En Praga siempre es primavera


por Carrie Vaughn

Abril de 1987

Los delegados se encontraban ya instalados en las habitaciones del hotel, y tanto el edificio como las calles de los alrededores habían sido examinadas por los agentes de seguridad; así pues, Joann Jefferson, agente de SCARE, se permitió regalarse una pausa en el balcón de una de las suites del piso superior, a fin de contemplar la ciudad de Praga, sin otro propósito que darle ese placer a sus ojos. El hotel se situaba en la orilla sur del río Moldava, con una vista del puente del Rey Carlos: esa construcción del renacimiento flanqueada por dos filas de estatuas que se yerguen como peregrinos fantasmales. Más allá, sobre la colina al otro lado del agua color gris acero, se alzaba el conjunto arquitectónico de la fortaleza. El perfil de la ciudad era único, claramente europeo y medieval, pero con toques que parecían provenir de otros mundos. Iglesias con espirales extrañas, domos barrocos, techos con forma de sierras y fachadas románticas de estilo modernista; residuos dorados del optimismo del siglo anterior, apretujadas en barrios de calles estrechas y torcidas. La ciudad comunista mostraba signos de fatiga pero los indicios de lo que fue —una de las grandes capitales culturales de Europa— lograban asomarse en el panorama gris. El sol del atardecer resplandecía sobre los muros y las espirales del castillo que descansaba en la montaña.

Ahí estaba ella, viendo el mundo, un sueño realizado. Después de cinco meses de viaje con la gira de la Organización Mundial de la Salud, la ironía estaba en que Joann iba a necesitar unas verdaderas vacaciones.

De regreso en el pasillo, mientras se dirigía hacia el cuarto que funcionaba como cabina de mando de los agentes de la gira, se encontró a Billy Ray, que acababa de concluir su propia revisión de seguridad. Tenía todo el aspecto de un tipo duro profesional, con su traje blanco de luchador, y la cara rota y descompuesta de modo extraño que le daba una expresión iracunda, pero era un agente concienzudo. Llevaban años trabajando juntos.

—¿Qué tal está todo? —preguntó él.

—Bien. En calma. Creo que todos están agotados.

—¡Qué bien nos vendría eso! ¡Que todos se quedaran en sus habitaciones, por una vez, sin meterse en líos!

Cruzó los brazos y bufó: tratándose de ese grupo, la idea era improbable.

—Esa no es la forma de hacer que salga tu foto en el periódico, ¿no crees? —dijo Joann, y lo hizo reír.

Desde el otro lado del pasillo, Ray le echó un vistazo suspicaz, dejando suficiente espacio entre ellos. Casi toda la gente que Joann conocía hacía lo mismo; tenía la costumbre de guardar bastante distancia entre ella y cualquier otra persona, pero a menudo la miraba así, midiéndola, como si quisiera saber si su propia fuerza, superior, y su capacidad para autosanarse podrían resistir el poder de absorber vida que la distinguía.

Joann se ajustó con mayor firmeza su capa negra y plateada e inclinó la cabeza, cubierta por la capucha. Era consciente de la imagen de peligro y misterio que proyectaba, la cual no siempre apreciaba. La capa le ayudaba a controlar su poder, previniendo que se desatara y absorbiese la energía de todas las cosas y personas de alrededor. Desde su infancia, no había podido tocar a ningún ser vivo más que para hacerle daño.

—Ten los ojos bien abiertos —añadió él—. Hay un par de detectives escondidos en el edificio de enfrente. No son más que espías vulgares, pero podrían ponerse impertinentes.

—Se enterarían más de la gira leyendo los periódicos que montando un operativo de vigilancia.

—Sin duda. Si quieres descansar un poco, yo haré el primer turno.

—Gracias, acepto —respondió ella. Lo miró alejarse hacia el cuarto de mando, agitando la mano en señal de despedida.

Imagen

El personal que formaba el equipo de seguridad y el equipo de coordinación del tour no ocupaba suites de lujo como las de los delegados. En cualquier caso, era un hotel de cinco estrellas, y Joann desbordaba de felicidad por su habitación «sencilla», con su enorme cama y su baño con una tina apoyada en cuatro garras. Consideraba la posibilidad, más bien extravagante, de tomar un baño caliente cuando sonó el teléfono de su habitación.

—Lady Black, le habla la diputada Cramer. ¿Me permite hablar con usted un minuto?

—Sí, diputada, desde luego. ¿Hay algún problema?

Por dentro, protestaba: si surgía algún problema, los delegados debían llamar al cuarto de mando, no a ella. A menos que fuera algo no oficial. Y «no oficial» significaba que sería complicado, por supuesto.

—Preferiría hablar en persona, a ser posible —indicó la delegada.

Aunque las palabras sugerían una petición, en su voz se apreciaba un tono de mando inequívoco. ¡Adiós al baño caliente! Joann echó una mirada de melancolía a la inmensa cama y se despidió de su siesta vespertina.

Carol Cramer, la congresista republicana que representaba al Estado de Missouri, era una de esas mujeres que acceden por casualidad a la política, para llenar el hueco que dejó el fallecimiento de su marido, muerto de un ataque al corazón mientras se encontraba en campaña para ser reelegido. Ganó su escaño tres años antes y logró salir reelegida por cuenta propia. Al parecer estaba dedicada a construir una larga carrera en la vida pública. Siendo la delegada más nueva entre los miembros de la gira, mantenía un perfil bastante discreto. Su objetivo principal, por lo visto, consistía en cumplir con el deber de representar al Partido Republicano en el viaje, al tiempo que evitaba cualquier tipo de escándalo que pudiera afectar en el futuro sus aspiraciones políticas. Esto volvía todavía más insólita su solicitud de una reunión secreta con una agente de seguridad de SCARE. Joann trató de tranquilizarse: ¿en qué problemas podría andar metida una señora amable del sur del Medio Oeste de Estados Unidos como Carol Cramer? Ojalá no fuese nada demasiado grave.

Cramer la esperaba con la puerta entornada, la cual abrió del todo cuando Joann llegó frente a la habitación. Después de declinar la silla que le ofrecía la diputada, se preparó a escuchar con atención. Cramer andaba de un lado a otro. Tenía más de cincuenta años y llevaba puesto un elegante traje azul claro; su cabello corto, color ceniza, estaba rizado y peinado. Esa clase de mujer nunca saldría de su habitación sin verificar que su ropa, su pelo, su maquillaje y el resto de su atuendo fuera perfecto.

—Necesito… necesito pedirle un favor. Es sólo que, de ser posible, quisiera que nadie se enterara. Estoy segura de que no es nada ilegal. Pero… es un asunto delicado. Lady Black, necesito que localice a alguien.

Joann alzó una ceja y esperó más explicaciones.

—Unos amigos míos… En realidad se trata de contribuyentes políticos, y por eso deseo que no se haga público; tienen una hija de veinte años que abandonó sus estudios en el colegio Smith a principios de año y después desapareció. La familia posee recursos considerables y contrató a detectives para buscarla, pero apenas han avanzado. Piensan que está aquí, en Praga, y me han pedido que lo confirme y, de ser posible, que hable con ella.

De su cajón del escritorio, extrajo un sobre arrugado. Lo abrió y sacó de él varias fotografías y un informe mecanografiado. Joann se acercó a ver.

La chica que, según la etiqueta, se llamaba Katrina Duboss era una joker. Donde debiera haber un brazo izquierdo, se amontonaban unos miembros anaranjados con forma de serpientes, como la cabeza de Medusa. Eran prensiles, y se agarraban al brazo de la silla donde se había sentado. Las escamas anaranjadas brillaban y provocaban un efecto tornasolado, ascendían de su rara extremidad por el cuello y llegaban a cubrirle parte de una mejilla, dando la impresión de que llevaba la mitad de una máscara. La foto era una instantánea, tomada en el patio de una fiesta informal. Al fondo, un grupo de chicos en edad universitaria jugaban al frisbee. Vestida con una falda ancha y una corta camiseta sin mangas, Katrina tenía una lata de Coca-Cola en la mano normal, y miraba oblicuamente a la cámara, como si le hubiesen pedido que posara. La joven parecía un poco cohibida, pero no avergonzada. No se escondía de la cámara, ni trataba de ocultar su deformidad. Sus ojos color castaño tenían una expresión vivaz.

—Es una joker —observó Joann, sabiendo que señalaba algo evidente.

Cramer cerró los ojos y suspiró, como si se tratara de una tragedia.

—Sí, sucedió hace apenas un par de años. Contrajo la infección y estuvo enferma durante mucho tiempo. Me temo que las cosas cambiaron en la familia a partir de entonces.

—Ya me imagino —comentó Joann, haciendo una mueca.

En la fotografía, Katrina se mostraba a gusto. Incluso parecía feliz. Se había adaptado a su transformación, al parecer, pero cabía pensar que el resto de la familia no había sabido sobrellevarlo tan bien.

El informe mecanografiado consistía en una lista de lugares donde se le había detectado a lo largo del año. Katrina Duboss había retirado los fondos de una cuenta de ahorros para comprar un pasaje de avión a Londres. Ahí había vuelto a desaparecer, pero con lapsos que llegaban a durar varias semanas se le había visto en diversas ciudades europeas. Por lo visto, hacía la típica peregrinación de mochilera. Para cualquier estudiante universitario, era normal abandonar unos meses los estudios para viajar, pero la chica Duboss llevaba un estilo de vida en que no se dedicaba a ninguna otra cosa.

—Estudiaba Arte en la universidad —le informó Cramer—. Los padres entienden que haya querido viajar a Europa, pero ¿por qué esconderse? Podrían ayudarla. No obstante, hace meses que no se ha comunicado con ellos.

