por Michael Cassutt
I
El mes de abril trajo poco alivio a los moscovitas, sorprendidos por un invierno inusualmente frío. Tras una breve ráfaga de brisas del sur, que envió a los chicos a los campos de fútbol recién reverdecidos y animó a las chicas guapas a desprenderse de sus abrigos, los cielos se habían oscurecido de nuevo, y una lluvia deprimente y aburrida había vuelto a caer. Para Polyakov, la escena era otoñal y, por lo tanto, más que apropiada. Sus maestros, tras examinar la nueva brisa proveniente del Kremlin, habían decretado que ésta sería la última primavera moscovita de Polyakov. El más joven y menos contaminado Yurchenko subiría de rango y Polyakov se retiraría a una casa de campo, lejos de Moscú.
«Mejor así», pensó Polyakov, ya que los científicos decían que los patrones climáticos habían cambiado por las explosiones en Siberia. Era posible que nunca hubiera otra primavera decente en Moscú.
Sin embargo, aún enfundada en sus ropas otoñales, la capital soviética tenía la habilidad de inspirarlo. Desde esa ventana podía ver el grupo de árboles donde el río Moscú bordeaba Gorky Park y, más allá, con la apariencia apropiadamente medieval que les confería la niebla, estaban las cúpulas de la catedral de San Basilio y el Kremlin. En la mente de Polyakov, la edad se equiparaba con el poder, lo cual tenía sentido, dado que él era ya un anciano.
—¿Quería verme? —La voz interrumpió sus cavilaciones. Era un joven comandante, vestido con el uniforme de la Departamento Central de Inteligencia, conocido de forma extraoficial como el «GRU». Tenía unos treinta y cinco años, «un poco mayor para seguir en el cargo de comandante —pensó Polyakov—, sobre todo si ya posee la medalla de Héroe de la Unión Soviética». Con aquellos rasgos clásicos de ruso blanco y aquel cabello rubio rojizo, el hombre parecía uno de esos oficiales poco comunes cuyas fotografías aparecían en la portada del Red Star todos los días.
—Mólniya. —Polyakov eligió usar el nombre en código del joven oficial en lugar de su nombre cristiano y su patronímico, y le tendió la mano. La formalidad inicial era uno de los trucos del interrogador. El mayor titubeó pero terminó por estrechársela. A Polyakov le complació notar que Mólniya llevaba guantes negros de goma. Hasta el momento, su información era acertada—. Sentémonos.
Se instalaron frente a frente, a ambos lados de la madera pulida de la mesa de conferencias. Alguien les había provisto de agua, y Polyakov la señaló:
—Tienen una sala de conferencias muy cómoda, aquí.
—Estoy seguro de que difícilmente puede compararse con las de la plaza Dzerzhinsky —contestó Mólniya con la cantidad precisa de insolencia. La plaza Dzerzhinsky era la ubicación de la sede de la KGB.
Polyakov rió.
—De hecho, es idéntica, gracias a la planificación central. Pero Gorbachov está acabando con eso, según tengo entendido.
—También es sabido que leemos el correo del Politburó.
—Bien. Entonces sabe exactamente por qué estoy aquí y quién me envió.
Mólniya y el GRU habían recibido órdenes de cooperar con la KGB y esas órdenes venían de los puestos más altos. Esa era la ligera ventaja que Polyakov traía a esa reunión, una ventaja que, como rezaba el dicho, tenía todo el peso de las palabras escritas en agua…, ya que él era un anciano y Mólniya era el gran as soviético.
—¿Conoce el nombre de Huntington Sheldon?
Mólniya sabía que le estaban poniendo a prueba y dijo con voz cansada:
—El director de la CIA de 1966 a 1972.
—Sí, un hombre muy peligroso… El ejemplar de la semana pasada de la revista Time muestra una fotografía de él de pie frente a la Lubiyanka, ¡señalando la estatua de Dzerzhinsky!
—Quizá haya una lección en ello: ¡preocúpate por tu propia seguridad y deja en paz nuestras operaciones!
—No estaría aquí si ustedes no hubieran obtenido un fracaso tan espectacular.
—A diferencia del récord perfecto de la KGB. —Mólniya no intentó ocultar su desprecio.
—Oh, nosotros hemos tenido nuestros fracasos. Lo que diferencia nuestras operaciones es que han sido aprobadas por el Consejo de Inteligencia. Usted es un miembro del partido, por lo que no pudo graduarse de la Escuela de Alta Ingeniería de Kharkov sin estar al menos familiarizado con los principios del pensamiento colectivo. Los éxitos se comparten. Lo mismo sucede con los fracasos. Esta operación que usted y Dolgov maquinaron…; ¿qué estaban haciendo, tomar clases de Oliver North?
Mólniya se sobresaltó ante la mención del nombre de Dolgov, un secreto de estado y, sobre todo, un secreto del GRU. Polyakov continuó:
—¿Le preocupa lo que digamos, mayor? No es necesario. Esta es la habitación más limpia de la Unión Soviética. —Sonrió.
—Mis conserjes la limpiaron. Lo que digamos aquí quedará entre nosotros.
—Entonces, dígame —dijo Polyakov—, ¿qué demonios salió mal en Berlín?
Las secuelas del secuestro de Hartmann habían sido terribles. Aunque sólo unos cuantos periódicos alemanes y norteamericanos de derecha mencionaron una posible participación soviética, la CIA y otras agencias occidentales hicieron las conexiones. Encontrar los cuerpos, mutilados como estaban, de los vándalos de la Fracción del Ejército Rojo había permitido a la CIA rastrear hacia atrás, hasta llegar a sus residencias, nombres encubiertos, cuentas bancarias y contactos, destruyendo en cuestión de días una red que había estado en activo durante veinte años. Dos agregados militares, en Viena y Berlín, habían sido expulsados, y otras iban por el mismo camino.
La participación del abogado Prahler en un asunto tan brutal e inepto haría imposible que otros agentes encubiertos de su nivel actuaran y dificultaría el reclutar a nuevos.
Y quién sabe qué más contaba el senador norteamericano.
—¿Sabe, Mólniya? Durante años, mi servicio mantuvo a espías en el mismo corazón del servicio de inteligencia británico…, incluso tuvimos uno que actuaba como contacto con la CIA.
