por Lewis Shiner
La tienda tenía una pirámide de televisores en el aparador, todos sintonizados en el mismo canal. Primero mostraron el aterrizaje de un 747 en el aeropuerto de Narita, para después alejar la imagen, a fin de mostrar a un locutor en pantalla. Entonces la escena del aeropuerto fue sustituida por un gráfico que mostraba una caricatura de Tachyon, el dibujo de un avión y, en inglés, las palabras «Carta Marcada».
Fortunato se detuvo frente a la tienda. Estaba anocheciendo y a su alrededor los ideogramas de neón de Ginza brillaron al cobrar vida: rojos, azules y amarillos. No podía escuchar nada a través del cristal, así que miró con impotencia las fotografías de Hartmann, Chrysalis y Jack Braun que se mostraban en pantalla.
Supo que enseñarían a Peregrine un segundo antes de que apareciera en la pantalla, con los labios un tanto entreabiertos, los ojos mirando la lejanía y el viento entre su cabello. No necesitaba ningún poder wild card para predecir eso. Aunque todavía los tuviera. Sabía que la mostrarían porque eso era lo que él temía. Fortunato contempló el reflejo de su propia imagen, débil y fantasmal, sobrepuesta a la de ella.
Compró un Japanese Times, el periódico en inglés de mayor circulación en Tokio. «Los ases invaden Japón», anunciaba el titular, y había un suplemento especial con fotografías a color. Las multitudes avanzaban en tropel a su alrededor, en su mayoría hombres, en su mayoría en traje de negocios, en su mayoría en piloto automático. Los que se fijaron en él le dirigieron una mirada sorprendida y desviaron la vista de nuevo. Captaron su estatura, su delgadez y su aspecto extranjero. Si fueron capaces de distinguir que era mitad japonés, no les importó; la otra mitad era de negro norteamericano, de kokujin, de Japón, como en tantas otras partes del mundo, mientras más blanca fuese la piel, mejor.
El periódico decía que los integrantes del tour se hospedarían en el recientemente remodelado Hotel Imperial, a pocas cuadras de distancia de donde se encontraba él. «Así que la montaña ha venido a Mahoma», se dijo Fortunato, «lo deseara Mahoma o no».
Era hora de tomarse un baño.
Fortunato se acuclilló cerca del grifo y se enjabonó todo el cuerpo; luego se enjuagó cuidadosamente con la cubeta de plástico. Meter jabón en el ofuro era una de las dos faltas de etiqueta que los japoneses no toleraban, siendo la otra el llevar zapatos sobre las esteras de tatami. Cuando estuvo limpio, Fortunato caminó hacia el borde de la piscina, con la toalla colgando para cubrirse los genitales con la habilidad casual de un auténtico japonés.
Se metió en el agua a 115 grados y se entregó al insoportable placer. Una mezcla de sudor y condensación le brotó de la frente de inmediato y le corrió por la cara. Sus músculos se relajaron a pesar de sí mismo. Los otros hombres que había en el ofuro estaban sentados con los ojos cerrados, ignorándolo.
Se bañaba más o menos a esa hora todos los días. Durante los seis meses que había pasado en Japón, se había convertido en un animal de costumbres, al igual que los millones de japoneses que le rodeaban. Se levantaba antes de las nueve, una hora que sólo había visto media docena de veces cuando vivía en Nueva York. Pasaba las mañanas meditando o estudiando e iba dos veces por semana a un shukubó zen ubicado al otro lado de la bahía, en la ciudad de Chiba.
Por las tardes hacía de turista: lo visitaba todo, desde los impresionistas franceses en el Bridgestone hasta los grabados en madera del Riccar, caminando por los jardines imperiales, yendo de compras a Ginza, visitando los santuarios.
Por la noche tenía lugar el mizushdbai. El comercio del agua.
Así era como llamaban a la enorme economía clandestina del placer: de la más conservadora de las casas de geishas al más flagrante de los prostíbulos, desde los clubes nocturnos con paredes de espejo hasta los diminutos bares iluminados por luces rojas donde, a altas horas de la noche, después de beber suficiente sake, la anfitriona aceptaba bailar desnuda sobre el mostrador de fórmica. Era un mundo entero dedicado a la satisfacción del apetito carnal, como nada que Fortunato hubiera visto antes. Hacía que sus actividades en Nueva York, las prostitutas de clase alta que, inocentemente, había llamado geishas, parecieran insignificantes en comparación. A pesar de lo que le había encendido, a pesar de que aún intentaba abandonar el mundo por completo y encerrarse en un monasterio, no lograba mantenerse alejado de esas mujeres: de las jósan, de las chicas de alterne que actuaban a cambio de dinero. Ay, si pudiera mirarlas y hablar con ellas y después irse a casa a masturbarse en su pequeño cubículo, si es que su agotada habilidad wild card hubiera regresado y si es que el poder tántrico se hubiese acumulado dentro de su chacra muladhara.
Cuando el agua ya no le causaba dolor se levantó, se enjabonó, se enjuagó de nuevo y entró por segunda vez al ofuro. Pensó que era hora de tomar una decisión. Podía dar la cara ante Peregrine y los demás en el hotel, o bien marcharse de la ciudad por completo, quedándose tal vez una semana en el hukubó de Chiba para evitar toparse con ellos por casualidad.
O la tercera opción: dejar que la suerte decidiera. Seguir con sus asuntos y, si estaban destinados a encontrarse, que así fuera.
Sucedió cinco días después, justo antes de la puesta de sol del martes por la tarde, y no fue por casualidad. Había estado charlando con un camarero que conoció en la cocina del restaurante Chikuyótei y había usado la puerta trasera para salir al callejón. Cuando levantó la vista, ella estaba ahí.
—¿Fortunato? —Mantuvo sus alas rectas detrás de ella. Aun así, casi tocaban las paredes del callejón. Llevaba un ajustado vestido de punto de un color azul intenso, con los hombros descubiertos. Parecía embarazada de unos seis meses. Nada de eso se había visto en las noticias.
Había un hombre con ella, de la India o de algún lugar cercano. Tendría unos cincuenta años, era de complexión gruesa y el cabello empezaba a escasearle.
—Peregrine —dijo Fortunato. Se la veía alterada, cansada, aliviada…, todo a la vez. Levantó los brazos y Fortunato se le acercó y la abrazó con gran delicadeza. Ella descansó la frente en su hombro unos instantes y luego se apartó.
—Él… él es G. C. Jayewardene —dijo Peregrine. El hombre juntó las palmas de las manos, con los codos hacia afuera, e inclinó la cabeza—. Me ayudó a encontrarte.
Fortunato se inclinó con brusquedad. «La madre, me estoy volviendo japonés», pensó. Ahora sólo falta que tartamudes sílabas sin sentido al inicio de cada oración y que sea incapaz de hablar siquiera.
—¿Cómo supiste…? —dijo.
—Tengo el wild card. —Jayewardene se encogió de hombros—. Vi este momento hace un mes. Las visiones aparecen de modo espontáneo. No sé por qué, ni qué significan. Soy su prisionero.
—Conozco la sensación —dijo Fortunato. Miró a Peregrine de nuevo Alargó el brazo y le posó una mano sobre el estómago. Podía sentir al bebé moviéndose en su interior—. Es mío, ¿no es así?
Ella se mordió el labio y asintió.
—Pero ésa no es la razón por la que estoy aquí. Te iba a dejar en paz. Sé que eso es lo que querías. Pero necesitamos tu ayuda.
—¿Qué tipo de ayuda?
—Es a propósito de Hiram —dijo ella—, ha desaparecido.
Peregrine necesitaba sentarse. En Nueva York, Londres o Ciudad de México habría encontrado un parque a una distancia razonable. En Tokio el espacio era demasiado valioso. El apartamento de Fortunato estaba a media hora de distancia en tren: era una habitación de cuatro tatamis, de dos metros por cuatro, en un complejo de paredes grises con pasillos estrechos, baños comunales y nada de césped o árboles. Además, sólo un lunático intentaría coger un tren en hora punta, cuando los empleados del ferrocarril, enfundados con guantes blancos, estaban ahí para empujar a la gente dentro de los vagones ya repletos.
Fortunato los llevó a la vuelta de la esquina, a un restaurante de sushi tipo cafetería. La decoración consistía en vinilo rojo, fórmica blanca y cromo. El sushi viajaba a lo largo de la sala sobre una cinta transportadora que pasaba por todos los reservados.
—Aquí podremos hablar —dijo Fortunato—. Pero yo no probaría la comida. Si queréis comer, os llevaré a otro lugar aunque eso significaría hacer fila.
—No —dijo Peregrine. Fortunato se percató de que los intensos aromas de vinagre y pescado no le estaban sentando bien a su estómago—. Está bien.
Ya se habían preguntado el uno al otro cómo habían estado, durante el camino, y ambos habían sido amables y vagos al responder. Peregrine le había hablado acerca del bebé. «Es saludable y normal, hasta donde hemos podido averiguar». Fortunato le formuló a Jayewardene algunas preguntas corteses y se concentraron en hablar de la situación.
