1 de diciembre / Nueva York
El viaje ha comenzado de manera poco propicia. Durante la última hora hemos estado esperando en la pista del aeropuerto internacional Tomlin a que nos den autorización para el despegue. Nos informan de que el problema no radica aquí sino en La Habana. Así que esperamos.
Nuestro avión es un 747 fabricado por encargo especial, el cual la prensa ha bautizado como «Carta Marcada». La cabina central ha sido adaptada en su totalidad a nuestras necesidades: se han reemplazado los asientos por un pequeño laboratorio médico, una sala para los periodistas de la prensa escrita y un diminuto estudio de televisión para sus contrapartes electrónicos. Los reporteros se han separado ellos mismos del resto, en la cola del avión; ya se han adueñado de esa sección. Fui ahí atrás hace unos veinte minutos y me encontré con una partida de póquer en curso. La cabina de la sección de negocios está repleta de ayudantes, asistentes, secretarios, publicistas y personal de seguridad. La cabina de primera clase supuestamente está reservada en exclusiva para los delegados.
Puesto que tan sólo hay veintiún delegados, vamos de aquí para allá como por equipos; incluso aquí persisten los guetos: los jokers tienden a sentarse con otros jokers, los nats con los nats, los ases con los ases.
Hartmann es el único hombre a bordo que parece estar completamente a gusto en cualquiera de los tres grupos. Me saludó con calidez en la conferencia de prensa y se sentó con Howard y conmigo durante algunos momentos después de embarcar, hablándonos con seriedad acerca de las esperanzas que ha puesto en este viaje. Es difícil no sentir simpatía por el senador. Jokertown le ha entregado la mayoría de los votos en cada una de sus campañas, desde los tiempos en que era alcalde, y no es sorpresa alguna: ningún otro político ha trabajado tanto y durante tanto tiempo para defender los derechos de los jokers. Hartmann me da esperanzas; es la prueba viviente de que es posible que existan la confianza y el respeto mutuo entre un joker y un nat. Es un hombre decente, honorable, y en estos días en que fanáticos como Leo Barnett se dedican a revivir odios y prejuicios antiguos, los jokers necesitan hacerse de tantos amigos como puedan en las altas esferas del poder.
El Dr. Tachyon y el senador Hartmann presiden de manera conjunta la delegación. El alienígena llegó ataviado como el corresponsal extranjero de algún clásico del cine negro: una gabardina repleta de cinturones, botones y hombreras, y un sombrero de fieltro con alas abotonables, inclinadas con elegancia a un lado, y con una pluma roja de unos treinta centímetros de largo. No me imagino el tipo de lugar al que uno acude a comprar una gabardina azul pastel de terciopelo. Es una lástima que todas esas películas sobre corresponsales extranjeros fueran en blanco y negro.
A Tachyon le gustaría pensar que comparte la falta de prejuicios de Hartmann hacia los jokers, pero eso no es estrictamente cierto. Trabaja sin cesar en su clínica, y es indudable que le importan, que le importan de verdad… Muchos jokers lo ven como un santo, como un héroe… Sin embargo, cuando se conoce al doctor desde hace tanto como yo, las verdades más profundas se hacen evidentes. En algún nivel tácito, él ve sus buenas obras en Jokertown como una penitencia. Se esfuerza mucho para ocultarlo pero, aun tras tantos años, uno puede percibir la repulsión en sus ojos. El Dr. Tachyon y yo somos «amigos», nos conocemos desde hace décadas, y creo con todo mi corazón que su preocupación por mí es sincera… pero ni por un segundo he sentido que me considere su igual, como lo hace Hartmann. El senador me trata como a un hombre, incluso como a un hombre importante, granjeándose mi amistad como lo haría con cualquier líder político capaz de arrastrar a más votantes. Para el Dr. Tachyon siempre seré un joker.
¿Es su tragedia, o la mía?
Tachyon no sabe nada acerca del cáncer. ¿Es eso un síntoma de que nuestra amistad está tan enferma como mi cuerpo? Tal vez. Ahora hace muchos años que ya no es mi médico personal. Mi doctor es un joker, al igual que mi contador, mi abogado, mi corredor de bolsa; hasta mi banquero: el mundo ha cambiado desde que el Chase me despidió y, como alcalde de Jokertown, me veo obligado a practicar mi muy personal estilo de discriminación positiva.
