te dispararían nada más verte. —Akabal observó los cortes y magulladuras que Ixbalanqué se había hecho durante el ascenso—. Parece que tu talento es muy selectivo.
—No creo que sea un talento. —Se limpió un poco de la sangre seca de los pantalones de mezclilla—. Tuve un sueño con los dioses. Me dieron un nombre y poderes. Antes del sueño jamás había hecho… lo que he hecho en Xepón.
—Los norteamericanos fueron quienes te dieron tus poderes. Eres lo que llaman un «as». —Akabal lo examinó de cerca—. Apenas conozco casos tan lejos de Estados Unidos. En realidad es una enfermedad. Un extraterrestre pelirrojo la trajo del espacio exterior, o al menos eso dicen, ya que la guerra biológica ha sido declarada ilegal. La mayoría de los infectados murieron, algunos cambiaron.
—Los he visto mendigando por la ciudad. Quedaron muy mal parados. —Se encogió de hombros—. Pero yo no soy así.
—Muy pocos se convierten en algo mejor de lo que eran antes. Los norteamericanos adoran a los ases. —Akabal sacudió la cabeza—. Es la típica explotación de las masas por parte de los medios fascistas. Tú podrías resultar muy útil en nuestra lucha. —El maestro se inclinó hacia adelante—. El elemento mítico, un lazo con el pasado de nuestro pueblo. Sería bueno, muy bueno para nosotros.
—No lo creo. Me voy a la ciudad. —Disgustado, recordó el tesoro que había dejado en el jeep—. Después de regresar a Xepón.
—Tu gente te necesita. Podrías ser un gran líder.
—Eso ya lo he oído antes. —Tenía dudas. La oferta sonaba seductora, pero quería ser algo más que un miembro del ejército popular. Él quería hacer algo con su poder, algo que implicara dinero. Pero primero tenía que llegar a la ciudad de Guatemala.
—Déjame ayudarte. —Akabal tenía esa intensa mirada de deseo que las estudiantes graduadas exhibían cuando querían dormir con el sacerdote rey maya o, como una de ellas dijo, con una copia aceptable. Esa mirada, combinada con la sangre endurecida sobre su rostro, hacía que el maestro pareciera el mismo demonio. Ixbalanqué reculó un par de pasos.
—No, gracias. Regresaré a Xepón por la mañana, recuperaré mi jeep y me marcharé. —Retrocedió por el sendero. Se dirigió a Akabal por encima del hombre—. Gracias por tu ayuda.
—Espera. Está oscureciendo, nunca lograrás regresar de noche. —El maestro comunista se sentó de nuevo en una roca junto al camino—. Estamos lo suficientemente adentro de la selva para que, aun si llegan más soldados, no se atrevan a seguirnos. Nos quedaremos aquí esta noche y mañana a la mañana iniciaremos el camino de regreso al pueblo. No habrá peligro: al teniente le va a llevar al menos un día entero explicar la pérdida de su camión y conseguir refuerzos.
Ixbalanqué se detuvo y dio media vuelta.
—¿No más charlas sobre tu ejército?
—No, te lo prometo. —Akabal sonrió y le indicó con un gesto que se sentara en otra roca.
—¿Tienes algo de comer? Tengo mucha hambre. —Ixbalanqué jamás se había sentido tan hambriento, ni siquiera en los peores episodios de su infancia.
—No. Si estuviéramos en Nueva York, tú podrías ir a un restaurante llamado Aces High. Es exclusivo para personas como tú…
Mientras Akabal le hablaba sobre las condiciones de vida de los ases en Estados Unidos, Ixbalanqué reunió algunas ramas para protegerse del suelo húmedo y se recostó sobre ellas. Se durmió mucho antes de que el docente terminara su discurso.
A la mañana, antes de que amaneciera, ya bajaban de regreso por la senda. Akabal había comido algunas nueces y plantas comestibles que encontró por el camino, pero Ixbalanqué seguía hambriento y adolorido. Aun así, les tomó mucho menos tiempo volver al pueblo de lo que les había llevado realizar el laborioso viaje de subida por el sendero el día anterior.
Hunahpú descubrió que usar la pesada tela acojinada de algodón al caminar le daba calor y le entorpecía, así que la enrolló y se la sujetó a la espalda. Llegó a un pequeño poblado indio apenas más grande que el suyo tras haber caminado un día y una noche sin dormir. Se detuvo y se envolvió en la tela acojinada tal y como José lo había hecho. «La vestimenta de un guerrero y un jugador de pelota», pensó con orgullo, y mantuvo la cabeza en alto. La gente de ahí no era lacandona y lo miraron con desconfianza por llegar con el amanecer.
Un viejo salió al camino principal que corría entre las casas de techo de paja. Saludó a Hunahpú en una lengua que era similar a la de su gente, aunque no exactamente la misma. Él se presentó al t’o’ohil mientras caminaba hacia él. El guardián del poblado le dedicó al joven un minuto entero de contemplación antes de invitarlo a su casa, la más grande a la que Hunahpú había entrado nunca.
Mientras la mayor parte de los aldeanos esperaba afuera que el guardián les dijera quién era la aparición de la mañana, los dos hombres hablaron y tomaron café. Fue una conversación difícil al principio, pero pronto Hunahpú comprendió la pronunciación del anciano y fue capaz de darse a conocerse a sí mismo e indicar cuál era su misión. Cuando Hunahpú terminó, el t’oohil se reclinó en el asiento y llamó a sus tres hijos. Ellos permanecieron de pie detrás de él, esperando mientras hablaba con Hunahpú.
—Creo que eres Hunahpú, que nos ha sido devuelto. El fin del mundo se acerca y los dioses nos han enviado mensajeros. —El t’oohil le hizo una señal a uno de sus hijos, un enano, para que se adelantara—. Chan K’in irá contigo. Como ves, los dioses lo tocaron y él habla con ellos directamente por nosotros. Si eres hach, verdadero, él lo sabrá. Si no lo eres, también lo sabrá.
El enano se acercó a Hunahpú; miró a su padre y asintió.
—Bol también irá contigo. —El hijo más joven se sobresaltó ante la noticia y fulminó con la mirada a su padre—. Le desagradan las viejas costumbres y no te creerá, pero me honra y protegerá a su hermano en el viaje. Bol, ve a por tu pistola y empaqueta lo que necesites. Chan K’in, quiero hablar contigo, quédate. —El viejo dejó su café y se levantó—. Le contaré al pueblo lo de tu sueño y tu viaje. Quizá haya quien desee acompañarte.
Hunahpú se reunió con él afuera y permaneció en silencio mientras el t’o’ohil explicaba a su gente que el joven seguía una visión y que debían respetarle. La mayoría se marchó cuando acabó pero algunos se quedaron y él les habló de su misión. Aunque eran indígenas, se sentía incómodo al hablarles porque usaban pantalones y camisas como los ladinos, en lugar de las túnicas largas de los lacandones.
Cuando Chan K’in y Bol vinieron a buscarle, vestidos con la ropa tradicional de la aldea para el viaje y cargando provisiones, sólo tres hombres le estaban escuchando. Hunahpú se levantó y los otros se marcharon, sin dejar de hablar entre ellos. Chan K’in estaba tranquilo. Su rostro sereno no revelaba lo que sentía ni si era reacio a embarcarse en un viaje que sin duda le traería dolor a su cuerpo retorcido. Bol, sin embargo, no ocultaba su enojo por la orden de su padre. Hunahpú se preguntó si el hermano alto le dispararía sin más en la parte posterior de la cabeza a la primera oportunidad que tuviera para poder regresar a su pueblo. No importaba. No tenía opción: debía continuar por el camino que los dioses le habían indicado. Sentía cierto recelo de que los dioses hubieran elegido para acompañarlo a unos hombres vestidos con ropas tan llamativas. Acostumbrado a los atuendos sencillos de su gente, consideraba que aquellos bordados en brillantes rojos y morados y las fajas, más que un atuendo apropiado para hombres de verdad, era ropa como la de los ladinos. Sin duda, antes de conocer a su hermano vería muchas cosas que no había visto nunca. Esperó que él supiera vestirse adecuadamente.
Les costó mucho menos tiempo salir de la montaña que lo que habían tardado en subir y adentrarse en ella. Unas cuantas horas de caminata, que empezaron al amanecer, les trajo de nuevo a Xepón. Esa vez el pueblo estaba a reventar de gente. Contemplar los restos del camión en la plaza donde se centraba la mayoría de la actividad hizo que Ixbalanqué se sintiera orgulloso. Empezó a pensar demasiado tarde en el precio que el pueblo había pagado por su huida. Quizá esas personas no estarían tan impresionadas con él como Akabal. El maestro lo guió más allá de las miradas airadas de algunos de los hombres del pueblo y del odio manchado de lágrimas de muchas de las mujeres. Con tanta gente y con el firme agarre de Akabal en su brazo, no tenía oportunidad alguna de huir hacia el jeep y escapar. Así pues, regresaron a la taberna, donde tenía lugar una reunión del pueblo.
Su entrada causó revuelo, ya que algunos de los hombres pedían su muerte y otros lo proclamaban héroe. Ixbalanqué no dijo una sola palabra. Tenía miedo de abrir la boca. Permaneció de pie con la espalda descansando contra el borde duro de madera de la barra, mientras Akabal se subía y empezaba a hablar a los grupos de hombres que circulaban abajo. Tardó varios minutos —repletos de gritos e insultos mutuos en quiché y español— antes de atraer la atención de todos los presentes.
Estaba tan ocupado mirando a aquellos que lo observaban buscando señales de violencia que le tomó algo de tiempo comprender lo que decía Akabal, quien de nuevo mezclaba maya y español en un discurso centrado en Ixbalanqué y «su misión». El maestro cogió lo que le había contado y lo relacionó con un segundo advenimiento cristiano y con el fin del mundo, tal y como habían profetizado los antiguos sacerdotes.
Ixbalanqué, la estrella de la mañana, era el heraldo de una nueva era en la que los indígenas recuperarían sus tierras y gobernarían su territorio como lo habían hecho siglos antes. Sería la ruina inminente de los ladinos y los norteamericanos, pero no de los mayas, quienes heredarían la Tierra. Los quichelenses no debían seguir más el liderazgo de los forasteros, ya fueran socialistas, comunistas o demócratas. Tenían que seguir a su propia gente o perderse a sí mismos para siempre. Ixbalanqué era la señal de todo ello, los dioses le habían dado poderes. Confundido, Ixbalanqué recordó la explicación de Akabal acerca de que sus poderes eran resultado de una enfermedad. No obstante, este hijo de dios no podía ganar solo contra los invasores fascistas, así que había sido enviado ahí para conseguir seguidores, guerreros que lucharían a su lado hasta recuperar todo lo que los ladinos y los siglos les habían robado.
Cuando terminó, el maestro le subió a la barra, bajó de un salto y le dejó solo en la parte superior de la sala abarrotada: fornido, con la camiseta sucia y los pantalones de mezclilla. Volviéndose para mirarle, Akabal levantó el puño en el aire y empezó a vitorear su nombre una y otra vez. Poco a poco, y luego con creciente fervor, cada hombre en la sala siguió el ejemplo del docente, y muchos de ellos levantaron los rifles o los puños.
Enfrentado con su nombre en un coro que sacudía la sala, Ixbalanqué tragó saliva, nervioso, olvidando por completo el hambre que tenía. Casi deseaba que el ejército fuera su única preocupación. Aún no estaba listo para convertirse en el líder del que le habían hablado los dioses. Esto no era en absoluto como lo había imaginado. No vestía el espléndido uniforme que había diseñado en su mente, y éste no era el ejército bien entrenado y dirigido que lo llevaría al poder y al palacio presidencial. Todos lo miraban con una expresión que nunca había visto antes, de adoración y confianza. Lentamente, temblando, alzó su propio puño y los saludó. Rogó en silencio a los dioses que no le permitieran echar a perder todo aquello.
