El tiempo del sueño


por Edward Bryant

Durante el último mes, Cordelia Chaisson había soñado con el asesinato con menor frecuencia. Le sorprendió que todavía pensara en ello, pues, a fin de cuentas, había visto cosas peores. El trabajo la consumía; el empleo en Global Fun & Games la dejaba agotada. Colaborar en el evento de beneficencia a favor del SIDA y del wild card, a punto de celebrarse en la Casa de los Horrores de Xavier Desmond, en Jokertown, también ocupaba buena parte de sus noches. Casi siempre se iba a dormir mucho después del noticiario de las once, y las cinco de la mañana llegaban demasiado pronto. Quedaba poco tiempo para la diversión.

Pero, de vez en cuando, volvía a soñar que salía de la estación en la calle 14, con los tacones resonando con elegancia sobre el sucio cemento, y el murmullo del tráfico llegando del exterior. Y escuchaba la voz unos pasos más adelante, a nivel de calle:

—¡Danos el bolso, zorra!

Entonces titubeó pero siguió avanzando. Tenía miedo, pero…

Escuchó la segunda voz, con acento australiano:

—Buenos días, colegas. ¿Algún problema?

Cordelia emergió de la escalera, hacia la noche sofocante. Vio a los dos vándalos blancos sin afeitar que tenían acorralada a una mujer de mediana edad en el espacio entre la corta fila de las cabinas telefónicas y la parte trasera de madera contrachapada de un puesto de revistas que tenía las persianas cerradas. La mujer se aferraba a un perro faldero que no dejaba de ladrar y a su bolso de mano.

Esbelto y quemado por el sol, el hombre que parecía australiano se enfrentó a los dos jóvenes. Llevaba un atuendo color arena que parecía una versión más burda y auténtica de un conjunto de Banana Republic. Sostenía una navaja brillante y bien cuidada.

—¿Algún problema, chaval? —repitió.

—No, ningún problema, gilipollas —dijo uno de los vándalos. Sacó una pistola de su chaqueta y le disparó al australiano en el rostro.

Sucedió demasiado rápido para que Cordelia pudiera reaccionar. Cuando el hombre cayó sobre la acera, los asaltantes huyeron. La mujer del perro faldero gritó durante unos instantes, al mismo ritmo que los chillidos de su mascota.

Cordelia corrió hacia el hombre y se arrodilló junto a él. Le buscó el pulso en el cuello. Era casi imperceptible. Probablemente era demasiado tarde para la RCP. Desvió la vista de la sangre que se acumulaba bajo la cabeza del herido El olor a sangre, metálico y caliente, le provocó náuseas. Una sirena se acerca baululando, a menos de una cuadra de distancia.

—¡Todavía tengo mi bolso! —gritó la mujer.

El rostro del hombre se agitó con un espasmo involuntario. Y murió.

—Mierda —dijo Cordelia en voz baja, sin poder hacer nada. No había una puta cosa que pudiera hacer.

Imagen

«A ver qué problema hay…», pensó Cordelia cuando un hombre de traje oscuro, a quien no reconoció, le indicó con señas que pasara a una de las oficinas ejecutivas de GF & G. Algo chungo, tal vez. Las dos mujeres que estaban de pie junto al escritorio examinaban un montón de impresos. Pelirroja y dura, Polly Rettig era la jefa de marketing del servicio de satélite de GF & G. Era la jefa inmediata de Cordelia. La otra mujer era Luz Alcalá, vicepresidenta de programación y jefa de Rettig. Ni Rettig ni Alcalá sonreían como de costumbre. El hombre de negro retrocedió hasta la puerta y se plantó ahí con los brazos cruzados. «¿Pertenecerá al personal de seguridad?», especuló Cordelia.

—Buenos días, Cordelia —dijo Rettig—. Por favor, siéntate. Estaremos contigo en un momento. —Dirigió de nuevo su atención a Alcalá y señaló algo en la hoja que tenía en la mano.

Luz Alcalá asintió despacio.

—O lo compramos nosotros primero, o estamos perdidos. Tal vez si contratamos a alguien bueno…

—Ni lo pienses —dijo Rettig, frunciendo un tanto el ceño.

—Tal vez sea necesario —dijo Alcalá—. Ese hombre es peligroso.

Cordelia intentó quitar la expresión desconcertada de su cara.

—También es demasiado poderoso. —Cruzando las manos, Rettig se volvió hacia Cordelia—. Dime qué sabes sobre Australia.

—He visto todo lo que Peter Weir ha dirigido —dijo Cordelia, titubeando unos segundos. ¿Qué sucede?

—¿Has estado ahí alguna vez?

—Nueva York es lo más lejos que he estado de casa. —Se refería a Atelier Parish, Louisiana. Su casa era un sitio en el que prefería no pensar. Para ella, ni siquiera existía.

Rettig miraba a Alcalá.

—¿Qué opinas?

—Creo que sí. —La mujer mayor cogió un sobre grueso y se lo extendió a Cordelia por encima del escritorio.

—Ábrelo, por favor. —Encontró un pasaporte, un fajo de billetes de avión, una tarjeta American Express y una voluminosa carpeta de cheques de viajero.

—Tendrás que firmar esos. —Alcalá señaló los cheques y las tarjetas de crédito.

Cordelia levantó la vista en silencio de la imagen sonriente pegada en la primera página del pasaporte.

—Qué foto tan bonita. No recuerdo haberlo pedido.

—El tiempo apremiaba —dijo Polly Rettig a modo de disculpa—. Nos tomamos algunas libertades.

—La cuestión es que debes irte esta misma tarde, hasta el otro lado del mundo —añadió Alcalá.

Cordelia se sintió aturdida y le embargó una creciente excitación.

—¿Hasta Australia?

—Es un vuelo comercial —dijo Alcalá—. Se realizarán breves escalas para reponer combustible en Los Angeles, Honolulú y Auckland. En Sydney cogerás un vuelo de la línea Ansett a Melbourne y luego otro avión a Alice Springs. Entonces alquilarás un Land Rover y conducirás hasta Madhi Gap. Tendrás un día ajetreado —agregó con sequedad.

Mil pensamientos acudieron a la vez a la mente de Cordelia.

—Y ¿qué ocurrirá con mi trabajo aquí? No puedo abandonar sin más el evento de beneficencia…; quiero ir a Nueva Jersey este fin de semana para ver a Buddy Holly.

—Él puede esperar hasta que regreses. Al igual que el evento de beneficencia —dijo Rettig con firmeza—. Ser relaciones públicas está bien, pero ni la LADJ ni el Proyecto de Manhattan para el SIDA pagan tu salario. Quien lo paga es Global Fun & Games.

—Pero…

—Es importante. —Al modular la voz con diplomacia, Alcalá hizo que aquello sonara como una orden.

—Pero ¿qué es todo esto? —Se sintió como si estuviera escuchando a Alicia por Radio País de las Maravillas—. ¿De qué se trata?

Alcalá eligió las palabras con cuidado.

—Has visto los anuncios de los planes de GF & G para inaugurar un servicio mundial de entretenimiento vía satélite, ¿verdad?

Cordelia asintió.

—Pensaba que faltaban años para eso.

—Así era. Lo único que frenaba esos planes era la falta del capital de inversión.

—Hemos conseguido el dinero —dijo Rettig—. Tenemos el apoyo «Ir inversores aliados. Ahora necesitamos el tiempo del satélite y las estaciones terrestres para canalizar nuestra programación a la Tierra.

—Por desgracia —intervino Alcalá—, nos ha surgido competencia a la hora de obtener los servicios de las instalaciones comerciales del complejo de telecomunicaciones de Madhi Gap. Un hombre llamado Leo Barnett.

—¿El evangelista de la televisión?

Alcalá asintió.

—El hijo de puta que difama a los ases, el intolerante, psicótico y chauvinista de especies —dijo Rettig con repentina pasión—. Ese mismo evangelista de la televisión. Algunos le llaman Firebreather.

—¿Y ustedes me envían a Madhi Gap? —Cordelia estaba emocionada «Increíble», pensó. Era demasiado bueno para ser verdad—. ¡Gracias! Muchísimas gracias. Haré un gran trabajo.

Rettig y Alcalá se miraron la una a la otra.

—Espera —dijo Alcalá—. Tú irás para ayudar, pero no vas a hacer las negociaciones.

En efecto, era demasiado bueno para ser verdad. «Mierda».

—Te presento al señor Carlucci —dijo Alcalá.

—Marty —repuso una voz nasal que procedía de detrás de Cordelia.

—El señor Carlucci —repitió Alcalá.

Cordelia se volvió y le dedicó un vistazo más exhaustivo al hombre que había ignorado creyendo que era otro empleado. Era de estatura mediana, estructura compacta, cabello negro y arreglado. Carlucci sonrió. Parecía un matón. Uno amable pero, al fin y al cabo, un matón. Su traje no parecía que hubiera sido fabricado en serie. Ahora que lo miraba con más atención, el abrigo era caro y estaba hecho perfectamente a medida.

Carlucci le tendió la mano.

—Llámame Marty —dijo—. Vamos a pasar un día y una noche en un avión, convendría que nos lleváramos bien, ¿no crees?

Cordelia percibió la desaprobación de las dos mujeres mayores. Tomó la mano de Carlucci. Ella no era una atleta pero sabía que tenía un apretón firme. Sintió que el hombre podría haber apretado con mucha más fuerza de haberlo deseado. Detrás de su sonrisa, detectó un destello salvaje. No era un hombre al que uno quisiera enojar.

—El señor Carlucci representa a un gran grupo de inversores que se ha asociado con nosotros a fin de adquirir una participación mayor en el entretenimiento global vía satélite. Ellos aportan una parte del capital con el cual esperamos establecer la red de satélite inicial.

—Es una gran cantidad de dinero —dijo Carlucci— pero en unos cinco años recuperaremos eso y probablemente diez veces más. Con nuestros recursos y su habilidad para —sonrió— adquirir talento, me figuro que no hay modo de perder. Todos ganamos.

—No obstante, nosotros queremos saturar el mercado australiano —dijo Alcalá—, y la estación terrestre ya está hecha. Todo lo que necesitamos es una carta de intención de venta firmada.

—Puedo ser muy persuasivo. —Carlucci sonrió de nuevo. A Cordelia la expresión le recordó a una barracuda mostrando los dientes. O quizá a un lobo; en todo caso, a un depredador. Sin duda era persuasivo.

—Es mejor que hagas la maleta, querida —dijo Alcalá—. Ropa suficiente para una semana en una bolsa de mano. Algo sofisticado para vestir y algo más cómodo para el viaje. Cualquier otra cosa que necesites puedes comprarla allá. Alice Springs está un poco aislada pero es un lugar civilizado, con tiendas.

—Tampoco es Brooklyn —dijo Carlucci.

—No —dijo Alcalá—, no lo es.

—Tienes que estar en Tomlin a las cuatro —intervino Rettig.

Cordelia miró a Carlucci, luego a Rettig y después a Alcalá.

—Lo de antes iba en serio. Gracias. Haré un buen trabajo.

—Sé que lo harás, querida —dijo Alcalá, y sus ojos oscuros de repente tomaron un aspecto cansado.

—Eso espero —dijo Rettig.

Cordelia supo que podía retirarse. Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

—Te veo en el avión —dijo Carlucci—. Primera clase en todos los vuelos. Espero que no te moleste que fume.

Ella vaciló un instante y dijo con firmeza:

—Sí, me molesta.

Por primera vez, Carlucci frunció el ceño. Polly Rettig sonrió. Incluso Luz Alcalá sonrió.

Imagen

Cordelia compartía piso con una chica en un rascacielos de Maiden Lane, cerca del edificio de Woolworth y la tumba de Jetboy. Verónica no estaba en casa, así que Cordelia garabateó una breve nota. Le llevó cerca de diez minutos empaquetar lo necesario para el viaje. Entonces llamó al tío Jack y le preguntó si podía reunirse con ella antes de que embarcara en el Tomlin Express. Sí podía, era uno de sus días libres.

Jack Robicheaux la estaba esperando en la cafetería cuando ella entró por el lado de la avenida. No fue ninguna sorpresa. Él conocía el sistema de transporte subterráneo de Manhattan mejor que nadie.

Cada vez que veía a su tío tenía la impresión de estar mirándose en un espejo. Era cierto que él era varón, veinticinco años mayor y pesaba casi treinta kilos más, pero el cabello y los ojos oscuros eran los mismos; al igual que los pómulos: el parecido familiar era innegable. Además existía otra similitud entre ellos, menos visible. Ambos habían perdido la esperanza de crecer con normalidad en Louisiana y ambos habían dejado el territorio cajún y huido a la ciudad de Nueva York en sus últimos años de adolescencia.