—Dejó esta carta —dijo Peregrine. Él la leyó. La escritura era irregular, diferente a la caligrafía habitualmente compulsiva de Hiram. Decía que abandonaba el tour por «motivos personales». Les aseguraba a todos que gozaba de buena salud. Esperaba reunirse con ellos después. De lo contrario, les vería en Nueva York.
—Sabemos dónde está —dijo Peregrine—. Tachyon lo encontró mediante telepatía, y se aseguró de que no estuviera herido. Pero se niega a entrar en el cerebro de Hiram para descubrir lo que pasa. Dice que no tiene derecho a ello. Tampoco permite que ninguno de nosotros hable con él. Insiste en que si alguien desea abandonar la gira no es asunto de nuestra incumbencia. Tal vez tenga razón. Sé que si yo intentara hablarle, no funcionaría.
—¿Por qué no? Siempre os habéis llevado bien.
—Ha cambiado. No ha sido el mismo desde diciembre. Es como si un médico brujo le hubiera echado una maldición mientras estábamos en el Caribe.
—¿Sucedió algo en especial que lo alterara?
—Algo sucedió, pero no sabemos qué. El domingo comimos en el palacio con el primer ministro Nalcasone y todos los demás oficiales. De repente, durante la comida, entró un hombre con un traje barato que le entregó a Hiram una hoja de papel. Hiram palideció y no nos dijo nada al respecto. Esa tarde regresó solo al hotel. Dijo que no se encontraba bien. Debió de ser cuando hizo las maletas y se marchó, pues el domingo por la noche ya no estaba ahí.
—¿Recuerdas algo más acerca del hombre del traje?
—Tenía un tatuaje. Le asomaba por debajo de la camisa; le bajaba por la muñeca. Sólo Dios sabe hasta qué punto del brazo le subía. Era de colores muy vivos, con verdes, rojos, azules y eso.
—Es probable que le cubriera todo el cuerpo —dijo Fortunato. Se frotó las sienes, donde se había instalado su dolor de cabeza habitual—. Era un yakuza.
—Un yakuza… —repitió Jayewardene.
Peregrine miró primero a Fortunato, luego a Jayewardene, y de nuevo a Fortunato.
—¿Eso es malo?
—Muy malo —dijo Jayewardene—. Hasta yo lo sé. Son gángsters.
—Como la mafia —dijo Fortunato—. Sólo que no tan centralizados. Cada familia, o «clan», trabaja por su cuenta. Hay algo así como dos mil quinientos clanes distintos en Japón, cada uno con su propio oyabun. El oyabun vendría a ser el don, el padrino, «el que hace el papel del padre». Si Hiram tiene problemas con los yak, es posible que ni siquiera logremos descubrir cuál de todos los clanes anda tras él.
Peregrine extrajo otra hoja de su bolso.
—Esta es la dirección del hotel de Hiram. Le… dije a Tachyon que no iría a verlo, que alguien debería tenerla en caso de emergencia. Entonces el señor Jayewardene me contó su visión.
Fortunato puso su mano sobre el papel pero no lo miró.
—Ya no tengo poderes —dijo—. Los gasté todos al pelear con el Astrónomo, y no me queda nada.
Había sido en septiembre, en Día Wild Card de Nueva York. El cuadragésimo aniversario del gran error de Jetboy, de cuando las esporas cayeron sobre la ciudad y miles de personas murieron, Jetboy entre ellos. Fue el día que el Astrónomo eligió para vengarse de los ases que habían acosado y destruido su sociedad secreta de masones egipcios. Él y Fortunato habían luchado con balas de fuego ardientes sobre el East River. El as negro ganó, pero el precio fue muy alto.
Ésa había sido la noche en que hizo el amor con Peregrine por primera y última vez. La noche en que su hijo fue concebido.
—No importa —dijo Peregrine—. Hiram te respeta. Te escuchará.
«De hecho, me teme y me culpa por la muerte de una mujer que amaba», pensó. Una mujer que había usado como peón contra el Astrónomo, y a la que había perdido. Una mujer que él había amado también. Hacía años.
Sin embargo, si se alejaba ahora nunca vería a Peregrine de nuevo. Había sido bastante duro permanecer lejos de ella, sabiendo que estaba tan cerca Resultaría mucho más difícil levantarse y alejarse de ella teniéndola justo ahí, delante de él, tan alta y poderosa y rebosante de emociones. El hecho de que llevara a su hijo en el vientre lo hacía aún más difícil, era una cuestión que aún no estaba preparado para meditar.
—Lo intentaré —dijo Fortunato—. Haré lo que pueda.
La habitación de Hiram estaba en el Akasaka Shanpia, un hotel de negocios cerca de la estación de tren. Excepto por los estrechos pasillos y los zapatos en el exterior de las puertas, podría haber sido un hotel cualquiera de precio medio de Estados Unidos. Fortunato llamó a la puerta de Worchester. Hubo un momento de silencio, como si todos los sonidos en el interior de la habitación se hubieran detenido de repente.
—Sé que estás ahí —dijo con tono fanfarrón—. Soy Fortunato, tío. Venga, déjame entrar. —Tras un par de segundos, la puerta se abrió.
Hiram había convertido el sitio en una pocilga. Había ropa y toallas por el suelo, platos de comida seca y vasos sucios, montones de periódicos y revistas. Olía un tanto a acetona y a una mezcla de sudor y bebidas alcohólicas viejas.
Fatman había perdido peso. La ropa le colgaba a los lados, como si todavía estuviera colocada en una percha. Tras dejar entrar a Fortunato, caminó de regreso a la cama sin decir nada. El ex proxeneta cerró la puerta, dejó caer una camisa sucia que estaba sobre una silla y se sentó.
—Así que me han descubierto.
—Están preocupados. Creen que podrías estar en apuros.
—No es nada. No hay motivo alguno por el que deban preocuparse. ¿No recibieron mi nota?
—No intentes engañarme, Hiram. Tienes problemas con los yakuza y no son el tipo de gente con la que te puedas arriesgar. Cuéntame lo que sucedió.
Hiram fijó la mirada en él.
—Si no te lo digo, me lo sonsacarás, ¿verdad? —Fortunato se encogió de hombros, fanfarroneando de nuevo—. Ya. Vale.
—Sólo quiero ayudarte —dijo Fortunato.
—Bueno, nadie te ha pedido ayuda. Es sólo un pequeño asunto de dinero. Nada más.
—¿Cuánto dinero?
—Algunos miles.
—Dólares, por supuesto. —Mil yenes valían un poco más de cinco dólares norteamericanos—. ¿Cómo sucedió? ¿Apostando?
—Mira, todo esto es muy embarazoso. Preferiría no hablar de ello, ¿de acuerdo?
—Se lo estás diciendo a un hombre que fue un chulo durante treinta años. ¿Crees que te voy a juzgar? ¿Qué puede sorprenderme lo que hayas hecho?
Hiram respiró hondo.
—No, imagino que no.
—Cuéntame.
—El sábado por la noche, ya muy tarde, estaba dando un paseo por la calle Roppongi…
—¿Tú solo?
—Sí. —Se avergonzó de nuevo—. Había oído muchas historias sobre las mujeres japonesas. Sólo quería… sentir la tentación, ¿sabes? El misterioso oriente. Ver a las mujeres que supuestamente pueden hacer realidad tus sueños más locos. Estoy muy lejos de casa. Yo sólo… quería ver.
No era muy distinto de lo que Fortunato había estado haciendo los últimos seis meses.
—Entiendo.
—Vi un letrero que decía «Anfitrionas de habla inglesa». Entré y había un largo pasillo. Debí de pasarme el lugar que anunciaba el letrero. Recorrí un buen trecho hacia el interior del edificio. Había una especie de puerta acolchada al final, sin carteles ni nada. Cuando entré, tomaron mi abrigo y se lo llevaron. Nadie hablaba inglés. Entonces unas chicas me arrastraron más o menos hasta una mesa e hicieron que les comprara bebidas. Eran tres. Yo me tomé una o dos copas. Más de una o dos. Fue una especie de reto. Usaban lenguaje de signos, me enseñaron algo de japonés. Dios. Eran tan hermosas. Tan… delicadas, ¿sabes? Pero con unos enormes ojos oscuros que te miraban y después se escabullían. Un poco tímidas y un poco…, no sé…, desafiantes. Me dijeron que ahí nunca nadie había tomado diez jarras de sake antes. Como si nadie hubiera sido lo suficientemente hombre. Así que lo hice. Para entonces me habían convencido de que las tendría a las tres como recompensa.
Hiram empezó a sudar. Las gotas le corrían por la cara y se las secó con el puño de una camisa de seda manchada.
