por John J. Miller
«De envidia, odio y mala voluntad, y de toda falta de caridad, líbranos, buen Señor».
«La Letanía», Libro de Oración Común
Sus rudimentarios órganos sexuales eran disfuncionales pero sus monturas lo consideraban masculino, ya que su cuerpo atrofiado y desgastado resultaba más masculino que femenino. Lo que él pensaba de sí mismo era insondable. Nunca hablaba de ello.
No tenía más nombre que el que sus monturas le habían dado, extraído del folclore: Ti Malice; y no le importaba cómo se dirigieran a él mientras lo hicieran con respeto. Le gustaba la oscuridad porque sus ojos débiles eran excesivamente sensibles a la luz. Nunca comía porque no tenía dientes para masticar ni lengua para saborear. Nunca bebía alcohol porque el saco primitivo que tenía por estómago no podía digerirlo. El sexo era algo impensable. No obstante, disfrutaba de alimentos gourmet y vinos añejos, licores caros y todas las variedades posibles de experiencias sexuales. A través de sus monturas.
Y siempre estaba buscando más.
I
Chrysalis vivía en el barrio bajo de Jokertown, donde era dueña de un bar, de manera que estaba acostumbrada a ver escenas de pobreza y miseria. Pero Jokertown era un barrio del país más rico de la tierra, y Bolosse, el distrito de los barrios bajos de Port-au-Prince, la ciudad capital que se extendía en la zona costera de Haití, estaba en uno de los países más pobres.
Desde el exterior el hospital parecía el set de una película de terror de segunda clase sobre un manicomio del siglo dieciocho. La barda de piedra que lo rodeaba se estaba desmoronando, la acera de hormigón que llevaba hasta el hospital se hallaba en ruinas, y el edificio en sí resultaba asqueroso tras tantos años de mierda de pájaro y suciedad acumuladas. El interior era aún peor.
Las paredes lucían diseños abstractos producidos por la humedad y la pintura resquebrajada. Los suelos de madera desnuda crujían de manera amenazante, y Mordecai Jones, el as de doscientos kilos de peso conocido como «Harlem Hammer», pisó una sección que cedió. Habría caído de no ser por un Hiram Worchester en alerta que lo liberó rápidamente de nueve décimas partes de su peso. El olor que se aferraba a los pasillos era indescriptible, pero se apreciaba que el compuesto principal de los diversos hedores era la muerte.
Con todo, lo peor eran los pacientes, en especial los niños, pensó Chrysalis. Yacían sin quejarse sobre unos asquerosos colchones muy modestos que apestaban a sudor, orina y humedad, con el cuerpo atormentado por enfermedades erradicadas tiempo atrás en Estados Unidos y exangüe por la hinchazón provocada por la desnutrición. Veían a los visitantes pasar en tropel junto a ellos, sin mostrar curiosidad ni comprensión, con los ojos cargados de serena desesperanza.
Era mejor ser un joker, aunque odiaba lo que el virus wild card le había hecho a su otrora hermoso cuerpo, pensó.
Chrysalis no pudo soportar durante mucho tiempo ese sufrimiento imposible de aliviar. Se marchó del centro sanitario después de cruzar la primera sala y regresó al convoy que los esperaba. El conductor del jeep al que había sido asignada la miró con curiosidad pero no dijo nada. Tarareó una tonadita alegre mientras esperaban a los otros, cantando de vez en cuando algunas frases desentonadas en criollo haitiano.
La mujer, envuelta en una capa con capucha que le cubría el cuerpo por completo a fin de proteger sus delicadas piel y carne de los rayos abrasadores del sol, observó a un grupo de niños que jugaba al otro lado de la calle del hospital en ruinas. Con el sudor chorreándole en riachuelos cosquilleantes por la espalda, estuvo muy cerca de sentir envidia hacia ellos, por la fresca libertad de su desnudez casi total. Parecían estar pescando algo en las profundidades de las alcantarillas que corrían bajo la calle. A Chrysalis le costó unos instantes darse cuenta de lo que estaban haciendo, y entonces, todo pensamiento de envidia desapareció. Sacaban agua del desagüe y la vertían en ollas y latas maltrechas y oxidadas. A veces se detenían para beber un trago.
Desvió la mirada y se preguntó si unirse al pequeño circo itinerante de Tachyon había sido un error. Cuando Tachyon la hubo invitado le había parecido una buena idea. Después de todo, era una oportunidad para viajar alrededor del mundo a costa del gobierno mientras se codeaba con una variedad de personas importantes e influyentes. No había modo de predecir qué pedacitos de información interesante podría recabar. Había parecido una idea tan buena en aquel momento…
—Vaya, querida, si no lo hubiera visto con mis propios ojos, diría que no tienes el valor suficiente para este tipo de cosas.
Sonrió sin alegría mientras Dorian Wilde se impulsó con esfuerzo hasta caer en el asiento trasero del jeep, junto a ella. No estaba de humor para el famoso ingenio del poeta.
—Lo cierto es que no esperaba este trato —dijo con su cultivado acento británico a medida que el Dr. Tachyon, el senador Hartmann, Hiram Worchester y otros políticos importantes e influyentes, así como los demás ases, salían en tropel hacia las limusinas que los esperaban, mientras Chrysalis, Wilde y los otros jokers notorios tenían que arreglárselas con los todoterrenos sucios y abollados que se encontraban apiñados en la retaguardia de la procesión.
—Debiste haberlo esperado —dijo Wilde. Era un hombre alto cuyos rasgos delicados perdían su atractivo cuando se hinchaba. Llevaba un traje antiguo que necesitaba con urgencia que lo lavaran y lo plancharan, y suficiente gel de baño con aroma floral como para que Chrysalis agradeciera ir en un vehículo abierto. Gesticulaba con la mano izquierda mientras hablaba, con languidez, manteniendo la derecha en el bolsillo de la chaqueta—. Los jokers son, al fin y al cabo, los negros del mundo. —Frunció los labios y dirigió una mirada al conductor, quien, como el noventa y cinco por ciento de la población de Haití, era negro—. Una declaración no exenta de ironía en esta isla.
La mujer se sujetó en el respaldo del asiento del conductor cuando el vehículo salió rebotando de la cuneta, siguiendo a la procesión que se alejaba del hospital. El aire contra el rostro de Chrysalis, escondido en las profundidades de los pliegues de la capucha, era fresco pero el resto del cuerpo estaba empapado en sudor. Durante toda la hora que le tomó al convoy moverse por las calles estrechas y sinuosas de Port-au-Prince, fantaseó con unos cuantos litros de algún refrigerio y un baño fresco y relajante. Cuando al fin llegaron al hotel Royal Haitian, bajó a la calle casi antes de que el automóvil se detuviera, ansiosa por la frescura del vestíbulo del hotel, y al instante la atrapó un mar de rostros suplicantes, todos balbuceando en criollo haitiano. No entendía lo que le decían los mendigos pero no tenía que hablar su idioma para comprender la necesidad y la desesperación visibles en sus ojos, en su ropa hecha jirones y en sus cuerpos frágiles y macilentos.
La aglomeración de indigentes implorantes la inmovilizó contra un lado del jeep y, ante el torrente instantáneo de piedad que había sentido por la evidente necesidad de aquellas personas, quedó sumergida en el miedo, avivado por las voces implorantes y las docenas de brazos delgados como palillos extendidos hacia ella.
Antes de que la mujer pudiera decir o hacer nada, el conductor metió la mano bajo el salpicadero del vehículo y tomó una vara de madera larga y fina que parecía un palo de escoba roto; se levantó y empezó a descargar golpes contra los mendigos, gritando frases rápidas y duras en criollo.
Chrysalis oyó y vio cómo el flaco brazo de un niño pequeño se rompía al primer golpe. El segundo le abrió el cuero cabelludo a un viejo y el tercero falló cuando la víctima a quien iba dirigido se las arregló para esquivarlo.
El conductor preparó el arma para atacar de nuevo. Chrysalis, cuya cautelosa reserva habitual quedó derrotada por una súbita indignación, se volvió hacia él y gritó:
—¡Alto! ¡Deténgase! —Y con aquel movimiento repentino, la capucha se le apartó del rostro y reveló sus rasgos por primera vez; en otras palabras, reveló qué tipo de rasgos tenía.
Su piel y su carne eran tan transparentes como el cristal soplado de la mejor calidad, sin defectos ni burbujas. Aparte de los músculos adheridos al cráneo y a la mandíbula, sólo la carne de los labios era visible. Tenía una especie de cojines color rojo oscuro sobre el reluciente espacio del cráneo. Los ojos, suspendidos en las profundidades de unas órbitas desnudas, eran tan azules como fragmentos del cielo.
El conductor la miró boquiabierto. Los pordioseros, cuya continua insistencia se había convertido en gemidos de dolor, se callaron a un mismo tiempo, como si un pulpo invisible les hubiera golpeado de forma simultánea con un tentáculo en la boca a cada uno. El silencio se prolongó durante media docena de latidos y entonces uno de ellos susurró un nombre con una voz suave y reverente.
—Madame Brigitte.
El nombre corrió entre los indigentes como una invocación susurrada, hasta que incluso aquellos que se habían aglomerado en torno a los otros vehículos del convoy estiraban el cuello para echarle un vistazo. Se subió de nuevo en el jeep; le asustaban las miradas concentradas de los mendigos: una mezcla de miedo, veneración y asombro. El cuadro se mantuvo durante varios momentos hasta que el conductor espetó una frase dura e hizo un gesto con la vara. La multitud se dispersó de inmediato, pero no sin que algunos de los mendicantes le lanzaran una última mirada de respeto mezclado con terror.
Chrysalis se volvió hacia el conductor. Era un negro alto y delgado que llevaba un traje azul de tela burda que no le sentaba bien y una camisa con el cuello abierto. Él la miró a su vez con resentimiento, pero ella en realidad no podía leer su expresión debido a las gafas oscuras que llevaba.
—¿Habla inglés? —le preguntó.
—Oui. Un poco. —Chrysalis pudo percibir cómo asomaba el temor en su voz, y se preguntó qué lo había provocado.
—¿Por qué les ha pegado?
Se encogió de hombros y dijo:
—Esos mendigos son campesinos, basura del campo. Vienen a Port-au-Prince a mendigar la generosidad de gente como usted. Les dije que se fueran.
—Habla fuerte, carga un buen palo y listo —dijo Wilde sardónicamente desde su asiento en la parte trasera del vehículo.
La mujer lo fulminó con la mirada:
—Has sido de gran ayuda.
Bostezó:
—Tengo el hábito de no pelearme nunca en la calle. Es tan vulgar…
Chrysalis resopló y se volvió de nuevo hacia el conductor. Le preguntó:
—¿Quién es Madame Brigitte?
El hombre se encogió de hombros de un modo bastante francés, ilustrando una vez más los lazos culturales que Haití mantenía con el país del cual se había independizado hacía casi doscientos años.
—Es una loa, la esposa del Barón Samedi.
—¿Barón Samedi?
—Es una de las loas más poderosas. Él es el señor y guardián del cementerio, el guardián de las encrucijadas.
—¿Qué es una loa?
El haitiano frunció el ceño y se encogió de hombros casi con rabia.
—Una loa es un espíritu, una parte de Dios, muy poderosa y divina.
—¿Y yo me parezco a esa tal Madame Brigitte?
No dijo nada pero siguió mirándola fijamente desde detrás de sus lentes oscuras y, a pesar del calor tropical de la tarde, la joker sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Se sintió desnuda, pese a la voluminosa capa que llevaba encima. No se trataba de una desnudez física; de hecho, estaba acostumbrada a andar medio desnuda en público, como un obsceno gesto privado hacia el mundo, asegurándose de que todos vieran lo que estaba obligada a ver cada vez que se miraba en un espejo. Lo que sentía era una desnudez espiritual, como si alguien que la estuviera observando intentara descubrir quién era, adivinar los valiosos secretos que constituían las únicas máscaras que tenía. Le surgió la necesidad desesperada de alejarse de todos los ojos puestos en ella pero no se permitió huir. Requirió todo su valor, todo el aplomo que pudo reunir, pero se las arregló para caminar hasta el vestíbulo del hotel con pasos precisos y mesurados.