—Ey, Cordie. —Jack se levantó cuando la vio; le dio un fuerte abrazo y la besó en la mejilla.

—Me voy a Australia, tío Jack. —La sorpresa se le escapó antes de lo previsto.

—¿Me tomas el pelo? —Tío Jack sonrió—. ¿Cuándo?

—Hoy.

—¿En serio? —Jack se sentó y se arrellanó en el asiento verde de imitación de piel—. ¿Por qué?

Le contó lo de la reunión.

Jack frunció el ceño ante la mención de Carlucci.

—¿Sabes qué pienso? Suzanne, es decir, Bagabond, ha estado rondando la oficina de Rosemary y del fiscal de distrito, de manera que me ha pasado algo de trabajo para mi tiempo libre. No me entero de todo pero capto lo suficiente. Creo que podríamos estar hablando de dinero de los Gambione.

—GF & G no caería en eso —dijo Cordelia—. Son legales, aunque obtengan dinero publicando revistas de desnudos.

—La desesperación causa una ceguera extraordinaria. En especial si el dinero se ha blanqueado a través de La Habana. Sé que Rosemary ha intentado dirigir a los Gambione hacia empresas legítimas. Supongo que la televisión vía satélite cuenta como tal.

—Estás hablando de mi trabajo —dijo Cordelia.

—Bueno, es mejor que hacer de puta para el gran F.

Cordelia sabía que se estaba sonrojando. Jack se arrepintió de sus palabras.

—Lo siento… No lo he dicho con mala intención.

—Mira, éste era de veras un día importante para mí. Sólo quería compartirlo.

—Te lo agradezco. —Jack se inclinó sobre la mesa de plástico—. Sé que te irá bien allí. Si necesitas ayuda, lo que sea, sólo llámame.

—¿Irías hasta el otro lado del mundo?

Él asintió.

—No importa qué tan lejos. Si no puedo estar ahí en persona, quizá pueda aconsejarte. Y si necesitas un caimán de cuatro metros de carne y hueso —sonrió— dame unas dieciocho horas. Sé que podrías mantener una fortaleza durante ese tiempo.

La chica sabía que hablaba en serio. Por eso Jack era la única persona del clan Robicheaux que significaba algo para ella.

—Estaré bien. Va a ser genial. —Se levantó del asiento.

—¿No tomas nada?

—No tengo tiempo. —Levantó el equipaje de mano hecho de cuero suave—. Debo tomar el próximo tren a Tomlin. Por favor, dile adiós a C. C. de mi parte, y a Bagabond y a los gatos.

Jack asintió.

—¿Todavía quieres el gatito?

—Por supuesto.

—Te acompaño a la estación. —Jack se levantó y le cogió el equipaje; ella se resistió por un momento, antes de sonreír y permitir que lo cargara.

—Hay algo que quiero que recuerdes —dijo Jack.

—¿Que no hable con extraños? ¿Que no me olvide de tomar la píldora? ¿Qué coma verdura?

—Cállate —le dijo con cariño—. Tu poder y el mío están relacionados, pero son diferentes.

—Dudo que a mí me convirtieran en una maleta —dijo Cordelia.

Él la ignoró.

—Has usado el nivel de reptil de tu cerebro para controlar algunas situaciones bastante violentas. Mataste a gente en defensa propia. No olvides que puedes usar el poder para dar vida también.

Cordelia se sintió apabullada.

—No sé cómo. Me asusta. Preferiría ignorarlo.

—Pero no puedes, así que recuerda lo que te estoy diciendo.

Cruzaron la avenida hacia la entrada del subterráneo, desafiando a los taxis.

—¿Has visto algo de Nicolás Roeg? —dijo Cordelia.

—Todo —dijo Jack.

—Quizá ésta sea mi «vuelta temporal al estilo de vida aborigen».

—Tú vuelve de una pieza.

Ella sonrió.

—Si aquí puedo hacer frente a un caimán macho, imagino que puedo arreglármelas bastante bien con un montón de cocodrilos en Australia.

Jack le dedicó una sonrisa cálida y amigable, pero que a la vez enseñaba los dientes. Él era un cambiaformas y Cordelia no, pero el parecido familiar era inconfundible.

Imagen

Cuando encontró a Marty Carlucci en la terminal de United del Tomlin, Cordelia vio que el hombre llevaba un caro maletín de piel de cocodrilo y una maleta del mismo estilo. Eso le desagradó pero tampoco le convenía decirle nada.

La mujer del mostrador que trabajaba detrás del ordenador les asignó asientos en primera clase a una fila de distancia: fumadores y no fumadores.

Cordelia supuso que aquello no marcaría una gran diferencia para sus pulmones, pero sintió que había ganado una decisión moral. También supuso que se sentiría más cómoda al no tener que rozar su hombro con el de él.

Una buena parte de la emoción del viaje se había esfumado para cuando el 747 aterrizó en el aeropuerto de Los Angeles. Cordelia pasó buena parte de las dos horas siguientes admirando la oscuridad de la noche naciente y preguntándose si alguna vez podría ver el Rancho La Brea, las torres Watts, Disneylandia, el Monumento Nacional de los Insectos Gigantes o recorrer el tour de Universal Studios. Compró algunos libros de bolsillo en la tienda de regalos y al fin les llamaron para embarcar en el vuelo de Air New Zealand. Al igual que en el primer tramo, solicitaron asientos de primera clase a cada lado de la división entre fumadores activos y pasivos.

Carlucci roncó gran parte del camino hasta Honolulú, mientras que Cordelia no pudo dormir en absoluto. Dedicó el tiempo a leer la nueva novela de misterio de Jim Thompson y a contemplar el Pacífico iluminado por la luna, once mil metros más abajo.

Tanto Carlucci como ella cambiaron algunos de sus cheques por dólares australianos en la terminal del aeropuerto de Honolulú.

—Los números son buenos. —Carlucci señaló la tabla de conversión pegada a la ventana de la cabina de cambio—. Revisé el periódico antes de salir de Estados Unidos.

—Todavía estamos en Estados Unidos.

Ignoró el comentario de la chica.

Sólo por entablar conversación, le dijo:

—¿Sabe mucho de finanzas?

El orgullo llenó su voz.

—Escuela Wharton. Con beca completa. Mi familia corrió con los gastos.

—¿Sus padres son ricos?

El no respondió.

El Jumbo de Air New Zealand despegó y los azafatos les alimentaron una vez más antes de acomodarlos para la larga noche con destino a Auckland. Cordelia encendió su luz de lectura cuando la iluminación de la cabina se atenuó. Finalmente, oyó a Carlucci refunfuñar desde la fila de delante:

—Duerme algo, niña. El jet lag va a ser muy duro. Todavía te queda mucho Pacífico por cruzar.

Pensó que el hombre tenía razón. Espero unos minutos más y apagó la luz. Se envolvió en la manta y se apretujó en el asiento para poder mirar por la ventana. La emoción del viaje casi había desaparecido para entonces. Cayó en la cuenta de que estaba muy agotada.

No veía nubes, sólo el océano resplandeciente. Le asombró que algo pudiera resultar tan inmenso y enigmático. Se le ocurrió que el Pacífico podría tragarse un 747 con una simple ola diminuta.

Imagen

¡Eer-moonans!

Aquellas palabras no significaban nada para ella.

«Eer-moonans».

La expresión fue tan suave que podría haber sido un susurro en su mente.

Los ojos de Cordelia se abrieron. Algo iba mal. La vibración tranquilizadora de los motores del avión llegaba distorsionada, mezclada con el suspiro del viento creciente. Intentó arrojar lejos la sábana, que de repente la estrangulaba, y se sujetó con fuerza al respaldo del asiento de delante, clavando las uñas en el cuero frío.

Cuando dirigió la vista al otro lado de la butaca, contuvo el aliento bruscamente. Estaba mirando directamente a los ojos abiertos, sorprendidos y muertos de Marty Carlucci. Su cuerpo todavía colgaba hacia el frente pero su cabeza estaba girada ciento ochenta grados, hacia ella. Un hilo de sangre viscosa le goteaba lentamente de las orejas y la boca y se había acumulado debajo de sus ojos, corriendo sobre sus pómulos.

El sonido de su grito se detuvo alrededor de su cabeza, como si hubiera gritado en un barril. Al fin se liberó de la manta y examinó con incredulidad el pasillo.

Todavía estaba en el 747 de Air New Zealand. Y, al mismo tiempo, estaba en el desierto. Un paisaje se sobreponía al otro. Movió los pies y sintió la textura granulada de la arena, incluso escuchó su roce; el pasillo estaba salpicado de arbustos que se movían a medida que el viento seguía aumentando.

La cabina del Jumbo se extendía hasta una distancia que su ojo no lograba alcanzar, disminuyendo y disminuyendo a lo lejos a medida que se aproximaba a la sección trasera. Cordelia no vio que nadie se moviera.

—¡Tío Jack! —gritó. Por supuesto, no hubo respuesta.

Entonces oyó el aullido: hueco, subiendo y bajando, en aumento. Al fondo de la cabina, en el túnel que era al mismo tiempo el desierto, vio las formas que saltaban hacia ella. Criaturas que brincaban como lobos, primero por el pasillo, luego por encima de la parte superior de los asientos.

Cordelia percibió un olor nauseabundo, a putrefacción. Se lanzó al corredor y retrocedió hasta apoyar la espalda contra la mampara del frente.

No podía distinguir a las criaturas en la penumbra. Ni siquiera estaba segura de cuántas había. Eran como lobos, desgarraban las butacas con sonoras garras, pero sus cabezas eran muy diferentes: hocicos achatados, truncados; collares de púas brillantes, ojos como agujeros negros y planos, más profundos que la luz que los rodeaba; los colmillos eran tan largos que sobresalían, de manera que mordían y chocaban sin cesar al tiempo que manchaban todo con su oscura saliva.

Y esos dientes la buscaban.

«¡Muévete, maldita sea!» La voz resonó en su cabeza: era su propia voz. «¡Muévete!»

Los dientes y las garras buscaban su garganta.

Cordelia se arrojó a un lado. El líder de las criaturas chocó contra la mampara de acero, aulló del dolor y se tambaleó al enderezarse mientras el segundo monstruo que saltó se estrellaba contra sus costillas. La chica huyó a gatas de la confusión y el horror hasta la estrecha cocina de la nave.

«¡Céntrate!» Cordelia supo lo que debía hacer. Ella no era Chuck Nonb no tenía una uzi a mano. En un momento de respiro, mientras las criaturas, lobo gruñían y se escupían unas a otras, deseó una vez más que Jack estuviese allí. Pero no estaba. «Concéntrate», se dijo.

Uno de los hocicos achatados asomó por la esquina de la cocina. Cordelia miró directo a esos ojos mortíferos, color negro mate.

—¡Muere, hijo de perra! —gritó. Sintió cómo el poder surgía del nivel reptiliano de su cerebro, cómo fluía la fuerza hacia la mente del monstruo canino, atacando directamente el tallo cerebral hasta que logró detenerle el corazón y la respiración. La criatura siguió luchando por llegar a ella pero se derrumbó hacia delante, sobre sus propias garras.

El siguiente monstruo apareció al dar la vuelta a la esquina. ¿Cuántos había? Intentó pensar. Seis, ocho, no estaba segura. Otro hocico achatado se asomó. Otro juego de garras y más dientes brillantes. «¡Muere!» Y entonces sintió que se le escapaba el poder; jamás había sentido eso antes. Era como tratar de correr sobre arenas movedizas.

Los cuerpos de las criaturas lobo comenzaron a amontonarse. Las sobrevivientes se abalanzaban sobre sus congéneres para arremeter contra ella. La última logró cruzar todo el camino hasta la cocina.

Cordelia intentó acabar con el cerebro de la criatura pero sintió cómo su poder se debilitaba a medida que el monstruo canino se lanzaba hacia abajo desde el montón de cadáveres. Cuando las mandíbulas repletas de dientes se estiraron hacia su garganta, ella les dio un puñetazo con ambas manos e intentó desviarlas hacia un lado. Una de las púas del collar de la criatura se le clavó en el dorso de la mano izquierda y la saliva caliente de la bestia le salpicó en la cara.