Joann se daba cuenta de que esa historia estaba incompleta, pues había visto la misma situación en docenas de familias. Familias acomodadas, que de pronto se encontraban con que uno de ellos se convertía en un joker, una pieza que no cabía en su mundito pulcro y ordenado, y la primera reacción casi siempre era enterrar el problema: ésa era la definición de «ayuda» para algunas personas. Joann se preguntó si los padres de Katrina le habían propuesto una amputación y cirugía plástica, pensando quizá que medio cuerpo era mejor que todo un cuerpo deforme. Nadie podía culpar a Katrina por huir de semejante opción. Bueno, con la posible excepción de alguien como Cramer.

En realidad, no era correcto asumir prejuicios sobre Cramer, la familia Duboss ni ningún otro tema. Pero tampoco tenía por qué involucrarse en semejante telenovela cuando su trabajo consistía dar protección a los integrantes de la gira.

—Señora, esto no entra en mis atribuciones. Le sugiero hablar con la embajada, ellos tienen personal que puede ayudarla con mucha más efectividad…

—Si recurro a ellos se generará publicidad que la familia considera del todo innecesaria. Quiero evitar eso, y ellos prefieren que no se hagan investigaciones oficiales.

Eso hacía que todo el asunto resultara sospechoso, lo cual a Joann no le gustó en absoluto. Lo de «no oficial» significaba en realidad «cúbreme el trasero». ¿Qué intentaba esconder la familia? Por supuesto, Cramer no deseaba que se le viera manipular las cosas para favorecer a un contribuyente de sus campañas.

—Siendo mayor de dieciocho años, la chica puede hacer lo que quiera —indicó Joann—. No se le puede forzar a volver a su país o a casa.

—Ya lo sé, pero quisiera hablar con ella, si puedo. Debo hacerlo, por Mark y Bárbara.

La gira iba a permanecer dos días en Praga. Las fuerzas locales de seguridad harían parte del trabajo de cuidar y consentir a los delegados. Por esa razón, se suponía que Joann tendría algo de tiempo libre durante esos dos días. En un principio, podría tomarse un par de horas para sacudir algunos árboles y ver si la chica Duboss saltaba de uno de ellos. Lo más probable era que no saltara, y Joann no se sentiría mal si así sucedía.

—Veré qué puedo hacer, pero no puedo prometerle nada.

—Gracias —respondió la diputada, y extendió la mano para estrechársela a Joann. Fue un movimiento reflejo, el instinto de cortesía de una profesional de la política. Joann mantuvo las manos dobladas bajo la capa y apretó los labios como disculpa. No daba nunca la mano, ni siquiera con guantes. No debía acercarse tanto a la gente. Cramer reconoció su error, recogió su mano en actitud incómoda y Joann encontró por sí misma la salida.

Imagen

La mañana siguiente, en lugar de repetir los pasos que otros ya habrían dado, Joann entró en contacto con sus fuentes en la embajada de Estados Unidos. Los funcionarios de Inteligencia asignados a esa sede diplomática no eran tontos: podían rastrear las huellas de los ciudadanos norteamericanos que entraban y salían del país, sobre todo de aquellos que podían despertar una alarma de seguridad. No es que Katrina Duboss suscitara tales señales, pero si Cramer tenía razón podría estar mezclada con gente que sí presentaba esas características. Además, en esa parte del mundo cualquier joker llamaba la atención. No tuvo que dar explicaciones y sus indagaciones fueron extraoficiales, como lo había solicitado la diputada. A pesar de eso, a Joann no le parecía mal que todo se volviera oficial, sólo por ver qué clase de esqueletos si destapaban en el proceso. Su cargo incluía obligaciones de esa especie. Pero antes de llegar tan lejos, prefirió esperar y ver qué sucedía.

En resumidas cuentas, consiguió lo que buscaba: un punto de partida. El empleado de la embajada pudo suministrarle una lista de lugares en que se reunían estudiantes inadaptados y personajes bohemios. En aquella parte del planeta, la palabra «bohemio» tenía un significado literal: los bohemios originales (de la región de Bohemia). Se preguntó si los aludidos eran conscientes de ello.

Se fue de paseo con la lista en la mano.

Como de todos modos tenía que ir a investigar, ¿por qué no desempeñan el papel de turista? Así pues, se puso a andar a la deriva por las calles, admirando la arquitectura y deteniéndose en las esquinas, a fin de contemplado todo, desde el esplendor del modernismo en el edificio de la ópera del siglo diecinueve hasta las espirales angulosas de la iglesia medieval de Tyn, que emanaban un aire de malignidad. La plaza de Venceslao, situada al final de una calle amplia, con hileras de árboles que podían pertenecer a cualquier ciudad de Europa Occidental, ostentaba un impresionante conjunto de construcciones del siglo diecinueve y una magnífica estatua ecuestre. Aun tras la segunda guerra mundial y cuarenta años bajo un estado comunista, la ciudad albergaba un barrio judío en el que había una sinagoga medieval intacta, con un perfil superior de ángulos agudos muy distintivo. Ahí se topó con un entusiasta guía de visitantes que hablaba inglés e insistía en que en el tejado de la sinagoga se encontraba el célebre golem del rabino Loew. A Joann el relato le hizo sonreír, y le dio una buena propina.

Al borde de la Ciudad Vieja, al dar la vuelta a la esquina, tropezó con una fachada que exhibía la pintura de una mujer hermosísima, con cabellos rojos de rizos fluidos, ataviada con una túnica transparente y rodeada de caracoles y lirios. «¡Alfons Mucha!» Se trataba de una imagen creada por Alfons Mucha, sobre el arco de una puerta, colocada ahí en medio de la ciudad como un hecho fortuito. Estaba oscurecida por el hollín, pero era obra de Mucha, sin duda. Se quedó a contemplarla un instante: ¡qué ciudad más rara e incongruente!

Su padre amaría todo aquello. Joann se tomó un tiempo para enviarle una postal que mostraba el Puente Carlos sobre el río. Había logrado mandarle una de la mayoría de las ciudades visitadas durante la gira. Una colección de fotos que incluía playas y monumentos, crepúsculos, la roca de Uluru, las pirámides de Guiza, una vista de Tokio y la Casa Rosada de Buenos Aires.

Tal vez, cuando tuviera tiempo libre, deberían viajar juntos. Pensó en proponérselo cuando hablara con él.

Los sitios de reunión de la juventud rebelde eran más o menos como ella esperaba. Bares, cafés, el sótano de una librería de viejo, todos con un aire vagamente clandestino. Incluso detrás del Telón de Acero, había cosas que permanecían iguales, y no había manera de impedir que los jóvenes se juntaran para beber y hablar sobre cómo cambiar el mundo. Aunque en un país como el que habitaban, en esa ciudad, se vieran obligados a hablar en voz muy callada, mirando por encima del hombro, hacia atrás.

En todas partes la gente se le quedaba mirando, quizá por ser negra, o porque su altura y su capa ondulante atraían la atención. Aun en Nueva York se fijaban en ella, por difícil que sonara.

Estaba acostumbrada. Significaba que muy raras veces la gente se metía con ella. Decidió cubrirse con la superficie oscura de la capa para contener su energía, a fin de convertirse en casi una sombra. Así no causaría perturbaciones al entrar en los cafés y podría seguir la pista de jokers, artistas o cualquier persona cuyo aspecto sugiriera que conocía a Katrina.

Encontró el lugar al anochecer. Era la sexta dirección de la lista, que por fuera simulaba ser una tienda normal, al fondo de una calle poco frecuentada a orillas de la Ciudad Vieja. Había que bajar por unos escalones hasta una puerta hundida, por donde se entraba a un sótano entre los cimientos de un edificio cuadrado de piedra. Estando detenida frente al lugar, dos jovencitas con pelo corto y tejanos gastados empujaron la puerta para salir. Iban del brazo, riéndose y hablando en checo, en voz baja.

La puerta no estaba cerrada, no había contraseñas secretas ni guardias. Un lugar escondido pero a la vista de todos, del tipo que los caminantes no encontrarían a menos que ya supiesen dónde se hallaba. Tan rápido como pudo se deslizó en el interior.

Envuelta en la capa, trató de ser discreta y se ocultó en las sombras. Cuando un jovenzuelo de ojos legañosos que buscaba la salida estuvo a punto de tropezarse con ella, le bastó con apartarse, y él ni siquiera se volvió a mirarla. Siguió bajando escalones hasta que dio con una sala grande, envuelta por los murmullos de una contracultura recién nacida. Focos desnudos conectados mediante cables de extensión arrojaban una iluminación descarnada sobre el lugar. El sitio estaba dispuesto como un café que servía también de taller de trabajo, con pequeños grupos en torno a mesas que no eran más que planchas de contrachapado sobre caballetes. Olía a café espeso y a cerveza fuerte. Las conversaciones se confundían en un rumor indistinto. Una muchacha de pelo negro, cubierta con una chaqueta de mezclilla, tocaba la guitarra y cantaba intensamente, aunque desafinaba un poco. Las paredes estaban decoradas con volantes, carteles e incluso pinturas de espray que anunciaban grupos británicos de rock y revoluciones anticomunistas. No había nadie mayor de veinticinco años y todos vestían con vaqueros desgarrados, camisetas, chaquetas militares gastadas, faldas de gitana y túnicas deslavadas, todo con el sentido de la moda que sugieren las tiendas de segunda mano. Corría por el lugar con ganas de anticiparse a todo, los jóvenes inclinados sobre sus trabajos, conversando animadamente. Eran los chicos del mundo de la película Hair, pero veinte años después.

El sótano donde se reunían podría haber sido construido seiscientos años antes; los muros pálidos y los techos abovedados abrumaban por la antigüedad y el peso de las piedras. Paredes medievales de roca cubiertas de eslóganes y grafitti. Como para llorar. Pero el tiempo no se detiene, ¿verdad? Aquello era una ciudad, no un museo.