El interior era fresco y oscuro. Chrysalis se dejó caer contra una silla de respaldo alto que parecía como si hubiera sido fabricada en algún momento del siglo pasado y la hubieran desempolvado en algún punto de la última década. Inhaló profundamente a fin de relajarse y dejó salir el aire poco a poco.
—¿Qué ha ocurrido allí fuera?
Echó la vista sobre el hombro y se encontró con la mirada preocupada de Peregrine. La mujer alada había ido en una de las limusinas que se hallaban al frente del desfile pero resultaba obvio que había visto los sucesos que se habían producido alrededor del jeep de Chrysalis. Las hermosas alas con plumas satinadas del as no hacían más que agregar un toque de exotismo a su flexible y bronceada sensualidad. «Debería ser fácil sentir desapego hacia ella», pensó Chrysalis. Su aflicción le había traído fama, notoriedad, y hasta su propio programa televisivo. Pero su preocupación y su inquietud parecían genuinas y Chrysalis sentía la necesidad de tener compañía comprensiva.
Sin embargo, no podía explicarle a Peregrine algo que apenas ella misma entendía. Se encogió de hombros.
—Nada. —Miró alrededor del vestíbulo, cada vez más lleno con el personal del tour—. Me sentarían bien un poco de silencio y tranquilidad. Y una bebida.
—A mí también —anunció una voz masculina antes de que Peregrine pudiera decir algo—. Busquemos el bar y te contaré algunas de las realidades de la vida haitiana.
Ambas mujeres se volvieron para ver al hombre que había hablado: medía cerca de dos metros de alto y era de complexión robusta; llevaba un traje de lino blanco, apropiado para el trópico, inmaculadamente limpio pero visiblemente arrugado. Había algo inusual en su rostro, pues los rasgos no combinaban muy bien: la barbilla era demasiado larga, la nariz demasiado ancha. Los ojos no estaban alineados y eran demasiado brillantes. Chrysalis lo conocía sólo por su reputación. Era un as del Departamento de Justicia, parte del contingente de seguridad que Washington había asignado al viaje de Tachyon. Se llamaba Billy Ray. Algún gracioso del departamento le había endilgado el apodo de «Carnifex». A él le gustaba. Era un auténtico tipo duro.
—¿A qué te refieres? —preguntó Chrysalis.
Ray echó un vistazo por el vestíbulo y arqueó los labios:
—Vayamos al bar a discutir algunas cosas. En privado.
Chrysalis le dirigió una mirada a Peregrine, quien leyó la súplica en sus ojos.
—¿Os molesta si me apunto? —preguntó.
—Ey, claro que no. —Ray admiró con franqueza su figura ágil y bronceada y el vestido veraniego a rayas blancas y negras que la resaltaba. Se humedeció los labios mientras ellas intercambiaban miradas incrédulas.
El bar cafetería del hotel estaba teniendo una tarde floja. Encontraron una mesa desocupada rodeada por otras mesas vacías y les tomó nota un camarero con uniforme rojo que no podía decidir a quién mirar, si a Peregrine o a Chrysalis. Se sentaron en silencio hasta que el empleado regresó con las bebidas y Chrysalis se bebió de golpe la copita de amaretto que le trajeron.
—Todos los folletos de viajes decían que Haití era considerado un maldito paraíso tropical —dijo en un tono desencantado.
—Yo te llevaré al paraíso, nena —dijo Ray.
Chrysalis disfrutaba con que los hombres le prestaran atención, a veces demasiado. A veces tomaba las decisiones equivocadas en sus relaciones, lo sabía. Incluso Brennan (Yeoman, se recordó a sí misma, Yeoman; no debía mencionar su nombre real) se había convertido en su amante porque ella se le había arrojado encima. Lo que le gustaba era la sensación de poder, o eso creía, el control que tenía cuando hacía que los hombres la obedecieran. Pero, con su costumbre de autoescrutinio implacable, reconocía que lograr que le hicieran el amor a su cuerpo también era… una manera de castigar a un mundo que mostraba repulsión hacia ella. Pero Brennan («Yeoman, maldita sea») nunca había sentido repulsión alguna; nunca le había hecho apagar las luces antes de besarla y siempre le había hecho el amor con los ojos abiertos, observando el latido de su corazón, el movimiento de fuelle de sus pulmones, la manera con la que retenía el aliento detrás de los dientes apretados con fuerza…
El pie de Ray se movió bajo la mesa y tocó los suyos, trayéndola de vuelta de sus recuerdos, de aquello que se había terminado. Ella le dirigió una sonrisa perezosa, unos dientes relucientes en un cráneo reluciente. Había algo inquietante en él. Hablaba muy alto, sonreía demasiado y alguna parte de él, ya fueran sus manos, sus pies o su boca, estaba siempre en movimiento. Se había ganado una reputación de violento. No es que ella tuviera nada en contra de la violencia…, siempre y cuando no estuviera dirigida en su contra. Por el amor de Dios, había perdido la cuenta de todos los hombres a los que Yeoman les había dado su merecido desde que llegó a la ciudad. Lo paradójico era que Brennan no era un hombre violento. Ray, de acuerdo con su fama, tenía el hábito de causar estragos sin ton ni son. Comparado con Brennan, era un egocéntrico aburrido. Se preguntó si seguiría comparando a todos los hombres que conocía con su arquero, y sintió un arrebato de disgusto y remordimiento.
—Dudo que poseas la habilidad de transportarme al cuchitril más deprimente de la zona más pobre de Jokertown, querido, mucho menos al paraíso.
Peregrine reprimió una sonrisa nerviosa y miró hacia otro lado. Chrysalis sintió cómo se retiraba el pie de Billy mientas le dedicaba una mirada dura y peligrosa. Estaba a punto de decir algo cruel cuando el Dr. Tachyon se dejó caer en la silla vacía junto a Peregrine. La mirada que el agente le lanzó a la joker anunciaba que no olvidaría aquel comentario.
—Querida. —Tachyon se inclinó sobre la mano de Peregrine, la besó, y saludó con la cabeza a los demás. Era por todos sabido que le atraía la glamurosa mujer voladora; «vaya, como a la mayoría de los hombres», reflexionó Chrysalis. El doctor, sin embargo, era lo suficientemente seguro de sí mismo para insistir en su tentativa, y lo suficientemente terco para no rendirse, aun tras los numerosos rechazos amables por parte de ella.
—¿Qué tal la reunión con el Dr. Tessier? —preguntó Peregrine, liberando con delicadeza su mano de la de Tachyon, pues él no mostraba la menor intención de hacerlo.
Chrysalis no pudo distinguir si el alienígena frunció el ceño porque lo decepcionaba la persistente frialdad de Peregrine o porque recordaba su visita al hospital haitiano:
—Terrible —murmuró—, simplemente terrible. —Llamó la atención del camarero y le hizo un gesto para que se acercara—. Tráigame algo fresco, muy cargado de ron. —Recorrió la mesa con la mirada—. ¿Alguien más quiere pedir?
Chrysalis chocó una uña esmaltada en rojo —que parecía un pétalo de rosa flotando sobre sus huesos— contra su copa vacía.
—Por supuesto. Y más… ehm…
—Amaretto.
—Amaretto para la señorita.
El camarero avanzó furtivamente hacia Chrysalis y le retiró la copa sin establecer contacto visual. Ella notaba su miedo. Hasta cierto punto era gracioso que alguien pudiera temerle, pero eso también la enfadaba, casi tanto como la culpabilidad que asomaba en los ojos de Tachyon.
Este último se pasó los dedos en un gesto dramático por el largo cabello, rojo y rizado.
—No había una gran incidencia de virus wild card, por lo que pude ver. —Guardó silencio y suspiró de manera entrecortada—. Y el mismo Tessier no estaba muy preocupado al respecto. Pero todo lo demás…, por el Ideal, todo lo demás…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Peregrine.
—Tú estuviste ahí. Ese hospital estaba tan lleno como un bar de Jokertown un sábado por la noche, y casi igual de higiénico. Los pacientes con tifus estaban hacinados con enfermos de tuberculosis, de elefantiasis, de sida, y con pacientes que sufrían de medio centenar de otras enfermedades que han sido erradicadas en el resto del mundo civilizado. Mientras mantenía una conversación privada con el administrador del centro, la electricidad se fue dos veces. Intenté llamar al hotel pero los teléfonos no funcionaban. El Dr. Tessier me dijo que andaban escasos de sangre, antibióticos, analgésicos y, básicamente, de todas las medicinas. Por fortuna, él y muchos de los otros médicos son maestros en el uso de las propiedades medicinales de la flora haitiana nativa. Tessier me ha enseñado un par de cosas que ha conseguido al destilar ciertas hierbas comunes y cosas por el estilo, algo extraordinario. De hecho, deberían escribir un artículo sobre las drogas que han elaborado. Algunos de sus descubrimientos podrían atraer la atención generalizada del mundo exterior. No obstante, a pesar de todos sus esfuerzos y su dedicación, están perdiendo la batalla.
El camarero trajo la bebida de Tachyon en un alto vaso delgado, decorado con rebanadas de fruta fresca y una sombrilla de papel. El alienígena tiró la fruta y la sombrilla de papel y se tomó la mitad de la bebida de un solo trago:
—Nunca he visto tanta miseria y sufrimiento.
—Bienvenido al tercer mundo —dijo Ray.
—¡Y que lo digas! —Tachyon terminó su bebida y miró fijamente a Chrysalis con sus ojos color lila—. Y ahora contadme, ¿qué fue ese alboroto delante del hotel?
La mujer joker se encogió de hombros:
—El conductor golpeó a unos mendigos con un palo.
—Un cocomacaques.
—¿Disculpe? —dijo Tachyon, volviéndose hacia Ray.
—Se le conoce como cocomacaques. Es un bastón, pulido con aceite. Tan duro como una barra de hierro. Una arma muy desagradable. —En la voz de Ray había aprobación—. Los Tonton Macoute las usan.
—¿Qué? —preguntaron tres voces al unísono.
Ray esbozó una sonrisa de conocimiento superior:
—Tonton Macoute. Así los llaman los campesinos. Básicamente significa «el coco». Oficialmente se les llama el VSN, los «Volontaires de la Sécurité Nationale». —El acento de Ray era atroz—. Son la policía secreta de Duvalier, encabezados por un hombre llamado Charlemagne Calixte. Negro como una mina de carbón a la medianoche y feo como el pecado. Alguien trató de envenenarlo hace tiempo. Sobrevivió, pero el veneno le marcó el rostro de manera horrible. Él es la única razón de que Baby Doc todavía conserve el poder.
—¿Duvalier ordena a su policía secreta que se infiltre entre nuestros chóferes? —preguntó Tachyon, asombrado—. ¿Para qué?
Ray lo miró como si fuera un niño.
—Para vigilarnos. Nos vigilan a todos, es su trabajo. —Lanzó una risotada repentina, que más bien pareció un ladrido—. Es fácil distinguirlos: todos llevan lentes oscuras y usan trajes azules. Es como un sello distintivo del puesto. Allí hay uno.
Señaló hacia la esquina opuesta del bar. El Tonton Macoute estaba sentado solo en una mesa vacía, con una botella de ron y un vaso medio lleno frente a él. Aunque las luces que iluminaban el bar eran tenues, llevaba las gafas de sol puestas, y su traje azul estaba tan descuidado como el de Dorian Wilde.
—Yo me encargo de esto —dijo Tachyon, con la voz cargada de indignación. Iba a ponerse de pie pero se reacomodo en su silla cuando un hombre corpulento y con el ceño fruncido entró y se dirigió directamente hacia su mesa.
—Es él —susurró Ray—. Charlemagne Calixte.
No era necesario que se lo dijeran. Calixte era un negro de piel oscura, más grande y más ancho que la mayoría de los haitianos que Chrysalis había visto hasta entonces, y también más feo. Tenía el cabello corto y excesivamente crespo salpicado de blanco, unos ojos que permanecían ocultos tras las lentes y un tejido cicatricial reseco que se le extendía por el lado derecho del rostro. Su porte y estilo irradiaban poder, confianza en sí mismo y eficiencia inmisericorde.