Notó que la respiración staccato de la criatura lobo vacilaba y se detenía al tiempo que se desplomaba a sus pies. Entonces sintió un escalofrío extendiéndose brazo arriba. Cordelia sujetó la púa de la mano izquierda con la derecha y la arrancó. La arrojó lejos de sí pero el frío no disminuyó.

«Me llegará al corazón», pensó, y eso fue lo último que cruzó su mente. Cordelia sintió cómo se derrumbaba, cómo caía sobre la demencial manta de parches formada por los cadáveres de los monstruos. El viento llenó sus oídos; la oscuridad se apoderó de sus ojos.

Imagen

—¡Eh! ¿Estás bien, niña? ¿Qué te pasa? —Reconoció el acento neoyorquino de la voz de Marty Carlucci y tuvo dificultades para abrir los ojos. El hombre se inclinó sobre ella: su aliento era mentolado, olía a pasta de dientes. Le sujetó los hombros y la zarandeó ligeramente.

Eer-moonans —dijo Cordelia, débil.

—¿Qué? —Carlucci parecía desconcertado.

—Estás… muerto.

—Claro que sí. No sé cuántas horas he dormido pero me encuentro fatal. ¿Y tú?

Los recuerdos de la noche la golpearon una vez más.

—¿Qué sucede? —dijo Cordelia.

—Estamos aterrizando. El avión está a media hora de Auckland. Si quieres usar el baño, asearte y eso, más vale que lo hagas rápido. —Retiró los dedos de sus hombros—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —Cordelia se sentó, temblorosa. Tenía la impresión de que su cabeza se hallaba rellena de algodón empapado—. ¿Va todo bien? ¿Y los monstruos?

Carlucci se la quedó mirando.

—Son sólo turistas. Oye, ¿has tenido una pesadilla? ¿Quieres un café?

—Sí. Gracias. —Cogió el bolso y pasó al lado del hombre con dificultad, hacia el pasillo—. Tiene razón. Era una pesadilla. De las malas.

En el baño se mojó la cara; primero con agua fría, luego con agua caliente. Cepillarse los dientes ayudó algo. Se tragó tres tabletas de Midol para las molestias menstruales y se desenredó el cabello. Hizo lo que pudo con el maquillaje. Por último, se miró en el espejo y meneó la cabeza.

—Joder —se dijo—. Pareces una treintañera.

Sintió una quemazón en la mano izquierda. La levantó a la altura de la cara y examinó el pinchazo inflamado. Tal vez se la había pillado en algún lado estando dormida y eso se había transferido a su sueño. O quizá era un estigma. Cualquiera de las dos historias sonaba igual de inverosímil. Tal vez era un extraño efecto secundario de su período menstrual. Sacudió la cabeza. Nada tenía sentido. La debilidad la inundó y tuvo que sentarse sobre la tapa del inodoro. Notaba la mente cansada, desgastada. Quizá había pasado gran parte de la noche luchando contra los monstruos.

Cordelia se dio cuenta de que alguien estaba golpeando la puerta del baño. Había otros querían pasar por el baño antes de llegar a Nueva Zelanda. Mientras no fueran criaturas lobo…

Imagen

Era una mañana soleada. La isla norte de Nueva Zelanda era de un intenso verde. El 747 aterrizó con apenas un golpecillo y se detuvo al final de la pista durante veinte minutos hasta que la gente del Departamento de Agricultura subió a bordo. Cordelia no se esperaba aquello. Miró perplejo cómo los sonrientes jóvenes con frescos uniformes andaban por los pasillos, presionando latas de aerosol con cada mano a fin de expedir chorros de pesticida. Eso le recordó lo que había leído sobre los últimos momentos de Jetboy.

Carlucci debió de pensar algo parecido. Tras prometer que no fumaría, se cambió al asiento junto al de ella.

—Espero que de verdad sea pesticida. Sería una broma de muy mal gusto si fuera el virus wild card.

Después de que los pasajeros murmuraran, se quejaran, jadearan y tosieran, el avión rodó hasta la terminal y les permitieron desembarcar. El piloto les dijo que tenían dos horas antes de que el avión iniciara el tramo de mil seiscientos kilómetros hasta Sydney.

—Podremos estirar las piernas, comprar recuerdos y hacer unas cuantas llamadas —dijo Carlucci. Cordelia acogió con gusto la idea de hacer algo de ejercicio.

En la terminal principal, Marty se marchó a hacer sus llamadas al otro lado del Pacífico. La terminal estaba extraordinariamente concurrida. Cordelia atisbo equipos de cámaras a lo lejos. Se dirigió hacia las puertas que llevaban al exterior.

Oyó que la llamaban:

—¡Cordelia! ¡Señorita Chaisson! —No era la voz de Carlucci. ¿Quién demonios podía ser? Se volvió y se topó con una larga cabellera roja enmarcando un rostro que se parecía ligeramente al de Errol Flynn en El Capitán Blood. Pero Flynn nunca había usado una ropa tan brillante, ni siquiera en La taberna de Nueva Orleans, tan colorida.

Cordelia se detuvo y sonrió.

—¿Qué es esto? ¿Tiene un grupo de música new wave?

—No —respondió el doctor Tachyon—. No, me temo que no.

—Me temo —dijo la alta mujer alada de pie junto a él— que nuestro querido Tachy nunca irá mucho más allá de Tony Bennett. —Un voluminoso vestido de seda azul, de corte simple, susurró suavemente en torno suyo, y Cordelia parpadeó. Peregrine era difícil de confundir.

—Eso es injusto, querida. —Tachyon sonrió a su acompañante—. Tengo algunos favoritos entre los artistas contemporáneos. Me gusta mucho Plácido Domingo. —Se volvió de nuevo hacia Cordelia—. Pero ¿dónde están mis modales? Cordelia, ¿te han presentado formalmente a Peregrine?

La chica tomó la mano extendida.

—Llamé a su agente hace varias semanas. Encantada de conocerla. —«Cállate», se dijo a sí misma. «No seas grosera».

Los deslumbrantes ojos azules de Peregrine la miraron.

—Lo siento. ¿Es sobre la función de beneficencia en el club de Des? Me temo que he estado increíblemente ocupada ordenando otros proyectos durante los preparativos para este viaje.

—Peregrine —intervino Tachyon—, esta jovencita es Cordelia Chaisson. Nos conocemos por la clínica. Ha ido con frecuencia a visitar a C. C. Ryder.

—C. C. estará en la Casa de los Horrores —dijo Cordelia.

—Eso sería fabuloso —dijo Peregrine—. Admiro su trabajo desde hace mucho tiempo.

—Quizá podríamos ir a tomar algo. —El taquisiano sonrió a Cordelia—. Ha habido un retraso en la organización del transporte por tierra del senador con destino a Auckland. Me temo que estaremos estancados en el aeropuerto durante un tiempo indefinido. Además, me temo que sería estupendo evitar al resto del grupo. Hemos estado muchas horas encerrados en el avión.

Cordelia sintió que la tentadora proximidad del aire fresco empezaba a alejarse.

—Sólo tengo dos horas —dijo, titubeante—. Está bien, tomemos algo.

Mientras caminaba hacia el restaurante, Cordelia no alcanzó a vislumbrar a Carlucci: «Que se las arregle él solo». Notó las numerosas miradas que los seguían. Sin duda, buena parte de la atención era para Tachyon —su cabello y su armario así lo garantizaban—, pero la mayoría contemplaba a Peregrine. Los neozelandeses no debían de estar acostumbrados en absoluto a ver una mujer alta y hermosa con alas dobladas sobre la espalda. El as era espectacular, admitió Cordelia para sí misma. Sería maravilloso tener ese físico, esa estatura, esa presencia. Al instante, Cordelia se sintió demasiado joven. Casi como una niña. Inadecuada. Demonios.

Imagen

Cordelia solía tomar café con leche. Pero si el café negro le ayudaba a despejar la mente, lo intentaría. Insistió en que esperaran a que se desocupara una mesa junto a la ventana. Si no iba a respirar el aire exterior, al menos podría sentarse a unos centímetros de él. Los colores de los árboles desconocidos le hicieron recordar las fotos que había visto en la península de Monterrey.

—Vaya —dijo tan pronto como pidieron las bebidas—, el mundo es un pañuelo. ¿Cómo va su viaje oficial? Vi algunas fotos del Gran Simio en las noticias de las once antes de coger este avión.

Tachyon divagó sobre la gira mundial del senador Hartmann. Cordelia recordó haber leído algo al respecto en el Post pero había estado tan ocupada con el evento de la Casa de los Horrores que no le había prestado mucha atención.

—Parece un trabajo muy duro —dijo cuando Tachyon terminó de contárselo todo.

Peregrine mostró una débil sonrisa.

—No han sido exactamente unas vacaciones. Creo que Guatemala fue mi país favorito. ¿Tu gente ha pensado en culminar la función con un sacrificio humano?

Cordelia negó con la cabeza.

—Creo que estamos intentando darle un toque más festivo, incluso dadas circunstancias.

—Escucha —dijo Peregrine—, trataré de convencer a mi agente. Entre tanto te puedo presentar a algunos amigos que podrían ayudarte. ¿Conoces a Radha O’Reilly? ¿Elephant Girl? —Ante la negación de cabeza de Cordelia, le explicó—. Cuando se convierte en un elefante volador, es más delicada que cualquier cosa que Doug Henning haya soñado. Tienes que hablar con Fantasy también, podrías necesitar a una bailarina como ella.

—Eso sería fantástico. Gracias. —Cordelia quería hacerlo todo ella misma, demostrarles a todos de qué era capaz, pero al mismo tiempo sabía que debía aceptar la ayuda que se le ofrecía de manera tan amable.

—Cuéntame —dijo Tachyon, interrumpiendo sus pensamientos—, ¿qué haces aquí, tan lejos de casa? —Su expresión era expectante; sus ojos brillaban con honesta curiosidad.

La chica sabía que no podía salirse con la suya diciendo que había ganado el viaje por vender galletitas de niña exploradora, así que optó por la sinceridad.

—Voy a Australia con un tipo de GF & G para intentar comprar una estación terrestre de satélite antes de que la engulla un predicador de la televisión.

—Ah —dijo Tachyon—. ¿Ese evangelista es Leo Barnett, por casualidad?

Cordelia asintió.

—Espero que tengas éxito. —El doctor frunció el ceño—. El poder de nuestro amigo Firebreather está creciendo a un ritmo peligrosamente exponencial. Por lo que a mí respecta, preferiría ver retrasado el crecimiento de su emporio mediático.

—Justo ayer —interrumpió Peregrine— Chrysalis nos explicaba que algunos de los matones del grupo juvenil de Barnett estaban vagando por el Village y machacando a golpes a cualquiera que les pareciera a la vez joker y vulnerable.

Die Juden —murmuró Tachyon. Las dos mujeres le dedicaron una mirada inquisitiva—. Historia. —Suspiró y entonces le dijo a Cordelia—: Cualquier ayuda que necesites a la hora de competir con Barnett, avísanos. Creo que encontrarás gran cantidad de apoyo tanto de ases como de jokers.

—Ey —dijo una voz familiar a espaldas de Cordelia—. ¿Qué sucede?

Sin darse la vuelta, la muchacha dijo:

—Marty Carlucci, le presento al doctor Tachyon y a Peregrine. —A esta última le dijo—: Marty es mi chaperón.

—¿Qué tal? —Carlucci agarró la cuarta silla—. Sí, le conozco —le dijo a Tachyon. Luego observó a Peregrine, inspeccionándola sin tapujos, de manera desagradable—. Yo te conozco. Tengo grabados todos los espectáculos que has hecho en los últimos años. —Entrecerró los ojos—. Oye, ¿estás embarazada?

—Gracias. Así es. —Le aguantó la mirada.

—Ah, bueno —dijo Carlucci. Se volvió hacia Cordelia—. Niña, vámonos. Tenemos que regresar al avión. —Con más firmeza, añadió—: ¡Ahora!

Se despidieron. Tachyon se ofreció a pagar el café.

—Buena suerte —dijo Peregrine, dirigiéndose en concreto a Cordelia. Carlucci parecía preocupado.

Mientras los dos caminaban hacia la puerta de embarque, él dijo:

—Estúpida zorra.

Cordelia se detuvo en seco.

—¿Qué?

—Tú no. —Carlucci la agarró con brusquedad por el codo y la empujó hacia el puesto de control de seguridad—. Esa joker que vende información… Chrysalis. Me la topé junto a los teléfonos. Imaginé que me ahorraría el precio de una llamada.

