Marionetas


por Víctor W. Milán

«MacHeath tenía una navaja», así decía la canción. Pero Mackie Messer tenía algo mejor. Y era mucho más fácil de ocultar.

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Mackie apareció de manera inesperada en la tienda de equipo fotográfico, llevando consigo un soplo de aire fresco y el olor a diésel de la avenida Kurfürstendamm. Dejó de silbar la canción, permitió que la puerta se cerrara a sus espaldas y se detuvo con los puños hundidos en los bolsillos de la chaqueta mientras echaba un vistazo.

La luz se estrellaba y se reflejaba contra las cubiertas de los mostradores y las lentes de las cámaras, contra sus ojos vidriosos. Ese lugar le ponía los pelos de punta. Era tan limpio y antiséptico que le recordaba a la consulta de un médico, y él odiaba a los médicos. Desde siempre, desde que la corte de Hamburgo lo obligó a visitar a un grupo de doctores cuando tenía trece años; éstos dijeron que estaba loco y lo encerraron en una especie de hospital psiquiátrico y reformatorio, y el celador del lugar era un cerdo tirolés que le echaba encima el aliento, a alcohol y a ajo, e intentaba obligarle a masturbarle… Pero, por fortuna, Mackie descubrió entonces su as y consiguió huir de ahí, y este pensamiento le provocó una sonrisa y una oleada de confianza en sí mismo.

Sobre un banco cerca del mostrador, había un periódico Berliner Zeitung doblado de manera que se leía el encabezado: «El tour del wild card visitará hoy el Muro». Sonrió levemente.

«Sí. Oh, sí». En ese momento Dieter entró por la trastienda y lo vio. Se detuvo en seco, con una sonrisa tonta en el rostro.

—Oye, Mackie… Es un poco temprano, ¿no?

Tenía una cabeza estrecha y delgada, el cabello oscuro peinado hacia atrás con una buena dosis de fijador. Vestía un traje azul que tenía demasiado relleno en los hombros; usaba una corbata delgada e iridiscente. El labio inferior le temblaba un poco.

Mackie siguió de pie, inmóvil. Sus ojos eran los de un tiburón, fríos y grises, tan inexpresivos como canicas de acero.

—Sólo estaba, ya sabes, haciendo acto de presencia —dijo Dieter. Hizo un gesto con la mano hacia las cámaras, los tubos de neón y los brillantes carteles extendidos que mostraban mujeres bronceadas con gafas de sol y sonrisas artificiales. Su mano brillaba bajo la luz artificial, tan blanca como el vientre de un pez muerto—. Hacer acto de presencia es importante, ya lo sabes. Es necesario calmar las sospechas de la burguesía. Sobre todo hoy.

Intentó desviar la mirada y no ver a Mackie, pero sus ojos volvían a caer sobre él, como si toda la habitación se inclinara hacia donde él se encontraba. El as no parecía gran cosa, incluso parecía vulnerable. Tenía tal vez unos diecisiete años pero cualquiera diría que era más joven si no reparaba en su piel, en su resequedad, hasta cierto punto apergaminada. No medía mucho más de un metro setenta, era aún más delgado que Dieter y su cuerpo era un poco deforme. Llevaba una chaqueta de cuero negra, que Dieter sabía que estaba raspada hasta alcanzar un tono gris a lo largo de la línea inclinada de los hombros; pantalones de mezclilla, que ya estaban gastados cuando los sacó de la basura, en Dahlem; y un par de zuecos holandeses. Un mechón de cabello pajizo sobresalía por encima de su rostro alargado de mártir del Greco. Tenía unos labios delgados pero muy expresivos.

—Así que has adelantado la cita y has venido a por mí antes —dijo Dieter, sin convicción.

Mackie se lanzó hacia adelante, envolvió la mano en la corbata brillante de Dieter y tiró de él para acercarlo.

—Tal vez sea demasiado tarde para ti, camarada. Tal vez, tal vez.

Sin dejar de brillar bajo la luz artificial, la tez del vendedor de cámaras adquirió un color pálido, como de papel laminado, del color de una hoja del Zeitung que hubiera pasado la noche volando por las aceras de la Budapesterstrasse. Y es que él había visto lo que esa mano podía hacer.

—Ma… Mackie… —tartamudeó y trató de rechazar el brazo tan delgado como un carrizo.

Recuperó el control de sí mismo hasta cierto punto y palmeó a Mackie cariñosamente en una de las mangas de cuero.

—Oye, oye, tranquilo, hermano. ¿Qué sucede?

—¡Intentaste vendernos, hijo de puta! —gritó Mackie, y la saliva cayó sobre la loción para después de afeitar de Dieter.

Dieter se echó hacia atrás.

—¿De qué demonios hablas, Mackie? Yo nunca intentaría…

—Kelly. Esa zorra australiana. Lobo pensó que estaba actuando de manera extraña y la presionó. —Una sonrisa se apoderó de la cara de Mackie—. Nunca irá al maldito Bundeskriminalamt[4], hombre. Es Speck. Un embutido, carne fría.

La lengua de Dieter golpeó con rapidez sus labios azulados.

—Escucha, no lo entiendes. Ella no significaba nada para mí. Siempre supe que era tan sólo una fanática…

Sus ojos lo delataron cuando se deslizaron ligeramente hacia la derecha. La mano que escondía debajo de la registradora surgió de improviso con un revólver negro de cañón corto.

La mano izquierda de Mackie empezó a zumbar y vibró como la cuchilla de una sierra caladora. Cortó la parte superior de la pistola, atravesó el cilindro y los cartuchos y rebanó el seguro del gatillo una fracción de centímetro frente al dedo índice de Dieter. El dedo se contrajo con un movimiento espasmódico, el martillo retrocedió y se accionó, y la parte trasera del cilindro, con su frente recién recortada brillando como la plata, cayó sobre el mostrador. El cristal se rompió.

Mackie sujetó a Dieter por la cara y lo arrastró hacia sí. El vendedor de cámaras bajó las manos y gritó al atravesar los mostradores. Los cristales rotos lo cortaron como si fueran garras: pasaron a través de la manga de su abrigo azul, de su camisa francesa y de su piel tan blanca, que hacía pensar en el vientre de un pescado. La sangre salió a raudales, se derramó sobre las lentes Zeiss y arruinó el aspecto de algunas cámaras japonesas importadas que habían llegado a la República Federal Alemana a pesar del chauvinismo y de los elevados impuestos de importación.

—¡Éramos amigos! ¿Por qué? ¿Por qué? —El delgado cuerpo de Mackie temblaba por la furia. Las lágrimas le inundaron los ojos. Sus manos vibraron, como si lo hicieran por voluntad propia.

Dieter gritó cuando sintió que las manos de Mackie raspaban la barba que le había crecido después de afeitarse, algo de lo que nunca podía liberarse, el único defecto en su aspecto.

—¡No sé de qué hablas! —gritó—. Nunca fue mi intención…, sólo le estaba siguiendo el juego…

—¡Mentiroso! —gritó Mackie. La ira pasó a través de él como una explosión. Sus manos zumbaban y zumbaban, y Dieter manoteaba y aullaba mientras la carne se desprendía de sus mejillas y Mackie lo sujetaba con más fuerza, con las manos sobre sus pómulos, y la vibración creciente de sus manos se transmitía a través del hueso hasta la masa húmeda del cerebro de Dieter, y los ojos del vendedor de cámaras giraron sobre sí mismos y su lengua se asomó y la violenta agitación hizo hervir en un instante los fluidos internos de su cráneo y la cabeza le explotó.

Mackie lo dejó caer y retrocedió mientras aullaba como si estuviera en llamas; se limpió la materia que le manchaba los ojos y se le adhería a las mejillas y al cabello. Cuando pudo ver de nuevo, esquivó el mostrador y pateó el cuerpo tembloroso. Este se deslizó hasta el suelo rayado de linóleo. La máquina registradora parpadeaba advertencias anaranjadas de error, el mostrador nadaba en sangre, y había trozos de un amarillo grisáceo de cerebro por todas partes.

Mackie se limpió un poco la chaqueta y gritó cuando retiró las manos llenas de materia viscosa.

—¡Cabrón! —Le propinó otra patada al cuerpo cabeza—. Me has llenado de mierda. ¡Estúpido!

Se agachó, levantó el dobladillo del traje de Dieter y se limpió las peores plastas de la cara, de las manos y de la chaqueta de cuero.

—Ay, Dieter, Dieter —sollozó—, quería hablar contigo, estúpido hijo de perra. —Levantó una mano fría del cadáver y la besó con ternura, apoyándola sobre una de las solapas salpicadas. Entonces se dirigió al baño trasero para lavarse lo mejor que pudo.

Cuando salió, el enojo y la pena se habían desvanecido, dejando paso a una extraña euforia. Dieter había intentado joder a la Fracción y había pagado el precio, y ¿qué demonios importaba si Mackie no había sido capaz de descubrir por qué? No importaba, nada importaba. Mackie era un as, era MacHeath reencarnado, invulnerable, y en un par de horas se lo iba a demostrar a los hijos de puta…

Las puertas de cristal del frente se abrieron y alguien entró. Riendo para sí mismo, Mackie cambió de naturaleza y caminó a través de la pared.

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Una breve lluvia salpicó nerviosa sobre el techo de la limusina Mercedes.

—Nos reuniremos con un gran número de personas influyentes en esta comida, senador —dijo el joven negro, de rostro largo y delgado con una expresión seria, el cual viajaba dándole la espalda al conductor—. Será una oportunidad excelente para mostrarles su compromiso con la hermandad y la tolerancia, no sólo para los jokers, sino para los miembros de grupos oprimidos de todas las tendencias. Una oportunidad excelente de veras.

—Estoy seguro de que así será, Ronnie. —Pensativo, Hartmann dejó que sus ojos se deslizaran lejos de su segundo asistente y hacia afuera de la ventana empañada por la condensación. Bloques de anónimos apartamentos de color castaño claro rodaron frente a él. Daba la sensación de que la zona cercana al Muro de Berlín contuviera la respiración.

—Aide et Amitié tiene una reputación internacional por su trabajo en la promoción de la tolerancia —dijo Ronnie—. El jefe del capítulo de Berlín, Herr Prahler, ha recibido recientemente el reconocimiento por sus esfuerzos por mejorar la aceptación pública de los «trabajadores invitados» turcos, aunque tengo entendido que él es más bien, ehm, un personaje polémico…

—Un cabrón comunista —gruñó Móller desde el asiento delantero. Era un fornido chico rubio vestido de civil, con manos grandes y orejas prominentes que le conferían el aspecto de un cachorro de sabueso. Hablaba inglés como una atención hacia el senador norteamericano, aunque, gracias a una abuela proveniente del lugar y a algunos cursos en la universidad, Hartmann sabía suficiente alemán como para salir del paso.

—Herr Prahler es miembro activo de la Rote Hilfe, la Cruz Roja —explicó el homólogo de Móller, Blum, desde el asiento trasero. Estaba sentado al otro lado de Mordecai Jones, mejor conocido como «Harlem Hammer». Jones estaba concentrado en el crucigrama del New York Times y actuaba como si estuviera solo—. Él es abogado, como usted sabe. Ha defendido a varios radicales desde que Andy Baader era joven.

—Querrá decir que ha ayudado a los malditos terroristas a salirse con la suya, con un simple reglazo en las palmas de las manos.

Blum rió y se encogió de hombros. Era más delgado y moreno que Móller, y usaba su rizado cabello negro lo suficientemente desgreñado para presionar incluso los estándares notoriamente liberales de la Schutzpolizei[5] de Berlín. Pero sus ojos marrones de artista se mantenían vigilantes, y la manera en que se comportaba sugería que sabía cómo usar la diminuta pistola automática que llevaba en la sobaquera y que hacía que la americana de su traje gris se abultara de una manera que ni siquiera los meticulosos sastres alemanes podían ocultar por completo.

—Incluso los radicales tienen derecho a ser representados. Esto es Berlín, Mensch. Aquí nos tomamos en serio la libertad…, al menos para dar ejemplo a nuestros vecinos, ¿no cree? —Móller hizo un sonido escéptico con la parte inferior de su garganta.

Ronnie se removió en el asiento y miró la hora.

—¿No podríamos ir un poco más rápido? No queremos llegar tarde.

El conductor le lanzó una sonrisa sobre el hombro. Parecía una versión reducida de Tom Cruise, aunque con un rostro parecido al de un hurón. No podía ser tan joven como parecía.

—Las calles son estrechas, no queremos sufrir un accidente. En ese caso llegaríamos aún más tarde.

El asistente de Hartmann cerró la boca y se entretuvo con los papeles del maletín abierto sobre el regazo. El senador dirigió otra mirada hacia la mole imperturbable de Hammer, quien continuaba ignorándolos. El Titiritero estaba sorprendentemente tranquilo, dado su temor visceral hacia los ases. Quizá incluso sentía cierta emoción ante la proximidad de Jones.

No es que Jones pareciera un as, sino más bien un hombre de color normal, de treinta y tantos años, barbudo, con calvicie incipiente, de construcción sólida y que no parecía sentirse muy cómodo con chaqueta y corbata. Nada fuera de lo normal.

Pesaba doscientos trece kilos y tenía que sentarse en el centro del Mercedes para que no se ladeara. Podía ser el hombre más fuerte del mundo, tal vez más fuerte que Golden Boy, pero rehusaba involucrarse en cualquier tipo de competición para resolver la cuestión. Le disgustaba ser un as, le disgustaba ser una celebridad, le disgustaban los políticos, y pensaba que la gira era una pérdida de tiempo. Hartmann tenía la impresión de que sólo había accedido a venir porque sus vecinos de Harlem disfrutaban muchísimo que fuera el centro de atención, y él odiaba defraudarlos.

Jones era un símbolo. Lo sabía y lo padecía. Ésa era una de las razones por las que Hartmann lo había convencido de venir a la comida de Aide et Amitié; eso y el hecho de que, a pesar de todas sus pretensiones piadosas de hermandad, a la mayoría de los alemanes no les gustaban los negros y se sentían incómodos cerca de ellos; fingían, pero ésa no era el tipo de cosa que pudieras ocultarle al Titiritero. Éste encontraba divertidos el resentimiento de Hammer y la incomodidad de sus anfitriones; casi valdría la pena adoptar a Jones como marioneta… Casi. Hammer era conocido en un principio por ser un as musculoso, pero el alcance total de sus poderes seguía siendo un misterio. Al Titiritero no le gustaría llevarse una mala sorpresa.

Más allá del pequeño placer que le suponía el quebrar la armonía general, Hartmann se estaba hartando de Billy Ray. Carnifex se enfureció e incluso fanfarroneó cuando Hartmann lo abandonó junto al resto de los miembros de la gira allá en el Muro (ordenándole que acompañara a la señora Hartmann y a los dos asistentes principales del senador de regreso al hotel), pero no podía quejarse sin ofender a sus anfitriones, cuyos agentes de seguridad estaban a cargo del trabajo. En cualquier caso, con Hammer a su lado, ¿qué le podría ocurrir?

Scheisse —dijo el conductor. Al dar vuelta a una esquina, se encontró con una camioneta blanca de la compañía telefónica estacionada de modo que bloqueaba la calle junto a una alcantarilla abierta. Frenó en seco.

—Idiotas —dijo Móller—. No deberían hacer eso. —Y abrió la puerta del lado del pasajero.

Hartmann vio que Blum, sentado a su lado, miraba con inquietud por el espejo retrovisor.

—Oh, oh… —Metió la mano derecha en el abrigo.

Hartmann estiró el cuello. Una segunda camioneta había maniobrado hasta acomodarse a lo ancho de la calle, menos de diez metros detrás de ellos.

Las puertas se abrieron y los ocupantes saltaron hasta el pavimento aún húmedo por la lluvia: iban armados. Blum gritó una advertencia a su compañero.

Entonces vio que una figura ya se alzaba junto al coche y, casi de inmediato, un terrible rechinido de metal inundó la limusina. El grito de Hartmann se le congeló en la garganta cuando una mano cortó el techo del vehículo y lo atravesó con una lluvia de chispas.

