Los matices del odio


Segunda parte
MARTES 9 DE DICIEMBRE DE 1986, MÉXICO

«Estoy en el Templo de los Jaguares, en Chichén Itzá. Bajo el implacable sol de Yucatán, la arcada es impresionante: dos gruesas columnas labradas como serpientes gigantescas, con enormes cabezas estilizadas que flanquean la entrada y las colas entrelazadas sosteniendo el dintel.

«Hace mil años, según las guías, los sacerdotes mayas aclamaban a los jugadores en el Juego de Pelota; un campo de juego ubicado casi ocho metros más abajo. Era un espectáculo que nos resultaría familiar. Los jugadores golpeaban una pelota de hule duro con las rodillas, los codos y las caderas, anotando un tanto cada vez que la bola hacía una carambola a través de unos aros situados en las largas paredes de piedra que rodean el estrecho campo. Un juego simple en honor al dios Quetzalcóatl, o Kukulcán, como lo llamaban aquí.

«Como recompensa, el capitán del equipo victorioso era llevado a cuestas hasta el templo. El capitán perdedor cercenaba la cabeza de su oponente con un cuchillo de obsidiana, enviándolo a una gloriosa vida después de la muerte. Una extraña recompensa por la victoria, visto desde nuestros estándares.

«Demasiado diferente para ser agradable.

«Miro este antiguo lugar, y las paredes todavía están marrones por la sangre; no de los mayas, sino de los jokers. Aquí la plaga wild card golpeó de manera tardía y virulenta. Algunos científicos han planteado la hipótesis de que el estado mental de la víctima influye en el virus; por lo tanto, con un adolescente fascinado por los dinosaurios, sale Chico Dinosaurio. De un maestro chef obeso como Hiram Worchester, obtienes a alguien que puede controlar la gravedad. El Dr. Tachyon se ha mostrado evasivo respecto a este punto, ya que semejante teoría sugiere que los jokers deformes se han castigado a sí mismos de alguna manera. Ése es el tipo de argumento emocional que reaccionarios como el predicador fundamentalista Leo Barnett o un “profeta” fanático como Nur al-Allah usarían para sus propósitos.

»Aun así, quizá no sea de sorprender que en las tierras ancestrales de los mayas haya habido más de una docena de serpientes emplumadas a lo largo de los años: imágenes del mismo Kukulcán. Y aquí en México, si aquellos de sangre indígena tuvieran la última palabra, tal vez hasta los jokers recibirían un buen trato, ya que los mayas consideraban que los deformes eran bendecidos por los dioses. Sin embargo, los descendientes de los mayas no mandan aquí.

»En Chichén Itzá, más de cincuenta jokers fueron asesinados, hace tan sólo un año.

»La mayoría de ellos —pero no todos— eran seguidores de la nueva religión maya.

»En estas ruinas llevaban a cabo sus rituales. Pensaban que el virus era una señal de que debían regresar a las costumbres de antes; de que no debían verse a sí mismos como víctimas. Los dioses habían deformado sus cuerpos y los habían hecho diferentes y sagrados.

»Su religión era un retroceso a un pasado violento. Y, debido a que eran tan diferentes, eran temidos. Los locales de ascendencia española y europea los odiaban. Corrían rumores sobre sacrificios animales e incluso humanos, sobre rituales sangrientos. No importaba si todo aquello era cierto o no; nunca importa. Eran diferentes. Sus propios vecinos se unieron para liberarse de aquella amenaza pasiva. Los arrastraron desde los pueblos circunvecinos, entre gritos.

«Aquí recostaron a los jokers de Chichén Itzá, atados y suplicando piedad. Les cortaron la garganta en una brutal parodia de los ritos mayas…, la sangre salpicó y tiñó de rojo las serpientes labradas. Arrojaron los cuerpos al campo de juego de allí abajo. Una atrocidad más, otro incidente de “nats contra jokers”. Antiguos prejuicios amplificando los nuevos.

«Con todo, lo que sucedió aquí, aunque fue terrible, no es peor que lo que les ha sucedido —les está sucediendo— a los jokers en nuestro país. Tú que estás leyendo esto: es probable que tú o alguien que conoces hayáis sido culpables del mismo prejuicio que causó esta masacre. No somos menos vulnerables al miedo a lo diferente».

Sara apagó la grabadora y la colocó sobre la cabeza de la serpiente. Entrecerrando los ojos en dirección al sol brillante, podía ver el grupo principal de delegados cerca del Templo del Hombre Barbado; detrás, la pirámide Kukulcán arrojaba una larga sombra sobre el césped.

