por Melinda M. Snodgrass
Abril en París. Los castaños resplandecían con sus mejores galas de color rosa y blanco. Los capullos se apilaban como nieve perfumada al pie de las estatuas del Jardín de las Tullerías y flotaban como espuma de colores sobre las aguas turbias del Sena.
Abril en París. La canción burbujeaba en su cabeza mientras permanecía de pie ante una sencilla tumba, en el cementerio de Montmartre. Era espantosamente inadecuada. La hizo desaparecer, sólo para que luego regresara con mayor intensidad.
Molesto, Tachyon encogió un hombro y apretó con más fuerza el sencillo ramo de violetas y lirios del valle. El quebradizo papel verde de la floristería crujió sonoramente y su sonido invadió la tarde. A lo lejos, a su izquierda, pudo oír el balido urgente de las bocinas a medida que el tráfico de vehículos, pegados parachoques con parachoques, se arrastraba por la rué Norvins hacia el Sagrado Corazón. Con sus resplandecientes paredes blancas, sus cúpulas y su domo, la catedral flotaba como un sueño de las Mil y Una Noches sobre la ciudad de las luces y los sueños.
La última vez que vi París…
El rostro de Earl mantenía la expresión de una estatua de ébano. Lena, sonrojada y apasionada, gritaba:
—¡Debes irte!
La mujer miraba a Earl en busca de ayuda y consuelo. El silencio; «probablemente sea lo mejor». El camino menos difícil. Tan extraño en ese hombre.
Tachyon se arrodilló y apartó los pétalos que cubrían la losa de piedra.
Earl Sanderson Jr.
Noir Aigle
1919-1974
Viviste demasiado, amigo mío. O eso se dice. Esos inquietos y ruidosos activistas pudieron haberte aprovechado mejor si hubieras tenido la gracia de morir en 1950. No, aún mejor: mientras liberabas a Argentina o España, o salvabas a Gandhi.
Depositó el ramo sobre la tumba. Una repentina brisa hizo temblar las delicadas campanillas blancas de los lirios como las pestañas de una jovencita justo antes de que la besen. O como las pestañas de Blythe justo antes de llorar.
La última vez que vi Paris…
Era un helado y sombrío diciembre, y él se hallaba en un parque en Neuilly.
«Blythe van Rensselaer, alias Brain Trust, murió ayer…»
Se puso de pie sin la menor gracia y se sacudió las rodillas de los pantalones con un pañuelo. Se sonó la nariz de manera rápida y enfática. Ése era el problema con el pasado: nunca quedaba enterrado.
Extendida sobre la losa había una grande y elaborada corona. Rosas, gladiolas y metros de lazos. Una corona para un héroe muerto. Una farsa. Un pequeño pie se levantó y mandó la corona a volar. Tachyon caminó sobre ella con desprecio, aplastando los delicados pétalos bajo sus tacones.
«Uno no puede apaciguar a los antepasados, Jack. Sus fantasmas le perseguirían».
Como los suyos, sin duda.
En la rué Etex llamó un taxi, buscó la nota y leyó, en su francés oxidado, el nombre del café en la margen izquierda del Sena. Se acomodó para ver cómo los anuncios de neón aún sin encender pasaban rápidamente a su lado, «XXX», «Les Filies», «Les Plus Sexys». Le extrañó encontrar todas esas obscenidades al pie de una colina cuyo nombre se traduce como «la Montaña de los Mártires». Algunos santos habían muerto en Montmartre, y la sociedad de Jesús fue fundada en esa colina en 1534.
El conductor avanzaba a base de ruidosos y profanos golpes de bocina, con estallidos de velocidad capaces de provocar un infarto, seguidos de frenazos que le desgarraban el cuello. A cada estruendo de pitadas correspondía un intercambio de insultos inventivos. Pasaron disparados por la Place Vendóme, no muy lejos del Ritz, donde se hospedaba la delegación. Tachyon se hundió más hondo en el asiento, aunque era poco probable que lo vieran. Estaba harto de todos ellos. Sara, callada, elegante, y tan hermética como una langosta. Había cambiado desde Siria, pero rehusaba hacer confidencias. Peregrine y su embarazo, negándose a aceptar que quizá no lograría vencer a las probabilidades. Mistral, joven y hermosa; había sido discreta y comprensiva y había guardado su vergonzoso secreto. Fantasy, astuta y divertida… pero incapaz de callarse. La sangre caliente le bañaba el rostro. Su humillante situación ahora era pública, y la gente podía reírse de él con disimulo o discutir sobre el asunto en tonos que iban del más compasivo al más socarrón. Apretó con fuerza la nota que tenía en la mano. Había al menos una mujer con la que podía dar la cara sin sentir vergüenza. Era uno de sus fantasmas, pero era más bienvenido que los vivos en ese momento.
Ella había elegido un café en el bulevar de Saint-Michel, en el corazón del Quartier Latin. El área siempre había rechazado a los burgueses. Tachyon se preguntó si Danelle aún lo haría o acaso los años habrían apagado su ardor revolucionario. Uno sólo podía esperar que sus otros ardores no se hubieran apagado. Entonces los recuerdos le vinieron a la mente y se encogió aún más.
Bueno, si él ya no podía saborear la pasión, al menos podía recordarla.
Ella tenía diecinueve años cuando se conocieron en agosto de 1950. Era una estudiante universitaria que pensaba especializarse en filosofía política, sexo y revolución. Danelle había estado dispuesta a consolar a la víctima destrozada de una caza de brujas capitalista: la nueva estrella de la izquierda intelectual francesa. Ella se enorgullecía de sus sufrimientos, como si la mística de su martirio pudiera contagiársele mediante el contacto físico.
Le había utilizado, pero él también la usó a ella. Como una mortaja, una protección contra el dolor y el recuerdo. Se ahogó a sí mismo en sexo y vino. Botellas y más botellas en el ático de Lena Goldoni en los Campos Elíseos, mientras escuchaba la apasionada retórica de la revolución.
Unas uñas con la punta esmaltada de rojo se encontraban con los labios escarlata de Dani cada vez que ésta fumaba de manera inexperta unos gauloises capaces de desollar la laringe. Tenía el cabello negro, tan liso como un casco de ébano sobre su pequeña cabeza, mientras que sus pechos exuberantes tensaban unos suéteres demasiado estrechos. Además usaba faldas tan cortas que de vez en cuando disfrutaba dándole un tentador vistazo al pálido interior de sus muslos.
¡Dios, cómo habían hecho el amor! ¿Habría existido alguna emoción más allá del uso mutuo? Tal vez, porque ella había sido una de las últimas en condenarlo y rechazarlo. Ella incluso fue a despedirle aquel helado día de enero. Cuando él aún tenía equipaje y algo de dignidad. Ahí, en el andén de la estación de tren de Montparnasse, ella lo presionó para que aceptara dinero y una botella de coñac. El no rechazó su oferta. El coñac había sido muy bien recibido, y el dinero significaba que otra botella le seguiría.
En 1953 había llamado a Dani, cuando otra batalla infructuosa con las autoridades alemanas por un visado lo envió a toda velocidad de regreso a Francia. La llamó con la esperanza de obtener otra botella de coñac, otra ayuda financiera, una ronda más de fornicación desesperada. Pero fue un hombre quien contestó al teléfono, y en el fondo había oído llorar a un niño, y cuando ella finalmente había acudido al auricular, el mensaje fue claro. «Que te jodan, Tachyon». Con una risita nerviosa, él sugirió que ésa era la razón por la que había llamado, y escuchó el zumbido desagradable de una línea desconectada.
Más tarde, en ese parque frío de Neuilly, se enteró de la muerte de Blythe, y nada pareció importar después de eso.
Y, sin embargo, cuando la delegación llegó a Paris, Dani lo había contactado a través de una nota en el Ritz. Le propuso reunirse en la margen izquierda cuando el cielo parisino cambiaba de gris plateado a rosa y la Torre Eiffel se convertía en una red de luces rutilantes. Así que, tal vez ella había sentido algo por él. Y tal vez, para vergüenza suya, él no había sentido nada por ella.
El Dome era un típico café parisino para la clase obrera. Mesas diminutas alegres y azules se apretujaban en la acera, mientras camareros agobiados y ceñudos con delantales blancos no muy limpios se inclinaban sobre los clientes, sentados bajo las sombrillas blancas. Tach inspeccionó con la mirada el puñado de clientes habituales, el aroma del café y de la comida asada a la parrilla: era temprano, incluso para ser París. Él esperaba que la mujer no se hubiese instalado dentro, con todo ese humo. Su mirada se topó con una figura gruesa que vestía un anticuado abrigo negro. Había una intensidad vigilante en el rostro fatigado de esa mujer y…
«Dios mío, ¿puede que sea…? ¡No!»
—Bonsoir, Tachyon.
—Danelle. —Se las arregló para decir aquello con un hilo de voz, y buscó a tientas el respaldo de una silla.
Ella le dedicó una sonrisa enigmática, bebió un trago de café, aplastó un cigarrillo en un cenicero sucio, encendió otro, echó hacia atrás la cabeza, en una horrible parodia de su antigua actitud sexy, y lo miró a través del humo que se elevaba.
—No has cambiado nada.
Movió los labios pero no dijo palabra, y ella rió con tristeza.
—¿Se te hace difícil decir trivialidades? Por supuesto que he cambiado: han pasado treinta y seis años.
Treinta y seis años. Blythe tendría setenta y cinco.
Su mente había terminado por aceptar los ciclos de vida tristemente cortos de los humanos, pero la realidad jamás había llamado a su puerta así, no de esa manera. Blythe había muerto. Braun permanecía igual. David estaba perdido, así que, al igual que Blythe, permanecía como un recuerdo de juventud y encanto. Y entre sus nuevos amigos, Tommy, Angelface e Hiram apenas estaban entrando en esa incómoda etapa de la mediana edad. Mark no era más que un niño. Sin embargo, cuarenta y un años antes, había sido el padre de Mark quien había confiscado la nave de Tach. ¡Y Mark todavía ni siquiera había nacido entonces!
Pronto (o al menos en la manera en que su gente medía el tiempo), él se vería forzado a verlos pasar de la juventud a la decadencia inevitable y de ahí a la muerte. Agradeció el apoyo de la silla cuando su trasero golpeó el frío hierro forjado.
—Danelle… —dijo de nuevo.
—¿Un beso, Tachy, por los viejos tiempos?
Pesadas bolsas amarillentas le colgaban debajo de unos ojos descoloridos. El quebradizo cabello canoso se hallaba recogido en un moño descuidado, había profundos surcos a ambos lados de su boca, a través de los cuales el lápiz labial escarlata se había corrido como una herida sangrante. Se acercó y lo golpeó una oleada de su fétido aliento. Tabaco fuerte, vino barato, café y dientes podridos combinados en un aroma capaz de revolverle el estómago.
Él retrocedió y esta vez la risa de la mujer sonó forzada; como si no hubiera previsto esa reacción y estuviera ocultando la herida. La áspera risotada terminó en un largo ataque de tos que llevó a Tachyon a levantarse de la silla y acercarse a su lado. De mal humor, ella despreció la mano que él le ofrecía.
—Enfisema. Y no empiece, lepetit docteur. Soy demasiado vieja para dejar mis cigarrillos, y demasiado pobre para conseguir atención médica cuando me llegue el momento de morir. Así que fumo más rápido con la esperanza de morir más pronto, y así no me costará tanto el final.
—Danelle…
—¡Mon Dieu, Tachyon! Eres un soso. Ni me das un beso por los viejos tiempos ni tampoco sabes de qué conversar. Aunque hasta donde recuerdo, tampoco eras muy hablador entonces.
—Encontraba toda la comunicación que necesitaba en el fondo de una botella de coñac.
—No parece que te haya molestado en absoluto. ¡Mírate! Ahora eres un gran hombre.
Ella veía una figura de renombre mundial, una figura delgada que vestía un traje de brocado y encaje, pero él, cada vez que repasaba sus miles de recuerdos, veía un desfile de años perdidos. Habitaciones baratas que apestaban a sudor, a vómito, orina y desesperanza. Gimiendo en un callejón de Hamburgo, golpeado casi hasta la muerte. Aceptando un pacto con el diablo con un hombre de sonrisa amable, a cambio de otra botella. Alucinando despierto en una celda.
—¿A qué te dedicas, Danelle?
—Soy camarera en el Hotel Intercontinental. —Pareció leerle el pensamiento—. Sí, un final poco glamuroso para mi fervor revolucionario. La revolución nunca llegó, Tachy.
—No.
—¿Y no te parte el corazón?
—No. Nunca acepté tus… todas tus… versiones de la utopía.
—Pero te quedaste con nosotros. Hasta que al final te expulsamos.
—Sí. Te necesitaba, y te usé.
—Dios mío, ¿es esto una confesión desgarradora? En reuniones como ésta se supone que todo debe ser «bonjour», «comment allez-vous» y «por Dios, no has cambiado nada». Pero ya pasamos por eso, ¿verdad? —Su amargo tono burlón agregó un filo de navaja a sus palabras.
—¿Qué quieres, Danelle? ¿Por qué deseabas verme?