Móller sacó el MP5K de la sobaquera, lo presionó contra la ventana y disparó una ráfaga. El cristal explotó hacia afuera.

La mano retrocedió de manera abrupta.

—¡Dios mío! —gritó Móller—. ¡Las balas no le hacen nada!

Abrió la puerta de golpe. Un hombre con pasamontañas le disparó con un rifle de asalto desde la parte trasera de la camioneta de la compañía telefónica.

El ruido hizo temblar las gruesas ventanas de la limusina una y otra vez. Aunque sonaba extrañamente remoto, el parabrisas terminó por resquebrajarse. El hombre que había cortado el metal del techo gritó y cayó. Móller se tambaleó unos pasos hacia atrás, cayó contra la defensa del Mercedes y entonces se desplomó sobre el pavimento, retorciéndose y gritando. Al caer se le abrió el abrigo. Unas arañas escarlatas se le aferraban al pecho.

Cuando el rifle de asalto se quedó sin municiones, el súbito silencio fue abrumador. Los dedos del Titiritero se aferraron al mango acolchado de la puerta cuando el terror de Móller impactó contra él a toda velocidad. Se quedó sin aliento ante el placer intenso y delirante al sentir la gélida oleada de su propio miedo.

—¡Hande hoch! —gritó una figura junto a la camioneta que los había encajonado por detrás—. ¡Manos arriba!

Mordecai Jones posó una enorme mano sobre el hombro de Hartmann y lo arrojó al suelo del vehículo. Pasó por encima de él, con cuidado de no aplastarlo, y dejó caer todo su peso contra la puerta. El metal gimió y se desplomó con él, mientras que Blum, más convencional, agarró el mango de su propia puerta para liberar el mecanismo de cierre, lo giró y la abrió tras empujarla con el hombro. Sacó su MP5K, sujetando la empuñadura vestigial con la mano izquierda, y apuntó la corta y gruesa pistola automática hacia el marco de la puerta cuando Hartmann gritó:

—¡No dispares!

Hammer estaba corriendo hacia la camioneta de la compañía telefónica. El terrorista que le había disparado a Móller le apuntó con la pistola, apretó el gatillo del arma vacía y terminó adoptando una mueca de pánico. Jones le dio una leve bofetada y lo lanzó por el aire de espaldas, hasta que rebotó en la fachada de un edificio y cayó hecho un ovillo sobre la acera.

El tiempo pareció detenerse en el aire. Jones se agachó, agarró la camioneta por debajo y se enderezó. El automóvil se elevó con él. El conductor gritó aterrado. Hammer cambió el punto de agarre y apoyó el vehículo en su cabeza, como si fuera una barra de pesas no muy pesada.

Una ráfaga de disparos tartamudeó desde la segunda camioneta. Las balas hicieron trizas el abrigo de Jones por la parte trasera. Él se tambaleó, estuvo a punto de perder el control, pero se las ingenió para darse la vuelta con la camioneta todavía en equilibro sobre su cabeza. Entonces, varios terroristas le dispararon a la vez. Él hizo una mueca y cayó de espaldas.

La camioneta aterrizó justo encima de él.

El conductor de la limusina tenía la puerta abierta y una pequeña P7 en la mano. Cuando Hammer cayó, Blum disparó una rápida ráfaga hacia la camioneta de atrás. Un hombre se agachó y retrocedió mientras las balas de 9 milímetros perfilaban unos agujeros limpios sobre el delgado metal… «Es un joker», cayó en la cuenta Hartmann. «¿Qué demonios está ocurriendo aquí?»

Agachó la cabeza por debajo del nivel de la ventana y sujetó el dobladillo del abrigo de Blum. Sintió que el vehículo temblaba sobre el sistema de suspensión mientras las balas lo golpeaban. El conductor soltó un grito ahogado y se desplomó fuera del coche. Hartmann oyó que alguien gritaba en inglés que detuvieran el fuego. Le gritó a Blum para que dejara de disparar.

El policía se volvió hacia él.

—Sí, señor —dijo. Entonces una ráfaga atravesó su puerta abierta y pulverizó el cristal de la ventana, arrojando al policía contra el senador.

Ronnie estaba pegado al respaldo del asiento del conductor.

—Oh, Dios —gimió—, ¡oh, Dios! —Saltó por la puerta que Hammer había arrancado de sus goznes y corrió, con los papeles de su maletín desperdigándose y volando a su alrededor como gaviotas.

El terrorista que Mordecai Jones había arrojado a un lado se había recuperado lo suficiente para apoyarse en una rodilla y meter otro cargador en su AK. Se la llevó al hombro y la vació contra el asistente del senador. Un grito y un rocío de sangre surgieron de la boca de Ronnie, el cual cayó y derrapó sobre el suelo mojado.

Hartmann se acurrucó en el suelo, preparándose para la fuga, aterrado y orgásmico a partes iguales. Blum agonizaba sin soltar el brazo de Hartmann; los agujeros en su pecho succionaban como bocas de vampiro, su fuerza vital manaba hacia el senador como si cabalgara sobre las olas de manera arrítmica.

—Estoy herido —dijo el policía—. Oh, mamá, mamá, por favor. —Y murió. Hartmann se sacudió como una foca arponeada cuando el resto de la vida del hombre salió a borbotones y se vertió en su interior.

Fuera, en la calle, el joven asistente de Hartmann se arrastraba con ambos brazos, llevaba las gafas torcidas, y dejaba un rastro caracolesco de sangre sobre la acera. El terrorista de complexión menuda que le había disparado echó a andar sin prisa e introdujo un tercer cargador en el arma. Tomó posición frente al hombre herido.

Ronnie parpadeó en dirección a él. De manera inconexa, Hartmann recordó que era desesperadamente corto de vista, casi ciego sin sus gafas.

—Por favor —dijo Ronnie, y le brotó sangre de la boca—, por favor.

—Toma un Negerkuss —dijo el terrorista, y le disparó un solo tiro en la frente.

—Dios mío —dijo Hartmann. Una sombra cayó sobre él, tan pesada como un cuerpo sin vida. Miró con ojos inhumanos a una figura negra contra el cielo de nubes grises en la lejanía. Una mano lo sujetó del brazo, un golpe de electricidad estalló a través de él y su conciencia explotó mientras se convulsionaba.

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Mackie se levantó de un salto y se arrancó el pasamontañas.

—¡Me has disparado! ¡Podrías haberme matado! —le gritó a Anneke. El rostro de él era casi negro.

Ella se rió de él.

El mundo regresó a la conciencia de Mackie en colores de Kodachrome. Se dirigió hacia ella con la mano empezando a zumbar cuando un alboroto a sus espaldas hizo que girara la cabeza.

El enano había cogido el rifle de Ulrich por el cañón todavía caliente y le había hecho girar sobre sí mismo, haciendo eco del tema de Mackie, con variaciones:

—¡Estúpido cabrón, podrías haberle matado! —gritó—. ¡Podrías haber liquidado al puto senador!

Ulrich había disparado la ráfaga final que derribó al policía en la parte trasera de la limusina. A pesar de ser un levantador de pesas, apenas alcanzaba a retener el arma ante la sorprendente fuerza del enano. Los dos forcejeaban en la calle, escupiéndose mutuamente, como gatos.

Mackie se echó a reír.

Entonces Mólniya llegó junto a él, tocándole el hombro con una mano enguantada.

—No perdáis el tiempo. Tenemos que irnos en seguida.

Mackie se arqueó como un gato al recibir el contacto. Al camarada Mólniya le preocupaba que todavía estuviera enojado con Anneke por dispararle y luego reírse de ello.

Pero eso estaba olvidado. Anneke también estaba riendo, sobre el cuerpo del hombre que acababa de aniquilar, y Mackie tuvo que reír con ella.

—Un Negerkuss. Le dijiste que si quería un Negerkuss. ¡Ja, ja! Muy buena. —Antes de disparar al asistente del senador, el terrorista le había ofrecido un «Negro Kiss», un pequeño pastelillo de merengue cubierto de chocolate. Eso le parecía especialmente gracioso, ya que los Negerkuss eran una marca registrada del grupo, de cuando los buenos tiempos, cuando todos menos el Lobo aún eran niños.

La risa de Mackie era nerviosa, de alivio. Pensó que todo había acabado cuando el cerdo le disparó. Logró ver cómo levantaba la pistola justo a tiempo para desaparecer; la ira le quemaba por dentro hasta ponerlo negro, y deseaba hacer vibrar su mano hasta que fuera tan dura como la hoja de un cuchillo y llevarla hasta las entrañas de ese maldito policía, para asegurarse de que sentía el zumbido, para notar la avalancha caliente de sangre en el brazo y el rocío de gotas en la cara. Pero ahora el cabrón estaba muerto, era demasiado tarde…

También se preocupó al ver que el hombre negro levantaba la camioneta, pero entonces el camarada Ulrich le disparó. Era fuerte pero no inmune a las balas. A Mackie le gustaba el camarada Ulrich. Era tan seguro de sí mismo, tan guapo y musculoso. Gustaba a las mujeres. Anneke a duras penas podía mantener las manos apartadas de él. Mackie le habría envidiado, de no ser porque él también era un as.

Mackie ni siquiera llevaba pistola. Las odiaba y, de todos modos, no necesitaba una arma… No había mejor arma que su propio cuerpo.

El joker norteamericano llamado Rasguños estaba sacando con torpeza el cuerpo inerte de Hartmann de la limusina.

—¿Está muerto? —gritó Mackie en alemán, presa de un pánico repentino. El enano soltó el rifle de Ulrich y contempló el coche con expresión enloquecida. Ulrich casi se cayó.

Rasguños levantó la mirada hacia Mackie, con el rostro congelado por la inmovilidad de su exoesqueleto, y su falta de comprensión resultó evidente por cómo inclinaba la cabeza. Mackie repitió la pregunta en el inglés vacilante que había aprendido de su madre antes de que la perra inútil muriera y lo abandonara.

El camarada Mólniya se puso de nuevo el otro guante. Ya no llevaba pasamontañas, y entonces Mackie notó que parecía un poco descompuesto por la sangre que había derramada por toda la calle.

—Está bien —contestó en nombre de Rasguños—. Sólo le di una descarga eléctrica para dejarlo inconsciente. Vámonos, de prisa.

Mackie sonrió y asintió con la cabeza. Sintió una cierta satisfacción ante los remilgos de Mólniya, aunque quería complacer al as ruso tanto como a Lobo, el líder de su célula. Quería ayudar a Rasguños, aunque odiaba estar tan cerca del joker. Temía tocarlo por accidente; la simple idea hizo que se le pusiera la piel de gallina.

El camarada Lobo se acercó, con la Kalashnikov colgando de su enorme mano.

—Metedlo en la camioneta —ordenó—. A él también. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al camarada Wilfríed, quien había bajado a trompicones del asiento del conductor del vehículo y estaba de rodillas, arrojando el desayuno sobre el asfalto húmedo.

Volvió a llover. Amplios charcos de sangre se deshilacharon como banderines azotados por el viento sobre el pavimento. En la lejanía, las sirenas iniciaron un canto que ponía los pelos de punta.

Metieron a Hartmann en la segunda camioneta y Rasguños se sentó tras el volante. Mólniya se deslizó junto a él. El joker retrocedió hasta la acera, se dio la vuelta y se alejó conduciendo.

Mackie se sentó sobre el guardabarros, tamborileando sobre los muslos a ritmo de heavy metal. «¡Lo hemos conseguido! ¡Le hemos capturado!» Apenas podía quedarse quieto en el asiento. Bajo los pantalones de mezclilla, tenía el pene rígido.

Por la ventana trasera vio que Ulrich, armado con una lata de aerosol, escribía las siglas de su organización con pintura roja sobre una pared: FER. Se rió de nuevo. Eso haría que la burguesía se cagara en los pantalones, seguro. Diez años antes esas iniciales habían sido sinónimo del terror en la República Federal. Ahora lo serían de nuevo. A Mackie le dieron escalofríos de felicidad sólo de pensar en ello.

Un joker envuelto de pies a cabeza en un manto raído se adelantó y escribió con pintura en aerosol tres letras más, debajo de las primeras, con una mano envuelta en vendajes: JSJ.

La otra camioneta se inclinó marcadamente hacia un lado cuando atropelló el cuerpo tendido del as negro norteamericano, y todos se marcharon.

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Con su ordenador portátil marca NEC bajo el brazo y mordiéndose un poco la mejilla por dentro, Sara cruzó el vestíbulo del Bristol Hotel Kempinski con un dinamismo que cualquiera habría interpretado como confianza. Un error de interpretación que le había resultado útil en el pasado.

Se escondió por instinto en el bar del hotel más lujoso de Berlín. «El tema de la gira en sí se ha explotado demasiado desde hace mucho, al menos sobre cosas que se pueden publicar, pero ¿qué demonios?», pensó. Sintió las orejas calientes al pensar que ella era la protagonista de una de las selectas historias del tour que no debían ser difundidas.

Dentro estaba oscuro, por supuesto. Todos los bares eran la misma canción. La madera y el latón pulidos, el viejo cuero flexible y los bollitos distinguían a ese bar en particular.

Echó hacia atrás las gafas de sol, sobre el cabello, casi blanco de tan rubio que era y apretado con una severa cola de caballo, y dejó que sus ojos se adaptaran. Siempre se adaptaban más rápido a la oscuridad que a la luz.

El bar no estaba lleno. Un par de camareros con bandas elásticas en los brazos y unos cuellos almidonados para la pajarita recorrían las mesas como si tuvieran un radar. Tres hombres de negocios japoneses estaban sentados ante una mesa, conversando y señalando un periódico, ya fuera discutiendo sobre los tipos de cambio o los bares nudistas locales.

En una esquina, Hiram hablaba sobre el negocio —en francés, por supuesto—, con el «cordon bleu» del Kempinski, quien era más bajito que él pero igual de robusto. El chef del hotel tendía a abanicar sus cortos brazos rápidamente mientras hablaba, lo cual le hacía parecer un pajarito regordete que todavía no había logrado dominar el vuelo.

Chrysalis se sentó frente a la barra a beber, en espléndido aislamiento. Ahí los jokers no estaban de moda. En Alemania, Chrysalis se encontró con que era discretamente evitada, en lugar de sentirse idolatrada.

Llamó la atención de Sara y le guiñó un ojo. En la escasa luz, Sara sólo se percató de ello por la manera en que las pestañas cubiertas de rímel de la periodista pasaron frente a un globo ocular que la miraba fijamente. Sonrió. Socias en el plano profesional en casa y algunas veces rivales en el intercambio de información, que era el juego principal de Jokertown, se habían hecho amigas durante el viaje. Sara tenía más en común con Debra-Jo que con sus compañeros de profesión.

Al menos Chrysalis iba vestida. En Europa mostraba un rostro distinto que en el país del cual fingía no ser originaria. Algunas veces, Sara la envidiaba en secreto. La gente la miraba y veía a una joker exótica, atractiva y grotesca. Pero no la veían.

—¿Me buscaba, señorita?

Sara se sobresaltó y giró sobre sí misma. Jack Braun estaba sentado en el extremo de la barra, a menos de metro y medio de ella. No lo había notado, pues tenía la costumbre de ignorarlo; su fuerza la hacía sentir incómoda.

—Voy a salir —le dijo. Le dio un manotazo al ordenador, un poco más fuerte de lo necesario, de manera que los dedos le escocieron—. A la oficina postal, a enviar mi más reciente material por módem. Es el único sitio en que puedes lograr una conexión transatlántica que no codifique toda tu información.

—Me sorprende que no haya ido a vender galletitas con Gregg —dijo él con tono de burla, mirándola desde debajo de sus cejas pobladas.

Ella sintió cómo se le coloreaban las mejillas.

—El hecho de que el senador Hartmann asista a un banquete puede ser un tema caliente para mis colegas de las revistas de moda que se dedican a cazar celebridades. Pero eso no es precisamente una noticia relevante, ¿no cree, señor Braun?