—Bon jour. —Hizo una pequeña y precisa reverencia. Su voz tenía un tono áspero, profundo y terrible, como si el veneno que le había carcomido un lado de la cara también le hubiera afectado la lengua y el paladar.
—Bon jour —respondió Tachyon en nombre de todos, inclinándose un milímetro exacto menos de lo que se había inclinado Calixte.
—Mi nombre es Charlemagne Calixte —dijo con voz grave, apenas más audible que un susurro—. El presidente vitalicio Duvalier me ha encargado que vele por su seguridad mientras visitan nuestra isla.
—Acompáñenos —le ofreció Tachyon, señalando la última silla vacía.
Calixte meneó la cabeza con la misma precisión con que hizo la reverencia.
—Me temo, mesié Tachyon, que no me es posible. Tengo una reunión importante esta tarde. Sólo me he detenido para asegurarme de que todo estuviera bien después del desafortunado incidente frente al hotel. —Fijó la mirada en Chrysalis cuando dijo aquello último.
—Todo está bien —le aseguró Tachyon antes de que la joker pudiera hablar—. Lo que quisiera saber, no obstante, es por qué razón los Tomtom…
—Tonton —dijo Ray.
Tachyon le dirigió una mirada dura.
—Por supuesto; los Tonton o como se llamen, en otras palabras: sus hombres, nos están vigilando.
Calixte le miró con educada extrañeza.
—¿Por qué? Por su seguridad, para protegerlos precisamente del tipo del suceso de esta misma tarde.
—¿Protegerme? No me estaban protegiendo —repuso Chrysalis—. Estaban golpeando a los mendicantes.
Calixte la miró fijamente.
—Puede que parecieran mendigos, pero han acudido muchos tipos indeseables a la ciudad. —Miró alrededor de la habitación casi vacía y emitió un susurro áspero, apenas perceptible—. Sujetos comunistas, ¿sabe? Están descontentos con el régimen del presidente vitalicio Duvalier y han amenazado con derrocar al gobierno. No hay duda de que estos «mendigos» eran agitadores comunistas que trataban de provocar un incidente.
Chrysalis permaneció en silencio, se dio cuenta de que nada de lo que pudiera decir marcaría ninguna diferencia. A Tachyon también se le veía descontento, pero decidió no insistir en el tema por el momento. Después de todo, permanecerían sólo un día más en Haití antes de viajar a la República Dominicana, al otro lado de la isla.
—Además —dijo Calixte con una sonrisa tan desagradable como su cicatriz—, es mi deber informarles que la cena de esta noche en el Palacio Nacional será un evento formal.
—¿Y después de la cena? —dijo Ray midiendo abiertamente a Calixte con su mirada franca.
—¿Disculpe?
—¿Hay algo planeado para después de la cena?
—Por supuesto que sí. Se han organizado varias actividades recreativas. Pueden comprar productos artesanales locales en el Marché de Fer —el Mercado de Hierro—; el Musée National permanecerá abierto hasta tarde para aquellos que deseen explorar nuestro patrimonio cultural. ¿Saben?, tenemos en exhibición el ancla de la Santa María, la cual encalló en nuestras costas durante la primera expedición de Colón al Nuevo Mundo. También se han planeado funciones de gala, claro, en varios de nuestros clubes nocturnos de fama mundial. Y para aquellos interesados en algunas de las tradiciones locales más exóticas, hay organizado un viaje a un hounfour.
—¿Hounfour? —preguntó Peregrine.
—Oui. Un templo. Una iglesia. Una iglesia vudú.
—Suena interesante —dijo Chrysalis.
—Suena más interesante que mirar anclas —dijo Ray con desenfado.
Calixte sonrió, sin que el buen humor llegara más allá de sus labios.
—Como usted desee, mesié. Ahora debo irme.
—¿Y qué pasará con estos policías? —preguntó Tachyon.
—Continuarán protegiéndolos —contestó Calixte con desprecio, y se marchó.
—No hay de qué preocuparse, al menos mientras yo esté aquí —dijo Ray. Adoptó una pose heroica con toda la intención y le dirigió una mirada a Peregrine, quien bajó la suya, hacia su bebida.
Chrysalis deseó sentirse tan segura como Ray. Había algo inquietante en el Tonton Macoute sentado en la esquina del bar, mirándolos desde detrás de esas gafas oscuras con la paciencia imperturbable de una serpiente; algo malévolo. La mujer joker no creía que estuviera ahí para protegerlos, ni por un solo y solitario segundo.
A Ti Malice le gustaban sobre todo las sensaciones asociadas con el sexo. Cuando estaba de humor para una impresión de ese tipo, solía montar a una hembra, ya que las hembras en general y aquellas expertas en el autoerotismo en especial podían mantener un estado de placer durante mucho más tiempo que sus contrapartes masculinas. En las sensaciones sexuales había matices y tonalidades, claro, algunos tan sutiles como la seda frotando un pezón sensible, algunos tan evidentes como un orgasmo explosivo arrancado de un hombre al que se estrangula, y sus monturas eran expertas en diferentes prácticas.
Esa tarde no estaba de humor para nada particularmente exótico, así que se adhirió a una joven que tenía un sentido táctil especialmente sensible, el cual estaba disfrutando él mismo cuando una de sus monturas vino a entregarle su informe.
—Estarán todos en la cena de esta noche. Luego el grupo se dividirá para asistir a distintas actividades recreativas. No debería de ser difícil conseguir a uno de ellos. O a más de uno.
Comprendió el parte de su montura bastante bien. Al fin y al cabo, era el mundo de ellas, no el suyo, y había tenido que adaptarse a algunas cosas, como aprender a asociar significados con los sonidos que brotaban de sus labios. No podía responder de manera verbal, por supuesto, aun cuando deseara hacerlo. En primer lugar, boca, lengua y paladar no estaban diseñados para ello y, en segundo lugar, su boca estaba —y siempre debía estar— sujeta a un lado del cuello de su montura, con el tubo delgado y hueco de su lengua clavado en la arteria carótida de la hembra.
Pero conocía bien a sus monturas y podía leer sus necesidades con facilidad. La montura masculina que trajo el informe, por ejemplo, tenía dos. Sus ojos permanecieron fijos en la flexible desnudez de la hembra mientras se estimulaba a sí mismo, pero también tenía la necesidad de un beso suyo.
Agitó una mano pálida y delgada y la montura informadora se aproximó hacia delante con entusiasmo, dejando caer sus pantalones y acomodándose sobre la mujer. La hembra dejó escapar un gruñido explosivo cuando la penetró.
Ti Malice hizo brotar un chorro de saliva por la lengua hasta la arteria carótida de su montura, para sellar la fisura en ella y, después, como un mono frágil y pálido, trepó con cuidado a la espalda del macho, lo sujetó por los hombros, y clavó la lengua justo por debajo de la masa de tejido cicatricial a un lado de su cuello.
El macho gruñó con algo más que el simple placer sexual cuando hundió su lengua en él, desviando algo de la sangre de la montura hacia su propio cuerpo a fin de obtener el oxígeno y los nutrientes que necesitaba para subsistir. Montó la espalda del hombre mientras éste montaba a la mujer, y los tres permanecieron encadenados en un placer indescriptible.
Y cuando la carótida de la montura femenina reventó de manera inesperada, como a veces sucedía, lanzando sobre los tres chorros palpitantes de brillante, cálida y pegajosa sangre, ellos continuaron. Fue una experiencia muy emocionante y placentera. Cuando se acabó, cayó en la cuenta de que extrañaría a la montura femenina —tenía la piel con la sensibilidad más increíble que hubiese conocido— pero su sensación de pérdida disminuyó debido a la anticipación…
La anticipación de nuevas monturas, y las extraordinarias habilidades que tendrían.
II
El Palacio Nacional dominaba el extremo norte de una gran plaza abierta, hacia el centro de Port-au-Prince. El arquitecto había plagiado el diseño del edificio del Capitolio de Washington D. C., dándole el mismo pórtico de columnas, la larga fachada blanca y el domo central. Frente a la fachada, en el extremo sur de la plaza, había lo que parecían barracas militares (y, de hecho, lo eran).
El interior del Palacio mostraba un marcado contraste con todo lo demás que Chrysalis había visto en Haití. La única palabra para describirlo era «opulento». Las alfombras eran ostentosas, el mobiliario y las curiosidades a lo largo del pasillo por el que fueron escoltados por guardias con recargados uniformes eran en su totalidad antigüedades auténticas, y los candelabros que colgaban de los altos techos abovedados eran del más fino cristal cortado.
El presidente vitalicio Jean-Claude Duvalier y su esposa, madame Michele Duvalier, los esperaban en una línea de recepción junto a otros dignatarios y funcionarios haitianos. Baby Doc Duvalier, que había heredado Haití en 1971 —cuando murió su padre, Francois «Papa Doc» Duvalier—, parecía un niño obeso al que el esmoquin le había quedado pequeño, sumamente ajustado. Chrysalis pensó que parecía más petulante que inteligente, más codicioso que astuto. Era difícil imaginar cómo se las arreglaba para permanecer en el poder en un país que era obvio que se encontraba al borde de la ruina total.
Tachyon, que vestía un absurdo esmoquin de terciopelo color durazno, estaba de pie a la derecha de Duvalier y le presentaba a los distintos miembros del grupo. Cuando llegó el turno de Chrysalis, Baby Doc le tomó la mano y la miró fijamente, con la fascinación de un niño con un juguete nuevo. Le susurró una frase muy cortés en francés y siguió clavándole la mirada cuando ella continuó saludando a lo largo de la línea.
Michele Duvalier estaba de pie junto a él. Tenía el aspecto cultivado y frágil de una modelo de alta costura. Era alta y delgada y de piel muy clara. Su maquillaje era impecable, su vestido con el hombro descubierto era la más reciente creación de un famoso diseñador, y llevaba muchas joyas costosas y llamativas en orejas, garganta y muñecas. La joker admiró el lujo con que vestía, aunque no el gusto.
La esposa del presidente retrocedió un poco cuando Chrysalis se aproximó, y asintió con un frío y preciso milímetro, sin ofrecerle la mano. Chrysalis esbozó una breve reverencia y siguió avanzando, al tiempo que pensaba: «Perra».
Calixte, haciendo gala del alto estatus del que gozaba en el régimen de Duvalier, era el siguiente. El hombre no le dijo una sola palabra e ignoró su presencia, pero ella sintió cómo le clavaba la mirada durante todo el camino hasta el final de la línea. Era una sensación de lo más perturbadora y, tal y como comprendió, una muestra más del carisma de Calixte y el poder que ejercía. Se preguntó por qué razón permitía que Duvalier se mantuviera como figura decorativa.
El resto de la línea de recepción fue una confusión borrosa de rostros y apretones de mano. Terminó en la entrada que llevaba al cavernoso comedor. Los manteles en la larga mesa de madera eran de lino, los cubiertos de plata, los centros de mesa fragantes ramilletes de rosas y orquídeas. Cuando la escoltaron a su sitio, Chrysalis se encontró con que ella y los otros jokers, Xavier Desmond, el padre Calamar, Troll y Dorian Wilde, estaban confinados al final de la mesa. Corrió la voz de que madame Duvalier los había sentado tan lejos de ella como le era posible, para que su visión no le arruinara el apetito.
Sin embargo, mientras servían el vino para acompañar el plato de pescado («pwason rouj», como lo llamó el camarero: pargo colorado servido con judías verdes y patatas fritas), Dorian Wilde se puso en pie y recitó una oda extemporánea y con exageración calculada en alabanza de madame Duvalier, al mismo tiempo que gesticulaba con la espasmódica, serpenteante y húmeda masa de tentáculos que tenía por mano derecha. La señora Duvalier se volvió de un tono verde apenas menos bilioso que el exudado que goteaba de los rizos de Wilde, y se le vio comer muy poco de los siguientes platos. Gregg Hartmann, sentado cerca de los Duvalier junto con los otros VIP, envió al dóberman que tenía de mascota, Billy Ray, a escoltar a Wilde de regreso a su asiento, y la cena continuó de modo más apagado, menos interesante.
Mientras se servía el último de los licores de sobremesa y el encuentro se empezaba a dividir en pequeños grupos de conversación, Downs se aproximó a Chrysalis y le plantó la cámara en la cara.