—¿Y? —dijo Cordelia.

—Uno de estos días sus tetas invisibles se le quedarán pilladas en el escurridor y habrá sangre muy brillante por todo el cuarto de lavado. También le dije eso a la gente de Nueva York.

Cordelia esperó, pero él no se explicó.

—¿Y bien? —preguntó de nuevo.

—¿Qué le has dicho a esos dos raros? —dijo Carlucci. Su voz sonó peligrosa.

—Nada —dijo Cordelia escuchando su alarma interna—. Nada en absoluto.

—Bien. —Carlucci hizo una mueca. Murmuró—: Será comida para peces, lo juro.

Cordelia examinó a Carlucci. La gran convicción en su voz evitó que pareciera un gángster de opereta: hablaba en serio. Le recordó a las criaturas lobo de lo que tal vez fue un sueño de la noche anterior. Sólo le faltaba la saliva oscura.

Imagen

El humor de Carlucci no mejoró en el vuelo a Australia. En Sydney pasaron por la aduana y se cambiaron a un Airbus A-300. En Melbourne, Cordelia al fin logró sacar la cabeza y disfrutar del aire fresco durante algunos minutos, mientras admiraba el DC-3 suspendido de un cable frente a la terminal. Después, su acompañante hizo un drama hasta que llegaron a la puerta correcta de Ansett. Esta vez los sentaron en un 727. Cordelia se alegró de no haber facturado su bolso. Parte de la pesadumbre de Marty Carlucci tenía que ver con la especulación de que el equipaje que había facturado se enviaría por error a Fiyi o a otro destino equivocado.

—¿Por qué no subiste todo tu equipaje a bordo? —le preguntó Cordelia.

—Hay ciertas cosas que no puedes subir a bordo.

El 727 zumbaba con rumbo al norte, alejándose del verdor de la costa. Desde el asiento junto a la ventana, Cordelia observó el interminable desierto. Entrecerró los ojos, buscando caminos, vías de ferrocarril o cualquier otra señal de la intervención humana; en vano. En aquel páramo plano color café tostado apenas se veían de vez cuando las sombras de las nubes.

Cuando el piloto anunció por los altavoces que el avión se aproximaba Alice Springs, la joven no fue consciente de ello hasta que hubo guardado la bandeja, ceñido su cinturón de seguridad y metido el bolso de nuevo bajo su asiento delantero: todo se había vuelto automático.

En el aeropuerto había más actividad de lo que había esperado. Ella había supuesto que habría una única pista polvorienta junto a una choza de láminas de hojalata galvanizada. Un vuelo de TAA había aterrizado minutos antes y la terminal estaba repleta de los típicos turistas.

—¿Alquilamos el Land Rover? —le preguntó a Carlucci. El hombre se inclinaba impaciente sobre la cinta del equipaje.

—No. Vamos al pueblo. Reservé habitaciones en el Stuart Arms. Por fin dormiremos una noche como Dios manda. No quiero ser más desagradable de lo que debo ser durante la reunión de mañana. Por cierto: tendrá lugar a las tres de la tarde —agregó—. El desfase horario nos afectará en cualquier momento. Sugiero que compartamos una buena cena al llegar a Alice. Entonces, «hasta la vista» y a la cama hasta las diez u once de la mañana. Si alquilamos el coche y salimos de Alice al mediodía, deberíamos llegar a Madhi con tiempo de sobra. ¡Ahí estás, cabrón! —Agarró su maletín de piel de cocodrilo de la banda transportadora—. Vámonos.

Tomaron un autobús turístico desde Ansett hasta Alice. Se tardaba media hora hasta el pueblo y el aire acondicionado trabajaba arduamente contra el calor abrasador del exterior. Cordelia miró por la ventana mientras el autobús se aproximaba al centro de Alice Springs. A primera vista no parecía muy distinta a cualquier pequeña y árida ciudad norteamericana. «La verdad es que Baton Ronge es más extraña que esto», se dijo a sí misma. No se parecía en absoluto a lo quise había imaginado al ver ambas versiones de Mi vida empieza en Malasia.

La terminal de autobuses resultó estar frente a la arquitectura de principios de siglo del hotel. Hecho que Cordelia agradeció ampliamente. Estaba oscureciendo cuando los pasajeros bajaron a la acera y reclamaron su equipaje. Ella le echó un vistazo al reloj. Los números no significaban nada en absoluto. Necesitaba reprogramarlo a la hora local. «Y cambiar la fecha también», se recordó a sí misma. Ni siquiera sabía en qué día de la semana se encontraba. Su cabeza comenzó a palpitar cuando se hundió en el calor que perduraba en la oscuridad. Cuánto anhelaba acostarse con la espalda recta y estirada sobre sábanas limpias, tras tomar un largo baño. Aunque no necesariamente: el baño podría esperar hasta que hubiera dormido, por lo menos, veinte o treinta horas.

—Está bien, niña —dijo Carlucci. Estaban de pie frente a la vieja mesa de recepción—. Aquí está tu llave. —Hizo una pausa—. ¿Estás segura de que no te gustaría ahorrarle gastos a GF & G y quedarte en mi habitación?

Cordelia no tenía la energía suficiente para responder con una leve sonrisa.

—Nah. —Le arrebató la llave de la mano.

—¿Sabes qué? No estás aquí sólo porque las mujerzuelas de Fortunato piensen que eres la leche.

¿De qué estaba hablando? Usó la energía necesaria para dirigirle una mirada.

—Te he visto por las oficinas de GF & G. Me gustó lo que vi. Yo te propuse.

Cordelia suspiró. Bien alto.

—Está bien —dijo Carlucci—. Oye, no te ofendas. Yo también estoy agotado. —El hombre recogió la bolsa de piel de cocodrilo—. Vamos a guardar nuestras cosas y a cenar.

Había un letrero de «FUERA DE SERVICIO» en el ascensor, y el hombre se volvió con cansancio hacia la escalera.

—Segundo piso —dijo Carlucci—. Al menos ésa es una maldita bendición. —Pasaron junto a un póster mimeografiado en el hueco de la escalera que anunciaba a una banda llamada Gondwanaland—. Después de cenar, ¿te gustaría ir a bailar?

Cordelia no se molestó en responder.

El descansillo desembocaba en un corredor cubierto con detalles de madera oscura y algunas vitrinas discretas que exhibían artefactos aborígenes. Cordelia echó un vistazo a los bumeranes y a las bramaderas. No cabía duda de que lo contemplaría todo con mayor interés al día siguiente.

Carlucci miró su llave.

—Las habitaciones están la una junto a la otra. Por Dios, qué ganas de tirarme en la cama. Estoy muerto.

Una puerta se abrió de golpe a sus espaldas. Cordelia apenas alcanzó a vislumbrar dos oscuras figuras que saltaban hacia ellos: monstruos. O gente que usaba máscaras. Máscaras horribles.

A pesar de encontrarse tan cansada, tuvo buenos reflejos. Comenzó a agacharse hacia un lado cuando un brazo rígido la golpeó en el pecho y la empujó hasta una de las vitrinas. El vidrio se hizo añicos y los fragmentos volaron en todas direcciones. Cordelia agitó los brazos, intentando mantener el equilibrio mientras alguien o algo intentaba someterla. Le pareció oír los gritos de Carlucci.

Cerró los dedos en torno a algo duro —un bumerán— al tiempo que percibió cómo su atacante giraba y se lanzaba contra ella de nuevo. Arrojó el arma hacia él, por puro instinto. «Mierda, voy a morir», pensó.

El extremo afilado del bumerán cortó el rostro de su atacante como lo haría un cuchillo de trinchar al rebanar una sandía. Una mano extendida le alcanzó en el cuello y se desplomó. Un cuerpo cayó al piso.

«¡Carlucci!» Cordelia se giró y vio a una figura acuclillada sobre su colega. Se incorporó, se dirigió hacia ella y se percató de que era un hombre. Tenía poco tiempo. «¡Piensa!», se dijo a sí misma. «Piensa, piensa, piensa: concéntrate». Era como si el poder se encontrara envuelto por sofocantes capas de fatiga. Pero todavía estaba ahí, así que se concentró y sintió cómo el nivel más bajo de su cerebro se involucraba y atacaba a la figura.

«¡Detente, maldito!»

La figura se detuvo y trastabilló pero siguió avanzando. Y cayó. Cordelia sabía que había apagado todo su sistema vegetativo. El olor que llegó cuando sus intestinos cedieron no hizo más que empeorar las cosas.

Lo rodeó y se arrodilló junto a Marty Carlucci. Éste yacía sobre su estómago, con la vista hacia arriba. Su cabeza había dado una vuelta entera sobre sí misma, como ocurrió en lo que tal vez había sido un sueño. Un poco entre cerrados, sus ojos muertos miraban más allá de ella.

Cordelia se balanceó hasta estar de nuevo sobre sus talones y contra la pared; presionó sus puños contra la boca y notó cómo se mordía los nudillos con los incisivos. Aún sentía la epinefrina hormigueando en sus brazos y piernas. Cada nervio estaba en carne viva.

«¡Dios! ¿Qué voy a hacer?» Miró en ambas direcciones del pasillo. No había más atacantes, no había testigos. Podía llamar al tío Jack, o a Alcalá o a Rettig. Incluso podría tratar de localizar a Fortunato en Japón. Si es que el número que tenía aún servía. Podía intentar dar con Tachyon en Auckland. Entonces lo comprendió: estaba a muchos miles de kilómetros de cualquier persona de confianza, de cualquier conocido.

—¿Qué voy a hacer? —murmuró en voz alta.

Se abalanzó sobre el maletín de cocodrilo de Carlucci y abrió los cerrojos. El hombre había fingido de manera demasiado evidente una falsa calma gélida al pasar por la aduana, y no dudó que hubiera una razón para ello. Cordelia revisó rápidamente la ropa, buscando el arma que debía de haber ahí. Abrió el estuche marcado como «Set de afeitado y convertidor eléctrico»: La pistola era fea y de acero pavonado; se trataba de algún tipo de arma automática reducida a escala cuyo peso le tranquilizó una vez que la tuvo en la mano.

Oyó ruidos provenientes del hueco de la escalera; desde alguna planta llegaron palabras aisladas:

—… ahora él y la perra deben de estar muertos…

Se obligó a levantarse y a pasar sobre el cuerpo de Marty Carlucci. Y echó a correr.

Imagen

Al final del pasillo, lejos de la escalera principal, una ventana daba a la escalera de incendios. Cordelia la abrió con suavidad, persuadiéndola de deslizarse lo suficiente a pesar de que el panel se atascó unos instantes en el marco. Salió a través de la ventana y justo cuando se volvió para cerrarla vio unas sombras retorcidas en el otro extremo del corredor. Entonces se agachó y retrocedió como un cangrejo por los escalones inferiores.

Por un momento lamentó no haber cogido su equipaje. Al menos conservaba el estuche del pasaporte con la tarjeta y los cheques de viajero American Express en su pequeña bolsa de mano. Entonces cayó en la cuenta de que aún tenía apretada entre los dedos la llave de la habitación, así que la reacomodó en el puño de manera que sobresaliese entre los dedos índice y corazón.

Los escalones eran de metal, viejos, y rechinaban. Rapidez y sigilo, como descubrió Cordelia, resultaban incompatibles en ese caso.

Descendió hacia el callejón. El ruido de la calle, a unos veinte metros de distancia, era fuerte y bullicioso. Al principio pensó que tenía lugar una fiesta. Entonces detectó un trasfondo de ira y dolor. El rumor de la multitud se intensificó. Cordelia oyó el sonido monótono de unos puños chocando contra la carne.

—Fantástico —murmuró. Entonces comprendió que un disturbio le ayudaría a cubrir su huida. Repasó el plan de emergencia: primero, seguir con vida y escapar de ahí; después, llamar a Rettig o a Alcalá y contarles qué había sucedido. Enviarían a alguien que reemplazara a Carlucci mientras ella se ocultaba y se ponía a salvo. ¿No sería estupendo? Que mandaran a otro tipo trajeado, listo para firmar el contrato en nombre de la compañía. No era nada difícil, incluso ella misma podría hacerlo. Si no la mataban.

Con la llave y la pistola preparada, Cordelia descendió el último escalón y avanzó hacia la salida de la callejuela. Entonces se congeló de golpe: supo que tenía a alguien de pie detrás de ella.