Era una tarde despejada. No había muchas noticias importantes, no del tipo que le interesaría a los lectores que seguían la gira de la OMS. Las autoridades de Alemania Occidental habían asegurado a los visitantes que el problema del wild card no existía en su país, y usaron a los miembros del tour como una ficha en el juego que fuera que estuvieran jugando con su gemelo siamés del lado Oriental; como en el caso de la lúgubre ceremonia de esa misma mañana. Por supuesto que tenían razón: aunque de manera proporcional, el número de víctimas alemanas del wild card era ínfimo. Los dos mil patéticos o antiestéticos afectados estaban discretamente encerrados en viviendas u hospitales del Estado. A pesar de lo mucho que habían despreciado a los norteamericanos por su trato hacia los jokers durante los años sesenta y setenta, los alemanes se avergonzaban de los suyos propios.

—Depende de lo que se diga en el banquete, supongo. ¿Tiene algún compromiso después de enviar su informe, señorita? —Golden Boy le dedicó su sonrisa de protagonista de película de segunda. Unos brillos dorados parecían salir del contorno de su rostro. Flexionaba los músculos, para provocar el resplandor que le dio su nombre de as. La irritación hizo que se le estirara la piel de alrededor de los ojos. O se le estaba insinuando en serio o se estaba burlando de ella. Ninguna de tales opciones le hacía gracia.

—Tengo trabajo. Y debería descansar. Algunos de nosotros hemos tenido mucho que hacer en esta gira.

«¿Es ésa la verdadera razón por la que te sentiste aliviada cuando Gregg comentó que sería muy indiscreto que lo acompañaras al banquete?», se preguntó Sara. Frunció el ceño, sorprendida ante la idea, y se dio la vuelta con sequedad para irse.

Pero la enorme mano de Braun le agarró el brazo. Ella se quedó sin aliento y se volvió hacia él, molesta y asustada. ¿Qué podría hacer contra un hombre que podía levantar un autobús? La reportera que llevaba dentro reflexionó sobre la ironía de que Gregg, a quien había llegado a odiar de manera obsesiva, hubiera sido el primer hombre en años cuyo contacto había llegado a aceptar con los brazos abiertos…

Pero Jack Braun miraba ceñudo más allá de ella, hacia el vestíbulo del hotel. Se estaba llenando de jóvenes fornidos y resueltos que llevaban trajes de vestir.

Uno de ellos entró en el bar, clavó la vista en Braun y consultó un pedazo de papel que llevaba en la mano.

—¿Herr Braun?

—Soy yo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Pertenezco a la Landespolizei de Berlín. Me temo que debo pedirle que permanezca en el hotel.

Braun se quedó boquiabierto.

—Y ¿a qué se debe eso?

—Han secuestrado al senador Hartmann.

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Ellen Hartmann cerró la puerta con cuidado, como si estuviese hecha de cáscara de huevo, y se alejó. Las vides cubiertas de flores que se desdibujaban en la alfombra parecían enroscársele alrededor de los tobillos mientras caminaba de regreso a la suite y se sentaba sobre la cama.

Tenía los ojos secos; ardían, pero estaban secos. Sonrió ligeramente. Era difícil liberar sus emociones. Tenía tanta experiencia controlándolas para las cámaras. Y Gregg…

«Sé quién es. Pero es todo lo que tengo».

Cogió un pañuelo de la mesilla de noche y lo rasgó en pedazos, metódicamente.

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—Bienvenido a la tierra de los vivos, senador… Por el momento.

Despacio, la mente de Hartmann recuperó la conciencia. Notaba un sabor metálico en la boca y oía un zumbido. La parte superior del brazo derecho le dolía como si estuviera quemada por el sol. Alguien tarareaba una canción conocida. Una radio funcionaba a bajo volumen.

Abrió los ojos en la oscuridad. Sintió la punzada de obligatoria ansiedad ante la ceguera, pero algo le ejercía presión sobre los ojos, y por el pequeño tirón en la parte posterior de la cabeza adivinó que se trataba de una gasa pegada con cinta. Tenía las muñecas atadas tras el respaldo de una silla de madera.

Tan pronto como fue consciente de su cautividad, la primera sensación que recibió fue la de los olores; sudor, grasa, humedad, polvo, tela mojada, especias desconocidas, orina vieja y aceite para armas fresco: todo agolpándose en sus fosas nasales.

Hizo inventario de todas esas cosas antes de reconocer la voz ronca.

—Tom Miller —dijo—. Desearía poder decir que es un placer.

—Ah, sí, senador. Yo sí puedo decirlo. —Pudo sentir cómo Gimli se regodeaba, de la misma manera en que podía oler su apestoso aliento: la pasta de dientes y el enjuague bucal pertenecían al mundo nat, que rendía culto a la superficialidad—. También podría decir que no tiene ni idea de cuánto he ansiado este momento, pero por supuesto que lo sabe. Lo sabe muy bien.

—Ya que nos conocemos tanto, ¿por qué no me descubres los ojos, Tom? —Mientras hablaba hizo un sondeo con su poder. Habían pasado diez años desde la última vez que tuvo contacto físico con el enano, pero no creía que la conexión, una vez establecida, se deteriorara en ningún momento. El Titiritero temía la pérdida de control más que a ninguna otra cosa a excepción de ser descubierto; y el hecho mismo de ser descubierto representaba la máxima pérdida de poder. Si pudiera engancharse de nuevo al alma de Miller, Hartmann podría al menos asegurarse de mantener bajo control el pánico que burbujeaba como magma en el fondo de su garganta.

—¡Gimli! —gritó el enano. Su saliva salpicó los labios y mejillas de Hartmann.

De manera instantánea, Hartmann dejó caer la conexión. El Titiritero se tambaleó. Por un momento había sentido el odio de Gimli ardiendo como un cable incandescente. «¡Lo sospecha!»

La mayor parte de lo que sintió era odio. Pero debajo de eso, bajo la superficie consciente de la mente de Gimli, yacía la consciencia de que había algo fuera de lo normal en Gregg Hartmann, algo ligado de manera inextricable al desastre sangriento de los disturbios de Jokertown. El enano no era un as, Hartmann estaba seguro de eso. Pero la paranoia natural de Gimli era en sí misma una especie de sexto sentido.

Por primera vez en su vida, el Titiritero enfrentó la posibilidad de haber perdido a una marioneta.

Supo que palideció, supo que se estremeció, pero, por fortuna, su reacción se interpretó como repugnancia ante los escupitajos.

—Gimli —repitió el enano, y Hartmann sintió que se daba la vuelta, dándole la espalda—. Ése es mi nombre. Y la máscara se queda puesta, senador. Me conoces, pero eso no se aplica a todos los que están aquí, y a ellos les gustaría que todo siguiera igual.

—Eso no va a funcionar, Gimli. ¿Tú crees que un pasamontañas es un buen disfraz para un joker con el hocico peludo? Yo… Si alguien vio cómo me atrapabas, no tendrán dificultades en identificarte a ti y a tu pandilla.

Se dio cuenta demasiado tarde de que estaba hablando de más; no quería que Miller reflexionara sobre el hecho de que Hartmann podía identificarlo a él y a algunos de sus cómplices. Lo que fuera que lo había dejado inconsciente le había revuelto el cerebro como unos huevos para una tortilla francesa.

«Fue una descarga eléctrica de algún tipo», pensó. Allá en los sesenta había sido un jinete de la libertad por un corto período de tiempo (era el tipo de cosa de moda de la Nueva Frontera), y siempre estaba presente el odio, embriagador como el vino, la posibilidad de una violencia encantadora, carmesí e índigo. Un policía estatal, un paleto sureño, le había dado con un bastón eléctrico, lo cual fue una experiencia demasiado de primera mano para su gusto y lo envió rápidamente de regreso al norte. Y así se había sentido cuando estaba en la limusina.

—Vamos, Gimli —dijo una voz rasposa de barítono en un inglés con un marcado pero claro acento—. ¿Por qué no le quitamos el vendaje? El mundo entero sabrá quiénes somos muy pronto.

—Oh, está bien —dijo Gimli. El Titiritero podía saborear su resentimiento sin tener que hacer contacto con él. Tom Miller tenía que compartir el escenario con alguien y eso no le gustaba. Pequeñas burbujas de interés brotaron del pánico incipiente de Hartmann.

El senador oyó el roce de unos pies sobre el suelo desnudo. Alguien lo toqueteó de manera breve y torpe, diciendo tacos, y él contuvo la respiración de manera involuntaria cuando se desató la cinta, que se le despegó renuentemente del cabello y la piel.

Lo primero que vio fue la cara de Gimli. Seguía asemejándose a una bolsa llena de manzanas podridas. Su aspecto alegre no mejoraba nada su imagen. Hartmann dirigió la vista más allá del enano, hacia el resto de la habitación.

Era un cuchitril de un edificio de apartamentos de mala muerte, igual que la mayoría de los cuchitriles de los edificios de apartamentos de mala muerte de todo el mundo. El suelo de madera estaba manchado y el papel a rayas de las paredes tenía tantas manchas de humedad como las axilas de un obrero. Por la basura desperdigada, que tronaba y crujía bajo sus pies, Hartmann supuso que el lugar estaba abandonado. Sin embargo, una bombilla brillaba en un plafón esférico roto, y un radiador soltaba demasiado calor, como todos los radiadores en Alemania hasta que llegaba junio.

A juzgar por el entorno, había altas probabilidades de que aún se encontrara en el sector oriental, lo cual hizo que se sintiera muy alegre…, hasta cierto punto. Por otro lado, había estado en otros hogares alemanes antes, y ése olía a algo malo, muy malo.

Había otros tres jokers en la habitación, uno de ellos envuelto de pies a cabeza en una capucha polvorienta, otro cubierto con quitina amarillenta salpicada con diminutos granos rojos y el tercero era el peludo que había visto cerca de la camioneta. Los tres jóvenes nats en el campo de visión de Hartmann resultaban ofensivamente normales en comparación.

Su poder le permitió percibir la presencia de otros detrás de él, lo cual le resultó extraño, pues no solía ser capaz de saborear las emociones de otros, a menos que provinieran de alguien que vivía un momento muy intenso o quise tratara de una de sus marionetas. Sintió que el poder en su interior se retorcía de una manera peculiar.

Miró hacia atrás. Dos más estaban sentados ahí, al parecer nats, aunque el joven flacucho apoyado en la pared junto al radiador tenía un aspecto extraño. Un hombre a mediados de la treintena estaba sentado junto a él, en una silla de plástico de mal gusto, con las manos metidas en los bolsillos de su gabardina. Hartmann pensó que el hombre mayor se estaba alejando subconscientemente del más joven; cuando sus ojos se encontraron captó una fuerte impresión de tristeza.

«Es extraño», pensó. Tal vez la tensión había aumentado su percepción normal; tal vez estaba imaginando cosas. Sin embargo, algo emanaba de ese chico que le sonreía, y ese algo hacía que se le erizaran todos los bordes de la conciencia. De nuevo percibió la reacción evasiva del Titiritero.

Un zapato aplastó los desechos. Se dio la vuelta y se encontró mirando a un enorme nat vestido con un pantalón y un traje de color ocre verdoso, casi militar. El hombre no llevaba corbata y tenía la camisa desabotonada hasta el mechón de vello rubio entrecano del pecho. Sus manos enormes descansaban sobre sus caderas, con los dobladillos de la camisa echados hacia atrás, como algo salido de una pequeña producción de teatro de La herencia del viento.

Sonrió. Tenía uno de esos rostros feos y robustos, de los que las mujeres suelen enamorarse y de los que merecen la confianza de los hombres. Llevaba el largo cabello peinado hacia atrás; tenía una frente alta.

—Es un gran placer conocerle, senador. —Era la voz ondulante que había oído insistirle a Gimli de que le quitara la venda de los ojos.

—Usted lleva ventaja.

—Eso es cierto. Oh, pero me atrevería a decir que mi nombre no le es desconocido. Soy Wolfgang Prahler.

Detrás de Hartmann, alguien chasqueó la lengua, exasperado. Prahler frunció el ceño, luego soltó una risotada.

—Vamos, camarada Mólniya, ¿estoy quebrantando el protocolo de seguridad? Bueno, ¿acaso no acordamos que debíamos salir a la luz del día para llevar a cabo una tarea tan importante?

Como muchos berlineses educados, hablaba inglés con un marcado acento británico. Desde el interior de Hartmann, el Titiritero sintió un destello de inquietud al escuchar el nombre de Mólniya. Significaba «relámpago», y los soviéticos tenían una serie de satélites de comunicación con ese nombre.

—¿De qué trata todo esto? —El corazón de Hartmann se aceleró tan pronto como hubo pronunciado tales palabras. No pretendía usar ese tono con el grupo de asesinos a sangre fría que lo tenían completamente a su merced. Pero el Titiritero se había hecho cargo de la situación—. ¿No podían esperar hasta el banquete de Aide et Amitié para conocerme?

La risa de Prahler resonó desde lo profundo de su pecho.

—Claro, veo que no ha comprendido nada. Nunca tuvimos la intención de dejarlo llegar vivo al banquete, senador. Se le tendió, como dirían ustedes los norteamericanos, una trampa.

—Le atrajimos con un cebo y cayó —dijo una menuda mujer pelirroja que llevaba un suéter de cuello de tortuga alto y pantalones de mezclilla—. Para las ratas se usa queso; para un elegante señor se usa un elegante banquete.

—Queso para las ratas… —Alguien soltó una risita—. Banquetes para los señores elegantes… Como el que tenemos aquí. —El chico que vestía ropas de cuero tenía una voz adolescente masculina y cascada a la vez. Hartmann sintió que un cosquilleo le recorría el escroto como los dedos de una prostituta. No había duda al respecto. La emoción que captaba provenía de él, como la estática en una línea. Era el indicio de algo potente… y terrible. Por primera vez, el Titiritero no sintió el deseo de investigar más a fondo una conciencia.

Le temía a éste más que a Prahler y al resto de los jóvenes que portaban armas de fuego con actitud casual. Incluyendo a Gimli.

—¿Se ha tomado todas estas molestias para ayudar a Gimli, aquí presente, a saldar una vieja deuda imaginaria? —Se obligó a decir—. Qué generoso de su parte.

—Hacemos esto por la revolución —dijo con dificultad un nat rubio, que combinaba un corte militar con un bronceado artificial, como si se hubiese esforzado en memorizar esa frase. El suéter de cuello de tortuga y los pantalones de mezclilla se amoldaban a su figura atlética. Estaba de pie junto a la pared, acariciando el cañón del rifle de asalto soviético que descansaba en el suelo, junto a su pie.

—Usted no nos importa, senador —dijo la mujer, al tiempo que se recogía el flequillo cuadrado que le ocultaba la frente—. Es tan sólo una herramienta, sin importar lo que le indique su ingenuo egocentrismo.

—¿Quién demonios son ustedes?

—Llevamos el nombre sagrado de Fracción del Ejército Rojo. —La chica se aproximó a supervisar a un joven fornido que jugueteaba con un aparato de radio, encaramado sobre una mesita de madera.

—El camarada Lobo nos nombró así —dijo el chico rubio, sin mirar al senador—. Él solía juntarse con Baader, Meinhof y todos ellos. Eran muy cercanos. —Levantó un puño cerrado.

Hartmann sintió un nudo en la garganta. Desde que el terrorismo surgió a comienzos de los setenta, no era raro que los abogados más radicales se involucraran en las actividades de los acusados a quienes debían representar en la corte, sobre todo en Alemania e Italia. Si lo que le decían era cierto, Prahler había sido un líder del grupo de Baader y Meinhof y de la FER, sin que las autoridades se enteraran de ello.

—Voy a replantear mi pregunta. —Hartmann se dirigió a Tom Miller—, ¿cómo te involucraste en esto, Gimli?

—Estuve en el lugar y el momento correcto, senador.