—Para molestarte. —La colilla del Gauloise siguió a su predecesor hacia un cenicero lleno de ceniza—. No, no es verdad. Vi que llegaba tu pequeña caravana, con todas esas banderas y limusinas. Me hizo pensar en tiempos pasados y en otras banderas. Creo que quería recordar y, por desgracia, a medida que uno envejece, los recuerdos de la juventud se hacen más borrosos, menos reales.
—Por desgracia, yo no comparto esa amable pérdida de la claridad. Mi especie no olvida.
—Pobre principito. —Tosió de nuevo.
Tachyon se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la cartera y extrajo unos billetes.
—¿Para qué es eso?
—Es el dinero que me diste, y el coñac, más treinta y seis años de intereses.
Ella se echó hacia atrás, con los ojos brillantes por las lágrimas contenidas.
—No te llamé buscando caridad o compasión.
—No, me llamaste para atacarme, para herirme.
La mujer apartó la mirada.
—No, te llamé para recordar otros tiempos.
—No fueron tiempos muy buenos.
—Tal vez para ti no. A mí me encantaron, era feliz. Y no te hagas ilusiones, tú no eras la razón.
—Lo sé. La revolución fue tu primer y último amor. Me resulta difícil aceptar que te hayas rendido.
—¿Quién dice que me he rendido?
—Pero dijiste… Pensé que…
—Incluso los viejos pueden rezar por el cambio, quizá con más fervor que los jóvenes. Por cierto… —Apuró el resto del café con un sorbo ruidoso—. ¿Por qué no nos ayudaste?
—No podía.
—Ah, claro. El principito, el delicado monarca. Nunca te importó la gente.
—No en la manera en que usas esa frase. Reduces a la gente a consignas. Fui criado para guiar, proteger, y cuidar de ellos como individuos. Nuestro método es mejor.
—¡Eres un parásito! —Y en su rostro vio una sombra fugaz de la chica que había sido.
Una sonrisa casi triste tocó sus labios.
—No, un aristócrata, lo cual es probable que argumentaras que es un sinónimo. —Su largo índice jugueteó con los billetes que había puesto sobre la mesa—. A pesar de lo que pienses, no fue mi sensibilidad aristocrática lo que me impidió usar mi poder para ayudarlos. Lo que vosotros hacíais era bastante inofensivo…, a diferencia de esta nueva generación, que no le da mayor importancia a matar a un hombre tan sólo para alcanzar el éxito.
Ella encogió un hombro.
—Por favor, ve al grano.
—Había perdido mis poderes.
—¿Qué? Nunca nos lo dijiste.
—Temía perder mi mística si lo hacía.
—No te creo.
—Es cierto. Por la cobardía de Jack. —Su rostro se oscureció—. La HUAC hizo volver a Blythe al estrado. Exigían los nombres de todos los ases conocidos y, como ella tenía mi mente, los sabía. Estuvo a punto de traicionarlos, así que usé mi poder para detenerla y al hacerlo destruí su mente y convertí a la mujer que amaba en una loca delirante. —Levantó las temblorosas puntas de sus dedos hasta su frente húmeda. Volver a narrar ese recuerdo, sobre todo en esa ciudad, infundía una nueva fuerza en el recuerdo, y un nuevo dolor.
»Me costó años superar mis remordimientos, y fue la Tortuga quien me enseñó cómo. Destruí a una mujer pero salvé a otra. ¿Eso equilibra la balanza? —Hablaba más consigo mismo que con ella.
Pero ella no estaba interesada en su dolor antiguo; sus propios recuerdos eran demasiado intensos.
—Lena estaba muy enojada. Te llamó «aprovechado asqueroso», tomando y tomando sin dar nada a cambio. Todos te querían fuera porque habías echado a perder nuestro hermoso plan.
—Sí, y ni siquiera una sola persona estuvo de mi lado. Ni siquiera Earl. —Su expresión se suavizó, mirando más allá de la ruina de la edad, a la hermosa chica que recordaba—. No, eso no es cierto. Tú me defendiste.
—Sí —admitió con brusquedad—. Para lo que sirvió… Me llevó años recuperar el respeto de mis camaradas. —Miró sin mirar hacia el centro de la mesa. Tachyon echó un vistazo al reloj que llevaba en el tacón de la bota y se levantó.
—Dani, tengo que irme. La delegación tiene que estar en Versalles a las ocho, y tengo que cambiarme. Ha sido… —Lo intentó de nuevo—. Me alegra que me hayas contactado. —Las palabras parecían rebuscadas y poco sinceras, incluso a sus propios oídos.
El rostro de la mujer se descompuso, luego se endureció formando líneas amargas.
—¿Eso es todo? ¿Cuarenta minutos y au revoir, ni siquiera te tomas un trago conmigo?
—Lo siento, Dani. Mi horario…
—Ah, sí, el gran hombre. —El montón de billetes aún estaba entre ellos, sobre la mesa—. Bueno, me llevaré esto, como un ejemplo de que tu nobleza obliga.
Abrió una bolsa sin forma, extrajo una billetera, recogió los francos y los embutió en la billetera maltratada. Entonces hizo una pausa y se quedó mirando una foto. Una pequeña sonrisa cruel empezó a formarse en sus labios arrugados.
—No, mejor aún. Te daré algo a cambio de tu dinero. —Unos nudosos dedos artríticos sacaron de un tirón la fotografía y la arrojaron sobre la mesa.
Era una fotografía impresionante de una joven. Un río de cabello rojo cubría a medias el rostro estrecho y sombreado. Se apreciaba una mirada traviesa de complicidad en los ojos, desviados hacia arriba; un índice delicado presionado un carnoso labio inferior, como si estuviera callando al espectador.
—¿Quién es? —preguntó Tach, pero ya sabía la respuesta con una certeza avasalladora.
—Mi hija. —Sus ojos se encontraron. La sonrisa de Dani se amplió—. Y la tuya.
—Mía. —La palabra emergió como un suspiro perplejo y alegre.
De repente, todo el cansancio y la angustia del viaje desaparecieron. Había sido testigo de horrores. Jokers apedreados hasta morir en los barrios bajos de Río. Genocidio en Etiopía. Opresión en Sudáfrica. Hambre y enfermedad en todas partes. Todo eso lo había dejado sin esperanza, derrotado. Pero si ella caminaba en ese planeta, entonces podría soportarlo. Incluso la angustia por su impotencia se desvaneció. Con la pérdida de su virilidad, había perdido una parte importante de sí mismo. Ahora le había sido devuelta.
—¡Oh, Dani, Dani! —Estiró la mano y cogió la de ella—. Nuestra hija. ¿Cómo se llama?
—Gisele.
—Tengo que verla. ¿Dónde está?
—Pudriéndose. Está muerta.
Las palabras parecieron hacerse añicos en el aire, enviando fragmentos de hielo a las profundidades de su alma. De él se desprendió un grito de angustia, y se echó a llorar, con lágrimas derramándose entre sus dedos. Danelle se alejó caminando.
Versalles, el mayor tributo al derecho divino de los reyes jamás construido. Tachyon, taconeando sobre el suelo de parquet, hizo una pausa y contempló la escena a través del cristal distorsionador de su copa de champán. Por un instante tuvo la sensación de estar en casa, y la nostalgia que se apoderó de él casi se hizo palpable.
«En efecto, no existe belleza alguna en este mundo. Desearía poder dejarlo para siempre».
«No, no es cierto», corrigió mientras su mirada se posaba en los rostros de sus amigos. Todavía hay mucho aquí por amar.
Uno de los pulidos asistentes de Hartmann estaba junto a su hombro. ¿Era el afortunado que había sobrevivido al secuestro en Alemania o lo habían hecho volar hasta ahí especialmente para servir como carne de cañón para la gira, devastadora para sus integrantes? Bueno, quizá el incremento en la seguridad mantendría a ese joven vivo hasta que llegaran a casa.
—Doctor, a monsieur de Valmy le gustaría conocerle.
El joven le abrió camino por la fuerza a Tachyon mientras el extraterrestre estudiaba al candidato presidencial más popular de Francia desde de Gaulle, Franchot de Valmy, quien muchos decían que sería el próximo presidente de la república. Era una figura alta y delgada que se movía con facilidad entre la multitud. Su cabello, de un intenso color castaño, tenía una sola franja blanca de dos a cuatro centímetros de ancho. Muy llamativo. Más llamativo aún, aunque mucho menos evidente, era el hecho de que fuera un wild card. Un as. En un país loco por los ases.
Hartmann y de Valmy se estaban dando un apretón de manos. Era una demostración excepcional de adulación política. Dos ávidos cazadores usando el poder y la popularidad del otro para catapultarse a los más altos cargos en sus tierras.
—Señor, el doctor Tachyon.
De Valmy dirigió la mirada irresistible de sus ojos verdes hacia el alienígena. Tachyon, educado en una cultura que confería un alto valor al encanto y al carisma, descubrió que aquel hombre poseía ambos en una magnitud casi taquisiana. Se preguntó si ése sería su don wild card.
—Doctor, es un honor —habló en inglés.
Tach colocó una mano pequeña sobre su pecho y respondió en francés:
—El honor es mío. —Me interesa escuchar sus comentarios sobre el trabajo de nuestros científicos en relación al virus wild card.
—Bien, acabo de llegar. —Se tocó la solapa, levantó los ojos y le clavó a de Valmy una mirada penetrante—. ¿También informaré a todos los candidatos de la contienda? ¿Ellos también querrán escuchar mis comentarios?
El senador Hartmann dio un pequeño paso al frente, pero de Valmy estaba riendo.
—Es usted muy astuto. Sí, estoy… ¿Cómo dicen ustedes, los norteamericanos? Cantando victoria…
—Veo —dijo Hartmann con una sonrisa— por qué el presidente le ha preparado como su aparente heredero.
—Lo cierto es que es una ventaja —dijo Tachyon—. Pero su estatus como as no le ha perjudicado.
—No.
—Tengo curiosidad por conocer su poder.
De Valmy cubrió sus ojos.
—Oh, monsieur Tachyon, me avergüenza hablar al respecto. Es un poder tan despreciable. Simples trucos de salón.
—Es usted muy modesto, señor.
El asistente de Hartmann lo fulminó con la mirada y Tach lo miró sosamente a su vez, aunque lamentó la demostración momentánea de sarcasmo. Era de mala educación por su parte desquitarse con los demás por su cansancio e infelicidad.
—No niego que podría aprovecharme de la ventaja que se me ha otorgado, doctor, pero espero que sean mis políticas y mi liderazgo los que me den la presidencia.
Tachyon rió brevemente y llamó la atención de Gregg Hartmann.
—Es irónico, ¿no?, que en este país el wild card confiera prestigio para ayudar a un hombre a alcanzar un alto cargo, mientras que en nuestro país esa misma información lo derrotaría.
El senador hizo una mueca.
—Leo Barnett.
—¿Disculpe? —preguntó de Valmy, confundido.
—Un predicador fundamentalista que está reuniendo a bastantes seguidores. Si por él fuera, restauraría todas las antiguas leyes del wild card.
—Oh, peor que eso, senador. Creo que los colocaría en campos de concentración y aplicaría esterilizaciones masivas forzadas.
—Bueno, ése es un tema desagradable. Con relación a otro tema desagradable, me gustaría tener oportunidad de hablar con usted, Franchot, acerca de sus sentimientos sobre la eliminación gradual de misiles de mediano alcance en Europa. No es que yo tenga influencias en la actual administración, pero mis colegas en el Senado… —Cogió el brazo al candidato y se alejaron, con sus diversos ayudantes siguiéndolos varios pasos por atrás, como esperanzados peces piloto.
Tach bebió champán. Los candelabros brillaban en la larga fila de espejos, multiplicándolos cientos de veces y lanzando luces centelleantes como fragmentos de vidrio adentro de su cabeza adolorida. Tomó otro trago, aunque sabía que su presente incomodidad se debía en parte al alcohol. Eso y el irritante murmullo formado por cientos de voces, el atareado roce de los arcos con las cuerdas y, en el exterior, la presencia vigilante de un público adorador. Siendo un sensible telépata, aquello le golpeaba como un mar urgente y hambriento.
Mientras la caravana conducía por el largo bulevar bordeado de castaños, pasaron junto a cientos de personas que los saludaban agitando las manos, todos ellos estirándose con ansias para dar un vistazo a les ases fantastiques. Era bienvenido un poco de alivio después del odio y el temor que recibieron en otros países. Aun así, estaba contento de que sólo faltara un país, y entonces estaría en casa. No es que hubiera nada esperándole, excepto más problemas.
«En Manhattan, James Spector estaba en la calle. La muerte encarnada acechando con libertad. Otro monstruo creado por mi intromisión. Cuando llegue a casa tendré que lidiar con eso. Ubicarlo. Rastrearlo. Encontrarlo. Detenerlo. Fui tan estúpido al abandonarlo para perseguir a Roulette.
«¿Y qué hay sobre Roulette? ¿Dónde estará? ¿Me equivoqué al liberarla? Soy, sin lugar a dudas, un tonto en lo que a las mujeres se refiere».
—Tachyon. —La alegre voz de Peregrine flotó sobre los acordes de Mozart y lo sacó de su niebla introspectiva—. Tienes que ver esto.