Nos acaban de dar la autorización para el despegue. El juego de las sillas se termina, la gente se abrocha los cinturones. Parece que me llevo a Jokertown dondequiera que vaya. Howard Mueller toma el lugar más cercano a mí, en un asiento adaptado para dar cabida a su figura de casi tres metros de alto y a la inmensa longitud de sus brazos. Se le conoce más como «Troll», y trabaja como jefe de seguridad en la clínica de Tachyon, pero me fijo en que no se sienta con el doctor, entre los ases. Los otros tres delegados jokers —el padre Calamar, Chrysalis y el poeta Dorian Wilde— también están en la sección central de primera clase. ¿Es una coincidencia, un prejuicio o vergüenza lo que nos puso aquí, en los asientos más alejados de las ventanas? Me temo que ser un joker te vuelve más paranoico sobre estas cuestiones. Los políticos, tanto los locales como los de la ONU, se han agrupado a nuestra derecha, los ases frente a nosotros (los ases por delante, claro, por supuesto) y a nuestra izquierda. Debo parar un segundo: la azafata me ha pedido que plegue mi mesa durante el despegue.
Estamos volando. Nueva York y el Aeropuerto Internacional Robert Tomlin han quedado bastante atrás y Cuba nos espera más adelante. Por lo que he oído, será una primera parada fácil y agradable. La Habana es casi tan americana como Las Vegas o Miami Beach, aunque considerablemente más decadente y perversa. Puede que hasta tenga amigos ahí: algunos de los mejores artistas jokers van a los casinos de La Habana después de iniciarse en la Casa de los Horrores y el Club del Caos. Tengo que recordarme a mí mismo que debo mantenerme alejado de las mesas de juego, a toda costa; está comprobado que la suerte de los jokers es notoriamente mala.
En cuanto se apaga el aviso de mantener el cinturón de seguridad abrochado, un gran número de ases sube al bar de primera clase. Oigo sus risas por la escalera de caracol. Peregrine, la bonita y joven Mistral (quien, cuando no usa su equipo de vuelo, luce como la estudiante universitaria que es), el bullicioso Hiram Worchester, y Asta Lenser, la bailarina del ABT cuyo nombre de as es Fantasy, ya forman una estrecha hermandad, una «pandilla dispuesta a divertirse» para los cuales nada podría salir mal. Son la juventud dorada, y Tachyon está prácticamente entre ellos. ¿Le atraen los ases o las mujeres? Incluso mi querida amiga Angela, que ama con todo su corazón a este hombre a pesar de que han pasado más de veinte años desde que terminaron, admite que el doctor piensa principalmente con el pene, en lo que a mujeres se refiere.
Sin embargo, aun entre los ases hay algunos que prefieren viajar solos. Jones, el hombre fuerte de color de Harlem (quien, al igual que Troll, Hiram W. y Peregrine, requiere un asiento a la medida para soportar su peso fuera de lo común), hace durar una cerveza mientras lee un ejemplar de Sports Illustrated. Radha O’Reilly está igual de sola, mirando por la ventana; se la ve muy tranquila. Billy Ray y Joanne Jefferson, los dos ases del Departamento de Justicia que encabezan nuestro contingente de seguridad, no son delegados y, por lo tanto, se sientan detrás, en la segunda sección.
Y luego está Jack Braun. La tensión entre él y los demás es casi palpable. La mayoría de los delegados lo tratan con amabilidad pero nadie es realmente amigable, y algunos le demuestran un abierto rechazo, como Hiram Worchester. Para el Dr. Tachyon es evidente que Braun ni siquiera existe. Me pregunto de quién sería la idea de traerlo a este viaje. De Tachyon, no, está claro, y parece algo demasiado peligroso políticamente como para que Hartmann sea el responsable. ¿Sería un gesto para apaciguar a los conservadores de SCARE, tal vez? ¿O existen ramificaciones que no he considerado?
Braun mira en dirección a las escaleras de cuando en cuando, como si no deseara nada más que unirse al feliz grupo de allá arriba, pero permanece anclado en su asiento. Es difícil creer que este chico imberbe de cabello rubio, con una chaqueta de safari hecha a medida, sea en realidad el tristemente célebre As traidor de los años cincuenta. Es de mi edad, o casi, pero aparenta apenas veinte años…, el tipo de chico que podría haber acompañado a la bonita y joven Mistral a su baile de graduación unos años atrás y haberla llevado a casa mucho antes de medianoche.
Uno de los reporteros —un tipo llamado Downs, de la revista Ases— estuvo aquí arriba hace rato, en un intento por entrevistar a Braun. Fue persistente, pero la negativa del as fue aún más firme, así que se dio por vencido. Repartió ejemplares de Ases y después se paseó por el bar, sin duda para importunar a alguien más. Yo no soy un lector habitual de Ases, pero acepté uno y le sugerí que su editor considerara hacer una publicación complementaria que se llamara Jokers. No le entusiasmó la idea.