El enano sonrió con aire de superioridad. El Titiritero sintió el impulso de aplastar su cara engreída, de arrancarle las tripas y estrangularlo con ellas. La frustración le dolía como si le infligieran un tormento físico.

El sudor bajó lentamente por la frente de Hartmann como si fuera un ciempiés. Sus emociones eran sumamente distintas de las del Titiritero. Su otro yo fluctuaba entre la ira y el miedo, mientras que lo que él experimentaba en ese momento era cansancio y molestia.

Y tristeza. Pobre Ronnie. Tenía tan buenas intenciones.

La pelirroja le dio un manotazo en el hombro al hombre que estaba sentado.

—¡Eres un idiota, Wilfried, ahí estaba! Te lo acabas de pasar. —El hombre murmuró una disculpa y giró de regreso el sintonizador.

—… ha sido capturado por una Fracción del Ejército Rojo, que involucra a Jokers para una Sociedad Justa, los cuales han huido de la persecución en América. —Era la voz del camarada Lobo, la cual fluía como ámbar líquido desde la pequeña radio barata—. Nuestras exigencias para liberarlo son las siguientes: inmediata liberación del luchador por la libertad palestina al-Muezzin. Un avión con suficiente combustible para llevar a al-Muezzin a un país del Tercer Mundo en territorio liberado. Inmunidad para los miembros de este equipo de acción. Exigimos que el monumento a Jetboy sea demolido y en su lugar se construyan instalaciones para dar albergue y atención médica a jokers víctimas de la intolerancia norteamericana. Por último, sólo para atizar a los cerdos capitalistas donde más les duele, diez millones de dólares en efectivo, los cuales se usarán para ayudar a las víctimas de la agresión estadounidense en América Central. Si estas condiciones no se han cumplido antes de las diez de la noche de hoy, hora de Berlín, el senador Gregg Hartmann será ejecutado.

Una voz agregó:

—Ahora volvemos a la programación regular.

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—No podemos quedarnos de brazos cruzados. —Hiram Worchester enredaba los dedos en su barba mientras miraba por la ventana, al cielo moteado de Berlín.

Digger Downs le dio la vuelta a una carta. Tres de tréboles. Hizo una mueca.

Billy Ray caminaba de un lado a otro sobre la alfombra de la suite de Hiram, como un tiranosaurio con comezón.

—Si yo hubiera estado ahí, esta mierda nunca habría sucedido —dijo, y dirigió una mirada asesina y verdosa en dirección a Mordecai Jones.

Hammer se sentó en el sofá. Era de roble, con un tapiz floreado, y, como gran parte del mobiliario del hotel, había sobrevivido a la guerra. Afortunadamente, en 1890 construían muebles resistentes.

Del tronco de Jones surgió un sonido muy similar al de una caja de cambios oxidada, y se dedicó a observar sus grandes manos, las cuales descansaban sobre sus rodillas.

La puerta se abrió y Peregrine entró volando en la habitación…, en sentido figurado: tenía las alas temblorosas pegadas a la espalda. Llevaba una blusa suelta de terciopelo y pantalones de mezclilla que disimulaban el avanzado estado del embarazo.

—Acabo de enterarme… ¡Es terrible! —Se detuvo y se quedó mirando a Hammer—. Mordecai, ¿qué demonios haces aquí?

—Lo mismo que usted, señora Peregrine. No me dejan salir.

—Pero ¿por qué no estás en el hospital? En las noticias decían que fuiste herido de gravedad.

—Sólo me dispararon. —Se dio una palmada en el estómago—. Tengo un cuero muy resistente, casi como ese material del que hablan en Popular Science… «Kevlar».

Downs destapó otra carta. Un ocho rojo.

—Mierda —murmuró.

—Pero te cayó encima una camioneta —dijo Peregrine.

—Sí, pero tengo metales pesados en mis huesos, en lugar de calcio, de manera que son más maleables, y mis entrañas y todo lo demás son mucho más resistentes de lo normal. Y puedo curarme muy rápido. Desde que me convertí en un as, nunca he enfermado, he durado bastante.

—Entonces ¿por qué dejaste que se escaparan? —lo amonestó Ray—. Joder, el senador era tu responsabilidad. ¿Por qué no les pateaste el trasero?

—A decir verdad, señor Ray, me dolió como un demonio. Quedé fuera de combate por un rato.

El «señor» no implicó la misma carga de respeto que el «señora». Billy Ray ladeó la cabeza y lo miró fijamente, pero Jones lo ignoró.

—Déjalo en paz, Billy —dijo la compañera de Carnifex, Lady Black, la cual se hallaba sentada con sus largas piernas cruzadas a la altura de los tobillos.

Peregrine se acercó y tocó a Mordecai en el hombro.

—Debe de haber sido horrible. Me sorprende que te hayan permitido salir del hospital.

—No lo hicieron —dijo Downs, cortando la baraja con la mano izquierda—. Se fue sin más, tras destrozar la pared. Los del Departamento de Salud Pública están un poco molestos al respecto.

Jones bajó la mirada hacia el suelo.

—No me gustan los médicos —murmuró.

En cuanto el virus wild card le afectó, Jones vivió casi como un prisionero del Departamento de Salud Pública de Oklahoma, siendo su espécimen de laboratorio. La experiencia le había provocado un temor patológico hacia la ciencia médica y todos sus accesorios.

—¿Dónde está Sara? —Peregrine miró alrededor—. Pobrecita. Esto debe de ser un infierno para ella.

—La dejaron ir al centro de control de crisis del ayuntamiento. Ningún otro periodista de la gira podía ir. Sólo ella. —Downs hizo una mueca y siguió jugando al solitario.

—Sara se encargó de tomar la declaración del señor Jones sobre lo que vio y escuchó durante el secuestro —dijo Lady Black—. Se negó a hacer más declaraciones antes de abandonar el hospital.

—Hubo una cosa extraña de cojones —dijo Jones, meneando la cabeza—. Mientras estuve tirado ahí con esa pu… con esa camioneta sobre mi pecho, oí como esos sujetos se gritaban entre ellos. Como críos de párvulos.

Hiram se alejó de la ventana. Las ojeras que se le habían ido marcando en torno a los ojos desde el inicio de la gira eran aún más profundas.

—Entiendo. —Alzó las manos a la altura del pecho; manos delicadas, que no armonizaban con el resto de su masa corporal—. Entiendo lo que sucedió.

Esto ha sido un golpe para todos nosotros. El senador Hartmann no es sólo la última y mejor esperanza de que los jokers tengan un trato justo…, y quizá los ases también. Mientras este demente, Barnett, siga suelto, Hartmann es nuestro amigo. Intentamos suavizar el golpe al hablar del tema, pero no es suficiente, tenemos que actuar.

—Es lo que yo digo. —Billy Ray se dio un puñetazo en la palma de la mano—. ¡Vamos a patearles el culo! ¡Busquemos a los implicados!

—¿El culo de quién? —preguntó Lady Black con aire cansado—. ¿Quiénes son los implicados?

—Ese enano cabrón, Gimli, para empezar. Debimos atraparlo cuando estaba jodiendo en Nueva York el verano pasado…

—¿Cómo vamos a encontrarlo?

Extendió los brazos.

—Joder, deberíamos salir a buscarlo, en lugar de estar sentados aquí sobre nuestras posaderas, retorciéndonos las manos y diciendo cuánto sentimos que el maldito senador haya desaparecido.

—Hay diez mil policías allá afuera peinando las calles —dijo Lady Black—. ¿Crees que puedes encontrarlo más rápido que ellos?

—Pero ¿qué podemos hacer, Hiram? —preguntó Peregrine. Su rostro había palidecido y su piel se había tensado sobre los pómulos—. Me siento tan impotente.

Sus alas se abrieron levemente y se cerraron de nuevo.

—A mí también me gustaría saberlo, Peri —dijo Hiram—. Seguro que hay algo que podamos hacer…

—Mencionaron un rescate —dijo Digger Downs.

Hiram se golpeó la palma dos veces, en una imitación inconsciente de Carnifex.

—Eso es. ¡Eso es! Quizá podamos reunir suficiente dinero para pagar la recompensa.

—Diez millones es mucho dinero —dijo Mordecai.

—Es posible que podamos negociar una reducción —dijo Hiram, haciendo a un lado las objeciones con sus pequeñas manos.

—Y ¿qué hay respecto a sus demandas de liberar a ese terrorista? No podemos hacer nada al respecto.

—Poderoso putero es don dinero —dijo Downs.

—Qué poco elegante… —Hiram andaba de un lado para otro como una nube desgarbada—. Pero tienes razón. Es un hecho que, si podemos reunir suficientes fondos, aceptarán de un salto nuestra oferta.

—Eh, espera un segundo… —dijo Carnifex.

—Soy un hombre de medios nada despreciables. —Hiram tomó un puñado de caramelos de una bandeja de plata—. Yo podría contribuir con una buena cantidad…

—Yo también tengo dinero —dijo Peregrine, emocionada—, ayudaré.

Mordecai frunció el ceño.

—No me vuelven loco los políticos pero ¡rayos!, siento que por mí culpa perdimos al tipo y eso. Cuenten conmigo, en lo que pueda servir.

—¡Esperad, maldita sea! —dijo Billy Ray—. El presidente Reagan anunció que no negociará con los terroristas.

—Quizá esté de acuerdo si incluimos una Biblia y unos lanzacohetes en el paquete… —dijo Mordecai.

Hiram levantó la barbilla.

—Somos ciudadanos, señor Ray, no empleados del gobierno. Podemos hacer lo que nos plazca.

—Bueno, Dios dirá si…

Xavier Desmond entró en la habitación.

—No soportaba estar sentado ahí ni un minuto más —dijo—. Estoy tan preocupado… Por Dios, Mordecai, ¿qué haces aquí?

—No te preocupes por eso, Des —dijo Hiram—. Tenemos un plan.

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El hombre de la Oficina Criminal Federal dio unos golpecitos con su paquete de cigarrillos en el borde del escritorio del centro para el control de crisis del ayuntamiento; sacó a sacudidas un cilindro y se lo puso entre los labios.

—¿Qué demonios estabas pensando al permitir que eso saliera en el aire sin consultarme? —No hizo ningún movimiento para encender el cigarrillo. Tenía las arrugas de un viejo en el rostro de un joven, y amarillos ojos de lince y orejas sobresalientes.

—Herr Neumann —dijo el representante del alcalde, con el auricular resbalándole entre el hombro y su doble papada, con lo cual el aparato quedó bastante sudado—, en Berlín nuestra primera reacción es alejarnos de la censura. Ya tuvimos suficiente en los malos tiempos del pasado, ¿no cree?

—No me refiero a eso. ¿Cómo vamos a controlar esta situación si no nos informan cuando planean acciones como ésta? —Se reclinó hacia atrás y se pasó un dedo por una de las arrugas que formaban un paréntesis en torno a la boca—. No deseamos que se repita lo que sucedió en Múnich.

Tachyon estudió el reloj digital incorporado al tacón de uno de los pares de botas que había comprado en la Ku’damn el día anterior. A excepción del reloj, llevaba un atuendo completo del siglo diecisiete. «Esta gira es una maniobra política», pensó. «Pero, aun así, es posible que hayamos hecho algún bien. ¿Debe terminar de esta manera?»

—¿Quién es al-Muezzin? —preguntó.

—Su verdadero nombre es Daoud Hassani. Es un as que puede destruir cosas con su voz, más o menos como el as que murió recientemente en su tierra, Aullador —dijo Neumann. Si advirtió la mueca de dolor de Tachyon no lo mostró—. Es originario de Palestina, uno de los hombres de Nur al-Allah, que trabaja desde Siria. Se adjudicó la responsabilidad de haber derribado el avión de El Al en Orly el pasado mes de junio.

—Me temo que no hemos oído todo lo que debiéramos respecto a la luz de Alá —dijo Tachyon, y Neumann asintió con gravedad. Desde que la gira salió de Siria, hubo tres docenas de bombardeos en el mundo entero en retribución por el «traicionero ataque» contra el as profeta.

«Si esa mujer hubiera terminado el trabajo…», pensó Tach. Tuvo cuidado de no expresarlo en voz alta. Los terrícolas podían ser sensibles ante ese tipo de cosas.

El sudor le corrió por un lado, hasta el cuello de encaje de su blusón. El radiador zumbó y gimió por el calor. «Desearía que fueran menos sensibles al frío. ¿Por qué los alemanes insisten en hacer este planeta caliente aún más caliente?»

La puerta se abrió y oyeron los gritos de los corresponsales de la prensa internacional, apretujados en el pasillo exterior. Un asistente político se deslizó dentro de la habitación y le susurró algo al secretario del alcalde. Este colgó el teléfono con brusquedad.

—La señorita Morgenstern ha venido desde el Kempinski —anunció.

—Que pase de inmediato —dijo Tachyon.

El secretario del alcalde hizo sobresalir el labio inferior, el cual brillaba húmedo bajo las luces fluorescentes.

—Imposible. Ella es periodista, y hemos excluidos a la prensa de esta sala mientras dure la crisis.

Tachyon miró al hombre de arriba abajo.

—Exijo que la señorita Morgenstern sea admitida de inmediato —dijo en ese tono de voz reservado en Takis para los mozos que pisaban las botas recién lustradas y para las camareras del servicio que derramaban sopa sobre los invitados de honor.

—Déjala entrar —dijo Neumann—. Nos trajo la declaración de Herr Jones.

Sara llevaba una gabardina blanca con un cinturón rojo del ancho de su mano, que parecía un vendaje ensangrentado. Tach meneó la cabeza. Como todas las tendencias de moda que adoptaba la mujer, ésta le crispaba los nervios.

Sara se acercó, le dio un abrazo breve y seco y se alejó sin soltar su pesada bolsa de mano.

Tachyon se preguntó qué había sido eso. «¿Hay una mirada metálica en sus ojos de acuarela, o eran verdaderas lágrimas?»

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—¿Has oído eso? —canturreó la pelirroja llamada Anneke—. Uno de los cerdos que matamos hoy era un judío.

Aún eran las primeras horas de la tarde. La radio hervía con informes y conjeturas sobre el secuestro. Los terroristas estaban exaltados, pavoneándose entre sí.

—Una gota más de sangre para vengar a nuestros hermanos en Palestina —dijo Lobo, ostentoso.

—¿Y qué hay del as negro? —preguntó el que parecía un salvavidas, contestando a Ulrich—. ¿Ya ha muerto?

—De momento, no —dijo Anneke—. Según las noticias, salió caminando del hospital una hora después de que lo ingresaran.

—¡Eso es mentira! Le disparé medio cargador. Y vi cómo le cayó encima esa camioneta.

Anneke se acercó furtivamente hasta la radio y recorrió con los dedos la mandíbula de Ulrich.

—¿No crees que si puede levantar una camioneta él solo, podría resultar difícil herirle, querido?

Se subió sobre las puntas de sus zapatillas deportivas y le besó justo detrás del lóbulo de la oreja.

—Además, matamos a dos…

—Tres —dijo el camarada Wilfried, quien escuchaba con atención las ondas radiofónicas—. El otro…, el policía, acaba de morir. —Tragó saliva.

Anneke aplaudió, fascinada.

—¿Ves?

—Yo también maté a alguien —dijo el chico que se encontraba detrás de Hartmann. El simple sonido de su voz llenó al Titiritero de energía. «Tranquilo, tranquilo», le advirtió Hartmann a su otra mitad. Y se preguntó: «¿Será que ya domino a éste? ¿Puedo crear títeres sin saberlo? ¿O acostumbra a exteriorizar sus sentimientos en un tono que puedo percibir sin haber establecido una conexión previa entre nosotros?»

El Titiritero no respondió.

El chico vestido de cuero se adelantó arrastrando los pies. Hartmann vio que estaba jorobado. ¿Un joker?

—Al camarada Dieter —dijo el adolescente—. Yo le maté, ¡así! —Levantó las manos y éstas vibraron de súbito, letales como las cuchillas de una motosierra.