Distinguió a la joker norteamericana al fondo del salón, inclinada sobre una mesa y dibujando sobre un pedazo grande de papel de carnicería. En mi primer recorrido visual de la sala, Joann no la había reconocido; el costado izquierdo de la joven daba a la pared, y desde donde la miraba su aspecto recordaba a la ninfa de Mucha, con pelo largo y rizado que le caía sobre la espalda, ojos brillantes y rasgos finos. No llevaba túnica, sino un chal sobre una chaqueta militar verde, un vestido de cachemira, calcetines y zapatos de la marca Dr. Martens.

Sin moverse, Joann se limitó a observarla.

Katrina no era la única joker en el salón. Joann distinguió a otros tres, uno con piel húmeda y jaspeada de salamandra, otro con un par adicional de largos brazos pero sin huesos, metidos en los bolsillos de un abrigo sin mangas, y una tercera con pelo azul brillante, que podría pasar por tinte hasta que Joann se dio cuenta de que sus cabellos se movían por su cuenta, como algas marinas en una corriente. Los jokers no se habían juntado entre sí, sino que estaban dispersos por el salón, y trabajaban en sus propios proyectos. No eran suficientes como para formar una comunidad aparte. Por extraño que parezca, la discriminación es menos pronunciada cuando las minorías tienen un tamaño tan pequeño que no causa ansiedad. Joann había experimentado ese fenómeno a menudo. Katrina estaba ahí porque en ese lugar podía ser una artista, no tan sólo una joker.

Tenía buen aspecto. Se la veía bastante saludable y sonreía. Aunque tal vez podría alimentarse un poco mejor.

Mientras observaba al grupo, Joann reparó en sus pautas de conducta. Los diversos grupitos de personas estaban absortos en sus propios trabajos, que, vistos con mayor atención, guardaban semejanza: signos, estandartes, banderas, cosas para hacer ruido. Resultaba evidente que fabricaban objetos para algún tipo de manifestación. A Joann se le hundió el corazón: esos chicos se preparaban para confrontar a la policía checa, o en el peor de los casos, a las fuerzas de ocupación soviéticas. Esas cosas no terminaban bien nunca.

Chicos delgados de cabelleras despeinadas y rasgos descarnados, que tendrían cierta belleza ruda si engordaran algo, abundaban en todos los grupos. Con frecuencia se asomaban a ver lo que hacían los otros, e intercambiaban consejos y comentarios. Uno de ellos, que vestía unos tejanos muy raídos y una camiseta descolorida, adornada con el nombre de una banda poco conocida, se movía como quien tiene verdadera autoridad: se involucraba en las conversaciones de aquí y de allá, asintiendo o negando con la cabeza. Todos en la pequeña colonia artística lo trataban con mucho respeto. Al parecer, era él quien mandaba en ese lugar.

Cuando llegó al lado de Katrina le pasó el brazo en ademán posesivo, la atrajo hacia sí y la besó. Ella se rió. Cuando trató de separase para volver a su dibujo, él no la soltó, y conversaron; él hablaba inglés con acento alemán.

Cuando terminó de cortejarla para dirigirse hacia otro grupo, Joann se acercó y llamó la atención de la joven.

—¿Katrina Duboss? —inquirió Joann con suavidad.

La joven abrió los ojos, con expresión de culpa, y se apretó contra la pared.

—¿Cómo sabe que soy yo?

—Soy Joann Jefferson. ¿Conoces a la diputada Carol Cramer, una amiga de tus padres?

—¿Es usted policía? ¿O investigadora privada, o algo parecido?

«¿Algo parecido?» ¿Qué pasaría si le dijera que se trataba de una agente federal?

—En realidad, no —respondió—. Por lo menos, ahora mismo no. Se trata solamente de un favor que me ha pedido la diputada Cramer, que ha venido a la ciudad como delegada de una gira de las Naciones Unidas. Me pidió que te buscara para saber cómo estabas. ¿La conoces? Ella querría hablar contigo.

Katrina se tranquilizó. Hizo una mueca de desagrado.

—Sí. Sí la conozco. Mis padres me llevaban a rastras a sus cenas para recaudar fondos. No he visto nunca un grupo de depredadores con más pretensiones. Dígale que estoy bien. No quiero hablar con ella.

—Entiendo —aceptó Joann, añadiendo para sus adentros «no te culpo»—. Al parecer, tu familia se preocupa por ti. ¿No tienes un mensaje que enviarles? ¿Algo que quieras comunicarles?

—En realidad no es por mí por quien se preocupan, ¿sabe? Lo que ocurre es que todavía no encuentran una buena manera de explicar a sus amistades lo que me ha sucedido.

A su lado, el manojo de serpientes se agitó hasta formar una especie de escudo frente a ella. El ademán equivalía a cruzar los brazos.

—Bueno, le diré a Cramer que estás bien.

Desde el otro lado de la estancia, el chico alemán las observaba con atención. Katrina apartó la mirada con rapidez.

—Será mejor que se vaya —le dijo a Joann—. Desentona en este lugar. La gente se está poniendo nerviosa.

—Eso me pasa siempre —sonrió Joann—. ¿No me quieres decir qué estáis haciendo todos aquí?

La chica la miró con enfado.

—¿Acaso piensa que soy una espía?

—No, es simple curiosidad. No quisiera verte en problemas.

—Querrá decir mayores problemas de los que ya tengo, con los amigos de mis padres enviando a gente como usted a buscarme.

—Hay problemas y problemas —aclaró Joann—. Sólo ten cuidado, no ir involucres en nada sin tomar precauciones. No sé exactamente cuándo ni dónde planeáis llevar a cabo la protesta que, por lo que veo, estáis montando, pero piénsatelo dos veces antes de involucrarte en ello.

—Gracias por preocuparse por mí —contestó Katrina en un tono tajante, lleno de sarcasmo y desprecio.

No era ninguna niña, se dijo Joann a sí misma. La chica merecía algún crédito.

Katrina tomó dos trozos de carboncillo, uno con la mano normal y el otro con una de sus serpientes, la cual se enrolló y alzó el material como si fuese una espada. Inclinándose sobre el papel, usó ambos carboncillos para añadir marcas, trazos, remolinos y líneas que terminaron por formar una imagen. El trabajo de Katrina era precioso. Con un solo color había creado una serie de sombras sobre el papel: una calle empedrada se convertía en una lluvia de flores, que a su vez se transformaba en los cabellos ensortijados de una mujer, cuyo rostro se alzaba con determinación. No era Joann la única que había vagado por las calles de Praga admirando la obra de Mucha.

—Qué bonito —dijo Joann, sintiendo que su comentario era inapropiado.

Katrina dejó aparecer en su rosto una breve sonrisa que conseguía expresar gratitud y sarcasmo.

—Hola, soy Erik.

El joven alemán había vuelto al lugar y rodeó a Katrina con un brazo, en actitud protectora. Miró con enfado a Joann, y ésta tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. El joven inquirió:

—Y tú ¿quién eres?

—Soy Joann —respondió con serenidad—. Tienes a toda una comunidad aquí, Erik. Os deseo lo mejor.

—¿Qué haces en este lugar?

—Soy una simple turista que pasaba por aquí, y he admirado el trabajo de Katrina —le informó, observando la predecible expresión de incredulidad por parte de él—. Os dejo en paz. Que tengáis una buena tarde.

Después de inclinar la cabeza para despedirse de ambos, salió del sótano y volvió a la calle.

Imagen

En el camino de regreso a la embajada, Joann pudo notar que la seguían, lo cual no la sorprendió. Tal vez se trataba de los espías que Ray había detectado vigilando el hotel. Los elementos de seguridad del tour habían advertido suficientes veces a todos los delegados que serían vigilados por agentes de Inteligencia extranjeros de todo tipo si salían a la ciudad, y ella no esperaba ser la excepción. Por las noches, en la oscuridad, era más fácil notar su presencia, sobre todo porque había menos peatones. Tras ella venían dos de ellos, uno a cada lado de la calle, a un par de cuadras de distancia. El que iba por la misma acera era de estatura mediana, tenía el pelo oscuro y muy corto sobre una cabeza angular. Vestía un traje y una chaqueta oscura de cuero. Simulaba buscar una dirección, con frecuencia consultaba una tarjeta que sostenía en la mano, leía los nombres de las calles y los letreros de las tiendas. Como llevaba ya diez manzanas haciendo lo mismo, Joann no creía que sus esfuerzos por encontrar un domicilio concreto fuesen genuinos. Por no mencionar que cada cinco minutos volvía la cabeza para mirar a su compañero del otro lado de la calle. Ése otro era un tipo corpulento, una cabeza más alto que la gente que pasaba a su lado. Ese detalle era lo único que se apreciaba claramente de su figura. Iba cubierto por un abrigo grande, con el cuello alzado y las manos metidas en los bolsillos, y los hombros encogidos hasta las orejas. Avanzaba con pasos firmes y lentos, como si estuviera bajo una tormenta, aunque el cielo estaba despejado y el aire, aunque fresco, no resultaba desagradable. Ella podría haberlo tomado con facilidad por un viejo que anduviese absorto en sus pensamientos mientras daba un paseo nocturno, de no ser porque el hombre de menor talla con la chaqueta de cuero giraba la cabeza para mirarlo cada tantos segundos, y el hombre corpulento a veces le hacía una ligera inclinación de cabeza.

No importaba cuántas vueltas y cambios de nivel dieran las calles de la parte antigua de la ciudad, cuántos giros abruptos desembocaran en algunas plazas antes de continuar como calles, formando un ángulo inesperado: ellos seguían tras Joann. Después de todo, conocían la ciudad; pensó que serían agentes locales, no de la KGB.

Mientras recorría la Ciudad Vieja, a lo largo del principal paseo turístico que la llevaba de vuelta al hotel, notó que había pocas luces alumbrando las calles, pero con ellas bastaba. Joann se echó la capa hacia atrás, sobre los hombros, y alzó una de sus manos, como si quisiera sentir si lloviznaba de nuevo. Enfocó la mirada en las luces y respiró hondo. Dos lámparas, una frente a ella y la otra detrás, chisporrotearon y se apagaron de golpe. Un leve trazo de luz siguió el movimiento de su mano, indicando que la electricidad ya formaba parte de ella. La sintió zumbar en su piel y calentarle el cuerpo y los huesos. Sería casi agradable, si no estuviera preocupada por lo que seguiría a continuación. Se había transformado en una batería humana y almacenaba la fuerza de un rayo, envuelto en una capa aislante para que no se escapara antes del momento deseado.