Plantó una sonrisa en el rostro y mantuvo los ojos estrictamente alejados del montículo del vientre de la mujer. Mordecai Jones, el mecánico de Harlem, quien parecía sentirse incómodo con el esmoquin, miraba nervioso una lámpara alta de oro y cristal, como si esperara que lo atacase. La larga marcha de espejos le recordó, y de manera no muy grata, a la Casa de los Horrores, y Des, con los dedos al final de su trompa de elefante crispándose ligeramente, intensificó ese recuerdo. El pasado parecía colgarle de los hombros como un peso muerto.
El grupo de amigos y compañeros viajeros se separó y una figura encorvada y deforme quedó al descubierto. El joker se tambaleó y sonrió hacia arriba, en dirección a Tach. Su rostro era atractivo, incluso noble, aunque se le veía un poco cansado, con líneas alrededor de los ojos y una boca que revelaba sufrimientos pasados: era un rostro amable…, era el suyo, de hecho. Hubo una carcajada del grupo cuando Tach miró boquiabierto sus propios rasgos.
Se produjo un cambio, como al pisar el barro o exprimir una esponja, y el joker lo examinó con sus propios rasgos: una gran cabeza cuadrada, ojos castaños divertidos y una mata de cabello gris, ubicados en la parte superior de ese cuerpo diminuto y deforme.
—Discúlpeme, la oportunidad era demasiado tentadora como para dejarla pasar. —El joker rió.
—Y tu expresión ha sido la mejor de todas, Tachy —comentó Chrysalis.
—Tranquilo, puedes reír. No puede imitarte —carraspeó Des.
—Tach, éste es Claude Bonnel, Le Miroir. Hace una actuación fantástica en el Lido.
—Burlándose de los políticos —retumbó Mordecai.
—Su parodia de Ronald y Nancy Reagan es para morirse de risa. —Se rió Peregrine.
Jack Braun, atraído por el risueño grupo, merodeaba en la periferia. Sus ojos encontraron los de Tachyon, y el extraterrestre miró a través de él. Jack se movió hasta que estuvieron en lados opuestos del círculo.
—Claude nos ha estado explicando la sopa de letras que es la política francesa —dijo Digger—. Cómo de Valmy ha unido una impresionante coalición de la RPR, la CDS, JJSS, el PCF…
—No, no, Sr. Downs, no incluya mi partido en el rango de quienes apoyan a Franchot de Valmy. Nosotros, los comunistas, tenemos mejor gusto y un candidato propio.
—El cual no ganará —dejó escapar Braun, frunciendo el ceño hacia el diminuto joker.
Sus rasgos se hicieron borrosos, y Earl Sanderson Jr. dijo suavemente:
—Y pensar que algunos apoyaban las metas de la revolución mundial…
Jack, cuyo rostro se puso de un blanco enfermizo, se tambaleó. Se produjo un fuerte chasquido cuando el vaso se le rompió en las manos y se vio una llamarada dorada cuando su campo de fuerza biológico se activó para protegerlo. Hubo un silencio incómodo después de que el gran as se marchara y entonces Tachyon dijo con serenidad:
—Gracias.
—Un placer.
—¿Está aquí como representante del wild card?
—En parte, pero también tengo una función oficial. Soy representante del partido en el congreso.
—Usted es un pez gordo de los comunistas —silbó Digger, con su habitual falta de tacto.
—Así es.
—¿Cómo captó a Earl? ¿O se limitó a dedicarse a estudiarnos a quienes estamos en la gira? —preguntó Chrysalis.
—Tengo una telepatía de muy bajo nivel. Puedo captar los rostros de quienes han afectado profundamente a una persona.
El asistente de Hartmann estaba de nuevo a su lado.
—Doctor, el doctor Corvisart ha llegado y desea conocerlo.
Tachyon hizo una mueca.
—El deber me llama, así que es necesario renunciar al placer. Señores, señoras. —Hizo una reverencia y se alejó.
Una hora más tarde, Tach estaba cerca de la pequeña orquesta de cámara, permitiendo que los tranquilizadores acordes del quinteto de La Trucha de Mendelssohn hicieran su magia. Le dolían los pies, y se dio cuenta de que cuarenta años en la Tierra le habían despojado de su habilidad para permanecer de pie durante horas. Recordando sus antiquísimas lecciones de porte, metió las caderas, echó hacia atrás los hombros y levantó la barbilla. El alivio fue inmediato, pero decidió que otra copa también sería de ayuda.
Detuvo con una seña a un camarero y estiró la mano para pescar una copa de champán. Entonces se tambaleó y cayó pesadamente sobre el hombre cuando un asalto mental cegador y sin dirección golpeó sus escudos.
«¡Control Mental!
¿Dónde está la fuente?
Fuera…, en algún lugar.
¿Quién es el objetivo?»
Era vagamente consciente de las copas que rompió al desplomarse contra su sorprendido apoyo. Se obligó a abrir unos párpados que parecían infinitamente pesados. Tan intenso era el efecto de su propia lucha por recuperar el control y el estridente poder del control mental del invasor, que la realidad tomó una extraña calidad distorsionada. Los invitados de la recepción palidecieron hasta volverse grises, a pesar de sus brillantes galas. Pudo «ver» el ataque mental que recibía como si fuera una línea fulgente de luz: su origen era difuso, imposible de ubicar. Pero formaba un halo en torno a:
«Un hombre.
Con uniforme.
Uno de los capitanes de seguridad.
Lleva un maletín.
¡Una bomba!»
Localizó al oficial con la mente y lo sujetó. Por un momento, el hombre se retorció y bailó como una polilla en una flama mientras su controlador y Tach peleaban por la supremacía. El esfuerzo era demasiado para esa mente humana, y la conciencia lo abandonó como una vela al extinguirse. El mayor cayó despatarrado sobre el suelo de madera pulida. Tach notó que sus propios dedos se cerraban sobre los bordes del maletín negro de piel, aunque no recordaba haberse movido.
«El atacante sabe que ha perdido a su peón. ¿Piensa detonarlo a una hora concreta o por control remoto? No hay tiempo para meditarlo».
La solución apenas fue consciente cuando llegó. Hizo contacto con Jack Braun y se apoderó de su mente. Golden Boy se puso rígido, dejó caer la bebida y corrió hacia las largas ventanas que daban hacia el jardín central y las fuentes. La multitud salió volando como bolos cuando el as pasó disparado entre ella. Tachyon echó hacia atrás el brazo, pidió a sus ancestros que le dieran la puntería y la fuerza necesarias y lanzó el maletín.
Jack, como el héroe de una película de fútbol de los años cuarenta, saltó, atrapó el portafolio que giraba por los aires, lo apretó con fuerza contra su pecho y se lanzó por la ventana. El vidrio formó un halo en torno a su cuerpo dorado brillante. Un segundo después, una tremenda explosión voló el resto de las ventanas que revestían el Salón de los Espejos. Las mujeres gritaron cuando fragmentos de vidrio afilados se les clavaron en las partes desprotegidas de la piel. Los cristales y la grava del patio golpetearon como gotas de lluvia histéricas sobre el suelo de madera.
La gente se lanzó a la ventana para ver a Braun.
Tachyon le dio la espalda a la abertura destrozada y se arrodilló junto al comandante, que respiraba de manera estentórea. Uno debía tener prioridades.
—Vamos a repasarlo.
Tach posó con cuidado sus nalgas adoloridas sobre la dura silla de plástico y se removió hasta que pudo echar una mirada disimulada a su reloj. Las 00.10 de la noche. Estaba claro que la policía era igual en todas partes. En lugar de estar agradecidos porque hubiera evitado una tragedia, le trataban como si fuera el criminal. Y Jack Braun se había librado de todo eso porque las autoridades habían insistido en llevarlo al hospital. No estaba lastimado, claro, por eso fue que Tachyon lo había elegido. «Sin duda, a la mañana los periódicos estarán llenos de elogios hacia el valiente as norteamericano», pensó Tach con amargura. «Nunca advierten mis contribuciones».
—¿Monsieur? —lo instó Jean Baptiste Rochambeau, de la Sureté francesa.
—¿Qué pretenden? Ya les he contado todo: percibí un control mental poderoso y natural en proceso. Debido a la falta de entrenamiento y control del usuario, no pude localizar a la fuente. No obstante, sí pude localizar a la víctima. Cuando luché por obtener el control, leí la mente del controlador, leí la presencia de la bomba, controlé mentalmente a Braun, le lancé la bomba, él se lanzó a través de la ventana y la bomba explotó sin que él saliera lastimado, quitando el hecho de que aterrizó en una de las plantas ornamentales.
—No hay plantas ornamentales junto a las ventanas del Salón de los Espejos —dijo el asistente de Rochambeau, con su voz nasal y aguda.
Tach giró en la silla.
—Era una pequeña broma —explicó amablemente.
—Doctor Tachyon, no dudamos de su historia. Es sólo que es imposible. No existe un… poder mental… —Miró a Tachyon buscando la confirmación de ello—. No existe una habilidad mental tan poderosa en Francia. Como el doctor Corvisart ha explicado, tenemos a todos los portadores, tanto latentes como activos, en los archivos.
—Entonces se les ha escapado uno.
Corvisart, un hombre arrogante, de cabello canoso, con mejillas regordetas como las de una ardilla y un diminuto capullo cerrado por boca, sacudió tercamente la cabeza.
—Todos los niños son sometidos a pruebas y registrados cuando nacen. Todo inmigrante es sujeto a un examen médico en la frontera. Cada turista debe hacerse las pruebas antes de recibir el visado. La única explicación posible es la que llevo sospechando varios años. El virus ha mutado.
—¡Eso es una soberana estupidez! Con todo el respeto, doctor, soy la máxima autoridad en el virus wild card en éste y en cualquier otro mundo.
Quizá eso era un poco exagerado, pero se le perdonaba. Había estado soportando a tontos durante demasiadas horas con gran paciencia.
Corvisart temblaba de indignación.
—Nuestra investigación ha sido reconocida como la mejor del mundo.
—Ah, el caso es que yo no publico mis resultados. —Tachyon se puso de pie—. No tengo necesidad de hacerlo. —Avanzó un paso—. Y tengo cierta ventaja. —Otro más—. ¡Yo ayudé a desarrollar esa maldita cosa! —gritó.
Corvisart se mantuvo tercamente firme.
—Se equivoca. El control mental que describió no existe, no está en el archivo, por lo tanto, el virus ha mutado.
—Quiero ver sus notas, duplicar la investigación, revisar esos archivos tan cacareados. —Esas palabras las dirigió a Rochambeau. Quizá tuviera el alma de un policía pero, al menos, no era un idiota.
El oficial de Súreté enarcó una ceja.
—¿Tiene alguna objeción, doctor Corvisart?
—Supongo que no.
—¿Desea empezar ahora?
—¿Por qué no? La noche está arruinada, de todos modos.
Lo acomodaron en la oficina de Corvisart, con un impresionante ordenador a su disposición, abultados archivos con copias impresas de la investigación, un montón de discos de treinta centímetros de altura y una taza de café fuerte que Tach mezcló con generoso brandy de su petaca.
La investigación era buena pero estaba orientada hacia dos objetivos: demostrar la premisa de Corvisart y realizar su ilusión de volverse famoso al detectar una mutación del virus (¿Cómo lo bautizaría? ¿Wild cardus corvisartus?), lo cual coloreaba sutilmente las interpretaciones del francés sobre la información recogida. Sin embargo, el virus no estaba mutando.
Tach elevó una sincera oración a los cielos: «Gracias a los dioses y a los ancestros».
Aún se desplazaba ociosamente por los registros del wild card cuando una anomalía captó su atención. Eran las cinco de la mañana, sin duda no el momento más adecuado para retroceder varios años y confirmar que había detectado lo que creía haber detectado, pero su educación y su propia naturaleza curiosa no lo dejaron en paz. Tras varios minutos de tecleo ferviente, había dividido la pantalla y tenía ambos documentos lado a lado. Se dejó caer hacia atrás en la silla y se estrujó los rizos ya desordenados con dedos nerviosos.
—Bien, ¡quién lo iba a decir! —dijo en voz alta en la habitación silenciosa.
La puerta se abrió y el sargento gangoso metió la cabeza.
—¿Monsieur? ¿Necesita algo?
—No, nada.
Borró los malditos documentos con mano veloz. Lo que descubrió era sólo para él. Porque era dinamita política: causaría estragos en las elecciones, le costaría la presidencia a un hombre y sacudiría las bases de la confianza del electorado si se supiera.
Tach se apretó la parte baja de la espalda, se estiró hasta que las vértebras le tronaron y sacudió la cabeza como un poni cansado.
—Sargento, me temo que no he encontrado nada que sea de ayuda. Y estoy demasiado cansado para continuar. ¿Pueden llevarme al hotel, por favor?
Pero su cama en el Ritz no le había ofrecido ni comodidad ni descanso, así que ahí estaba, inclinado sobre el barandal del puente de la Concordia, contemplando las barcazas de carbón deslizarse cerca de él y aspirando con entusiasmo el aroma de pan horneado que flotaba por toda la ciudad. Cada parte de su pequeño cuerpo parecía estar sufriendo alguna incomodidad. Se notaba los ojos como dos agujeros quemados en una manta, la espalda aún le dolía por culpa de aquella silla y su estómago exigía que lo alimentaran. No obstante, lo peor de todo era aquella indigestión mental. Había visto y oído algo importante y, hasta que no diera con ello, su cerebro continuaría hirviendo como una tetera.