«¡Un as!» Hartmann se quedó sin aliento.

La vibración se detuvo. El chico le mostró sus dientes amarillos a los demás, que permanecieron en silencio.

A través del retumbar en sus oídos, Hartmann captó el ruido que provocaron los tubos de metal contra la madera cuando el hombre del abrigo se levantó de la silla.

—¿Mataste a alguien, Mackie? —preguntó con suavidad. Su alemán era demasiado perfecto para ser natural—. ¿Por qué?

Mackie bajó la cabeza.

—Era un soplón, camarada —dijo de soslayo. Sus ojos se movieron rápidamente entre Lobo y el otro—. El camarada Lobo me ordenó que lo tuviera bajo custodia, pero ¡él intentó matarme! Sacó una pistola, así que tuve que… zumbarle con la sierra.

Para ilustrar sus palabras, blandió una mano vibrante de nuevo.

El hombre se adelantó despacio hasta donde Hartmann pudo verlo. Era de estatura media, demasiado bien vestido, de cabello rubio y bien cortado. Un hombre apuesto pero anodino, excepto por las manos, enfundadas en unos gruesos guantes de goma. Hartmann miró estos últimos con súbita fascinación.

—¿Por qué no me informasteis de esto, Lobo? —La voz permaneció inmutable, pero el Titiritero pudo oír un grito silencioso de ira. También había algo de tristeza…, el poder la estaba atrayendo, no había duda de eso. Y una gran cantidad de temor.

Lobo se encogió de hombros.

—Han pasado muchas cosas esta mañana, camarada Mólniya. Descubrí que Dieter planeaba traicionarnos, envié a Mackie tras él y las cosas se salieron de control. Pero todo está bien ahora, todo irá bien.

De pronto, los acontecimientos recientes engranaron y entendió por qué llamaban a ese hombre «Mólniya», o «el Relámpago». Hartmann comprendió de golpe lo que le había sucedido en la limusina. El hombre enguantado era un as y había usado algún tipo de poder eléctrico para aplicarle una descarga y dejarlo inconsciente.

Los dientes casi se le astillaron del esfuerzo que le costó reprimir el terror. «¡Un poder desconocido! Quizá es capaz de saber quién soy, quizá ya lo ha hecho y va a revelar mis secretos…»

Su otro yo respondió con gélidas palabras:

«No sabe nada».

Hartmann contestó:

«¿Cómo puedes estar tan seguro? No sabemos cuáles son sus poderes».

«Es un títere».

Tuvo que luchar arduamente para evitar que su rostro reflejara su emoción. «¿Cómo mierda es eso posible?»

«Lo atrapé cuando nos propinó la descarga. No tuve que hacer nada; su propio poder fusionó nuestros sistemas nerviosos a partir de ese instante. Con eso fue suficiente».

Mackie se retorció como un perrito castigado que hubiese orinado sobre la alfombra.

—¿Hice lo correcto, camarada Mólniya?

Los labios de Mólniya palidecieron pero asintió con un esfuerzo visible.

—Sí…, dadas las circunstancias.

Mackie se pavoneó.

—Bien, perfecto. Ejecuté a un enemigo de la revolución. Vosotros no sois los únicos que pueden hacerlo.

Anneke cloqueó y le rozó la mejilla con la punta de los dedos.

—¿Te preocupa la búsqueda de gloria individual, camarada? Tienes que eliminar esas tendencias burguesas si quieres formar parte de nuestra Fracción del Ejército Rojo.

Mackie se humedeció los labios y se escabulló, sonrojándose. El Titiritero sintió lo que ocurría en su interior, como la agitación bajo la superficie del sol.

«Y ¿qué hay de él?», preguntó Hartmann.

«El también. Y la atleta rubia también. Ambos cargaron con nosotros después de que el ruso te diera la descarga. Esa sacudida me hizo hipersensible».

Hartmann dejó caer la cabeza hacia adelante para ocultar su ceño fruncido. «¿Cómo pudo suceder todo esto sin mi conocimiento?»

«Soy tu subconsciente, ¿recuerdas? Siempre estoy trabajando».

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El camarada Mólniya suspiró y volvió a su asiento. Sintió cómo se le erizaban los cabellos del dorso de las manos y del cuello cuando sus neuronas hiperactivas se activaron. No había nada que pudiera hacer contra las descargas de bajo nivel como ésas, que sucedían por sí solas bajo presión. Por eso llevaba guantes; por eso y por algunas historias espeluznantes que aún circulaban en el Acuario sobre su noche de bodas.

Tenía que sonreír. «¿Por qué estoy tenso?» Aunque lo identificaran como lo que era, después de lo sucedido no habría repercusiones internacionales, pues así era cómo se jugaba ese juego, tanto unos como otros. Así se lo aseguraron sus superiores.

«De acuerdo».

«Querido Dios, ¿qué he hecho para merecer estar atrapado en esta maquinación lunática?» No estaba seguro de quién estaba más loco: esa colección de pobres hombres desfigurados, ingenuos políticos sedientos de sangre, o sus propios jefes.

Era la oportunidad de la década, le habían dicho, Al-Muezzin estaba en el bolsillo de la gran K. «Si lo ayudamos, caerá en nuestras manos, más que agradecido. Queremos que trabaje para nosotros. Que nos ponga en contacto con la Luz de Alá».

¿Valía la pena el riesgo?, había exigido saber. ¿Valía la pena arruinar los contactos clandestinos que había estado construyendo en la República Federal durante los últimos diez años? ¿Valía la pena arriesgar la Gran Guerra, la guerra que ninguna de las dos partes iba a ganar sin importar lo que dijeran los planes de guerra impresos en papeles de lujo? Reagan era un presidente loco, un vaquero.

Sin embargo, había un límite en cuanto a la presión que podías ejercer, aunque fueras un as y un héroe: el primer hombre en la Bala Hissar de Kabul en el día de Navidad de 1979. Le habían cerrado las puertas en las narices. Tenía sus órdenes.

No era que estuviera en desacuerdo con los objetivos. Sus archirrivales, los miembros del Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti —el Comité para la Seguridad del Estado— eran arrogantes y recibían más elogios de los que merecían, pues eran incompetentes y mediocres. Ni un solo hombre competente del gru[6] se resistiría a bajarle los humos a esos imbéciles. Como patriota, él sabía que la Inteligencia Militar sabría hacer un mucho mejor uso de un activo tan valioso como Daoud Hassani que sus conocidas contrapartes de la KGB.

Pero el método…

No estaba preocupado por él mismo. Estaba preocupado por su esposa e hija; y por el resto del mundo también: el riesgo era enorme si algo salía mal.

Metió la mano en un bolsillo para sacar los cigarrillos y un encendedor.

—Qué hábito tan asqueroso —le dijo Ulrich en su peculiar estilo torpe.

Mólniya se limitó a mirarle.

Tras un momento, Lobo soltó una risa que sonó forzada.

—Los jóvenes de ahora tienen otras ideas. En los viejos tiempos… Ah, Rikibaby, la camarada Meinhof, también fumaba. Siempre tenía un cigarrillo encendido.

Mólniya guardó silencio y siguió fijando su mirada en Ulrich. Sus ojos tenían un rastro de pliegue epicántico, un legado del yugo mongol. Tras unos momentos, el joven rubio encontró otro sitio al que mirar.

El ruso encendió el cigarrillo, avergonzado de su victoria barata. Pero tenía que mantener a esos jóvenes animales asesinos bajo control. Qué ironía que él, que había renunciado a los comandos de las Spetsnaz y había sido transferido al Departamento Central de Inteligencia del Estado Soviético porque no podía soportar la violencia, se encontrara obligado a trabajar con esas criaturas, para quienes el derramamiento de sangre se había convertido en una adicción.

«Ay, Milya, Masha, ¿alguna vez os veré de nuevo?»

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—Herr Doktor…

Tach se rascó un lado de la nariz. Estaba inquieto. Había estado encerrado ahí durante dos horas, sin tener la certeza de estar ayudando en algo. Fuera…, bueno, no había nada que hacer, pero podría estar con la gente del tour, reconfortándolos, dándoles palabras de apoyo.

—Herr Neumann —lo saludó.

El hombre de la Oficina Criminal Federal se sentó junto a él. Tenía un cigarrillo entre los dedos, sin encender, a pesar de la capa de tabaco que flotaba como un banco de niebla en el aire espeso. Tardó en expresar lo que deseaba:

—Quería pedirle su opinión.

Tachyon levantó una ceja magenta. Se había dado cuenta desde hacía mucho rato de que los alemanes sólo le querían ahí porque era el líder de la gira en ausencia de Hartmann. De otro modo, les hubiera importado muy poco tener a un doctor en medicina, y además extranjero, entre ellos. De hecho, la mayoría de los oficiales civiles y policiales que circulaban por el centro de control de crisis lo trataban con la deferencia correspondiente a su posición de autoridad y, por lo demás, le ignoraban.

—Adelante, pregunte —dijo Tachyon con un gesto un poco sardónico. El interés de Neumann parecía sincero, y el hombre había dado muestras de una inteligencia al menos incipiente, lo cual según las pautas de Tachyon era raro para su raza.

—¿Sabía usted que durante la última hora y media varios miembros de su grupo han intentado reunir una gran suma de dinero para ofrecerla a los secuestradores del senador Hartmann como rescate?

—No.

Neumann asintió con lentitud, como si estuviera analizando algo con detenimiento. Sus ojos amarillos se estrecharon.

—Están experimentando una gran adversidad. La postura de su gobierno…

—No es mi gobierno.

Neumann inclinó la cabeza.

—… del gobierno de Estados Unidos, es que no habrá negociación con los terroristas. No hace falta decir que las restricciones monetarias norteamericanas no permitieron que los miembros de la gira llevaran una cantidad de dinero consigo que fuera remotamente suficiente, y ahora el gobierno estadounidense ha congelado los bienes de todos los participantes de la gira para evitar que se lleve a cabo un acuerdo independiente.

Tachyon sintió cómo se le calentaban las mejillas.

—Eso es condenadamente prepotente.

Neumann se encogió de hombros.

—Tenía curiosidad por saber qué pensaba usted sobre ese plan.

—¿Por qué yo?

—Usted es una autoridad reconocida en asuntos de jokers… Ésa es la razón de que honre a nuestro país con su presencia, por supuesto. —Golpeó el cigarrillo sobre la mesa, junto a una esquina doblada de un mapa de Berlín—. Además, usted proviene de una cultura en la cual el secuestro no es un acontecimiento inusual, si no estoy mal enterado.

Tach lo miró. Aunque era una celebridad, la mayoría de los terrícolas sabían poco de sus antecedentes más allá del hecho de que era extraterrestre.

—No puedo hablar de la FER, por supuesto…

—La Rote Armee Fraktion en su encarnación actual consiste principalmente en jóvenes de clase media…, de manera muy similar a las formaciones anteriores y, ya que estamos, como la mayoría de los grupos revolucionarios del Primer Mundo. El dinero significa poco para ellos; como hijos de nuestro milagro económico, por así llamarlo, se han criado asumiendo que siempre habrá suficiente.

—Sin duda no se puede decir eso de los Jokers para una Sociedad Justa —dijo Sara Morgenstern, uniéndose a la conversación. Un asistente se movió para interceptarla, sujetándole la mano para guiarla lejos de la importante conversación masculina. Ella se le apartó como si una chispa hubiera saltado entre ellos y lo fulminó con la mirada.

Neumann dijo algo tan rápido que ni siquiera Tachyon lo entendió, y el asistente se retiró.

—Frau Morgenstern. También estoy muy interesado en lo que tenga que decirnos.

—Los miembros de JSJ son muy pobres. Doy fe de ello.

—¿El dinero los tentaría, entonces?

—Eso es difícil de decir. Están muy comprometidos con la causa, de un modo que sospecho que no comparten los de la FER. Sin embargo —su mano dio un giro de mariposa—, ellos no han perdido ningún as de Oriente Miedo. Por otro lado, cuando exigen dinero para el beneficio de los jokers, les creo. Considerando que eso no necesariamente beneficiará a los jokers que viven bajo el dominio del Ejército Rojo.

Tach frunció el ceño. La demanda de derrumbar la tumba de Jetboy y construir un hospicio joker lo irritaba. Al igual que la mayoría de los neoyorkinos, no echaría en falta el monumento, una monstruosidad erigida para honrar el fracaso, y un fracaso que él personalmente preferiría olvidar. Pero la petición de un hospicio le sentó como una bofetada. «¿Cuándo se le ha negado la entrada a un joker en mi clínica? ¿Cuándo?»

Neumann esperaba su respuesta.

—¿Está en desacuerdo, Herr Doktor? —preguntó con delicadeza.

—No, no. Ella tiene razón. Pero Gimli… —Chasqueó los dedos y extendió el dedo índice—. Mejor dicho, Tom Miller, es alguien que se preocupa de manera genuina por los jokers. Pero también es un tanto oportunista, como suele decirse. Usted podría tentarlo, sin duda.

Sara asintió.

—Pero ¿por qué lo pregunta, Herr Neumann? Después de todo, el presidente Reagan se niega a negociar el rescate del senador. —La voz de la mujer tenía un timbre de amargura. Tach estaba perplejo. Tan nerviosa como era, él habría jurado que a esas alturas la preocupación por Gregg ya la habría hecho polvo.

En cambio, ella parecía ir ganando estabilidad con cada hora que pasaba.

Neumann la miró por un momento y Tach se preguntó si estaba enterado del mal guardado secreto de su aventura con el senador secuestrado. Tenía la impresión de que esos ojos amarillos, ahora bordeados de rojo por el humo, lo sabían todo.

—Su presidente ha tomado una decisión —dijo con suavidad—, pero es mi responsabilidad aconsejar a mi gobierno sobre qué camino tomar. Este también es un problema para Alemania, como podrán imaginar.

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A las dos y media, Hiram Worchester salió en el aire y leyó una declaración en inglés. Tachyon la tradujo al alemán durante las pausas.

—Camarada Lobo; Gimli, si están ahí —dijo Hiram con la voz aflautada por la emoción—, queremos al senador de regreso. Estamos dispuestos a negociar como ciudadanos, de manera independiente. Por favor, por el amor de Dios y por los jokers, por los ases y todos nosotros, llámennos, por favor.

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Mólniya clavó la vista en la puerta. El barniz se estaba descascarando. Unas estrías de colores verde, rosa y marrón quedaban al descubierto debajo del tono blanco, en especial alrededor de las muescas que indicaban que alguien había usado la puerta para practicar el lanzamiento de cuchillos. No había manera de ignorar la presencia de los otros en la habitación, en particular el zumbido incesante del chico demente; hacía mucho que había aprendido a desconectarse de eso para proteger su cordura.

«Nunca debí dejarlos ir».

Le tomó por sorpresa que Gimli y Lobo quisieran concertar una reunión con la delegación de la gira. Podía decirse que era la primera cosa en la que habían estado de acuerdo desde que todo ese asunto de opereta se había puesto en marcha.

Debió impedir que asistieran. No le gustaba esa reunión…, era una tontería. Reagan había prohibido una negociación al descubierto, pero ¿acaso no demostraban las audiencias de Irangate que el presidente no se oponía al uso de canales privados para negociar con terroristas contra los cuales había tomado una línea dura en público?

«Además, hace mucho aprendí a no dar órdenes que no serán acatadas».

En cambio, los hombres que había comandado en las Spetsnaz eran profesionales, la élite de las Fuerzas Armadas de la Unión Soviética, formados en el espíritu de equipo y hábiles como un cirujano. Un gran contraste con aquella mezcla de aficionados amargados y asesinos novatos.

Si al menos tuviera a alguien que hubiese sido entrenado en casa, o en uno de los campamentos ubicados en los países que tienen una buena relación con los soviéticos, como Corea, Iraq o Perú… Alguien que no fuese Gimli: tenía la impresión de que pasarían los años hasta que un explosivo plástico le abriera la mente al enano lo suficiente para aceptar las ideas de cualquier otra persona, en particular las de los nats.

