por Walton Simons
Los habitantes de Colombo habían esperado al simio desde la madrugada, y a esas horas la policía tenía problemas para mantenerlos alejados de los muelles. Algunos lograban pasar las barricadas de madera, sólo para ser atrapados en seguida y metidos a empujones en las camionetas color amarillo brillante de la policía. Algunos estaban sentados en coches estacionados; otros tenían niños encaramados sobre los hombros. La mayoría se conformaba con permanecer detrás de los cordones, estirando el cuello para echar un vistazo a lo que la prensa local llamó «el gran monstruo norteamericano».
Dos grúas enormes levantaron despacio al simio gigante para bajarlo de la barcaza. Colgaba atado y flácido; su pelambre oscuro asomaba desde el interior de la malla de acero. El único indicio de vida era el lento ascenso y descenso de su pecho de cinco metros de ancho. Hubo un rechinido cuando las grúas giraron al mismo tiempo, balanceando al gorila de lado hasta que estuvo sobre el vagón verde, pintado recientemente. El vagón gimió cuando el animal se acomodó en la amplia cama de acero. Hubo vítores y aplausos dispersos de la multitud.
Era igual que la visión que había tenido tan sólo unos meses antes —la multitud, el mar en calma, el cielo limpio, el sudor en la nuca—, todo era igual. Las visiones nunca mentían. Sabía con exactitud lo que sucedería en los siguientes quince minutos aproximadamente; después de eso podía retomar su vida otra vez.
Se ajustó el cuello de la camisa Nehru y mostró su tarjeta de identificación gubernamental al policía más próximo. El oficial asintió y le permitió el paso.
Era un asistente especial del secretario del Interior, lo cual le daba un rango particularmente amplio de responsabilidades. Algunas veces lo que hacía era poco más que hacer de niñera de los extranjeros ricos que estaban de visita. Pero eso era preferible a los veinte años o más que había pasado trabajando en diversas embajadas, en el extranjero.
Había un grupo de veinte o treinta norteamericanos alrededor del tren. La mayoría llevaba uniformes de seguridad color gris claro y se concentraban en encadenar la bestia al vagón. Mantenían un ojo en el primate mientras hacían lo que tenían que hacer, pero no parecían asustados. Un hombre alto, que vestía una camisa de diseño hawaiano y unas bermudas a cuadros, estaba a cierta distancia charlando con una chica enfundada en un ligero vestido de algodón azul claro. Ambos usaban viseras rojinegras que rezaban la leyenda «King Pongo».
Caminó hacia el hombre de la camisa hawaiana y le dio un golpecito en el hombro.
—Ahora no. —El hombre ni siquiera se molestó en girarse para mirarlo.
—¿Señor Danforth? —Le dio otro golpecito en el hombro, esta vez más fuerte—. Bienvenido a Sri Lanka. Soy G. C. Jayewardene. Usted me llamó el mes pasado a propósito de su película. —Jayewardene hablaba inglés, cingalés, tamil y holandés. Su posición en el gobierno así lo requería.
El productor cinematográfico se volvió, con el rostro inexpresivo.
—¿Jayewardene? Ah, es verdad. El tipo del gobierno. Encantado de conocerle. —Danforth le estrechó la mano—. Estamos muy ocupados en este momento. Creo que ya se ha dado cuenta.
—Por supuesto. Si no es demasiada molestia, me gustaría viajar con ustedes mientras transportan al animal. —Jayewardene no pudo evitar sentirse impresionado por su tamaño. El monstruo era aún más alto que el Buda de Aukana, de doce metros—. Parece mucho más grande de cerca.
—Vaya si lo es. Pero toda la sangre, el sudor y las lágrimas que se han vertido para traerlo aquí valdrán la pena cuando salga la película. —Señaló con el pulgar en dirección al monstruo—. Ese bebé es una gran pub.
Jayewardene se cubrió la boca con la mano, intentando esconder su expresión de desconcierto.