Salió de las calles medievales empedradas y echó a andar sobre el asfalto moderno, hasta un desagüe de acero cuyas rejas se veían en la esquina más distante, entre ella y los agentes que la seguían. Extendiendo el brazo a la vez que hacía la capa a un lado, dirigió un rayo que se arqueó y se desplazó por el aire hasta alcanzar ese blanco de metal. Se oyó el chasquido previo de un trueno y se produjo una lluvia de chispas. Joann dio la vuelta en la esquina, aprovechando la explosión para que nadie observara sus movimientos. La descarga eléctrica no debía de haber causado mucho daño —más allá de chamuscar el pavimento—, pero fue sin duda espectacular.

Que trataran de entender lo sucedido. ¿Acaso pensaban que podrían seguirla hasta el hotel sin hacer que se molestara? Un par de calles más adelante se metió en el umbral de un edificio para observarles desde ahí. En efecto, por lo visto habían dejado de seguirla. Se frotó las manos con un gesto de satisfacción.

De vuelta en el hotel, Joann vio que tal vez le quedaba todavía una hora para descansar y dormir un poco, antes de volver a sus deberes. Billy Ray se le acercó en el vestíbulo del hotel en el momento en que entró, como si hubiese estado esperándola.

—¿Has disfrutado del paseo? —le preguntó, alzando una ceja y asumiendo una expresión irónica, aunque tal vez sólo era un efecto de la forma rara de su boca y mandíbula.

—Ya lo creo. Tuve compañía casi todo el camino, supongo que eran esos dos amigos nuestros, del otro lado de la calle.

—¿Te molestaron?

—Para nada, ni siquiera un poco. —No quería confesar que tal vez se había excedido un poco al deshacerse de ellos.

—Ya sé que eres capaz de cuidar de ti misma sin problemas, no hace falta que me lo recuerdes.

Ella se quitó la capucha de la cabeza, exponiendo su pelo oscuro cortado casi al rape y su sonrisa. Sintió una carga de estática que le cosquilleaba las mejillas y el cuero cabelludo. La energía del entorno del vestíbulo la llamaba desde el cableado del hotel, los focos e incluso el corazón palpitante de Ray. Necesitaría cubrirse de nuevo en un instante, antes de que el cosquilleo se convirtiese en comezón, y luego en ardor. Absorbería toda esa potencia y tendría que volverla a lanzar en un estallido que no podría controlar.

—Ray, ¿tú te preocupas por mí, verdad?

—Tu manera de coquetear es la más intensa que conozco —respondió él, sonriendo.

—¿Crees que se trata de eso?

Él dio un paso hacia ella; un paso arriesgado. La energía empezó a abandonar su cuerpo, sus fuerzas de as fluyeron sin que él pudiera detenerlas. Todo lo que ella necesitaría hacer era tocarle una mejilla, y entonces… Él lo sabía. Aunque sus labios seguían sonriendo, se le habían nublado los ojos. Tal vez tenía un poco de miedo.

—Uno de estos días tendré que hacer la prueba, sólo para ver qué se siente —prometió, cuando apenas estaba a un paso de ella. No tenía más que inclinarse para darle un beso.

—Ya sabes dónde encontrarme. —Se puso de nuevo la capucha y se alejó de él caminando. Lo oyó reír, a su espalda.

Imagen

Joann no podía recordar una época en que el contacto con ella no tuviera efectos fatales. Su primera víctima fue su propia madre. Aquel recuerdo era muy borroso, por fortuna. El accidente, el miedo, los días en que intentó averiguar qué había sucedido y, por fin, el descubrimiento de que ella tenía la culpa de todo. Estuvo aislada en el hospital, llorando entre los brazos de su padre. Él llevaba un traje que lo resguardaba del material peligroso e impediría todo contacto hasta que los doctores averiguaran la naturaleza mortífera de su as. Estaban separados por una capa de hule grueso, envolturas de plástico resbaloso y una máscara antigás. Podía abrazarla, mas no tocarla; ella no volvería a sentir nunca el contacto bondadoso de otra piel. Su padre no podía consolarla con sus besos.

Pasaba mucho tiempo pensando en lo diferente que hubiese sido su vida si su padre no se hubiese quedado a su lado. Si en lugar de perdonarla la hubiera culpado, rechazándola a ella y a sus poderes de fenómeno. En cambio, la abrazaba, al menos metafóricamente. Cuando con el paso de los días Joann tenía episodios en que quería aullar, romper ventanas y desgarrar su propia carne, él estaba ahí, listo para hablar con ella hasta que se tranquilizara. ¿Podría haberse tolerado a sí misma si él no hubiera permanecido a su lado para decirle que algún día todo lo sucedido valdría la pena?

—Este poder que posees es peligroso, por supuesto. Si no tienes cuidado, será destructivo. Pero lo mismo se puede decir de la electricidad, los cuchillos, los automóviles y otras herramientas que necesitamos. Joann, debes encontrar la manera de convertir en algo bueno esto que te pasa. Que sirva para construir cosas, no para romperlas.

Gracias a su padre había ingresado en el servicio del gobierno, y no en un hospital. Casi todo el tiempo sentía que la decisión fue la correcta. Eligió ella misma su nombre de as, Lady Black, la dama negra, y eso tenía varios niveles de significado. Era el color del lado absorbente de su capa, y era el color de su piel. Representaba el lado oscuro y peligroso de su poder. El título de «lady» ayudaba a que la gente la tratara con respeto.

A lo largo del día siguiente, los delegados estuvieron ocupados con reuniones y paseos. Praga era uno de los destinos en que los propósitos de la gira enunciados en el papel no correspondían mucho a la situación real. Ostensiblemente, los delegados debían observar con interés imparcial las innovaciones introducidas por un gobierno del bloque comunista en el tratamiento del virus de wild card, y hacer informes sobre las condiciones experimentadas por las víctimas del virus. Sin embargo, en la práctica pasaron por una exhibición arreglada de instituciones impecables y entrevistas ensayadas, situaciones controladas, con algunos jokers elegidos de forma previa e incluso algún que otro as. Los oficiales checos les presentaron a un hombre maduro que podía reordenar los contenidos de cualquier libro mediante telequinesis hasta que se convertían en el Manifiesto Comunista. Toda una hazaña desde el punto de vista ideológico, aunque de dudosa utilidad. Los delegados norteamericanos tuvieron el tacto de no preguntar cuántos de los ases más poderosos de Checoslovaquia trabajaban para las agencias de inteligencia del gobierno, o si habían sido reclutados por la KGB, y los funcionarios checos les devolvieron la cortesía al no proporcionarles ninguna información.

La excursión de Joann de la noche anterior era ejemplo de que al menos algunas víctimas del virus dentro del país no estaban bajo el control del Estado. El país no encerraba a todos los jokers, lo cual, de forma marginal, lo volvía mejor que otros, o por lo menos eso suponía ella.

En su papel de guardaespaldas y niñera, Joann acompañó a uno de los grupos de la gira, compuesto sobre todo por políticos estadounidenses y funcionarios de la OMS, y no por celebridades, que, protegidas por Billy Ray, se habían ido a la Ciudad Vieja a adoptar el rol de turistas fotogénicos. Después de tantas semanas de hacer lo mismo, se había fijado una rutina: el doctor Tachyon interrogaba a los asombrados profesionales médicos de la localidad y éstos respondían a las preguntas en inglés básico, a veces en francés, o a través de intérpretes. Los políticos desempeñaban el papel de observadores, fingiendo interés mientras adoptaban expresiones impenetrables. Cramer estaba allí, pero Joann no tuvo oportunidad de hablar con ella sobre Katrina. Eso sucedió terminadas las horas oficiales, mientras casi todos los demás delegados tomaban la copa de la tarde en el bar del hotel. De nuevo, la diputada invitó a Joann a la antecámara de su suite.

—La encontré —anunció Joann, con lo cual suscitó un suspiro de Cramer—. No tiene ningún deseo de volver a casa. Ni siquiera quiere hablar del asunto, en realidad.

—¿Se encuentra bien? No anda metida en problemas, ¿verdad? —Cramer lanzaba sus preguntas desde el borde de una silla labrada de respaldo recto, en la cual se había sentado después de retirarla de una mesita de desayuno.

Eso dependía de lo que uno entendiera por «problemas».

—Creo que está bien —respondió Joann, sin perder la neutralidad—. Pero como ya mencioné, es una mujer adulta. Si no desea hablar con nosotras, no podemos obligarla.

Joann esperaba que ahí terminara la cuestión.

—¿Cree usted que…? Me gustaría hablar con ella, Lady Black. Usted sabe dónde encontrarla. ¿Puede ayudarme a reunirme con ella?

Aquello no sólo quedaba totalmente fuera de las responsabilidades normales de Joann; Cramer estaba rebasando los límites al usar su posición para obtener consideraciones especiales; un abuso menor de poder practicado por los políticos desde tiempos inmemoriales, pero un abuso a fin de cuentas, y Joann podía indicárselo. No tenía deseos de salir a cazar de nuevo a la artista vagabunda.

—Pero la señorita Duboss dijo con claridad que…

—Su familia está muy preocupada, debe comprenderlo. Si pudiera hablar con ella en persona, al menos les daría a sus padres información de primera mano. No es tan difícil, ¿no cree?

—Veré si puedo hacer algo.

La recepción formal de la embajada era esa noche. En realidad, no tenía tiempo. Pero, a decir verdad, el asunto le había picado la curiosidad. Si volvía al centro de la ciudad, quizá podría figurarse qué se proponían los chicos con esa protesta.