—Philby, Burgess, Maclean y Blount. Y el viejo Churchill, también, si cree en las novelas occidentales de espías. ¿A qué viene esta anécdota?
—Sólo intento darle una idea del daño que ha hecho. Esos espías paralizaron a los británicos durante más de veinte años. Eso es lo que podría sucedernos… a ambos. Sus jefes del GRU nunca lo admitirán; si lo hacen, sin duda no lo discutirán con usted. Pero ése es el desorden que tengo que limpiar.
«Bien, Si sabe algo sobre mí… —Polyakov estaba seguro de que Mólniya sabía tanto sobre él como la KGB, lo cual significaba que Mólniya no sabía algo muy importante—, sabrá que soy justo. Soy viejo, gordo, anónimo… pero soy objetivo. Me retiro dentro de cuatro meses. No tengo nada que ganar si causo una nueva guerra entre nuestros dos servicios.
Mólniya apenas le devolvía la mirada. Bueno, Polyakov ya esperaba algo así. La rivalidad entre el GRU y la KGB había sido sangrienta. En varias ocasiones, en el pasado, cada servicio se las había arreglado para hacer que dispararan a los líderes de su rival. No hay nada que dure tanto como la memoria institucional.
—Ya veo. —Polyakov se puso de pie—. Siento haberle molestado, comandante. Es obvio que el secretario general se equivocó, no tiene nada que decirme…
—¡Haga sus preguntas!
Cuarenta minutos después, Polyakov suspiró y dejó caer su peso en el respaldo de la silla. Al girar ligeramente, podía ver por la ventana. La sede del GRU era conocida como «el Acuario», debido a sus paredes de vidrio. Le quedaba bien. Cuando otro oficial del GRU le condujo frente al Instituto de Biología Espacial —el cual, junto al poco usado Aeropuerto Central Frunze, rodeaban al Acuario—, Polyakov había notado que aquel edificio era quizá el lugar más inaccesible, de hecho incluso invisible para los habitantes de la ciudad de Moscú: casi transparente. ¡Un edificio de quince pisos con nada más que ventanas desde el suelo hasta el techo!
Encontrarlo acogedor era un error. Polyakov sentía lástima por el ocasional visitante teorético. Incluso antes de llegar al círculo interior, uno tenía que penetrar uno exterior consistente en tres burós secretos de diseño de aeronaves, el aún más secreto buró de diseño de aeronaves de Chelomei, o la Academia de las Fuerzas Aéreas de la Orden de la Bandera Roja.
En el extremo más alejado del patio, situado contra la pared impenetrable de cemento que rodeaba al Acuario, había un crematorio. La historia era que, en la entrevista final, antes de ser aceptados en el GRU, a cada candidato se le mostraba aquel edificio verde y bajo, así como una película especial.
La película exhibía la ejecución de 1959 del coronel Popov del GRU, a quien habían descubierto espiando para la CIA. Popov estaba atado a una camilla con cable irrompible y lo destinaron sin más a alimentar vivo a las llamas. El proceso se interrumpió para que el ataúd de otro empleado del GRU, sustancialmente más respetado, pudiera ser consignado primero.
El mensaje era claro: «El GRU sólo se abandona a través del crematorio. Somos más importantes que la familia, que el país». Un hombre como Mólniya, entrenado por una organización como ésa, no era vulnerable a ninguno de los trucos de interrogación de Polyakov. En casi una hora, todo lo que Polyakov había logrado sacarle eran detalles operativos: nombres, lugares, eventos; material que ya poseía. Había algo más por saber un secreto de algún tipo, estaba seguro de ello. Un secreto que nadie más había podido sacarle a Mólniya. Un secreto que, quizá, nadie más que Polyakov sabía que existía. ¿Cómo podía hacer que Mólniya hablara? ¿Qué podía ser más importante para ese hombre que aquel crematorio?
—Debe de ser difícil ser un as soviético.
Si Mólniya se sorprendió al escuchar la declaración repentina de Polyakov, no lo demostró.
—Mi poder es sólo otra herramienta que debe usarse contra los imperialistas.
—Estoy seguro de que eso es lo que a sus superiores les gustaría pensar. Dios nos libre si lo usara para su propio beneficio. —Polyakov se sentó de nuevo. Esta vez se sirvió un vaso de agua. Le tendió la botella a Mólniya, quien negó con la cabeza—. Debe de estar cansado de las bromas sobre el agua y la electricidad.
—Sí —dijo Mólniya con voz cansada—. Tengo que ser cuidadoso cuando llueve y no puedo bañarme. La única forma del agua que me agrada es la nieve… Teniendo en cuenta el número de personas que saben lo mío, es increíble cuántas bromas he escuchado.
—Tienen a su familia, ¿cierto? No conteste. No es algo que yo sepa. Es sólo… la única manera de controlarlo.
El virus wild card se había disipado relativamente para cuando alcanzó la Unión Soviética, pero aún era bastante potente para crear jokers y ases, y para ocasionar la creación de una comisión estatal secreta para lidiar con el problema. De una manera típicamente estalinista, los ases fueron segregados de la población y «educados» en campos especiales. Los jokers desaparecieron sin más. En muchos sentidos, fue peor que la Purga, de la cual Polyakov había sido testigo cuando era un adolescente. En los años treinta, llamaron a la puerta de los miembros del partido, aquellos con ambiciones incorrectas. Pero durante la Purga Wild Card, todos estaban en peligro.
Incluso en el Kremlin. Incluso en los más altos niveles.
—Conocí a alguien como usted, Mólniya. Trabajaba para él, no muy lejos de aquí, por cierto.
Por vez primera, Mólniya bajó la guardia. Estaba genuinamente intrigado.
—¿Es cierta la leyenda?
—¿Qué leyenda? ¿La de que el camarada Stalin era un joker y murió con una estaca clavada en el corazón? ¿O que fue Lysenko quien resultó afectado? —Polyakov vio que Mólniya los conocía a todos—. ¡Debo decir que me sorprende la idea de que tales invenciones circulen entre oficiales de la inteligencia militar!