Giró de súbito y lanzó la mano izquierda hacia adelante, con la llave apuntando hacia donde esperaba que se encontrara la barbilla del intruso. En efecto, ahí había alguien: unos dedos muy fuertes se cerraron alrededor de su muñeca, absorbiendo con gran facilidad todo el impulso de su estocada.

La figura la arrastró hacia la poca luz que provenía del interior del Stuart Arms, por entre las rejas de la escalera. La joven levantó la pistola, clavó el cañón en el vientre de su agresor y apretó el gatillo.

No llegó muy lejos: no sucedió nada.

Alcanzó a vislumbrar unos ojos oscuros que miraban los suyos. La figura extendió su mano libre hacia adelante y activó algo en un lado del arma. Una voz masculina le dijo:

—Ya está, peque, si pretendes disparar hay que quitar el seguro. Ahora.

Cordelia estaba demasiado asustada para tirar del gatillo.

—Está bien, está bien. ¿Quién eres tú…? ¿Podemos salir de aquí?

—Puedes llamarme Warreen. —Una luz repentina explotó en algún lugar de más arriba y cayó sobre ellos a través de las rejillas, de manera que les pintó una cuadrícula de sombras en el rostro.

Cordelia observó las franjas de luz que caían sobre la cara del hombre. Tomó nota del cabello alborotado, negro y rizado, los ojos entornados, tan oscuros como los suyos, la nariz chata y ancha, los pómulos marcados y afilados, los labios fuertes. Era, como su madre lo hubiera descrito, un hombre de color. Era, como también pudo darse cuenta, el hombre más atractivo que había visto. Su padre la hubiera azotado sólo por tener ese pensamiento.

Entonces oyeron pisadas en la escalera de incendios.

—Salgamos de aquí —dijo Warreen, guiándola hacia la boca del callejón. Naturalmente, era más fácil decirlo que hacerlo.

—Ahí hay unos hombres —dijo Cordelia. Vio que un número indeterminado de personas, perfiladas contra la luz que venía de la calle, aguardaban al final del callejón, sujetando unos garrotes.

—Conque ésas tenemos. —Warreen sonrió y Cordelia captó el destello de sus dientes blancos—. Dispárales, peque.

«Nada que objetar», pensó Cordelia. Levantó el arma con la mano derecha. Cuando apretó el gatillo, hubo un sonido como de lona al desgarrarse y las balas aullaron al rebotar en los ladrillos. La boca humeante de la pistola le mostró que los hombres del callejón ahora estaban tirados en el suelo. No creyó haberle dado a ninguno.

—Más tarde nos ocuparemos de tu puntería —dijo Warreen—. Ahora vámonos. —Le cogió la mano izquierda con su derecha, sin darse cuenta de que todavía apretaba la llave.

Se preguntó si tendrían que saltar sobre las espaldas de los matones que habían caído al suelo, como Tarzán sobre los cocodrilos del río.

Imagen

Pero no fueron a ningún lado.

Una especie de onda de calor cayó sobre ella. Le pareció que era como una energía que fluía por los dedos de Warreen hasta su cuerpo. El calor la quemaba de adentro hacia afuera, como un microondas.

El mundo se movió con brusquedad un metro a la izquierda y luego descendió otro metro. El aire giró en torno de ellos. La noche fue absorbida por una especie de embudo y cayó en un pequeño punto ardiente ubicado en el centro de su pecho.

Entonces dejó de ser noche.

Warreen y ella estaban de pie sobre una llanura marrón rojiza que se unía al cielo distante, en un horizonte lejano y plano. Había plantas de apariencia resistente aquí y allá, y un poco de brisa; el aire estaba caliente y levantaba remolinos de polvo.

Comprendió que era la misma llanura que había presenciado desde la cabina del Jumbo de Air New Zealand, durante la pesadilla que tuvo entre Honolulú y Auckland.

Trastabilló un poco y Warreen la sujetó del brazo.

—He visto antes este lugar. ¿Vendrán las criaturas lobo?

—¿Criaturas lobo? —Warren parecía desconcertado—. Ah, peque, quieres decir los eer-moonans, los seres de dientes largos que surgen de las sombras.

—Creo que sí… ¿Tienen muchos dientes? ¿Andan en jaurías? ¿Tienen filas de púas alrededor del cuello? —Sin soltar el arma, Cordelia se masajeó el inflamado dorso de la mano izquierda.

Warreen frunció el ceño y examinó la herida.

—¿Te picaron con una púa? Eres muy afortunada. Su veneno suele ser letal.

—Tal vez los cocodrilos tengamos una inmunidad natural —dijo Cordelia, tratando de sonreír. Warren mostró su desconcierto de un modo muy cortés—. No me hagas caso. Simplemente soy afortunada.

Él sonrió.

—Así es, peque.

—¿Por qué me llamas «peque»? —Le molestaba.

Warreen la miró sorprendido y le ofreció una amplia sonrisa.

—Porque al parecer a las damas europeas les gusta. Alimenta sus deliciosos impulsos coloniales, ¿sabes? Aún hablo como si fuera un guía.

—No soy europea —dijo Cordelia—. Soy cajún, norteamericana.

—Para nosotros es lo mismo. —Warren seguía sonriendo—. «Yanqui» es lo mismo que «europeo». No vemos gran diferencia. Aquí todos sois turistas. ¿Cómo prefieres que te llame?

—Cordelia.

Su expresión se volvió seria mientras se inclinaba hacia adelante para cogerle la pistola de la mano. La examinó lenta y cautelosamente; entonces puso el seguro de nuevo.

—Una HK reducida, completamente automática. Es un equipo bastante caro, Cordelia. ¿Vienes a cazar dingos? —Le devolvió el arma.

Ella la dejó colgando de la mano.

—Pertenecía al tipo con el que vine a Alice Springs. Está muerto.

—¿En el hotel? —dijo Warren—. ¿Los esbirros de Murga-muggai? Corría el rumor de que planeaban cargarse al agente del evangelista.

—¿Quién?

—La mujer araña. No es una buena persona. Intenta matarme desde hace años. Desde que era un crío —lo dijo de manera casual. Cordelia pensó que todavía parecía un niño.

—¿Por qué? —Temblaba sin poder controlarse. Si tenía alguna fobia, era hacia las arañas. Y tosió, porque el viento le arrojó polvo rojo en el rostro.

—Al principio era una venganza contra el clan. Ahora se ha convertido en algo peor. —Warreen caviló y añadió—: Ella y yo tenemos poderes. Debe de creer que aquí sólo hay espacio para uno de nosotros. Es muy corta de mira.

—¿Qué clase de poderes? —preguntó Cordelia.

—Tienes muchas preguntas… Al igual que yo. Quizá podamos intercambiarnos información durante el camino.

—¿Camino? —Cordelia tuvo la impresión de haber formulado una pregunta muy tonta. Una vez más, los eventos amenazaban con superar su capacidad de comprensión—. ¿Hacia adónde?

—Uluru.

—¿Dónde está eso?

—Ahí. —Warreen señaló el horizonte.

El sol estaba justo encima de ellos. La chica no tenía ni idea de en qué dirección había señalado.

—Allí no hay nada. Sólo un gran desierto que me recuerda a los escenarios de Mad Max.

—Ahí es donde está. —Warreen ya se encontraba a una docena de pasos de distancia. Su voz flotó hacia ella en el viento—. A caminar, peque.

Al decidir que no tenía muchas opciones, Cordelia lo siguió.

—¿El agente del evangelista? —musitó. Ese no era Marty. Alguien había cometido un grave error.

Imagen

—¿Dónde estamos? —preguntó Cordelia. El cielo estaba salpicado de pequeños cúmulos pero ninguna de las sombras que formaban las nubes conseguía darle sombra. Cuánto deseaba que lo hicieran.

—En el mundo —dijo Warreen.

—No en el mío.

—En el desierto, entonces.

—Ya sé que es el desierto. Puedo ver que es un desierto, puedo sentirlo, el calor es un claro indicio. Pero ¿qué desierto es?

—Estamos en la tierra de Baiame —dijo Warreen—. Éste es el gran desierto de Nullarbor.

—¿Estás seguro? —Cordelia se secó el sudor de la frente con la tira de tela que había arrancado del dobladillo de su falda de Banana Republic—. Miré el mapa en el avión durante todo el camino desde Melbourne. Las distancias no concuerdan. ¿No debería ser el desierto Simpson?

—Las distancias son diferentes en el Tiempo del Sueño —dijo Warreen sin más.

—¿El Tiempo del Sueño? —«¿Estoy en una película de Peter Weir?», se preguntó—. ¿Cómo en el mito?

—No es un mito —dijo su compañero—. Ahora estamos donde la realidad estuvo, está y estará. Estamos en el origen de todas las cosas.

—De acuerdo. —«Estoy soñando. Estoy soñando… o estoy muerta y ésta es la última cosa que mis neuronas están creando antes de que todo estalle y oscurezca».

—Todas las cosas en el mundo de la sombra fueron creadas en primer lugar. Aves, criaturas, pasto, la manera de hacer las cosas, los tabús que se deben respetar.

Cordelia miró alrededor. Había poco que ver.

—¿Éstos son los originales? ¿Antes sólo veía las copias?

Él asintió con vigor.

—No veo sombrillas para la arena —dijo ella con un poco de petulancia, sintiendo el calor—. No veo aviones de pasajeros ni máquinas expendedoras llenas de refrescos.

Él contestó, serio.

—Eso son sólo variaciones. Aquí es donde todo empieza.

«Estoy muerta», pensó con aire sombrío.

—Tengo calor. Estoy cansada. ¿Cuánto tenemos que caminar?

—La distancia. —Warreen caminaba sin esfuerzo.

La joven se detuvo y se llevó las manos a las caderas.

—¿Por qué debería ir contigo?

—Si no lo haces —dijo Warreen por encima del hombro—, morirás.

—Ah. —La muchacha se puso en marcha de nuevo, incluso corrió un poco para alcanzar al hombre. No podía sacarse de la cabeza la imagen de las latas frías de refresco, de la humedad formando gotas en el exterior del aluminio. Ansiaba escuchar el chasquido y el chirrido al arrancar la anilla de la tapa. Y las burbujas, el sabor…

—Sigue caminando —dijo Warreen.

Imagen

—¿Cuánto rato llevamos andando? —Cordelia alzó la mirada y se protegió los ojos. El sol estaba mucho más cerca del horizonte. Las sombras se extendían detrás de Warren y ella.

—¿Estás cansada?

—Estoy exhausta.

—¿Necesitas descansar?

Ella lo pensó. Su propia conclusión la sorprendió.

—No. No, no creo que lo necesite. Todavía no, al menos. —¿De dónde venía esa energía? Estaba exhausta… y, sin embargo, la fuerza parecía elevarse en su interior, como si fuera una planta nutriéndose de la tierra—. Este lugar es mágico.

Warreen asintió con despreocupación.

—Sí, lo es.

—Sin embargo, tengo hambre.

—No necesitas comida, pero me encargaré de ello.

Cordelia tuvo la impresión de que un sonido surgía del viento y alcanzaba el suave caminar de sus pies sobre el suelo polvoriento. Se volvió y vio a un canguro gris pardusco saltando junto a ellos, ajustándose a su ritmo con facilidad.

—Estoy lo bastante hambrienta como para comerme uno de ésos.

El marsupial clavó sus enormes ojos color chocolate en ella.

—Prefiero que no lo hagas —objetó el animal.

Cordelia cerró la boca con un chasquido. Y lo observó, atónita.

Warreen sonrió al animal y le dijo con cordialidad:

—Buenas tardes, Mirram. ¿Encontraremos sombra y agua dentro de poco?

—Sí —contestó el canguro—. Tristemente, la hospitalidad está siendo acaparada por un primo del Gurangatch.

—Al menos —dijo Warreen—, no es un bunyip.

—Eso es cierto —concordó el marsupial.

—¿Encontraré armas?

—Debajo del árbol.

—Bien —dijo Warreen con alivio—. No me gustaría luchar con un monstruo tan sólo con manos y dientes.

—Te deseo lo mejor. Y a ti —le dijo a Cordelia—, que tengas paz. —La criatura giró en ángulo recto y saltó hacia el desierto, donde pronto se perdió de vista.

—¿Canguros que hablan? ¿Bunyips? ¿Gurnagatches?

—«Gurangatch» —corrigió Warreen—. Entre lagarto y pez. Es un monstruo, por supuesto.

Ella no terminaba de formarse una imagen.

—Y está acaparando el oasis.

—Exacto.

—¿No podríamos evitarlo?