—Yo estaba… muy excitado, digamos. Y ebrio. Continuaron coqueteando y tocándome en el brazo, ligeras como mariposas que aterrizaban sobre mi piel. Sugerí que fuéramos a otro lado pero siguieron dándome largas. Ordenaron más bebidas. Y entonces simplemente perdí el control.
Miró a Fortunato.
—No he sido… yo mismo, últimamente. Algo se apoderó de mí en ese bar. Creo que sujeté a una de las chicas… e intenté quitarle el vestido, ella gritó y las tres huyeron. Entonces el portero me llevó a empujones a la puerta, mientras agitaba la cuenta frente a mi cara: cincuenta mil yenes. Aun estando borracho supe que algo iba mal. Señaló mi abrigo y luego un número; entonces las jarras de sake y más números; entonces a las chicas y más números. Creo que eso es lo que me afectó. Pagar tanto dinero sólo para que coqueteen contigo.
—Eran las chicas equivocadas —dijo Fortunato—. Por Dios, en esta ciudad hay un millón de mujeres en venta. Todo lo que tienes que hacer es preguntarle a un taxista.
—Está bien, está bien. Cometí un error. Pudo pasarle a cualquiera. Pero llegaron demasiado lejos.
—Así que te fuiste.
—Me fui. Trataron de perseguirme y los pegué al suelo. Me las arreglé para regresar al hotel. Me llevó siglos encontrar un taxi.
—Está bien —dijo Fortunato—. Exactamente, ¿dónde está ese lugar? ¿Podrías encontrarlo de nuevo?
Hiram sacudió la cabeza.
—Lo intenté. Me he pasado dos días buscándolo.
—¿Y del letrero? ¿Recuerdas algo al respecto? ¿Podrías dibujar alguno de los caracteres?
—¿Quieres decir en japonés? Por supuesto que no.
—Debe de haber algo que te ayude a localizar ese sitio.
Fatman cerró los ojos.
—De acuerdo. Tal vez viera el dibujo de un pato. De perfil. Parecía un señuelo, de los que usamos en casa. El perfil de un pato.
—Está bien. Y me has contado todo lo que sucedió en el club, ¿verdad?
—Todo.
—Y al día siguiente el kobun te encontró en la comida.
—¿El kobun?
—El soldado de los yakuza.
Hiram se sonrojó de nuevo.
—Entró caminando sin más. No sé cómo esquivó a los de seguridad. Se plantó en el otro lado de la mesa en la que me sentaba. Se inclinó desde la cintura, con las piernas separadas, y la mano derecha extendida con la palma hacia arriba, así. Se presentó, pero yo estaba tan asustado que no pude recordar el nombre. Entonces me entregó una nota con la cuenta: doscientos cincuenta mil yenes. Había una nota en inglés en la parte inferior. Decía que la cantidad se duplicaría cada día a la medianoche hasta que la pagara.
Fortunato hizo cálculos mentales. En dinero norteamericano la deuda se acercaba ahora a los siete mil dólares.
Worchester dijo:
—Si no está liquidada para el jueves, dijeron…
—¿Qué?
—Que ni siquiera alcanzaría a ver al hombre que me mataría.
Fortunato llamó a Peregrine desde un teléfono público, marcado en color rojo, lo cual indicaba que era para llamadas locales únicamente. Introdujo un puñado de monedas de diez yenes para evitar que el sistema pitara cada tres minutos.
—Le he encontrado —dijo Fortunato—. No me ha contado gran cosa.
—¿Está bien? —Peregrine sonaba somnolienta. Le era bastante sencillo imaginarla echada sobre la cama, cubierta tan sólo por una delgada sábana blanca. No le quedaban poderes. No podía detener el tiempo, proyectar su cuerpo astral, arrojar rayos de prana o moverse dentro de los pensamientos de las personas. Pero sus sentidos todavía eran agudos, más agudos de lo que fueron antes del virus, y podía recordar el aroma de su perfume, su cabello y su deseo, como si todo eso estuviera delante mismo de él.
—Está nervioso y ha perdido mucho peso. Pero no le ha pasado nada todavía.
—¿Todavía?
—Los yakuza quieren su dinero. Algunos miles. Es básicamente un malentendido. Intenté convencerlo de dar marcha atrás pero no está dispuesto. Es una cuestión de orgullo…, y escogió el país incorrecto para esto. Cada año, miles de personas mueren aquí por cuestiones de orgullo.
—¿Crees que llegará a eso?
—Sí. Me he ofrecido a pagar el dinero en su lugar pero se ha negado. Lo haría a sus espaldas, pero no puedo descubrir qué clan está tras él. Lo que me preocupa es que parece que le están amenazando con enviarle algún tipo de asesino invisible.
—¿Te refieres a algo así como un as?
—Tal vez. En todo el tiempo que he estado aquí sólo he oído hablar acerca de un as real confirmado, un róshi zen, en el norte, en la isla de Hokkaido. Creo que tal escasez se debe a que las esporas ya se habían asentado bastante antes de poder llegar hasta aquí. Y aunque algunas lo hicieron, puede que nunca oigas nada al respecto. Estamos hablando de una cultura que convierte la modestia en una religión. Nadie quiere destacar. Así que si nos enfrentamos a algún tipo de as, es posible que nadie haya oído hablar de él.
—¿Hay algo que pueda hacer?
No estaba seguro de lo que le estaba ofreciendo y no quería pensar demasiado al respecto.
—No, por ahora no.
—¿Dónde estás?
—En un teléfono público, en el distrito de Roppongi. El club donde Hiram se metió en problemas tiene que estar cerca de aquí.
—Es sólo que… en realidad no tuvimos oportunidad de hablar. Con Jayewardene ahí y eso.
—Lo sé.
—Fui a buscarte después del Día Wild Card. Tu madre dijo que ibas a un monasterio.
—Iba a hacerlo. Después, cuando llegué aquí, oí hablar de ese monje, el de Hokkaido.
—¿El as?
—Sí. Su nombre es Dogen. Puede crear bloqueos mentales, un poco como lo que podía hacer el Astrónomo, pero no tan drástico. Tiene la capacidad de hacer que la gente olvide cosas, o de quitarles habilidades mundana que podrían interferir con su meditación, o de…
—O de quitarle a alguien su poder wild card. El tuyo, por ejemplo.
—Por ejemplo.
—¿Le viste?
—Dijo que me aceptaría. Pero sólo si renunciaba a mi poder.
—Pero tú dijiste que tu poder había desaparecido…
—Hasta ahora. Pero tampoco le he dado la oportunidad de regresar. Y, si entro en el monasterio, podría ser algo permanente. Algunas veces el bloqueo desparece y tiene que renovarlo. Algunas veces no desaparece en absoluto.
—Y tú no sabes si quieres llegar tan lejos.
—Sí quiero. Pero todavía me siento… responsable. Como si el poder no fuera completamente mío, ¿comprendes?
—Más o menos. Yo nunca he querido renunciar al mío. No como tú o Jayewardene.
—¿Él quiere hacerlo?
—Todo indica que sí.
—Quizá cuando todo esto haya terminado, él y yo podamos ir a ver a Dogen juntos. —El tráfico de alrededor se estaba intensificando; los autobuses diurnos y las camionetas de reparto habían dado paso a automóviles caros y taxis—. Tengo que irme —dijo.
—Prométeme…, prométeme que tendrás cuidado —dijo Peregrine.
—Sí, sí, te lo prometo.
El distrito de Roppongi estaba unos tres kilómetros al suroeste de Ginza. Era la única parte de Tokio donde los clubes permanecían abiertos después de medianoche. Últimamente estaba infestado de «negocios gaijin»: discotecas, bares y cantinas con anfitrionas occidentales.
A Fortunato le había llevado un largo tiempo acostumbrarse a que los establecimientos cerraran temprano. Los últimos trenes salían del centro de la ciudad a medianoche, y había caminado a Roppongi más de una vez durante mis primeras semanas en Tokio, buscando todavía alguna huidiza satisfacción, reacio a conformarse con sexo o alcohol, y sin estar preparado para arriesgarse o sufrir el salvaje castigo japonés si le atrapaban con drogas. Al final se había rendido. La presencia de tantos turistas, el alto e incesante ruido de sus idiomas y el estruendo predecible de su música no valían los pocos placeres que los clubes tenían para ofrecer.
Probó en tres sitios y en ninguno recordaban a Hiram ni reconocían el letrero del pato. Entonces fue al Berni Inn de la zona norte, uno de los dos que había en el distrito. Era un bar inglés, con su cerveza Guinness, su pastel de riñones y su tapicería de terciopelo rojo. Aproximadamente la mitad de las mesas estaban llenas, ya fuera por grupos de dos o tres turistas extranjeros o por grandes reuniones de empresarios japoneses.