—Algunas veces —le dijo a su mente con severidad—, me siento como si tuvieras tu propia mente.
Caminó por la plaza de la Concordia, donde María Antonieta había perdido la cabeza, el sitio marcado ahora por un venerable obelisco egipcio. Había muchos restaurantes entre los cuales elegir: el Hotel de Crillon, el Hotel Intercontinental —tan sólo a dos cuadras de la plaza donde Dani estaría en pleno ajetreo— y, más allá, el Ritz. No había visto a ninguno de sus compañeros desde los dramáticos eventos de la noche anterior. Su entrada sería recibida con exclamaciones, felicitaciones… Decidió perderse todo ese caos.
Todavía llevaba las galas de la recepción. Lavanda pálido y rosa viejo, y una espuma de encaje. Frunció el ceño cuando un conductor de taxi lo miró boquiabierto y se subió a la acera y casi chocó contra una de las fuentes centrales. Apenado, Tachyon se lanzó por la reja de hierro ricamente decorada de los Jardines de las Tullerías. A los lados se alzaban la Galería Jeu de Paume y el Museo Orangerie, y más allá las bien cuidadas hileras de castaños, fuentes y estatuas.
Tach, cansado, se dejó caer sobre el borde de una fuente, la cual cobró vida a chorros y le envió un fino rocío de humedad a todo el rostro. Permaneció sentado con los ojos cerrados por unos instantes, saboreando el contacto refrescante del agua. Retirándose a un banco cercano, sacó la fotografía de Gisele y estudió de nuevo esos rasgos delicados. ¿Por qué cada vez que venía a Paris, no encontraba más que muerte?
Y, de repente, la pieza encajó en su lugar. El rompecabezas estaba completo ante él. Con un grito de alegría, se puso de pie de un salto y se lanzó a una carrera frenética. Los tacones altos de su calzado de vestir derraparon sobre el sendero de grava. Maldiciendo, dio unos saltitos y se las quitó. Entonces, con un zapato en cada mano, voló por las escaleras hacia la rué de Rivoli. Las bocinas sonaron, las ruedas rechinaron, los conductores le gritaron, pero él corrió sin prestar atención a nada de eso. Se detuvo jadeando ante la entrada de cristal y mármol del Hotel Intercontinental. Se encontró con los ojos atónitos del portero, metió los pies en los zapatos, se enderezó la chaqueta, se dio unas palmaditas en el cabello revuelto y entró caminando como si nada en el tranquilo vestíbulo.
—Bonjour.
Los ojos del empleado de la recepción se abrieron de asombro al reconocer a la extravagante figura frente a él. Era un hombre guapo de unos treinta y tantos años, con brillante cabello de un color castaño intenso y profundos ojos azules.
—Necesito hablar con una mujer que trabaja aquí, Danelle Moncey. Es vital que hable con ella.
—¿Moncey? No, monsieur Tachyon. No hay nadie con…
—¡Maldita sea! Me había olvidado de que se casó. Es una camarera, de cincuenta y tantos años, ojos negros, cabello gris. —Tenía el corazón desbocado, le provocaba fuertes punzadas en las sienes. El joven observó nervioso las manos de Tachyon, las cuales se habían cerrado con apremio sobre sus solapas, tirándolo medio por encima del mostrador. Tras liberar al empleado, Tachyon se frotó las puntas de los dedos—. Discúlpeme. Como puede ver, esto es muy importante… muy importante para mí.
—Lo siento, pero no hay ninguna Danelle que trabaje aquí.
—Es comunista —añadió Tach en su desesperación.
El hombre sacudió la cabeza pero la coqueta rubia que estaba tras del mostrador de cambio de divisas dijo de repente:
—Ah, no, Francois. Se refiere a Danelle.
—¿Se encuentra aquí?
—Oh, mais oui. Está en el tercer piso…
—¿Podría llamarla? —Tachyon le dirigió a la chica su mejor sonrisa insinuante.
—Monsieur, está trabajando —protestó el empleado de la recepción.
—Sólo necesito un minuto de su tiempo.
—Monsieur, no puedo tener a una mujer de la limpieza en el vestíbulo del Intercontinental. —Su voz era casi un gemido.
—¡Fin de la discusión! Entonces iré yo hasta ella.
Danelle colocaba juegos de sábanas en un cesto. Soltó un grito ahogado cuando lo vio e intentó abrirse paso a empujones, usando el carrito de la limpieza como un ariete. Él bailó hacia un lado y la atrapó por la muñeca.
—Tenemos que hablar. —Sonreía como un tonto.
—Estoy trabajando.
—Tómate el día libre.
—Perderé mi empleo.
—Ya no vas a necesitar este empleo.
—Ah, ¿por qué no?
Un hombre y su esposa salieron de su habitación y miraron a la pareja con curiosidad.
—Esto no va a funcionar.
Ella le miró y luego echó un vistazo a su reloj de pulsera barato.
—Casi es la hora de mi descanso. Te veré en el café Morens, justo abajo del hotel, en la rué du Juillet. Cómprame algunos cigarrillos y lo de siempre.
—¿Qué es lo de siempre?
—Ellos lo sabrán. Siempre hago mi descanso ahí.
Cogió el rostro de la mujer entre sus manos y la besó. Sonrió al ver su expresión confundida.
—¿Qué ha pasado contigo?
—Te lo diré en el café.
Mientras él se apresuraba de regreso a través del vestíbulo, vio al empleado de la recepción colgando el teléfono en una de las cabinas públicas. La joven rubia agitó la mano y le preguntó:
—¿La ha encontrado?
—Ah, sí. Muchas gracias.
Tachyon estaba en una de las mesas diminutas que habían sido apretujadas en la terraza del café, inquieto. La calle era tan estrecha que los vehículos estacionados tenían dos ruedas subidas a la acera.
Dani llegó y encendió un gauloise.
—¿De qué va todo esto?
—Me mentiste. —Sacudió un dedo con coquetería bajo su nariz—. Nuestra hija no está muerta. En Versalles…, lo que nos atacó no era un wild card, era alguien de mi misma sangre. No te culpo por querer hacerme daño, pero déjame resarcirte. Os llevaré a ambas de regreso a Estados Unidos.
Un coche pequeño venía a lo lejos por la calle. Cuando pasó frente a ellos, una serie de disparos de una arma de fuego automática resonaron en los edificios de piedra gris. Danelle se sacudió en su asiento. Tachyon la atrapó y se arrojó con ella detrás de uno de los coches aparcados; se golpeó el codo en la acera con un chasquido espantoso y pronto tuvo la sensación de que algo le quemaba la cadera. Se quedó quieto, con la mejilla apretada contra el pavimento, y algo caliente le corría por la mano. La pierna se le había entumecido.
Oyó los estertores de Danelle y se apoderó de su mente sin dilación; entonces apareció Gisele. La vio reflejada más de un millón de veces en un millón de diferentes recuerdos. Gisele. Una brillante presencia de luciérnaga.
Intentó alcanzarla con desespero pero ella retrocedía, como un espejismo escurridizo entre los senderos mentales cada vez más oscuros de su madre agonizante.
Danelle estaba a punto de morir.
Y, hasta donde pudo comprobar, Gisele también.
Pero había dejado una parte de sí misma: un hijo. Tach se aferró a la mujer que se estaba muriendo, violando todas las reglas relacionadas con el control mental avanzado, en especial aquéllas que se referían a la prohibición de sujetar una mente moribunda. El pánico se apoderó de él y optó por volver antes de cruzar ese límite aterrador.
En el mundo físico, el aire se llenó con el ulular ondulante de las sirenas. «Oh, ancestros, ¿qué voy a hacer? ¿Me encontrarán aquí con una camarera de hotel asesinada? Es absurdo. Harían preguntas. Descubrirían lo de su nieto. Y si los wild cards son un tesoro nacional, ¿cuánto más valorarían a alguien con sangre taquisiana?»
El dolor estaba empeorando. Tachyon movió la pierna y se dio cuenta de que la bala no le había alcanzado el hueso. El esfuerzo le hizo sudar y llenó la parte posterior de su garganta con bilis. ¿Cómo podría llegar al Ritz? Apretó la mandíbula, pues era un príncipe de la casa Ilkazam. «Son sólo dos cuadras», pensó.
Colocó a Danelle con suavidad a un lado, le dobló las manos sobre el pecho y le besó la frente. «La madre de mi hija». Más tarde la lloraría como era debido. Pero primero venía la venganza.
La bala había traspasado limpiamente la parte carnosa del muslo. No había mucha sangre. De momento. Al caminar empezó a sangrar. Necesitaba camuflaje, algo para ocultar la herida lo suficiente para pasar por la recepción y llegar a su habitación. Examinó los coches estacionados hasta que encontró un periódico doblado; y la ventana estaba abierta. No era perfecto pero era lo bastante bueno. Ahora sólo tenía que reunir suficiente autocontrol para no cojear mientras avanzaba desde la puerta principal hasta el ascensor.
«Pan comido», como diría Mark. El entrenamiento lo era todo. Y la sangre. La sangre siempre saldría a relucir.
Trató de dormir pero fue inútil. Finalmente, a las seis, Jack Braun echó de una patada a un lado la ropa de cama en la que estaba envuelto, se arrancó el pijama empapado de sudor, se vistió y salió a buscar comida.
Cinco meses de hombros encorvados y nerviosas miradas hacia atrás. Cinco meses en los cuales no había hablado con nadie. Los demás viajeros rehusaban concederle el menor contacto visual. ¿Valía la pena pasar por aquel infierno a cambio de la esperanza de ser rehabilitado?
La culpa era de la invasión del Enjambre. Lo había vuelto visible de nuevo, lo había sacado del negocio inmobiliario, de las tardes californianas y del sexo junto a la piscina. Ahora se enfrentaba a una verdadera crisis. Ningún as, sin importar qué tan sucia fuera su reputación, sería rechazado. Y había hecho bien su trabajo: pisoteó todos los monstruos que surgieron entre Kentucky y Texas. Y había descubierto algo interesante: la mayoría de los ases más nuevos y jóvenes no sabían quién demonios era él. Unos cuantos, Hiram Worchester, la Tortuga, lo sabían, y le molestaba. Pero lo podía soportar. Así que tal vez habría alguna manera de regresar, de ser un héroe de nuevo.
Hartmann le había convencido para formar parte de la gira mundial.
Jack siempre había admirado al senador. Admiraba la manera en que había guiado la lucha para revocar los peores apartados del Acta de Control de Poderes Exóticos. Había llamado a Hartmann para ofrecerse a cubrir parte de los gastos. El dinero siempre era bienvenido para un político, aunque no fuera destinado a financiar una campaña. Y Jack se enteró muy pronto de que también iría en el avión.
La mayor parte del viaje no había sido mala. Tuvo suficiente actividad con las mujeres, en especial con Fantasy. Se habían acostado una noche en Italia y ella le había informado con un humor despiadado de la impotencia de Tachyon. El se había reído, demasiado fuerte y durante demasiado rato, dado que siempre intentaba ridiculizar a Tachyon. Convertirlo en una amenaza menor.
Con el paso de los años, había absorbido un poco de la cultura taquisiana gracias a las entrevistas que el doctor había concedido. Así fue cómo aprendió que la venganza era definitivamente parte de su código, por lo que se había cuidado las espaldas, esperando a que Tachyon actuara en su contra. Pero nada había sucedido.
La incertidumbre le estaba matando.
Y entonces ocurrió lo de la noche anterior.
Untó mantequilla en el último bollo de la canasta de pan, empujando el bocado con un sorbo de café francés, increíblemente fuerte. Deseaba con toda su alma que los franchutes entendieran lo que significaba un auténtico desayuno. Podía pedir un desayuno americano, por supuesto, pero el coste era tan increíble como el café. Esa canasta de pan seco y café le había costado diez dólares; añadirle huevos y bacón hubiese elevado el precio a casi treinta dólares. ¡Por un desayuno!
De pronto, lo absurdo de la idea le golpeó. Era un hombre rico, no un granjero de Dakota del Norte durante la Depresión. Su aportación a aquella gira había sido lo suficientemente grande para comprarle una parte del enorme 747, o al menos el combustible con el que volaba…
Vio que Tachyon entraba en el hotel y el cabello de la nuca se le erizó. La puerta del pequeño restaurante le daba sólo una visión limitada, de manera que el alienígena quedó en seguida fuera de su vista. Jack sintió cómo se le relajaban los músculos del cuello y de los hombros y, con un suspiro, levantó un dedo y ordenó un desayuno americano completo.
«Tachyon estaba muy extraño». Movió el tenedor de manera mecánica del plato a la boca. «Iba del todo rígido». Y llevaba un periódico doblado junto al muslo, como un soldado en un desfile de gala. Pero lo que hiciera o dejara de hacer ese capullo no era de su incumbencia.