Aquel hombrecillo sucio, la pesadilla de los ladinos hecha realidad, sabía que él no era lo que esas personas habían visto en sus sueños; pero también sabía que en ese momento era su única esperanza. Y, ya fuera una creación accidental de los norteamericanos o el hijo de los dioses, les juró a las deidades que reconocía —mayas y europeas, Jesús, María e Itzamná— que haría todo lo que pudiera por su gente.
Entretanto, su hermano Hunahpú también vivía momentos difíciles.
A las afueras del pueblo, mientras Hunahpú se quitaba la armadura de algodón, uno de los hombres con los que había hablado se les unió. Caminaron en silencio por los bosques de Petén, sumidos en sus respectivos pensamientos. Avanzaban con lentitud por Chan K’in, pero no tanto como Hunahpú había esperado. El enano estaba acostumbrado a salir adelante sin apenas necesitar ayuda de los demás. En su pueblo natal no había enanos pero se sabía que traían buena suerte y que eran la voz de los dioses, y por eso los hombres pequeños eran venerados. José le había dicho a menudo a Hunahpú que estaba destinado a ser un enano, ya que había sido tocado por los dioses. Hunahpú estaba ansioso por aprender de Chan K’in.
Cuando el sol estaba en lo alto se tomaron un descanso. Hunahpú estaba mirando al astro, con quien compartía el nombre, en el centro del cielo, cuando Chan K’in se le acercó cojeando. El rostro del enano no mostraba sus intenciones. Se sentaron en silencio durante algunos minutos antes de que Chan K’in se animara a hablar:
—Mañana, al amanecer: un sacrificio. Los dioses desean asegurarse de que eres digno. —Sus enormes ojos negros estaban fijos en Hunahpú, quien asintió con la cabeza en señal de que aceptaba. Chan K’in se puso de pie y caminó de regreso para sentarse junto a su hermano. Bol todavía parecía como si le deseara la muerte.
Era una tarde larga y caliente para caminar. Los insectos los atacaban sin piedad y no lograban repelerlos con nada. Casi era de noche cuando llegaron a Yalpina. Chan K’in entró primero y habló con los ancianos de la aldea. Cuando obtuvo permiso para que entraran, envió a un niño a por el grupo que esperaba en el bosque. Con la armadura puesta, Hunahpú entró a zancadas en la diminuta plaza del pueblo. Todos se habían reunido para escuchar lo que tenían que contarles. Era obvio que conocían a Chan K’in, y su reputación reforzaba las afirmaciones de Hunahpú. Los niños se rieron y se burlaron de su armadura de algodón y de sus piernas desnudas hasta que sus madres les hicieron callar. Sin embargo, cuando Hunahpú empezó a hablar de la misión, que consistía en encontrar a su hermano y unirse a él en una nueva versión de su propia cultura indígena, la gente cayó bajo el hechizo de semejante sueño. Por fin verían grandes portentos.
Quince años antes una niña había nacido con las plumas brillantes de un pájaro selvático. Empujaron a la jovencita hacia adelante, hacia el centro de la multitud. Era hermosa, y las plumas que reemplazaban su cabello la hacían aún más bella. Dijo que había estado esperando que alguien llegara, y que seguramente Hunahpú era el elegido. Él le tomó la mano y ella permaneció a su lado.
Esa noche muchos de los aldeanos acudieron a la casa de los padres de la joven, donde Hunahpú y Chan K’in se hospedarían, y hablaron con ellos del futuro. La joven, María, no se apartaba ni un milímetro de Hunahpú. Cuando el último pueblerino se marchó y se acurrucaron junto al fuego, María veló su sueño.
Antes del amanecer Chan K’in despertó a Hunahpú y caminaron hacia el bosque, dejando a María detrás, para que pudiera prepararse para marchar. Hunahpú sólo tenía un machete pero Chan K’in portaba un delgado cuchillo europeo. Le cogió el cuchillo al enano, se arrodilló y levantó sus manos frente a él, con las palmas hacia arriba. En la izquierda estaba el cuchillo. La derecha, ya recuperada del corte de machete que se hiciera tres días antes, temblaba por lo que iba a ocurrir. Sin vacilar o dudar, se clavó el cuchillo en la palma de la mano derecha, sujetándolo ahí mientras su cabeza caía hacia atrás y su cuerpo se estremecía en éxtasis.
Con excepción del ensanchamiento momentáneo de su enormes ojos, Chan K’in observó sin moverse al otro hombre jadeando y la sangre que le goteaba de la mano. Se despertó de su ensueño y colocó un retazo de tela de algodón hecha a mano en el suelo, justo debajo de las manos de Hunahpú. Se colocó a su lado y acercó la cabeza hacia él, mirando dentro de los ojos abiertos y ciegos de Hunahpú, como si intentara ver dentro de su mente.
Tras varios minutos, Hunahpú se desplomó en el suelo y el enano cogió la tela empapada de sangre. Encendió un pequeño fuego con pedernal y acero y, mientras Hunahpú volvía en sí, arrojó la ofrenda a las llamas. Hunahpú se arrastró hasta ahí y ambos hombres observaron cómo el humo se elevaba hacia el cielo hasta encontrarse con el sol naciente.
—¿Qué has visto? —Chan K’in habló primero, con un rostro inmutable que no revelaba ninguna pista sobre lo que pensaba.
—Los dioses están satisfechos conmigo pero tenemos que avanzar más rápido y reunir más gente. Creo… que he visto a Ixbalanqué guiando un ejército popular. —Hunahpú asintió para sí mismo y se sujetó las manos—. Eso es lo que ellos desean.
—Esto es el inicio, pero todavía falta mucho por recorrer y mucho que hacer antes de tener éxito. —Hunahpú miró en dirección a Chan K’in.
El enano se sentó con las piernas atrofiadas extendidas frente a él y la barbilla apoyada en la mano.
—Por ahora, regresaremos a Yalpina a comer. —Se levantó con esfuerzo—. He visto algunos camiones. Tomaremos uno y, de ahora en adelante, viajaremos por los caminos.
Su discusión fue interrumpida por María, quien vino corriendo hacia el claro entre jadeos.
—El cacique quiere hablar contigo. Un mensajero ha llegado desde otra aldea. El ejército está barriendo la zona en busca de rebeldes. Debes marcharte de inmediato. —Sus plumas relucían a la luz de la mañana, mientras ella le dirigía una, mirada de súplica. Él la miró y asintió.
—Te alcanzaré en la aldea. Prepárate para ir con nosotros. Serás una señal para los demás. —Se volvió hacia Chan K’in y cerró los ojos, concentrado. Los árboles en el fondo del claro empezaron a transformarse en las casas de Yalpina. Parecía que el poblado corría hacia él. Lo último que vio fue la sorpresa de Chan K’in y a María cayendo de rodillas.
Para cuando Chan K’in y María regresaron a Yalpina, se habían hecho arreglos para su transporte. Tuvieron tiempo de comer un desayuno rápido. Después Hunahpú y sus compañeros se marcharon en una vieja camioneta Ford que los llevó hacia el sur, por el recorrido que conectaba con la capital. María se les unió, al igual que media docena de hombres de Yalpina. Otros que se habían unido a su causa iban de camino hacia otras aldeas indígenas del Petén, y hacia el norte, a México, al estado de Chiapas, donde decenas de miles de indígenas expulsados de sus hogares por los ladinos esperaban una señal.
El ejército de Ixbalanqué crecía a medida que viajaba hacia la ciudad de Guatemala. De igual modo crecieron las historias de sus hazañas en Xepón. Cuando quiso que las historias cesaran, Akabal le explicó cuán importante era que su gente creyera en los fantásticos rumores. Aceptó el consejo del maestro a regañadientes; tenía la sensación de que no hacía más que aceptar sus decisiones. No era el líder que había imaginado.
Su jeep y su alijo se hallaban intactos. El y Akabal iban al frente de la columna de vehículos, viejos y chirriantes. A esas alturas habían reunido varios cientos de seguidores, los cuales estaban armados y listos para pelear. En Xepón le habían dado los pantalones y la camisa de la aldea, pero cada pueblo en el que entraban tenía un estilo y diseño diferentes. Cuando le regalaban sus propias ropas y además permitían que los acompañaran sus esposos y sus hijos, se sentía obligado a usarlas.
Ahora también había mujeres. La mayoría se unieron para seguir a sus hombres y cuidarlos, pero muchas habían venido a pelear. Ixbalanqué no se sentía cómodo con ello, pero Akabal las recibía de buen talante.
Ixbalanqué dedicaba la mayor parte de su tiempo en tratar de alimentar a su ejército o en preguntarse en qué momento los atacaría el gobierno. Tanto él como el docente estaban de acuerdo en que habían llegado demasiado lejos con demasiada facilidad.
Akabal se había obsesionado con intentar conseguir que se unieran a la marcha reporteros de la televisión, la radio y los periódicos; cada vez que entraban en un pueblo que contaba con teléfono, se dedicaba a realizar varias llamadas. Como resultado, la prensa de la oposición enviaba tanta gente como podía sin levantar sospechas inapropiadas por parte de la policía secreta. El maestro confiaba en que algunos lograrían llegar a Ixbalanqué sin ser arrestados.
Recibieron la noticia en las afuera de Zacualpa. Un niño les dijo que el ejército había colocado una barricada con dos tanques y cinco transportes de tropas blindados. Doscientos soldados armados hasta los dientes estaban preparados para detener su avance con artillería ligera y cohetes.
Ixbalanqué y Akabal convocaron a una reunión con los líderes de la guerrilla, que tenían experiencia en combate. Sus armas, viejos rifles y escopetas, no podían competir con los M-16 y los cohetes del ejército. Su única posibilidad era usar los conocimientos de la guerrilla a su favor. Las tropas se dividieron en grupos y se ocultaron en las colinas alrededor de Zacualpa. Se enviaron mensajeros al pueblo de al lado de Zacualpa en un intento de traer combatientes por detrás del ejército del gobierno, pero llevaría cierto tiempo que los ordenanzas acudieran por senderos remotos haciendo un círculo. Ixbalanqué sería la principal defensa e inspiración. Ésa sería su verdadera prueba. Si el indio ganaba, sería digno de ser el líder. Si perdía, los habría guiado a la muerte.
Volvió a su jeep y sacó la púa de la raya látigo del compartimento bajo el asiento del conductor. Akabal trató de adentrarse con él en la jungla, pero él le dijo que se quedara. Los soldados podían tener francotiradores y no debían ponerse al mismo tiempo en peligro.
Lo cual era una excusa. A Ixbalanqué le aterrorizaba que su poder no regresara. Necesitaba tiempo para hacer un sacrificio de nuevo, cualquier cosa que lo ayudara a centrarse en la fuerza que había tenido antes y que no había sentido desde entonces. Sabía casi con certeza que Akabal ordenaría que lo siguieran, pero tenía que estar solo.
Encontró un diminuto claro formado por un círculo de árboles y se sentó en el suelo. Trató de recuperar la sensación que había tenido justo en el momento previo al segundo sueño. Ni siquiera lograba la manera de sacar una botella de cerveza del campamento. ¿Y si estar borracho era la clave? Tenía que serlo, era lo que los estudiantes graduados le habían explicado; o eso, o todos los que lo acompañaban estaban muertos. Había traído consigo una de las camisas blancas de algodón que le habían dado en el camino. Los intrincados diseños de la prenda estaban hechos únicamente con hilo rojo brillante. Parecía apropiada para la ocasión. La colocó sobre el suelo de tierra, entre las piernas.