—Estaba pensando en la leyenda según la cual no quedó nada de Stalin para enterrar, que el cuerpo exhibido en el funeral fue preparado por los mismos genios que conservaron el de Lenin.
«Muy cerca», pensó Polyakov. ¿Qué es lo que sabía Mólniya?
—Usted es un héroe de guerra, Mólniya. Sin embargo, huyó de ese edificio en Berlín como un soldado raso. ¿Por qué?
Ese era otro de los antiguos trucos: la súbita transición, de regreso a asuntos más inmediatos.
Mientras Mólniya respondía que honestamente no recordaba haber huido, Polyakov le dio la vuelta a la mesa y, acercando su silla, se sentó junto a él. Estaban tan cerca que Polyakov podía olerle el jabón y, debajo de él, el sudor, y algo que podría ser ozono.
—¿Sabe distinguir a los ases?
Al fin, Mólniya se estaba poniendo nervioso.
—No, sin una demostración… no.
Polyakov bajó la voz y clavó un dedo en la medalla de héroe que Mólniya llevaba en el pecho.
—A ver qué piensa ahora.
El rostro de Mólniya se sonrojó y se formaron lágrimas en sus ojos. Retiró su mano enguantada de la mano de Polyakov de un tirón. Todo en un instante.
—¡Me estaba quemando!
—En unos segundos, sí. Carne quemada.
—Eres tú. —Estaba fascinado: después de todo, tenían mucho en común…, como el miedo en el rostro de Mólniya—. Ésa era otra de las leyendas, que había un segundo as, pero se suponía que pertenecía a la alta jerarquía del partido, a la gente de Brezhnev.
Polyakov se encogió de hombros.
—El segundo as no le pertenece a nadie. Es muy cuidadoso con respecto a eso. Le rinde lealtad a la Unión Soviética, a los ideales soviéticos y a la realidad potencial, no a la lamentable realidad. —Permaneció cerca de Mólniya—. Y ahora usted conoce mi secreto. De as a as…, ¿qué tiene que decirme?
Dejar el Acuario le sentó bien. Años de odio institucional habían impregnado el lugar de una barrera casi física, como una carga eléctrica que repelía a todos los enemigos, en especial a la KGB.
Polyakov debería sentirse eufórico: había obtenido una información muy importante de Mólniya que ni siquiera el mismo comandante sabía cuán valiosa era. Nadie sabía por qué el secuestro de Hartmann había fracasado, pero lo que le había sucedido a Mólniya podía explicarse mejor por la presencia de un as escondido, uno con el poder de controlar las acciones de otros hombres. Mólniya no podía saber, por supuesto, que algo muy parecido había sucedido en Siria. Pero Polyakov había visto ese informe. Y temía conocer la respuesta.
El hombre que bien podría ser el próximo presidente de Estados Unidos era un as.
II
—El presidente le verá ahora.
Para sorpresa de Polyakov, la recepcionista era una joven de belleza extraordinaria, una rubia sacada de una película norteamericana. Ya no estaba Seregin, el viejo portero de Andropov, un hombre con la apariencia física de una hacha —bastante apropiada— y una personalidad que hacía juego con ella. Seregin era perfectamente capaz de dejar que un miembro del Politburó esperara una eternidad en aquella oficina exterior o, si era necesario, expulsar físicamente a alguien lo bastante tonto como para hacer una visita inesperada al presidente del Comité para la Seguridad del Estado, el jefe de la KGB.
Polyakov imaginó que la mujer de movimientos elegantes era potencialmente tan letal como Seregin; sin embargo, la idea le pareció absurda, un intento de poner una sonrisa en el rostro del tigre. Conozcan a su nuevo y solícito Kremlin. ¡La KGB amigable de hoy!
Seregin ya no estaba. Al igual que tampoco estaba Andropov; y el mismo Polyakov ya no era bienvenido en el piso superior…, no sin la invitación del presidente.
El presidente se levantó del escritorio para besarlo, interrumpiendo el saludo de Polyakov.
—Georgy Vladimirovich, qué gusto verle. —Lo dirigió hacia un sofá: otra nueva adición, un rincón para conversar en la otrora espartana oficina—. No se le ve a menudo por estos lares. —«Porque usted así lo ha decidido», quería decir Polyakov.
—Mis obligaciones me han mantenido lejos.
—Por supuesto. Los rigores del trabajo de campo. —El presidente, quien, como la mayoría de los jefes de la KGB desde los tiempos de Stalin, era, en esencia, un político designado por el partido, había servido a la KGB como un soplón —un stukach—, no un operativo o analista. En eso era el líder perfecto de una organización integrada por un millón de stukachi—. Cuénteme su visita al Acuario.
Al grano, a los negocios. Otro signo del estilo de Gorbachov. Polyakov fue minucioso, casi tedioso, al reproducir el interrogatorio, con una omisión importante. Contaba con la famosa impaciencia del presidente, y no se llevó ninguna decepción.
—Esos detalles operativos están bastante bien, Georgy Vladimirovich, pero se desperdician con los pobres burócratas, ¿hmm? —Una sonrisa de autodevaluación—. ¿El GRU le dio su cooperación total y completa, como indicó el secretario general?
—Sí… es una lástima —dijo Polyakov, ganándose la igualmente famosa risa del presidente.
—¿Tiene suficiente información como para salvar nuestras operaciones europeas?
—Sí.
—¿Cómo procederá? Entiendo que las redes alemanas están regresando. Cada día Aeroflot trae a varios de nuestros agentes de vuelta.
—En el caso de quienes no están sujetos a juicio en Occidente, así es. Ahora Berlín es un erial para nosotros. La mayor parte de Alemania es estéril y lo será durante años.
—Cartago —dijo el presidente.
—Pero tenemos otros activos. Activos encubiertos que no han sido utilizados en años. Propongo que activemos uno conocido como «Dancer».
El presidente sacó un bolígrafo y escribió una nota para que le trajeran el archivo de Dancer del registro. Asintió.
—¿Cuánto tiempo llevará esta… recuperación? Deme una estimación honesta.
—Al menos dos años.
La mirada del presidente se desvió.
—Lo cual me lleva a una pregunta personal —insistió Polyakov—. Mi jubilación.