Deseó haber ido a la reunión. Pero su lugar estaba ahí, vigilando al prisionero. Sin Hartmann no tenían nada… excepto un mundo entero de problemas.

«¿La KGB tendrá tantos problemas con sus marionetas?» Supuso que así era. Ellos habían inflado a unos cuantos de los grandes con el paso de los años —la mención de México todavía podía provocar a los veteranos una mueca de dolor— y el GRU conservaba pruebas de numerosos errores que la gran K pensaba que ellos habían encubierto.

Pero los publicistas del Komitet habían hecho bien su trabajo, a ambos lados de la Cortina de Hierro. Mólniya no podía sacudirse la imagen de la KGB como el Titiritero omnisciente, con sus hilos envolviendo al mundo como una telaraña.

Intentó verse a sí mismo como una araña maestra. Lo cual le hizo sonreír.

«No. No soy una araña. Soy tan sólo un hombre pequeño y asustado a quien alguien alguna vez llamó un héroe».

Pensó en Ludmilya, su hija. Se estremeció.

«Hay hilos alrededor de mí, eso es cierto. Pero yo no soy el que tira de ellos».

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«Lo quiero».

Hartmann examinó el escuálido cuartucho. Ulrich caminaba de un lado a otro, molesto porque le hubiera dejado atrás. No dejaba las manos quietas ni un instante. Los otros dos jokers estaban sentados en silencio. El ruso estaba en la silla fumando mientras observaba la pared.

Se esmeró en no mirar al chico con la maltratada chaqueta de cuero.

Mackie Messer tarareó la vieja canción sobre el tiburón y sus dientes y sobre el hombre con su navaja de bolsillo y los guantes elegantes. Hartmann recordó una versión similar de cuando era adolescente, cantada por Bobby Darin u otro baladista juvenil por el estilo. También recordó una versión distinta, una que había escuchado por primera vez en una oscura habitación nublada por el humo de la droga en el antiguo campus de Yale, cuando regresó a su alma máter para dar una conferencia en contra de la guerra, en el 68. Aquella segunda versión era oscura y siniestra, una traducción más directa del original. Escuchó cómo la cantaba un barítono cargado de whisky que, como el mismísimo y viejo Bertolt Brecht, se deleitaba en interpretar el papel de Baal: Thomas Marión Douglas, el desafortunado cantante principal de Destiny. Se estremeció al recordar la manera en que las palabras recorrieron su espalda en esa noche distante.

«Lo quiero».

¡No! Le gritó al Titiritero. «Está loco. Es peligroso».

«Podría ser útil, una vez que salgamos de aquí».

El cuerpo de Hartmann se contrajo en un rictus de terror. «¡No! ¡No hagas nada! Los terroristas están negociando justo en este momento. Saldremos de ésta».

Sintió el desdén del Titiritero. Su álter ego rara vez se había mostrado tan discreto, tan distinto. Necios. «¿Desde cuándo Hiram Worchester se involucra tanto en algo? Todo esto acabará en fracaso».

«Entonces nos limitaremos a esperar. Tarde o temprano esto se va a solucionar». Sintió que unas enredaderas viscosas de sudor se le enroscaban en el cuerpo, bajo la camisa y el chaleco salpicados de sangre.

«¿Cuánto crees que deberemos esperar antes de que nuestros jokers y sus amigos terroristas se hagan estallar mutuamente? Las marionetas son nuestra única salida».

«No es tan sencillo convencerles de que me dejen ir. No soy el doctor Tachyon, ni tengo su capacidad para dominar las mentes ajenas».

Sintió una vibración petulante en su interior.

No te olvides de 1976, le dijo al Titiritero. «También creíste que podías manejar aquello».

El Titiritero se rió de él hasta que Hartmann cerró los ojos para concentrarse y lo obligó a permanecer en silencio.

«¡Se ha convertido en un demonio! ¿Habrá terminado por poseerme?, se preguntó. ¿Soy otra de las marionetas del Titiritero?»

«No. Yo soy el amo. El Titiritero es sólo una fantasía, una representación imaginaria de mi poder. Un juego que juego conmigo mismo».

No terminaba de decirse eso cuando se oyó una risa triunfal, que provenía de los intrincados corredores de su alma.

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—Está lloviendo de nuevo —dijo Xavier Desmond.

Tach hizo una mueca y se abstuvo de elogiar la sólida comprensión que el joker tenía de lo obvio. Des era su amigo, después de todo.

Se refugió en el paraguas que compartía con Desmond y se dijo que el chubasco cesaría pronto. Los berlineses que paseaban por los senderos del parque Tiergarten no se apresuraban a dirigirse a las aceras del cercano Bundes Allee, y si alguien podía conocer el clima de esa ciudad, eran ellos. Ancianos con sombreros de fieltro, mujeres jóvenes con cochecitos, jóvenes intensos en suéteres de lana oscuros, un vendedor de salchichas con mejillas como duraznos maduros; la multitud habitual de alemanes que aprovechaban cualquier cosa que pareciera un buen clima después del largo invierno prusiano.

Echó un vistazo a Hiram. El enorme y rollizo restaurador estaba deslumbrante con su traje a rayas de tres piezas, el sombrero inclinado con gallardía y su barba negra rizada. Sostenía un paraguas en una mano, una reluciente mochila negra en la otra, y Sara Morgenstern se hallaba de pie junto a él, aunque apenas había contacto entre ellos.

La lluvia goteaba del ala del sombrero de plumas de Tach, ya que sobresalía del área cubierta por el paraguas barato de plástico. Del otro lado, un riachuelo corría por la trompa de Des. Tach suspiró.

«¿Cómo me dejé involucrar en esto?», se preguntó por cuarta o quinta vez; en vano: cuando Hiram llamó para decir que un industrial de Alemania Occidental que deseaba permanecer en el anonimato había ofrecido prestarles el dinero del rescate, supo que estaba involucrado.

Aunque Sara se hallaba de pie con un aspecto muy rígido, él percibió que temblaba, casi de manera subliminal. Su rostro tenía el mismo color que la gabardina y contrastaba con la palidez de la piel. «Ojalá la pobre no hubiera insistido en venir», pensó. Pero ella era la periodista principal de ese viaje; habrían tenido que encerrarla bajo llave para evitar que cubriera la reunión con los secuestradores de Hartmann. Además estaba su interés personal.

Hiram se aclaró la garganta.

—Aquí vienen. —Su voz tenía un tono más alto de lo normal.

Tachyon miró hacia la derecha, sin volver la cabeza. No se había equivocado; no había suficientes jokers en Alemania Occidental como para que dos de ellos aparecieran por casualidad justo en ese momento… Y no existía duda alguna sobre la identidad del pequeño hombre barbudo que caminaba con un vaivén digno de Toulouse-Lautrec, escoltado por un ser que parecía un oso hormiguero color beige andando sobre las patas traseras… y por alguien más.

—Tom —dijo Hiram, su voz enloqueció de súbito.

—Gimli —replicó el enano. Lo dijo sin vehemencia. Sus ojos brillaron al ver la mochila que colgaba de la mano de Hiram—. Lo habéis traído.

—Por supuesto…, Gimli. —Le entregó el paraguas a Sara y entreabrió la bolsa. Gimli se puso de puntillas y echó un vistazo al interior. Apretó los labios, con un silbido silencioso—. Dos millones de dólares estadounidenses. Y dos más en cuanto nos entreguéis al senador Hartmann.

La sonrisa del enano mostró una serie de dientes irregulares.

—Dimos esa cifra únicamente para empezar la negociación.

Hiram se sonrojó.

—Fue lo que acordamos cuando hablamos por teléfono…

—Acordamos considerar su oferta una vez que demostraran su buena fe —dijo uno de los dos nats que acompañaban a Gimli y a su compañero. Era un hombre alto al que la gabardina le hacía más voluminoso. La lluvia intermitente le había pegado el cabello rubio oscuro a la cabeza, desde lo alto de la frente, la cual ya anunciaba una inminente calvicie—. Soy el camarada Lobo. Permítanme recordarles que está el asunto de la libertad de nuestro camarada, al-Muezzin.

—¿Qué es exactamente lo que hace que unos socialistas alemanes arriesguen sus vidas y su libertad por un terrorista musulmán fundamentalista? —preguntó Tachyon.

—Todos somos camaradas en la lucha contra el imperialismo occidental. ¿Qué es lo que lleva a un taquisiano a arriesgar su salud en nuestro horrible clima por un senador de un país que una vez lo sacó de sus costas como si fuera un perro rabioso?

Tach echó la cabeza para atrás, sorprendido. Entonces sonrió.

Touché. —Él y Lobo compartieron una mirada de perfecto entendimiento.

—Pero nosotros sólo podemos darles dinero —dijo Hiram—. No podemos hacer arreglos para que liberen al señor Hassani, ya os lo dijimos.

—Entonces no se cierra el trato —dijo la compañera nat de Lobo, una pelirroja que Tach podría haber encontrado atractiva de no ser por un labio inferior que sobresalía de manera hosca y el tono de piel azulado—. ¿De qué nos sirve vuestro dinero hecho de papel higiénico? Sólo lo pedimos para haceros sudar, cerdos.

—Oye, espera un segundo —dijo Gimli—. Ese dinero puede comprar muchas cosas para los jokers.

—¿Tan obsesionado estás con comprar tu entrada al fascismo consumista? —Se burló la pelirroja.

Gimli se puso morado.

—El dinero está aquí. Hassani está en Rikers, y eso está muy lejos.

Lobo fruncía el ceño en dirección a Gimli, de manera especulativa. En algún lugar se oyó el escape de un coche.

La mujer escupió como un gato y saltó hacia atrás, con el rostro pálido y una mirada que anunciaba violencia.

Tach detectó que había más movimiento por el rabillo del ojo: el rechoncho vendedor de salchichas abrió la cubierta del carrito y su mano empuñó una miniametralladora negra Heckler & Koch.

Siempre desconfiado, Gimli siguió su mirada.

—¡Es una trampa! —Veloz, se abrió el abrigo, debajo del cual sujetaba un pequeño rifle de asalto Krinkov.

Tachyon le arrancó el arma de la mano con una patada de su elegante bota. La mujer nat sacó un AK del interior de su abrigo y escupió una ráfaga con una sola mano. El sonido estuvo a punto de hacer estallar los tímpanos de Tachyon.

El doctor se arrojó sobre Sara, que había empezado a gritar, y la tiró sobre el césped húmedo y fragante mientras la terrorista movía el arma de izquierda a derecha, con una expresión parecida al éxtasis en el rostro.

El movimiento se generalizó en un instante: viejos con sombreros de fieltro, mujeres jóvenes que empujaban cochecitos y jóvenes enfundados en suéteres de lana oscuros sacaban rápidamente sus ametralladoras y se acercaban corriendo hacia el grupo.

—Esperad —gritó Hiram—, ¡deteneos! Todo es un malentendido.

Los otros terroristas habían sacado sus armas y disparaban en todas direcciones, mientras los espectadores gritaban y se dispersaban. Uno de los hombres que sostenía una metralleta resbaló sobre el césped, sin dejar de disparar; otro hombre en traje de negocios que llevaba una MPJK tropezó con un carrito, pues la mujer que lo empujaba se había quedado congelada mientras sujetaba el manubrio, y cayó sobre ella.

Sara yacía debajo de Tachyon, rígida como una estatua. El trasero apretado contra su entrepierna era más firme de lo que él había imaginado. «Esta es la única manera en que voy a lograr estar sobre ella», pensó con tristeza. Casi sintió un dolor físico al darse cuenta de que era el contacto con él y no el miedo a las balas que crepitaban sobre ellos lo que la había puesto así.

«Gregg, eres un hombre afortunado. Si es que sobrevives a este embrollo».

Mientras se lanzaba en busca de su rifle, Gimli chocó con un nat de gran tamaño que lo levantó por una pierna con una fuerza desproporcionada y lo arrojó hacia los rostros de tres de sus camaradas, con suma facilidad.

Por su parte, Des parecía hacerle el amor al césped. «Un tipo inteligente», pensó el alienígena. Tenía la cabeza llena de pólvora quemada y los aromas verdes y ocres del césped húmedo. Entretanto, Hiram, visiblemente aturdido, deambulaba en medio de una tormenta de balas horizontal, mientras agitaba los brazos y decía:

—Esperad, esperad… Oh, esto no tenía que ocurrir.

Los terroristas huyeron. Gimli se agachó entre las piernas de un nat que bajó los brazos para intentar agarrarlo, se levantó, le golpeó en los testículos y siguió a sus colegas.

Tach oyó un grito de dolor. El joker con hocico cayó al suelo: unas negras hebras viscosas de sangre le surgían del vientre. Gimli lo atrapó sin dejar de correr y se lo echó al hombro como si fuera un tapete enrollado.

Media decena de colegialas católicas se desperdigaron como codornices azules, con las coletas al vuelo, en el instante en que los fugitivos pasaron como una estampida entre ellas. Tachyon vio que un hombre se acomodaba sobre una rodilla y levantaba su ametralladora para lanzar una ráfaga contra los terroristas.

Lo alcanzó con la mente y el hombre cayó, dormido.

Una camioneta aparcada en la calle contigua tosió al arrancar y rugió en el mismo instante en que el enano luchaba por sujetar las manijas de las puertas abiertas con sus brazos regordetes.

Hiram se sentó en el césped húmedo, llorando, con la mochila negra con los fajos de dinero junto a él.

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—La policía política —dijo Neumann, como si intentara sacarse una brizna de comida descompuesta de la boca—. No los llaman «Popó» por nada.

—Herr Neumann… —Un hombre disfrazado con una bata de mecánico intentó pedir disculpas en un tono suplicante.

—Cállese. Doctor Tachyon, le pido disculpas a nivel personal. —Neumann había llegado cinco minutos después de que escaparan los terroristas, justo a tiempo para evitar que el alienígena fuera arrestado por maltratar a gritos a los policías entrometidos.

Tachyon notó a Sara detrás de él, hacia un lado, como una sombra blanca sobre la nieve. Acababa de terminar la narración de una reseña de lo que había sucedido en el micrófono activado por voz que llevaba sujeto a la solapa del abrigo. Parecía tranquila.

Hizo un gesto hacia las ambulancias, hacinadas más allá del cordón policial, como ballenas con luces azules giratorias.

—¿A cuántas personas dispararon sus enfermos mentales?

—Tres espectadores y un policía fueron heridos de bala. Otro oficial requiere ser hospitalizado, pero él, ehm, no recibió disparos.

—¿En qué estaban pensando? —La ira de Tachyon se desbordaba sobre los oficiales vestidos de civiles que habían tropezado unos con otros, y no tenía pinta de agotarse—. Díganme, ¿qué pretendían con todo esto?

—No fue mi gente —dijo Neumann—. Era la rama política de la policía de tierra de Berlín. La Bundeskriminalamt no ha tenido nada que ver en esto.

—Era una trampa —dijo Xavier Desmond, que se acariciaba la trompa con dedos pesados—. Ese filántropo millonario que nos prestó el dinero del rescate…

—Era un agente de la policía política.

—Herr Neumann. —Un agente de la Popó, con manchas de césped en las rodillas de unos pantalones muy arrugados, apuntaba un dedo acusador en dirección a Tachyon—. Él permitió que los terroristas escaparan. Pauli tenía un disparo limpio hacia ellos, y él… lo derribó con una especie de poder mental.

—El oficial estaba apuntando hacia una multitud de personas entre las cuales estaban huyendo los terroristas —dijo Tach con sequedad—. No había manera de disparar sin herir a espectadores inocentes… O quizá es que estoy confundido y no he comprendido quiénes son los terroristas.

El hombre vestido de civil se sonrojó.

—¡Usted obstaculizó a uno de mis oficiales! Pudimos haberles detenido…

Neumann extendió la mano y pellizcó la mejilla del hombre.

—Váyase a otra parte —dijo con voz suave—. En serio.