Su oreja había sanado muy rápidamente y había estado usando la orejera durante un par de días. ¿De dónde sacaría sangre esta vez? Repasó con la mente una lista de los sitios sagrados de su cuerpo que se usaban por tradición. Sí, eso serviría. Limpió la púa tallada con la camisa y entonces se estiró el labio inferior. Orándole a cada nombre sagrado que podía recordar, empujó la espina dorsal de la raya látigo hacia abajo a través del labio, la levantó un poco, con los pinchos rasgándole la carne, y la clavó de nuevo. Entonces se inclinó sobre la camisa y dejó que la sangre corriera por la negra espina hasta la prenda blanca, haciendo nuevos diseños a medida que fluía.
Cuando ya sólo caían unas pocas gotas rojas en la tela, se clavó la espina por completo en el cuerpo y luego la sacó. El nauseabundo sabor a cobre de la sangre le inundó la boca y sintió ganas de vomitar. Cerrando los ojos y apretando los puños, se controló e intentó cerrar la garganta para no tragar la sangre que fluía por su boca. Usando el mismo encendedor que la vez anterior, le prendió fuego a la camisa iniciando llamas en los cuatro lados del bulto de tela manchado.
Esta vez no hubo sueños de Xibalbá. Ni ningún otro tipo de sueño que pudiera recordar. No obstante, el humo y la pérdida de sangre lo hicieron desmayarse de nuevo. Cuando despertó, la luna estaba arriba en lo alto y más de la mitad de la noche había transcurrido. No tenía resaca, ni sentía dolor alguno mientras sus músculos se ajustaban a fuerzas a las que no estaba acostumbrado. Se sentía bien; de hecho, se sentía maravilloso.
Se levantó, cruzó el claro hasta el árbol más grande y golpeó el tronco con el puño desnudo. Éste explotó, regando el suelo con astillas y ramas al caer. Levantó el rostro hacia las estrellas y le dio las gracias a los dioses.
En el sendero de vuelta al campamento, Ixbalanqué se detuvo cuando un hombre salió de detrás de un árbol hasta la tierra desnuda. Por un momento temió que el ejército lo hubiera encontrado, pero el desconocido se inclinó ante él. Con la pistola en alto, el guardia le guió de regreso con los demás.
Durante el resto de la noche, el ruido de los preparativos de los soldados los mantuvo despiertos a todos, menos a la gente más experimentada. Akabal caminaba junto al jeep, oyendo el rugido de los motores de los tanques cuando cambiaban de posición o movían las armas en dirección a otro blanco fantasma. Los sonidos hacían eco en las montañas. Ixbalanqué le observó en silencio por un momento.
—Puedo con ellos. Puedo sentirlo. —Intentaba animar a Akabal—. Todo lo que tengo que hacer es golpearles con piedras.
—No puedes protegerlos a todos. Tal vez no puedas ni protegerte a ti mismo. Tienen cohetes, montones. Y tanques. ¿Qué vas a hacer contra un tanque?
—Me han dicho que las orugas son su punto débil. Así que primero les destruiré las orugas. —Asintió con la cabeza hacia el maestro—. Akabal, los dioses están aquí con nosotros. Yo estoy contigo.
—El único que está aquí con nosotros eres tú, y ¿desde cuándo eres tú un dios? —Akabal lo fulminó con la mirada mientras él se reclinaba en el volante del vehículo.
—Creo que siempre lo he sabido. Es sólo que a los demás les ha llevado más tiempo reconocer mi poder. —Ixbalanqué miró soñadoramente hacia el cielo—. La estrella de la mañana. Ésa soy yo, ¿sabes?
—¡Santa María, Madre de Dios! ¡Te has vuelto loco! —Akabal sacudió la cabeza, mirando a Ixbalanqué.
—No creo que ninguno de nosotros deba volver a decir eso. No es… apropiado. Teniendo en cuenta la situación.
—¿Teniendo en cuenta la situación? Tú… —Les interrumpió un mensajero que venía del pueblo y el ruido de una inmensa actividad allá abajo.
Hubo otra rápida reunión con los líderes de la guerrilla. Akabal repasó el plan de Ixbalanqué.
—Te seguirán los camiones vacíos hasta el puente. Atraerán los disparos del ejército. —El antiguo maestro de escuela miró el rostro impasible y calmado que tenía ante él: Ixbalanqué no tenía miedo, sólo mostraba una euforia que enmascaraba cualquier otra emoción—. Pero tras los primeros momentos necesitarán una oposición más activa. Tú. Tus lanzamientos protegerán a nuestros francotiradores posicionados en las colinas.
Habían depositado montones de piedras en unos burdos trineos atados a la parte trasera del jeep y al siguiente camión en la fila. A medida que el campamento guerrillero se fue iluminando, todos se colocaron en posición. Los conductores arrancaron los motores. Akabal caminó hacia el jeep.
—Intenta que no te maten. Te necesitamos. —Extendió la mano a modo de despedida.
—Deja de preocuparte, estaré bien. —Ixbalanqué le tocó el hombro—. Tú adéntrate en las colinas.
Ixbalanqué avanzó, lo cual constituía la señal para que la columna empezara su breve viaje, uno a uno, por el estrecho camino. Al dar la vuelta en la esquina, pudo ver el puente más adelante y los tanques a ambos lados con sus armas apuntando hacia él. Cuando dispararon saltó del vehículo y el peso incrementado de su cuerpo produjo abolladuras en el pavimento cuando rodó para alejarse. El vehículo explotó a sus espaldas. Sintió el poder en cada parte de su cuerpo cuando los fragmentos del automóvil y la metralla metálica rebotaron contra él. Con todo, mantuvo la cabeza baja mientras se arrastraba hacia el trineo en que guardaba sus municiones. Sujetó la primera piedra, la arrojó al aire y la golpeó con la mano abierta, de manera que salió aullando, cortando el viento, hasta la colina desde la cual los acechaba el ejército; alzó una nube de tierra sobre los soldados, pero eso fue todo. Debía mejorar su puntería. La siguiente roca la dirigió con mucho cuidado y rompió la oruga del tanque de la izquierda. Con otra atascó la torreta, lo que le impedía girar. Para entonces, los guerreros indígenas habían empezando a disparar y los soldados caían fulminados. Siguió lanzando piedras hacia las líneas del ejército y vio caer a más hombres. Había sangre, más de la que esperaba. Los militares prepararon un cohete y vio cómo uno recibía el disparo de un francotirador indígena antes de que pudieran dispararlo. Entretanto, él arrojaba rocas tan rápido y tan fuerte como podía.
Las balas lo alcanzaban de vez en cuando pero su piel las detenía. Ixbalanqué se volvió más temerario y se puso de pie para enfrentar al enemigo, sin ponerse a cubierto. Sus proyectiles causaban algo de daño pero la mayoría de las muertes se debían a los indígenas que atacaban desde las cuestas superiores. Los hombres al cargo lo comprendieron y pasaron a dirigir la mayor parte de los disparos hacia la zona más elevada de las laderas. En el bosque empezaron a aparecer grandes hoyos, donde los tanques y cohetes habían disparado. A pesar de su fuerza, Ixbalanqué no lograba detener el segundo tanque. El ángulo no era bueno y ninguno de sus lanzamientos lo alcanzaba.
Un nuevo sonido anunció que algo grande iba a sumarse a la batalla: un helicóptero venía en camino. Ixbalanqué se dio cuenta de que eso le daría al ejército la ventaja de la observación aérea y eso podría hacer que su gente muriera. Llegó volando bajo y rápido por encima del campo de batalla. Ixbalanqué buscó una piedra y descubrió que sólo le quedaban pequeños pedazos de rocas. Buscó en el suelo, frenético, tratando de encontrar algo que arrojar. Tras rendirse, cogió un pedazo de metal retorcido de los restos del jeep y lo envió volando hacia el helicóptero, el cual se encontró con el trozo metálico en el aire y explotó. Ambos bandos fueron alcanzados por los escombros. La máquina, que se convirtió en una bola de fuego, cayó al barranco y las llamas se elevaron por encima del puente.
El tanque restante aceleró el motor y retrocedió. Los soldados se apartaron de su camino y empezaron a retirarse también. Entonces Ixbalanqué obtuvo un ángulo despejado de tiro hacia los vehículos que transportaban a las tropas y destruyó dos de ellos usando más pedazos de metal que arrancó del todoterreno. Entonces vio algo que detuvo todas sus fantasías de gran guerrero. Un niño saltó desde la montaña al tanque que huía en retirada. Abrió la escotilla desde fuera y, antes de que le dispararan, dejó caer dentro una granada. Tras un instante, el tanque estalló contra el cuerpo del niño, que había cubierto la apertura de la escotilla como una bandera sobre un ataúd. Después las llamas los envolvieron a ambos.
A medida que la pelea en el puente se iba apagando con la retirada de los soldados, los indígenas bajaron del bosque y se dirigieron hacia allí. Los gemidos de los heridos rompían el silencio, acompañados por el sonido de las aves que regresaban a sus nidos.
Akabal saltó por el corte del camino para reunirse con Ixbalanqué. Estaba riendo.
—¡Hemos ganado! ¡Ha funcionado! ¡Has estado magnífico! —Akabal sujetó a Ixbalanqué y trató de sacudirlo, pero entonces se dio cuenta de que el hombre, más pequeño que él, era inamovible.
—Demasiada sangre. —La muerte le había arrebatado todo deseo de celebrar la victoria.
—Pero era sangre de ladinos, eso es lo que importa. —Uno de sus tenientes se acercó para reunirse con ellos.
—No toda —insistía Ixbalanqué.
—La suficiente. —El oficial miró más de cerca a Ixbalanqué—. ¿No habías visto nunca algo así antes? No debes dejar que tu gente te vea en este estado. Eres un héroe. Ése es tu deber.
—Hoy los viejos dioses se darán un buen banquete. —Ixbalanqué miró a través de la extensión del puente, hacia los cuerpos del otro lado—. Tal vez eso era todo lo que querían.
Ixbalanqué se vio envuelto en el ajetreo al otro lado del puente. No tuvo tiempo de detenerse a buscar el cadáver del niño que de veras había destruido un tanque. Esta vez la gente lo llevaba a él.
La prensa los encontró antes que el ejército. Hunahpú, Chan K’in y Bol permanecían fuera de la tienda, en el frío de la mañana, contemplando los dos helicópteros que venían hacia el sur, sobre las colinas. Uno aterrizó en el espacio abierto donde, la noche anterior, se habían llevado a cabo las danzas y los discursos. El otro se posó cerca de los caballos. Hunahpú había visto algún avión ladino de manera ocasional, pero nunca aquellas extrañas máquinas.
Era otra perversión ladina de la naturaleza en un intento por alcanzar el nivel de los dioses.
Una multitud se reunió en torno a las dos aeronaves. El campamento consistía en algunas tiendas y camiones viejos y decrépitos, pero ahora ya eran cientos de personas las que vivían ahí. La mayoría dormía en el suelo. Mucha de su gente era tocada por los dioses y necesitaba la ayuda de los demás. Era triste ver tanto dolor, pero quedaba patente que los dioses habían empezado a jugar un papel más importante en las vidas de las personas, aun antes de haber sido elegidas. La compañía de tanta gente cercana a los dioses le hacía sentirse fuerte y resuelto. Tenía que seguir el camino que le habían marcado las deidades.
María se le acercó y le puso una mano en el brazo, con lo que las pequeñas plumas que la cubrían le rozaron la piel.
—¿Qué quieren de nosotros? —La joven estaba inquieta; ya conocía la reacción de los ladinos ante los tocados por los dioses.
—Quieren convertirnos en uno de sus circos, en un espectáculo para su diversión —contestó un airado Chan K’in. Aquella intrusión en su marcha hacia Kaminaljuyú no era de su agrado.
—Averiguaremos qué es lo que desean, María, no les tengas miedo. Son débiles marionetas de madera, sin una alma verdadera. —Hunahpú acarició el hombro de la mujer—. Quédate aquí y ayuda a mantener tranquila a los demás.