—Sí, su jubilación. —El presidente suspiró—. Creo que el único camino es incluir a Yurchenko en esto tan pronto como sea posible, ya que él será el que terminará el trabajo.
—A menos que posponga mi jubilación. —Polyakov había mencionado lo indecible. Miró al presidente hacer una búsqueda inhabitual de una respuesta no programada.
—Bien. Eso sería un problema, ¿o no? Todos los documentos se han firmado. La promoción de Yurchenko ya está aprobada. Usted será promovido a general y recibirá su tercera medalla de héroe. Estamos preparados para anunciarla en la asamblea del pleno del próximo mes. —El funcionario se inclinó hacia adelante—. ¿Es por dinero, Georgy Vladimirovich? No debería mencionar esto pero a menudo existe un bono de pensión por… servicios extremadamente valiosos.
No iba a funcionar. El presidente podía ser un mercenario político pero no carecía de habilidades. Le habían ordenado limpiar la casa en la KGB y eso haría. En ese momento temía más a Gorbachov que a un espía enemigo.
Polyakov suspiró.
—Sólo quiero terminar mi trabajo. Si ésa no es la… voluntad del partido, me retiraré como acordamos.
El presidente había anticipado una lucha y se sintió aliviado al ganar tan rápido.
—Comprendo lo difícil de su situación, Georgy Vladimirovich. Todos conocemos su tenacidad. No tenemos suficientes elementos como usted. Pero Yurchenko es competente. Después de todo, usted le entrenó.
—Le informaré.
—Le diré algo —dijo el presidente—. Su jubilación no entra en vigor hasta finales de agosto.
—Mi sexagésimo tercer cumpleaños.
—No veo ninguna razón por la que debamos privarnos de su talento antes de esa fecha. —El presidente estaba escribiendo notas para sí mismo de nuevo—. Esto es altamente inusual, como usted sabe, pero ¿por qué no va con Yurchenko? ¿Hmm? ¿Dónde está ese Dancer?
—En Francia, de momento, o en Inglaterra.
El presidente estaba satisfecho.
—Estoy seguro de que se nos ocurrirían peores lugares para un viaje de negocios. —Escribió otra nota con su bolígrafo—. Le autorizaré a acompañar a Yurchenko… para ayudar en la transición. —Una encantadora frase burocrática.
—Gracias.
—Tonterías, se lo ha ganado. —El presidente se levantó y se dirigió al aparador. Eso, al menos, no había cambiado. Sacó una botella de vodka que estaba casi vacía, sirvió dos vasos llenos y la terminó—. Un brindis prohibido: ¡por el final de una era!
Y bebieron.
El presidente se sentó de nuevo.
—¿Qué sucederá con Mólniya? Sin importar cómo lo echó todo a perder en Berlín, es demasiado valioso para desperdiciarlo en ese horrible horno que tienen ellos.
—Está enseñando tácticas, aquí en Moscú. Cuando sea oportuno, si es bueno, puede que le dejen regresar al trabajo de campo.
El presidente se estremeció visiblemente.
—¡Qué desastre! —Su sonrisa restirada mostraba un par de dientes de acero—. ¡Que un wild card trabaje para ti! Me pregunto si uno puede dormir en esas condiciones.
Polyakov vació su vaso.
—Yo no.
III
A Polyakov le encantaban los periódicos ingleses. The Sun… The Mirror… The Globe… Con sus estridentes titulares de seis centímetros sobre las últimas peleas de la realeza y sus mujeres desnudas; eran pan y circo, todo en uno. Un miembro del parlamento era enjuiciado por contratar una prostituta por cincuenta libras y después, en las palabras típicamente contenidas del The Sun, «¡No sacó provecho a su dinero!» («“Todo acabó tan rápido”, alega la mujerzuela»). ¿Cuál era el mayor pecado para esos periodistas?, se preguntó Polyakov.
Una diminuta baraja en esa misma primera página mencionaba que la gira de ases había llegado a Londres.
Quizá el afecto de Polyakov por los periódicos derivaba de su apreciación profesional. Cada vez que estaba en Occidente, su historia, su tapadera, era la de un corresponsal del Tass, lo cual había requerido que dominara suficientes habilidades periodísticas rudimentarias para pasar como tal, aunque la mayoría de los reporteros occidentales que conocía asumían que era un espía. Nunca había aprendido a escribir bien —por lo menos, no con la ebria elocuencia de sus colegas de la calle Fleet— pero tenía una gran tolerancia a la bebida y sabía reconocer una historia.
En ese nivel, al menos, el periodismo y la inteligencia no eran mutuamente excluyentes.
Por desgracia, los antiguos lugares favoritos de Polyakov no eran apropiados para un encuentro con Dancer. El hecho de que cualquiera de ellos fuera reconocido sería desastroso para ambos. En realidad, no podían usar ningún sitio público de ningún tipo.
Para empeorar las cosas, Dancer era un agente incontrolable: un «activo cooperativo», por usar la jerga cada vez más insulsa del Centro de Moscú. Polyakov no lo había visto en más de veinte años, y aquél había sido un encuentro accidental, seguido de más años de separación. No había señales preestablecidas, entregas de mensajes, intermediarios ni canales que informaran a Dancer de que Polyakov había venido a buscarle.
Aunque la notoriedad de Dancer hacía que ciertos tipos de contacto fueran imposibles, hacía el trabajo de Polyakov más sencillo en un sentido: si quería saber cómo encontrar a ese activo en particular: todo lo que tenía que hacer era leer el periódico.
Su asistente y futuro sucesor, Yurchenko, estaba ocupado congraciándose con el rezident de Londres; ambos hombres mostraban un mero interés pasajero en las idas y venidas de Polyakov, bromeando con que el amigo, a punto de jubilarse, pasaba el tiempo con las prostitutas de King’s Cross:
—Sólo asegúrese de no terminar en los periódicos, Georgy Vladimirovich —había bromeado Yurchenko—. Si lo hace… ¡que al menos le haya sacado partido a su dinero! —Ya que tal comportamiento por parte de Polyakov no carecía de precedentes. Bueno, él nunca se había casado. Y unos años en Alemania, en particular en Hamburgo, le habían desarrollado el gusto por las boquitas jóvenes a precios accesibles. También era bastante cierto que la KGB no confiaba en un agente que no poseyera una debilidad notable. Tener un vicio era tolerado, mientras fuera uno de los controlables —alcohol, dinero, o mujeres—, en lugar de, digamos, la religión. Un dinosaurio como Polyakov —¡qué había trabajado para Beria, por Dios!— que había desarrollado el gusto por el amor… Bueno, eso se consideraba libertino, incluso encantador.