Fortunato avanzó con calma, para observar la dinámica en una de las mesas japonesas. Los gastos de representación mantenían vivo el comercio del agua. Permanecer fuera toda la noche con los chicos de la oficina era tan sólo parte del trabajo. El más joven y menos seguro de sí mismo entre ellos hablaba en voz más alta y reía con más fuerza. Ahí, con la excusa del alcohol, era el único sitio y el único momento en que la presión desaparecía, en que había la oportunidad de cometer un error y salir bien parado. Los hombres mayores sonreían con indulgencia. Fortunato sabía que aunque pudiera leerles la mente no habría mucho que ver ahí. El perfecto hombre de negocios japonés podía esconder sus pensamientos incluso a sí mismo, podía ocultarse de manera tan absoluta que nadie sabría siquiera que se encontraba ahí.
El barman era japonés y tenía pinta de ser nuevo en el local. Miró a Fortunato con una mezcla de horror y asombro. Los japoneses se educaban con la idea de que los gaijin eran una raza de gigantes. Fortunato, de un metro ochenta de alto, delgado y con los hombros encorvados hacia adelante como los de un buitre, era una pesadilla infantil ambulante.
—¿Ogenki desti ka?—preguntó Fortunato con cortesía, con una ligera inclinación de cabeza—. Estoy buscando un club nocturno —continuó en japonés—. Tiene un letrero como éste. —Dibujó un pato en una de las servilletas rojas del bar y se la mostró al camarero. El barman asintió mientras retrocedía, con una sonrisa rígida de temor en el rostro.
Al final, una de las camareras extranjeras se inclinó detrás de la barra y le sonrió a Fortunato:
—Tengo la sensación de que a Tosun no le va a ir bien aquí. —Su acento procedía del norte de Inglaterra, tenía ojos verdes, su cabello era color castaño oscuro y lo había sujetado con palillos—. ¿Puedo ayudarle?
—Estoy buscando un club nocturno en algún lugar de por aquí. Tiene un pato en el letrero, como éste. Un lugar pequeño, que no tiene mucho trafico de gaijin.
La mujer miró la servilleta. Por un segundo, adoptó la misma expresión que el barman. Entonces modificó el rostro hasta formar una perfecta sonrisa japonesa, que le quedaba horrible en sus rasgos europeos. Fortunato supo que no le tenía miedo a él, sino al club.
—No —dijo ella—, lo siento.
—Mira. Sé que los yakuza están involucrados en esto. No soy policía y no ando buscando problemas. Sólo estoy intentando pagar la deuda de alguien De un amigo mío. Créeme, ellos quieren verme.
—Lo siento.
—¿Cómo te llamas?
—Megan. —La manera en que lo pensó antes de decirlo le indicó a Fortunato que mentía.
—¿De qué parte de Inglaterra eres?
—No soy de ahí, en realidad. —Arrugó la servilleta con indiferencia y la tiró bajo la barra—. Soy de Nepal. —Le dirigió la misma sonrisa forzada y se alejó.
Había revisado cada bar del distrito, la mayoría dos veces. Al menos eso le parecía. Hiram podría haber estado media cuadra más lejos de la dirección equivocada, por supuesto, o Fortunato podría simplemente haber pasado por alto el sitio correcto. A las cuatro de la madrugada estaba demasiado cansado para seguir buscando e incluso para ir a su casa.
Vio un hotel del amor al otro lado de un famoso cruce de Roppongi. Las tarifas por hora se anunciaban en las altas paredes sin ventanas, junto a la entrada. Después de medianoche eran una verdadera ganga. Fortunato atravesó el oscuro jardín y deslizó el dinero por una ranura ciega en la pared. Entonces una mano deslizó una llave hacia él.
El pasillo estaba lleno de zapatos del diez, pertenecientes a hombres extranjeros, emparejados con diminutas zóri o zapatos de tacón alto de las dimensiones de una muñeca. Fortunato encontró su habitación y cerró la puerta tras él.
La cama estaba recién hecha, con sábanas de satín rosa. Había espejos y una cámara de vídeo en el techo; la cámara estaba conectada a un televisor de pantalla gigante en la esquina. Para los estándares de un hotel del amor, la habitación era bastante sosa. Algunas ofrecían selvas o islas desiertas, camas en forma de botes, coches o helicópteros, espectáculos de luces y efectos de sonido.
Apagó la luz y se desnudó. Su oído hipersensible detectó los grititos y las risas estridentes o ahogadas procedentes de las habitaciones de alrededor. Dobló la almohada sobre su cabeza y se quedó recostado en la oscuridad con los ojos abiertos.
Tenía cuarenta y siete años. Durante veinte de esos años había vivido dentro de una burbuja de poder y nunca había notado que estaba envejeciendo. Los últimos seis meses le habían enseñado lo que se había perdido. El terrible cansancio tras una noche larga como ésa, las mañanas en que sus articulaciones dolían tanto que costaba levantarse, recuerdos importantes que se desvanecían, trivialidades que lo atormentaban de manera obsesiva. Últimamente sufría de dolores de cabeza, indigestión y calambres musculares. Era la conciencia de ser un humano, débil y mortal.
Nada era tan adictivo como el poder. En comparación, la heroína era un vaso de cerveza sin gas. Algunas noches, al mirar la profusión interminable de hermosas mujeres moviéndose por Ginza o Shinjuku, casi todas ellas a la venta, había llegado a pensar que no podría continuar sin sentir ese poder una vez más. Había conversado consigo mismo, como si fuera un alcohólico, se había prometido que esperaría tan sólo un día más. Y, de alguna manera, había logrado resistirse. En parte porque los recuerdos de su última noche en Nueva York, de su batalla final con el Astrónomo, estaban todavía muy frescos, recordándole el dolor que ese poder le había supuesto. Además, ya no estaba seguro de que el poder siguiera allí: kundalini, la gran serpiente, estaba muerta, o sólo dormida.
Esa noche había visto con impotencia cómo un centenar o más de japoneses le mentían o incluso se humillaban a sí mismos en lugar de decirle lo que obviamente sabían. Había empezado a verse a sí mismo a través de sus ojos: enorme, torpe, sudoroso, ruidoso e inculto; un patético y bárbaro gigante, una especie de simio de gran tamaño que ni siquiera podría hacerse cargo de las cortesías más elementales.
Un poco de magia tántrica lo cambiaría todo.
«Si mañana aún me siento así, tendré que hacerlo, deberé tratar de recuperarlo». Dicho esto, cerró los ojos y se quedó dormido.
Se despertó con una erección por primera vez en meses. Se dijo a sí mismo que era cosa del destino; el mismo que llevó a Peregrine hasta él, el que lo obligaba a usar su poder de nuevo.
Pero ¿era ésa la verdad? ¿O sólo quería una excusa para hacerle el amor una vez más, escapar de seis meses de frustración sexual?
Se vistió y tomó un taxi hacia el Hotel Imperial. Los integrantes del loiti ocupaban una planta entera de la torre de treinta y un niveles; todo el interior había sido ampliado para los europeos. Los pasillos y los interiores de los ascensores le resultaron enormes. Para cuando se bajó en el decimotercer piso, las manos le temblaban. Se apoyó en la puerta de Peregrine y llamó suavemente. Unos segundos después volvió a llamar, esta vez con más fuerza.
Ella abrió la puerta vestida con un camisón suelto de noche que llegaba hasta el suelo. Tenía las plumas desordenadas y apenas podía abrir los ojos Cuando lo consiguió, entonces le vio.
Retiró la cadenilla de la puerta y se hizo a un lado. Él cerró la puerta tras él y la tomó en sus brazos. Podía sentir cómo se movía la diminuta criatura en su vientre mientras la abrazaba. La besó. Saltaron chispas alrededor, aunque podría haber sido sólo la intensidad de su deseo al romper las cadenas que lo habían contenido durante tanto tiempo.
Le bajó los tirantes del camisón, el cual le cayó hasta la cintura y reveló sus pechos, con los pezones oscuros e hinchados. Tocó uno con la lengua y saboreó su dulzura blanquecina. Ella le rodeó la cabeza con los brazos y gimió. Su piel era suave y fragante, como la seda de un kimono antiguo. Ella lo arrastró hacia la cama deshecha y él se separó el tiempo suficiente para quitarse la ropa.
La mujer se recostó sobre la espalda. El embarazo era la cúspide de su cuerpo, donde terminaban todas las curvas. Fortunato se arrodilló junto a ella y le besó la cara, el cuello, los hombros y los senos. Parecía que no necesitara respirar. La volvió de lado, de espaldas a él, y le besó la zona lumbar. Luego le metió la mano entre las piernas y la agarró por debajo, sintiendo el calor y la humedad contra la palma de la mano, moviendo los dedos lentamente entre la maraña del vello púbico. Ella se movía despacio, apretando una almohada con ambas manos.
Él se pegó a su espalda y la penetró por detrás. La suave carne de sus nalgas hizo presión sobre su estómago y sus ojos se desenfocaron.
—Oh, Dios —dijo él. Se movió con cuidado dentro de ella; con el brazo izquierdo por debajo de su cuerpo le sujetaba un seno; con la derecha acariciaba la curva de su estómago. Ella se movió al mismo ritmo que él, ambos a cámara lenta; la respiración de la mujer se hizo más fuerte y rápida hasta que gritó y apretó repetidamente las caderas contra él.