—¿Qué tal una sonrisa, Chrysalis? ¿O debería decir Debra-Jo? Tal vez le gustaría explicarles a mis lectores por qué una nativa de Tulsa, Oklahoma, habla con acento británico.
La joker esbozó una frágil sonrisa, con el rostro ocultando la sorpresa y la ira que sentía. ¡Ese hombre sabía quién era! Había espiado su pasado, había descubierto su más profundo y más vital secreto. ¿Cómo lo hizo? Y ¿qué más sabía? Miró alrededor pero parecía que nadie más les estaba prestando atención. Billy Ray y Asta Lenser, la bailarina as llamada Fantasy, eran los que estaban más cerca pero estaban absortos en su propia y pequeña confrontación. Billy tenía una mano en su delgado costado y la estaba atrayendo hacia él. Ella le mostraba una sonrisa lenta y enigmática. Chrysalis se giró de nuevo hacia Digger; de algún modo, logró evitar que la irritación que sentía se notara en su voz.
—No tengo idea de qué me habla.
Digger sonrió. Era un hombre arrugado y cetrino. La mujer había tratado con él en el pasado y sabía que era un fisgón empedernido que no dejaría pasar una historia, en especial si podía provocar el chismorreo sensacionalista.
—Vamos, vamos, señorita Jory. Está todo escrito en blanco y negro en su solicitud de pasaporte.
Podría haber suspirado con alivio pero, en vez de eso, mantuvo su expresión hostil e impasible. La solicitud incluía su verdadero nombre pero, si eso era todo lo que Digger había investigado, estaba a salvo. Unos rápidos y venenosos pensamientos acerca de su familia le cruzaron la mente. De niña había sido la consentida, con un largo cabello rubio y una joven sonrisa ingenua. Nada era demasiado bueno para ella. Ponis, muñecas, malabares con bastones, clases de piano y de baile; su padre le había dado todo aquello con el dinero procedente del petróleo de Oklahoma. Su madre la había paseado por todas partes: asistió a recitales, a reuniones en la iglesia y a tomar el té con la alta sociedad. No obstante, cuando el virus la atacó en la pubertad y volvió invisibles su piel y su carne, convirtiéndola en una abominación ambulante, la encerraron en una ala de la casa del rancho, por su propio bien, por supuesto, y le quitaron sus ponis, sus compañeros de juego y todo contacto con el mundo exterior. Durante siete años estuvo enclaustrada, siete años…
Chrysalis bloqueó todos los recuerdos repletos de odio que le asaltaron. Se dio cuenta de que todavía se hallaba en un terreno delicado con Digger. Tenía que concentrarse completamente en él y olvidar a su familia, a la que había robado y de la cual había huido.
—Esa información es confidencial —le dijo a Digger con frialdad.
Él rió en voz alta.
—Eso resulta muy gracioso, viniendo de usted —dijo, y de súbito se puso serio al percibir su mirada de furia incontenible—. Aunque, claro, es posible que la verdadera historia de tu auténtico pasado no sea de gran interés para mis lectores. —Puso una expresión conciliatoria en su rostro pálido—. Sé que sabe todo lo que sucede en Jokertown. Quizá sepa algo interesante acerca de él.
Digger señaló con la barbilla y dejó que sus ojos parpadearan en dirección al senador Hartmann.
—¿Qué quiere saber sobre él? —Hartmann era un político poderoso e influyente al que le importaban mucho los derechos de los jokers. Era uno de los pocos políticos a quienes Chrysalis daba apoyo financiero porque le gustaban sus principios, y no porque necesitara untarle la mano.
—Vayamos a algún lugar a hablar de ello en privado.
Digger, por supuesto, se mostraba reticente a hablar del senador en público. Intrigada, Chrysalis miró el antiguo reloj de broche que llevaba sujeto en la parte superior del corpiño del vestido.
—Tengo que irme en diez minutos. —Sonrió como una calavera de Halloween—. Voy a asistir a una ceremonia vudú. Quizá, si quiere acompañarme, encontremos el tiempo para hablar de estas cosas y llegar a un acuerdo mutuo acerca del interés periodístico que representan mis antecedentes.
Digger sonrió.
—Me parece bien. Una ceremonia vudú, ¿eh? ¿Van a clavar alfileres en muñecas y cosas así? ¿Harán algún tipo de sacrificio, tal vez?
La mujer se encogió de hombros.
—No lo sé, nunca he asistido a una.
—¿Cree que les molestará que tome fotos?
Chrysalis le ofreció una sonrisa insípida, deseando estar en un terreno conocido, deseando tener algo que usar en contra de aquel cotilla profesional y preguntándose, en el fondo, qué interés tenía en Gregg Hartmann.
En un arrebato de sentimentalismo, esa noche Ti Malice eligió a una de sus viejas monturas, un macho con un cuerpo casi tan frágil y marchito como el suyo, para ser su corcel. Aunque su carne era vieja, el cerebro encerrado en ella todavía era agudo, y más tenaz que cualquier otro que Ti Malice hubiera encontrado nunca. De hecho, decía mucho de la propia voluntad indomable de Ti Malice que fuera capaz de controlar al viejo y terco corcel. La esgrima mental que acompañaba el montarlo era una experiencia de lo más placentera.
Eligió la mazmorra como punto de reunión. Era una habitación tranquila y cómoda, llena de visiones, olores y recuerdos gratos. La iluminación era tenue, el aire frío y húmedo. Sus herramientas favoritas, junto con los restos de sus últimos compañeros de experiencias, estaban esparcidas en un desorden agradable. Hizo que la montura recogiera un cuchillo para desollar incrustado de sangre y lo probara en su palma callosa, mientras él se dejaba llevar por reminiscencias deleitosas hasta que un bramido nasal, afuera, en el corredor, anunció la proximidad de Taureau.
Taureau-trois-graines, como había llamado a su montura, era un enorme macho con un cuerpo cubierto de bloques de músculo. Tenía una barba larga y tupida y unos mechones de pelo negro y grueso que le asomaban por las rasgaduras de la camisa de trabajo descolorida por el sol. Usaba pantalones de mezclilla desgastados y deshilachados y tenía una enorme e incontrolada erección que presionaba de manera visible la tela que cubría su entrepierna. Como siempre.
—Tengo una tarea para ti —dijo la montura por órdenes de Ti Malice, y Taureau bramó, sacudió la cabeza y se frotó la entrepierna a través de la tela de los pantalones—. Unas monturas nuevas te estarán esperando en el camino a Petionville. Llévate un escuadrón de zobops y tráemelas aquí.
—¿Mujeres? —preguntó Taureau con un bufido que despidió abundantes babas.
—Quizá —dijo Ti Malice a través de su montura—, pero no vas a tenerlas. Más tarde, tal vez.
Taureau soltó un bramido de decepción pero sabía que no debía discutir.
—Ten cuidado —advirtió Ti Malice—. Algunas de estas monturas quizá tengan poderes, puede que sean poderosas.
Dejó escapar otro bramido, que sacudió la harapienta mitad de esqueleto que colgaba en el nicho de la pared junto a él.
—¡No son tan fuertes como yo! —Se golpeó el sólido y robusto pecho con una mano callosa y rugosa.
—Tal vez sí, tal vez no. Tú ten cuidado. Los quiero a todos. —Hizo una pausa para permitir que sus palabras hicieran efecto—. No me falles. Si lo haces, nunca experimentarás mi beso de nuevo.
El macho chilló como un buey de camino al matadero, salió de la habitación haciendo frenéticas reverencias y se marchó.
Ti Malice y su montura esperaron.
Un momento después, una mujer entró en la habitación. Su piel era del color del café con leche mezclado en partes iguales. El cabello, espeso y rebelde, le caía hasta la cintura. Estaba descalza y era obvio que no llevaba nada bajo el fino vestido blanco. Los brazos eran delgados, los pechos amplios, y las piernas flexibles y musculosas. Sus ojos eran irises negros flotando en estanques de rojo. Ti Malice habría sonreído con esa visión, de haber podido, pues era su montura favorita.
—Ezili-je-rouge —canturreó él por medio de su montura—, tuviste que esperar hasta que se fuera Taureau porque no puedes compartir una habitación con el toro y sobrevivir.
La sonrisa de la hembra dejó ver dos filas de dientes bien alineados, de una perfecta blancura.
—Podría ser una manera interesante de morir.
—Podría ser. —Consideró Ti Malice. Nunca antes había experimentado la muerte por medio del coito—. Pero te necesito para otras cosas. Los blancs que han venido a visitarnos son ricos e importantes. Viven en América y estoy seguro de que tienen acceso a muchas sensaciones interesantes que no están al alcance en nuestra pobre isla.
Ezili asintió, humedeciéndose los labios rojos.
—Tengo en marcha unos planes para hacerme con algunos de esos blancs, pero para garantizar mi éxito quiero que vayas a su hotel, tomes a uno de los otros, y lo prepares para mi beso. Elige a uno de los fuertes.
Ezili asintió.
—¿Me llevarás a América contigo? —preguntó, nerviosa.
Ti Malice hizo que su montura estirara una vetusta mano marchita y acarició los pechos grandes y firmes de Ezili, quien se estremeció de placer ante aquel contacto.
—Por supuesto, querida, por supuesto.
III
—¿Una limusina? —preguntó Chrysalis al hombre de amplia sonrisa y con gafas de sol que le abría la puerta—. Qué bien. Me esperaba algo de doble tracción.
Se subió al asiento trasero de la limusina, seguida de Digger.
—Yo no me quejaría —dijo—. No han dejado que los de la prensa vayamos a ningún lado. Debería haber visto lo que tuve que hacer para asistir a la cena sin ser invitado. No creo que les gusten mucho los periodistas… aquí…
Su voz fue disminuyendo mientras se dejaba caer en el asiento de atrás junto a Chrysalis y notaba la expresión en su rostro. Ella estaba mirando hacia el asiento del lado opuesto, hacia los dos hombres que lo ocupaban. Uno era Dorian Wilde. Se le veía bastante achispado y acariciaba un cocomacaques parecido al que había visto esa tarde. Era obvio que el palo pertenecía al hombre sentado junto a él, quien la observaba con una horrible sonrisa congelada que le desfiguraba el rostro cubierto de cicatrices, una verdadera máscara de la muerte.
—¡Chrysalis, querida! —exclamó Wilde mientras la limusina se adentraba en la noche—. Y el glorioso cuarto poder. ¿Ha desenterrado algún chisme interesante últimamente? —Digger pasó la mirada de Chrysalis a Wilde, y de él al hombre sentado a su lado, y decidió que el silencio sería la respuesta más apropiada—. ¡Qué maleducado soy! —continuó Wilde—. No he presentado a nuestro anfitrión. Este amable hombre lleva el encantador nombre de «Charlemagne Calixte». Me parece que es policía o algo así. Nos acompañará al hounfour.
Digger asintió y Calixte inclinó la cabeza en una reverencia precisa, sin ninguna muestra de respeto.
—¿Es usted un devoto del vudú, monsieur Calixte? —preguntó Chrysalis.
—Es una superstición de los campesinos —dijo con un gruñido ronco, a la vez que se tocaba de manera pensativa el tejido cicatricial que le trepaba por el lado derecho de la cara—. Aunque verla a usted casi podría convertirlo a uno en un creyente.
—¿Qué quiere decir?
—Usted tiene el aspecto de una loa. Podría ser Madame Brigitte, la esposa del Barón Samedi.
—Usted no cree eso, ¿verdad? —preguntó Chrysalis.
Calixte rió. Una carcajada áspera como un ladrido y tan agradable como su sonrisa.
—No, pero yo soy un hombre culto. Fue la enfermedad lo que le dio su aspecto. Lo sé, he visto a otros.
—¿A otros jokers? —preguntó Digger, «con su habitual tacto», pensó Chrysalis.
—No sé de qué habla. He visto otras deformidades anormales, unas cuantas.
—¿Dónde está esa gente?
Calixte se limitó a sonreír.