Desde la oficina de Tass, cerca de la calle Fleet, Polyakov fue solo al hotel Grosvenor House, en uno de los famosos taxis negros ingleses (ése, de hecho, pertenecía a la embajada) por Park Lane, a Knightsbridge, y de ahí a Kensington Road. Era temprano, un día laboral, y el taxi se arrastraba por un mar de vehículos y humanidad. El sol estaba en lo alto, quemando la bruma matutina. Iba a ser un hermoso día primaveral londinense.
En Grosvenor House, Polyakov tuvo que convencer a un grupo de agentes de la policía secreta bastante obvios que lo dejaran pasar, mientras advertía la presencia de otros agentes más discretos. Le permitieron llegar hasta la estación del conserje, donde encontró a otra joven en lugar del acostumbrado vigilante viejo, lo cual le molestó. La chica incluso se parecía a la nueva recepcionista del presidente.
—¿El teléfono interno me conectará con las plantas en las que se hospeda la gira de ases?
La conserje frunció el ceño y formuló una respuesta. Era evidente que la presencia de la gira no era de conocimiento común, pero Polyakov se adelantó a sus preguntas al presentar sus credenciales de prensa; era la misma manera con que había logrado pasar a los guardias. Ella las examinó —eran genuinas, de todos modos— y lo guió a los teléfonos.
—Es posible que no contesten a estas horas, pero estas líneas son directas.
—Gracias. —Esperó hasta que ella se retiró; después le pidió a la operadora que llamara al número de habitación que uno de los empleados de servicio de la embajada ya le había facilitado.
—¿Sí? —Polyakov no había esperado que la voz cambiara; sin embargo, le asombró de que no lo hubiera hecho.
—Ha pasado mucho tiempo…, Dancer.
Polyakov no se sorprendió por el largo silencio al otro extremo.
—Eres tú, ¿verdad?
Estaba complacido. Dancer retenía suficiente conocimiento de las técnicas usadas en Inteligencia para que la conversación telefónica resultara insulsa.
—¿Acaso no te prometí que te visitaría algún día?
—¿Qué quieres?
—Que nos reunamos, ¿qué si no? Verte.
—Éste no es el lugar…
—Hay un taxi esperando en la puerta. Es fácil detectarlo. Es el único, por el momento.
—Bajaré en unos minutos.
Polyakov colgó y se apresuró a llegar al taxi, sin olvidar dedicar un gesto de cabeza a la conserje de nuevo.
—¿Ha tenido suerte?
—La suficiente. Gracias.
Se deslizó hacia el interior del vehículo y cerró la puerta. Su corazón latía con fuerza. «Dios mío», pensó, «¡soy como un adolescente esperando a una chica!»
Tras una breve espera, la puerta se abrió. De inmediato, Polyakov se sintió inundado por la esencia de Dancer. Le tendió la mano, al estilo occidental.
—Doctor Tachyon, supongo.
El conductor era un joven uzbeko de la embajada cuya especialidad profesional era el análisis económico, pero cuya mayor virtud era su habilidad para mantener la boca cerrada. Su total falta de interés en las actividades de Polyakov y el reto de navegar por las concurridas calles de Londres brindaron a los dos hombres algo de privacidad.
El wild card de Polyakov no tenía rostro, así que nunca se sospechó que tuviera un as o un joker. Eso, y el hecho de que sólo había usado sus poderes en dos ocasiones.
La primera vez fue durante el largo y brutal invierno de 1946-1947, el primero tras la liberación del virus. Entonces Polyakov era un teniente de grado superior y había pasado la Gran Guerra Patriótica como un zampolit, u oficial político, en las fábricas de municiones de los Urales. Cuando los nazis se rindieron, el Centro de Moscú lo asignó a las fuerzas de contrainsurgencia que luchaban contra los nacionalistas ucranianos: los «hombres de los bosques» que habían peleado con los nazis y no tenían intención de rendirse (de hecho, continuaron luchando hasta 1952).
El jefe de Polyakov era un matón llamado Suvin, quien confesó borracho una noche que había sido verdugo en el Lubiyanka durante la Purga. Suvin había desarrollado un gusto real por la tortura; Polyakov se preguntó si ésa era la única respuesta posible a un trabajo que requería a diario que uno le disparara a un compañero miembro del partido en la nuca. Una noche, Polyakov trajo a un adolescente ucraniano para interrogarlo. Suvin había bebido y le sacó la confesión al chico a golpes, lo cual era una pérdida de tiempo: éste ya había confesado el robo de alimentos; pero Suvin quería relacionarlo con los rebeldes.
Polyakov recordaba, mayormente, que esa noche se encontraba exhausto. Como todos en la Unión Soviética ese año, incluidos quienes estaban en los más altos niveles, pasaba hambre a menudo. «Fue el cansancio», pensaba avergonzado ahora, «y no la compasión humana lo que le hizo lanzarse contra Suvin y arrojarlo a un lado». El jefe se volvió hacia él y pelearon. Desde debajo del otro hombre, Polyakov se las arregló para colocarle las manos en la garganta. No tenía la más remota posibilidad de ahorcarlo…; no obstante, Suvin se puso rojo de pronto, de un rojo peligroso, y literalmente estalló en llamas.
El joven prisionero estaba inconsciente y no se enteró de nada. Dado que las bajas en la zona de guerra se atribuían de manera rutinaria a la acción enemiga, el bravucón de Suvin fue reportado de forma oficial como muerto de «manera heroica» de un «trauma torácico extremo» y «quemaduras»: un eufemismo para no reconocer que ardió en llamas hasta convertirse en cenizas. El incidente aterrorizó a Polyakov. Al principio, ni siquiera supo lo que había sucedido; la información acerca del virus wild card era restringida. Pero, eventualmente, se dio cuenta de que tenía un poder…, que era un as. Y juró no usar nunca de nuevo su poder.