—Una mujer con tan notoria compasión debe de tener una mente abierta, ¿verdad?

El pánico le subió por la espalda. Sara se giró y se encontró con el senador Hartmann, que la observaba. Le tomó un largo momento recuperar la compostura.

—Me ha asustado, senador. ¿Dónde está el resto de la comitiva?

Hartmann sonrió a modo de disculpa.

—Siento mucho haberla sobresaltado, señorita Morgenstern. No era mi intención, créame. En cuanto a los otros, le dije a Hiram que tenía un asunto privado que tratar con usted. Es un buen amigo y me ayudó a escapar. —Sonrió levemente, como si algo le pareciera divertido—. No me pude librar de todos. Billy Ray está allá abajo, como un diligente guardaespaldas.

Sara frunció el ceño ante esa sonrisa. Recogió su grabadora y la guardó en el bolso.

—No creo que usted y yo tengamos ningún tipo de «asunto privado», senador. Si me disculpa…

Caminó hacia la entrada del templo. Por un momento pensó que el hombre haría algo para detenerla; se puso tensa, pero él se hizo a un lado educadamente.

—Lo de la compasión iba en serio —comentó justo antes de que ella llegara a las escaleras—. Sé por qué le desagrado. Sé por qué me es tan familiar. Andrea era su hermana.

Las palabras la golpearon como puños. Jadeó del dolor.

—Y también pienso que usted es una persona justa —continuó Hartmann, y cada palabra era otro golpe para ella—. Creo que si al fin supiera la verdad, lo entendería.

Sara dejó salir un grito que era mitad sollozo, incapaz de contenerlo. Posó una mano sobre la piedra fría y áspera y se volvió. La compasión que vio en los ojos de Hartmann la aterrorizó.

—Déjeme en paz, senador.

—Estamos juntos en esto, señorita Morgenstern. No tiene sentido que seamos enemigos cuando no hay razón para ello.

Su voz era amable y persuasiva, tenía un timbre bondadoso. Habría sido más fácil si su tono hubiese sido acusatorio, si hubiera intentado sobornarla o amenazarla. Entonces podría haber respondido al ataque sin problemas, podría haberse regodeado en su furia. No obstante, Hartmann permanecía ahí de pie, sin más, con las manos a los lados, luciendo una tristeza sorprendente. Ella le había imaginado de muchas maneras, pero nunca así.

—¿Cómo…? —empezó, y se dio cuenta de que tenía un nudo en la garganta—. ¿Cómo descubrió lo de Andrea?

—Tras nuestra conversación en la recepción para la prensa, hice que mi asistente Amy revisara su historial. Descubrió que había nacido en Cincinnati y que su apellido era Whitman. Vivía a dos calles de mi casa, en Thornview. Su hermana era mayor que usted, ¿seis o siete años? Se le parece mucho, es justo como ella habría sido si hubiera podido llegar a su edad. —Se llevó las manos a la cara, formando un triángulo con las puntas de los dedos, frotándose las córneas con ambos índices—. No me siento cómodo con las mentiras o la evasión, señorita Morgenstern, no es mi estilo. Tampoco creo que sea el suyo, a decir por los ataques tan directos que me ha dedicado en sus artículos. Sé por qué no nos llevamos bien, y también que es un error por su parte.

—¿Opina que es mi culpa?

—Yo nunca la he atacado a usted por escrito.

—No miento en mis artículos, senador. Son justos. Si tiene algún problema con mi información, hágamelo saber y le daré pruebas que lo confirman todo.

—Señorita Morgenstern —empezó Hartmann, con tono irritado. De repente y de un modo extraño, echó la cabeza para atrás y rió con fuerza—. Por Dios, otra vez —dijo, y suspiró—. En serio, leo sus artículos. No siempre estoy de acuerdo con usted, pero soy el primero en admitir que están bien escritos y documentados. Hasta pienso que podría gustarme la persona que los escribió, si alguna vez tuviéramos la oportunidad de charlar y conocernos. —Sus ojos azul grisáceo se encontraron con los de ella—. Lo que nos separa es el fantasma de su hermana.

Esas últimas palabras le quitaron el aliento. No podía creer lo que había dicho; de manera tan casual, con esa sonrisa inocente, tras todos esos años.

—Usted la mató —dijo en voz baja, y no se dio cuenta de que había emitido las palabras hasta que vio la expresión de asombro en el rostro de Hartmann. Él palideció por un instante. Abrió la boca y luego la cerró por completo. Meneó la cabeza.