Nadie tenía muchas ganas de hablar. Digger le dirigió miradas inquisitivas a Chrysalis pero ella no podía contarle nada; aun cuando hubiera tenido alguna idea de lo que estaba pasando, no había manera de que pudiera hablar abiertamente frente al haitiano. Wilde jugó con el palo de Calixte para fanfarronear y gorreó algunos tragos de la botella de clairin, un ron blanco barato, de la que iba bebiendo el nativo, quien se tomó más de la mitad de la botella en veinte minutos, mientras observaba a Chrysalis con ojos intensos, inyectados en sangre.
La joker, en un esfuerzo por evitar la mirada del hombre, miró por la ventana y se sorprendió al ver que ya no estaban en la ciudad, sino que viajaban por un camino que atravesaba una especie de bosque.
—¿Exactamente, adonde vamos? —le preguntó a Calixte, intentando mantener la voz ecuánime y libre de temor.
Él arrancó la botella de clairin de las manos de Wilde, volvió a beber, y se encogió de hombros.
—Vamos al hounfour. Es en Petionville, un pequeño suburbio justo afuera de Port-au-Prince.
—¿Port-au-Prince no tiene sus propios hounfours?
El haitiano lució su malvada sonrisa.
—Ninguno que ofrezca un espectáculo tan bueno.
El silencio se posó de nuevo sobre ellos. Chrysalis sabía que estaban en problemas pero no lograba descifrar con precisión lo que Calixte pretendía hacer con ellos. Se sentía como un peón en un juego que ni siquiera sabía que estaba jugando. Observó a los otros. Digger parecía del todo confundido, y Wilde, bastante borracho. Maldición. Lamentó más que nunca haber dejado atrás su conocido y cómodo Jokertown para seguir a Tachyon en su loca e inútil travesía. Una vez más, sólo podía contar consigo misma. Siempre había sido así y siempre lo sería. Una parte de ella le susurró que en algún momento había estado Brennan a su lado, pero se negó a escucharlo. A la hora de la verdad, él habría demostrado ser tan poco digno de confianza como el resto; lo habría hecho.
El conductor se echó de súbito a un lado del camino y detuvo el motor. Ella miró por la ventana, pero era poco lo que podía ver. Estaba oscuro y la carretera sólo quedaba iluminada por los destellos esporádicos de la media luna, cuando se asomaba ocasionalmente desde detrás de unos bancos de nubes muy cerradas. Al parecer se habían detenido junto a una intersección, un encuentro casual de caminos secundarios que corrían a ciegas a través del bosque. Calixte abrió la puerta de su lado y salió de la limusina sin problemas y con paso seguro, a pesar de que se había tomado la mayor parte de una botella de ron en menos de media hora. También se bajó el conductor, quien se apoyó en el lateral de la limusina y empezó a marcar un ritmo rápido y continuo en un pequeño tambor puntiagudo que traía consigo.
—¿Qué sucede? —exigió saber Digger.
—Problemas con el motor —dijo Calixte a secas, arrojando la botella vacía hacia la jungla.
—Y el conductor está llamando al Club Automovilístico Haitiano —dijo Wilde con una risita, mientras permanecía tendido en el asiento trasero.
Chrysalis empujó a Digger y le indicó con un gesto que saliera. Él le hizo caso, miró alrededor desconcertado, y ella lo siguió. No quería quedar atrapada en la parte trasera de la limusina durante lo que fuera que iba a suceder. Apeada al menos tendría una oportunidad de correr por su vida, aunque probablemente no llegaría muy lejos con un vestido largo y tacones altos; a través de la selva; en una noche oscura.
—Oigan —dijo Digger, que de pronto lo comprendió—. Esto es un secuestro. No pueden hacer esto. Soy reportero.
Calixte se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pequeño revolver de cañón corto. Lo apuntó despreocupadamente y le ordenó:
—Cállate.
Downs fue sabio y obedeció.
No tuvieron que esperar mucho. Desde el camino que intersectaba el camino por el que venían les llegó el sonido rítmico de unos pies marchando. Chrysalis se volvió para mirar en dirección a la carretera y vio una especie de columna de luciérnagas, subiendo y bajando, que venía hacia ellos. Le costó unos segundos pero se dio cuenta de que en realidad era un grupo de hombres. Vestían túnicas largas y blancas, con los dobladillos rozando la superficie del asfalto. Cada uno llevaba una vela larga y delgada en la mano izquierda y otra sujeta en la frente con una diadema de tela, lo cual producía, a lo lejos, la impresión de estar ante un montón de luciérnagas. Usaban máscaras y eran alrededor de quince.
Encabezando la fila había un hombre inmenso que tenía un aspecto decididamente bovino. Vestía la ropa andrajosa de un campesino haitiano. Era uno de los hombres más grandes que Chrysalis había visto en toda su vida y, en cuanto la divisó, se encaminó directo hacia ella. Se le detuvo delante sin dejar de babear y de frotarse la entrepierna, la cual —según Chrysalis advirtió, y no de manera grata— estaba abultada hacia afuera y estiraba la desgastada tela de los pantalones de mezclilla.
—¡Por Dios! —murmuró Digger—. Ahora sí estamos en apuros. Es un as.
La mujer joker le echó una mirada al reportero.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno…, lo parece, ¿no?
Parecía alguien que había sido tocado por el wild card virus pero eso no lo convertía necesariamente en un as, pensó ella. Sin embargo, antes de que pudiera cuestionar más a Digger, el hombre con aspecto de toro dijo algo en criollo y Calixte le espetó un «no» gutural como respuesta.
Durante unos instantes se le vio dispuesto a desafiar la orden de Calixte, pero decidió dar marcha atrás. Le dedicó una mirada amenazadora a Chrysalis y se toqueteó la erección mientras hablaba con los hombres de ropas extrañas que lo acompañaban.
Tres de ellos se adelantaron y arrastraron fuera del asiento trasero de la limusina a un Dorian Wilde que no paraba de protestar. El poeta miró a su alrededor, desconcertado, fijó su vista borrosa en el hombre toro y se rió.
Calixte hizo una mueca. Le arrebató el cocomacaques de las manos y le golpeó con él, al tiempo que gritaba «masisi».
Le impactó en el punto en que el cuello se curvaba hacia el hombro, y el poeta gimió y se desvaneció. Los tres hombres que lo retenían no pudieron sostenerlo y cayó al suelo, justo cuando el infierno se desató.
El sonido de los disparos salió del follaje que bordeaba la carretera y dos de los hombres con velas cayeron. Unos cuantos rompieron filas y corrieron para salvarse, aunque la mayoría se mantuvo firme. El hombre toro bramó de ira y se lanzó hacia la maleza. Chrysalis, quien se había tirado al suelo al primer ruido de las balas, vio cómo lo alcanzaron en la parte superior del cuerpo al menos dos veces sin siquiera tambalearse. Chocó contra la espesura y en un instante algunos gritos agudos se mezclaron con sus bramidos.
Calixte se agachó detrás de la limusina y respondió al fuego con tranquilidad. Digger, al igual que Chrysalis, estaba acurrucado en el suelo, y Wilde yacía por ahí, gimiendo. La joker decidió que era hora de usar todo su valor. Se arrastró bajo el vehículo, maldiciendo al sentir cómo su caro vestido se atoraba y se desgarraba.
Calixte se lanzó tras ella. Trató de agarrarle el pie izquierdo pero sólo logró alcanzar el zapato. Ella torció el pie, el zapato se desprendió, y quedó libre. Gateó por debajo de toda la limusina, salió por el otro lado y rodó hasta adentrarse en el follaje selvático que cubría el borde de la carretera.
Se tomó unos instantes para recuperar el aliento y pronto estuvo de pie y corriendo, manteniéndose agachada y a resguardo tanto como le era posible.
Al poco estuvo lejos del conflicto, por fin segura, a solas, y, como advirtió con rapidez, totalmente perdida.
Se dijo a sí misma que debía haberse movido en paralelo a la carretera, en lugar de avanzar a ciegas hacia el bosque. Debía haber hecho muchas cosas, como pasar el invierno en Nueva York y no en ese tour demente. Pero era demasiado tarde para preocuparse por todas esas cosas. Ahora todo lo que podía hacer era seguir adelante.
Chrysalis nunca imaginó que un bosque tropical, una jungla, pudiera ser tan desolada. No vio que nada se moviera, a excepción de algunas ramas de árboles mecidas por el viento nocturno, y no oyó nada que no fueran los sonidos provocados por el mismo viento. Era una sensación solitaria y aterradora, en especial para alguien acostumbrado a vivir en una ciudad.
Había perdido su reloj de broche al salir huyendo bajo el automóvil, así que no tenía manera de medir el tiempo, a no ser que se guiara por el creciente dolor en el cuerpo y la sequedad en la garganta. Sin duda transcurrieron horas antes de que, de modo del todo accidental, tropezara con un sendero. Era burdo, estrecho e irregular, resultaba evidente que lo habían abierto pies humanos, pero encontrarlo la llenó de esperanza: era una señal de que la zona estaba habitada. Llevaba a alguna parte; todo lo que tenía que hacer era seguirlo y, en algún lugar, en algún momento, encontraría ayuda.
Avanzó por el camino, demasiado concentrada en las exigencias de la situación del momento para preguntarse cuáles fueron los motivos de Calixte para traerla a ella y a los otros a la encrucijada, o la identidad de los hombres ataviados de manera tan extraña y coronados con velas, o acerca de los misteriosos rescatadores, si es que la banda que emboscó a sus secuestradores tenía tal intención.
Caminó en la oscuridad.
Era difícil avanzar. Justo al inicio de la vereda se había quitado el zapato derecho para emparejar sus pasos, y poco después lo perdió. El suelo no estaba libre de palos y piedras y otros objetos cortantes, y en poco tiempo sintió un terrible dolor en los pies. Catalogó sus desgracias de manera minuciosa, a fin de determinar con exactitud cuánta piel le arrancaría a Tachyon si alguna vez volvía a Port-au-Prince.
«Nada de “si alguna vez”», se dijo a sí misma. «Tan pronto como. Tan pronto como. Tan pronto como».
Coreaba la frase como una de esas canciones hechas para marcar la marcha cuando, de repente, se dio cuenta de que alguien caminaba hacia ella por la senda. Era difícil afirmarlo bajo aquella luz incierta, pero parecía ser un hombre, un hombre alto y frágil que llevaba una azada, o una pala o algo sobre el hombro. Se encaminaba directo hacia ella.
Se detuvo, se apoyó en un árbol próximo, y dejó escapar un largo suspiro de alivio. Por un fugaz instante pensó que podría ser un miembro de la banda de Calixte pero, por lo que pudo discernir, iba vestido como un campesino y cargaba un implemento agrícola. Debía de ser un simple vecino que había salido a hacer un recado tardío. Tuvo el súbito temor de que su aspecto lo asustara antes de que pudiera pedirle ayuda, pero el miedo se extinguió al darse cuenta de que él ya debía de haberla visto y, a pesar de ello, se acercaba a pasos firmes.
—Bonjour —lo llamó, agotando la mayor parte de su francés. Sin embargo, el hombre no dio señales de haberla oído. Siguió caminando hasta rebasar el árbol contra el que ella se arrimaba.
—¡Oye! ¿Estás sordo? —Se estiró y lo agarró por el brazo cuando pasó a su lado y, en ese instante, él se detuvo, se volvió y clavó en ella su mirada.
Chrysalis sintió como si un pedazo de la noche la apuñalara en el corazón. Se puso fría y temblorosa, y por un largo momento no pudo recuperar el aliento. No era capaz de apartar la mirada de sus ojos.
Estaban abiertos; se movieron, enfocaron, incluso parpadearon lenta y pesadamente, pero no la vieron. El rostro desde el cual asomaban era casi tan esquelético como el suyo. Los arcos superciliares, las cuencas de los ojos, los pómulos, la mandíbula y la barbilla sobresalían como pequeños detalles, como si no hubiera carne entre el hueso y la tirante piel negra que los cubría. Podía contar las costillas bajo la andrajosa camisa de trabajo con tanta facilidad como cualquiera contaría las suyas. Lo observó mientras él miraba hacia ella, y justo recuperaba el aliento cuando se percató de que el hombre no respiraba. Estuvo a punto de gritar, o correr o hacer algo, pero mientras lo analizaba él tomó un largo respiro superficial que apenas infló su pecho hundido. Lo miró con atención, y pasaron veinte segundos antes de que él respirara de nuevo.