En el último momento posible, él estiró la mano y bloqueó la eyaculación en el perineo. El fluido caliente regresó hacia su ingle y unas luces destellaron a su alrededor. Se relajó, listo para sentir cómo su cuerpo astral se separaba de su carne.
Pero no sucedió.
Rodeó a Peregrine con los brazos y se aferró a ella apasionadamente. Hundió la cara en su cuello y dejó que su largo cabello le cubriera la cabeza.
Ahora lo sabía. El poder había desaparecido.
Tuvo un único y brillante momento de pánico; luego el agotamiento lo condujo al sueño.
Durmió una hora aproximadamente y se despertó con una gran sensación de cansancio. Peregrine estaba sobre su espalda, mirándolo.
—¿Estás bien?
—Sí. Estoy bien.
—No estás brillando.
—No —confirmó. Se miró las manos—. No ha funcionado. Ha sido maravilloso. Pero el poder no ha regresado. Ya no queda nada.
Ella giró hasta quedar de lado, frente a él.
—Oh, no. —Le acarició la mejilla—. Lo siento.
—Está bien —dijo él—. En serio. He pasado los últimos seis meses yendo de un lado a otro, temiendo que el poder regresara y luego que no lo hiciera. Al menos ahora lo sé. —La besó en el cuello—. Escucha. Necesitamos hablar sobre el bebé.
—Hablemos, pero no creas que espero nada de ti, ¿de acuerdo? Quiero decir, hay cosas que debí haberte dicho. Hay un tipo en la gira, McCoy, que es el camarógrafo del documental que estamos filmando. Puede que las cosas se vuelvan más serias entre nosotros. Sabe lo del bebé y no le molesta.
—Ah, no lo sabía.
—Tuvimos una gran pelea hace un par de días. Y verte de nuevo… bueno, tú sabes que aquella noche en Nueva York fue muy especial. Eres un tío excelente. Pero supongo que nunca podría haber algo permanente entre nosotros.
—No, creo que no.
Su mano se movió por reflejo para acariciarle el vientre hinchado, las venas azules delineadas sobre la piel pálida.
—Es extraño. Nunca quise tener un hijo. Pero ahora que ha pasado, no es como pensé que sería. Es como si en realidad no importara lo que yo quiero: tengo una responsabilidad para con él. Aunque no viera nunca al niño, seguiría teniéndola, siempre la tendré.
—No hagas esto más difícil de lo que debe ser. No hagas que desee no haber acudido a ti para pedir ayuda.
—No. Sólo quiero saber que estaréis bien, tanto tú como el bebé.
—El bebé está bien. Aparte del hecho de que ninguno de nosotros tiene un apellido que darle.
Alguien llamó a la puerta. Fortunato se tensó, sintiéndose de pronto fuera de lugar.
—¿Peri? —Era la voz de Tachyon—. Peri, ¿estás ahí?
—Un minuto —dijo. Se puso una bata y le pasó a Fortunato su ropa. El todavía se estaba abotonando la camisa cuando ella abrió la puerta.
Tachyon miró a Peregrine, a la cama deshecha y a Fortunato.
—Tú —dijo. Asintió como si sus peores sospechas se confirmaran—. Pero me dijo que nos estabas… ayudando.
«¿Celoso, hombrecito?», pensó Fortunato.
—Así es —dijo.
—Bueno, espero no haber interrumpido. —Miró a Peregrine—. El autobús para el santuario Meiji partirá en quince minutos. Si es que vas.
Fortunato le ignoró, se dirigió a Peregrine y la besó con suavidad.
—Te llamaré cuando sepa algo.
—Está bien. —Ella le apretó la mano—. Ten cuidado.
Pasó por delante de Tachyon y se adentró en el pasillo. Un hombre con trompa de elefante en lugar de nariz le estaba esperando.
—Des —dijo Fortunato—. Me alegro de verte. —Lo cual no era del todo cierto: se le veía terriblemente viejo, con las mejillas hundidas, y la mayor parte de su volumen había desaparecido. Fortunato se preguntó si sus propios dolores también resultaban tan evidentes.
—Fortunato —dijo Des. Se estrecharon las manos—. Ha pasado mucho tiempo.
—No pensé que fueras a abandonar Nueva York jamás.
—Ya me tocaba ver un poco de mundo. La edad tiene su propia manera de alcanzarlo a uno.
—Sí, así es.
—Bueno, tengo que coger el autobús del grupo.
—Claro, te acompaño.
Hubo un tiempo en que Des había sido uno de sus mejores clientes. Al parecer, esos tiempos se habían acabado.
Tachyon los alcanzó en el ascensor.
—¿Qué quieres? —dijo Fortunato—. ¿No vas a dejarme en paz?
—Peri me ha contado lo que pasó con tus poderes. He venido a decirte que lo siento. Sé que me odias, aunque no sé por qué. Supongo que mi manera de vestir y de comportarme representan algún tipo de amenaza a tu masculinidad. O al menos has elegido verlo así. Pero eso está en tu mente, no en la mía.
Fortunato sacudió la cabeza airadamente.
—Necesito que me escuches un segundo. —Tachyon cerró los ojos. La campanilla del ascensor sonó y las puertas se abrieron.
—Tu segundo se ha acabado —dijo Fortunato, aunque no se movió. Des entró, le dirigió a Fortunato una mirada afligida y el ascensor se cerró de nuevo. El ex proxeneta oyó cómo los cables crujían tras las puertas con diseños de bambú.
—Tu poder todavía está ahí.
—Mentira.
—Tú lo estás encerrando en tu interior. Tu mente está llena de conflictos y contradicciones y por eso lo reprime.
—Luchar con el Astrónomo me quitó todo lo que tenía. Me quedé vacío, no tengo nada. Fue como usar una batería de coche hasta agotarla: sé que ni siquiera va a arrancar. Se acabó.
—Retomando tu metáfora, ni siquiera una batería cargada puede arrancar cuando la llave de contacto no está puesta. Y la llave… —Tachyon se señaló la frente— está dentro.
Se alejó caminando y Fortunato golpeó el botón del ascensor con la palma de la mano.
Llamó a Hiram desde el vestíbulo.
—Ven aquí —dijo Hiram—. Te veo fuera.
—¿Qué sucede?
—Tú ven aquí.
Fortunato tomó un taxi y encontró a Worchester andando de un lado a otro frente a la fachada simple y gris del Akasaka Shanpia.
—¿Qué ocurre?
—Entra y verás —dijo Hiram.
Antes la habitación tenía mal aspecto pero ahora era un completo desastre. Las paredes estaban salpicadas de crema de afeitar, los cajones de la cómoda estaban tirados en una esquina, los espejos estaban destrozados y el colchón estaba hecho trizas.
—Ni siquiera vi cómo sucedió. Estuve ahí todo el tiempo y no lo vi.
—¿De qué estás hablando? ¿Cómo pudiste no verlo?
Los ojos de Hiram estaban frenéticos.
—Fui al baño a eso de las nueve esta mañana, a por un vaso de agua. Sé que todo estaba bien en ese momento. Regresé ahí, encendí el televisor y estuve mirando la televisión una media hora. Entonces me pareció que daban un portazo. Levanté la mirada y la habitación estaba como la ves ahora. Y tenía esta nota en mi regazo.
La nota estaba en inglés.
—La hora cero llegará mañana. Puedes morir así de fácil. Zero Man.
—Entonces es un as.
—No volverá a suceder —dijo Hiram. Obviamente ni él se lo creía—. Sabré en qué fijarme. No me engañará dos veces.
—No podemos arriesgarnos. Déjalo todo. Puedes comprar ropa nueva esta tarde. Quiero que estés en la calle y que te mantengas en movimiento. Alrededor de las diez entra en el primer hotel que veas y consigue una habitación. Llama a Peregrine y dile dónde estás.
—¿Ella… sabe lo que sucedió?
—No. Sabe que es un problema de dinero. Eso es todo.
—Está bien. Fortunato, yo…
—Olvídalo. Sólo mantente en movimiento.
La sombra de la higuera de Bengala había guardado un poco la frescura de la mañana. Más arriba, el cielo del color de la leche estaba cubierto de humo, «Sumoggu», decían ellos. Era fácil ver lo que los japoneses opinaban de Occidente por las palabras que tomaban prestadas: «rasshu awaa» era la «rush hour», la hora punta; «sarariiman», un «salary mam» un asalariado o ejecutivo; «toire», «toilet», el baño.
Estar en los Jardines Imperiales ayudaba: un oasis de calma en el corazón de Tokio. El aire era más fresco, aunque las flores de los cerezos no se abrirían hasta al cabo de un mes. Cuando lo hicieran, la ciudad entera se llenaría de cámaras. A diferencia de los neoyorquinos, los japoneses sabían apreciar la belleza que estaba justo frente a ellos.