Imagen

Cuando llegó a la calle curva donde se ubicaba la comuna de arte en el sótano, el lugar estaba bloqueado por coches patrulla de la policía, con las luces de los techos encendidas. Un par de agentes andaban por ahí, con aspecto aburrido. Otros entraban y salían de la puerta del sótano, con carteles arrancados de las paredes, montones de papel e incluso botes de pintura e instrumentos de artistas. Se llevaron ese botín a un pequeño camión de mudanzas que estaba estacionado al otro lado del callejón, y tiraron todo al interior, sin importarles de qué manera caían las cosas. Estaba segura de que, si les preguntaba, dirían que estaban reuniendo pruebas, sin importar el descuido que —contemplado desde afuera— exhibían en sus métodos. Esos tipos eran personal básico de seguridad, no pertenecían al servicio secreto ni a nada semejante. Desde su punto de vista, mientras estuvo en la esquina observando los sucesos y oyendo conversaciones en un idioma que no lograba entender, no pudo saber qué crimen estaban investigando, si es que acaso importaba ese detalle. Habían encontrado la base de operaciones de los jóvenes artistas y la habían clausurado.

Si esto pasara en Nueva York, se habría reunido una multitud de espectadores a ambos lados de los callejones, apretándose a codazos para ver mejor, y habría barreras y media docena de agentes para mantener al público fuera de la escena. Pero allí, en cambio, no había nadie. Las personas que pasaban por ahí ni siquiera se volvían a mirar, avanzaban con la cabeza baja. Observar un suceso semejante podía atraer una atención indeseable. Joann dedujo que le convenía seguir ese ejemplo y se marchó.

Mantenía los ojos abiertos para buscar a sus viejos conocidos, los dos agentes que la habían seguido la noche anterior. Tenía el presentimiento de que tal vez fueron ellos quienes condujeron a los policías al sótano, después de que ella les hubiera mostrado el camino. No se les veía por ahí. Pero ya no eran necesarios.

En la siguiente intersección, una figura se inclinó hacia ella y un conjunto de tentáculos anaranjados se enrolló en torno a su brazo. Al sentir el primer contacto, Joann dio un salto hacia atrás y se envolvió en su capa aislante.

Katrina Duboss, que llevaba un suéter, un chal y una falda bohemia diferentes del día anterior, estaba de pie en la esquina, haciendo un mohín.

—¿Te repugno tanto? —preguntó.

—El contacto conmigo mata —advirtió Joann—. Podrías haber muerto si llegas a tocarme la piel.

La joven se puso pálida. Joann veía las mismas reacciones a menudo. Tener que explicarse con las personas era aún peor que la ausencia de todo contado, al ver la mirada de lástima que aparecía en sus rostros cuando comprendían lo que la situación implicaba.

—¿Eres un as? —preguntó Katrina, escrutando bajo la capucha la cara de Joann—. ¿Un as o un joker?

Una pregunta filosófica de la época, ¿verdad? Viendo cómo algunas personas retrocedían ante Joann con miedo, bien podría ser una joker, aunque su espejo dijera otra cosa.

—Andemos un poco, Katrina —propuso Joann, y ella y Katrina caminaron lado a lado. La joker se mantenía ahora a una distancia prudente de su acompañante.

Joann estaba por iniciar lo que prometía ser una conversación difícil con Katrina, cuando ésta le preguntó:

—¿Vale la pena? Me refiero a ser as, si ése es el precio que debes pagar.

Nadie se lo había preguntado en términos tan radicales, pero la pregunta resultaba elegante. Tan elegante como imposible de responder: nadie le había dado la opción de pagar un precio por ser un as. Tanto el poder como el preció habían entrado en su vida por azar.

—A decir verdad, no siempre pienso en mí como un as. Me limito a hacer lo mejor que puedo con lo que tengo.

—Sí, a mí me pasa lo mismo —reconoció Katrina.

Unos pasos más adelante, Joann preguntó:

—¿Todos tus amigos salieron ilesos?

—Claro que sí. Les vimos venir. Y no fue gracias a ti.

Aun si Joann no hubiera sido quien guiara a la policía al sótano, los jóvenes la culparían de todos modos. No le importaba, sobre todo si eso ayudaba a que no se embarcasen en planes peligrosos de protesta.

—La diputada Cramer te quiere ver en persona. ¿Crees que podrías concederle unos minutos? Hay un café cerca del hotel donde podríais reuniros sin llamar la atención.

—No quiero hablar con ella. Lo único que le importa es quedar bien con mis padres.

Joann hizo una inclinación de cabeza para expresar que la comprendía; no se podía culpar a la muchacha por ser inteligente.

—No comprendo por qué trabajas para Cramer —declaró Katrina—. Te estuve investigando, a ti y a la gira de la OMS. Lo que estás haciendo no tiene nada que ver con las responsabilidades de tu puesto.

—Lo hice por curiosidad. Resulta obvio que tú y tus amigos planeáis algo, o lo planeabais.

—Seguimos en ello. Esto no va a detenernos. Ya habíamos sacado de ahí todo lo que necesitaremos y no podrán pararnos. Podemos ir esta misma noche, si queremos.

La mirada que había en sus ojos y su modo de sonreír hicieron pensar a Joann que no estaba oyendo una hipótesis.

—¿Qué estáis planeando, exactamente? —le preguntó.

—Tendrás que leerlo en los periódicos de mañana.

—Esto no es un juego, Katrina. Si esos tipos te arrestan porque no les gusta lo que haces, te introducirás en un mundo de problemas. Es posible que ni la embajada ni tus padres puedan sacarte de ahí.

—Ya lo sé —replicó la interpelada, haciendo una mueca—. Mis padres no alzarían un dedo por ayudarme. Este registro policial no es sino una táctica para asustarnos e intimidarnos. No ha funcionado.

Hablaba con la convicción justiciera de los jóvenes, la cara en alto, el puño cerrado.

—¿Eso es lo que te ha dicho el tal Erik? ¿Es él quien te ha metido en esto?

—¿Piensas que una pobrecita insignificante como yo, fácil de engañar, no es capaz de formarse opiniones propias sobre este tema? ¿O tal vez piensas que agradezco tanto que alguien se fijara siquiera en un retorcido fenómeno como yo, que haré cualquier cosa por él?

Alzó el brazo, y las serpientes se retorcieron y agitaron. La luz que se reflejaba en sus escamas le daba el aspecto de estar en llamas.

—No hago esto por Erik, ni por estar loca, ni por desquitarme de mis padres, ni por formar parte de un culto, ni por ninguna de esas razones. Lo hago porque quiero hacerlo, porque es bueno hacerlo. Puedo usar el dinero de mi fideicomiso para algo útil, en lugar de irme de compras a las tiendas más caras u otra cosa por el estilo. Y también porque Praga es hermosa, y aquí vivieron Mucha y Dvorak, y Kafka, y porque aunque desde fuera las protestas parecían estúpidas, están resultando. Funcionarán. Soñar no hace daño, ¿no crees?

Joann bajó los ojos. ¡Ay, la juventud y sus convicciones!

—Katrina, ten cuidado. Voy a estar en Praga un día más. Si estás en apuros, si necesitas ayuda, ponte en contacto conmigo.

—Estaré bien. Dile a Cramer que estoy bien.

Con un revuelo de falda, Katrina giró sobre los talones y se alejó a zancadas, mientras su brazo tentacular se le enrollaba en la cintura con gesto protector.

Imagen

Joann no volvió al hotel antes del anochecer y Ray la recibió en la puerta.

—Llegas tarde —la reprendió, con una mirada dura—. Se supone que en media hora tenemos que estar en la embajada.

—Desde luego —contestó ella, abriéndose paso con el hombro—. ¿Ha ocurrido algo en mi ausencia que no pudieras manejar tú solo?

—La verdad es que no.

—Entonces aquí estoy, cumpliendo con mi deber, y no quiero que se hable más de esto.

—No te habrás metido en algún problema ahí fuera, ¿verdad?

Ella alzó los ojos lo suficiente para que él percibiera su expresión bajo la capucha. Lo miró con una ceja alzada.

—He dicho que no quiero hablar del asunto. Confías en mí, ¿sí o no?

—No desconfío, no —admitió Ray, con el ceño fruncido—. Pero es que eres rarita, ¿sabes?

Tomando en cuenta que el adjetivo provenía de Billy Ray, podía considerarse casi un cumplido.

—Agente Ray, soy un as, y eso me hace igual de rarita que tú. ¿No te parece que es hora de arrear a los delegados y ponernos en camino?

Él hizo un ademán grandilocuente hacia el vestíbulo.

—Después de usted, alteza.

Imagen

La embajada de Estados Unidos en Praga era un auténtico palacio del siglo diecisiete, con patios, alas, decorados barrocos, techos cavernosos y por lo menos cien recámaras. Incluso el doctor Tachyon se mostró impresionado cuando el grupo fue conducido por el jardín a través de un sendero y luego por un arco hacia la sala de recepción. Los seres humanos rara vez correspondían a la escala de valores del científico.

Joann había aprendido que todas las recepciones de las embajadas eran más o menos lo mismo. El embajador y su esposa harían el papel de gentiles anfitriones y los empleados tendrían la aptitud invariable de suavizar todo tipo de dificultades, salvar meteduras de pata y corregir otros errores antes de que se convirtieran en incidentes internacionales. La comida, las bebidas y la música eran siempre excelentes. La especialidad nacional tendría un lugar destacado: en Argentina, el tango, en Japón, el sashimi, y así por el estilo. En las naciones islámicas a veces había alcohol y a veces no, pero lo compensaban con otras gratificaciones. Un café extraordinario, por ejemplo. Pero aquí estaban en Europa del Este: habría abundancia de alcohol.