—No importa qué camino sigamos —dijo Warreen—, sin duda nos va a encontrar. —Se encogió de hombros—. Es sólo un monstruo.

—Cierto. —Cordelia se alegró de tener todavía el control de la mini-HK. El acero estaba caliente y resbaloso—. Sólo un monstruo —murmuró con los labios resecos.

Imagen

Cordelia no tenía idea de cómo encontró Warreen el estanque y el árbol. Por lo que a ella concernía, habían seguido un camino perfectamente recto. En la distancia apareció un punto, hacia la puesta de sol, y creció a medida que se aproximaban; de pronto, surgió un resistente roble del desierto que presentaba rayas hechas con carbón sobre la corteza. Le había caído más de un rayo encima y parecía que hubiera ocupado ese pedazo de tierra miserable durante siglos, rodeado por un cinturón de hierba. Una suave pendiente guiaba a los juncos y se dirigía al borde de un estanque de unos diez metros de ancho.

—¿Dónde está el monstruo? —preguntó Cordelia.

—Silencio. —Warreen caminó hasta el árbol y se desnudó. Sus músculos eran delgados y bellamente definidos. Su piel, que relucía por el sudor, comenzó a resplandecer con un color azul oscuro, que destacaba en el anochecer. Cuando se quitó los pantalones, Cordelia desvió la mirada en un principio, pero después decidió que no era momento de andarse con cortesías, justificadas o no.

«Dios, es guapísimo». Dependiendo de su género, sus parientes o bien se habrían escandalizado o bien habrían sentido el impulso de lincharla. Aunque la habían criado de manera que aborreciera tal deseo, quería estirar la mano y tocarlo. De pronto se dio cuenta de que aquello no era propio de ella en absoluto. Aunque estaba rodeada de gente de otros colores en Nueva York, aún la ponían nerviosa. Warreen también le suscitaba esa reacción, aun siendo del todo distinta en naturaleza e intensidad. De veras quería tocarlo.

Una vez que estuvo desnudo, Warreen dobló pulcramente la ropa y la colocó en un montón bajo el árbol. A su vez, recogió una variedad de objetos de la hierba. Inspeccionó un mazo largo y luego lo volvió a dejar. Por último, se enderezó con una lanza en una mano y un bumerán en la otra. Miró con ferocidad a Cordelia.

—Estoy listo.

Ella sintió que la recorría un escalofrío, como si le hubiera caído un cubo de agua helada. Era una sensación tanto de miedo como de emoción.

—¿Ahora qué? —Trató de mantener la voz baja y firme, pero le salió muy chillona. «Dios, qué vergüenza».

Warren no tuvo tiempo de contestar. Señaló hacia el oscuro estanque. Habían aparecido ondas en el extremo más lejano, y el centro de esas olas se movía hacia ellos. Algunas burbujas reventaron en la superficie.

El agua se desplazó hacia los lados: lo que vigilaba a la pareja desde la orilla era un personaje salido de una pesadilla. «Parece más cruel que cualquier joker que haya visto», pensó Cordelia. A medida que sacaba el cuerpo del agua, advirtió que la criatura debía de poseer como mínimo el mismo volumen que el escualo blanco de Tiburón. Abrió su boca de rana y mostró una infinidad de dientes color óxido. Entonces observó a los humanos con sus ojos saltones de lagarto.

—Fue engendrado por igual por un pez y un lagarto —dijo Warreen a modo de conversación, como si guiara a un turista europeo por un parque de animales salvajes. Avanzó y levantó la lanza—. ¡Gurangatch! Nos gustaría beber del manantial y descansar bajo el árbol. Nos gustaría hacerlo en paz. Si no podemos, entonces deberé tratarte como Mirragen, el hombre gato, hizo con tu poderoso ancestro.

Gurangatch silbó como un tren de carga que frenara de golpe. Se abalanzó hacia adelante sin dudarlo y cayó en la orilla húmeda como una anguila de diez toneladas. Warreen saltó hacia atrás, y los dientes manchados chocaron al cerrarse justo frente a su cara. Entonces picó el hocico de Gurangatch con la lanza. El pez lagarto siseó con más fuerza.

—No eres tan ágil como Mirragen. —Su voz sonaba como una mangueta de vapor. Gurangatch se apartó de un movimiento brusco cuando Warreen liberó la lanza y se la clavó de nuevo. Esta vez el extremo puntiagudo quedó atascado bajo las brillantes escamas plateadas que rodeaban el ojo derecho del monstruo. La criatura se retorció, y al hacerlo arrebató el arma de los dedos, de Warreen.

La bestia retrocedió y alzó la cabeza; miró a Warreen desde una distancia de tres, cinco, seis metros. El hombre miró hacia arriba, expectante, con el bumerán preparado en la mano derecha.

—Es hora de morir de nuevo, pequeño primo. —El cuello de toro de Gilrangatch se dobló y se inclinó. Sus mandíbulas se abrieron.

Esta vez Cordelia se acordó de quitar el seguro. Sujetó la HK con ambas manos y las balas fueron exactamente adonde ella deseaba.

Vio cómo las balas dibujaban una línea en la garganta de Gurangatch, y disparó una segunda ráfaga hacia el rostro del monstruo. Uno de los ojos de la criatura explotó como un globo lleno de pintura. Gritó de dolor; un líquido como la jalea verde se derramaba desde su hocico y, otro más, de color carmesí, surgía de las heridas en el cuello. «Los colores de la Navidad», pensó Cordelia; «contrólate, niña, no te pongas histérica».

Mientras Gurangatch se retorcía en el agua, Warreen giró el brazo en un arco corto y apretado y clavó el extremo del bumerán en el ojo restante de la criatura. Ante eso, la bestia rugió con tanta fuerza que Cordelia se asustó y retrocedió un paso. Al fin, Gurangatch se dobló en el agua y se sumergió. La chica captó la rápida imagen de una cola gruesa, como de monstruo de Gila, que desapareció de golpe. El estanque se calmó; las olas salpicaron la orilla pero terminaron por aquietarse y desaparecer.

—Se ha sumergido en el vientre de la tierra. —Warreen, acuclillado, miraba dentro del agua.

La joven puso de nuevo el seguro de la HK.

Con las manos libres de armas, Warreen se apartó del estanque y se puso de pie. Cordelia no pudo evitarlo: le miró sus partes. Él siguió la mirada de la chica, hacia abajo, y luego sus ojos se encontraron de nuevo. Al parecer poco avergonzado, dijo:

—Es la emoción del combate… Esto no sucedería bajo circunstancias ordinarias si estuviera guiando a una dama europea por el desierto.

La chica recogió sus ropas dobladas y se las extendió.

Warreen aceptó las prendas con dignidad. Antes de vestirse le dijo:

—Si estás lista, éste sería un buen momento para tomar una bebida refrescante y descansar. Siento mucho que se me haya acabado el té.

Cordelia dijo:

—Me las arreglaré.

Imagen

El desierto se enfrió poco a poco con la puesta de sol, pero Cordelia aún sentía que el calor surgía del suelo. Warreen y ella se recostaron contra las nudosas raíces del árbol, parcialmente expuestas. Tenía la sensación de que el aire era como un edredón acolchado que la cubría hasta la cara. Cada vez que se movía, sentía que avanzaba en cámara lenta.

—El agua estaba deliciosa pero todavía tengo hambre.

—Aquí tu hambre no es más que una ilusión.

—Entonces fantasearé con una pizza.

—Mmh, muy bien.

El hombre se puso de rodillas y pasó los dedos por la áspera corteza del árbol. Al encontrar un trozo suelto, tiró de él hasta separarlo del tronco. Su mano derecha se lanzó hacia adelante, sus dedos luchaban para atrapar algo que Cordelia no podía ver.

—Aquí tienes. —Le mostró su hallazgo.

La primera impresión fue que le entregaba una especie de serpiente, algo que se revolvía. Vio el color pálido, los segmentos y las múltiples patas.

—¿Qué es esa cosa?

—Larvas de la polilla de la madera. —Warreen sonrió—. Es uno de nuestros platos nacionales. —Extendió la mano hacia adelante, como un niño travieso—. ¿Te revuelve el estómago, peque?

—Maldita sea —dijo ella, indignada—, no me llames así. —«¿Qué estoy haciendo?», se dijo a sí misma mientras tomaba la criatura que le ofrecían—. ¿Tengo que comérmela viva?

—No. No hace falta. —Se giró y golpeó a la criatura contra el roble del desierto. La larva se convulsionó una vez y dejó de luchar.

Obligándose a sí misma a hacerlo sin más, sin pensar, cogió la larva, se la metió en la boca y empezó a masticar. «Dios, ¿por qué hago estas cosas?»

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Warren con rostro solemne.

—Bueno —dijo Cordelia, tragando—, no sabe a pollo.

Las estrellas, con su aspecto de lentejuelas, cubrieron todo lo ancho del cielo. Cordelia se acostó con los dedos entrelazados detrás de la cabeza. Se dio cuenta de que había vivido en Manhattan durante casi un año y en todo este tiempo no había visto las estrellas.

—Nurunderi está allá arriba —dijo Warren, señalando al cielo—, junio con sus dos jóvenes esposas. Nepelle, el gobernante de los cielos, les envió allí después de que las mujeres probaran el alimento prohibido.

—¿Manzanas? —dijo Cordelia.

—Pescado. Tukkeri, una exquisitez reservada a los hombres. —Volvió a señalar algo con los dedos—. Más allá se distinguen las Siete Hermanas… Y ahí está Karambal, su perseguidor. Tú lo llamas Aldebarán.

Cordelia dijo:

—Tengo muchas preguntas.

Warreen hizo una pausa.

—Y no son sobre las estrellas.

—Y no son sobre las estrellas —confirmó ella.

—¿Qué quieres saber?

—¿Qué es todo esto? —Abrió los brazos, hacia la noche—. ¿Cómo es que estoy aquí?

—Yo te traje.

—Lo sé. Pero ¿cómo?

Warreen titubeó un buen rato. Después dijo:

—Soy de sangre aranda, pero no fui criado dentro de la tribu. ¿Has oído hablar de los aborígenes urbanos?

—Como en La última ola —dijo Cordelia—. También he visto Habitantes de la pobreza. Allí decían que no hay aborígenes tribales en las ciudades, ¿verdad? ¿Sólo individuos?

Warreen rió.

—Comparas casi todo con el cine, lo cual equivale a comparar todo con el mundo de las sombras. ¿Conoces algo que sea de verdad?

—Creo que sí. —De ese lugar no estaba tan segura, pero no iba a admitirlo.

—Mis padres fueron a Melbourne a buscar trabajo —dijo Warreen—. Yo nací en el outback, aunque no recuerdo nada de eso. Fui un niño de ciudad. —Soltó una risa amarga—. Mi regreso temporal al estilo de vida aborigen parecía destinado a guiarme sólo entre borrachos con tendencia a vomitar en las alcantarillas.

Cordelia no se perdía una palabra.

—Cuando era bebé, estuve a punto de morir por unas altas fiebres. El wirinun, el hechicero, no podía hacer nada para ayudarme. Mis padres, desesperados, estaban listos para llevarme con el médico blanco. Entonces remitió la fiebre. El wirinun sacudió su bastón medicinal sobre mí, me miró a los ojos y les dijo a mis padres que viviría para hacer grandes cosas. —Warren hizo otra pausa—. Todos los otros niños del pueblo enfermaron con el mismo tipo de fiebre y todos murieron. Mis padres me dijeron que se marchitaron, se desfiguraron o se convirtieron en cosas innombrables. Pero todos murieron. Sólo yo sobreviví. Por eso los otros padres me odiaron, y a mis padres por haberme tenido. Así que nos marchamos.

La verdad se abrió camino en la mente de la joven como una estrella, elevándose.

—El virus wild card.

—He oído hablar de eso. Creo que tienes razón. Mi niñez fue normal hasta que me convertí en adulto. Entonces… —Su voz se apagó.

—¿Sí? —preguntó Cordelia con impaciencia.

—Cuando me hice hombre, descubrí que podía entrar en el Tiempo del Sueño a voluntad. Podía explorar la tierra de mis ancestros. Incluso llevar a otros conmigo.

—Entonces esto en realidad es el Tiempo del Sueño. No es algún tipo de ilusión compartida.

Él se dio la vuelta, quedando de lado, y la miró. Los ojos de Warreen estaban a unos centímetros de los suyos. La chica podía sentir su mirada en la boca del estómago.

—No hay nada más real.