El hombre tragó saliva y se alejó, enviando miradas hostiles sobre su hombro en dirección a Tachyon. El doctor sonrió y le hizo una señal obscena.

—Ay, Gregg, Dios mío, ¿qué hemos hecho? —Sollozaba Hiram—. Nunca lo recuperaremos.

Tachyon le tiró del codo, más con la intención de animarlo a levantarse que de alzarlo. Olvidó el poder de gravedad de Hiram; el hombre gordo se puso en pie al momento.

—¿A qué te refieres, Hiram, amigo?

—¿Es que no te das cuenta? Ahora le matarán.

Sara ahogó un gemido. Cuando Tach la miró, ella desvió rápidamente la mirada, como si no quisiera mostrarle sus ojos.

—No será así, amigo mío —dijo Neumann—. Así no es como se juega este juego.

Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y miró a lo lejos, a través del parque nublado, hacia la línea de árboles que cubrían las vallas exteriores del zoológico.

—Pero ahora subirá el precio.

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—¡Cabrones! —Gimli se dio la vuelta, dejando caer gotas de lluvia desde los bajos de la gabardina, y golpeó a puñetazos las paredes manchadas—. Esos hijos de puta. ¡Nos tendieron una trampa!

Sudario y Rasguños, dos de los jokers que formaban parte del grupo terrorista, estaban agachados sobre el colchón delgado y sucio en el que el joker al que llamaban el Oso Hormiguero yacía entre gemidos. Todos los demás iban y venían por la habitación llena de pesada humedad.

Hartmann, aún en la silla y con la cabeza inclinada dentro del cuello de la camisa, deformada por el sudor, concordaba plenamente con la evaluación de Gimli. «¿Es que esos tontos intentan que me maten?»

Un pensamiento le golpeó como el arpón de un ballenero; «¡Tachyon! ¿Será que ese demonio extraterrestre sabe quién soy en realidad? ¿Es ésta una retorcida conspiración taquisiana para librarse de mí sin armar un escándalo?»

El Titiritero se burló de él. «No atribuyas a la malicia lo que puede ser adecuadamente explicado por la estupidez». Hartmann reconoció la cita, Lady Black le había dicho aquello a Carnifex durante uno de sus arrebatos de ira.

Mackie Messer se puso en pie meneando la cabeza.

—Esto no está bien —dijo—. Tenemos al senador. ¿Es que no lo saben?

Entonces tuvo un ataque de furia y se movió por la habitación como un lobo acorralado, gruñendo y cortando el aire con las manos. La gente se empujaba para quitarse de su camino.

—¿Qué les pasa? —gritó Mackie—. ¿Con quién creen que se están metiendo? Os voy a decir algo. Tal vez debamos enviarles algunas piezas del senador aquí presente, para mostrarles cómo están las cosas.

Entonces hizo vibrar sus manos a centímetros de distancia de la punta de la nariz del prisionero.

Hartmann echó la cabeza hacia atrás de un tirón. «¡Cielo santo, casi me alcanza!» Había hablado en serio… El Titiritero percibió su intención y la sintió flaquear un segundo antes.

—Cálmate, Detlev —le dijo Anneke con dulzura. Desde que el grupo regresó había estado revoloteando de un lado a otro y riéndose por cualquier cosa, exaltada por el tiroteo en el parque. En las mejillas, unas manchas rojas brillaban como si fueran maquillaje teatral—. Los capitalistas no estarán dispuestos a cumplir con lo que exigimos si la mercancía está dañada.

Mackie palideció: el Titiritero sintió su ira, explotando dentro de él como una bomba.

—¡Mackie! ¡Me llamo Mackie Messer, maldita zorra! ¡Mackie el Navaja, como la canción!

«Detlev» significaba «maricón», recordó Hartmann. Y contuvo el aliento.

Anneke le dedicó una sonrisa al joven as. Por el rabillo del ojo, Gregg vio que Wilfried palidecía, y Ulrich tomó una AK con una despreocupación calculada que él nunca hubiera pensado que el terrorista rubio pudiera llegar a mostrar.

Lobo puso el brazo alrededor de los hombros de Mackie.

—Ya, Mackie, ya. Anneke no quería insultarte. —La sonrisa de ella le hizo quedar como un mentiroso. Sin embargo, Mackie se apoyó contra el hombre grande y permitió que éste lo calmara. Mólniya se aclaró la garganta y Ulrich bajó el rifle.

Hartmann volvió a respirar. La explosión no se iba a producir. Aún no.

—Es un buen chico. —Lobo le dio a Mackie otro abrazo y lo soltó—. Es el hijo de un desertor norteamericano y una puta de Hamburgo…, otra víctima de su aventura imperialista en el sudeste de Asia, senador.

—Mi padre era un general —gritó Mackie en inglés.

—Sí, Mackie; lo que tú digas. El chico creció recorriendo los muelles y los callejones, entrando y saliendo de todo tipo de instituciones. Por último llegó a Berlín, como otro despojo indefenso arrojado por el consumismo frenético. Vio los carteles, asistió a grupos de estudio en la Universidad Libre (es casi analfabeto, el pobre chico) y ahí es donde lo recluté.

—Y ha sido taaan útil —dijo Anneke, poniendo los ojos en blanco en dirección a Ulrich, quien sonrió. Mackie les dirigió una mirada y la desvió con rapidez.

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«Tú ganas», dijo el Titiritero.

«¿Qué?»

«Tienes razón. Mi control no es perfecto. Y este chico es demasiado impredecible, demasiado… terrible».

Hartmann casi rió en voz alta. De todas las cosas que esperaba del poder que habitaba en su interior, la humildad no era una de ellas.

«Qué desperdicio; habría sido un títere perfecto. Su emoción, toda esa furia resulta adorable…, es como una droga. Pero una droga mortal».

«Así que te has rendido». Suspiró, aliviado.

«No. El chico tiene que morir».

«No pasa nada, ya lo tengo todo planeado».

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Sudario se acuclilló sobre el Oso Hormiguero. Parecía una momia solícita, mientras le secaba la frente con una extensión de su propio vendaje, previamente sumergido en el agua de uno de los contenedores de plástico de cinco litros apilados en el dormitorio. Meneó la cabeza y murmuró para sí mismo.

Con los ojos brillantes de malicia, Anneke bailoteó hasta él.

—¿Piensas en todo ese precioso dinero que has perdido, camarada?

—Se ha derramado sangre joker… de nuevo —dijo Sudario con ecuanimidad—. Más vale que no haya sido en balde.

Anneke caminó despacio hasta Ulrich.

—Debiste verlos, cariño. Listos para entregar al senador Schweinfleisch[7] por un maletín repleto de dólares. —Apretó los labios—. Creo que estaban tan emocionados que se olvidaron por completo del luchador de primera que juramos liberar. ¡Nos habrían vendido a todos!

—¡Cállate, perra! —gritó Gimli. Hubo una explosión de saliva desde el centro de su barba cuando se lanzó tras la pelirroja. Rasgando la madera con sus patas de quitina, Rasguños se interpuso entre ellos, lanzando sus brazos córneos en torno a su líder cuando aparecieron las pistolas.

Un fuerte pop los detuvo como si fueran una imagen congelada. Mólniya alzó una mano desnuda frente a la cara, con los dedos extendidos, como si fuera a sujetar una pelota. Un efímero destello azul dibujó los nervios de su mano y desapareció.

—Si peleamos entre nosotros —dijo con calma—, nos estamos entregando a nuestros enemigos.

Sólo el Titiritero sabía que su calma era una farsa.

Con deliberación, Mólniya se puso de nuevo el guante.

—Nos han traicionado. ¿Qué más podemos esperar del sistema capitalista al que nos oponemos? —Sonrió—. Vamos a fortalecer nuestra determinación. Si nos mantenemos unidos, podemos hacerles pagar por su traición.

Los antagonistas potenciales se alejaron unos de otros.

Hartmann tenía miedo.

El Titiritero estaba exultante.

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El final del día se extendió sobre la llanura de Brandeburgo, al oeste de la ciudad, como una capa de agua contaminada. Desde la siguiente cuadra, una música metálica de Oriente Próximo brotaba, en tonos agudos, de una radio. Dentro del cuartito el clima era tropical: por el calor que salía a oleadas del radiador que el hábil camarada Wilfried había logrado hacer funcionar a pesar del estado de abandono de la construcción, al igual que había hecho con la electricidad; y por la humedad de los cuerpos confinados bajo estrés.

Ulrich dejó caer las cortinas baratas y se alejó de la ventana.

—Dios, este lugar apesta —dijo, haciendo ejercicios de estiramiento—. ¿Qué hacen esos putos turcos? ¿Orinar en las esquinas?

Acostado sobre el colchón fétido junto a la pared, el Oso Hormiguero se hizo un ovillo aún más pequeño en torno a su barriga lastimada y gimió.

Gimli se le acercó y le palpó la cabeza. Su pequeña y fea cara se contrajo por la preocupación.

—Está muy mal —dijo el enano.

—Tal vez debamos llevarlo a un hospital —dijo Rasguños.

Ulrich adelantó su cuadrado mentón y sacudió la cabeza.

—De ninguna manera. Ya lo hemos hablado.

Rasguños se arrodilló junto a su jefe, tomó la mano del Oso hormiguero y le tocó la frente baja y peluda.

—Tiene algo de fiebre.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Wilfried, con el rostro ancho preocupado—. Tal vez su temperatura suela ser más alta que la de una persona, como un perro o algo así.

Gimli cruzó la habitación muy rápido, como si se hubiera teletransportado. Hizo perder pie a Wilfried con una patada transversal y se sentó a horcajadas sobre su pecho, golpeándolo. Sudario y Rasguños lo bajaron a rastras. Wilfried sostenía las manos frente a la cara.

—Eh, eh, ¿qué he hecho? —Estaba a punto de llorar.

—¡Estúpido cabrón! —aulló Gimli, moviendo los brazos como un molino de viento—. ¡No eres mejor que el resto de los malditos nats! ¡Ninguno de vosotros lo es!

—Camaradas, por favor —empezó Mólniya.

Pero Gimli no escuchaba. Su rostro era del color de la carne cruda. Envió a sus compañeros a volar con un tirón de hombros y se acercó al Oso hormiguero.

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El Titiritero odió que Gimli se fuera así, libre de toda culpa. Tendría que matar a ese maldito pedazo de mierda algún día.

Pero el instinto de supervivencia superó incluso al afán de venganza. La prioridad del Titiritero era reducir las probabilidades en su contra. Y ésa era la manera más rápida.

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Las lágrimas surcaban las mejillas abultadas de Gimli.

—Ya es suficiente. —Sollozó—. Vamos a buscarle atención médica y vamos a hacerlo ahora. —Se agachó y pasó un flácido brazo peludo sobre su cuello. Sudario miró a sus colegas sobre la envoltura de vendas, con una expresión de alerta en los ojos, y siguió al enano.

El camarada Lobo bloqueó la puerta.

—Nadie va a salir de aquí.

—¿De qué demonios estás hablando, hombrecito? —dijo Ulrich en tono beligerante—. No está tan malherido.

—¿Quién dice que no, eh? —dijo Sudario. Por primera vez, Hartmann se dio cuenta de que tenía acento canadiense.

La cara de Gimli se retorció como un trapo.

—No digas estupideces. Está sufriendo: se está muriendo. Maldita sea, dejad que nos vayamos.

Ulrich y Anneke se movieron furtivamente para tomar sus armas.

—Como vosotros decís, amis: unidos venceremos —entonó Lobo—, divididos caeremos.

Un doble chasquido les hizo girar la cabeza. Rasguños estaba de pie junto a la pared más lejana. El rifle de asalto que acababa de amartillar apuntaba a la cintura del terrorista rubio.

—Entonces tal vez caigamos, camaradas —dijo—. Porque si Gimli dice que nos vamos, nos vamos.

Lobo quedó boquiabierto, como un anciano que hubiese olvidado su dentadura postiza. Echó un vistazo a Ulrich y a Anneke. Tenían rodeados a los jokers. Si todos se movían al mismo tiempo…

Aferrándose a una de las muñecas del Oso Hormiguero, Sudario levantó una AK con su mano libre.

—Tranquilo, nat.

Mackie hizo que sus manos zumbaran. Sólo el contacto de la mano de Mólniya sobre su brazo le impidió cortar un poco de carne joker. «¡Monstruos! Sabía que no podíamos confiar en ellos».

—Y ¿qué pasará con todo por lo que hemos trabajado? —preguntó el soviético.

Gimli apretó la mano del Oso Hormiguero.

Esto es por lo que trabajamos. Él es un joker y necesita ayuda.

La cara del camarada Lobo se volvió color berenjena. Las venas de las sienes le sobresalían como dedos rotos.

—¿Adónde creéis que vais? —Sus palabras salieron entre rechinidos de dientes.

Gimli rió.

—Cruzaremos el Muro. Iremos con los amigos que nos esperan.

—Entonces iros. Abandonadnos. Abandonad las cosas grandiosas que iban a hacer por sus compañeros monstruos. Nosotros aún tenemos al senador; vamos a ganar. Y, si alguna vez les atrapamos…

Rasguños rió.

—Después de que esto se vaya al mismo infierno, jamás volveréis a tener un instante de tranquilidad. Los cerdos se lanzarán sobre vosotros, os lo garantizo. Sois tan incompetentes que es inevitable.

Los ojos de Ulrich se movían beligerantes, a pesar del rifle que le apuntaba a la cintura.

—No —dijo Mólniya—. Dejad que se vayan. Si peleamos, todo estará perdido.

—Largo —dijo Lobo.

—Sí —dijo Gimli. El y Sudario arrastraron con cuidado al Oso Hormiguero hacia afuera, en dirección al pasillo sin luz del edificio abandonado. Rasguños los cubrió hasta que se perdieron de vista, y entonces salió veloz de la habitación. Hizo una pausa, les sonrió tanto como se lo permitió la quitina que le deformaba los rasgos y cerró la puerta.

Ulrich lanzó su Kalashnikov contra la puerta. Por suerte, no se disparó.

—¡Cabrones!

Anneke se encogió de hombros. Estaba claro que el psicodrama le aburría.

—Norteamericanos —dijo.

Mackie se deslizó hasta Mólniya. Todo parecía ir mal pero Mólniya lo arreglaría. Él sabía que lo haría.

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El as ruso era pan comido.

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Ulrich se dio la vuelta, empuñando sus enormes manos.

—Y ahora ¿qué sucederá?

Lobo se sentó en un banco con las manos sobre las rodillas. Había envejecido visiblemente a medida que la emoción de la gran aventura disminuía. Quizá la proeza con la que había esperado coronar su vida empezaba a resultarle amarga.

—¿Qué quieres decir, Ulrich? —preguntó el abogado, exhausto.

Ulrich le dirigió una mirada de indignación.

—Bueno, quiero decir que es la hora límite. Son las diez en punto. Y según la radio, todavía no han cumplido con nuestras demandas.

Recogió una AK y metió una bala en la cámara.

—¿Por qué no matamos al hijo de puta ahora mismo?

Anneke rió como una campanilla.

—Tu sofisticación política nunca deja de sorprenderme, mi amor.

Lobo se levantó la manga del abrigo y miró el reloj.

—Lo que sucederá ahora es que tú, Anneke, y tú, Wilfried, iréis y transmitiréis el mensaje que hemos acordado llamando al centro de control de crisis que las autoridades establecieron de manera tan conveniente. Ya hemos demostrado que podemos jugar a esperar; es hora de hacer que las cosas se muevan un poco.

Sin embargo, el camarada Mólniya se limitó a contestar:

—No.

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El miedo se estaba concentrando. Poco a poco se condensó en una especie de tumor negro y amorfo en el centro de su cerebro. Con el paso de cada minuto, parecía que el corazón de Mólniya ganaba un latido. Parecía que sus costillas vibraran a la velocidad de su pulso. Tenía la garganta reseca y en carne viva, y el interior de las mejillas le quemaba como si fuesen las paredes de un crematorio. La boca le sabía a cadáveres. Tenía que salir de ahí. Todo dependía de ello.