Desde la perspectiva de Joann, todo aquello equivalía a ver una película. La misma película, con el mismo reparto. El doctor Tachyon vaciaba de un trago sus copas de champán; Hiram Worcester, por fin reintegrado en la gira, sitiaba una bandeja entera de entremeses. Los políticos circulaban de un lado a otro, estrechando manos y conversando. Joann detectó a la diputada Cramer, vestida hasta el cuello con un estilo conservador, con lo que parecía más un traje de falda larga que un atuendo de gala. Xavier Desmond, que declaraba a veces no ser un político, también se encontraba allí. Por su parte, Chrysalis permanecía en el mismo sitio. Con un vestido púrpura sin tirantes que realzaba los contornos variables de su musculatura descubierta, se había sentado en la periferia, observando con atención. Había un cambio en la gira: Peregrine ya no modelaba esbeltas creaciones de alta costura en cada recepción, como al principio, sino que seguía resultando muy hermosa con un vestido de maternidad de brillos trémulos, que envolvía su crecido vientre con gran arte.

Todo eso tenía lugar en la sala de recepciones de la embajada, forrada con elegantes alfombras y cortinas que le daban un aire extraño a una reunión que era a la vez política, pública, sensacionalista y formal. Como de costumbre, Joann, con capa y capucha, permaneció al margen de todo, acechando. Se limitaba a acechar.

Cuando Cramer se separó de los presentes y cruzó el salón hacia donde ella estaba, Joann sintió que algo se le clavaba en el estómago. ¿Y ahora qué? ¡No sería tan importante como para interrumpir la recepción! Para alguien que no deseaba llamar la atención, Cramer atraería muchas miradas. Joann se enderezó y se dijo que ante todo había que ser profesional. No tenía la menor posibilidad de escaparse.

—Lady Black…, agente Jefferson. ¿Me permite hablar un momento con usted?

Joann reprimió un suspiro.

—Vayamos fuera si le parece, diputada Cramer.

El as llevó a la mujer por un pasillo lateral hacia un rincón apartado del patio, donde nadie les vería ni oiría.

En tono impaciente, Cramer demandó:

—¿Pudo arreglar el encuentro con Katrina?

—No, diputada Cramer. La señorita Duboss afirmó que no desea tener nada que ver con su familia.

«Y la acusó de ser una pelota», añadió Joann para sus adentros.

—Es lista —admitió Cramer, cambiando de expresión con un gesto de dolor. Joann alzó una ceja, para implicar una pregunta cortés. La otra mujer caminó de un lado a otro en el patio de mármol.

—He hablado por teléfono con los padres de Katrina esta tarde. Me temo que entendí mal la situación. Cuando me solicitaron que me pusiera en contacto con ella, asumí que deseaban que regresara a su lado. Creí que… ¿Sabe?, si se tratara de mi hija, yo querría que volviera.

—¿Qué es lo que quieren, entonces? —inquirió Joann con suavidad.

Debía de ser algo importante, pues la diputada inhaló hondo antes de responder.

—Lo que quieren es reunir pruebas de que ha incumplido las condiciones del fideicomiso para desheredarla. Si la arrestan o si es culpable de cualquier falta más allá de una multa de trafico, perderá el fideicomiso. Esto no es porque se haya marchado, ni tampoco porque haya hecho nada malo. Es sólo por su condición. Lo cual es muy injusto. Creo que Katrina es sabia al mantenerse lejos de ellos. Es su hija, deberían sentirse obligados a cuidarla.

El mundo de los fideicomisos y de los hijos desheredados quedaba muy lejos de la experiencia de Joann, pero la consternación expresada por Cramer era evidente. Para ella, la familia era mucho más importante que el virus wild card o cualquier otra cosa. Esto lo daba a entender con toda claridad.

También estaba claro que, mientras hablaban, Katrina se estaba metiendo en una situación en la cual se arriesgaba a ser desheredada. A Cramer le gustaría saberlo, pero no se lo diría; era mejor que no lo supiera. Era Katrina quien necesitaba enterarse. Sin duda, no se metería en problemas si supiera que su fondo de fideicomiso estaba amenazado. Lo cual además haría enfadar de verdad a sus padres.

¡Si tan sólo supiera dónde estaba Katrina exactamente y qué estaba haciendo!

—Sólo quiero ofrecerle mi ayuda —prosiguió Cramer—. Si tiene problemas es obvio que no podrá recurrir a su familia. Ojalá tuviese alguien a quien acudir. Nos metemos en la política pensando en arreglar todos los problemas del mundo, pensando que podemos crear algo diferente. Sabía que no iba a ser fácil, pero mire esta gira: ¿acaso sirve de algo lo que estamos haciendo? Pensé que al menos podría ayudar a esta chica.

Joann había dejado de prestarle atención. Ya no se trataba de Cramer. Estaba resuelta: tendría que salir de ahí, encontrar a Katrina y evitar que la policía le echara el guante. Lo demás podía esperar.

—Voy a intentar hablar otra vez con ella.

—Aprecio mucho su ayuda, agente Jefferson.

Eso fue amable por su parte pero a esas alturas a Joann lo que le preocupaba era si Katrina apreciaría su presencia.

Echó un vistazo al salón de recepciones, donde la fiesta estaba a todo galope. Los delegados no podían gozar de mayor seguridad de la que tenían allí, en medio de la embajada de Estados Unidos. Bien podría ausentarse un par de horas.

Billy Ray, plantado bajo el arco de la entrada, entre el salón de recepciones y el jardín, constituía por sí solo una impresionante demostración de fuerza. Vestía un traje de pelea blanco y, de pie, con los brazos cruzados y una cara de pocos amigos, estudiaba con atención a cualquiera que entrara o saliera. Se le acercó de lado, haciendo girar la capa tras ella, y le habló por encima del hombro.

—Billy, ¿puedes cubrirme?

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Uno de los delegados me pidió un favor personal pero el asunto se ha descontrolado. Ahora tengo que asegurarme de que termine bien.

—Cielo, lo que dices no tiene sentido. ¿Algo va mal?

Después de conducirlo hasta fuera, bajo la protección de un arbusto, le contó toda la historia.

—Ah, genial —comentó Ray, alzando el labio superior—. Sabes que no estás en deuda con ninguna de estas personas, ¿verdad? Ni con Cramer ni con la niña rica.

—La cuestión es que ya no se trata de Cramer —suspiró Joann, mirando hacia la ciudad, como si esperara ver fuegos artificiales que le indicaran dónde se realizaba la protesta de los jóvenes. El río arrojaba un brillo de plomo líquido bajo las luces nocturnas de la ciudad y las espirales de la iglesia Tyn se erguían como un cetro demoníaco.

—En los años sesenta —prosiguió Joann—, un par de estudiantes se prendieron fuego aquí para protestar por la ocupación soviética de su país. Temo que se haya metido en una cosa de ésas.

Era una chica con la vida vuelta del revés por el virus wild card, determinada a seguir adelante, a encontrarle sentido a su existencia, a hacer algo importante en el mundo. Joann podía entenderla.

—Y si está decidida a hacer algo de esa naturaleza, ¿cómo piensas detenerla?

—No quiero más que encontrarla y hablar con ella.

—Entonces déjame ayudarte.

—De verdad, no es necesario, no tienes que…

—Hablo en serio. Suena más divertido que esta función.

En efecto, Tachyon, borracho como una cuba, acosaba al pianista que había estado tocando música de fondo, implorándole que cantara algo de Mozart. Ray le dirigió una mirada socarrona.

—Además —agregó—, vas a necesitar a alguien que te cuide la espalda.

¿Cuidarla a ella? ¡Qué ridículo!

Juntos, salieron discretamente de la recepción. Él la tocó en el hombro, urgiéndola para que se apresurara por la acera hasta llegar a la entrada de servicio de la embajada. Ni siquiera lo pensó; el gesto había sido tan natural como el que se hace con la mano para proteger los ojos del sol. Por fortuna la tela de la capa los protegió tanto a ella como a él. «Tan cerca y tan lejos». Pensó Joann por enésima vez.

Imagen

Esa tarde había caído un chubasco primaveral, las calles húmedas brillaban y soplaba un vientecillo fresco. La bastilla de la capa se le mojaba por el roce con el pavimento.

En cuanto pensó en ello, Joann entendió que el destino de su excursión era obvio: la plaza de Venceslao. Durante décadas, la amplia avenida había sido el escenario predilecto de mítines y reuniones políticas. Si el grupo de Katrina y Erik andaban tramando algo para atraer una gran atención, tendrían que ir a ese sitio. Ella y Ray corrieron a buscar un taxi en cuanto salieron de la embajada. Pero a esa hora y en esos barrios, los taxis escaseaban. La parte central de la ciudad no era tan extensa, así que siguieron avanzando, cruzaron el río y se adentraron en la Ciudad Vieja.

En ese punto, una figura inmensa, envuelta por un abrigo, se lanzó contra Ray: era uno de los hombres que la habían seguido el día anterior. El grandullón había atrapado al as por la cintura y, sin dejar de correr un instante, lo alzó de la acera y cruzó con él la calle.

Joann apoyó la espalda contra la pared del edificio más próximo y miró alrededor para localizar al compañero del atacante. Lo detectó en la otra acera, esperando. El gigante siguió corriendo hasta que hizo impactar el cuerpo de Ray con un muro, haciendo que los tabiques se agrietaran en todas direcciones. Carnifex se dobló, sorprendido, pero se mantuvo de pie y lanzó un puñetazo que alcanzó la barriga del otro con un ruido sordo. En seguida, el gigante volvió a agarrarlo como antes y lo lanzó de nuevo contra la pared. Tenían información sobre el as de Ray, por eso sabían que era necesario impactarlo repetidas veces antes de que se desplomara. Ése parecía ser su objetivo.

Joann no podía permitir que eso sucediera. Corrió, desplazando la capa para descubrirse los hombros. El otro agente no se movió y eso le resultó sospechoso. ¿Qué esperaba? O, lo que era más probable, ¿qué escondía?