De pronto cayó en que aún le sujetaba la manga raída y se la soltó. Él la siguió mirando por un instante, entonces se volvió hacia donde se dirigía desde un principio y se alejó caminando.
Chrysalis posó la mirada sobre su espalda por un momento, temblando, a pesar del calor de la tarde. Acababa de ver y hablarle —y hasta tocar, pensó— a un zombie. Como residente de Jokertown y siendo ella misma una joker, se creía habituada a lo extraño, acostumbrada a lo estrambótico; pero no era así. Nunca había estado tan asustada en su vida, ni siquiera cuando, siendo una niña recién salida de la adolescencia, forzó la caja fuerte de su padre para financiar la fuga del que había sido su hogar.
Tragó saliva con dificultad. Fuera un zombie o no, tenía que dirigirse a alguna parte. Alguna parte donde quizá habría otras… personas… reales.
Con miedo, pues no había nada más que pudiera hacer, decidió seguirlo.
No tuvieron que ir muy lejos. El zombie se salió del sendero y tomó un camino lateral menos transitado que serpenteaba hacia abajo y rodeaba una colina empinada. Cuando rebasaron una curva cerrada, Chrysalis vislumbró una luz encendida más adelante.
El zombie se encaminó hacia la luz y ella lo siguió. Era una lámpara de queroseno, colgada de un poste frente a lo que parecía ser una pequeña choza en ruinas aferrada a las curvas más bajas de la ladera escarpada. Enfrente tenía un pequeño jardín, y ante éste una mujer contemplaba la noche.
Era la haitiana con el aspecto más próspero que Chrysalis había visto fuera del Palacio Nacional hasta el momento. Era regordeta, su vestido de percal parecía fresco y nuevo, y un pañuelo madrás de color naranja brillante le rodeaba la cabeza. La mujer sonrió a Chrysalis mientras el zombie se le aproximaba.
—Ah, Marcel, ¿quién te ha seguido hasta casa? —Se rió—. Madame Brigitte en persona, si no me equivoco. —Esbozó una reverencia que, a pesar de su gordura, tenía bastante gracia—. Bienvenida a mi hogar.
Marcel continuó caminando hasta que la rebasó; la ignoró y fue hacia la parte trasera de la choza. Chrysalis se detuvo frente a la mujer, quien la miraba con una expresión afable y acogedora, más con una enorme curiosidad.
—Gracias —dijo Chrysalis, dubitativa. Podría haber dicho mil cosas pero la pregunta apremiante que tenía en la mente necesitaba una respuesta—. Debo preguntarle… acerca de Marcel.
—¿Sí?
—No es un zombie de verdad, ¿no?
—Por supuesto que sí, mi niña, por supuesto que sí. Ven, ven. —La invitó con un gesto de manos—. Debo entrar y decirle a mi hombre que cancele la búsqueda.
La joker se quedó atrás.
—¿Búsqueda de qué?
—De ti, mi niña, de ti. —La mujer meneó la cabeza y chasqueó la lengua—. No debiste haber escapado así. Nos ha causado bastantes problemas y preocupaciones. Pensamos que la columna de zobops te había capturado de nuevo.
—¡Zobops! ¿Qué es un zobop? —La palabra le sonó como un término para referirse a los aficionados al jazz. Era todo lo que podía hacer para evitar reír histéricamente ante la situación.
—Los zobops son… —La mujer hizo un gesto vago con las manos, como si intentara describir un tema de una complejidad enorme con palabras simples—. Son los asistentes de un bokor, un hechicero malvado, a quien se han vendido a cambio de riquezas materiales. Siguen sus órdenes en todo, a menudo secuestrando a víctimas elegidas por él.
—Ya… veo… ¿Y quién, si no le importa que le pregunte, es usted?
La mujer rió, afable.
—No, niña, no me molesta para nada. Demuestra una prudencia admirable por tu parte. Soy Mambo Julia, sacerdotisa y premiére reine de la sección local de Bizango. —La haitiana debió de leer correctamente la mirada confundida en el rostro de Chrysalis, ya que se echó a reír sin tapujos—. ¡Vosotros, los blancs, sois tan graciosos! Creéis que lo sabéis todo. Venís a Haití en vuestro fantástico avión, camináis por ahí durante un día y entonces nos dais el consejo mágico que sanará todas nuestras enfermedades. Y ni uno solo de vosotros sale de Port-au-Prince. —Mambo Julia rió de nuevo, esta vez con un tono de burla—. No sabéis nada de Haití, del verdadero Haití. Port-au-Prince es un cáncer gigantesco, que alberga a las sanguijuelas que chupan los jugos del cuerpo del país. Pero el campo, ¡ay, el campo es el corazón de Haití! Bueno, mi niña, te diré todo lo que necesitas saber para empezar a entender. Todo y más de lo que deseas saber. Ven a mi cabaña. Descansa. Bebe. Come un bocado. Y escucha.
Chrysalis consideró la oferta de la mujer. En ese momento estaba más preocupada acerca de sus propias dificultades que de las de Haití, pero la invitación de Mambo Julia sonaba bien. Quería descansar sus doloridos pies y beber algo frío. La idea de comer algo también resultaba atractiva; era como si hubieran transcurrido años desde la última vez que había comido.
—Está bien —dijo, y siguió a la haitiana hacia la choza. Antes de que llegaran a la puerta, un hombre de mediana edad, delgado como la mayoría de los nativos, con una mata de cabello prematuramente canoso, surgió de la parte de atrás de la cabaña.
—¡Baptiste! —gritó Mambo Julia—. ¿Le has dado de comer al zombie? —El hombre asintió e hizo una cortés reverencia en dirección a Chrysalis—. Bien. Diles a los otros que Madame Brigitte encontró su propio camino de regreso.
Ofreció otra reverencia y las mujeres entraron en la choza.
El interior estaba amueblado de manera sencilla, ordenada y confortable. Mambo Julia guió a Chrysalis hasta una mesa de tablones toscamente labrada y le sirvió agua fría y una selección de frutas tropicales frescas y suculentas, la mayoría de las cuales le eran desconocidas, pero tenían buen sabor.
Fuera, un tambor comenzó a marcar un complicado ritmo que se esparcía por la noche. Dentro, Mambo Julia empezó a hablar.
Una de las monturas de Ti Malice entregó el mensaje de Ezili cerca de medianoche. Había tenido éxito en la tarea que le había asignado: una nueva montura yacía adormilada por las drogas en el hotel Royal Haitian, a la espera de su primer beso.
Emocionado como un niño en Navidad, Ti Malice decidió que no podía esperar en la fortaleza a que le entregaran las monturas por las que había enviado a Taureau. Quería sangre nueva, y la quería ahora.
Se cambió de su antigua y favorita montura a una diferente, una chica no mucho mayor que él que ya estaba esperando en la caja especial que él había construido para ocasiones en las que tenía que moverse en público. Era del tamaño de una maleta grande y era estrecha e incómoda, pero le ofrecía la privacidad que necesitaba para sus excursiones expuestas. Requirió algo de precaución pero metieron a Ti Malice a escondidas, de manera que pasara inadvertido, en el tercer piso del Royal Haitian, donde Ezili, desnuda y con el cabello libre como el viento, le franqueó la entrada a la habitación y retrocedió mientras la montura que lo llevaba abrió la tapa y él salió de la caja, a fin de cambiarse del pecho de la chica a una posición más cómoda, sobre su espalda y hombros.
Ezili lo guió a la habitación donde la nueva montura dormía con tranquilidad.
—Me quiso desde el momento en que me vio —dijo Ezili—. Fue fácil lograr que me trajera aquí, y aún más fácil echarle una pócima en la bebida después de tenerme. —Hizo un puchero mientras se acariciaba el pezón grande y oscuro del pecho izquierdo—. Resultó un amante rápido —dijo con un dejo de decepción.
—Más tarde serás recompensada —dijo Ti Malice por medio de su montura.
Ezili sonrió feliz mientras él le ordenaba a su montura que lo acercara a la cama, quien obedeció y se agachó sobre el hombre dormido, y Ti Malice se cambió rápidamente. Se acurrucó contra el pecho del macho, acariciándole el cuello con la trompa; él se movió y gimió un poco en el sueño inducido por las drogas. Ti Malice encontró el punto que necesitaba, le clavó su único y afilado diente y acto seguido dejó que su lengua llegara donde debía llegar.
La nueva montura soltó un quejido y trató de alcanzarse el cuello, débil. Pero Ti Malice ya estaba bien afianzado, mezclando a su saliva con la sangre de su víctima, la cual se calmó como un niño malhumorado que tuviera una ligera pesadilla. Se instaló en un sueño profundo mientras Ti Malice lo hacía suyo.
Era una espléndida montura, poderosa y fuerte. Su sangre tenía un sabor maravilloso.
IV
—Siempre han existido dos Haitís —dijo Mambo Julia—. Está la ciudad, Port-au-Prince, donde mandan el gobierno y su ley; y está el campo, donde manda el Bizango.
—Ya ha usado esa palabra antes —dijo Chrysalis, limpiándose los dulces jugos de una suculenta fruta tropical que se le escurrían por la barbilla—. ¿Qué significa?
—Así como tu esqueleto, el cual puedo ver con tanta claridad, te mantiene junto a tu cuerpo, el Bizango une a la gente del campo. Es una organización, una sociedad con una red de obligaciones y un orden. No todos pertenecen a ella, pero todos tienen su lugar y acatan sus decisiones. El Bizango resuelve las disputas que, de otro modo, nos harían pedazos. Algunas veces es fácil. Otras, como cuando alguien es sentenciado a convertirse en zombie, es difícil.
—¿El Bizango sentenció a Marcel a convertirse en zombie?
Mambo Julia asintió.
—Era un hombre malo. Nosotros en Haití somos más permisivos sobre ciertas cosas que vosotros, los norteamericanos. A Marcel le gustaban las chicas. No hay nada malo en eso; muchos hombres tienen varias mujeres. Está bien mientras las puedan mantener, a ellas y a sus hijos. Pero a Marcel le gustaban las niñas. Niñas muy pequeñas. No podía parar, así que el Bizango lo juzgó y lo sentenció a convertirse en zombie.
—¿Ellos lo convirtieron en zombie?
—No, querida. Lo juzgaron. —Mambo Julia perdió su aire de cordial jovialidad—. Yo lo convertí en lo que es ahora, y lo mantengo así gracias a los polvos con que lo alimento a diario. —Chrysalis colocó de nuevo en el plato la fruta a medio comer que sostenía, tras una repentina pérdida del apetito—. Es una solución muy sensata. Marcel ya no hace daño a las niñas pequeñas. En lugar de eso, trabaja de manera incansable por el bien de la comunidad.
—¿Y siempre será un zombie?
—Bueno, han existido unos cuantos «zombies savane», aquellos que han sido sepultados y traídos de vuelta como zombies y, más tarde, de alguna manera han logrado volver al estado de los vivos. —Mambo Julia se sujetó la barbilla, pensativa—. Pero siempre han quedado un poco… dañados.
La mujer joker tragó con dificultad.
—Le agradezco lo que ha hecho por mí. Yo… no estoy segura de cuáles eran las intenciones de Calixte, pero sí de que iba a hacerme daño. Pero ahora que soy libre, me gustaría regresar a Port-au-Prince.
—Por supuesto que sí, niña. Y lo harás. De hecho, ya contábamos con ello.
Las palabras de Mambo Julia eran bienvenidas pero Chrysalis no sabía con certeza si le gustaba mucho su tono.
—¿Qué quiere decir?
La haitiana la miró con curiosidad.
—Yo tampoco sé muy bien lo que Calixte tenía planeado para ti. Sé que ha estado atrapando a personas como tú, personas que han cambiado. Ignoro qué les hace, pero se convierten en suyas. Ellas realizan las labores sucias que incluso los Tonton Macoute rehúsan llevar a cabo. Y las mantiene ocupadas —dijo apretando la mandíbula.
«Charlemagne Calixte es nuestro enemigo. Él es el poder en Port-au-Prince. El padre de Jean-Claude Duvalier, Francois, era un gran hombre a su manera. Era despiadado y ambicioso. Encontró su camino al poder y lo mantuvo por muchos años. Primero organizó a los Tonton Macoute, y ellos lo ayudaron a llenarse los bolsillos con la riqueza de todo el país.