«Si exceptuamos lo que pasó anoche». La ira le carcomió el vientre. Era cierto que la bomba no podía haberle herido pero «se apoderó de mi mente». Sin más, como un hombre que se comiera un caramelo. Le había tratado como a un objeto.
Jack se acabó el resto de la yema mientras su enojo y su indignación crecían. ¡Maldita sea! Era estúpido temerle a un hombrecillo que vestía como una hada de fantasía.
«No le tengo miedo», corrigió rápido la mente de Jack. Había permanecido alejado del extraterrestre por cortesía, como un reconocimiento de cuánto le odiaba el doctor. Pero ahora Tachyon había cambiado las reglas. Se había apoderado de su mente. Y eso no se lo dejaría pasar.
La entrada y la salida de la bala parecían dos pequeñas bocas. Tach, sentado en calzoncillos, se clavó una hipodérmica, apretó el émbolo y esperó a que el analgésico hiciera efecto. Sólo por si acaso, se había inyectado también una antitetánica y un poco de penicilina. Las agujas usadas se encontraban sobre la mesa, junto a una compresa de gasa y un rollo de algodón, pero, por el momento, dejaría que las inyecciones hicieran efecto, mientras reflexionaba.
Así que Danelle no había mentido… Simplemente no le había contado todo. Gisele había muerto. La pregunta era: ¿cómo? ¿Importaba eso? Probablemente no. Lo que importaba era que ella se había casado y había dado a luz un hijo. «Mi nieto». Y tenía que encontrarlo.
«¿Y el padre?» Bien, ¿qué hay de él? Asumiendo que todavía estuviera vivo, no era un tutor adecuado para el chico. El padre —u otro desconocido— estaba empleando el don taquisiano para propagar el terror.
Así pues, ¿por dónde comenzar? Sin duda, por el piso de Danelle; y, de ahí, a la sala de registros para buscar el certificado de matrimonio y el de nacimiento.
No debía perder de vista que ese ataque contra Danelle y él mismo no había sido un accidente. Ellos, quienesquiera que fueran, lo estaban vigilando. Así que, sin importar cuán desagradable fuera, iba a tener que hacer un esfuerzo por pasar desapercibido.
Braun estuvo unos momentos titubeando en el pasillo. No obstante, la indignación ganó a la prudencia. Comprobó la puerta: estaba cerrada; giró el pomo con fuerza y lo rompió. Cruzó el umbral y se congeló con asombro al ver a Tachyon, con las tijeras preparadas, sentado en medio de un círculo de rizos rojos cortados.
El taquisiano le miró boquiabierto a su vez, con una de las puntas de ese cabello inverosímil sujeta en una mano.
—¡Cómo te atreves!
—¿Qué demonios estás haciendo?
Para ser su primer intercambio en casi cuarenta años, parecía que algo faltaba.
En rápidos movimientos, como los del obturador de una cámara, el resto de la escena se fue enfocando. Jack extendió un veloz índice.
—Eso es una herida de bala.
—Tonterías. —Se colocó de prisa una gasa sobre el blanco muslo con salpicaduras de vello rojo y dorado—. Sal de mi habitación ahora mismo.
—No hasta que obtenga algunas respuestas. ¿Quién demonios te disparó? —Chasqueó los dedos—. La bomba en Versalles. Tienes problemas con esa gente…
—¡No! —gritó demasiado rápido y demasiado fuerte.
—¿Has informado a las autoridades?
—No es necesario. Esto no es una herida de bala, y tampoco sé nada de los terroristas. —Las tijeras cortaron con saña el último rizo. Éste revoloteó hasta el suelo, formando una figura que recordaba mucho a un signo de interrogación.
—¿Por qué te estás cortando el pelo?
—¡Por qué me da la gana! Ahora lárgate antes de que me apodere de tu mente y te obligue a marcharte.
—Hazlo y volveré para romperte el maldito cuello. Nunca me has perdonado…
—¡En eso tienes razón!
—Me lanzaste una puta bomba.
—Porque sabía que no te lastimaría. Por desgracia.
Sus dedos largos y delgados juguetearon con su cabeza trasquilada y aletearon entre los rizos hasta que éstos le rodearon la cara. El efecto resultante era que, de pronto, parecía muy joven.
Braun se le acercó y apoyó las manos en ambos brazos de la silla, a fin de atrapar eficazmente a Tachyon.
—Esta gira es importante. Si haces una locura, podría dañar la reputación de todos. Tú no me importas en absoluto, pero Gregg Hartmann sí.
El extraterrestre desvió la mirada y miró inexpresivamente por la ventana. A pesar de estar vestido sólo con camisa y calzoncillos, se las arregló para ofrecer una apariencia majestuosa.
—Se lo contaré a Hartmann.
Hubo un destello de alarma en lo profundo de sus ojos violetas, pero lo suprimió al instante.
—Bien, ve. Lo que sea con tal de librarme de ti.
El silencio se extendió entre ellos. De súbito, Braun preguntó:
—¿Estás en apuros? —No hubo respuesta—. Si lo estás, dímelo. Quizá pueda ayudar.
Las largas pestañas se levantaron y el doctor le miró directo a los ojos. Ya no quedaba nada de juventud en el estrecho rostro. Se le veía tan frío, viejo e implacable, como la muerte.
—Ya he recibido ayuda por tu parte para toda una vida, gracias.
Jack casi salió corriendo de la habitación.
Sin lograr calmar su inquietud, Tachyon se quitó el suave sombrero marrón de fieltro y lo estrujó. El diminuto apartamento de dos habitaciones parecía que hubiese sufrido el ataque de un ciclón. Los cajones estaban abiertos y un marco barato había sido despojado de su contenido antes de ser arrojado sobre una mesa llena de rasguños. ¿Qué es lo que había contenido, tan importante como para que se lo llevaran?
«¿Habrá sido la policía?», se preguntó. No, ellos habrían sido más cuidadosos. Entonces, los asesinos de Dani habían estado ahí, y la policía estaba por llegar, lo que significaba que debía apresurarse. Los pantalones de mezclilla recién adquiridos tenían un tacto rígido contra la piel, y Tach tiró molesto de la entrepierna mientras hojeaba los libros de bolsillo que cubrían la sala.
Un ligero chirrido salió del dormitorio. Tachyon quedó congelado, se deslizó con la agilidad de gato hacia el hornillo y levantó el cuchillo que había a un lado. En un veloz movimiento cruzó la habitación y se apretó contra la pared, listo para apuñalar a lo que pasara por la puerta.
Eran pasos cuidadosos y amortiguados pero provocaban la suficiente vibración para que Tach pudiera deducir que su oponente era grande. Había dos seres respirando, uno a cada lado de la pared. Tach contuvo la respiración y esperó. El hombre entró por la puerta con rapidez; el doctor se lanzó hacia abajo, listo para clavarle la cuchilla bajo las costillas. La hoja se quebró y una luz dorada brilló en las sucias paredes del apartamento. Jack Braun, formando una pistola con las manos, posó con firmeza el dedo índice entre los ojos de Tachyon:
—Bang, bang, estás muerto.
—¡Vete a la mierda! —En un estallido de ira, arrojó el cuchillo roto contra la pared—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Te he seguido.
—¡No te he visto!
—Lo sé. Soy bastante bueno en eso. —La insinuación era clara.
—¿Por qué me sigues?
—Porque te estás metiendo en problemas.
—Puedo cuidarme solo.
Golden Boy soltó un resoplido burlón.
—Si no hubieras sido tú, te habría liquidado —gritó Tach.
—¿Sí? ¿Y si hubieran sido más de uno? ¿Y si hubieran llevado pistolas?
—No tengo tiempo de discutir esto contigo. La policía podría llegar en cualquier momento dijo el alienígena por encima del hombro, irrumpiendo en el dormitorio y continuando con la búsqueda.
—¿Policía? ¡Espera! ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué la policía?
—Porque la mujer que vivía en este piso fue asesinada esta mañana.
—Ah, fantástico. Y ¿qué tiene eso que ver contigo? —Tachyon apretó los labios con terquedad. Braun sujetó al doctor por la camisa, de frente, lo levantó del suelo y lo sujetó a la altura de sus ojos, con sus narices casi tocándose—. Tachyon. —Era un murmullo de advertencia.
—Es un asunto privado.
—Si la policía está involucrada, entonces no lo es.
—Puedo resolverlo solo.
—No lo creo. Ni siquiera me detectaste. —Tachyon puso mala cara—. Dime lo que está ocurriendo, podría ayudarte.
—Aj, muy bien —espetó malhumorado—. Estoy buscando alguna pista del paradero de mi nieto.
Eso requirió algunas explicaciones. Tachyon soltó la historia en rápidas frases entrecortadas, mientas terminaban de buscar con torpeza en la habitación desordenada, sin encontrar nada en absoluto.
—Como puedes ver, tengo que encontrarle primero y sacarle del país antes de que las autoridades francesas se den cuenta de lo que poseen —concluyó, poniéndose una mano en la perilla. Y escuchó una llave raspando contra la cerradura.
—Oh, mierda —susurró Tach.
—¿La policía? —articuló Jack.
—Sin duda —articuló a su vez el taquisiano.
—Rápido, por la escalera de incendios. —Jack señaló hacia atrás, por encima del hombro.
Apenas tuvieron tiempo de huir.
—Veamos lo que tenemos. —Braun hizo una pausa para encender un cigarrillo. Tachyon dejó de devorar su enorme y muy postergado almuerzo y extrajo el papel de sus pantalones de mezclilla. Lo arrojó y aterrizó revoloteando en el frasco de la mostaza.
—Joder, ten cuidado —dijo Jack, molesto, y limpió el papel con la servilleta.
El doctor siguió engullendo. Con un gruñido que expresaba molestia, el as extrajo un par de gafas de leer y examinó la caligrafía florida del taquisiano.
Gisele Bacourt contrajo matrimonio con Francois Andrieux en una ceremonia civil el 5 de diciembre de 1971.
Un hijo, Blaise Jeannot Andrieux, nacido el 7 de mayo de 1975.
Gisele Andrieux fallece en un tiroteo, junto con el guardaespaldas personal del industrial Simón de Montfort, el 28 de noviembre de 1984.
Marido y mujer eran miembros del Partido Comunista Francés.
Frangois Andrieux fue detenido para ser interrogado pero quedó en libertad al no encontrarse información que lo incriminara de manera concluyente.
Lo habían intentado con el sencillo recurso de revisar la guía telefónica, y —lo cual no era de sorprender— Andrieux no aparecía. Jack suspiró, se echó hacia atrás en la silla y devolvió las lentes al bolsillo de su camisa. La Torre Eiffel dibujaba una sombra alargada sobre el café en el que se encontraban.
—Se está haciendo tarde y tenemos esa cena en la torre.
—No iré.
—¿Eh?
—No, voy a hablar con Claude Bonnell.
—¿Con quién?
—¡Bonnell, Bonnell! Le Miroir, ¿sabes?
—¿Por qué?
—Porque es una figura importante en el Partido Comunista. Quizá pueda conseguirme la dirección de Andrieux.
—¿Y si eso no funciona? —El humo del cigarrillo formó un aro en el aire entre ellos.
—Prefiero no pensar en eso.
—Bueno, pues más vale que lo hagas, si de veras quieres encontrar a ese chico.
—¿Qué sugieres?
—Intenta rastrear los materiales con los que se fabricó la bomba. Tuvieron que comprar las cosas en alguna parte.
Tach hizo una mueca.
—Suena lento y tedioso.
—Lo es.
—Entonces depositaré mis esperanzas en Bonnell.
—Bien, tú dedícate a tener esperanzas, yo seguiré con mi idea de la bomba. Cómo vamos a obtener esa información es algo que no sé, por supuesto. Supongo que podrías ir a ver a Rochambeau y sacarle información…
Tachyon formó un triángulo con las puntas de los dedos frente a su rostro y miró por encima a Jack con ojos especulativos.
—Tengo una idea mejor.
—¿Cuál?
—No te pongas tan suspicaz. Tú y Billy Ray podéis hablar con Rochambeau sobre la bomba. Decid que creéis que iba destinada al senador —podría haber sido así, por lo que sabemos— y sugerid que queréis aportar información.
—Podría funcionar. —Jack aplastó el cigarrillo—. Billy Ray es un as del Departamento de Justicia, y el guardaespaldas de Hartmann. Pero a mí me preguntarán por qué deseo involucrarme en este asunto.
—Diles que porque eres Golden Boy. —Su tono fue ácido, sin diluir.
El vestidor de Bonnell tras los bastidores del Lido no tenía nada de extraordinario. El penetrante olor de la crema facial, el maquillaje teatral y la laca se superponía a los olores más débiles, a sudor antiguo y perfume rancio.
Tachyon se sentó a horcajadas sobre una silla, con los brazos descansando en el respaldo, y miró al joker mientras le daba los últimos toques a su maquillaje.
—¿Me podría pasar la gorguera?
Bonnell se abrochó el collarín en torno al cuello, se levantó, le dirigió una mirada crítica final al disfraz blanco y negro de arlequín y se acomodó en la maltratada silla de madera.
—Muy bien, doctor. Estoy listo. Ahora dígame qué puedo hacer por usted.
—Necesito un favor —se expresó en francés.