Hunahpú y Chan K’in caminaron hacia el helicóptero que había tomado tierra en el centro del campamento. Bol los siguió, tan callado como siempre, cargando el rifle y examinando a los hombres con cámaras a medida que salían en tropel del vehículo, mirando a la silenciosa masa de gente que los rodeaba. Cuando las aspas del helicóptero se detuvieron, todo quedó en silencio.
Los tres hombres se abrieron paso poco a poco entre la multitud. Tenían cuidado de no avanzar con demasiada rapidez, a fin de que los indios pudieran apartarse de su camino. Manos, garras, alas y extremidades torcidas se estiraban hacia Hunahpú a su paso. Trató de tocarlas todas pero no se detuvo a hablar, pues sabía que, de lo contrario, nunca llegaría hasta la aeronave ladina.
Cuando llegaron hasta la máquina, que tenía un enorme letrero pintado a mano que decía «PRENSA» a cada lado y otro en la parte inferior, los periodistas estaban apiñados contra ella. En sus ojos había miedo y repulsión. Cada vez que uno de los tocados por los dioses se acercaba, ellos retrocedían. No entendían que los elegidos eran hombres de verdad, más que ellos mismos. Era típico de los ladinos permanecer ciegos ante la verdad.
—Soy Hunahpú. ¿Quiénes son y por qué han venido aquí? —Habló primero en maya y después repitió la pregunta en español. Llevaba la armadura de algodón, parado ante los reporteros y los cámaras. Los dispositivos habían empezado a filmar desde que pudieron distinguirlo entre la multitud.
—Jesús, es cierto que piensa que es uno de los Héroes Gemelos. —El comentario en mal español procedía de uno de los hombres que estaba delante de él. Miró entre el grupo apiñado. Ni siquiera tener al hombre que querían frente a ellos disminuyó su malestar.
—Soy Hunahpú —repitió.
—Soy Tom Peterson de la NBC, corresponsal de Centroamérica. Hemos oído que están disputando una cruzada de jokers. Bueno, de jokers e indios. De eso no cabe duda. —El hombre alto y rubio miró por encima del hombro de Hunahpú, en dirección a la muchedumbre. Su español tenía un acento extraño. Hablaba despacio y arrastraba las palabras de un modo que Hunahpú nunca había oído antes—. Supongo que usted es quien está al mando. Nos gustaría hablar con usted acerca de sus planes. ¿Hay algún lugar donde podamos estar más tranquilos?
—Hablaremos con ustedes aquí. —Chan K’in miró al hombre vestido con un traje europeo de algodón blanco. Peterson había ignorado al enano que se encontraba a un lado de Hunahpú. Sus ojos se encontraron y el hombre rubio fue el que se echó para atrás.
—De acuerdo. Aquí está bien. Joe, asegúrate de obtener un buen sonido. —Otro hombre se movió entre Peterson y Hunahpú y sujetó un micrófono hacia Peterson, a la espera de sus siguientes palabras. No obstante, algo había desviado la atención de Hunahpú.
Los reporteros del segundo helicóptero se habían percatado de lo que estaba sucediendo en el centro y se abrían paso a empujones a través de la gente para acercarse a Hunahpú. Él se volvió hacia los hombres y mujeres que alzaban todo el equipo de trabajo, a fin de ponerlo fuera del alcance de la gente, como si cruzaran un río.
—Alto —dijo en maya, pero su voz captó la atención de los reporteros así como la de su propia gente. Todo se detuvo y todos los ojos se posaron en él—. Bol, tráelos aquí.
Éste dirigió una mirada hacia abajo, a su hermano, antes de ir en busca de los reporteros. La multitud se separó para dejarlo pasar a medida que avanzaba y de nuevo cuando trajo a los periodistas para reunidos con sus compañeros. Les indicó por medio de señas con su rifle que debían quedarse quietos y luego regresó junto a Hunahpú y Chan K’in.
Peterson retomó las preguntas.
—¿Adónde se dirigen?
—Vamos a Kaminaljuyú.
—Eso está justo en las afueras de la ciudad de Guatemala, ¿verdad? ¿Por qué van ahí?
—Voy a encontrarme con mi hermano.
—¿Y qué va a hacer cuando se reúna con su hermano?
Antes de que pudiera contestar la pregunta, una de las mujeres del segundo helicóptero interrumpió.
—Maxine Chen, de la CBS. ¿Qué siente con respecto a la victoria de su hermano Ixbalanqué sobre los soldados enviados a detenerlo?
—¿Ixbalanqué está luchando contra el ejército?
—¿No lo sabía? Ahora mismo está cruzando las tierras altas, arrastrando con él a todos los grupos revolucionarios indígenas existentes. Su ejército ha derrotado al gobierno cada vez que se han enfrentado. Las tierras altas se encuentran en estado de emergencia, y eso ni siquiera ha demorado a Ixbalanqué. —La mujer oriental no era mucho más alta que Hunahpú. Miró a los seguidores del indio.
—Hay un rebelde tras cada árbol de las tierras altas, lo han estado durante años. Aquí abajo, en el Petén, siempre ha reinado la calma. Hasta ahora. ¿Cuál es su meta? —Su atención volvió a centrarse en él.
—Cuando vea a mi hermano Ixbalanqué, decidiremos qué queremos.
—Mientras tanto, ¿qué planea hacer acerca de la unidad del ejército enviada para detenerle?
Hunahpú intercambió una mirada con Chan K’in.
—¿No sabían nada al respecto de eso tampoco? Dios bendito, están tan sólo a unas horas de distancia. ¿Por qué creen que todos nosotros estábamos tan apurados en alcanzarlos? Puede que para la puesta del sol ya no estén aquí.
El enano empezó a interrogar a Maxine Chen.
—¿Cuántos y qué tan lejos? —Fijó sus impasibles ojos negros en los de ella.
—Tal vez unos sesenta hombres, unos cuantos más. Aquí no tienen fuerzas destacables que…
—¡Maxine! —Peterson había perdido su objetividad periodística—. No te metas en esto, por el amor de Dios. Vas a hacer que nos arresten a todos.
—A la porra, Peterson. Sabes tan bien como yo que aquí han estado cometiendo genocidios durante años. Estas personas por fin contraatacan. Bien por ellos. —Se arrodilló en la tierra y empezó a dibujar un mapa en el suelo para Hunahpú y Chan K’in.
—Me largo de aquí. —Peterson hizo un gesto con la mano en el aire y los rotores de su helicóptero empezaron a girar. Los reporteros y los cámaras se subieron de nuevo al aparato o corrieron hacia el segundo vehículo, que aguardaba en el potrero.
Maxine alzó la vista del mapa y miró a su camarógrafo.
—Robert, quédate conmigo y tendremos una exclusiva.
El hombre le quitó el equipo de sonido a un técnico a punto de salir corriendo y se lo ató con correas.
—Maxine, un día harás que me maten, y pienso regresar para asustarte.
—La mujer estaba de nuevo con el mapa.
—Pero todavía no, Robert. ¿Viste si las tropas del gobierno cargaban con artillería pesada?
Les llevó sólo un poco de tiempo organizar a la gente e investigar qué armas tenían. Había algunos rifles y escopetas, nada más. La mayoría sólo contaba con machetes. Hunahpú llamó a Chan K’in y Bol. Juntos determinaron el mejor curso de acción. Bol guió la discusión y Hunahpú se sorprendió de su pericia. Aunque no se enfrentaban más que a unos cuantos soldados, estaban en desventaja en armas y experiencia. Bol recomendó atacar las tropas del ejército cuando bajaran de los cañones hacia la sabana. Si separaban a la gente en dos grupos podían hacer mejor uso del terreno. Hunahpú empezó a preguntarse dónde había adquirido todo aquel conocimiento; sospechó que el hombre alto y callado había sido un rebelde.
Tras instruir a su gente en el plan de defensa, Hunahpú dejó que Bol se encargara de los ejercicios de entrenamiento e hizo otro sacrificio de sangre. Esperaba que la sinceridad de sus oraciones le diera la fortaleza que necesitaba para usar el poder que le habían otorgado los dioses y salvar a su pueblo. O los dioses estaban de su lado o los destruirían a todos.
Cuando regresó, vio que el campamento había sido desmontado y que la mitad de los guerreros que se enfrentarían al ejército ya estaban sobre los caballos. Tras subir a su propia cabalgadura, levantó a Chan K’in y lo sentó detrás de él. Les dedicó unas palabras breves a los guerreros indígenas que lo esperaban, animándolos y ordenándoles que lucharan en nombre de los dioses.
Al avistar los jinetes que cabalgaban hacia ellos, los soldados detuvieron los camiones justo afuera de la boca del cañón y descargaron. Cuando los militares salieron en tropel del transporte de tropas y de los todoterrenos que lo precedían y lo seguían, fueron derribados por los francotiradores que Bol había enviado al monte. Tan sólo una fila irregular de hombres llegó a encararse con la carga de Hunahpú, distraídos por los compañeros que caían a diestra y siniestra a causa de los francotiradores rebeldes. Algunos de los hombres de mayor edad ignoraron las bajas y se mantuvieron firmes contra los guerrilleros, que se lanzaban sobre ellos sin dejar de gritar. El sargento los insultó, instándolos a no romper filas y a disparar contra los sucios indígenas.
Los jinetes de Hunahpú no estaban acostumbrados a disparar desde animales en movimiento y apenas eran capaces de mantenerse sobre las riendas. No podían apuntar al mismo tiempo. Cuando los del ejército se dieron cuenta de ello, empezaron a abatir a los jinetes, uno a uno. A esas alturas Hunahpú estaba lo bastante cerca de los soldados para ver que el miedo y la confusión comenzaban a evaporarse al tiempo que la disciplina los reemplazaba. Un hombre se levantó y lo siguió con una Uzi, apuntando directamente a la cabeza del lacandón. Chan K’in soltó un grito de advertencia y Hunahpú desapareció. El enano se encontró solo sobre el caballo, ahora sin control, de cara a las balas del soldado. En el momento en que el tiro abrió el cráneo de Chan K’in, Hunahpú reapareció detrás del militar y le cortó la garganta con el cuchillo de obsidiana, salpicando de sangre los compañeros del soldado antes de desaparecer de nuevo.
Hunahpú golpeó con la culata del rifle el casco de un hombre con una bazuca antes de que éste pudiera disparar hacia el monte, donde se escondían los francotiradores. Sin que a ninguno de los otros soldados le diera tiempo a reaccionar, le dio vuelta al arma y disparó. Cogió la bazuca y desapareció; reapareció casi de inmediato sin ella. Esta vez mató al sargento.
Cubierto de sangre y desapareciendo casi tan veloz como aparecía, Hunahpú era el demonio para los soldados. No podían luchar contra aquella aparición. Apuntaran donde apuntaran, él ya estaba en otro lado. Se vieron obligados a darle la espalda a los otros guerreros para intentar matarlo. Fue inútil. Rogándole a la Virgen María y a los santos no ser los siguientes en morir, los hombres arrojaron las armas y se arrodillaron en el suelo. Ni todas las patadas ni las amenazas del teniente lograron que siguieran peleando.
Hunahpú tomó treinta y seis prisioneros, incluido el teniente. Murieron veinte soldados; él perdió a diecisiete hombres y a Chan K’in. Habían vencido a los ladinos: no eran invencibles.
Esa noche, mientras su pueblo celebraba la victoria, Hunahpú lloró la muerte de Chan K’in. Vestía de nuevo la larga túnica blanca del pueblo lacandón. Bol fue a reclamar el cuerpo de su hermano. El alto indígena le dijo que Chan K’in había visto su muerte en una visión y conocía su destino. El cuerpo estaba envuelto en una tela blanca, ahora manchada por la sangre del enano. Bol permaneció de pie sujetando el pequeño paquete y miró el rostro cansado y entristecido de Hunahpú al otro lado del fuego.