Sólo había roto esa promesa una vez.
Para el otoño de 1955, Georgy Vladimirovich Polyakov, que ya había ascendido a capitán, fingía ser un joven reportero del Tass en Berlín Occidental. Los ases y los jokers aparecían mucho en las noticias en esos días. Los periodistas de Tass monitoreaban las audiencias de Washington con horror (pues a algunos de ellos les recordaba a la Purga) y placer. ¡Los poderosos ases norteamericanos eran neutralizados por sus propios compatriotas!
Era sabido que algunos ases y su titiritero taquisiano (como lo describía Pravda) habían huido de EE.UU. tras las primeras audiencias de la HUAC. Se convirtieron en objetivos de alta prioridad para el Octavo Directorio, el departamento de la KGB responsable de Europa Occidental. Tachyon en particular era un objetivo personal para Polyakov. Quizá el taquisiano tenía alguna pista en cuanto al secreto del virus wild card, algo que lo explicara, algo que lo hiciera desaparecer. Cuando escuchó que el taquisiano estaba en las zonas bajas de Hamburgo, se dirigió de inmediato hacia allá.
Como Polyakov había realizado viajes previos de «investigación» al distrito de la zona roja de Hamburgo, sabía qué burdeles era probable que atendieran a un cliente tan inusual como Tachyon. Encontró al extraterrestre en el tercer establecimiento. Era casi el amanecer; el taquisiano estaba ebrio, desmayado y sin dinero. Tachyon debería estar agradecido: los alemanes tenían poca simpatía por los indigentes ebrios, y los dueños de los prostíbulos de Hamburgo mucha menos aún. Tachyon habría tenido suerte si lo hubieran arrojado al canal… con vida.
Polyakov lo llevó a una casa de seguridad en Berlín Oriental, donde, tras una larga discusión entre los rezidenti, se le abasteció de cantidades controladas de alcohol y mujeres mientras recuperaba poco a poco la salud…, y mientras Polyakov y al menos una docena de colegas lo interrogaban. Incluso el mismo Shelepin se tomó un tiempo libre de sus intrigas en Moscú para hacerle una visita.
Al cabo de tres semanas resultó evidente que a Tachyon no le quedaba nada más que ofrecer. Polyakov sospechó que lo más probable era que el alienígena hubiera recuperado suficiente fuerza para soportar cualquier interrogatorio. Sin embargo, les había proporcionado tanta información sobre los ases norteamericanos, la historia y la ciencia taquisianas, y sobre el virus wild card mismo, que Polyakov en parte esperaba que sus superiores le otorgaran al extraterrestre una medalla y una pensión.
Y casi lo hicieron. Como los ingenieros de cohetes alemanes capturados tras la guerra, el destino final de Tachyon consistió en que lo repatriaran discretamente…, en ese caso a Berlín Occidental. Transfirieron a Polyakov a la residencia de ilegales de esa ciudad al mismo tiempo, con la esperanza de lograr contactos adicionales con el extraterrestre y permitir que ambos hombres entraran de manera simultánea a la ciudad. Por lo sucedido en Berlín Oriental, nunca serían amigos. Pero, debido al tiempo compartido en el sector occidental, nunca podrían ser enemigos totales.
—En estos cuarenta años en este mundo, he aprendido a alterar mis expectativas cada día —le dijo Tachyon—. Honestamente, creí que estabas muerto.
—Lo estaré dentro de poco —dijo Polyakov—. En cambio tú tienes mejor aspecto que en Berlín. Los años de veras pasan despacio para los de tu especie.
—Demasiado despacio, a veces. —Viajaron en silencio durante un rato, fingiendo disfrutar del paisaje mientras ordenaban sus ideas sobre el otro.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Tachyon.
—Para cobrar una deuda.
Tachyon con una ligera inclinación de cabeza, un gesto que mostraba cuán absolutamente integrado estaba ahora.
—Eso pensé.
—Sabías que sucedería algún día.
—¡Por supuesto! ¡Por favor, no me malinterpretes! Mi gente honra sus compromisos. Tú me salvaste la vida. Tienes derecho a cualquier cosa que pueda darte. —Entonces mostró una sonrisa forzada—. Esta única vez.
—¿Qué tan cercano eres al senador Gregg Hartmann?
—Es un miembro de alto rango de este viaje, así que he tenido algo de contacto con él. No mucho, últimamente, tras ese terrible suceso en Berlín.
—¿Qué opinas de él… como hombre?
—No le conozco lo suficiente para juzgarlo. Es un político y, por regla general, les desprecio. En ese sentido, me parece de lo mejor entre un grupo de lo peor. Su apoyo a los jokers parece genuino, por ejemplo. Esto seguro que no es un problema en tu país, pero es un tema muy sensible en Estados Unidos, en comparación con el derecho al aborto. —Hizo una pausa—. Dudo mucho que sea susceptible a ningún tipo de acuerdo, si eso es lo que preguntas.
—Veo que te ha dado por leer novelas de espías —dijo Polyakov—. Estoy más interesado en… llamémoslo un análisis político. ¿Es posible que llegue a ser presidente de Estados Unidos?
—Muy posible. Reagan está paralizado por la crisis actual y, a mi juicio, no es un hombre en buen estado de salud. No tiene un sucesor obvio, y la economía norteamericana podría empeorar antes de las elecciones.
La primera pieza del rompecabezas: un político norteamericano que ha dejado a su paso una serie de muertes misteriosas, dignas de Beria o Stalin. La segunda: el mismo político es secuestrado ni más ni menos que en dos ocasiones; y escapa bajo circunstancias misteriosas en ambas.
—Los demócratas tienen varios candidatos, ninguno desprovisto de debilidades. Hart se eliminará solo. Biden, Dukakis y cualquiera de los otros podría desaparecer mañana. Si Hartmann puede reunir una organización robusta, y si realiza un adecuado arranque de su campaña, podría ganar.