Fortunato se terminó la última pieza de camarón hervido de su bentó, el almuerzo para llevar que había comprado justo al lado del parque, y tiró la caja. No lograba tranquilizarse. Lo que quería era hablar con el róshi, Dogen. Pero Dogen estaba a día y medio de distancia, y tendría que viajar en avión, tren, autobús y luego ir a pie para llegar ahí. Peregrine estaba confinada a tierra por el embarazo, y dudaba que Mistral fuera lo suficientemente fuerte para efectuar un viaje de ida y vuelta de dos mil kilómetros. No había manera de llegar a Hokkaido y regresar a tiempo para ayudar a Fatman.
Unos metros más allá, un anciano rastrillaba la grava de un jardín de rocas con un maltratado rastrillo de bambú. Fortunato pensó en la dura disciplina física de Dogen: la caminata de 38 000 kilómetros —equivalentes a un viaje completo alrededor de la Tierra— que duraba mil días, una y otra vez en torno al monte Tanaka; el permanecer sentado, perfectamente inmóvil, sobre los duros suelos de madera del templo; el interminable rastrillar del jardín de rocas del maestro.
Fortunato caminó hacia el anciano.
—Sumimasen —dijo. Señaló el rastrillo—. ¿Puedo?
El anciano le entregó el utensilio a Fortunato. No se decidía entre si estar asustado o divertido. Ser un extraño entre la gente más educada del planeta tenía sus ventajas, pensó. Rastrilló la grava, intentando levantar la menor cantidad de polvo posible, acomodándola en líneas armoniosas con tan sólo la fuerza de su voluntad, canalizada de manera incidental a través del rastrillo. El anciano fue a sentarse bajo la higuera.
Mientras trabajaba, Fortunato se imaginó a Dogen. Parecía joven…, al igual que la mayoría de los japoneses. Tenía la cabeza rapada hasta relucir, el cráneo formado por planos y ángulos, las mejillas cavando hoyuelos al hablar. Sus manos formaban mudras por voluntad propia: los dedos índices se estiraban hasta tocar las puntas de los pulgares cuando no tenían otra cosa que hacer.
¿Por qué me has llamado?, dijo la voz de Dogen dentro de la cabeza de Fortunato.
¡Maestro!
Aún no soy tu maestro, repuso la voz de Dogen. Tú aún vives en el mundo.
No sabía que tenías el poder de hacer esto, pensó Fortunato.
No es mi poder. Es el tuyo. Tu mente vino a mí.
Pero si… ya no tengo poderes.
Estás lleno de poder. Lo siento como si fueran pimientos chinos dentro de mi cabeza.
¿Por qué yo no puedo sentirlo?
Tú te has escondido de él, de la misma manera en que un hombre obeso intenta esconderse del yakitori que le rodea. Así es el mundo. El mundo exige que tengas poder y, sin embargo, su uso te avergüenza. Así es Japón ahora. Nos hemos vuelto muy poderosos, y para lograrlo renunciamos a nuestros sentimientos espirituales. Tienes que tomar una decisión. Si quieres vivir en el mundo debes aceptar tu poder. Si quieres alimentar tu espíritu, debes dejar el mundo. Lo que te ocurre ahora mismo es que te estás haciendo pedazos tú solo.
Fortunato se arrodilló sobre la grava e hizo una profunda reverencia. Domo arigató, o sensei. «Arigató» significaba «gracias», pero en realidad fue un «duele». Fortunato sintió la verdad en esas palabras; si no le hubiera creído, no le habrían dolido tanto. Miró hacia arriba y vio al anciano jardinero que lo observaba en medio de un temor abyecto, pero realizando al mismo tiempo una serie de inclinaciones cortas y nerviosas desde la cintura para no parecer grosero. Fortunato le sonrió y le dedicó otra gran reverencia.
—No se preocupe —dijo en japonés. Se levantó y le entregó el rastrillo al anciano—. Sólo soy otro gaijin loco.
Le dolía el estómago de nuevo. No era por el bentó, lo sabía. Era el estrés dentro de su propia mente lo que le carcomía el cuerpo desde dentro.
Estaba de regreso en la calle Harumi, de camino a la esquina de Ginza. Había vagado durante horas, con el sol poniéndose y la noche floreciendo a su alrededor. La ciudad era como un bosque electrónico. Los largos letreros verticales se encimaban unos sobre otros a lo largo de toda la calle, mostrando ideogramas y caracteres en inglés sobre brillantes luces de neón. Los japoneses en ropa de correr o en pantalones de mezclilla y camisas deportivas llenaban las calles hasta rebosar y, entre ellos, los sarariimen en sencillos trajes grises.
Fortunato se detuvo para apoyarse en una de las elegantes farolas con forma de F. «Aquí está, en toda su gloria», pensó. No había un lugar más mundano en el planeta, ningún sitio más obsesionado con el dinero, los artefactos novedosos, la bebida y el sexo. Y, a unas horas de distancia, estaban los templos de madera entre los bosques de pinos, donde los hombres se sentaban sobre los talones e intentaban convertir sus mentes en ríos, polvo, o luz de las estrellas.
«Decídete», se dijo. «Tienes que decidirte».
—¡Gaijin-san! ¿Usted gustar chica? ¿Chica bonita?
Fortunato se dio la vuelta. Era un charlatán de un pinku saron, una singular institución japonesa donde el cliente pagaba por hora por una taza de sake sin fondo y una jósan sin blusa. La chica se sentaba de forma pasiva en tus piernas mientras tú le acariciabas los pechos y te embriagabas hasta estar preparado para ir a casa con tu esposa. Fortunato decidió que era una señal.
Pagó tres mil yenes por media hora y entró en un pasillo oscuro. Una mano suave tomó la suya y lo condujo escaleras arriba, hasta una sala completamente a oscuras repleta de mesas y otras parejas. Fortunato oyó que discutían asuntos de negocios. Su anfitriona lo guió a un extremo de la sala y lo sentó con las piernas atrapadas debajo de una mesa baja y la espalda apoyada en una silla de madera sin patas. Entonces, grácil, se acomodó en su regazo. Él escuchó el crujir de su kimono mientras ella lo abría para liberar sus pechos.
La mujer era pequeña y olía a polvo facial, a jabón de sándalo y un tanto a sudor. Fortunato levantó ambas manos para tocarle el rostro, y con los dedos siguió las líneas de su mandíbula. Ella no le prestó atención.
—¿Sake? —preguntó.
—No —dijo Fortunato—. Iie, dómo. —Sus dedos siguieron los músculos del cuello hasta los hombros, hasta los bordes del kimono, después hacia abajo. Rozó con las puntas sus pechos pequeños y delicados, los cuales se endurecieron al contacto. La mujer rió nerviosa y alzó una mano para cubrirse la boca. Fortunato puso la cabeza entre sus pechos e inhaló el aroma de su piel. Era el olor del mundo. Era el momento de salir huyendo o de rendirse, y él se había acorralado a sí mismo en una esquina, sin fuerzas para resistir.
Guió el rostro con suavidad hacia abajo y la besó. Sus labios estaban apretados, nerviosos. Rió de nuevo. En Japón a la acción de besar la llamaban suppun, la práctica exótica. Sólo los adolescentes y los extranjeros lo hacían. Fortunato la besó de nuevo y sintió cómo se ponía rígido y la electricidad pasaba a través de él hasta la mujer. Ella dejó de reír y empezó a temblar.
Fortunato también temblaba. Podía sentir a la serpiente, kundalini, que por fin despertaba: se movió por su entrepierna y empezó a desenroscarse por su espalda. Lentamente, como si no entendiera lo que estaba haciendo o por qué, la mujer lo tocó con sus pequeñas manos y se las colocó detrás del cuello. Con la lengua le rozó los labios, la barbilla y los párpados. Fortunato le desató el kimono y lo abrió. La levantó con facilidad por la cintura y la sentó en el borde de la mesa, puso las piernas de ella sobre sus hombros y se inclinó para abrirla con la lengua. Tenía un sabor picante, exótico, y en cuestión de segundos la mujer cobró vida bajo su influencia, cálida y húmeda, moviendo las caderas de manera involuntaria.
Ella empujó con la cabeza, para alejarlo, y se inclinó hacia adelante, a fin de encargarse de sus pantalones, mientras Fortunato le besaba los hombros y el cuello. Ella emitió un suave gemido. No parecía haber nadie más en la sala caliente y llena de gente, nadie más en el mundo. «Está sucediendo». Ya podía ver un poco en la oscuridad, ver el rostro simple y cuadrado de la mujer, las líneas que se le empezaban a notar bajo los ojos, y vio cómo su aspecto la había relegado a la oscuridad del pinku saron, anhelándola aún más por el deseo que podía ver oculto en su interior. La bajó sobre él. Ella se quedó sin aliento cuando la penetró y le clavó los dedos en los hombros; los ojos de él se pusieron en blanco.