—Te veré en Kaminaljuyú. —Hunahpú levantó la mirada, sorprendido—. Mi hermano me vio ahí, y aunque no lo hubiera hecho, iría de todos modos. Que los viajes de ambos transcurran en paz o lleven la muerte a nuestros enemigos.
A pesar de las primeras victorias, ambos hermanos sufrieron muchas pérdidas durante el resto de la marcha a la ciudad de Guatemala. Ixbalanqué fue herido en un intento de asesinato pero se recuperó a una velocidad sobrenatural. El atentado mató a dos de los líderes de la guerrilla que lo habían seguido he instruido. Había llegado del norte la noticia de que aviones de la fuerza aérea guatemalteca estaban ametrallando y bombardeando las filas de indígenas que salían de los campamentos de refugiados de Chiapas, México, para unirse con sus compañeros en la ciudad de Guatemala. Se declararon cientos de muertes, pero miles seguían avanzando.
Los escuadrones de policías y militares de élite, altamente capacitados, causaban estragos de manera constante. Ixbalanqué tuvo que aminorar la marcha pero la masa de gente que lo seguía era imparable. En cada combate se apropiaban de las armas de los soldados muertos. Ahora tenían cohetes, e incluso un tanque que su aterrorizada tripulación había abandonado.
A Hunahpú no le fue tan bien. Su gente del Petén tenía menos experiencia. Muchos murieron en los diferentes enfrentamientos con el ejército. Tras una batalla en la cual ningún bando pudo reclamar con certeza la victoria, y que sólo terminó cuando al fin localizó al comandante y pudo teletransportarse para matarlo, Hunahpú decidió que a partir de entonces sería insensato oponerse al ejército y a la policía de manera directa. Dispersó a los seguidores. Deberían continuar el camino a Kaminaljuyú por separado o en grupos pequeños. De otra manera, parecía inevitable que el gobierno fuera capaz de reunir fuerzas suficientes para detenerlos.
Ixbalanqué fue el primero en llegar. Cuando su ejército se aproximaba a la ciudad de Guatemala, se declaró una tregua. Akabal había concedido entrevistas una y otra vez, aclarando que su propósito no era derrocar el gobierno guatemalteco. Ante las preguntas de la prensa y la inminente visita de la gira Wild Card de las Naciones Unidas, el general al mando ordenó al ejército que escoltara a Ixbalanqué y sus seguidores, pero que no disparara contra ellos a menos que éstos los atacaran. El líder del país le concedió a Ixbalanqué el acceso a Kaminaljuyú.
Las ruinas de Kaminaljuyú se llenaron con los seguidores de los hermanos. Habían levantado tiendas y refugios toscos en los montículos. Al mirar por encima de los soldados, los camiones y los tanques que custodiaban el perímetro del emplazamiento arqueológico, podían ver más abajo los suburbios de la ciudad de Guatemala que les rodeaban. El campamento ya ascendía a cinco mil personas, y seguían llegando más sin cesar. Además de los mayas guatemaltecos y los refugiados de México, venían otros desde Honduras y El Salvador.
El mundo estaba pendiente de lo que sucedería en la ciudad de Guatemala esa Navidad. La cobertura de Maxine Chen de la batalla entre los seguidores indígenas y jokers de Hunahpú y el ejército guatemalteco resultó en un reportaje especial de una hora de duración en «60 Minutos». La reunión entre los Héroes Gemelos sería cubierta por todas las grandes cadenas televisivas estadounidenses, por cable y por canales europeos.
Hunahpú nunca antes había visto a tantas personas reunidas en un solo lugar. Al caminar por el campamento rebasando a los soldados que custodiaban el perímetro y después a los centinelas maya, se sorprendió del tamaño de la reunión. El y Bol habían tomado una ruta larga y tortuosa para evitar problemas, y había sido una tediosa caminata. A diferencia de la gente del Petén, los seguidores de Ixbalanqué vestían de cien maneras distintas, todas brillantes y festivas. El ambiente de celebración no le pareció apropiado: no parecía que aquellas personas adoraran a los dioses que habían preparado su camino y los habían guiado hasta ahí, sino más bien como si estuvieran en un carnaval (algunos de ellos parecían un carnaval en sí).
Hunahpú caminó por un tercio del atiborrado campamento sin ser reconocido. La luz del sol que se reflejaba en cierto plumaje opalescente llamó su atención en el momento justo en que María se giró y lo vio. Gritó su nombre al instante y corrió a su encuentro. Al escuchar el nombre del otro Héroe Gemelo, la gente empezó a congregarse en torno a él.
María le tomó la mano y la sostuvo por un momento, dedicándole una sonrisa llena de felicidad.
—Estaba tan preocupada. Temía que… —María miró hacia abajo, lejos de Hunahpú.
—Los dioses no han terminado con nosotros todavía. —Extendió la mano para acariciarle el suave plumaje de un lado de la cara—. Y Bol ha venido conmigo casi todo el camino tras volver de su pueblo.
La muchacha bajó la mirada hasta la mano que sujetaba y la soltó, llena de vergüenza.
—Seguro que deseas ver a tu hermano. Tiene una casa en el centro de Kaminaljuyú. Sería para mí un honor guiarte hasta ahí. —Retrocedió un paso y señaló a través de la multitud hacia las hileras que formaban las tiendas de campaña. Hunahpú la siguió mientras ella apartaba a las personas reunidas ante él. Los indígenas murmuraban su nombre a su paso y cerraban filas a su espalda.
A los pocos metros fueron acosados por los periodistas. Las luces de las cámaras de televisión brillaban sobre ellos, y les llovían preguntas en inglés y español. Hunahpú dirigió una mirada a Bol, quien ahuyentó a los que se les acercaban demasiado. Ignoraron las preguntas y los equipos de camarógrafos se retiraron tras unos minutos de lo que Maxine llamaba «fotos de archivo», de Hunahpú caminando y saludando de vez en cuando a alguien que reconocía.
Mientras que la mayoría de las estructuras en Kaminaljuyú eran tiendas de campaña o casas construidas con cualquier material de desecho que la gente podía encontrar, las enormes barracas gemelas de madera construidas en una plaza al centro de las ruinas eran impresionantes edificios permanentes. Los techos estaban adornados con acolmenados verticales, como los de los templos en ruinas, y de ellos colgaban estandartes y amuletos.
Tras llegar al área abierta de la plaza, la multitud dejó de seguirlo. Hunahpú oía las cámaras y sentía cómo se colocaban a empujones mientras él, Bol y María caminaban solos hacia la casa de la izquierda. Antes de que llegaran, un hombre ataviado con una mezcla de ropa de las tierras altas en rojo y púrpura salió de ella. Le seguía un maya alto y delgado de las tierras altas que usaba gafas y vestía ropas europeas, a excepción de la faja en la cintura.
Hunahpú reconoció a Ixbalanqué por sus sueños de Xibalbá, aunque en ellos aparentaba ser más joven. Aquel hombre parecía más serio, pero se percató del caro reloj europeo que llevaba en la muñeca y las «zapatillas de correr» ladinas de piel que calzaba. Mostraba un acentuado contraste con la orejera de jade que llevaba, la cual llamó su atención: ¿se la habían dado los dioses? El acompañante de Ixbalanqué sorprendió a Hunahpú examinando a su hermano. El otro hombre tomó a Hunahpú por los hombros y lo hizo girar hacia las cámaras, poniéndole una mano en el hombro izquierdo. En el maya de las tierras altas que Hunahpú comprendía vagamente, Ixbalanqué le dijo en voz baja:
—Lo primero que vamos a hacer es conseguirte ropa de verdad. Saluda a las cámaras. —Ixbalanqué siguió su propia sugerencia—. Entonces tendremos que resolver cómo hacer llegar más comida a este campamento.
Hizo girar a Hunahpú de manera que quedaron frente a frente y entonces estrechó su mano.
—Quédate quieto para que puedan tener nuestros perfiles. ¿Sabes, sol?, estaba empezando a preocuparme por ti.
Hunahpú miró a los ojos del hombre que se hallaba frente a él. Por primera vez desde que conoció a aquel sujeto que era su hermano, vio en sus ojos las mismas sombras de Xibalbá que sabía que existían en los suyos. Era obvio que Ixbalanqué tenía mucho que aprender acerca de la adoración apropiada de los dioses, pero también estaba claro que había sido elegido, como él, para hablar por ellos.
—Entra. Akabal se asegurará de que nuestra declaración sea publicada más tarde. Ko’ox. —Las últimas palabras que dijo Ixbalanqué fueron en maya lacandón. Hunahpú pensó que el quetzal de las tierras altas podría ser un compañero digno. Al acordarse de María y de Bol, alcanzó a ver cómo se fundían con la multitud mientras él entraba en la casa su hermano, quien captó su pensamiento.
—Es hermosa y se vuelca totalmente en ti, ¿verdad? Será tu guardaespaldas y mantendrá alejada a la prensa para que puedas descansar. Nosotros tenemos planes que discutir. Akabal tiene algunas ideas maravillosas para ayudar a nuestra gente.
Durante los próximos días los hermanos mantuvieron conferencias privadas que duraban hasta bien entrada la noche. A la mañana del tercer día, Esteban Akabal salió para anunciar que leerían una declaración al mediodía, junto al recinto donde se retenía a los prisioneros.
Con el sol cayendo directamente sobre ellos, Ixbalanqué, Hunahpú y Akabal salieron del refugio de Ixbalanqué hacia el lugar indicado. Mientras andaban, rodeados por seguidores y por periodistas, los hombros de Hunahpú se tensaron cuando escuchó el sobrevuelo del mediodía del ejército. El ruido de los helicópteros siempre lo ponía nervioso. Una vez allí, esperaron hasta que probaron el equipo de sonido y lo tuvieron listo. Varios de los técnicos usaban camisetas con la imagen de los Héroes Gemelos. Akabal explicó que la declaración se leería en dos partes: la primera por Hunahpú y la segunda por Ixbalanqué. Hablarían en maya y él, Akabal, traduciría al español y al inglés. Hunahpú sujetaba su pedazo de papel con nerviosismo. Akabal había horrorizado al descubrir que no podía leer, y tuvo que memorizar el discurso que el maestro había escrito. Agradeció a los dioses el entrenamiento que le había dado José a la hora de memorizar rituales y hechizos.
Hunahpú avanzó un paso hacia su micrófono y vio que Maxine le hacía un gesto de ánimo. Mentalmente, pidió a los dioses que no lo dejaran quedar como un tonto. Cuando habló, los nervios se desvanecieron, ahogados por la ira.
—Desde el primer momento en que pisaron nuestras tierras han asesinado a nuestros niños. Han intentado destruir nuestras creencias. Nos han robado nuestra tierra y nuestros objetos sagrados. Nos han esclavizado. Han destrozado nuestros hogares, acallándonos. Cuando hemos contado la verdad, nos han secuestrado, torturado y asesinado por ser hombres y no los niños maleables que esperaban.
»Ahora ha llegado el fin de ese ciclo. Nosotros, los hach winik, hombres verdaderos, seremos libres de nuevo para vivir como deseamos vivir. Desde el hielo del extremo norte hasta las tierras de fuego del sur, veremos la llegada de un mundo nuevo en el que toda nuestra gente pueda ser libre.
»Los dioses nos están mirando en este momento, deseando que les adoremos según las costumbres antiguas y apropiadas. A cambio nos darán la fuerza que necesitamos para vencer a aquellos que intenten vencernos otra vez. Mi hermano y yo somos los símbolos de este mundo que está por venir».