—¿Qué fue lo que me sucedió en el avión? ¿Qué son los eer-moonans?

—Hay otros seres del mundo de las sombras que pueden introducirse en el Tiempo del Sueño. Una es Murga-muggai, cuyo símbolo es la araña trampera. Pero hay algo… malo en ella. Se podría decir que es una psicótica. Para mí es malvada, aun cuando afirma que está emparentada con las personas.

—¿Por qué mató a Carlucci? ¿Por qué intentó matarme a mí?

—Murga-muggai odia a los hombres santos europeos, sobre todo al norteamericano que viene del cielo. Su nombre es Leo Barnett.

—Firebreather —dijo Cordelia—. Es un predicador de la televisión.

—Pretende salvar nuestras almas. Pero al hacer eso nos destruiría a todos, dejaríamos de ser miembros de una familia, e incluso individuos. No habría más tribus.

Cordelia tomó aliento:

—Marty no tenía nada que ver con Barnett.

—Los europeos se parecen mucho entre sí. No importa que no trabajara para el hombre del cielo. —Warreen la miró bruscamente—. ¿No estás aquí por ese mismo propósito?

Cordelia ignoró la pregunta.

—Pero ¿cómo sobreviví a los eer-moonans?

—Creo que Murga-muggai subestimó tu poder. —Titubeó—. Y ¿es posible que estuvieras en tu período de la luna? La mayoría de los monstruos no tocan a una mujer que sangra.

Cordelia asintió. Y lamentó que su período hubiera terminado en Aucklaiul.

—Creo que tendré que depender de la HK. —Tras un momento, dijo Warren, ¿qué edad tienes?

—Diecinueve. —Dudó—. ¿Y tú?

—Casi dieciocho. —Ambos se quedaron callados. «Diecinueve años muy maduros», pensó Cordelia. No se parecía a ninguno de los chicos de Louisiana, ni siquiera a los de Manhattan.

Cordelia sintió cómo el frío caía de golpe, tanto en el aire del desierto como dentro de su mente. Sabía que el frío que crecía en su interior se debía a que por fin podía meditar sobre la situación en la que se encontraba. No sólo estaba a miles de kilómetros de casa, entre extraños, sino que tampoco se encontraba en su propio mundo.

—Warren, ¿tienes novia?

—Aquí estoy solo.

—No, no lo estás. —Su voz no sonó chillona esta vez. Gracias a Dios—. ¿Me abrazas?

El tiempo se alargó. Entonces Warren se le acercó y la rodeó con torpeza. Ella le dio un codazo sin querer en el ojo antes de que ambos estuvieran cómodos. Cordelia absorbió el calor de su cuerpo con avidez, con la cara pegada a la de él. Sus dedos se enredaron en la sorprendente suavidad de su cabello.

Se besaron. Cordelia sabía que sus padres la matarían si supieran lo que estaba haciendo con aquel hombre de color. Primero lincharían a Warreen, por supuesto. Se sorprendió. Tocarlo a él no era muy diferente a tocar a cualquier otro chico que le gustara. Y, por cierto: no habían sido muchos, pero Warreen parecía mucho mejor que cualquiera de ellos.

Se besaron muchas veces. El frío de la noche se hizo más profundo y la respiración de ambos se aceleró.

—Warreen… —dijo ella al fin, jadeando—, ¿quieres hacer el amor?

Él se alejó de ella, sin soltarla.

—No debería…

Lo adivinó.

—Ah, ¿eres virgen?

—Sí, ¿y tú?

—Soy de Louisiana. —Cubrió la boca del chico con la suya.

—Warreen es mi nombre de niño. Mi verdadero nombre es Wyungare.

—¿Qué significa?

—El que regresa a las estrellas.

Llegó el momento en que ella estuvo preparada para recibirlo, y sintió que Wyungare entraba profundamente dentro de ella. Mucho más tarde cayó en la cuenta de que no se había preocupado por lo que su madre y su familia pensarían. Ni una sola vez.

Imagen

El gigante apareció como una bolita en el horizonte.

—¿Ahí es adónde vamos? ¿Uluru?

—El lugar de la magia más grandiosa.

El sol de la mañana se elevó mientras avanzaban. El calor no era menos acuciante que el día anterior y la joven intentó ignorar la sed. Las piernas le dolían, aunque no era por la ardua caminata. Recibió de buena gana la sensación.

Varias criaturas del desierto se asoleaban cerca del sendero e inspeccionaron a los humanos al pasar.

Un emú.

Un lagarto con chorreras.

Una tortuga.

Una serpiente negra.

Un wombat.

Wyungare honró la presencia de cada uno con un saludo cortés. Le dijo «primo Dinewan» al emú; «Mungoongarlie» al lagarto; «buenos días, Wayambeh» a la tortuga, y así sucesivamente.

Un murciélago voló en círculos alrededor de ellos tres veces, chilló a modo de saludo y se fue volando. Wyungare lo saludó con amabilidad.

—Vuela alto con seguridad, hermano Narahdarn.

Fue particularmente efusivo al saludar al wombat.

—Era mi tótem cuando niño —le explicó a Cordelia—. Warreen.

Luego encontraron a un cocodrilo tomando el sol junto al camino.

—También es tu primo —dijo Wyungare. Le explicó qué debía decir.

—Buenos días, primo Kurria —dijo Cordelia. El reptil le devolvió la mirada, sin moverse ni una pulgada bajo el calor abrasador. Entonces abrió las mandíbulas y siseó. Numerosas hileras de dientes blancos destellaron.

—Un signo afortunado —dijo Wyungare—. Kurria es tu guardián.

A medida que Uluru crecía en la distancia, eran menos las criaturas que acudían al sendero a contemplar a los humanos.

Cordelia notó con sobresalto que durante una hora o más había estado viviendo dentro de sus propios pensamientos. Miró de reojo a Wyungare.

—¿Cómo es que estabas en el callejón justo en el momento apropiado para ayudarme?

—Me guió Baiame; el Gran Espíritu.

—No me basta.

—Esa noche había una especie de corroboree, una reunión con un propósito.

—¿Un mitin?

Él asintió.

—Mi gente no suele involucrarse en esas cosas. Pero, de vez en cuando, tenemos que usar las costumbres europeas.

—¿De qué se trataba? —Cordelia se protegió los ojos y los entrecerró para observar la lejanía. Uluru se había hecho del tamaño de un puño.

Wyungare también entrecerró los suyos para mirar a Uluru. De alguna manera, parecía mirar mucho más lejos.

—Vamos a sacar a los europeos de nuestras tierras. En especial, no permitiremos que los «hombres que predican» se apoderen de más puntos clave.

—No creo que os vaya a resultar muy sencillo. ¿No están los australianos bastante bien atrincherados?

Wyungare se encogió de hombros.

—¿No tienes fe, peque? ¿Sólo porque nos sobrepasan en número cuarenta o cincuenta a uno, no poseemos tanques o aviones y sabemos que a pocos les importa nuestra causa? ¿Por qué somos nuestros peores enemigos cuando se trata de organizarnos? —Su voz sonaba enojada—. Nuestro modo de vida se ha extendido sin interrupción durante sesenta mil años. ¿Cuánto tiempo ha existido tu cultura?

Cordelia buscó algo conciliador que decir.

El joven se adelantó.

—Nos resulta difícil organizarnos de manera efectiva, como los maoríes de Nueva Zelanda. Pero ellos forman clanes muy grandes; nosotros somos pequeñas tribus. —Sonrió sin humor—. Uno diría que los maoríes se asemejan a tus ases. Nosotros seríamos los jokers.

—Los jokers saben organizarse. Hay gente comprometida que puede ayudarles.

—No necesitamos ayuda de los europeos. Los vientos se están elevando por todo el mundo, justo como sucede aquí, en el outback. Mira la tierra de los indios que se labra con machetes y bayonetas en la selva americana; piensa en África, en Asia, y en cada continente donde surge la revolución. Ha llegado la hora, Cordelia. Incluso el Cristo blanco reconoce el ciclo de la gran rueda que gemirá y se moverá de nuevo, dentro de poco menos de una década. El fuego está encendido, aunque tu gente no sienta el calor todavía.

«¿Quién es este chico?», pensó Cordelia. Sabía que no le conocía, y que nunca se había planteado todo aquello, pero dentro de su corazón estaba segura de que él le estaba diciendo la verdad. Y no tenía miedo.

—Murga-muggai y yo no somos los únicos hijos de la fiebre —dijo Wyungare—. Hay otros. Muchos más, me temo. Eso marcará la diferencia. Nosotros marcaremos la diferencia.

Cordelia asintió sin estar muy convencida.

—El mundo completo está en llamas. Todos estamos en llamas. ¿Crees que el doctor Tachyon y el senador Hartmann, y su grupo de turistas europeos, lo saben? —Sus ojos negros miraron directamente dentro de los suyos—. ¿De verdad saben lo que sucede más allá de su limitada visión, de Norteamérica?

Cordelia no respondió. «No, probablemente no», pensó.

—Cabría esperar que no.

—Entonces ése es el mensaje que debes llevarles —dijo Wyungare.

Imagen

He visto fotografías de este lugar —dijo Cordelia—. Esto es Ayers Rock.

—Es Uluru —dijo Wyungare.

Dirigieron la mirada al gigantesco monolito de arenisca rojiza.

—Es la mayor roca del mundo —dijo Cordelia—. Cuatrocientos metros de altura y varios kilómetros de ancho.

—Es el lugar de la magia.

—Las marcas del costado —dijo ella— se asemejan a la sección transversal del un cerebro.

—Para ti. Para mí son las marcas en el pecho de un guerrero.

Cordelia miró alrededor.

—Aquí debería haber cientos de turistas.

—En el mundo de las sombras los hay. Aquí serían alimento para Murga-muggai.

La joven no podía creerlo.

—¿Come gente?

—Se come a cualquiera.

—Dios, odio las arañas. —Dejó de mirar hacia la parte superior del acantilado, pues sintió un calambre en el cuello—. ¿Tenemos que escalar esto?

—Hay un sendero un poco más amable. —Y le indicó que debían caminar mucho más, a lo largo de la base de Uluru.

A la muchacha la escarpada masa de la roca le pareció más que asombrosa. Sintió un temor reverencial que las grandes rocas no le solían despertar. «Debe de ser la magia», pensó.

Tras una caminata de veinte minutos, Wyungare le dijo:

—Aquí. —Se agachó. Había otra provisión de armas. Eligió una lanza, un mazo (nullanulla, lo llamó él), un cuchillo de pedernal y un bumerán.

—Muy práctico —dijo Cordelia.

—Magia. —Con una tira de cuero, Wyungare ató las armas para que formaran un racimo. Se echó al hombro el paquete y señaló la cima de Uluru—. Siguiente parada.

A Cordelia el siguiente tramo del camino no le pareció más fácil que el anterior.

—¿Estás seguro?

Él señaló su bolso de mano y la HK.

—Deberías dejar eso.

Ella negó con la cabeza.

—De ninguna manera.

Imagen

Cordelia estaba tumbada bocabajo, observando la rocosa que ascendía; luego miró hacia abajo. «No tendría que haberlo hecho», pensó. Tal vez fueran tan sólo unos pocos cientos de metros, pero era como inclinarse sobre el hueco de un ascensor vacío. Buscó con desespero algo a lo que asirse. La HK que cargaba en la mano izquierda no facilitaba las cosas.

—Suéltala ya —dijo Wyungare, y se estiró para ofrecerle su mano libre.

—Podríamos necesitarla.

—Su poder será leve contra Murga-muggai.

—Correré el riesgo. Cuando se trate de hacer magia, necesitaré toda la ayuda que pueda obtener. —Estaba sin aliento—. ¿Estás seguro de que éste es el ascenso más sencillo?

—Es el único. En el mundo de las sombras hay una cadena pesada fijada a la roca durante el primer tercio del trayecto, lo cual afrenta a Uluru. Los turistas la usan para subir.

—Pues no me importaría afrentarla un poco —dijo Cordelia—. ¿Cuánto falta?

—Tal vez una hora, tal vez menos. Depende de si Murga-muggai decide arrojarnos piedras.

—Ah… Y ¿qué tan probable es eso?

—Depende de su estado de ánimo. Ya sabe que venimos.

—Espero que no esté en sus días.

—Los monstruos no sangran —dijo Wyungare con solemnidad.

Alcanzaron la ancha e irregular parte superior de la roca y se sentaron sobre un sitio plano para descansar.

—¿Dónde está? —preguntó la joven.