—«Publicidad». —Danforth sonrió—. Supongo que debo tener más cuidado al usar el argot de la industria. Seguro. —Y agregó—: G. C., usted puede ir en el vagón VIP, con nosotros. Es el que está delante de nuestro peludo amigo.
—Gracias.
El gigantesco simio exhaló, y el polvo y la tierra cercanos a su boca abierta se removieron y formaron una pequeña nube.
—Gran pub —dijo Jayewardene.
El traqueteo rítmico de las ruedas del tren sobre las antiguas vías del ferrocarril consiguieron relajarlo. Jayewardene había viajado en los trenes de la isla en Incontables ocasiones durante los más de cuarenta años desde que abordó el primero siendo un niño. La chica del vestido azul, quien al final se había presentado a sí misma como «Paula Curtís», miraba por la ventana, hacia los campos de té distribuidos en diversas terrazas. Danforth estaba marcando un mapa con un rotulador rojo.
—Está bien. —Se puso el extremo del bolígrafo entre los labios—. Cogemos el tren hasta el final de la vía, lo cual es cerca de la cabecera del Kalu Glanga. —Aplanó el mapa sobre sus rodillas y señaló el sitio con el rotulador—. Eso nos deja en el borde del Parque Nacional Uda Walawe y se supone que Roger ha localizado algunos lugares fantásticos para nosotros ahí. ¿Cierto?
—Cierto —contestó Paula—. Si uno se fía de Roger.
—Es el director, querida. Tenemos que confiar en él. Lástima que no pudiéramos permitirnos a alguien decente, pero los efectos especiales absorberán la mayoría del presupuesto.
Un camarero se dirigió hacia ellos, cargando una bandeja con platos de arroz al curry, ídiyappam y pequeños fideos de harina de arroz al vapor. Jayewardene cogió uno de los platos y sonrió.
—Es-thu-ti —dijo, dándole las gracias al joven camarero. El chico tenía cara redonda y nariz ancha, obviamente era tan cingalés como él.
Paula se apartó de la ventana el tiempo justo para coger un plato. Danforth le indicó con gestos al chico que se retirara.
—No estoy seguro de entenderlo. —Jayewardene probó un bocado de arroz, masticó brevemente y tragó. Había muy poca canela en el curry, para su gusto—. ¿Por qué gastar dinero en efectos especiales cuando tienen un simio de quince metros de alto?
—Como dije antes, el monstruo es una gran pub. Pero sería un infierno intentar que actúe y siga nuestras indicaciones. Por no mencionar que sería prohibitivamente peligroso para quienes estuvieran en torno a él. Vaya, que podemos usarlo en un par de tomas y definitivamente para los efectos de sonido, pero la mayoría del trabajo se hará con miniaturas. —Danforth cogió un poco de arroz con un dedo del plato de Paula, se lo metió en la boca y se encogió de hombros—. Cuando se estrene la película, los críticos dirán que no pueden distinguir el simio real del modelo, y eso la gente se lo toma como un reto, ¿entiende? Compiten por ser los primeros en lograr diferenciarlos. Eso vende entradas.
—Es posible que el valor de la publicidad sea menor que el dinero que costó trasladar a la bestia desde la ciudad de Nueva York y traerla al otro lado del mundo. —Jayewardene se tocó con delicadeza las comisuras de los labios con una servilleta de tela.
Danforth levantó la mirada, sonriente.
—De hecho, conseguimos al simio a cambio de nada. Se escapa de vez en cuando y suele destrozar cosas, ¿sabe? La ciudad está hasta el culo de las demandas de cuando eso ocurre. Mientras no esté en Nueva York, no podrá hacer ningún daño. Casi nos pagaron por quitarles esta cosa de encima. Tenemos que asegurarnos de que nada le pase, por supuesto, o el zoológico perdería una de sus principales atracciones. Por eso están aquí los chicos de gris.
—Y si el simio se escapa aquí, su compañía cinematográfica será la responsable legal. —Jayewardene tomó otro bocado.
—Lo tenemos sedado todo el tiempo. Y, para ser francos, no parece estar muy interesado en lo que ocurre a su alrededor.