—No puede creer eso. La mató Roger Pellman, no hubo duda al respecto. Ese pobre muchacho retrasado… —Hartmann meneó la cabeza—. ¿Cómo expresarlo con tacto…? Salió del bosque desnudo y aullando como si todos los demonios del infierno lo persiguieran, cubierto de sangre, la de Andrea. Admitió haberla matado.

El rostro del senador seguía pálido. El sudor le perlaba la frente y su mirada era huidiza.

—Yo estuve ahí, señorita Morgenstern, maldita sea. Estaba afuera, en el patio delantero de mi casa, cuando Pellman vino corriendo por la calle, balbuceando. Entró de prisa en casa, todos los vecinos lo vieron. Todos oímos gritar a su madre. Entonces vino la policía; primero fueron a casa de los Pellman, después se llevaron a Roger al bosque. Los vi salir cargando el cuerpo envuelto. Mi madre rodeaba con sus brazos a la tuya. Estaba histérica, lloraba. Nos contagió a todos. Estábamos todos llorando, todos los niños, aunque en realidad no entendíamos lo que sucedía. Esposaron a Roger, se lo llevaron…

Sara observó, desconcertada, el rostro torturado de Hartmann y las manos cerradas en puños, a los lados.

—¿Cómo puede decir que yo la maté? —preguntó con voz suave—. ¿No se da cuenta de que yo estaba enamorado de ella, tan enamorado como todo chico de once años que se enamora? Jamás le habría hecho daño a Andrea. Después de todo aquello tuve pesadillas durante meses. Cuando ingresaron a Roger Pellman en el hospital psiquiátrico de Longview me enfurecí, porque quería que lo colgaran por lo que había hecho; quería ser el que activara el maldito interruptor.

«No puede ser». Una insistente negación le rebotaba en el interior de la cabeza. Sin embargo, miró a Hartmann y supo, de alguna manera, que se equivocaba. La duda había empezado a disminuir un poco la intensidad de su odio.

—Succubus —dijo ella, y notó que tenía la garganta seca. Se humedeció los labios—. Usted estaba ahí, y ella tenía el rostro de Andrea.

Hartmann tomó una honda bocanada de aire. Durante unos instantes, dejó de mirar a la mujer y posó la vista en el templo del norte. Sara siguió su mirada y vio que el grupo que viajaba a bordo del Carta Marcada entraba en el edificio. El campo de pelota estaba desierto, en calma.

—Conocía a Succubus —dijo Hartmann al fin, todavía sin mirarla, y ella pudo sentir la emoción que estremecía su voz—. La conocí hacia el final de su carrera pública, y nos seguimos viendo de manera ocasional. En aquel entonces no estaba casado y Succubus… —Se volvió hacia Sara, y ella se sorprendió al ver que sus ojos brillaban, húmedos—. Succubus podía ser cualquiera, como ya sabe. Era la amante ideal de cualquiera. Cuando estaba contigo, era exactamente lo que deseabas.

En ese instante Sara supo lo que le iba a decir y empezó a sacudir la cabeza, en desacuerdo.

—Para mí —continuó Hartmann—, a menudo era Andrea. Tenía razón cuando dijo que ambos estamos obsesionados con ella, ¿sabe? Estamos obsesionados por Andrea y su muerte. Si no hubiera sucedido aquello, podría haber superado mi enamoramiento al cabo de seis meses, como cualquier fantasía adolescente. Pero lo que hizo Roger Pellman la grabó en mi interior. Succubus vagaba por tu mente y usaba lo que encontraba. Dentro de mí encontró a Andrea. Así que cuando me vio durante la revuelta, cuando quiso que la salvara de la violencia de la turba, adoptó el rostro que siempre me había mostrado: el de Andrea.

»Yo no maté a su hermana, señorita Morgenstern. Me declaro culpable de pensar en ella como mi amante en mis fantasías, pero eso es todo. Su hermana era un ideal para mí. Jamás la habría herido, no habría sido capaz».

«No puede ser».