—¿Qué favor?
—¿Tiene las direcciones de sus miembros?
—Asumo que se refiere al partido.
—Oh, discúlpeme. Así es.
—Y para responderle: sí, sí las tenemos.
Bonnell no estaba ayudando en absoluto. Tach siguió insistiendo, con torpeza.
—¿Podría conseguirme una en concreto?
—Eso dependería de sus motivos.
—Nada nefasto, se lo aseguro. Se trata de un asunto personal.
—Hmmm… —Bonnell enderezó los tarros y tubos ya dispuestos de manera meticulosa sobre el tocador—. Doctor, usted supone demasiado. Nos hemos tratado una sola vez y, sin embargo, viene a mí para solicitar información privada. ¿Y si le preguntara por qué?
—Preferiría no decirlo.
—Ya esperaba más o menos que ésa fuera su respuesta. Así que me temo que debo negarme.
El agotamiento, la tensión, y el dolor punzante de la pierna le golpearon como una tormenta. Tach apoyó la cabeza en sus brazos y luchó por contener las lágrimas. Consideró la opción de abandonar. Una mano amable pero firme le cogió por la barbilla y le obligó a levantar la cabeza.
—Esto significa de veras mucho para usted, ¿no es así?
—Más de lo que puede imaginar.
—Entonces cuéntemelo para que lo sepa. ¿Confía en mí? ¿Tan sólo un poco?
—Viví en París hace mucho. ¿Hace mucho que es comunista? —preguntó de manera abrupta.
—Desde que fui capaz de comprender la política.
—Entonces me sorprende no haberle conocido hace años. Los conocía a todos. Thorenz, Lena Goldoni…, Danelle.
—No vivía en París en aquel entonces. Todavía me encontraba en Marsella, donde dejaba que me golpearan mis vecinos supuestamente normales. —Su sonrisa era amarga—. Francia no siempre ha sido tan amable con sus wild cards.
—Lo siento.
—¿Por qué lo siente?
—Porque es mi culpa.
—Ésa es una actitud excesivamente absurda y autoindulgente.
—Muchas gracias.
—El pasado está muerto, enterrado, y se ha ido para siempre, más allá de donde puede ser recordado. Sólo el presente y el futuro importan, doctor.
—Y yo creo que ésa es una actitud absurda y simplista. Las acciones del pasado tienen consecuencias para el presente y el futuro. Hace treinta y seis años llegué a este país quebrantado y amargado. Me acosté con una chica. Ahora vuelvo para descubrir que dejé una marca más permanente en este lugar de lo que había pensado. Engendré a una niña que nació, vivió y murió sin que yo supiera nunca de su existencia. Podría maldecir a su madre por ello y, sin embargo, quizá ella fue sabia. Durante los primeros trece años de la vida de Gisele, su padre fue un borracho perdido. ¿Qué podría haberle dado yo? —Caminó y no se detuvo hasta apoyarse contra una pared. Entonces giró y dejó caer los hombros contra el frío yeso.
«Perdí mi oportunidad con ella pero la vida me ha otorgado otra. Tuvo un hijo, mi nieto. Y quiero encontrarlo».
—¿Y el padre?
—Es un miembro de su partido.
—Usted dice que quiere encontrarlo. ¿Para qué? ¿Se lo arrebataría a su padre?
Tach se frotó los ojos con cansancio. Cuarenta y ocho horas sin dormir estaban pasando factura.
—No lo sé. No he pensado a largo plazo. Todo lo que quiero es verle, abrazarle y mirar el rostro de mi futuro.
Bonnell dio una palmada sobre sus muslos y se levantó de la silla.
—C’est bien, doctor. Un hombre se merece la oportunidad de contemplar la intersección de su pasado, presente y futuro. Lo ayudaré a encontrar a ese hombre.
—Es suficiente con que me dé su dirección, no hay razón para que se involucre.
—Él podría asustarse, yo puedo tranquilizarlo, acordar una reunión. ¿Su nombre?
—Francois Andrieux.
Bonnell tomó nota.
—Muy bien. Entonces hablaré con este hombre y después le llamaré a usted al Ritz…
—Ya no me hospedo ahí. Puede localizarme en el Lys, en la margen izquierda.
—Ya veo. ¿Alguna razón en particular?
—No.
—Debe aprender a mentir sin que sus expresiones lo delaten. Es muy gracioso, aunque no es demasiado convincente. —Tachyon se sonrojó y Bonnell se rió—. Vamos, vamos, no se ofenda. Ya me ha contado suficiente sobre sus secretos esta noche. No lo presionaré para que me diga nada más.
Los integrantes de la gira estaban cenando en la Torre Eiffel.
Tachyon, apoyado en la barandilla, no dejaba de moverse, inquieto, pero se las ingenió para esperar a que Braun saliera. Por las ventanas del restaurante podía ver que el grupo había llegado a la etapa de brandy, café, puros y discursos. La puerta se abrió y Mistral, entre risitas, salió como una flecha, seguida por el capitán Donatien Racine, uno de los ases más destacados de Francia. Su único poder era el de volar pero eso, sumado al hecho de que era militar de carrera, le había asegurado el apodo de «el Tricolor» por parte de la prensa. No le gustaba ese nombre.
Sujetando a la norteamericana por la esbelta cintura, Racine saltó con ella por encima del barandal de protección. Ella le dio un beso rápido, se liberó del brazo que la rodeaba y se alejó flotando en la brisa suave que soplaba en torno a la torre. Su gran capa azul y plateada se extendió en torno a ella hasta que pareció una exótica polilla atraída por las luces brillantes que recubrían el monumento parisino. Al ver a la pareja salir a volar y lanzarse en picado en un intrincado juego persecutorio, Tachyon de súbito se sintió muy cansado y muy atado al suelo.
Las puertas del restaurante se abrieron y la delegación salió como agua por una presa rota. Tras cinco meses de cenas formales y discursos interminables, no era ninguna sorpresa.
Braun, muy elegante en frac y corbata blanca, hizo una pausa para encender un cigarrillo. Tachyon lo contactó con un hilo de telepatía.
Jack.
Este se puso tenso pero no dio más señales de haber captado el mensaje.
Gregg Hartmann miró hacia atrás.
—Jack, ¿vienes?
—Ahora os alcanzo. Creo que voy a disfrutar del aire y las vistas y a ver a esos chicos locos lanzarse en caída libre. —Señaló a Mistral y Racine.
Unos minutos más tarde, se reunió con Tachyon junto al barandal.
—Bonnell está organizando una reunión con él.
Braun gruñó y sacudió la ceniza.
—La Süreté estaba en el hotel cuando regresé. Intentaron ser sutiles al interrogar a la delegación sobre tu paradero pero los sabuesos de los telediarios están husmeando. Detectan una historia.
El taquisiano se encogió de hombros.
—¿Vendrás conmigo? A la reunión.
«Ancestros, ¡cómo me he atragantado para solicitarle ayuda!»
—Por supuesto.
—Tal vez necesite ayuda con su padre.
—¿Qué vas a hacer?…
—Lo que sea necesario. Es mi nieto.
Montmartre. Donde artistas, legítimos o no, pululaban como langostas, listos para caer sobre el turista desprevenido. «Un retrato de su hermosa esposa, monsieur». El precio nunca se mencionaba, por educación, pero cuando estaba terminado era suficiente para comprar una auténtica obra maestra.
Autobuses repletos de turistas gimieron al subir por la colina y poco después expulsaron a sus ansiosos pasajeros. Los niños gitanos, que daban vueltas como buitres, se abalanzaron sobre ellos de inmediato. Los viajeros europeos, conocedores de las costumbres de estos ladrones de carita inocente, los ahuyentaron con fuertes amenazas. Los japoneses y los norteamericanos, aturullados por los brillantes ojos negros de sus rostros oscuros, les permitieron acercarse. Más tarde se lamentarían, cuando descubrieran la pérdida de carteras, relojes y joyas.
Tanta gente, y un niño pequeño.
Braun, con las manos en las caderas, miró al otro lado de la plaza, a la basílica del Sagrado Corazón. Estaba repleto de gente. Los caballetes se alzaban como mástiles desde un agitado mar de colores. Suspiró y consultó la hora.
—Llegan tarde.
—Paciencia.
Braun observó el reloj una vez más. Los niños gitanos, atraídos por la delgada banda de oro del Longines, se acercaron con sigilo.
—Largaos —rugió Jack—. Cielo santo, ¿de dónde vienen? ¿Hay una fábrica de gitanos, así como una fábrica de putas?
—Sus madres suelen venderlos a «cazadores de talentos» de Francia e Italia. Éstos los entrenan para robar y trabajan como esclavos para sus dueños.
—Ni que lo hubiera escrito Dickens.
Tachyon se cubrió los ojos del sol con una mano delgada y buscó a Bonnell.
—Sabes que hoy tenías que dar un discurso en una conferencia para investigadores, ¿verdad?
—Sí.
—¿Llamaste para cancelar?
—No, lo olvidé. Tengo cosas más importantes en la cabeza en este momento que la investigación genética.
—Diría que eso es exactamente lo que tienes en mente —respondió Braun con sequedad.
Un taxi se detuvo y Bonnell luchó penosamente por bajarse. Lo seguían un hombre y un niño pequeño. Tachyon clavó hondo los dedos en el bíceps de Jack.
—Mira, ¡Dios mío!
—¿Qué?
—Ese hombre. Es el empleado del hotel.
—¿Eh?
—Estaba en el Intercontinental.
El trío caminaba hacia ellos. De súbito, el padre se quedó inmóvil, señaló a Jack, gesticuló con énfasis, sujetó al niño por la muñeca y se dirigió con rapidez hacia el taxi.
—No, Dios mío, no. —Tachyon corrió tras ellos. Intentó alcanzarlos, ejerciendo presión en sus mentes como un torno. Tras comprobar que se habían quedado inmóviles, echó a andar despacio hacia ellos. Sintió cómo le faltaba el aliento mientras devoraba la terca carita debajo de una mata de cabello rojo. El niño se defendía de Tachyon con una fuerza nada despreciable, y eso que era sólo una cuarta parte taquisiano. El orgullo se apoderó de Tach.
De repente, fue arrojado al suelo, y le llovieron puños y rocas. Intentó con desespero mantener el control mental mientras los niños gitanos le quitaban la cartera, el reloj y seguían su golpiza histérica. Jack corrió a quitarle de encima los pequeños granujas.
—No, no, atrápalos a ellos. ¡No te preocupes por mí! —gritó el doctor. Con una patada, logró tirar a dos al suelo, se puso de rodillas a trompicones, puso los dedos rígidos y los clavó con fuerza en la garganta de un desgarbado adolescente. El chico cayó hacia atrás.
Jack vaciló, se volvió hacia Andrieux y el niño y echó a correr. Tachyon, distraído, lo siguió con la vista. Ni siquiera vio venir la bota: el dolor explotó en su sien. Oyó gritar a alguien a lo lejos; después, la amarga oscuridad le invadió.
Bonnell estaba limpiándole la cara con un pañuelo húmedo cuando al fin recobró el sentido. Tachyon se levantó con desesperación, haciendo palanca con los hombros, y cayó de nuevo cuando el movimiento le envió nuevas oleadas de dolor y llenó la parte posterior de su garganta con una fuerte sensación de náusea.
—¿Les has atrapado?
—No. —Jack sujetaba un parachoques, como un hombre que mostrara el pez ganador del primer puesto en un concurso—. Cuando caíste corrieron y lograron llegar al taxi. Intenté sujetar el coche pero sólo pude agarrar el parachoques…, que se desprendió —agregó, aunque no era necesario. Jack miró a la multitud interesada y curiosa que les había rodeado y la ahuyentó.
—Entonces les hemos perdido.
—¿Qué esperaba? Apareció con el As traidor —dijo Bonnell con enojo.
Jack se encogió y murmuró, muy molesto: —Eso fue hace mucho tiempo.
—Algunos de nosotros no lo hemos olvidado. Y otros no deberían tampoco. —Dirigió una mirada furibunda a Tachyon—. Pensé que podía confiar en usted.
—Jack, vete.
—Púdrete. —Largas zancadas bruscas lo transportaron hasta la multitud y se perdió de la vista entre ella.
—Es extraño pero me siento muy mal por esto. —Se sacudió—. Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Primero deme su promesa de que no habrá más trucos como el de hoy.
—Está bien.
—Volveré a programar la reunión para esta noche. Y esta vez venga solo.
Jack no estaba seguro de por qué lo hizo. Tras el insulto de Tachyon, debió dejar de lado el asunto o haberle dicho a la Sureté todo lo que sabía. En su lugar, se presentó en el Lys con una compresa fría y aspirinas.
—Gracias, pero tengo un botiquín.
Jack arrojó la botella hacia arriba varias veces.
—¿Ah, sí? Bien, entonces me quedo con ellas. Todo esto me está dando un terrible dolor de cabeza.
Tach se levantó la compresa del ojo.
—¿A ti? ¿Por qué?
—Acuéstate y déjate esa cosa sobre el ojo. —Se rascó la barbilla—. Mira, déjame decirte algo. ¿No te parece todo esto un poco demasiado fácil?