—A excepción de las mujeres rubias. —Paula señaló su cabello corto y castaño—. Por suerte para mí. —Miró de nuevo por la ventana—. ¿Qué es esa montaña?
—Sri Pada. El pico de Adán. Hay una huella en la cima que se dice que la dejó el mismísimo Buda. Es un lugar sagrado. —Jayewardene peregrinaba hasta la cima cada año. Planeaba hacerlo en breve, tan pronto como su horario lo permitiera. Esta vez albergaba la esperanza de purificar su espíritu, para que dejaran de acosarlo las visiones.
—¿En serio? —Paula le dio un codazo a Danforth—. ¿Tendremos tiempo de ir a ver los paisajes?
—Ya lo veremos —dijo Danforth, estirando la mano para coger más arroz.
Jayewardene puso su plato en la mesa.
—Discúlpenme. —Se levantó y caminó hacia la parte trasera del vagón, abrió la puerta y salió a la plataforma.
La cabeza gigante del simio estaba sólo a cuatro metros de donde se encontraba. El animal parpadeó y contempló la cima redondeada del pico de Adán; abrió la boca, contrajo los labios para hacer una mueca y mostró unos enormes dientes amarillentos. Un estruendo más alto que el motor del tren emergió de la parte trasera de la garganta del monstruo.
—¡Está despertando! —les gritó a los agentes de seguridad que viajaban en la parte trasera del vagón.
Estos caminaron hacia adelante con cautela, sujetándose a la barandilla que corría por un lado del coche y evitando entrar en contacto con las manos esposadas del primate. Uno vigilaba al monstruo, apuntándole directamente a la cabeza con el rifle. El otro cambió la botella de plástico conectada a la intravenosa que el simio tenía en el brazo.
—Gracias. —Uno de los guardias agitó la mano en dirección a Jayewardene—. Estará bien. Esta cosa lo dormirá unas cuantas horas más.
El animal volteó la cabeza y lo miró directamente; después se giró hacia el pico de Adán, suspiró y cerró los ojos.
Había una expresión en los ojos marrones del monstruo que no sabía interpretar. Tras pensar en ello volvió al interior del vagón. El curry le había dejado un regusto amargo en la parte posterior de la garganta.
Llegaron al campamento al anochecer. En realidad, era más bien una ciudad improvisada de tiendas de campaña y edificios portátiles. Había menos actividad de la que Jayewardene había esperado. La mayor parte del equipo estaba sentado por ahí, charlando o jugando a las cartas. Sólo el personal de seguridad del zoológico estaba ocupado, colocando con cuidado al simio en un camión con plataforma de carga ancha. Todavía estaba inconsciente por el medicamento.
Danforth le dijo a Paula que presentara a Jayewardene a los demás. El director, Roger Winters, estaba haciendo cambios en el guión de rodaje. Llevaba un traje digno de Frank S. Buck, con casco de explorador y todo para ocultar su cabello cada vez más ralo. Paula guió a Jayewardene lejos del director.
—No le gustará —dijo ella—. A nadie le gusta. Al menos, a nadie que yo conozca. Aun así, es capaz de hacerles cumplir con el plan de rodaje. Aquí hay alguien que le va a interesar más. No está casado, ¿verdad?
—Soy viudo.
—Ah, lo siento. —Saludó con la mano a una rubia que estaba sentada en los escalones de madera desnuda del edificio principal del campamento. La mujer llevaba una playera rojinegra que decía «King Pongo», pantalones de mezclilla ajustados y botas de montaña de piel.
—Hola, Paula —dijo la rubia, sacudiendo la cabellera—. ¿Quién es tu amigo?
—Robyn Symmes, te presento a G. C. Jayewardene —dijo Paula. Robyn le tendió la mano y Jayewardene se la estrechó ligeramente.
—Un gusto conocerla, señorita Symmes. —Jayewardene hizo una reverencia, embarazosamente consciente de cuán apretada se le veía la camisa sobre su voluminoso estómago. Se sintió halagado de estar en compañía de las únicas dos mujeres que había visto en el campamento. Ambas eran muy atractivas. Se secó el sudor de la frente y se preguntó cómo les quedaría un sari.