«Sí», pensó él. «Sí, sí, sí. El mundo. Me rindo».
El poder se elevó en su interior como lava fundida.
Era un poco después de las diez cuando entró al Berni Inn. La camarera, la que le había dicho que su nombre era Megan, estaba saliendo de la cocina. Se detuvo en seco cuando vio a Fortunato. La compañera que estaba a sus espaldas casi chocó con ella con una bandeja de pasteles de carne.
La chica fijó su mirada en su frente. Fortunato no tenía que verse a sí mismo para saber que se le había hinchado de nuevo, abultándose con el poder de su rasa. Caminó al otro lado de la habitación para llegar hasta ella.
—Vete. No quiero hablar contigo.
—El club. El que tiene el letrero del pato. Tú sabes dónde está.
—No. Yo nunca…
—Dime dónde está —ordenó él.
Toda expresión abandonó el rostro de la mesera.
—Frente a Roppongi. Ve a la comisaría, baja dos cuadras y camina media calle a tu izquierda. El bar de enfrente se llama Takahashi’s.
—¿Y el sitio en la parte trasera? ¿Cómo se llama?
—No tiene nombre. Es un lugar de reunión de yak. No es el Yamaguchigumi, no es ninguna de las grandes bandas. Es sólo un pequeño clan.
—¿Entonces por qué les tienes tanto miedo?
—Tienen un ninja, un guerrero de las sombras. Es uno de esos… ¿Cómo los llaman? Un as. —Ella miró la frente de Fortunato—. Como tú, ¿verdad? Dicen que ha matado a cientos. Nadie lo ha visto nunca. Podría estar en esta habitación justo ahora. Si no está aquí ahora, lo estará más tarde, y me matará por haberte dicho esto.
—No lo entiendes —dijo él—, a ellos les interesa verme. Tengo justo lo que quieren.
Era tal como Hiram lo había descrito. El pasillo era de yeso gris desnudo y la puerta del fondo estaba recubierta de una imitación de piel color turquesa, con grandes cabezas de clavos de bronce. Dentro, una de las anfitrionas se acercó para cogerle la chaqueta.
—No —dijo él en japonés—. Quiero ver al oyabun. Es importante.
Ella todavía estaba un poco sorprendida por su apariencia, y la rudeza del hombre le superaba.
—Wa… wa… wakarimasen —tartamudeó.
—Sí, sí que entiendes. Me entiendes perfectamente. Dile a tu jefe que tengo que hablar con él. Ahora.
Esperó junto a la puerta. La habitación era larga y estrecha y tenía un techo bajo y azulejos espejeantes en el tabique del lado izquierdo, sobre una fila de reservados. Había un bar a lo largo de la otra pared, con sillas cromadas, como en una fuente de soda norteamericana. La mayoría de los hombres eran coreanos que vestían trajes baratos de poliéster y corbatas anchas. Los bordes de los tatuajes alcanzaban a verse alrededor de los cuellos y los puños de sus camisas. Siempre que le miraban, Fortunato les devolvía la mirada y se daban la vuelta.
Eran las once de la noche. Aun con el poder circulando dentro de él, estaba nervioso. Era un extranjero, estaba fuera de su territorio, dentro de la fortaleza del enemigo. «No estoy aquí para causar problemas», se recordó a sí mismo. «Estoy aquí para pagar la deuda de Hiram y marcharme».
«Entonces todo irá bien». No era ni siquiera miércoles a medianoche y el asunto de Hiram ya estaba casi resuelto. El viernes el 747 saldría hacia Corea y después a la Unión Soviética, llevándose a Fatman y a Peregrine con él. Y entonces estaría solo de nuevo, sería capaz de decidir qué hacer a continuación. O quizá debería abordar el avión también y regresar a Nueva York. Peregrine había dicho que no tenían futuro juntos, pero tal vez no era cierto.
Amaba Tokio, pero Tokio nunca correspondería a ese amor. Se encargaría de cubrir todas sus necesidades, de darle una enorme libertad a cambio de ser educado, de deslumbrarlo con su belleza, de agotarlo con sus exquisitos placeres sexuales. Pero siempre sería un gaijin, un extranjero, y nunca tendría una familia, en un país donde la familia era lo más importante de todo.
La anfitriona estaba agachada junto al último reservado, hablando con un japonés de cabello largo y rizado con una permanente que lucía un traje de seda. Vio que le faltaba el meñique de la mano izquierda. Los yakuza solían amputar dedos a los integrantes para expiar sus errores, aunque los chicos más jóvenes, según había oído Fortunato, no estaban muy de acuerdo con esa idea. El as negro respiró hondo y se acercó a la mesa.
El oyabun estaba sentado junto a la pared. Fortunato le calculó unos cuarenta años. Había dos jósan a su lado y otra frente a él, entre un par de corpulentos guardaespaldas.
—Déjenos solos —le ordenó Fortunato a la anfitriona. Ella se alejó entre protestas. El primer guardaespaldas se levantó para echarlo—. Vosotros también —dijo Fortunato, haciendo contacto visual con cada uno de ellos y ellas.
El oyabun lo observó todo con una sonrisa tranquila. Fortunato se inclinó ante él desde la cintura. Él inclinó la cabeza y dijo:
—Mi nombre es Kanagaki. ¿Quiere sentarse?
Se sentó frente a él.
—El gaijin Hiram Worchester me ha enviado a pagar su deuda. —Fortunato sacó su talonario de cheques—. La cantidad, según creo, es de dos millones de yenes.
—Ah —dijo Kanagaki—, otro «as». Nos han proporcionado mucha diversión. Especialmente el bajito pelirrojo.
—¿Tachyon? ¿Qué tiene que ver con esto?
—¿Con esto? —Señaló el talonario—. Nada. Pero muchas jósan han intentado darle placer en los últimos días. Parece que está experimentado dificultades para desempeñarse como hombre.
«¿Tachyon?», pensó Fortunato. «¿No se le levanta?» Tuvo ganas de reír. Sin lugar a dudas, eso explicaba el humor de perros del que había hecho gala el hombrecito.
—Esto no tiene nada que ver con los ases —dijo Fortunato—, esto es una cuestión de negocios.
—Ah. Negocios. Bien, resolvamos esto de manera profesional. —Miró el reloj y sonrió—. Sí, la cantidad es de dos millones de yenes. En algunos minutos serán cuatro millones de yenes. Una lástima. Dudo que le dé tiempo a traer aquí al gaijin Worchester-san antes de medianoche.
Fortunato negó con la cabeza.
—No hay necesidad de que Worchester-san esté aquí en persona.
—Sí la hay. Sentimos que aquí está en juego el honor.
El as le sostuvo la mirada al hombre.
—Le estoy pidiendo que haga lo necesario. —Convirtió la frase tradicional en una orden—. Le daré el dinero y la deuda quedará saldada.
La voluntad de Kanagaki era muy firme. Casi logró decir las palabras que intentaban salir de su garganta. Sin embargo, en lugar de eso, dijo con voz ahogada:
—Honraré su oferta.
Fortunato rellenó el cheque y se lo entregó a Kanagaki.
—Usted me comprende. La deuda está saldada.
—Sí —dijo Kanagaki—. La deuda está saldada.
—Tiene a un hombre que trabaja para usted. Un asesino, creo que se hace llamar Zero Man.
—Mori Riishi. —Le dio el nombre al estilo japonés, comenzando por el apellido.
—Worchester-san no sufrirá daño alguno. No será lastimado. Zero Man. Mori, se mantendrá alejado de él.
El oyabun guardó silencio.
—¿Qué sucede? —preguntó Fortunato—. ¿Qué es lo que no me está diciendo?
—Es demasiado tarde. Mori ya se ha marchado. El gaijin Worchester morirá a medianoche.
—¡Santo cielo! —exclamó Fortunato.
—Mori llegó a Tokio precedido de una gran reputación, pero no teníamos pruebas. Le interesaba mucho causar una buena impresión.
El as se dio cuenta de que no había hablado de ello con Peregrine.
—¿En qué hotel? ¿En qué hotel se está hospedando Worchester-san?
Kanagaki extendió las manos.
—¿Quién sabe?
Fortunato se puso de pie. Durante la conversación con Kanagaki, los guardaespaldas habían regresado con refuerzos y rodeado la mesa. El as ni siquiera se tomó la molestia de lidiar con ellos. Formó una barrera de poder a su alrededor y corrió veloz hacia la puerta, arrojándolos a los lados al pasar.
Fuera, Roppongi aún estaba lleno de gente. Más allá, en la estación de Shinjuku, los bebedores trasnochadores intentarían meterse a empujones en los últimos trenes nocturnos. En Ginza estarían haciendo fila en las paradas de taxis. Faltaban diez minutos para medianoche. No había tiempo.