»Pero Jean-Claude no es como su padre. Es tonto y de voluntad débil. Ha permitido que el verdadero poder se deslice hacia las manos de Calixte, y ese demonio es tan ambicioso que amenaza con chuparnos la vida como un loup garou.[1] —Sacudió la cabeza—. Alguien debe detenerle. Tiene a Haití sujeto por el cuello, es necesario que lo suelte un poco para que la sangre fluya por las venas del país de nuevo. Sin embargo, su poder es más fuerte que las pistolas de los Tonton Macoute. O es un poderoso bokor o tiene a uno trabajando para él, y su magia es muy fuerte: le ha permitido a Calixte sobrevivir a varios intentos de asesinato. Aunque uno de ellos, al menos —dijo con un dejo de satisfacción—, le dejó marca.
—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —preguntó Chrysalis—. Deberían acudir a las Naciones Unidas o a los medios, dar a conocer su historia.
—El mundo conoce nuestra historia y no le importa. No somos dignos de su interés, y tal vez sea mejor que nos dejen resolver nuestros problemas a nuestra manera.
—¿Cómo? —preguntó Chrysalis, sin estar segura de querer escuchar la respuesta.
—El Bizongo es más fuerte en el campo que en la ciudad, pero tenemos agentes incluso en Port-au-Prince. Os hemos estado observando, a los blancs, desde que llegasteis, pensando que Calixte podría ser lo bastante atrevido para aprovecharse de vuestra presencia de algún modo, quizá hasta intentar convertir a uno de vosotros en su agente. Cuando desafiaste al Tonton Macoute en público, supimos que Calixte sentiría el impulso de vengarse de ti. Mantuvimos una estrecha vigilancia sobre ti y así pudimos frustrar su intento de secuestro. No obstante, se las arregló para capturar a tus amigos.
—No son mis amigos —contestó la joker, que advirtió hacia dónde se dirigía el razonamiento de Julia—. Y, aunque lo fueran, no podría ayudarle a rescatarlos. —Levantó la mano, una mano de calavera con una red de nervios, tendones y vasos sanguíneos tejidos a su alrededor—. Esto es lo que el wild card virus me hizo. No me dio poderes especiales ni habilidades. Ustedes necesitan a alguien como Billy Ray, Lady Black o Golden Boy para ayudarles.
Mambo Julia meneó la cabeza.
—Te necesitamos a ti. Tú eres Madame Brigitte, la esposa del Barón Samedi.
—Usted no cree en eso.
—No, pero los chasseurs y los soldats que viven en las aldeas pequeñas y dispersas, que no saben leer y que nunca han visto la televisión, que no saben nada de lo que tú llamas el virus wild card, pueden verte con buenos ojos y reunir valor para realizar las acciones que se deben llevar a cabo esta noche. Tal vez no sean creyentes firmes, pero desearán serlo y no pensarán en la imposibilidad de vencer al bokor y a su poderosa magia.
«Además —dijo con un tono que no admitía réplica—, eres la única que puede servir de señuelo. Eres la única que escapó de la columna de zobop. Serás la única que acepten en su fortaleza.
Las palabras de la haitiana le helaron la sangre y la enfurecieron. Le helaron la sangre porque no quería ni ver a Calixte de nuevo. No tenía intención alguna de ponerse a sí misma al alcance de su poder. La enfurecieron porque no quería involucrarse en problemas ajenos, no quería morir por algo de lo que apenas sabía nada. Era la encargada de un bar y una corredora de servicios de información; no era una as entrometida que metía la nariz donde no la llamaban: no era una as de ningún tipo.
Chrysalis empujó la silla de la mesa y se levantó.
—Lo siento pero no puedo ayudarles. Además, no sé adónde se llevó a Digger y a Wilde.
—Nosotros sabemos dónde están. —Mambo Julia le ofreció una sonrisa del todo desprovista de humor—. Aunque tú eludiste a los chasseurs que enviamos a rescatarte, varios de los zobops no lo hicieron. Tuvimos que persuadirle un poco pero al final uno de ellos nos dijo que el baluarte de Calixte está en Fort Mercredi: una fortaleza en ruinas y con vistas a Port-au-Prince. El centro de su magia está ahí. —Mambo Julia se puso de pie y fue a abrir la puerta. Un grupo de hombres estaban de pie frente a la choza. Todos tenían un aire de campo en sus burdas ropas de labranza, en las manos y los pies callosos, y en los cuerpos delgados y musculosos—. Hoy, el bokor morirá de una vez por todas.
Sus voces se elevaron en un murmullo de sorpresa y temor reverencial cuando vieron a Chrysalis. La mayoría se inclinó en señal de respeto y veneración.
Mambo Julia gritó en criollo, señalándola, y ellos le respondieron a voz en cuello, felices. Tras unos instantes, cerró la puerta, se volvió de cara a Chrysalis y sonrió.
La joker suspiró. Decidió que era una tontería discutir con una mujer que tenía una habilidad demostrada para crear zombies. La sensación de impotencia que descendió sobre ella era una vieja conocida de su juventud. En Nueva York lo controlaba todo. Aquí, según parecía, siempre era controlada. No le gustaba pero no tenía otra que escuchar el plan de Mambo Julia.
Era un plan bastante simple. Dos chasseurs del Bizango —«hombres con el rango de cazadores en el Bizango», explicó Mambo Julia— se vestirían con las túnicas y máscaras de los zobops que habían capturado esa misma tarde, llevarían a Chrysalis a la fortaleza de Calixte y le dirían que la habían localizado en el bosque. Cuando se presentara la oportunidad (la joker no estaba muy complacida con la vaguedad del plan en este punto pero concluyó que era mejor mantener la boca cerrada), ellos dejarían entrar a sus camaradas y procederían a destruir a Calixte y a sus secuaces.
A Chrysalis no le gustaba el plan, aunque Mambo Julia le prometió alegremente que estaría perfectamente segura, que la loa la protegería. Como protección adicional —aunque era innecesaria, decía Mambo Julia—, la sacerdotisa le dio un pequeño paquete envuelto en hule.
—Esto es un paquets congo. Lo hice yo misma. Contiene magia muy potente que te protegerá del mal. Si te sientes amenazada, ábrelo y esparce su contenido a tu alrededor pero ¡no permitas que te toque por nada del mundo! Es magia poderosa, muy, muy poderosa, y sólo la puedes usar de esta manera, tan simple.
Mambo Julia la envió con eso junto a los chasseurs. Había diez o doce, tanto jóvenes como hombres de mediana edad. Baptiste, el compañero de la haitiana, estaba ahí. Charlaban sin parar y bromeaban como si se les aguardara un día de campo, y trataban a Chrysalis con extrema deferencia y respeto, ayudándola a pasar los puntos más difíciles del sendero. Dos de ellos vestían las túnicas que arrebataron a la columna zobop esa misma tarde.
El sendero peatonal que seguían los llevó a un camino irregular donde estaba estacionado un vehículo antiguo, un microbús o algún tipo de camioneta. Apenas parecía capaz de moverse pero el motor funcionó tan pronto como todos se amontonaron en el interior. El viaje fue lento y traqueteado pero avanzaron más rápido cuando al fin tomaron un camino más ancho y nivelado que los llevó de regreso a Port-au-Prince.
La ciudad estaba tranquila, aunque más de una vez se cruzaron con otros vehículos. Chrysalis cayó en la cuenta de que viajaban por escenarios familiares y, de repente, comprendió que estaban en Bolosse, la sección de barrios bajos de Port-au-Prince, donde estaba ubicado el hospital que había visitado esa mañana… Era como si hubiera ocurrido unos mil años atrás.
Los hombres cantaban, parloteaban, reían y contaban chistes. Era difícil creer que planeaban asesinar al hombre más poderoso del gobierno haitiano, reconocido también como un brujo maligno. Se comportaban más bien como si fueran a un partido de béisbol. O era una asombrosa muestra de valor, o el efecto relajante de su presencia como Madame Brigitte. Lo que fuera que ocasionara aquella actitud, Chrysalis no lo compartía. Estaba muerta de miedo.
De pronto, el conductor se acercó al arcén y se hizo el silencio mientras estacionaba el microbús sobre una calle estrecha de edificios dilapidados, al tiempo que señalaba y decía algo en criollo. Los chasseurs descendieron y uno le ofreció con cortesía a la joker una mano para ayudarla a bajar. Por un momento pensó en echar a correr pero vio que Baptiste la vigilaba con recelo, aunque con discreción. Suspiró para sus adentros y se unió a la fila de hombres que caminaba con tranquilidad por la calle.
Era una subida extenuante por una colina empinada. Al cabo de un rato, Chrysalis se dio cuenta de que se encaminaban hacia las ruinas del fuerte en el que había reparado cuando pasaron anteriormente por la zona. «Fort Mercredi», así lo había llamado Mambo Julia. Por la mañana le había parecido pintoresco; ahora era una ruina oscura y ominosa rodeada por una perturbadora aura de amenaza. La columna se detuvo en un pequeño bosquecillo de árboles agrupados frente a las ruinas, y dos chasseurs, uno de ellos Baptiste, se pusieron las túnicas y las máscaras zohop. Baptiste la agarró del brazo por arriba del codo, para mostrar de manera ostensible que era una prisionera, y ella se sintió agradecida por la calidez del contacto humano. El velo oscuro de la noche regresó a su corazón, pero había crecido, se había extendido hasta sentirla como una cortina oscura y helada que le envolvía el pecho por completo.
La fortaleza estaba rodeada por un foso seco, atravesado por un puente de madera desgastada que iba de lado a lado. Una voz que gritó una pregunta en criollo les marcó el alto al llegar al puente. Baptiste contestó de manera satisfactoria con una contraseña cortante —más información arrancada del desafortunado zobop que había caído en las manos del Bizango, imaginó la joker— y cruzaron el puente.
Dos hombres con el traje azul semioficial de los Tonton Macoute holgazaneaban del otro lado, con las gafas oscuras descansando en los bolsillos de la camisa. Baptiste les contó una historia larga y complicada e, impresionados, les hicieron pasar por las defensas exteriores de la ciudadela. Se les marcó el alto de nuevo en el patio siguiente, y de nuevo se les concedió el paso, pero esta vez fueron guiados al interior del decrépito fuerte por uno de los guardias del segundo grupo.
A Chrysalis le resultaba exasperante no poder entender lo que se decía a su alrededor. La tensión se acumulaba y el corazón se le iba helando a medida que el miedo la envolvía y la comprimía. Sin embargo, no podía hacer otra cosa más que resistir y esperar, aunque sin esperanza, a que todo terminara de la mejor manera posible.
El interior de la fortificación presentaba un razonable buen estado. Estaba iluminado, aunque muy al estilo medieval, con antorchas muy separadas entre sí y colocadas en los nichos de las paredes. Los muros y los suelos eran de piedra, secos y frescos al tacto. El corredor terminaba en una escalera de caracol, sin barandilla y también de piedra, que se desmoronaba. El Tonton Macoute los guió escaleras abajo.
A la joker le asaltaron imágenes de un calabozo frío y húmedo. El aire adquirió una sensación húmeda y un olor a moho. La escalera misma estaba resbaladiza a causa de una especie de sudor imposible de identificar, y era difícil moverse con las sandalias hechas con pedazos de llantas viejas que Mambo Julia le había proporcionado. Las antorchas estaban espaciadas y los claros de luz que arrojaban no se solapaban unos con otros, por lo que a menudo tenían que pasar por zonas de total oscuridad.
La escalera desembocaba en un amplio espacio abierto que sólo tenía unos cuantos muebles de madera que parecían muy incómodos. Una serie de habitaciones desembocaban en esta área, y los guiaron a una de ellas.
La estancia tenía unos seis metros de largo y estaba mejor iluminada que los pasillos por los que habían pasado, pero el techo, las esquinas y algunos puntos de la pared posterior quedaban en la oscuridad. La luz bailarina que arrojaban las antorchas le dificultaba identificar los detalles y, tras un primer vistazo hacia el interior de la sala, Chrysalis supo que probablemente era mejor así.