—Oigan, tengo que ir a supervisar unas cosas con Danforth. ¿Por qué no se entretienen mutuamente un rato? —Paula ya estaba alejándose antes de que cualquiera de ellos tuviera tiempo de responder.
—¿Se llama Jayewardene? ¿Está relacionado de alguna manera con el presidente Junius Jayewardene?
—No. Es sólo un nombre común. ¿Qué le parece este lugar? —Se sentó junto a ella. Los escalones estaban desagradablemente calientes.
—Bueno, sólo hace unos días que estoy aquí, pero es un sitio hermoso. Quizá demasiado caluroso para mi gusto, pero es que soy de Dakota del Norte.
Él asintió.
—Aquí tenemos todo tipo de belleza imaginable. Playas, montañas, selva, ciudades. Hay algo al gusto de todos. A excepción de un clima frío, por su puesto.
Hubo una pausa.
—Cuénteme. —Robyn se dio una palmada en los muslos—. ¿A qué se dedica para que su gobierno haya decidido enviarlo aquí con nosotros?
—Digamos que soy una especie de diplomático. Mi trabajo consiste en hacer que los visitantes extranjeros se encuentren felices aquí. Por lo menos, debo intentarlo. Nos gusta mantener la reputación de que el nuestro es un país amigable.
—Bueno, cabe decir que no he visto nada que lo desmienta. La gente con la que he tratado casi te mata con su amabilidad. —Señaló a la línea de árboles que había en el extremo del campamento—. Los animales son otra cosa, no obstante. ¿Sabe lo que encontraron esta mañana?
Él se encogió de hombros.
—Una cobra. Justo ahí. ¡Abuf! Eso es algo que definitivamente no encuentras en Dakota del Norte. —Se estremeció—. Puedo lidiar con la mayoría de los animales, pero con las serpientes… —Hizo una mueca.
—Aquí la naturaleza es completa y armoniosa. —Sonrió—. Seguro que le estoy aburriendo.
—No. Para nada. Lo cierto es que es más interesante que Roger, los técnicos de iluminación o los cámaras. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros?
—Durante toda la estancia de la compañía, de forma intermitente; mañana regresaré a Colombo por unos días. El doctor Tachyon, el extraterrestre, y un grupo numeroso de su país están por llegar. Vienen a estudiar el efecto del virus en mi país. —Un escalofrío le recorrió espalda.
—Usted es una hormiguita muy trabajadora, ¿verdad? —Ella levantó la mirada. La luz estaba empezando a bajar alrededor de las copas de los árboles, los cuales no dejaban de mecerse de un lado a otro—. Voy a dormir un poco. Usted quizá querrá hacer lo mismo. Paula le mostrará dónde está su habitación; ella lo sabe todo. Danforth nunca lograría terminar esta película sin ella.
Jayewardene la vio alejarse y suspiró al recordar el placer que él consideraba que era mejor olvidar. Al final, se levantó y se encaminó en la misma dirección. Necesitaba descansar antes de emprender el viaje de vuelta del día siguiente, pero el sueño nunca le llegaba con facilidad. Y tenía miedo de soñar. Había aprendido a tener miedo.
Se despertó al morderse la mano derecha con suficiente fuerza como para hacerla sangrar. Su respiración era entrecortada y su camisa de dormir estaba empapada en sudor. El mundo alrededor brilló y por fin se hizo más nítido. Había tenido otra visión, arrancada del futuro. Le habían llegado cada vez con mayor frecuencia a pesar de sus oraciones y su continua meditación. Que un sueño en particular no fuera sobre él sólo era un pequeño consuelo; al menos no lo involucraba de manera directa.
Se puso los pantalones y los zapatos, abrió la cremallera de la tienda y salió. Jayewardene caminó en silencio hacia el camión donde el simio estaba encadenado. Dos hombres estaban de guardia. Uno apoyado en la cabina, el otro sentado con la espalda en una de las enormes llantas cubiertas de lodo. Ambos portaban rifles y fumaban. Estaban hablando en voz baja.