Dejó que su cuerpo astral se liberara y saliera disparado como un cohete hacia el Hotel Imperial. Las luces de neón, los cristales espejeantes y el cromo se hicieron borrosos a medida que adquirió velocidad, la cual no disminuyó hasta que atravesó la pared del hotel y sobrevoló la habitación de Peregrine. Percibió una imagen brillante, color rosa dorado, de su cuerpo físico.
«Peregrine», pensó.
Ella rodó en la cama y abrió los ojos. Fortunato vio, con una especie de punzada pequeña y distante, que no estaba sola.
Necesito saber dónde está Hiram.
—¿Fortunato? —susurró ella y entonces lo vio—. Oh, Dios mío.
Apresúrate. El nombre del hotel.
—Espera un minuto. Lo escribí. —Caminó desnuda hacia el teléfono. El cuerpo astral de Fortunato estaba libre de lujuria y hambre pero, aun así, verla le provocó deseo—. El Dai Ichi de Ginza. Habitación ocho cero uno. Dice que es un gran edificio en forma de H cerca de la estación Shimbashi.
Sé dónde está. Encuéntrate conmigo ahí tan pronto como puedas. Trae ayuda.
No pudo esperar a que respondiera. Volvió de golpe a su cuerpo físico y lo elevó en el aire.
Odiaba el espectáculo que causaba su vuelo. Estar en Japón lo había hecho aún más consciente de sí mismo de lo que había sido en toda su vida en Nueva York. Pero no había opción. Levitó directo hacia el cielo, lo bastante alto como para no poder distinguir los rostros que lo miraban, y avanzó trazando un arco hacia el hotel Dai Ichi.
Llegó a la puerta de la habitación de Hiram a las doce de la noche. La puerta estaba cerrada pero Fortunato forzó los cerrojos con la mente, astillando la madera de alrededor.
Hiram se sentó en la cama.
—¿Qué…?
Fortunato detuvo el tiempo.
Era como si un tren hubiese frenado hasta detenerse. Los innumerables sonidos del hotel se hicieron más lentos, hasta formar un bajo armónico profundo, y entonces se mantuvieron en silencio entre lo que parecían sus latidos. Incluso la respiración del as negro se detuvo.
No había nadie en la habitación excepto Fatman. A Fortunato le dolió girar la cabeza; a Hiram debió de parecerle que se movía tan rápido que se veía borroso. Las puertas corredizas del baño estaban abiertas. Fortunato tampoco veía a nadie ahí.
Entonces recordó cómo el Astrónomo había sido capaz de esconderse de él, de lograr ocultarse a sus ojos. Dejó que el tiempo volviera a correr de nuevo. Levantó las manos, luchando contra el aire pesado y pegajoso, y encuadró la habitación, formando un cuadrado vacío bordeado por pulgares e índices. Aquí estaba el armario, con las puertas abiertas. Aquí había un tramo de la pared cubierta de patrones formados por el bambú, pero no había nada en ella. Aquí estaba el pie de la cama, y el filo de una espada samurái moviéndose lentamente hacia la cabeza de Hiram.
Fortunato se lanzó hacia adelante. Tuvo la impresión de que su cuerpo tardaba siglos en elevarse y flotar hacia Hiram. Abrió los brazos y arrojó a Worchester al suelo, al tiempo que sentía que algo duro le raspaba la suela de los zapatos. Rodó hasta descansar sobre su espalda y vio que las sábanas y el colchón se dividían en dos a cámara lenta.
«La espada», pensó. Cuando se convenció de que estaba ahí, pudo verla. «Ahora el brazo», pensó, y poco a poco el hombre completo tomó forma frente a él, un joven japonés con camisa blanca de vestir, pantalones de lana gris y pies descalzos.
Dejó que el tiempo avanzara de nuevo antes de que el esfuerzo lo agotara por completo. Oyó pisadas en el pasillo. Temía desviar la mirada, temía liberar al asesino de nuevo.
—Suelta la espada —dijo Fortunato.
—Puedes verme —dijo el hombre en inglés. Se volvió para mirar hacia la puerta.
—Ponla en el suelo —dijo Fortunato, convirtiéndolo en una orden, pero era demasiado tarde. Ya no tenía contacto visual y el hombre se le resistió.
Sin pensar, el as negro miró hacia la puerta. Era Tachyon, en un pijama de seda roja, con Mistral a sus espaldas. El alienígena se había lanzado en actitud de ataque hacia el interior de la habitación y Fortunato supo que el pequeño extraterrestre estaba a punto de morir.
Miró de nuevo en busca de Mori, pero éste había desaparecido. Se quedó helado por el pánico. «La espada. Encuentra la espada». Miró donde la espada tendría que estar si estuviera cortando el aire hacia Tachyon y detuvo el tiempo de nuevo.
«Ahí». La espada, curva e increíblemente afilada, era de un acero deslumbrante como la luz del sol. «Ven a mí», pensó Fortunato, y agarró la espada con la mente.
Sólo quería arrebatarla de las manos de Mori pero juzgó mal su propio poder. La espada giró ciento ochenta grados, librando a Tachyon de morir por escasos centímetros. Giró unas diez o quince veces y finalmente se clavó en la pared de detrás de la cama.
En algún punto del movimiento, rebanó la parte superior de la cabeza de Mori.
Fortunato los protegió con su poder hasta que estuvieron en la calle. Era el mismo truco que Zero Man había utilizado. Nadie los vio. Dejaron el cuerpo de Mori en la habitación, con la sangre empapando la alfombra.
Un taxi se detuvo y Peregrine se bajó de él. El hombre que había estado en la cama con ella salió un par de pasos por detrás. Era un poco más bajo que Fortunato y tenía cabello rubio y bigote. Se paró junto a Peregrine; ella extendió la mano y tomó la de él.
—¿Va todo bien? —dijo.
—Sí —dijo Hiram—, todo bien.
—¿Eso quiere decir que te reincorporas al tour?
Worchester miró a los demás.
—Creo que sí.
—Eso es bueno —dijo Peregrine, notando de repente lo serios que estaban todos—. Nos tenías a todos preocupados.
Hiram asintió.
Tachyon se acercó a Fortunato.
—Gracias —dijo en voz baja—. No sólo por salvarme la vida. Es posible que hayas salvado la gira también. Otro incidente violento, después de Haití, Guatemala y Siria, bueno… habría desbaratado todo lo que intentamos lograr.
—Claro —dijo Fortunato—. No deberíamos permanecer aquí mucho rato más. No tiene sentido arriesgarnos.
—No —dijo Tachyon—, creo que no.
—Oye, Fortunato —dijo Peregrine—. Te presento a Josh McCoy.
El as negro le estrechó la mano y asintió. McCoy sonrió y le dio la mano de nuevo a Peregrine.
—He oído hablar mucho de ti.
—Tienes sangre en la camisa —dijo Peregrine—. ¿Qué ha sucedido?
—No es nada —dijo Fortunato—. Ya se ha acabado.
—Tanta sangre… —dijo Peregrine—. Como con el Astrónomo. Hay tanta violencia en ti. A veces me da miedo.
Fortunato no dijo nada.
—Entonces —dijo McCoy—, ¿ahora qué hacemos?
—Creo que G. C. Jayewardene y yo iremos a ver a un hombre a un monasterio.
—¿Estás de broma? —dijo McCoy.
—No —dijo Peregrine—, no creo que esté bromeando. —Miró a Fortunato durante largos segundos y entonces dijo—: Cuídate, ¿vale?
—Claro —dijo Fortunato—. ¿Cómo no?
—Ahí está —dijo Fortunato. El monasterio crecía en desorden por toda la ladera, y más allá había jardines de piedra y campos esculpidos en terrazas. El as limpió la nieve de una roca junto al sendero y se sentó. Su cabeza estaba clara y su estómago tranquilo. Quizá era solo el aire limpio de la montaña. Quizá era algo más.
—Es muy hermoso —dijo Jayewardene, poniéndose en cuclillas sobre sus talones.
La primavera no llegaría a Hokkaido hasta dentro de un mes y medio. Sin embargo, el cielo estaba muy claro. Lo suficiente para ver, por ejemplo, un 747 a kilómetros de distancia. Pero los 747 no volaban sobre Hokkaido. En especial no los que se dirigían a Corea, casi mil seiscientos kilómetros hacia el sudoeste.
—¿Qué sucedió el miércoles por la noche? —preguntó Jayewardene tras algunos minutos—. Hubo un gran alboroto, y cuando todo acabó Hiram estaba de regreso. ¿Quieres hablar de ello?
—No hay mucho que decir Gente peleando por dinero. Un chico murió Nunca había matado a nadie en realidad, según resultó. Era muy joven y estaba muy asustado. Sólo quería hacer un buen trabajo, estar a la altura de la reputación que se había creado. —Fortunato se encogió de hombros—. Así es el mundo. Ese tipo de cosas siempre van a ocurrir en un lugar como Tokio. —Se levantó y sacudió el polvo de sus pantalones—. ¿Listo?
—Sí. He estado esperando mucho tiempo.
Fortunato asintió.
—Entonces hagámoslo.