Sin quitarle el ojo de encima al socio, que observaba la acción a media manzana de distancia, Joann dio una palmada sobre la espalda del hombre corpulento y dio el tirón, abriendo las puertas de su poder. La sensación era parecida a un remolino en las tripas, un agujero abierto de gran voracidad y poder, capaz de tragar más y más energía hasta que su ser explotara. Lo tenía bien planeado: dejarlo caer como un tronco después de haberle absorbido la energía hasta dejarlo casi seco, para en seguida darle la vuelta y golpearlo con un enorme impacto producido por su propia energía. Quedaría en cama durante semanas, si es que no moría en el acto.

Pero no sucedió nada. Lo tenía bien agarrado pero nada salía de él, no podía sentir ni siquiera una chispa. Era como un muerto que continuaba de pie, moviéndose. Se giró y la miró con ojos de piedra. Con agilidad sorprendente, el grandote la agarró y la levantó del suelo pero Joann seguía sin producir ningún efecto sobre él. Hizo un intento por revertir el proceso y, cogiéndole por los hombros con las dos manos, intentó meterle el equivalente de una bomba de energía en el cuerpo. La potencia rebotó con una cascada de relámpagos, y él siguió sosteniéndola en brazos. Ella respondía luchando, pateando y clavándole las uñas en esa extraña carne que resistía. Era de materia sólida, tenía los músculos duros y su expresión era vagamente blandengue en el momento en que empezó a apretarla.

¡Había alguien que podía tocarla! ¡La tocaba, la seguía tocando y no moría! No moría. Podía tocar a ese hombre sin matarlo, y él a ella; esto le pareció muy emocionante. Aunque estaba intentando matarla, estuvo a punto de inclinarse y darle un beso. Proposición: por cada poder de un as existía, en alguna parte, uno opuesto contra el cual ese don resultaba inútil. Tal idea ofrecía un equilibrio tranquilizador en el universo. Si ella tenía la capacidad de extraer la potencia vital de cualquier ser, ¿no resultaba razonable que en alguna parte hubiera un as con el poder de que su fuerza vital no fuese extraída?

Por supuesto, la ley de Murphy interfería en ello: el hombre que podía tocarla era el mismo que intentaba matarla.

Tenía los brazos inmovilizados. Le propinó patadas en rodillas y vientre pero él ni siquiera se inmutó. Lo único que consiguió fue lastimarse los dedos de los pies al impactar sobre aquella carne dura como una roca. El gran secreto profesional de Joann era que no tenía gran habilidad para las artes marciales ni en el combate mano a mano, cosas que, por lo general, eran un requisito para todo agente federal empleado en tareas de seguridad. Podía aprender los movimientos pero, en realidad, no le era posible practicar con ningún contrincante sin arriesgarse a matarlo con su poder. Dado que podía incapacitar a cualquiera con un simple movimiento de mano, nadie había pensado que necesitara ser efectiva en el combate cuerpo a cuerpo. Pero allí, prensada en el poderoso abrazo del potente as, no podía más que revolverse, mientras él seguía apretándola. Sus costillas crujieron y estuvo a punto de perder el aliento, pues sus pulmones no lograban expandirse.

Eso no le servía de nada. Retorciéndose, volviéndose lo más resbalosa posible, logró deslizarse hacia abajo y salir al mismo tiempo de su capa. Las manos del otro titubearon al sentir su movimiento, aferraron la tela tersa de la capa y gracias a ello Joann logró librarse. Más por instinto que por razonamiento, se dio la vuelta y soltó una estrella explosiva de energía almacenada, un relámpago que estalló frente a ella, con el trueno resonando en la piedra.

El as retrocedió, se cubrió los ojos con el brazo y arrojó la capa. La explosión no lo había matado pero al parecer le había cegado.

El otro agente seguía sin entrar en acción. Ray se estaba levantando del suelo, frotándose la cabeza y rugiendo de rabia.

—Ray —le advirtió Joann.

—¡Joder, ya lo tengo! —gruñó él, y en seguida saltó.

El gigantón cerró la mano en un puño y trató de golpear a Ray, pero el as del traje blanco ya se había desplazado fuera de su alcance, cayendo sobre la cabeza de su contrincante, enganchándole el cuello con el brazo y depositando un tremendo puñetazo sobre su rostro. Fragmentos de piedra se le desprendieron de la cabeza.

«Un momento», pensó Joann: «¿piedra?»

El otro agente checo gritó una especie de negación y corrió hacia ellos. La mujer alzó una mano indicándole que se detuviese. El hombre se quedó quieto. Ambos se volvieron para mirar al gigante.

El hombretón parpadeaba, confuso. Ray le había hecho daño: tenía el rostro lleno de grietas, que comenzaban en una mejilla, envolvían el ojo, y luego cruzaban sobre la marca que tenía en la frente, un tipo de cicatriz o de tatuaje. Alzó la mano para rascarse allí, y otro pedazo de piedra se le desprendió, deshaciendo el símbolo.

El gigante se quedó congelado, como una estatua. Las grietas de la cara se le ensancharon y el daño se extendió por todo su cuerpo, hasta que toda la figura se desmoronó y se convirtió en escombros, sobre su abrigo y el resto de su ropa.

Un silencio extraño descendió sobre los tres, que observaban confusos lo ocurrido. Lady Black se inclinó sobre los restos del hombre, una pila de piedra y arena, y pasó los dedos por encima. Ray, que parpadeaba desde que el gigante se desintegró, seguía en cuclillas. ¿Qué estaba pasando?

La expresión del agente checo se endureció y la pena se convirtió en impasividad. Por fin, habló:

—No importa. Puedo hacer otro, y otro más.

El as era él, no su corpulento compañero. Su poder consistía en dar vida a la piedra, en fabricar hombres de piedra.

—Usted es judío —dijo Joann, abriendo más los ojos—. Su poder consiste en hacer golems.

—Soy un buen comunista —replicó, de manera directa, como si estuviera acostumbrado a declararlo una y otra vez—. Yo y mis sirvientes somos buenos agentes, y me propongo descubrir qué traman ustedes.

Joann suspiró, llena de frustración.

—¡No tramamos nada! —exclamó.

—Sé que conspiran con los agitadores extranjeros para provocar intranquilidad civil.

No pudo evitar reírse.

—Lo ha entendido al revés. Es sólo… —iba a explicarse pero abandonó la idea y sacudió la cabeza.

Cerró el puño y sintió cómo chasqueaba la energía. Podía derribarlo ahí mismo donde estaba, con sólo tocarlo, de ser necesario. Era un ser humano, con un flujo normal de energía en un sistema nervioso convencional. Su sirviente de piedra era otra cosa. Pero no le hizo nada, porque él se limitaba a estarse quieto y de pie. Frotándose las manos, fue a recuperar su capa. Con un movimiento amplio de torsión bien practicado, se envolvió en ella y cubrió su poder.

—Joann, ¿estás bien? —le preguntó Ray, que había logrado ponerse de pie, un poco lastimado y con un hilo de sangre corriendo sobre su frente, pero en condiciones normales, a pesar del trato recibido. Se preguntó si debía advertirle sobre la sangre antes de que le manchara el traje.

—Estoy bien —respondió.

Le dolían las costillas, pero se recuperaría. Contempló al agente checo.

—Le digo que no he venido a causar ningún problema. Podemos irnos cada quien por su lado, sin tener que informar de lo sucedido.

—Ustedes tienen todo el poder sobre la situación. Decidan lo que quieren que hagamos —declaró el agente checo, alzando el mentón con expresión de orgullo desafiante.

Sin duda, esperaba que lo mataran ahí mismo. Es lo que él habría hecho, en caso de verse en la posición de ellos. Joann no necesitaba más que alzar la mano… o dar la orden para que Ray le arrancara la cabeza.

—Vámonos, Ray —decidió Joann, ajustándose con mayor firmeza la capa sobre los hombros y echando a andar—. Ya hemos perdido suficiente tiempo.

—¿Estás segura? —insistió Ray.

—Estoy segura.

Caminaron juntos hasta la siguiente intersección. Al mirar sobre el hombro, Joann se percató de que el agente checo se había esfumado.

Imagen

El reloj mental de Joann seguía en marcha. ¿Se habría metido en algún lío Katrina? ¿Estaba en riesgo de caer bajo arresto?

A esa hora había muy poco trafico pero de camino pasaron a su lado no menos de una docena de patrullas de la policía. La mujer opinaba que, con toda seguridad, les iban a detener. Ella llevaba por fuera el lado oscuro de la capa, lo que la hacía casi invisible, pero el traje blanco de Ray resplandecía como un faro. Los coches de la policía parecían estar en alguna misión: iban de prisa y todos se encaminaban más o menos a la misma dirección. Eso no era buena señal. Joann apresuró el paso y Ray la siguió un poco por detrás, sin dejar de observar el entorno.

Joann oyó risas y gritos al desembocar en la avenida amplia y en la plaza. Por fin, les vio.

Una multitud de muchachos, desde adolescentes hasta jóvenes de más de veinte años, cruzaba a toda prisa la calle a varias cuadras de distancia, entre risas. Creyó ver la falda campesina de Katrina, su suéter y su brazo de serpientes de joker, pero no estaba segura. Podría tratarse de la bufanda de otra persona. El grupo tenía el mismo aspecto que los chicos del sótano. Joann corrió para alcanzarles, pero le llevaban ventaja, y tenían prisa. Por lo visto, habían realizado aquello que planeaban, les había salido bien y se disponían a marcharse del lugar. Se escaparon corriendo por la calle, dieron la vuelta en una esquina distante y se perdieron de vista. La agente, viendo que no tenía demasiado sentido perseguirlos, aminoró la marcha y al fin se detuvo, volviéndose para contemplar la avenida que llevaba al corazón de la plaza de Venceslao, con la estatua ecuestre del rey en el centro.