—¿Qué sucede? —preguntó el hombre cercano a la cabina a medida que Jayewardene se aproximaba. No se molestó en levantar el arma.
—Quería ver al simio una vez más.
—¿A medianoche? Véalo mañana por la mañana, cuando haya luz.
—No puedo dormir. Y mañana regreso a Colombo. —Se acercó caminando al monstruo—. ¿Cuándo se vio al animal por primera vez?
—Durante el apagón del 65, en Nueva York —dijo el hombre que estaba sentado—. Apareció en medio de Manhattan. Nadie sabe de dónde vino. Debió de tener algo que ver con el wild card. Al menos eso es lo que dice la gente.
Jayewardene asintió.
—Voy a rodearle, daré la vuelta entera en torno a él. Quiero verle la cara.
—No vaya a meter la cabeza dentro de su boca. —El guardia arrojó la colilla al suelo y Jayewardene la aplastó con su zapato al pasar.
El aliento del simio era caliente, orgánico, pero no fétido. Jayewardene esperó a que la bestia abriera los ojos de nuevo. La visión le había informado de lo que había detrás de ellos, pero quería echarles otra mirada. Los sueños nunca se habían equivocado antes, pero su reputación quedaría hecha añicos si acudiera a las autoridades con la historia y se comprobara que estaba equivocado. Y le lloverían preguntas acerca de cómo pudo enterarse, preguntas que le sería difícil responder sin revelar que poseía habilidades inusuales. No sería fácil resolver ese problema en un tiempo tan corto.
Los ojos del simio seguían cerrados.
Los sonidos nocturnos de la selva parecían más distantes de lo normal. Jayewardene esperaba que eso se debiera a que percibían al simio, su tamaño inusual. Echó un vistazo al reloj. El amanecer llegaría en un par de horas. Hablaría con Danforth a primera hora de la mañana y entonces volvería a Colombo: el doctor Tachyon tenía la reputación de ser capaz de hacer maravillas. Su tarea consistiría en transformar al simio. La visión dejó eso bien claro. Quizá el alienígena incluso pudiera ayudarlo a él. Si su peregrinación fallaba.
Caminó de vuelta a la tienda y dedicó las siguientes horas a rogarle a Buda que ese tipo de revelaciones no fueran tan frecuentes.
Eran más de las nueve cuando Danforth emergió semidormido del portátil edificio principal. Jayewardene ya llevaba dos tazas de té pero todavía se movía con lentitud, como si estuviera el cuerpo envuelto en barro.
—Señor Danforth. Debo hablar con usted antes de irme.
Danforth bostezó y asintió.
—Bien. Mire, antes de que se vaya quiero tomar algunas fotos. Ya sabe, con el equipo completo y el simio. Para entregarle algo a las agencias de noticias. Le agradecería mucho que usted apareciera en la foto también. —Danforth bostezó de nuevo, abriendo la boca aún más—. Dios, necesito un café. Los muchachos deben de tenerlo todo preparado. Estaré libre unos minutos después de eso, y entonces podremos discutir lo que quiera.
—Creo que sería mejor que lo discutiéramos ahora, en privado. —Miró en dirección a la selva—. Tal vez debiéramos dar un paseo, lejos del campamento.
—¿En la selva? De ningún modo. Oí que mataron una cobra ayer mismo. —Danforth retrocedió—. Hablaré con usted después de las tomas publicitarias, no antes.
Jayewardene bebió otro sorbo de té y caminó hacia el camión. No se sorprendió ni se molestó ante la actitud de Danforth. El hombre tenía el peso de un proyecto de varios millones de dólares sobre los hombros. Ese tipo de presión distorsionaría los valores de cualquiera, le asustarían los errores.
La mayor parte del equipo ya estaba reunido frente al gigantesco animal. Paula estaba sentada al frente, mordiéndose las uñas mientras miraba el programa de producción. Se arrodilló junto a ella.