Cuando retrocedió, Hunahpú escuchó cómo los miles de mayas reunidos en Kaminaljuyú gritaban su nombre. Contempló la ciudad en ruinas lleno de orgullo, absorbiendo la fuerza que la veneración de su gente le daba. María se había abierto paso hasta el frente de los seguidores congregados. Levantó los brazos hacia él en alabanza y cientos de personas a su alrededor hicieron lo mismo. El gesto se extendió entre la multitud. Cuando parecía que todos habían levantado las manos para implorar su ayuda, él levantó el rostro y los brazos hacia el cielo. El bullicio creció hasta que bajó las manos y miró a su gente. Se hizo el silencio.
—No somos ladinos. No queremos una guerra, ni más muertes. Deseamos sólo lo que es nuestro por derecho: una tierra, un país que es nuestro. Esta tierra será la patria de cualquier indígena americano, sin importar en qué parte de las Américas haya nacido. Tenemos la intención de encontrarnos con la delegación Wild Card de la OMS mientras permanezca en la ciudad de Guatemala. Les pediremos ayuda y apoyo para fundar una patria de hach winik. Entre los nuestros hay tocados por los dioses que necesitan ayuda inmediata.
»No les estamos pidiendo nada. Se lo estamos diciendo. ¡Ko’ox! ¡Déjennos ir!
Ixbalanqué levantó el puño en el aire y vitoreó la frase lacandona una y otra vez, hasta que todos los indígenas del campamento le imitaron… Hunahpú se unió al canto y sintió la corriente de poder una vez más; Al ver a Ixbalanqué, supo que él también la sentía. Todo parecía ir bien: resultaba evidente que los dioses estaban con ellos.
Los hermanos permanecieron a los lados de Akabal mientras éste traducía lo que aquellos habían dicho. Los Héroes Gemelos permanecieron inmóviles y silenciosos cuando el maestro rehusó contestar cualquier pregunta. Su gente estaba frente a ellos, tan silenciosa y estoica como ellos mismos. Cuando Akabal encabezó el regreso a sus casas, donde esperarían noticias de la delegación de la OMS, los seguidores se separaron sin hacer ruido para permitirles el paso y cerrando filas antes de que la prensa pudiera pasar.
—Bueno, no se les puede acusar de falta de perspicacia política. —El senador Gregg Hartmann descruzó las piernas y se levantó de la silla estilo colonial para apagar el televisor de la habitación de hotel.
—Un poco de descaro nunca duele, Gregg. —Hiram Worchester apoyó la cabeza en su mano y le dirigió una mirada—. ¿Cuál crees que debería ser nuestra respuesta?
—¡«Respuesta»! ¿Qué respuesta podríamos dar? —El senador Lyons se adelantó a la contestación de Hartmann—. Estamos aquí para ayudar a las víctimas del virus wild card. No veo dónde está la conexión. Estos… revolucionarios, o lo que sean, sólo intentan utilizarnos. Debemos ignorarlos. ¡No podemos permitirnos el lujo de involucrarnos en una insignificante disputa nacionalista!
Lyons se cruzó de brazos y se dirigió a la ventana. Una joven y discreta mucama india entró a la habitación para recoger los restos del almuerzo. Con la cabeza inclinada, miró a cada uno de los presentes antes de cargar la pesada bandeja en silencio y salir por la puerta. Hartmann miró al senador Lyons, meneando la cabeza.
—Entiendo su punto de vista pero ¿ha visto a la gente de allá fuera? Muchos de los que siguen a estos «Héroes Gemelos» son jokers. ¿Acaso no tenemos una responsabilidad hacia ellos? —Gregg se relajó de nuevo en la silla, buscando una posición cómoda—. No podemos ignorarlos. Comprometería nuestra propia misión si pretendiéramos que esa gente y sus problemas no existen. El mundo aquí dista mucho de lo que ustedes están acostumbrados a ver, incluso de las reservas indias. La actitud es diferente. Los indígenas han sufrido desde que los conquistaron. Miran a largo plazo; para ellos el virus wild card es sólo otra cruz que cargar.
—Además, senador, ¿usted piensa que esos chicos son ases, como dicen los periodistas? —Mordecai Jones miró desde el otro lado de la habitación de hotel al senador de Wyoming—. Debo decir que comprendo lo que intentan hacer. La esclavitud, o como le llamen a eso aquí, no está bien.
—Es obvio que estamos comprometidos con las víctimas del wild card, si más no. Si nos reunimos con ellos les ayudará a obtener ayuda, tenemos la obligación de hacer lo que podamos. —Tachyon habló desde su silla—. Por otro lado, oigo mucha palabrería sobre las patrias y veo muy poco compromiso para trabajar en los problemas prácticos. Problemas como el nivel de subsistencia de las víctimas de este lugar. Es evidente que necesitan auxilio médico. ¿Qué opinas, Hiram?
—Gregg tiene razón. No podemos eludir una reunión con ellos. Ha habido demasiada publicidad. Más allá de eso, estamos aquí para ver cómo tratan a los jokers en otros países. A juzgar por lo que hemos visto, podríamos ayudarles al presionar un poco al gobierno local. Reunirnos sería una buena manera de hacerlo. No es necesario apoyar sus acciones, tan sólo expresar nuestra preocupación.
—Suena razonable. Dejaré que te encargues de la política, yo debo ir al recorrido del hospital. —Tachyon se masajeó la sien—. Estoy cansado de hablar con el gobierno. Quiero ver lo que está sucediendo.
La puerta se abrió y Billy Ray se asomó.
—Los teléfonos no dejan de sonar y tenemos reporteros subiendo por las escaleras de incendios. ¿Qué se supone que vamos a decirles?
Hartmann asintió en dirección a Tachyon antes de que respondiera.
—Aquellos de nosotros que podamos encontrar un momento libre dentro de nuestros horarios planeados al detalle iremos a ver a los «Héroes Gemelos». No obstante, que quede claro que lo hacemos en beneficio de las víctimas del wild card, no por motivos políticos.
—Fantástico. El padre, Chrysalis y Xavier regresarán pronto. Han ido a ver el campamento y a hablar con los jokers que se encuentran ahí. —Anticipándose a la siguiente pregunta de Tachyon, le sonrió—. Su coche lo espera abajo. Pero cuanto antes me entreguen una declaración oficial para la prensa, mejor.
—Haré que mi gente redacte una de inmediato, Billy. —Era obvio que Hartmann se encontraba en territorio conocido—. La tendrás en una hora.
Por la mañana se reunieron todos, con resaca y amodorrados por las celebraciones de la noche anterior pero listos y resueltos para marchar a fin de encontrarse con la comitiva de las Naciones Unidas. Cuando Hunahpú e Ixbalanqué salieron de sus casas, la multitud guardó silencio. Ixbalanqué dirigió una mirada sobre la gente y deseó que fuera posible que lo siguieran a la ciudad; en las grabaciones se le vería grandioso, pero Akabal estaba convencido que podría ser justo la excusa que el gobierno estaba esperando para abrir fuego. Saltó sobre el capó del autobús que los llevaría a la ciudad. Habló durante casi media hora antes de que los seguidores parecieran estar de acuerdo en que debían permanecer en Kaminaljuyú.
Llegaron al hotel Camino Real sin incidentes. La única sorpresa provino de la multitud de indígenas que bordeaba las calles mientras pasaban. Los espectadores permanecían silenciosos e impasibles, pero tanto Hunahpú como Ixbalanqué sentían que su presencia les fortalecía. En el Camino Real bajaron del automóvil y fueron escoltados al interior del edificio por dos de sus guardias y casi una veintena de agentes de seguridad de la ONU.
Los hermanos se habían vestido tan fielmente como pudieron con la ropa de los reyes antiguos. Iban enfundados en túnicas y faldas de algodón teñido, con el cabello atado en nudos dispuestos en lo alto de la cabeza. Hunahpú estaba acostumbrado a usar tan sólo el xikul, una túnica que le llegaba a la altura de las rodillas. Se sentía cómodo con el estilo antiguo. Ixbalanqué pasó las primeras horas de la mañana dándole tirones a la falda y sintiéndose cohibido por sus piernas desnudas. Mientras miraba con curiosidad los alrededores del hotel, se vio a sí mismo en un espejo de pared. Casi se detuvo maravillado ante la visión de un guerrero maya que le devolvía la mirada. Ixbalanqué se irguió y levantó la cabeza, mostrando su orejera de jade.
Los ojos de Hunahpú se movían rápidos de un lado a otro del vestíbulo del hotel. Nunca había visto un edificio tan grande, con tantas decoraciones extrañas y personas con raras prendas de vestir. Un hombre gordo con una camisa blanca y pantalones cortos con flores de colores brillantes se les quedó mirando. El turista tomó a su esposa del brazo, la cual llevaba un vestido hecho en el mismo telar que los pantalones del hombre, y los señaló. Una rápida ojeada a Ixbalanqué, que caminaba orgulloso a su lado, lo calmó.
Sin embargo, tuvo que reprimir el impulso de gritar sus oraciones a los dioses cuando entraron en una habitación un tanto más pequeña que su casa familiar y las puertas se cerraron sin contacto humano alguno. La habitación se movió debajo de él y sólo el rostro sereno de Ixbalanqué evitó que creyera que estaba a punto de morir. Deslizó su mirada hacia Akabal: el maya vestido con ropas occidentales cerraba y abría los puños rítmicamente. Hunahpú se preguntó si también estaría orando.
A pesar de su impasibilidad exterior, Ixbalanqué fue el primero en salir cuando las puertas se abrieron cuando el ascensor llegó a su destino. El grupo entero caminó por el pasillo alfombrado hasta una entrada custodiada por dos soldados más de la ONU. Hubo algunos momentos de discusión antes de acordar que, una vez que los guardias indígenas hubieran inspeccionado la sala de reuniones, se retirarían hasta el final del encuentro. No obstante, los Héroes Gemelos tendrían permitido conservar sus cuchillos ceremoniales de piedra. Durante ese tiempo, Ixbalanqué y Hunahpú permanecieron en silencio, dejando que Akabal llevara a cabo los preparativos. Hunahpú lo examinó todo mientras intentaba parecer un rey guerrero. Los espacios cerrados le ponían nervioso. En repetidas ocasiones miró a su hermano en busca de guía.
Dentro de la habitación del hotel, los delegados de la OMS los esperaban. Akabal notó de inmediato al cámara de Peregrine.
—Fuera. Nada de cámaras, nada de grabaciones. —El alto indígena se volvió hacia Hartmann—. Lo acordamos. Ustedes insistieron en ello.
—Peregrine, la dama alada, es una de nosotros. Sólo le interesa realizar un registro histórico…
—Que podrán editar para beneficiar sus propios propósitos. No.
Hartmann sonrió y se encogió de hombros hacia Peregrine.
—Quizá sería mejor que…
—Por supuesto, no hay problema. —Batió las alas perezosamente y le indicó a su camarógrafo que se marchara.
Ixbalanqué notó que Akabal estaba descolocado por la facilidad con la que había conseguido lo que quería. Se giró para mirar a su hermano, quien parecía estar en comunión directa con los dioses. Bastaba con verle para saber que nada de allí le interesaba. Ixbalanqué intentó capturar la misma seguridad.
—Bien. Bueno, estamos aquí reunidos para discutir… —empezó la introducción que traía preparada Akabal; pero Hartmann le interrumpió.
—Nada de formalidades. Que todos tomen asiento, por favor. Señor Akabal, ¿por qué no se sienta junto a mí, pues creo que usted hará de intérprete? —Hartmann se sentó a la cabecera de una mesa que al parecer habían traído a la habitación exclusivamente para la reunión, ya que el mobiliario de alrededor había sido desplazado hacia las paredes—. ¿Los demás caballeros hablan inglés?
Ixbalanqué estaba a punto de responder cuando captó la mirada de advertencia de Akabal. En lugar de eso, guió a Hunahpú a una silla.
—No, traduciré para ellos también.