La estatua estaba cubierta de flores. Envuelta en paños de flores por el flanco y el cuello del caballo, con guirnaldas en la cabeza, hileras que ascendían por el cuerpo del rey y que se enrollaban en torno a su lanza para colgar del extremo formando un estandarte. En torno a la estatua se dispersaban más flores, las que habían sobrado, sobre los arbustos, y también otras más aparecían suspendidas de los árboles. Estas hectáreas de flores de papel era lo que habían estado fabricando en las sesiones de artesanía del sótano. El monumento se había transformado en un jardín de fantasía, que brotaba en el centro de la ciudad.

Junto a las flores, los jóvenes habían plantado banderas, pancartas y carteles. Las consignas estaban atadas a los árboles o pegadas a los escaparates y sobre la base de la estatua. Símbolos, caricaturas, eslóganes, casi todos en checo, que Joann no podía leer, pero había otros en alemán y en inglés; ninguno en ruso. Las consignas eran a favor de la democracia y la paz. Había dibujos de tanques y bombas tachados con grandes trazos rojos, símbolos pacifistas, versos de canciones y más cosas por el estilo. Entre ellos estaba el hermoso dibujo a carboncillo de Katrina, expuesto a que le cayera la lluvia, lo arrancaran o lo rompieran. Joann sintió el impulso de rescatarlo, enrollarlo con cuidado y salvarlo. Pero no: su lugar era ése.

En eso consistía la protesta. Sin marchas, sin gritos, sin disturbios. No habían hecho explotar nada, nadie se había incendiado. Llegaría el amanecer y los residentes, la policía y las fuerzas de ocupación soviéticas —y los periodistas— verían una obra de arte vibrante y llena de color, energía y esperanzas.

—¿Eso era? —exclamó Ray, que se había acercado para estar junto a Joann—. ¿La gran protesta, la manifestación o lo que fuera?

—Eso era —respondió Joann, riendo—. ¿No te parece bonito?

Ray contempló la escena, con aspecto de no entender, rascándose el cabello muy corto.

—Supongo que sí, es bonito. No sé si puede considerarse arte o algo así.

Ella lo miró.

—Billy, tú no podrías reconocer una obra de arte aunque te cayera sobre la cabeza y te diera de cenar.

—Joann, eso suena a una invitación para salir juntos.

Llegó uno de esos momentos en que la fuerza de la gravedad daba la sensación de desplazarse un poco, o tal vez un cambio atmosférico en el contenido de oxígeno del aire; el caso es que sentía la cabeza ligera. Se dio cuenta de que podía decirle que sí. Podía invitar a cenar a ese hombre. No conduciría a nada y no tendría sentido hacerlo. Excepto…, excepto que tal vez sí tendría algún sentido. Podía decir que sí y podía decir que no, pero no dijo nada. Estaba ahí de pie, mirándolo con expresión boba, y él le devolvía la mirada en actitud similar. Entonces, él se inclinó hacia ella.

Era como un niño que se acercara poco a poco al borde de un precipicio, asomándose, viendo hasta dónde podía llegar sin caer y morir. Convencido, tal vez, de que aunque cayera era imposible que se hiciera daño. Después de todo, él era Billy Ray. Podían golpearle, mas nunca romperlo.

Por una vez, ella no se apartó. No se cubrió con la capucha ni le presentó el hombro. No protegió a la gente que había en la calle, ni tampoco se protegió a ella misma. Con la punta de los dedos, él le hizo una leve caricia en el mentón que le subió por la mejilla izquierda. El contacto hormigueaba en su piel y, por una fracción de segundo, quiso creer que esa sensación la causaba el choque del contacto humano sobre la piel, el movimiento seductor, dulce y sorpresivo de una mano sobre su rostro, que la invitaba a acercarse y recibir más. No tenía más que volver el rostro, frotándolo contra su mano, y tenderle los brazos. De pronto, vencer el instinto de toda una vida manteniéndose a distancia le pareció algo muy fácil.

Ray también debía de haber abandonado sus pensamientos al deseo, porque se volvió más audaz. En lugar de sólo hacer la prueba, aumentó la presión sobre el rostro de ella y se acercó un paso más, como si fuera a besarla. Pero el cosquilleo cálido y placentero no era la emoción del flirteo, ni tampoco una antesala del amor; era energía. La fuerza vital que salía chisporroteando de la mano de Ray estaba fluyendo hacia su piel, inundando sus nervios, vertiéndose en su cuerpo y haciendo que su sangre pareciera metal fundido. Ray dejó escapar el aliento, dolorido, se estremeció y puso los ojos en blanco.

Cayó hacia atrás, inconsciente. En lugar de dar un paso al frente y sujetarlo, como habría hecho todo ser normal, Joann se envolvió en su capa y dio un paso atrás. Tenía que aislar su energía, llevarla hacia su interior, forzar la respiración para que entrara en ritmo sereno, aunque su corazón latía con frenesí. Logró controlarse, como había hecho toda su vida.

Ray se dio en el suelo con la cabeza y se quedó un momento inmóvil. En seguida, emitió un quejido y se pasó la mano por la cara. ¡No estaba muerto! Sintió un gran alivio.

—Pegas tan fuerte como un tren, ¿te lo han dicho? —murmuró.

Era uno de los ases más duros, capaces de soportar daños enormes. Por un momento, ella había pensado que quizá, tal vez… Pero no.

Y eso era así, y estaba bien. Había que aceptarlo.

—Conocías los riesgos —le advirtió con una sonrisa torcida.

—No fui demasiado lejos —farfulló él—. Te pediría que me dieras la mano para levantarme… pero es mejor que no. No te ofendas.

Se alzó con esfuerzo hasta ponerse de pie, como un viejo.

—Hay que volver a la embajada —propuso ella—. Verificar que los delegados borrachos logren encontrar el hotel.

—Creo que prefiero que me vuelvas a noquear.

Joann había recuperado la suficiente calma como para reírse de eso.

Imagen

A la tarde siguiente, el programa indicaba que la delegación de la OMS debía viajar a Cracovia, pero Joann logró organizar el encuentro entre Cramer y Katrina por la mañana, en un café a medio camino entre el hotel y la Ciudad Vieja. Ahí no llamarían demasiado la atención y podrían hablar en privado.

Cramer ya estaba sentada a la mesa con Joann cuando llegó Katrina, con los ojos inflamados; era normal, pues sin duda ella y su grupo habían dedicado toda la noche a celebrar su triunfal proyecto de redecoración de la plaza de Venceslao. La policía se había apresurado a limpiar la plaza, pero no sin que antes esa misma mañana aparecieran fotos en las páginas de los periódicos. Hasta la prensa internacional había comunicado la noticia. Era posible que Katrina tuviese razón, y que protestas como ésa pudieran funcionar, si se hacían en cantidad suficiente a lo largo del tiempo.

Cramer se puso de pie, nerviosa, ajustándose las mangas de la chaqueta, como si fuera su propia hija quien llegaba. Katrina las vio y, con un suspiro, se acercó a saludarlas.

—Katrina, querida ¿te acuerdas de mí?… —empezó a decir Cramer, con una mano extendida.

—La recuerdo, señora Cramer. Encantada de verla. —Katrina sacó a relucir sus buenos modales y estrechó la mano que le ofrecían.

Era la hija bien criada de una familia pudiente la que se presentaba allí. Esa fachada no le pegaba, tras haberla visto con su carácter de artista de ojos resplandecientes.

Se sentaron y Katrina descansó el brazo con el nudo de serpientes directamente sobre la mesa. Cramer lo miró un momento y palideció un poco. Pero hay que decir, a su favor, que no tardó en reponerse y hablar con emoción.

—Debo confesar —anunció— que estoy muy decepcionada por la actitud de tus padres…

—Sin embargo, no dudo que usted sigue aceptando sus contribuciones.

—Igual que tú sigues siendo beneficiada de tu fideicomiso. No se trata de dinero, al menos, no para mí. Sólo quiero que sepas que… tienes amigos. Sé que no puedes acudir a ellos para que te ayuden, pero has de saber que no estás sola.

—Lo sé, señora. Y se lo agradezco.

—Y que cuando decidas volver a tu país…

—Seguro que podré comprar un billete de avión, como todo el mundo —dijo Katrina.

Joann tuvo que ocultar su sonrisa con la mano.

Katrina permitió que la congresista le invitara a un café y hablaron con bastante incomodidad durante una media hora, antes de que la diputada declarase que tenía que volver al hotel para unirse a la delegación, la cual estaba a punto de dirigirse al aeropuerto. Lady Black logró hablar a solas unos minutos con Katrina, mientras acompañaba a la muchacha hacia afuera.

—Es igual que mis padres —le explicó Katrina a Joann—. Bueno, no del todo. Al menos parece tener algo de decencia. Pero lo que mis padres quieren es que crea que esto es el fin del mundo para mí, que mi vida está arruinada.

Alzó los brazos y las serpientes se retorcieron con furia.

—Pero aún puedo pintar —continuó—. Puedo dibujar. Puedo ver el mundo y tener un novio. Tengo una vida, y es buena. ¿Por qué no son capaces de entender eso?

—Los demás sí que lo entendemos —afirmó Joann, pues la pregunta de la chica no era retórica: Katrina buscaba una respuesta.

Joann hizo una pausa y se preguntó por qué no podía pensar de la misma manera. Podía buscarse una vida mejor. De hecho, tenía una vida bien construida, maldita sea. Ahí estaba, viajando por el mundo, algo que tantos soñaban hacer y no podían. Tenía amigos, tenía objetivos. Y quizá un día, en alguna parte, conocería a un as con el poder capaz de equilibrar el de ella. Tal vez fuera alguien capaz de producir fuentes inagotables de energía a partir de la nada. Quizá incluso fuera inteligente, guapo, ingenioso, lleno de bondad…

Soñar no hace daño a nadie, ¿verdad?

—Cuídate mucho, Katrina —se despidió de la joven mujer y escoltó a la diputada Cramer de vuelta al hotel.

Imagen