Todo.

«¡No!», gritó una parte de él. «Tienes que quedarte. Ése era el plan».

En su mente vio a su hija Ludmilya, sentada en un edificio convertido en escombros, con los ojos derretidos cayéndole sobre las mejillas, cubiertas de ampollas. «Esto es lo que podría ocurrir, Valentín Mikhailovich, si algo sale mal», le dijo una voz muy profunda. «¿Te atreves a confiarle semejante tarea a estos adolescentes?»

—No —dijo. Su paladar reseco apenas pudo producir la palabra—. Yo me voy.

Lobo frunció el ceño. Entonces los extremos de su ancha boca se dibujaron hacia arriba y formaron una sonrisa. Eso le permitiría recuperar el control de la situación. «Bien. Déjale pensar que así será. ¡Tengo que salir de aquí!»

Mackie bloqueó la puerta; las lágrimas le inundaban los párpados inferiores. Mólniya sintió que el temor crecía en su interior y estuvo a punto de arrancarse un guante para quitar al chico de su camino con una descarga. Pero sabía que el joven as nunca le haría daño, y sabía por qué.

Murmuró una disculpa y pasó junto a él, con un empujón de hombros. Oyó un sollozo a medida que la puerta se cerraba a sus espaldas, y después tan sólo sus propios pasos avanzando por el pasillo oscuro.

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«Una de mis mejores actuaciones», se felicitó a sí mismo el Titiritero.

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Mackie golpeó la puerta con las palmas abiertas. Mólniya le había abandonado. Le dolía y no podía hacer nada al respecto. De nada serviría hacer que sus manos vibraran y cortaran la placa de acero.

Lobo seguía ahí. Lobo le protegería… Sin embargo, hasta ahora no lo había hecho. No de verdad. Lobo había dejado que los demás se rieran de él… De él, de Mackie el as, de Mackie el Navaja. Había sido Mólniya quien le había protegido durante las últimas semanas. Mólniya le había cuidado.

Pero Mólniya se había ido, él, el único de todos ellos que no debía irse. Se dio la vuelta, llorando, y se deslizó lentamente desde la puerta hasta el suelo.

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El regocijo inflamó al Titiritero. Todo funcionaba justo como lo había planeado. Los títeres bailaban a su voluntad sin sospechar nada. Y ahí estaba él, sentado a un paso de distancia, bebiéndose esas pasiones como si fuera brandy. El peligro no era más que intensidad añadida; él era el Titiritero y conservaba el control.

Y, finalmente, llegó el momento de ponerle fin a Mackie Messer y salir de ahí.

Anneke se puso de pie, avanzó y se detuvo justo encima de Mackie, para burlarse de él:

—Eres un bebé llorón. ¿Y tú te haces llamar revolucionario? —Él se enderezó, gimiendo como un cachorrito perdido.

El Titiritero buscó un hilo y tiró de él.

Y el camarada Ulrich se unió:

—¿Por qué no te fuiste con los jokers, rarito?

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—Kreuzberg —dijo Neumann.

Desplomado en una silla, Tachyon apenas pudo reunir la energía necesaria para levantar la cabeza y decir:

—¿Disculpe? —Las diez de la noche ya eran historia. Al igual que el senador Gregg Hartmann, temía.

Neumann sonrió.

—Los tenemos. Nos ha llevado un buen rato, pero hemos localizado la camioneta. Están en Kreuzberg, el barrio turco que hay junto al Muro.

Sara se quedó sin aliento y desvió la mirada con rapidez.

—Un equipo antiterrorista del GSG-9 está a la espera —dijo Neumann.

—¿Saben lo que se hacen? —preguntó Tach, que no había olvidado el fiasco de la tarde.

—Son los mejores. Son los que liberaron el Lufthansa 737 que la gente de Nur al-Allah secuestró de Mogadiscio en 1977. Hans-Joachim Richter en persona está al mando. —Richter era el jefe de la Guardia Fronteriza, Grupo 9, el GSG-9, formada especialmente para combatir el terrorismo tras la masacre de Munich en el 72. Era un héroe popular en Alemania, tenía la reputación de ser un as, aunque nadie sabía cuáles eran sus poderes.

Tach se puso de pie.

—Vámonos.

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La mano izquierda de Mackie cortó en dos al camarada Ulrich, desde la base del cuello hasta la cadera. Le gustó la sensación de atravesarlo, y el tronido del hueso lo emocionó tanto como la velocidad que consiguió.

El brazo de Ulrich fue lo primero en desprenderse. Ulrich miró a Mackie. Sus labios se abrieron y mostraron sus dientes perfectos; miró hacia abajo, a lo que había sido su perfecto y sexual cuerpo y gritó.

Mackie lo observó, fascinado. El grito hizo que su pulmón expuesto se inflara y se desinflara, como la bolsa de una aspiradora, mostrando su color morado grisáceo, húmedo y cubierto de venas azules y rojas. De inmediato, las tripas se le derramaron por ese costado, se amontonaron sobre su rifle caído y la sangre que surgía de ahí se llevó consigo la fuerza que lo mantenía de pie y se desplomó.

—¡Dios santo! —dijo Wilfried, y vomitó mientras se alejaba de los restos de su compañero. Algo le llamó la atención más allá de Mackie y gritó:

—No…

Anneke apuntó su Kalashnikov a la parte baja de la espalda del as. El miedo hizo que se le agarrotara el dedo.

Mackie se desvaneció. La explosión esparció a Wilfried por toda la pared.

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Mólniya se detuvo junto a un sencillo Volvo y apoyó la espalda sobre él. Tomó grandes bocanadas de la noche berlinesa con sabor a diésel. No era la parte más turística de la ciudad, ni la más segura, pero eso no le preocupaba. Lo que temía era el miedo mismo.

«¿Qué me ha ocurrido? Nunca en la vida me había sentido así».

Había huido del apartamento con la sensación de que lo recubría una luminosa bruma de pánico. Tan pronto como puso un pie en el exterior, ésta se evaporó como el agua. Ahora estaba tratando de controlarse y decidir si debía llevar a cabo su tarea o regresar y enviar a un par de los crueles cachorros de Lobo.

«Papertin tenía razón», se dijo a sí mismo. «Me he ablandado, me…»

Oyó el fuerte tartamudeo que venía del edificio. Su sangre corrió como el freón por sus venas antes de alzar la cabeza y lograr ver los fogonazos que iluminaron las cortinas dos pisos más arriba.

Se acabó.

«Si no me encuentran aquí, entonces quizá, posiblemente, la tercera guerra mundial no tenga lugar esta noche».

Se dio la vuelta y caminó por la calle tan de prisa como pudo.

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Hartmann yacía de costado con las tablas del suelo palpitando contra la magulladura que le habían hecho en el pómulo. Había pateado la silla tan pronto como las cosas empezaron a suceder.

«¿Qué demonios ha salido mal?», se preguntó con desespero. «El cabrón no debía hablar, sólo disparar».

Se estaba repitiendo lo que vivió en el 76. De nuevo, el Titiritero, en su arrogancia, se había extralimitado. Y pudo costarle la vida.

Sus fosas nasales zumbaban con el hedor de lubricante, sangre y mierda recién derramados. Hartmann podía oír a los dos sobrevivientes dar traspiés por la habitación mientras se gritaban el uno al otro. Ulrich agonizaba a unos metros de distancia. Podía sentir cómo la vida se le escapaba, como una ola en retirada.

—¿Dónde está? ¿Adónde ha ido el hijo de puta? —decía Lobo.

—Se fue a través de la pared. —Anneke hiperventilaba, le arrancaba las palabras al aire como si fueran pedazos de tela.

—Vale, búscalo. Oh, Dios santo.

Su terror iba en aumento, a medida que intentaban cubrir las tres paredes interiores con sus armas. Hartmann lo sentía y lo compartía: el as deforme se había vuelto loco.

Entonces oyó que alguien gritaba en el otro extremo de la habitación.

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Mackie se quedó un momento con el brazo hundido hasta el codo en la espalda de Anneke. Dejó de zumbar, a fin de que su mano sobresaliera del esternón de la mujer como una cuchilla. La sangre de Anneke manaba en torno al brazo de Mackie, cubierto por la manga de cuero, justo en el sitio en que éste se clavaba en el torso de la mujer. Él disfrutó profundamente la visión, la manera íntima en que los restos del corazón de Anneke seguían abrazando su brazo. A los necios no se les había ocurrido mirar hacia el dormitorio mientras él se deslizaba de nuevo a través de esa pared, pero tampoco hubiera significado una gran diferencia si lo hubiesen hecho. Tres pasos rápidos y todo terminó para la camarada Anneke, la pequeña pelirroja.

—Púdrete —le dijo, y se rió.

El corazón de la chica se convulsionó una vez más alrededor del brazo de Mackie y se quedó inmóvil. Él liberó la extremidad con un zumbido, haciendo girar su cuerpo al mismo tiempo.

Lobo estaba de pie, presa de un gran temblor. Había levantado el arma mientras Mackie se daba vuelta. Mackie empujó el cadáver de la mujer hacia él. Lobo alcanzó a dispararle pero Mackie rió y volvió a desaparecer.

El revolucionario vació el cargador hasta que el polvo de yeso llenó la habitación. El cadáver de Anneke se desplomó sobre el cuerpo del senador. Y entonces Mackie apareció de nuevo.

Lobo suplicó a gritos en alemán y en inglés. Mackie le quitó la Kalashnikov, lo inmovilizó contra la puerta y, tomándose su tiempo, le aserró la cabeza en dos, justo por la mitad.

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Mientras viajaba en la camioneta blindada por el centro de Berlín, con las luces multicolores bañándola a ella y a los rostros y armas de los hombres de la GSG-9 sentados frente a ella, Sara Morgenstern pensó: «¿Qué me está pasando?»

No estaba segura de si se refería a ese mismo instante o a las semanas previas, cuando empezó la aventura con Gregg.

«Es extraño, es muy extraño. ¿Cómo pude llegar a pensar que le amaba…? No siento nada por él ahora».

Pero eso no era cierto. El vacío que había dejado el amor lo recuperaba una emoción más antigua…, ahora contaminada por el sabor tóxico de la traición.

«Andrea, Andrea, ¿qué he hecho?»

Se mordió el labio. El comando GSG-9 que viajaba del lado opuesto la vio y le sonrió, y los dientes destacaron en su rostro ennegrecido. Lo miró con recelo, aunque no hubo insinuación de sexo alguna en aquella sonrisa, sólo la camaradería de un hombre que estaba a punto de entrar en la batalla con una mezcla de placer y temor y necesitaba mantenerse entretenido. Se obligó a devolverle la sonrisa y se acurrucó contra Tachyon, que estaba sentado junto a ella.

Él la rodeó con un brazo. No era sólo un gesto fraterno. Ni siquiera el peligro inminente lograba quitarle por completo el sexo de la mente. Por extraño que pudiera parecerle, Sara descubrió que no le molestaba la atención. Quizá era la aguda consciencia de cuán incongruentes eran ambos, un par de pequeñas y abigarradas cacatúas viajando entre panteras.

En cuanto a Gregg…, ¿de veras le importaba lo que le sucediera?

«¿O preferiría que nunca saliera con vida de ese bloque de apartamentos?»

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Los gritos habían cesado, al igual que el ruido de la sierra. Hartmann había temido que duraran para siempre. Sintió náuseas por el hedor a cabello y huesos quemados por la fricción.

Se sentía como el personaje de una fábula medieval pintada por Bosch: un glotón a quien se le ofreció el banquete más exquisito, sólo para que se convirtiera en cenizas en su boca. El Titiritero no logró alimentarse con la muerte de los terroristas. Había estado casi tan aterrado como ellos.

El murmullo se acercaba cada vez más: la canción de Mackie el Navaja. El as loco no podía escapar del frenesí asesino, y venía hacia él con su mano terrible, todavía con sesos incrustados. Hartmann se retorció pero no pudo librarse de las ataduras. El cadáver de la mujer era un peso muerto sobre sus piernas. Iba a morir. A menos que…

Un golpe de bilis le subió por la garganta. Se obligó a tragarla, buscó un hilo, y tiró. Tiró con fuerza.

El tarareo se detuvo y el suave golpeteo de los zuecos sobre la madera se detuvo. El senador miró hacia arriba. Mackie se inclinó sobre él con los ojos brillantes.

Quitó a Anneke de encima de las piernas de Hartmann y levantó la silla del senador de un tirón. Era fuerte para su tamaño. O quizá estaba inspirado. Hartmann hizo una mueca de dolor, anticipando el contacto, seguro de que estaba a punto de morir.

Su propia respiración casi lo ensordeció. Pudo sentir la emoción creciendo dentro de Mackie. Se armó de valor y la acarició, jugueteó con ella, la hizo crecer.

Mackie se arrodilló ante la silla. Desabrochó la bragueta del pantalón de Hartmann, deslizó los dedos en el interior, sacó el miembro del senador hasta el aire húmedo y cerró sus labios en torno a él. Lo hizo despacio al principio, después aumentó la velocidad.

Hartmann gimió. No podía permitirse disfrutar de aquello.

«Si no lo haces, esto nunca terminará», se burló el Titiritero.

«¿Qué me estás haciendo?»

«Salvarte. Y conseguirte el mejor títere de todos».

«Pero es impredecible». El placer involuntario fracturaba sus pensamientos en fragmentos caleidoscópicos.

«Ya le tengo. Él quiere ser mi marioneta. Te ama, como esa perra neurasténica de Sara nunca pudo».

«Dios, Dios, ¿todavía soy un hombre?»

«Estás vivo. Y pasarás mediante el contrabando a esta criatura de vuelta a Nueva York. Y el que se interponga en nuestro camino a partir de ahora morirá. Ahora relájate y disfruta».

El Titiritero asumió el control. Mientras Mackie seguía con lo suyo, él disfrutaba las emociones del chico. Calientes, húmedas y saladas, se derramaron en su interior.

La cabeza de Hartmann se echó hacia atrás y gritó involuntariamente. Sintió un placer que no había sentido desde la muerte de Succubus.

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El senador Gregg Hartmann empujó una puerta cuyo cristal se había roto mucho tiempo atrás. Se apoyó en el frío marco de metal y miró hacia una calle que estaba vacía a excepción de los coches destrozados y la maleza que se abría paso entre las grietas del pavimento.

Un haz de luz blanca lo taladró desde la azotea de enfrente, tan implacable como un láser. Levantó la cabeza, parpadeando.

—Dios mío —gritó una voz alemana—, es el senador.

La calle se llenó de vehículos, luces giratorias y ruido en un instante. Hartmann vio al doctor Tachyon despedir reflejos magenta del cabello, a Carnifex en su traje con estampado de tebeo, y detrás de las puertas y de los restos de los vehículos apareció un grupo de hombres enfundados de arriba abajo en ropas negras, trotando con cautela hacia adelante con las metralletas cortas listas para disparar.

Detrás de todos ellos vio a Sara, vestida con un abrigo blanco que era la desafiante antítesis del camuflaje.

—Me… he escapado —dijo, con una voz chirriante—. Se acabó. Ellos… ellos se han matado entre sí.

La luz de los focos de la televisión se derramaron sobre él, calientes y blancas como la leche recién salida de un pecho. Su mirada encontró la de Sara y le sonrió, pero los ojos de ella perforaron los suyos como varillas de hierro.

«¡Ha escapado!», pensó, y el dolor vino a él.

Pero el Titiritero no iba a soportar más dolor, no esa noche. Entró en ella a través de los ojos.

Y ella vino corriendo hacia él, con los brazos abiertos, y su boca era un agujero rojo por el cual se vertían palabras de amor. Hartmann sintió que su marioneta le envolvía el cuello con los brazos y que unas lágrimas manchadas de maquillaje caían a borbotones sobre el cuello de su camisa, y odió esa parte de él que le había salvado la vida.

Y allá abajo, donde nunca había luz, el Titiritero sonrió.

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