Sara recordó todas las asociaciones extrañas que había recopilado los meses después de ver por primera vez el vídeo de la muerte de Succubus. Pensaba que había escapado de la empalagosa adoración que sus padres le profesaban a Andrea, lo cual había provocado que su hermana asesinada siguiera junto a ella durante toda su vida. El rostro de Succubus hizo añicos todo eso. Aun tras escribir con mano temblorosa el artículo que de forma eventual la haría acreedora del Pulitzer, pensaba que había sido un error, una cruel broma del destino. Pero Hartmann había estado ahí. Siempre supo que el senador era de Ohio. Más tarde descubrió que no sólo era de Cincinnati, sino que había vivido en el vecindario, que había sido compañero de Andrea. Siguió indagando, con un repentino recelo. Una plaga de muertes misteriosas y actos violentos seguían a Hartmann de cerca: en la Facultad de Derecho, como asesor del gobierno en Nueva York, como alcalde, como senador. Nada de ello fue nunca culpa suya; siempre había alguien más, alguien con un motivo y un deseo. Aun así…

Continuó investigando. Descubrió que un Hartmann de cinco años de edad y sus padres habían estado de vacaciones en Nueva York el día en que Jetboy murió y el virus fue liberado en un mundo desprevenido. Estuvieron entre los afortunados: ninguno mostró señales de haber sido infectado. Sin embargo, si el senador fuera un as oculto, «un as bajo la manga», como se suele decirse…

Era todo circunstancial, poco sólido. Su instinto de reportera le gritaba que le hacía falta mayor objetividad a sus emociones. Pero eso no le impedía odiarlo. Siempre estaba esa sensación visceral, la certeza de que él era el responsable; no Roger Pellman, ni los otros que habían sido condenados, sino Hartmann.

Durante los últimos nueve años o más había creído eso.

Sin embargo, ahora ese hombre no parecía peligroso o malvado. Estaba ahí parado, paciente: un rostro simple, una frente alta que amenazaba con desarrollar entradas y sudaba por el sol intenso, un cuerpo suave alrededor de la cintura a causa de tantos años sentándose tras escritorios administrativos. Él permitió que lo observara, la dejó buscar su mirada sin pestañear. Sara se encontró con que no podía imaginarlo matando o lastimando a nadie. Una persona que disfrutara del dolor de la manera en que había imaginado lo reflejaría en algún lado: en su lenguaje corporal, sus ojos, su voz. No había nada de eso en él. Tenía una presencia, sí, un carisma, pero no parecía peligroso.

«¿Te habría dicho lo de Succubus si no le importara? ¿Un asesino se hubiera abierto tanto ante alguien a quien no conocía, ante una periodista hostil? ¿No es cierto que la violencia lo sigue a uno de por vida? Dale algo de crédito».

—Tengo que… pensar en todo esto —dijo ella.

—Eso es todo lo que pido —le respondió con suavidad. Inhaló profundamente y miró las ruinas calcinadas por el sol en torno a ellos—. Supongo que debería regresar con los otros antes de que empiecen a interesarse por nuestra conversación. Por la manera en que Downs me fisgonea, ya habrá iniciado todo tipo de rumores. —Sonrió con tristeza.

Hizo un ademán hacia las escaleras del templo. Sara lo observó, frunciendo el ceño ante los pensamientos contradictorios que remolineaban dentro de ella. En el momento en que el senador pasó junto a ella, él se detuvo.

Le tocó el hombro con la mano.

Fue un contacto suave, cálido, y su rostro estaba cargado de compasión.

—Yo puse el rostro de Andrea en Succubus y siento mucho que le causara sufrimiento. A mí también me ha afectado. —Su mano cayó y su hombro quedó fresco donde la había tocado. Él echó una mirada rápida a las cabezas de serpientes que había a ambos lados—. Pellman asesinó a Andrea. Y nadie más. Sólo soy una persona atrapada por accidente en su historia. Creo que seríamos mejores amigos que enemigos.

Dudó unos instantes, como si esperara una respuesta. Sara miraba en dirección a la pirámide, sin confiar en sí misma lo suficiente como para contestar algo. Todas las emociones conflictivas relacionadas con Andrea brotaron en ella: indignación, la dolorosa pérdida, amargura y mil más. Mantuvo su mirada alejada de Hartmann, pues no quería que él la viera.

Cuando estuvo segura de que se había ido, se sentó con la espalda apoyada contra una columna con forma de serpiente. Con la cabeza sobre las rodillas, dejó salir las lágrimas.

En la parte inferior de los escalones, Gregg miró hacia arriba, hacia el templo. Le llenaba una sombría satisfacción. Hacia el final había sentido cómo el odio de Sara se disipaba como niebla a la luz del sol y dejaba atrás sólo un leve rastro de su presencia. «Lo hice sin ti», le dijo al poder dentro de él. «Su odio te ahuyentó, pero no importa. Ella es Succubus, es Andrea. Voy a hacer que venga a mí. Será mía. No necesito que tú la fuerces hacia mí».

El Titiritero permaneció en silencio.

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