El número muestra una fotografía bastante llamativa en primera plana del caparazón de la Tortuga, perfilado contra los tonos naranjas y rojos del atardecer, con la leyenda: «La Tortuga: ¿viva o muerta?» No han visto a la Tortuga desde el Día Wild Card del pasado mes de septiembre, cuando la atacaron con napalm y la arrojaron en el Hudson. Encontraron pedazos retorcidos y quemados de su concha en el lecho del río, aunque su cuerpo nunca fue recuperado. Varios cientos de personas afirman haber visto a la Tortuga hacia la madrugada del día siguiente, volando con un caparazón más antiguo sobre el cielo de Jokertown, pero, puesto que no ha reaparecido desde entonces, algunos atribuyeron esos avistamientos a la histeria y a la ilusión colectiva.
No tengo una opinión formada sobre la Tortuga, aunque no me gustaría nada saber que ha muerto de verdad. Muchos jokers piensan que es uno de nosotros, que su caparazón esconde alguna de las deformidades indescriptibles que nos caracterizan. Sea cierto o no, ha sido un buen amigo de Jokertown durante mucho, mucho tiempo.
Hay, sin embargo, un aspecto de este viaje del cual nadie habla, aunque el artículo de Downs lo trae a la mente. Tal vez me corresponda a mí mencionar lo inmencionable. Lo cierto es que toda esa risa de allá arriba, en el bar, tiene un ligero timbre nervioso, y no es una coincidencia que este viaje con los gastos pagados, tan discutido durante años, se haya concretado tan rápido en los últimos dos meses. Nos quieren fuera de la ciudad por un tiempo: no sólo a los jokers, sino también a los ases. A los ases en particular, para ser más precisos.
El último Día Wild Card fue una catástrofe para la ciudad y para todas y cada una de las víctimas del virus. El nivel de violencia fue impactante y le dedicaron titulares en toda la nación. El asesinato aún sin resolver de Aullador, el desmembramiento de un niño as en medio de una enorme multitud sobre la tumba de Jetboy, el ataque al Aces High, la destrucción de la Tortuga (o, al menos, de su caparazón), la masacre en los Cloisters, donde hallaron una docena de cuerpos despedazados, la batalla aérea antes del amanecer que iluminó todo el lado este…; días e incluso semanas después, las autoridades aún no estaban seguras de tener una cifra precisa del total de muertes.
Un anciano fue encontrado incrustado literalmente en un muro sólido de ladrillos y, cuando empezaron a romper la pared para sacarlo, se dieron cuenta de que no era posible determinar dónde acababa la carne y dónde empezaba el muro. La autopsia reveló una confusión espantosa, pues sus órganos internos se habían fusionado con los ladrillos.
Un fotógrafo del Post tomó una foto del viejito incrustado en la pared. Se le veía tan dulce y gentil. La policía anunció más tarde que el anciano era, en realidad, un as, y además un famoso criminal, responsable de las muertes de Chico Dinosaurio y de Aullador, del intento de asesinato de la Tortuga, del ataque al Aces High, de la batallas sobre el East River, de los horrendos ritos de sangre realizados en los Cloisters y de una amplia gama de delitos menores. Un gran número de ases se presentó para apoyar esta explicación pero el público no quedó convencido. Las encuestas dicen que la mayoría de las personas cree en la teoría de la conspiración que esbozó el National Informen según este medio, los asesinatos no estaban conectados, sino que fueron causados por ases muy poderosos, conocidos y desconocidos, que llevaban a cabo una serie de venganzas personales, usando sus poderes con un absoluto desprecio por las leyes y la seguridad pública, y que a posteriori esos ases conspiraron entre sí y con la policía para encubrir esas atrocidades, culpando de todo a un anciano lisiado que hallaron convenientemente muerto, sin duda a manos de un as.
Ya han anunciado la publicación de varios libros al respecto, cada uno de los cuales pretende explicar lo que «realmente» sucedió: el oportunismo de la industria editorial no conoce límites. Koch, siempre al tanto de los rumores, ordenó que algunos de estos expedientes fuesen examinados de nuevo y dio instrucciones al IAD de que investigara el papel que jugó la policía.
Los jokers generan lástima y odio. Pero los ases aún conservan gran poder y, por primera vez en muchos años, un importante segmento de la sociedad ha empezado a desconfiar de ellos y a temer su poder. No es de extrañar que últimamente demagogos como Leo Barnett hayan ganado tanta presencia en la opinión pública.
Así que estoy convencido de que nuestro viaje tiene una agenda oculta: lavar la sangre con algo de «buena tinta», como se dice, a fin de disipar el miedo de la gente, reconquistar su confianza y alejar los pensamientos de los sucesos del Día Wild Card.
Admito tener sentimientos encontrados con respecto a los ases, algunos de los cuales es indiscutible que abusan de su poder. Sin embargo, como joker, espero desesperadamente que tengamos éxito… y temo desesperadamente las consecuencias de no ser así.