Un informe reciente de Moscú había predicho que Dole sería el siguiente presidente de EE.UU. Los estrategas del American Institute ya estaban creando un modelo psicológico experto basado en el senador de Kansas. Pero éstos eran los mismos analistas que predijeron que Ford vencería a Cárter y que Cárter vencería a Reagan. Basado en el principio de que los eventos nunca resultan como dicen los expertos, Polyakov se inclinaba a creer a Tachyon.
Incluso la probabilidad de que Hartmann llegara a la presidencia era importante…, ¡si en realidad era un as! Debía vigilarlo, incluso detenerlo de ser necesario, pero el Centro de Moscú nunca autorizaría esa medida.
El conductor, según le habían indicado previamente, se encaminó de regreso hacia el Grosvenor House. El resto del viaje transcurrió mientras recordaban los dos Berlinés y su estancia en Hamburgo.
—No estás satisfecho, ¿verdad? —dijo Tachyon—. Deseabas más de mí que un análisis político superficial.
—Ya conoces la respuesta.
—No tengo documentos secretos que pudiera compartir contigo. Tampoco paso demasiado inadvertido como para trabajar de espía.
—Tienes poderes, Tachyon.
—¡Y limitaciones! Sabes lo que haré y lo que no haré.
—¡No soy tu enemigo, Tachyon! Soy el único que recuerda tu deuda, y en agosto me retiraré. Ahora mismo sólo soy un viejo que intenta juntar las piezas de un rompecabezas.
—Entonces háblame de ese rompecabezas.
—Sabes que no puedo hacerlo.
—¿Entonces cómo puedo ayudarte?
Polyakov no respondió.
—Temes que por el simple hecho de hacerme una pregunta directa pueda saber demasiado sobre tus intenciones. ¡Eres como todos los rusos!
Por un momento, Polyakov deseó tener un poder wild card que le permitiera leer las mentes. Tachyon tenía muchas características humanas pero seguía siendo un taquisiano… Y ni siquiera todos los años de entrenamiento de Polyakov le ayudaban a concluir si el extraterrestre estaba mintiendo o no. ¿Debía confiar en el honor típico de Takis?
El taxi se detuvo junto a la acera y el conductor abrió la puerta. Pero Tachyon no se bajó.
—¿Qué va a ser de ti?
«Sí, ¿qué será de mí?», pensó Polyakov.
—Me convertiré en un respetable jubilado, como Jrushchov, acostumbrado a saltarme las filas; pasaré mis días leyendo y reviviendo mis aventuras junto a una botella de vodka ante personas que no las creerán.
Tachyon titubeó.
—Te he odiado durante muchos años…, no por explotar mi debilidad, sino por salvarme la vida. Yo estaba en Hamburgo porque deseaba morir. Pero ahora, finalmente, tengo algo por qué vivir, es algo muy reciente. Así que te estoy agradecido, ¿sabes?
Entonces salió del taxi y cerró la puerta con fuerza.
—Te veré de nuevo —dijo, con la esperanza de una negativa.
—Sí —dijo Polyakov—, así será. —El conductor se alejó. Desde el espejo retrovisor, Polyakov observó que el taquisiano los miró alejarse antes de entrar al hotel.
Sin duda se preguntaba dónde y cuándo aparecería de nuevo. Polyakov también se lo preguntó. Estaba completamente solo, ridiculizado por sus colegas, descartado por el partido, leal a viejos ideales que apenas podía recordar. En cierto modo, como el pobre Mólniya, enviado a alguna misión mal encauzada y luego abandonado.
El destino de un as soviético es ser traicionado.
Estaba programado para permanecer en Londres varias semanas más, pero si ya no podía obtener información útil de una fuente relativamente cooperadora como Dancer, no tenía sentido quedarse. Esa noche hizo las maletas para regresar a Moscú y a su jubilación. Tras una cena en la que su único acompañante fue una botella de Stolichnaya, Polyakov abandonó el hotel para dar un paseo por la calle Sloane, frente a las boutiques de moda. ¿Cómo llamaban a las jóvenes que hacían sus compras ahí? Ah, sí, «Sloane Rangers». Las Rangers, a juzgar por los especímenes aislados que se apresuraban a llegar a casa a esa hora, o por los extraños maniquíes en los escaparates, eran criaturas delgadas y espectrales. Demasiado frágiles para Polyakov.
En cualquier caso, su destino final, su despedida de Londres y el Occidente era King’s Cross, donde las mujeres eran más sustanciales.
Al llegar a Pont Street, sin embargo, advirtió que lo seguía un taxi negro fuera de servicio. Por unos instantes, pensó que podrían ser asaltantes: agentes renegados norteamericanos, terroristas de la Luz de Alá, o incluso matones ingleses; hasta que leyó, en el reflejo de un escaparate, el número de matrícula de un vehículo perteneciente a la embajada soviética. Un examen más detallado reveló que el conductor era Yurchenko.
Polyakov dejó de lado sus estrategias evasivas y se acercó al coche sin más. En la parte trasera había un hombre que no conoció.
—Georgy Vladimirovich —gritó Yurchenko—, ¡entra!
—No hay necesidad de gritar —dijo Polyakov—. Llamarás la atención. —Yurchenko era uno de esos jóvenes refinados para quienes el uso de las técnicas de Inteligencia resultaba tan sencillo que, a menos que se le recordara a menudo, descuidaba su uso.
Tan pronto como Polyakov subió al asiento delantero, el coche se metió entre el tráfico. Era bastante obvio que darían un paseo.
—Pensamos que te habíamos perdido —dijo Yurchenko con amabilidad.
—¿De qué trata todo esto? —preguntó Polyakov. Señaló al hombre callado en el asiento trasero—. ¿Quién es tu amigo?
—Este es Dolgov, del GRU. Me ha traído noticias preocupantes.
Por primera vez en años, Polyakov sintió verdadero temor. ¿Así sería su jubilación? ¿Una muerte «accidental» en un país extranjero?
—No me mantengas en suspense, Yurchenko. La última vez que lo comprobé, todavía era tu jefe.
Yurchenko no pudo mirarle.
—El taquisiano es un agente doble. Trabaja para los norteamericanos y lo ha estado haciendo durante treinta años.
Polyakov se volvió hacia el hombre de GRU atrás.
—Así que por fin el GRU está compartiendo su preciada información. Qué día tan maravilloso para la Unión Soviética. Supongo que deben sospechar que yo soy un agente.