Hunahpú observó al sacerdote con tentáculos y al hombre con una nariz como la de Chac, el dios de la lluvia de nariz larga. Le complacía que los tocados por los dioses viajaran con aquel grupo. Era una señal auspiciosa. Pero también le sorprendía ver a un padre que había sido tan bendecido por los seres supremos. Quizá había más verdad en lo que los sacerdotes habían tratado de enseñarle de lo que había creído. Le mencionó esos pensamientos a Akabal, quien se dirigió en inglés a Hartmann.
—Entre nuestra gente, las víctimas del virus wild card son vistos como favorecidos por las deidades. Se les venera, no se les persigue.
—Y estamos aquí para hablar de eso, ¿no es así? De su gente. —Hartmann no había dejado de sonreír desde que entraran en la habitación. Un hombre que mostraba tanto los dientes no era digno de confianza para Ixbalanqué.
Entonces habló el de la trompa de elefante:
—¿Su nuevo país estaría abierto a todos los jokers?
Ixbalanqué fingió escuchar la traducción de Akabal. Contestó en maya, sabiendo que el maestro cambiaría sus palabras de todas maneras.
—Esta nueva patria tan sólo recupera una diminuta parte de lo que nos ha sido robado. Es para nuestra gente, haya sido bendecida por los dioses o no. Los ladinos tocados por los dioses tienen otros lugares a los que recurrir en busca de ayuda.
—Pero ¿por qué sienten que es necesaria una nación independiente? Me parece que, con su fuerza, su demostración de poder político impresionaría al gobierno guatemalteco. Se verían obligados a introducir las reformas que ustedes exigieran. —Hartmann llevó la conversación de regreso a Akabal, lo cual no desagradó a Hunahpú. Notaba la hostilidad y la falta de comprensión en la habitación. Sin importar qué más fueran, también eran ladinos. Miró a Akabal mientras el hombre contestaba a una de las preguntas de los norteamericanos.
—No nos están escuchando. Les hemos dicho que no queremos, sino que nos devuelvan nuestra tierra. Y tan sólo una pequeña parte de ella, por cierto. Las reformas han ido y venido durante cuatrocientos años. Ya nos hemos cansado de esperar. —Akabal fue vehemente—. ¿Saben que para la mayoría de los indígenas este virus wild card no es otra cosa que una nueva viruela? Otra enfermedad blanca traída para matar a tantos de nosotros como sea posible.
—¡Eso es ridículo! —La acusación enfureció al senador Lyons—. Los humanos no tuvieron nada que ver con el wild card. Hemos venido aquí a ayudarles. Ése es nuestro único propósito, y para ello creemos que es necesario contar con la cooperación del gobierno. —Lyons parecía estar a la defensiva—. Hemos hablado con el general. Está pensando en poner clínicas en las provincias de la periferia y traer aquí a la ciudad los casos serios del brote de wild card para ser tratados.
Los hermanos intercambiaron miradas. Los dos tenían claro que aquellos desconocidos del norte no tenían intención alguna de hacer nada por ellos. Hunahpú empezaba a impacientarse. Había tantas cosas que podría estar haciendo en Kaminaljuyú. Quería enseñarle a los ignorantes todo sobre los antiguos dioses y los medios para adorarlos.
—No podemos cambiar el pasado, ambos lo sabemos. Así que, ¿cuál es su objetivo? ¿Por qué están aquí? —Hartmann había dejado de sonreír.
—Vamos a formar una nación indígena. Pero necesitaremos ayuda —dijo Akabal con firmeza. Ixbalanqué aprobó su falta de tolerancia a la distracción, aunque no estaba del todo seguro de apoyar los planes del maestro de crear un gobierno socialista.
—¿Tienes idea de qué son las Naciones Unidas? No esperen de ninguna manera que les proporcionemos armas para su guerra. —La boca del senador Lyons estaba enmarcada de blanco por la rabia.
—No, armas no. Pero, si ustedes hubieran venido a ver a nuestros seguidores, habrían visto cuántos han sido desatendidos por los doctores ladinos con la esperanza de que no sobrevivieran. Y sí, sé lo que les dijo el general. Al principio necesitaremos mucha ayuda médica para cuidar a estas personas. Después nos hará falta apoyo para escuelas, caminos, transporte, agricultura… Todas las cosas que un país de verdad debe proveer.
—¿Entienden que sólo estamos en un viaje de investigación? No tenemos ninguna autoridad real en la ONU, ni siquiera en el gobierno de Estados Unidos. —Hartmann se dejó caer en el asiento y abrió las manos—. Todo lo que podemos ofrecerles en este momento es compasión.
—¡No vamos a poner en peligro nuestra posición en la comunidad internacional por sus aventuras militares! —Los ojos de Lyons recorrieron a los tres indígenas. Hunahpú no se dejó impresionar; «las mujeres» debieran permanecer al margen de las decisiones importantes—. Ésta es una misión de paz. En el sufrimiento no hay política que valga, y no tengo intención de ver cómo intentan convertir el virus wild card en un peón en su lucha por obtener atención —agregó.
—Dudo que los judíos europeos del holocausto coincidan con que el sufrimiento es apolítico, senador. —Akabal observó cómo la expresión iracunda de Lyons cambiaba por la del disgusto—. El virus wild card ha afectado a mi gente, es una realidad. Y son personas que se enfrentan al genocidio activo. Eso también es verdad. Ustedes no quieren involucrar al virus wild card, estupendo, pero eso no es posible, ¿me equivoco? ¿Qué queremos de ustedes? Sólo dos cosas: ayuda humanitaria y reconocimiento. —Por primera vez, Akabal parecía un poco inseguro de sí mismo—. Pronto el gobierno guatemalteco intentará destruirnos. Esperarán a que ustedes y la prensa que les acompaña se marchen. No tenemos la menor intención de permitirles que se salgan con la suya; tenemos ciertas… ventajas.
—Entonces, ¿son ases? —Ahora Hartmann se mostraba callado e introspectivo.
Algunos de los periodistas habían usado ese término y Akabal lo había mencionado, pero ésa era la primera vez que Ixbalanqué sintió que era adecuado. Se sentía como un as. El y su hermano, el pequeño lacandón, podían contra cualquiera. Eran las encarnaciones de los sacerdotes reyes de sus padres, favorecidos por los dioses o por una enfermedad extraterrestre: no importaba. Guiarían a su gente a la victoria. Se volvió a Hunahpú y vio que era como si su hermano compartiera los mismos pensamientos.
—Ellos creen que han sido llamados para servir a los antiguos dioses y a ser los heraldos de la nueva era, del inicio del siguiente ciclo. Basándonos en nuestro calendario, eso será en el 2008 de su calendario. Ellos están aquí para preparar el camino para el siguiente katún. —El docente miró de nuevo a los norteamericanos—. Pero sí, creo que son ases. Las pruebas encajan. Es muy común que un as exhiba poderes que parezcan haber sido obtenidos de su patrimonio cultural, ¿verdad?
Se oyeron tres cortos golpes en la puerta. Ixbalanqué vio que el jefe de seguridad, al que llamaban «Carnifex», se asomaba. Por un momento se preguntó si aquello era una elaborada trampa.
—El avión está listo y tenemos que partir dentro de una hora.
—Gracias. —Hartmann se colocó una mano bajo la barbilla, pensativo—. Como simple senador de Estados Unidos, me gustaría ver qué podríamos hacer al respecto, señor Akabal. ¿Por qué no hablamos en privado un momento?
Akabal asintió.
—Quizá al padre le gustaría charlar con Ixbalanqué y Hunahpú, ¿no cree? Los hermanos hablan español, si disponéis de algún traductor…
Cuando Hartmann y Akabal terminaron su conversación privada y se les unieron de nuevo, Ixbalanqué estaba listo para marcharse. Al escuchar a Hunahpú, temió que su hermano fuera a demostrarles cómo visitaba a los dioses ahí y en ese momento. Sabía que no sería una buena idea.
Ixbalanqué estaba intentando explicarle eso cuando Hartmann estrechó la mano de Akabal a modo de despedida. A Ixbalanqué le dio la sensación de que sujetaba la mano del maestro durante demasiado tiempo. Costumbres norteamericanas. Retomó el intento de disuadir a Hunahpú de sacar su cuchillo de obsidiana y lo guió a la salida.
Cuando estuvieron de vuelta en el ascensor, escoltados de nuevo por los agentes de seguridad de la ONU, Ixbalanqué le preguntó a Akabal en maya lo que Hartmann había dicho.
—Nada. Que «intentará» crear un «comité» para «estudiar el asunto». Habla como todos los yanquis. Al menos han visto nuestra situación, y eso nos da legitimidad a los ojos del mundo. Eso por sí solo ya ha resultado de provecho.
—No creen que obedezcamos la voluntad de los dioses, ¿verdad? —Hunahpú estaba mucho más enojado de lo que se permitía mostrar. Ixbalanqué le miró con cautela. Le miró a los ojos.
—Les mostraremos el poder de los dioses. Se van a enterar.
Durante las siguientes veinticuatro horas perdieron a la mitad de los periodistas que los cubrían, ya que los reporteros siguieron su viaje con la gira de la ONU. Además, el ejército movilizó a más unidades y, lo que era más inquietante, evacuó los suburbios circundantes. Por último, todo desplazamiento hacia el campamento quedó prohibido. La paz de los antropólogos era bienvenida, pero la intención resultaba clara para todos en Kaminaljuyú: no querían civiles en la zona.
Durante tres días desde que visitaran a Hartmann y a los miembros de la gira, cada amanecer y cada mediodía Hunahpú ofreció su propia sangre en sacrificio en el más alto de los montículos que hacían las veces de templo en la ciudad. Ixbalanqué lo acompañó en los últimos dos amaneceres. Ignoraban toda súplica de Akabal porque mostraran sentido común. A medida que la tensión en Kaminaljuyú aumentaba, los hermanos se aislaban más. Discutían sus planes sólo el uno con el otro, haciendo caso omiso de la mayoría de las sesiones de planificación llevadas a cabo por Akabal y los líderes rebeldes. Cuando no estaba preparando un altar para un sacrificio, María permanecía todo el tiempo al lado de Hunahpú. Bol entrenaba a los guerreros sin descanso.
Ixbalanqué y Hunahpú se erguían en la parte superior del templo en ruinas, rodeados por sus seguidores. Era casi el amanecer del cuarto día. María sujetaba un tazón ornamentado entre ellos. Cada hombre apretó un cuchillo de obsidiana contra la palma de su mano. Al salir el sol cortarían su carne y dejarían que la sangre corriera y se mezclara en el cuenco, para después quemarla en el altar que la mujer había dispuesto con efigies y flores. El sol se escondía todavía detrás del volcán del este que se cernía sobre la ciudad de Guatemala, despidiendo humo en el aire, como si le ofreciera tabaco sagrado a los dioses.
Con la primera luz, los cuchillos fueron un brillante destello negro. La sangre fluyó, se mezcló y llenó el cuenco. Sus manos, cubiertas de rojo, se elevaron hacia el sol. Miles de voces entonaron un canto que daba la bienvenida al día y pedía misericordia a los dioses. Dos cabañas con techo de paja explotaron cuando los rayos del sol las tocaron.
Cayeron tierra y escombros sobre la gente. Aquellos más cercanos a las chozas fueron los primeros en ver que un cohete del gobierno había hecho estallar ambos refugios. Los combatientes corrieron hacia el perímetro para intentar detener la invasión, mientras que quienes eran incapaces de defender el campamento se reunieron y formaron una gran masa en el centro. Los artefactos del gobierno se dirigían a la plaza central, donde miles de personas se arrodillaban y rezaban o gritaban mientras los aquellos formaban arcos sobre sus cabezas y caían en las cercanías.
Maxine Chen era una de las pocas periodistas de alto nivel que se había quedado a cubrir la cruzada de los Héroes Gemelos. Ella y su equipo se refugiaron detrás de uno de los montículos templo, donde Maxine grabó una introducción del ataque. Una niña indígena, de siete u ocho años de edad, corrió por un lado del montículo frente a la cámara de la reportera. Tenía el rostro y el huípil blanco bordado cubiertos de sangre, y lloraba de miedo mientras corría. Maxine trató de sujetarla pero no lo logró, y la niña desapareció.