—Si no la encontramos, ella nos encontrará a nosotros. ¿Tienes prisa?

—No. —Cordelia miró en derredor, asustada—. ¿Y los eer-moonans?

—Supongo que los mataste a todos en el avión de las sombras. No existe un suministro inagotable de esas criaturas.

«Ay, Dios. Exterminé a una especie en extinción». Tenía ganas de reír.

—¿Ya has recuperado el aliento?

Cordelia gimió y se puso de pie.

Wyungare ya estaba alzado, con el rostro en ángulo hacia el cielo, midiendo la temperatura y el viento. Hacía mucho más frío allá arriba que en el suelo del desierto.

—Es un buen día para morir —dijo él.

—Tú también has visto demasiadas películas.

Wyungare sonrió.

Caminaron con cuidado por la totalidad del diámetro de la parte superior de Uluru antes de llegar a una área amplia y plana de cerca de cien metros de ancho. Un acantilado de arenisca caía hacia el desierto unos metros más allá.

—Muy alentador —dijo Wyungare. La superficie de arenisca tallada no estaba del todo desnuda. Había pedazos de roca del tamaño de balones de fútbol desperdigados como granos de arena—. Estamos muy cerca.

—Éste es mi hogar.

La voz pareció venir de todos lados. Las palabras resultaban irritantes, como dos trozos de piedra arenisca frotándose entre sí.

—No es tu hogar —dijo Wyungare—. Uluru es el hogar de todos nosotros.

—Lo has invadido…

Cordelia miró en torno suyo con aprensión pero no vio más que rocas y algunos arbustos dispersos.

—… y morirás.

Al otro lado del claro rocoso, una placa de piedra arenisca de unos diez metros de ancho se dio la vuelta, chocó contra la superficie de Uluru y se rompió. Fragmentos de roca volaron por el área, y Cordelia retrocedió por instinto. Wyungare no se movió.

Murga-muggai, la mujer araña trampera, se impulsaba hacia arriba para salir de su agujero, y escarbó hasta que logró emerger a cielo abierto.

Para Cordelia fue como entrar de un salto en sus peores pesadillas. En su casa de los pantanos había arañas grandes, pero nada de esa magnitud. El cuerpo de Murga-muggai era de color marrón oscuro y peludo, del tamaño de un Volkswagen. El cuerpo bulboso se balanceó meciéndose sobre sus ocho patas articuladas. Todos sus miembros estaban cubiertos de mechones de erizado pelo castaño.

Numerosos ojos rutilantes escrutaron a los intrusos. La boca se abrió por completo, las papilas se movían levemente y un líquido transparente y viscoso goteaba sobre la arenisca. Las mandíbulas se separaron, temblorosas.

—Ay, Dios mío —dijo Cordelia, deseando dar otro paso hacia atrás. Muchos pasos. Deseaba despertar de ese sueño.

Murga-muggai se les acercó; sus patas centelleaban de forma intermitente, como si estuvieran desfasadas en relación a la realidad. A Cordelia le parecía estar viendo una animación stop motion muy bien realizada.

—Sea lo que sea —dijo Wyungare—, Murga-muggai es una criatura con gracia y equilibrio. Es su orgullo. —Se quitó el paquete de armas que traía colgado y desenrolló la correa de cuero.

—Vuestra carne será un buen almuerzo, primos —les dijo la voz desagradable.

—Usted no es pariente mío —dijo Cordelia.

Wyungare levantó el bumerán como si realizara un experimento, luego lo arrojó con fluidez hacia Murga-muggai. El borde de madera pulida acarició los pelos tiesos de la parte superior del abdomen de la criatura arácnida y suspiró al alejarse hacia el cielo. El arma se dio la vuelta e inició el retorno, pero no estaba a la altura suficiente para sortear la roca. Cordelia oyó cómo el bumerán se hacía añicos en la piedra, bajo el borde de Uluru.

—Mala suerte —dijo Murga-muggai. Su risa sugería la imagen de un aceite pegajoso.

—¿Por qué, prima? —dijo Wyungare—. ¿Por qué haces todo esto?

—Chiquillo estúpido —dijo Murga-muggai—, has perdido el contacto con la tradición. Será o tu muerte o la de nuestra gente. Estás muy equivocado, y debo remediar eso.

Al no tener prisa aparente para comer, cubrió la distancia entre ellos despacio. Sus piernas seguían teniendo un efecto estroboscópico. El mero hecho de verlas mareaba.

—Mi apetito por los europeos es cada vez mayor, disfrutaré el variado banquete de hoy.

—Sólo tendré una oportunidad —dijo Wyungare en voz baja—. Si no funciona…

—Funcionará —dijo Cordelia. Se detuvo junto a él y le tocó el brazo—. Laissez les bons temps rouler.

Wyungare le dirigió una mirada.

—«Deja que los buenos tiempos lleguen». Era la frase favorita de mi papá.

Pero entonces Murga-muggai dio un gran salto.

La criatura araña descendió sobre ellos como una sombrilla destrozada por el viento, con algunas de las varillas sueltas y retorcidas.

Wyungare clavó el mango de la lanza en la arenisca inflexible y levantó la punta endurecida al fuego en dirección al vientre del monstruo. La mujer araña gritó de rabia, anticipando su triunfo.

La punta de la lanza rebotó en una de las mandíbulas de la arácnida y se rompió. El eje flexible del arma se dobló en un inicio pero después se astilló como cuando se rompe una columna vertebral. La gran araña estaba tan cerca que Cordelia pudo apreciar de cómo latía el abdomen. Y percibió un olor acre.

«Ahora sí que estamos en un apuro», pensó.

Tanto ella como Wyungare retrocedieron de prisa, en un intento por esquivar las patas y las mandíbulas que los buscaban. El nullanulla se deslizó por la arenisca.

Cordelia recogió el cuchillo de obsidiana. De repente, fue como si lo observara todo a cámara lenta. Una de las peludas patas delanteras de Murga-muggai arremetió contra Wyungare. La punta cruzó de lado a lado el pecho del hombre, justo debajo del corazón. La fuerza del golpe lo lanzó hacia atrás. El cuerpo del chico cayó sobre el claro de piedra, como una de las flácidas muñecas de trapo con las que Cordelia había jugado cuando era niña; tan desprovisto de vida como ellas.

—¡No! —La joven corrió hacia Wyungare, se arrodilló junto a él y le busco el pulso en el cuello. Nada. No respiraba. Sus ojos miraban sin mirar hacia el cielo vacío.

Acunó el cuerpo del hombre durante escasos segundos, hasta que se percató de que la criatura arácnida los observa pacientemente a veinte metros de distancia.

—Te toca, prima imperfecta. —Las palabras rechinaron de entre sus dientes—. Eres valiente pero no creo que puedas apoyar la causa de mi gente más que el wombat. —Dicho esto, Murga-muggai avanzó.

Cordelia cayó en la cuenta de que todavía sujetaba la pistola. Apuntó la mini-HK hacia la criatura araña y apretó el gatillo. Nada. Puso el seguro y luego lo quitó. Tiró del gatillo. De nuevo, nada. Joder. Estaba vacía.

«Concéntrate». Miró a los ojos de Murga-muggai y deseó que la criatura muriera. Aún conservaba el poder dentro de ella, podía sentirlo. Se esforzó. Pero nada sucedió. Estaba indefensa. La araña trampera ni siquiera perdió velocidad.

Era evidente que el nivel reptiliano no tenía nada que enseñarle a las arañas.

La monstruosa bestia se abalanzó hacia ella como un grácil tren expreso de ocho patas.

La joven supo que no había nada que hacer. Excepto lo que más temía.

Se preguntó si la imagen que le llegó a la mente sería la última imagen de su vida antes de perder el conocimiento: una antigua tira cómica que mostraba a Fay Wray en el puño de King Kong, a un costado del Empire State. Un hombre en un biplano le gritaba:

—¡Hazle la zancadilla, Fay! ¡Hazle la zancadilla!

Imagen

Cordelia reunió toda la fuerza que le quedaba y arrojó la HK vacía contra la cabeza de Murga-muggai. El arma le golpeó en uno de los ojos y el monstruo se retiró un poco. Entonces la joven saltó hacia adelante, envolviendo con brazos y piernas una de las patas delanteras que se movían como pistones.

El monstruo trastabilló, tratando de recuperarse, pero Cordelia le clavó el cuchillo de pedernal en la articulación de la pierna. La extremidad se dobló y el impulso de la araña se hizo cargo del resto. La criatura arácnida era una bola de patas frenéticas que se agitaban y rodó con la chica aferrada a una de sus peludas extremidades.

La muchacha tuvo una visión caótica del suelo del desierto que se aproximaba cada vez más, justo debajo de ella. Esperó hasta el último instante; entonces se soltó e intentó sujetarse a un saliente.

Murga-muggai salió expulsada hacia el vacío. Cordelia tuvo la impresión de que el monstruo se detenía en el aire por un instante, como el coyote de la Warner, hasta que por fin cayó en picado.

Cordelia miró cómo se empequeñecía aquella cosa que luchaba y se agitaba. Se oyó un chillido similar al ruido que hacen las uñas contra una pizarra.

Por último, todo lo que pudo ver fue una mancha negra que yacía al pie de Uluru. Podía imaginar perfectamente los restos destrozados y las patas estiradas.

—¡Te lo merecías! —dijo en voz alta—. Zorra.

«¡Wyungare!» Se giró y cojeó de regreso hasta su cuerpo.

Seguía muerto.

Por un momento, Cordelia se permitió el lujo de derramar lágrimas de rabia. Entonces se dio cuenta de que tenía su propia magia. El pensamiento le llegó como una revelación.

—Sólo ha pasado un minuto —dijo, como si rezara—. No más. No ha sido mucho. Sólo un minuto.

Se inclinó hacia Wyungare y se concentró. Sintió cómo el poder fluía de su mente y bajaba flotando hacia el hombre, cubriendo su piel cada vez mas fría. Hasta ahora sólo había intentado apagar el sistema nervioso autónomo de la gente. Nunca había intentado poner uno en marcha.

El eco de las palabras de Jack llegó desde doce mil kilómetros de distancia.

—Puedes usar el poder para dar vida también.

La energía fluyó.

Hubo un latido muy leve.

Un aliento muy débil.

Otro más.

Wyungare empezó a respirar.

Gimió.

«Gracias a Dios». Echó una tímida ojeada alrededor, examinando la parte superior de Uluru.

Wyungare abrió los ojos.

—Gracias —dijo con voz débil pero clara.

Imagen

El disturbio pasó de largo ante ellos. Los mazos de la policía abanicaban el aire, en busca de un blanco. Y acertaron en la cabeza de más de un aborigen.

—Joder —dijo Wyungare—. Esto parece la maldita Queensland. —Sólo la presencia de Cordelia evitaba que se uniera a la refriega.

La chica retrocedió contra la pared del callejón.

—¿Me has traído de vuelta a Alice?

Wyungare asintió.

—¿Es la misma noche?

—Todas las distancias son diferentes en el Tiempo del Sueño —dijo Wyungare—. Tanto en el tiempo como en el espacio.

—Te lo agradezco. —El sonido de los gritos airados, los alaridos y las sirenas era ensordecedor.

—Y ¿ahora qué? —dijo el joven.

—A dormir toda la noche. Por la mañana alquilaré un Land Rover. Entonces conduciré hasta Madhi Gap. —Consideró una pregunta—: ¿Te quedarás conmigo?

—¿Esta noche? —Wyungare titubeó también—. Sí, me quedaré contigo. No eres tan mala como el predicador del cielo pero debo convencerte de abandonar lo que quieres hacer con la estación del satélite.

Cordelia por fin empezó a relajarse.

—Tendrás que —dijo Wyungare, mirando a su alrededor— meterme a hurtadillas en tu habitación, por supuesto.

La joven sacudió la cabeza. «Es como si hubiera vuelto al instituto», pensó. Rodeó al chico que tenía a su lado con el brazo.

Había tantas cosas que quería decirle a la gente. El camino hacia el sur que llevaba a Madhi Gap se extendía frente a ellos. Todavía no había decidido si iba a llamar primero a Nueva York.

—Una cosa —dijo Wyungare.

Ella le miró con un aire inquisitivo.

—Siempre ha sido costumbre que los hombres europeos usen a sus amantes aborígenes y luego las abandonen —dijo despacio.

La joven le miró a los ojos.

—Yo no soy un hombre europeo —dijo ella.

Wyungare sonrió.

Imagen