Era una cámara de tortura, revestida con antiguos dispositivos que se veían bien cuidados y usados hacía poco. Una doncella de hierro descansaba medio abierta contra una pared, con los pinchos de su interior cubiertos por costras, de óxido o sangre. Una mesa cargada con instrumentos como atizadores, cuchillos de carnicero, escalpelos, aplastapulgares y aplastapiernas se encontraba junto a lo que la mujer joker imaginó que era un potro de tortura. No lo sabía a ciencia cierta porque nunca había visto uno, nunca pensó que vería uno; nunca, jamás deseó ver uno.
Desvió la mirada de los instrumentos de tortura y se centró en el grupo de media docena de hombres apiñados en la parte trasera de la habitación. Había dos Tonton Macoute disfrutando del proceso. Los otros eran Digger Downs y Dorian Wilde, el hombre-toro que guiaba la columna de zobops y Charlemagne Calixte. Downs estaba encadenado en un nicho en la pared junto a un esqueleto en descomposición. Wilde era el centro de atención de todos.
De la pared posterior del calabozo sobresalía una viga fuerte y gruesa, cerca del techo, paralela al suelo. De ella colgaba un aparejo de poleas, y en la parte inferior de éstas se encontraba un afilado gancho de metal de aspecto perverso del que descendía una cuerda. Dorian Wilde colgaba de ella por los brazos. Intentaba levantarse pero carecía de la fuerza muscular necesaria para hacerlo. Ni siquiera podía sujetar bien el burdo cáñamo con la masa de tentáculos que tenía por mano derecha. Sudando, con los ojos desorbitados, y haciendo un gran esfuerzo, oscilaba desesperado mientras Calixte operaba un trinquete de manivela que hacía descender la cuerda hasta que las plantas de los pies desnudos de Wilde colgaban justo sobre un lecho de brasas incandescentes que ardían en un brasero que había sido colocado bajo la horca. Wilde movía los pies para alejarlos del calor abrasador, Calixte lo elevaba y le daba un breve descanso, sólo para bajarlo de nuevo. Se detuvo cuando el hombre-toro miró hacia el frente de la sala, vio a Chrysalis y soltó un bramido.
Calixte la miró y sus ojos se encontraron. Su expresión era salvaje y exultante, y sudaba con profusión, aunque en el calabozo se respiraba un frío húmedo. Sonrió y les dijo algo en criollo a los hombres del fondo, los cuales se adelantaron y retiraron a Wilde de la horca. Entonces habló con Baptiste y el otro chasseur. Baptiste debió de contestarle de manera satisfactoria, porque asintió y les dejó marchar con una palabra cortante y un movimiento de cabeza.
Se inclinaron y se fueron. Chrysalis dio un paso instintivo para seguirlos y, de golpe, el hombre toro estuvo delante de ella, respirando con pesadez y mirándola de manera extraña. Su erección seguía siendo incontrolable, advirtió ella, sintiéndose enferma.
—Bueno —gruñó Calixte en inglés—. Todos estamos juntos de nuevo. —Se acercó a Chrysalis, posó una mano en el hombro del toro y lo hizo a un lado de un empujón—. Nos estábamos divirtiendo un poco. El blanc me ofendió y le estaba enseñando algo de modales. —Asintió con la cabeza en dirección a Wilde, quien estaba acurrucado en el húmedo pavimento de losa, aspirando enormes y temblorosas bocanadas de aire. Calixte nunca le quitaba los ojos de encima a Chrysalis. Resplandecían febriles, ardían de excitación y un placer indescriptible—. Tú también te has hecho la difícil. —Se dio unos tirones al tejido cicatricial que brillaba de manera vidriosa a la luz de las antorchas. Parecía absorto en pensamientos demenciales—. Creo que tú también necesitas una lección. —Al parecer tomó una decisión—. Él tendrá a los otros. No creo que le moleste que te utilicemos. ¡Taureau! —Se volvió hacia el hombre toro y le dirigió unas palabras en criollo.
Chrysalis apenas le entendía, aunque hablaba en inglés. Sus palabras eran pastosas y confusas, más de lo habitual: estaba muy borracho, muy drogado o muy enojado. Se dio cuenta de que tal vez eran las tres cosas. Estaba exaltada, aterrada. Se suponía que los chasseurs no debían marcharse, pensó desesperada. ¡Se suponía que matarían a Calixte! Su corazón latió más rápido que los tambores que había oído resonar durante la noche haitiana. El miedo oscuro en el centro de su pecho amenazaba con desbordarse e invadir su ser por completo. Se tambaleó unos instantes en el fino límite de lo irracional, y entonces Taureau se acercó, resoplando y babeando, y se desabrochó con una mano enorme la bragueta de los pantalones de mezclilla, y entonces Chrysalis supo lo que debía hacer.
Sujetó el paquete que Mambo Julia le había dado; con dedos temblorosos y frenéticos retiró la envoltura de papel y dejó al descubierto un saquito de piel cerrado con un cordel. Rasgó la boca del saco y con manos espasmódicas lo arrojó junto con el contenido en dirección a Taureau.
El saquito lo golpeó en el rostro y quedó cubierto por una nube de polvo fino y grisáceo que surgió en oleadas del interior; le cubrió manos, brazos, pecho y cara. Se detuvo por un momento, resopló, meneó la cabeza y continuó acercándose.
Chrysalis se dio a la fuga. Se volvió con un sollozo y corrió, pensando de manera incoherente que debía de haberlo sabido, que Mambo Julia era una farsante confabuladora, que lo que estaba a punto de suceder no sería nada comparado con lo que experimentaría en una vida entera bajo el dominio de Calixte, y entonces escuchó un grito horrible, semejante a un bramido, que le congeló cada nervio, músculo y tendón del cuerpo.
Se dio la vuelta. Taureau estaba de pie pero no avanzaba, temblaba de los pies a la cabeza, mientras todos y cada uno de los enormes músculos de su cuerpo se sacudían en espasmos. Los ojos casi se le salían de las órbitas; miró a Chrysalis y gritó de nuevo: un lamento horrible e interminable que no era ni remotamente humano. Sus manos se abrían y cerraban, arañándole con furia la cara, abriéndole largos surcos en las mejillas, arrancándole pedazos de carne con sus uñas gruesas y romas mientras aullaba como una alma en pena.
Un recuerdo pasó por la mente de Chrysalis, un recuerdo lacónico de un bar fresco y oscuro, una bebida deliciosa, y un corto discurso de Tachyon sobre la medicina herbolaria haitiana. El paquets congo de Mambo Julia no contenía polvos mágicos ni pócimas preparadas durante un ritual cargado de temor consagrado a la oscura loa vudú. No era más que una preparación herbal, algún tipo de neurotoxina tópica de acción rápida y eficaz. Al menos eso es lo que se dijo a sí misma, y estuvo cerca de creerlo.
El terrible cuadro continuó durante unos instantes y entonces Calixte ladró una palabra a los Tonton Macoute que observaban a Taureau con ojos de asombro. Uno dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro del hombre-toro. Taureau se giró con la velocidad de un gato cargado de adrenalina, le sujetó por la muñeca y el hombro y le arrancó el brazo del cuerpo. El Tonton Macoute miró fijamente a Taureau por un momento con ojos incrédulos y, entonces, con la sangre brotándole del hombro como una fuente, se desplomó llorando en el suelo, intentando restañar infructuosamente el sangrado con la mano restante.
Taureau blandió el brazo sobre su cabeza, como si fuera un garrote sangriento, y lo agitó en dirección a Chrysalis. La sangre le salpicó en el rostro transparente y tragó la bilis que le ascendía por la garganta.
Calixte rugió una orden en criollo; Chrysalis no sabía si la dirigía a Taureau o al otro hombre, pero el Tonton Macoute huyó de la cámara mientras el toro giraba en círculos dementes, intentando vigilar a todos al mismo tiempo desde unos ojos enloquecidos y distendidos por el miedo.
El haitiano volvió a gritarle a Taureau, mientras éste se sacudía y temblaba con terribles espasmos musculares. Su cara era la de un lunático torturado, y su piel oscura se estaba volviendo más oscura. Los labios se le tornaron de un azul intenso. Cojeó hacia Calixte, gritándole palabras indescifrables que Chrysalis supo que eran un galimatías, aunque no las entendiera.
Calixte sacó su pistola con calma. Apuntó a Taureau y le gritó de nuevo. El joker siguió avanzando. El haitiano disparó un tiro que alcanzó a Taureau en el lado izquierdo superior del pecho, pero siguió avanzando. Calixte disparó tres veces más antes de que el toro enloquecido cubriera la distancia entre ellos, y el último tiro lo alcanzó justo entre los ojos.
A pesar de ello, siguió avanzando. Tiró el brazo que había arrancado, sujetó a Calixte y, con un último golpe de fuerza increíble, lo arrojó a la pared trasera de la cámara. El haitiano gritó, intentando alcanzar la cuerda que colgaba de la horca, pero no lo logró. En cambio, se ensartó en el gancho que sostenía la cuerda y que se le hundió en el estómago y lo desgarró, atravesándole el diafragma y clavándosele en el pulmón derecho. Soltó una lluvia de gritos y sangre mientras pataleaba y se balanceaba en contrapunto con el ritmo de las sacudidas espasmódicas de su cuerpo.
Taureau trastabilló, se tomó con ambas manos su frente destrozada y cayó sobre el brasero y sus carbones ardientes. Pasado un momento, dejó de gritar y se oyó el crujiente crepitar y el dulce olor de la carne quemada.
Chrysalis vomitó con violencia. Cuando terminó de limpiarse la boca con el dorso de la mano, levantó la mirada para ver a Dorian Wilde de pie ante la forma inerte y oscilante de Charlemagne Calixte. Sonrió y recitó:
«Es placentero bailar al son de los violines
cuando el amor y la vida nos son favorables:
bailar al son de Las flautas, bailar al son de los laúdes.
Es delicado e inusual:
¡mas no es placentero
bailar con los pies por los aires!»
Digger Downs sacudió sus cadenas con impotencia.
—Que alguien me saque de aquí —imploró.
Chrysalis oyó el chasquido de los disparos en la parte alta de la fortaleza, pero los chasseurs del Bizango llegaban demasiado tarde. El bokor, que se mecía en el gancho de carnicero sobre el suelo del calabozo, ya estaba muerto.
Se le echó tierra al asunto, por supuesto.
El senador Hartmann le pidió a Chrysalis que guardara silencio para ayudar a disminuir el temor hacia el virus wild card que se estaba propagando en su país. No quería que hubiera el menor indicio de que los jokers y los ases americanos se habían mezclado en un asunto de política exterior. Ella estuvo de acuerdo por dos razones. En primer lugar, quería que estuviera en deuda con ella, y, en segundo lugar, siempre evitaba la publicidad personal. Ni siquiera Digger publicó la historia. Al principio se mostró reacio, hasta que el senador Hartmann tuvo una conversación privada con él, una charla de la cual Downs emergió feliz, sonriente y extrañamente reservado.
La muerte de Charlemagne Calixte se atribuyó a una súbita e inesperada enfermedad. La otra docena de cuerpos encontrados en Fort Mercredi nunca fueron mencionados, y las más de cuarenta muertes y suicidios de oficiales gubernamentales durante la semana siguiente o así jamás se relacionaron con la muerte de Calixte.
Jean-Claude Duvalier, quien de repente se encontró a cargo de un país resentido y asolado por la pobreza, agradeció la falta de publicidad, pero había algo que descubrió al final del asunto, algo desconcertante y aterrador, que mantuvo en secreto con sumo cuidado.
Entre los cuerpos recuperados en Fort Mercredi se encontraba el de un hombre muy, muy viejo. Cuando Jean-Claude lo vio, palideció hasta quedar casi blanco, y ordenó que lo enterraran en el Cimetiére Extérieur a toda prisa, de noche y sin ceremonia, antes de que nadie más pudiera reconocerlo y preguntara cómo era que Francois Duvalier, supuestamente fallecido quince años atrás, estaba, o había estado hasta hacía muy poco, aún con vida.
El único que podía responder a esa pregunta ya no se encontraba en Haití. Iba de camino a Estados Unidos, donde esperaba tener una búsqueda larga, interesante y productiva de nuevas y apasionantes sensaciones.