—Robert… —Maxine miró a su camarógrafo. Él se agachó por debajo de su cámara y se la pasó de un empujón al encargado de sonido, quien a duras penas la atrapó. Entonces ambos corrieron hasta la multitud, deteniéndolos y llevándolos hacia la escasa protección de los montículos.
En el borde de las ruinas, la gente de los Héroes Gemelos disparaba contra los soldados, causando algo de confusión pero no suficiente daño. Los proyectiles venían de mucho más lejos, más allá de las filas del ejército que se acercaba. Los motores de los tanques rugían pero mantenían su posición, disparando contra los defensores, matando a algunos y destruyendo las ruinas que los protegían.
Luchando contra el flujo de gente que se aglutinaba en el centro de Kaminaljuyú, Ixbalanqué y Hunahpú se las arreglaron para llegar hasta las líneas del frente. En cuanto la gente los vio, fueron vitoreados. De pie a campo abierto, Ixbalanqué arrojó todo lo que tuvo a mano contra las tropas enemigas. Hizo efecto. Las filas de vanguardia intentaron retroceder pero recibieron la orden de seguir avanzando. Las balas rebotaban en la piel de Ixbalanqué. Al ver eso, los indígenas cobraron fuerzas. Apuntaron con más cuidado y lograron hacer mella en sus atacantes. No obstante, los cohetes seguían cayendo sobre ellos, y los gritos de la gente atrapada en el centro del campo no cesaban.
Hunahpú corría de un lado a otro, degollando con su cuchillo a los soldados más cercanos y volviendo a su puesto. Se centraba en los oficiales, como Akabal le había indicado. Con la presión de los soldados que venían tras ellos, las tropas que se hallaban al frente de la batalla no podían huir aun cuando las estuviese amenazando el mismo demonio.
A Ixbalanqué se le acabaron los proyectiles y se retiró tras uno de los montículos. Se le unieron dos de los líderes más experimentados de la guerrilla, asustados por la matanza colectiva: no era como pelear en la jungla. Cuando vieron que Hunahpú retrocedía, Ixbalanqué lo atrapó antes de que pudiera volver a atacar. La armadura de algodón de Hunahpú estaba empapada de sangre de los soldados y el olor les provocó náuseas a los rebeldes. La sangre y el humo de las armas hicieron que Ixbalanqué recordara su primera experiencia:
—Xibalbá —se dirigió solamente a su hermano.
—Sí —asintió Hunahpú—. Los dioses están hambrientos. Nuestra sangre no ha sido suficiente. Quieren más sangre, sangre con poder. Sangre de un rey.
—¿Crees que aceptarían la sangre de un general? ¿De un capitán de guerra? —Ixbalanqué miró sobre su hombro al ejército que se hallaba al otro lado del montículo.
Los guerrilleros seguían el intercambio muy de cerca, buscando una razón para esperar una victoria. Ambos asintieron ante aquel pensamiento.
—Si puedes acabar con el general, las cosas se vendrán abajo en la línea de mando. Esos de ahí son reclutas, no voluntarios. —El hombre se retiró de los ojos el cabello negro lleno de polvo y se encogió de hombros.
—Es la mejor idea que he oído.
—¿Dónde está el líder? —Los ojos de Hunahpú se fijaron en un objetivo distante—. Lo traeré de vuelta. Debe hacerse correctamente o los dioses no estarán satisfechos.
—Debe de estar en la retaguardia. He visto un camión allá atrás con montones de antenas, un centro de comunicaciones, hacia el este. —Ixbalanqué miró a su hermano con inquietud. Había algo en él que iba mal—. ¿Estás bien?
—Sirvo a mi gente y a mis dioses. —Hunahpú dio unos cuantos pasos y se desvaneció con un suave cloc.
—No estoy seguro de que esto sea una buena idea. —Ixbalanqué se preguntó qué tenía Hunahpú en mente.
—¿Tienes una idea mejor? Estará bien. —El rebelde se encogió de hombros pero se petrificó a medio movimiento cuando escuchó el sonido de los helicópteros.
—Ixbalanqué, tienes que acabar con ellos. Si nos atacan desde el aire, estamos muertos. —Antes de que el otro hombre terminara, ya estaba corriendo hacia el centro de Kaminaljuyú, en dirección a las aeronaves. Cuando el par de Hueys entraron en su campo de visión, recogió una roca del tamaño de su cabeza y se la lanzó. El helicóptero de la izquierda explotó en llamas; el otro se alejó del campamento. Pero Ixbalanqué no había tenido en cuenta la posición del helicóptero que destruyó. Los restos en llamas cayeron sobre sus seguidores apiñados, lo cual resultó en tanta muerte y dolor como un cohete del gobierno.
Se dio la vuelta, maldiciéndose por no haber protegido mejor a su gente, y vio a Hunahpú sobre el montículo más elevado: sujetaba una figura desmadejada, medio desparramada en el suelo, junto al altar de María. Ixbalanqué corrió hacia el templo.
Desde el otro lado del montículo, Akabal había visto a Hunahpú aparecer con el cautivo. El maestro se había separado de los gemelos en la trifulca tras el primer ataque de mortero. En ese momento le dio la espalda a la masa de fieles apretujada alrededor de los montículos de tierra del centro. Maxine Chen lo detuvo de un tirón en el brazo y lo alcanzó; la mujer tenía la cara sucia y sudorosa, y sus dos escoltas estaban demacrados; Robert había reclamado su cámara y filmaba todo lo que podía mientras se movía por Kaminaljuyú.
—¿Qué sucede? —Maxine Chen gritó para hacerse oír sobre el ruido de la multitud y las pistolas—. ¿Quién es ése que está con Hunahpú? ¿Es Ixbalanqué?
Akabal meneó la cabeza y siguió andando, seguido por Chen. Cuando la oriental vio que tenía la intención de trepar al montículo sin ponerse a cubierto, ella y Robert titubearon un poco pero fueron detrás de él. El técnico de sonido meneó la cabeza y se agachó en la base del templo. Ixbalanqué se había reunido con María y ambos trepaban por el otro lado. El camarógrafo retrocedió y empezó a filmar tan pronto como lo seis llegaron a la cima.
Al ver a su hermano, Hunahpú elevó el rostro y cantó en dirección al cielo. Ya no tenía el cuchillo y la sangre seca que le cubría la mayor parte de la cara parecía pintura ceremonial. Ixbalanqué escuchó por un momento y meneó la cabeza en un gesto de desaprobación. Discutió con Hunahpú en un maya arcaico pero éste continuó con los cánticos, ajeno a la interrupción de Ixbalanqué. Maxine le preguntó a Akabal qué estaba sucediendo pero él sacudió la cabeza, confundido. María arrastró al general guatemalteco hasta el altar de tierra y comenzó a quitarle el uniforme.
Las pistolas dejaron de disparar en el preciso momento en que Hunahpú terminó su canto y extendió una mano hacia su hermano. En el silencio, Maxine se puso las manos sobre las orejas. María se arrodilló junto al general, sujetando el cuenco de las ofrendas frente a ella. Ixbalanqué retrocedió, negando con la cabeza pero su gemelo extendió el brazo con brusquedad hacia él. Al mirar sobre el hombro de Hunahpú, vio que los tanques del gobierno rodaban hacia el frente, destruyendo parte de la cerca y aplastando a los indígenas bajo sus orugas.
Mientras Ixbalanqué titubeaba, el general se despertó. Al encontrarse tendido sobre un altar, maldijo e intentó bajar de allí rodando. María lo empujó para volver a colocarlo en su sitio. Al reparar en las plumas de la mujer, el oficial se apartó de ella, como si temiera que lo contagiara. Entonces arengó a Hunahpú e Ixbalanqué en español.
—¿Qué demonios creen que hacen? La convención de Ginebra establece claramente que los oficiales prisioneros de guerra deben ser tratados con dignidad y respeto. ¡Devuélvanme mis ropas!
Ixbalanqué escuchó los tanques y gritos tras él mientras el oficial del ejército guatemalteco lo maldecía. Arrojó su cuchillo de obsidiana a Hunahpú y sujetó los brazos del general, que no dejaba de agitarse.
—Suéltenme, salvajes, ¿qué creen que están haciendo? —Cuando Hunahpú levantó el cuchillo, los ojos del hombre se abrieron como platos—. ¡No pueden hacer esto! Por favor, estamos en 1986. Están locos… Oigan, los detendré: les diré que se retiren. Suéltenme. Por favor, Dios, ¡déjenme ir!
Ixbalanqué sujetó al general contra el altar y miró hacia arriba cuando su hermano bajó el cuchillo.
—Dios te salve, María, llena eres de gra…
La hoja de obsidiana cortó a través de la carne y el cartílago, rociando a los hermanos y a María con sangre. Ixbalanqué miraba con fascinación y horror al mismo tiempo cómo Hunahpú decapitaba al militar, presionando con fuerza el cuchillo contra la columna y separando las conexiones finales antes de levantar la cabeza del ladino hacia el cielo.
Ixbalanqué soltó los brazos del muerto, y, temblando, tomó el cuenco lleno de sangre que sostenía María. Luego empujó el cuerpo para quitarlo del altar y le prendió fuego a la sangre mientras la mujer encendía incienso de copal. Echó para atrás la cabeza e invocó los nombres de los dioses, hacia el cielo. Su voz encontró eco en la gente, reunida abajo con los brazos extendidos en dirección al templo. Hunahpú colocó sobre el altar la cabeza, con los ojos abiertos y la mirada fija en Xibalbá.
Entonces los tanques se detuvieron e iniciaron una lenta retirada. Al ver eso, los soldados de infantería soltaron las pistolas y se dieron a la fuga. Algunos incluso dispararon a los oficiales que intentaron detenerlos, de modo que éstos también terminaron huyendo. Las fuerzas del gobierno se desbandaron en medio del caos, dispersándose por la ciudad, abandonando equipo y armamento.
Maxine vomitó en cuanto hubo terminado el sacrificio; el cámara lo tenía todo grabado. Temblorosa y pálida, le preguntó a Akabal qué estaba ocurriendo. Él la miró con los ojos muy abiertos.
—Éste es el momento de la Cuarta Creación. El nacimiento de Huracán, el corazón del cielo, nuestro hogar. ¡Los dioses han vuelto a nosotros! ¡Muerte a los enemigos de nuestro pueblo! —Akabal se arrodilló y estiró sus manos hacia los Héroes Gemelos—. ¡Que los favorecidos por los dioses nos guíen!
En la habitación 502 del Camino Real, un turista en pantalones cortos floreados y una camisa de poliéster azul claro metía el último souvenir en la maleta. Miró alrededor de la habitación en busca de su mujer y la halló de pie junto a la ventana.
—La próxima vez, Martha, no compres nada que no quepa en la tuya. —Dejó caer su considerable peso sobre la maleta y cerró la cremallera—. ¿Dónde está el botones? Hace media hora que lo hemos llamado. ¿Qué hay tan interesante allá afuera?
—La gente, Simón. Es una especie de procesión. Me pregunto si es una ceremonia religiosa. —¿Es una revuelta? Con toda esta agitación de la que hemos oído hablar, cuanto antes nos larguemos de aquí más tranquilo estaré.
—No, parece que sólo van a algún lado. —Su esposa no dejaba de contemplar las calles llenas de hombres, mujeres y niños—. Son todos indígenas, se nota por cómo visten.
—Dios mío, vamos a perder el vuelo si no se dan prisa. —Miró con enfado su reloj, como si éste fuera el responsable—. Llámalo de nuevo, ¿vale? ¿Dónde demonios estará ese botones?