—¿A qué te refieres? —Pero Jack pudo adivinar por el tono cauteloso del pequeño extraterrestre que había tocado una fibra sensible.
—En lugar de limitarse a darte la dirección de Andrieux, Bonnell insiste en concertar una reunión. Y ellos intentaron huir…
—Porque estabas ahí.
—Sí, exacto. Tú los controlas con la mente y entonces te ataca una pandilla de niños gitanos. Estuve investigando un poco y averigüé que ellos nunca hacen ese tipo de cosas. Creo que alguien preparó aquello con anticipación, para asegurarse de que no pudieras usar tu control mental. Y ¿qué opinas del tal Andrieux? Dijiste que era el empleado del hotel. Entonces, ¿por qué negó conocer a Danelle? Era su suegra, por Dios. Esto me huele bastante mal.
Tachyon arrojó la compresa contra la pared.
—¿Entonces qué sugieres que haga?
—No colabores más con Bonnell, no asistas a más reuniones. Déjame ver lo que puedo hacer con los fragmentos de la bomba. Rochambeau trabajará con Ray al respecto.
—Eso podría llevar semanas. Nos vamos en unos pocos días.
—¡Vaya puta obsesión con esto, Tach!
—¡Pues sí!
—¿Por qué? ¿Es porque eres impotente? ¿De eso trata todo esto?
—No deseo discutir sobre este tema.
—¡Sé que no quieres pero tienes que hacerlo! No estás pensando con claridad, Tachyon. Imagina lo que otro escándalo podría hacerle a la gira, a tu reputación…, a la mía, ya que estamos. Se ha cometido un asesinato y nosotros estamos reteniendo pruebas vitales.
—No tenías por qué involucrarte.
—Lo sé, y a ratos desearía no haberlo hecho. Pero ya estoy metido en esto, así que pienso llegar hasta el final. Entonces, ¿te vas a quedar tranquilo hasta ver si puedo averiguar algo?
—Sí, esperaré.
Jack le lanzó una mirada suspicaz.
—Perfecto.
—Ah, Jack. —El gran as hizo una pausa, puso la mano en el pomo de la puerta y miró hacia atrás—. Me disculpo por lo de esta tarde. Estuvo mal que te dijera que te fueras.
Por la expresión del taquisiano, Golden Boy dedujo cuán difícil era pedir disculpas para él.
—Está bien —respondió Jack con brusquedad.
Era una casa vieja, muy vieja, ubicada en el distrito universitario. Las grietas atravesaban las deslucidas paredes de yeso, y el olor a humedad del moho flotaba en el aire. Bonnell le dio un fuerte apretón al brazo de Tachyon.
—Recuerde que no debe esperar demasiado. Este niño no lo conoce.
Tachyon apenas le escuchó, lo cierto es que no le prestó atención. Ya estaba subiendo las escaleras.
Había cinco personas en la habitación pero Tachyon sólo vio al niño. Estaba encaramado en un banco y mecía un pie, de manera que el talón golpeaba rítmicamente contra una maltratada pata de madera. Su cabello lacio y delgado no tenía el fuego cobrizo metálico de su abuelo pero, no obstante, era de un rojo profundo e intenso. Tach sintió una oleada de orgullo ante aquella prueba de su linaje. Las cejas rectas y rojas le daban a Blaise una expresión excesivamente seria que no quedaba nada mal en el rostro estrecho del niño. Sus ojos eran de un brillante color negro morado.
Detrás, con una mano posada de manera posesiva sobre el hombro de su hijo, estaba Andrieux, de pie. Tachyon lo estudió con el ojo crítico de un Señor Psi taquisiano a la hora de evaluar el ganado para la cría. No estaba nada mal, era humano, por supuesto, pero nada mal. Era guapo y parecía inteligente. Aun así, era algo difícil de asegurar. Si tan sólo pudiera realizar unas pruebas Intentó alejar de su mente la desagradable sospecha de que el hombre había participado en la muerte de Dani.
Miró de nuevo a Blaise y encontró al chico estudiándolo con igual interés. No había timidez alguna en su mirada. De repente, los escudos de Tach repelieron un poderoso asalto mental.
—¿Estás intentando vengarte por lo de ayer?
—Mais oui. Te apoderaste de mi mente.
—Tú te apoderas de la mente de la gente.
—Por supuesto. Nadie puede detenerme.
—Yo sí puedo. —Las cejas se juntaron hasta formar un ceño imponente—. Soy Tachyon, soy tu abuelo.
—No pareces un abuelo.
—Los de mi raza viven por muchos años.
—¿Yo también?
—Más que un humano. —El niño pareció satisfecho con aquella referencia indirecta a su naturaleza extraterrestre. Mientras hablaban, Tach hizo un sondeo preliminar de sus habilidades. Tenía una increíble aptitud para el control mental, para ser alguien tan joven. Y su formación era del todo autodidacta, lo cual era muy sorprendente. Con la instrucción apropiada sería una fuerza digna de consideración. Nada de telequinesis, nada de clarividencia y, lo peor de todo, casi nada de telepatía. Era casi un ciego mental.
«Es el resultado de la reproducción no planeada y sin restricciones».
—Doctor —dijo Claude—. ¿Quiere sentarse?
—Primero me gustaría darle un abrazo a Blaise. —Miró inquisitivamente al chico, quien hizo una mueca.
—No me gustan los besos y abrazos.
—¿Por qué no?
—Siento que se me suben las hormigas.
—Es una reacción común en nuestra raza, pero no te vas a sentir así conmigo.
—¿Por qué no?
—Porque soy de tu familia y de tu raza. Te entiendo mejor de lo que nadie en el mundo puede entenderte. —Francois Andrieux se removió, furioso.
—Bueno, lo intentaré —dijo Blaise con decisión, y se deslizó del asiento. Una vez más, Tachyon estuvo satisfecho con su seguridad.
Mientras cerraba los brazos en torno a la pequeña figura de su nieto, las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Estás llorando —lo acusó Blaine.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque me hace muy feliz haberte encontrado, comprobar que existes.
Bonnell se aclaró la garganta con un pequeño y discreto sonido.
—Por más que me resista a interrumpir este momento, me temo que debo hacerlo, doctor. —Tachyon se tensó, cauteloso—. Tenemos que hablar un poco de negocios.
—¿Negocios? —La palabra sonó peligrosa y ruin.
—Sí. Le he dado lo que quería. —Señaló a Blaise con un giro de su mano diminuta—. Ahora usted tiene que darme lo que yo quiero. Francois, llévatelo.
Padre e hijo se marcharon. Tachyon estudió a los hombres presentes.
—Por favor, ni se plantee una huida con la ayuda de su mente. Hay otros esperando fuera de esta habitación, armados.
—Ya me supuse que lo estarían. —Tachyon se acomodó en un sofá hundido, el cual soltó una nube de polvo bajo su peso—. Entonces, usted es miembro de esta pequeña banda de terroristas fuera de control.
—No, señor, soy su líder.
—Ajá, y usted hizo que mataran a Dani.
—No. Eso fue un acto de estupidez flagrante por el cual Francois ha sido… castigado. Yo desapruebo el hecho de que los subordinados actúen por iniciativa propia. Se equivocan con gran frecuencia. ¿No le parece?
El fallecido primo de Tachyon, Rabdan, le vino a la mente, y se encontró a sí mismo asintiendo. Se detuvo de inmediato. Había algo muy raro en aquella pequeña conversación tan comunicativa, considerando que estaba frente al hombre que había intentado asesinar a cientos de personas en Versalles.
—Oh, y yo que tenía tantas esperanzas de que Andrieux fuera brillante —reflexionó Tachyon, y después preguntó—: ¿Esto es un secuestro para obtener una recompensa?
—Ah, no, doctor, usted es invaluable.
—Eso he opinado siempre.
—No, necesito su ayuda. Dentro de dos días habrá un gran debate entre todos los candidatos presidenciales. Tenemos la intención de matar a tantos de ellos como nos sea posible.
—¿Incluso a su propio candidato?
—En una revolución a veces hay sacrificios que son necesarios. Pero para su información, le tengo poca lealtad al Partido Comunista. Ellos han traicionado a la gente, han perdido la voluntad y la fuerza para tomar decisiones difíciles. El mandato ha pasado a nuestras manos.
Tach descansó la frente en una mano.
—Por favor, evitemos las consignas. Es una de las cosas más molestas de la gente como ustedes.
—¿Puedo describirle mi plan?
—No veo modo de evitarlo.
—Sin duda, la seguridad se habrá reforzado con cuidado.
—Sin duda.
Bonnell le dirigió una mirada rápida al detectar su tono irónico. Tachyon lo miró a su vez con inocencia.
—En lugar de intentar llevar a cabo este reto con nuestras armas, usaremos las ya existentes. Usted y Blaise controlarán con la mente a tantos guardias como sea posible y les harán barrer la plataforma con disparos de armas automáticas. Eso debería dar el resultado deseado.
—Interesante, pero ¿qué ganarían con ello?
—La destrucción de la élite gobernante de Francia sumirá al país en el caos. Cuando eso ocurra, no necesitaré sus poderes esotéricos. Las pistolas y las bombas serán suficientes. A veces, las cosas más simples son las más efectivas.
—Qué gran filósofo. Debería proponerse ser un guía para la juventud.
—Ya lo he hecho. Soy el amado tío Claude de Blaise.
—Bueno, esto ha resultado muy instructivo, de veras, pero siento muchísimo tener que negarme.
—No me sorprende, ya lo tenía previsto. Sin embargo, considere que tengo a su nieto, doctor.
—Usted no le hará daño, es demasiado valioso.
—Es cierto. Pero mi amenaza no es de muerte. Si rechaza seguir mis indicaciones, me veré forzado a hacer que le sucedan cosas desagradables, asegurándonos de que sobreviva, y entonces desapareceré con Blaise. Encontrarnos le resultará difícil cuando sea un inválido confinado a la cama.
Sonrió con satisfacción ante la expresión de horror en el rostro del alienígena.
—Ahora Jean le escoltará a su habitación. Ahí podrá reflexionar sobre mi propuesta y estoy seguro de que verá la manera de ayudarme.
—Lo dudo —dijo Tachyon entre dientes, recuperando el dominio de su voz, pero era una jactancia hueca y Bonnell lo sabía.
La «habitación» resultó ser el muy frío y húmedo sótano de la casa. Horas después, Blaise llegó con su cena.
—He venido a visitarte —anunció, y Tach suspiró, una vez más admirando y lamentado la astucia de Bonnell. Resultaba obvio que el joker había llevado a cabo un estudio cuidadoso sobre Tachyon, su comportamiento y su cultura.
Comió mientras Blaise, con la barbilla descansando en sus manos ahuecadas, le miraba, pensativo.
Tach dejó el tenedor a un lado.
—Estás muy callado. Creí que íbamos a hablar.
—No sé qué decirte. Es muy extraño.
—¿El qué?
—Averiguar cosas sobre ti. Ahora ya no soy tan especial, lo cual me molesta, pero también es bueno saber… —reflexionó.
—Que no estás solo —sugirió Tach con voz suave.
—Sí, eso es.
—¿Por qué los ayudas?
—Porque tienen razón. Las viejas instituciones deben caer.
—Pero para ello deben asesinar personas.
—Sí —concordó alegremente.
—¿Eso no te molesta?
—Ah, no. Suele tratarse de cerdos capitalistas burgueses, y merecen morir. Algunas veces matar es la única vía.
—Es una actitud muy taquisiana.
—Vas a ayudarnos, ¿verdad? Será divertido.
—¡Divertido!
Así le habían educado. Tach se consoló a sí mismo. «Cualquier niño al que dotaran con este tipo de poder sin supervisión reaccionaría igual».
A medida que conversaban, Tachyon reconstruyó una imagen de libertad sin restricciones, sin apenas nada de educación formal, con la emoción de jugar al escondite con las autoridades. Más escalofriante fue comprender que Blaise no se retiraba de sus víctimas cuando morían; más bien seguía habitando sus mentes durante el terror y el dolor de su momento final.
«Habrá tiempo para corregir eso», se prometió a sí mismo.
—¿Entonces nos vas a ayudar? —preguntó Blaise, bajando de la silla de un salto—. Tío Claude dijo que no se me olvidara preguntarte.
Los segundos se convirtieron en minutos mientras lo consideraba. La acción más noble sería decirle a Bonnell que se fuera al diablo. Recordó las amenazas elegantemente articuladas del enano y se estremeció. Le habían criado y entrenado para aprovechar la oportunidad, para convertir la derrota en victoria. Confiaría en eso. Suponía que no podrían vigilarlo de manera tan cercana en el mitin.
—Dile a Claude que colaboraré.
Se dieron un abrazo exuberante.
Una vez solo, Tachyon continuó reflexionando. Tenía otra ventaja: Jack…, quien seguramente se daría cuenta de que algo había salido más que mal y alertaría a la Súreté. Pero su esperanza descansaba en un hombre cuya debilidad le era bien conocida, y sus temores se basaban en alguien que, a pesar de su exterior civilizado, no poseía humanidad.
Casi habían pasado veinticuatro horas desde que el pequeño bastardo había desaparecido. Jack lanzó un golpe a la pared y lo detuvo justo a tiempo. Tirar una pared del Ritz no iba a servir de nada.