El hombre del GRU habló por primera vez.
—¿Qué le dio el taquisiano?
—No voy a hablar con usted. Lo que mis agentes me den es asunto de la KGB.
—El GRU le informará de la situación, entonces: Tachyon tiene un nieto llamado Blaise, al cual encontró en París el mes pasado. Blaise es un nuevo tipo de as, el más poderoso y peligroso del mundo en potencia. Y nos lo arrebataron de las manos para llevarlo a Estados Unidos.
El vehículo cruzó Lambeth Bridge, se dirigía a un distrito industrial gris y deprimente, una ubicación perfecta para una casa segura: el escenario perfecto para una ejecución.
«¡Tachyon tenía un nieto con poderes!» Si aquel niño llegara a entrar en contacto con Hartmann: el potencial era espeluznante. La vida en un mundo amenazado por la destrucción nuclear era segura en comparación con una vida dominada por un Ronald Reagan que tuviera el wild card. ¿Cómo pudo ser tan estúpido?
—No lo sabía —reconoció—. Dancer no era un agente activo. No había razón para tenerlo bajo vigilancia.
—Pero sí la había —insistió Dolgov—. ¡Para empezar, es un maldito extraterrestre! ¡Y por si su presencia en el tour mismo no fuera suficiente, recuerde lo que ocurrió en París!
Resultaba fácil para el GRU espiar a alguien en París: la embajada estaba llena de sus agentes. Evidentemente, el sistema hermano no se había molestado en pasar su información vital a la KGB. ¡Polyakov hubiera actuado de manera diferente con Mólniya, de haber sabido lo de Blaise!
Ahora necesitaba tiempo para pensar. Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Un mal hábito.
—Esto es serio. Es obvio que debimos trabajar juntos. Estoy preparado para hacer lo que pueda…
—¿Entonces por qué hiciste las maletas? —lo interrumpió Yurchenko, el cual sonaba angustiado de veras.
—¿Me has estado vigilando? —Miró primero a Yurchenko y luego a Dolgov. «¡Dios mío, realmente pensaban que iba a desertar!»
Polyakov se volvió de lado, rozó a Yurchenko con la mano, y éste retrocedió como si le hubieran dado un manotazo. Pero no le soltó. El taxi golpeó de refilón un vehículo estacionado y derrapó al regresar al tráfico en el momento en que Polyakov vio que los ojos de Yurchenko se ponían en blanco: el calor ya le había freído el cerebro.
Dolgov se lanzó hacia el asiento delantero, intentó sujetar el volante y se las arregló para maniobrar hasta chocar contra otro coche aparcado, y por fin se detuvieron. Polyakov se había preparado para el impacto, el cual arrojó el cuerpo humeante de Yurchenko lejos de él y lo liberó para intentar alcanzar a Dolgov, quien cometió el error de sujetarlo a su vez.
Por un instante, el rostro de Dolgov fue el rostro del Gran Líder —el Benevolente Padre del Pueblo Soviético—, el mismo convertido en un joker asesino. Polyakov era tan sólo un joven mensajero que llevaba mensajes entre el Kremlin y la casa de campo de Stalin: no era un asesino. Nunca había tenido la intención de serlo. Pero Stalin ya había ordenado la ejecución de todos los wild cards.
Si era su destino cargar con ese poder, también debía ser su destino usarlo. Así como había eliminado a Stalin, también eliminó a Dolgov. No le permitió decir una sola palabra, ni siquiera un gesto final de desafío, mientras lo quemaba hasta matarlo.
El choque había atascado las dos puertas delanteras, así que Polyakov comprendió que debería arrastrarse para salir por la parte trasera. Antes de hacerlo, retiró el silenciador y el pesado revólver de servicio que portaba Dolgov: el arma que planeaba presionar contra la nuca de Polyakov. Disparó una bala al aire y después puso el revólver de vuelta adonde Dolgov lo llevaba. Scotland Yard y el GRU podían pensar lo que quisieran, otro asesinato sin resolver, con los asesinos mismos convertidos en víctimas de un desafortunado accidente.
El fuego de los dos cuerpos alcanzó el pequeño derrame de gasolina que surgió después del accidente. El crematorio no le molestaría en absoluto a Dolgov.
Polyakov sabía que debía marcharse, pues la explosión y el fuego atraerían la atención; sin embargo, había algo atractivo en las llamas. Como si un viejo y cumplido coronel de la KGB estuviera muriendo también, para renacer como un superhéroe, el único as soviético verdadero…
No estaría mal crear su propia leyenda.
IV
Había muchos letreros en ruso en la terminal de British Airways del Aeropuerto Internacional Robert Tomlin, colocados allí por miembros de la Ayuda Judía, que tenía su sede en la cercana Brighton Beach. Para los judíos que se las arreglaban para emigrar desde el Bloque del Este, incluso para aquellos que soñaban con acabar estableciéndose en Palestina, ésta era su isla de Ellis.
Entre los que desembarcaban ese día de mayo, se encontraba un hombre, fornido, de poco más de sesenta años, vestido como un típico emigrante de la clase media, con una camisa marrón abotonada hasta el cuello y una chaqueta gris muy gastada. Una mujer de Ayuda se adelantó para ayudarlo.
—Strasvitye s Soyuzom Statom —dijo en ruso—, bienvenido a Estados Unidos.
—Gracias —respondió el hombre en inglés.
La mujer se alegró.
—Si ya habla el idioma, las cosas le resultarán muy fáciles aquí. ¿Puedo ayudarle en algo?
—No, sé lo que hago.
Fuera, en alguna parte de la ciudad, vivían el doctor Tachyon y su muy especial nieto, que no esperaba su próximo encuentro. Al sur, Washington y el senador Hartmann: un objetivo formidable. Pero Polyakov no trabajaría solo. Tan pronto como pasó a la clandestinidad en Inglaterra, se las arregló para contactar con los restos destrozados de la red de Mólniya. La próxima semana Gimli se le uniría en Estados Unidos…
Mientras esperaba que la aduana revisara su exiguo equipaje, Polyakov pudo ver por las ventanas que era un hermoso día de verano norteamericano.