¿Estaba Tachyon en apuros?
A pesar de su promesa, ¿se había reunido con Bonnell? Y ¿eso significaba que tenían un problema? ¿Sería posible que tan sólo estuviera disfrutando del tiempo con su nieto?
Si había salido a visitar el zoológico o algo así y él alertaba a la Súreté, y descubrían lo de Blaise, Tachyon nunca se lo perdonaría. Sería otra traición. Quizá la última. El taquisiano encontraría una manera de desquitarse.
«Pero ¿y si de verdad está en un apuro?»
Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos distraídos. Uno de los asistentes intercambiables de Hartmann estaba de pie en el pasillo.
—Señor Braun, al senador le gustaría que le acompañara al debate de mañana.
—¿Debate? ¿Qué debate?
—Los mil y once —una risita condescendiente—, o el número de candidatos que sea que forman parte de esta loca carrera, asistirán a un debate en el que tomarán turnos de manera sistemática, en el Luxembourg Gardens. Al senador le gustaría que tantos miembros de la gira como sea posible estuvieran ahí; para mostrar su apoyo a esta gran democracia europea… Señor Braun…, ¿se encuentra bien?
—Sí, gracias, estoy bien. Dígale al senador que estaré ahí.
—Y ¿el doctor Tachyon? El senador está muy preocupado por su continua ausencia.
—Creo que puedo prometerle al senador que el doctor estará ahí también.
Tan pronto como hubo cerrado la puerta, Jack saltó hasta el teléfono y llamó a Rochambeau: le informó de que era muy probable que tuviera lugar un ataque terrorista contra los candidatos. No había necesidad de mencionar al niño. Lo urgente era poner a las tropas en alerta máxima.
Y pasar toda la noche suplicando haber adivinado la situación. Haber tomado la decisión correcta.
Debería estar dormido, preparando mente y cuerpo para el día siguiente. Su vida y el futuro de su estirpe dependían de su habilidad, velocidad y astucia.
«Y de Jack Braun», lo cual resultaba irónico.
Si Golden Boy había llegado a la conclusión correcta. Si había alertado a la Súreté. Si había suficientes oficiales. Si él mismo podía extender su talento más allá de todos los límites y controlar un número inaudito de mentes.
Se sentó en el catre desvencijado y se abrazó el estómago. Se dejó caer de nuevo e intentó relajarse. Era una noche para los recuerdos, para los rostros salidos del pasado. Blythe, David, Earl, Dani.
«Le estoy confiando mi vida y la vida de mi nieto al hombre que destruyó a Blythe. Qué bonito».
Sin embargo, la posibilidad de morir puede actuar como un estímulo para la introspección. Obliga a una persona a despojarse de las pequeñas mentiras reconfortantes y aislantes que lo protegen a uno de sus culpas y remordimientos más privados.
«¡Entonces dame esos nombres!
«Está bien…, está bien».
«El poder… penetrando como una lanza… fragmentando su mente… su mente… su mente».
Pero ellos no lo habrían sabido de no haber sido por Jack; y ella no habría absorbido sus mentes de no haber sido por Holmes, y ella no habría estado ahí de no haber sufrido la paranoia de una nación. «Y ninguno de nosotros habría sufrido si no hubiéramos nacido», pensó Tach, citando uno de las adagios favoritos de su padre. Siempre hay un momento en que uno debe dejar de dar excusas y aceptar la responsabilidad de sus acciones.
«Tisianne brant Ts’ara: Jack Braun no destruyó a Blythe, fuiste tú».
Se encogió, preparado para sentir dolor. En su lugar, se sintió mejor. Más ligero, más libre, en paz por primera vez en tantos, tantos años. Rió sin parar y no se sorprendió cuando la risa se convirtió en silenciosas lágrimas.
Cuando terminó la tormenta, se recostó, exhausto pero tranquilo: listo para el día siguiente, después del cual regresaría a casa y formaría un hogar en el que criar a su nieto. Con calma y un poco de arrepentimiento, le dio la espalda al pasado.
Él era Tisianne brant Ts’ara sek Halima sek Ragnar sek Omian, un príncipe de la casa Ilkazam, y mañana sus enemigos aprenderían, para su propio sufrimiento y arrepentimiento, lo que significaba levantarse en su contra.
Claude, Blaise y un conductor permanecieron en un coche a casi una cuadra de distancia de los jardines. Tachyon, conectado por medio del cañón de una Beretta con un Andrieux de rostro pétreo, se mantuvo apartado junto a una enorme multitud. Los parisinos no eran otra cosa que entusiastas de la política. Pero desperdigados entre todo ese mar de humanidad, como una infección insidiosa, estaban los otros quince miembros del comando de Bonnell. Esperando, a que la sangre fluyera y alimentara sus sueños violentos.
En el estrado se hallaban los siete candidatos. Más o menos la mitad de la delegación se había sentado frente a la plataforma adornada con banderines. Si Tach fallaba y provocaba un tiroteo, no había manera de que escaparan sin lesiones. Entonces vio a Jack: caminaba de un lado otro con las manos bien metidas en los bolsillos y miraba ceñudo a la muchedumbre.
Blaise era un visitante en la mente de Tachyon, preparado para detectar el más mínimo uso de la telepatía. Su poder podía ser leve, pero era lo bastante sensible para detectar el cambio en la concentración que ese tipo de comunicación mental requería. Y sin embargo, su presencia le convenía a su abuelo. Haría más fácil lo que estaba por venir.
Con todo el esmero del que fue capaz, Tachyon construyó un telón mental falso de la escena: una imagen ilusoria, creada para tranquilizar a su nieto. La rodeó con todos los escudos protectores pertinentes y se la presentó a Blaise. Entonces, oculto detrás de su cubierta protectora, hizo contacto con la mente de Jack.
Disimula, sigue frunciendo el ceño.
¿Dónde estás?
Cerca de la puerta, por los árboles.
Ya.
¿Ha venido la Súreté?
Están por todas partes. ¿Y tus terroristas?
Igual, por todas partes.
¿Cómo…?
Vendrán a ti.
¿Qué…?
Ten fe.
Se retiró y construyó una trampa con cuidado. Era similar a la conexión que disfrutaba con Baby cuando la nave incrementaba y amplificaba sus propios poderes naturales para permitir la comunicación interespacial, pero mucho, muchísimo más fuerte. Sus dientes eran muy profundos. ¿Qué podría hacerle a Blaise? No. No había tiempo para las dudas.
La trampa mental se cerró. Un grito mental de alarma salió del niño. Se produjo una lucha desesperada y una jadeante resignación. El jinete se convirtió en montura.
Tachyon unió el poder de Blaise al suyo. Era como una barra de luz incandescente blanca.
La separó con delicadeza en distintas hebras, cada una de las cuales se sacudía como un látigo ardiente y, gracias a ello, se instalaba en sus secuestradores, que se convirtieron en estatuas inmóviles.
Estaba jadeando del esfuerzo, el sudor le brotaba de la frente y corría en riachuelos hasta entrarle en los ojos. Los hizo marchar, como un regimiento de zombies. Cuando Andrieux se sumó al regimiento, Tachyon obligó a su mano a moverse, a cerrarse en torno a la Beretta, a retirarla de las manos inertes de su esclavo.
Braun estaba dando saltos, gesticulando, pidiendo ayuda con grandes movimientos de sus brazos.
¡Aprisa! ¡Aprisa!
Tenía que detenerlos. A todos ellos. Si fallaba…
Blaise estaba luchando de nuevo. Era como si le patearan una y otra vez en el estómago. Un hilo se rompió: el de Claude Bonnell. Con un grito, Tachyon dejó caer el control y corrió hacia la puerta. Detrás de él se oyó el cruel gruñido de una uzi. Al parecer, uno de sus cautivos había intentado correr y había sido detenido por las fuerzas de seguridad francesas. Quizá era Andrieux. Antes de que pudiera comprender qué ocurrió, se oyeron más disparos y gritos. Un río de gente pasó a su lado y casi lo hizo caer. Apretó la Beretta y trató de moverse con mayor rapidez. Dio la vuelta a la esquina justo cuando el aturdido conductor intentaba alcanzar la llave. Tras un golpe de la mente del alienígena, se desplomó sobre el volante: el estruendo de la bocina se agregó al caos.
Bonnell salió del vehículo con dificultad, sujetando a Blaise de la muñeca. Fue tambaleándose y tropezando hacia una calle lateral estrecha y desierta.
Tach voló tras ellos, atrapó la mano libre de Blaise y lo liberó de un tirón.
—¡Déjame ir! ¡Déjame ir!
Unos dientes afilados se hundieron profundamente en su muñeca. Tachyon hizo dormir al niño con una orden demoledora y lo sostuvo con un brazo. El y Bonnell se miraron el uno al otro por encima de la figura inerte.
—Bravo, doctor. Ha sido más astuto que yo. Pero ¡menudo evento mediático será mi juicio!
—Me temo que no será así.
—¿Eh?
—Necesito un cuerpo, uno infectado con el wild card. Entonces la Súreté tendrá a su misterioso as mentat y dejará de buscar.
—¡No puede hablar en serio! Usted jamás pretendería matarme a sangre fría. —Leyó la respuesta en la implacable mirada lila de Tachyon. Bonnell se tambaleó hacia atrás, se detuvo contra una pared y se humedeció los labios—. Le traté bien, con amabilidad. No le he hecho ningún daño.
—Pero a otros no les fue tan bien. No debió haberme enviado a Blaise. En seguida me contó sus otros triunfos. Un banquero inocente, controlado por Blaise, fue enviado al interior de su banco cargando su propia muerte. La explosión de esa bomba mató a diecisiete personas, y usted lo considera un triunfo.
El rostro de Bonnell se transformó y tomó el aspecto de Thomas Tudbury, la Gran y Poderosa Tortuga.
—Por favor, se lo suplico. Al menos deme la oportunidad de un juicio.
—No. —Los rasgos se transformaron de nuevo: ahora era Mark Meadows, ahora el Capitán Trips parpadeó confundido ante la pistola. Ahora era Danelle, tal y como había sido en su juventud, años antes—. Creo que el resultado es bastante predecible. Sólo apresuro su ejecución.
Una transformación final: la figura desarrolló un cabello largo y negro que caía en cascada sobre los hombros, unas largas pestañas negras que rozaban las mejillas, y alzó el rostro para mostrarle sus ojos de un profundo azul de medianoche: era Blythe.
—Tachy, por favor.
—Lo siento, pero estás muerto.
Y Tach le disparó.
—Ah, doctor Tachyon. —Franchot de Valmy se levantó del escritorio con la mano extendida—. Francia tiene con usted una inmensa deuda de gratitud. ¿Cómo podremos pagarle?
—Expidiendo un pasaporte y una visa.
—Me temo que no comprendo. Usted cuenta con esos documentos…
—No son para mí, sino para Blaise Jeannot Andrieux.
De Valmy jugueteó con un bolígrafo.
—¿Por qué no simplemente los solicita a la autoridad correspondiente? —Porque Francois Andrieux está actualmente bajo custodia. Le harán pruebas, y no puedo permitir eso.
—¿No está siendo demasiado directo conmigo?
—En absoluto. Conozco su habilidad para falsificar documentos. —El francés se quedó estupefacto y cuando logró recuperarse se acomodó despacio contra el respaldo de la silla—. Sé que no es un as, monsieur de Valmy. Me pregunto cómo reaccionaría el público francés ante la noticia de un fraude semejante. Le costaría las elecciones.
De Valmy se forzó a responder con sus labios rígidos:
—Soy un servidor público muy competente, puedo transformar a Francia. —Sí, pero nada de eso es tan atractivo como los poderes que otorga el wild card.
—Lo que pide es imposible. ¿Y si alguien rastrea eso hasta mí? ¿Y si…? —Tachyon cogió el teléfono—. ¿Qué está haciendo?
—Llamar a la prensa. Yo también puedo organizar conferencias de prensa en cualquier momento. Es uno de los privilegios de la fama.
—Tendrá sus documentos.
—Gracias.
—Descubriré por qué hace esto.
Tachyon hizo una pausa en la puerta y miró hacia atrás.
—Entonces ambos tendremos un secreto a propósito del otro, ¿no es así?
El enorme avión quedó a oscuras para el trayecto nocturno a Londres. La sección de primera clase estaba desierta, a excepción de Tach, Jack y Blaise, quien dormía profundamente en los brazos de su abuelo. Había algo en ese pequeño grupo que advertía a todos que debían permanecer alejados.
—¿Hasta cuándo lo vas a tener dormido? —Una sola luz de lectura sacaba fuego de las cabezas rojas gemelas.
—Hasta que lleguemos a Londres.
—¿Alguna vez te perdonará?
—No lo sabrá.
—Podrá olvidar a Bonnell tal vez, pero recordará todo lo demás. Le traicionaste.
—Sí. —Su respuesta apenas fue audible a causa del ruido de los motores—. ¿Jack?
—¿Sí?
—Te perdono.
Sus ojos se encontraron.
El humano se agachó y apartó con delicadeza un mechón de cabello sedoso de la frente del niño.
—Entonces creo que tal vez haya esperanza para ti también.