—Veo que su majestad le ha convencido para venir a pringar con el resto —dijo la mujer sin levantar la mirada.
—Eso me temo. Parece que no has dormido bien.
—No es que no haya dormido bien. No dormí, punto. Estuve con Roger y el señor D. toda la noche. En fin, viene en el lote. —Echó la cabeza hacia atrás y la giró para hacer un movimiento lento y circular—. Bueno, tan pronto como lleguen Roger, Robyn y el jefe, podremos terminar con esto.
Jayewardene se terminó el resto del té. Más tarde, durante el día, estaba programada la llegada de un camión lleno de extras, la mayoría cingaleses, con algunos tamiles y musulmanes. Todos hablaban inglés, lo que no era raro, dada la presencia británica en la historia de la isla.
Danforth apareció, arrastrando a Roger. El productor miró al grupo y entrecerró los ojos.
—El mono está mirando hacia el lado equivocado. Que alguien le dé la vuelta a ese camión.
Un guardia vestido de gris hizo una señal con la mano, saltó al interior de la cabina y encendió el motor.
—Bien. Atención todos, quítense de en medio para que podamos hacer esto rápido. —Danforth les indicó mediante señas que se acercaran a él.
Alguien silbó y llamó la atención de Jayewardene: Robyn caminaba hacia el grupo. Llevaba un vestido largo, plateado, muy ceñido. No sonreía.
—¿Por qué tengo que vestirme con esto ahora? Ya será bastante odioso tener que usarlo durante el rodaje. Es probable que me dé una insolación. —Robyn puso las manos en las caderas y frunció el ceño.
Danforth se encogió de hombros.
—Hacer tomas en la selva es una lata. Ya lo sabías cuando aceptaste el papel.
Robyn apretó los labios con fuerza y se quedó callada.
El camión retrocedió hasta quedar en posición y Danforth le dio unas palmadas.
—Muy bien. Todos a vuestros puestos de nuevo. Terminemos con esto cuanto antes mejor.
Uno de los guardias caminó hacia Danforth y Jayewardene se aproximó lo suficiente para escuchar.
—Creo que lo hemos despertado al mover el camión, señor. ¿Quiere que lo drogue de nuevo antes de la sesión fotográfica?
—No. Quedará mejor si se ve algo de vida en esa maldita cosa. —El productor se acarició la barbilla—. Y aliméntenlo cuando terminemos. Entonces pueden dormirlo de nuevo.
—Está bien, señor.
Jayewardene se posicionó frente al camión. La respiración del animal era irregular. Se dio la vuelta. Los ojos del primate parpadearon y se abrieron, tenían las pupilas dilatadas; se movieron despacio, miraron a las cámaras y se detuvieron al ver a Robyn. Se volvieron brillantes y decididos. Jayewardene sintió que la piel se le helaba.
El gigante respiró hondo y rugió: el estruendo fue como el de cien leones. Jayewardene intentó salir corriendo pero se tropezó con alguien que había tenido la misma idea y chocó contra él. El simio se balanceaba hacia atrás y hacia adelante sobre el vehículo. Una de las ruedas reventó. El monstruo continuó rugiendo y tirando de las cadenas. Se escuchó el rechinido agudo del metal contra el metal, luego un fuerte ruido cuando las cadenas se rompieron. La metralla de acero de los eslabones rotos voló en todas direcciones. Una pieza alcanzó a un guardia y el hombre cayó, dando gritos. Jayewardene corrió hacia él y lo ayudó a levantarse. El suelo tembló justo detrás de ellos. Se volvió para mirar atrás pero el gorila ya los había rebasado. Entonces se giró hacia el hombre herido.
—Tengo una costilla rota, creo. Tal vez dos —dijo el guardia entre dientes—. Estaré bien.
Una mujer gritó. Jayewardene dejó al hombre y trató de seguir al animal. Podía ver la mayor parte del mono sobre los techos de lámina de los edificios portátiles; vio cómo se agachaba y recogía algo con la mano derecha: era Robyn. Oyó un disparo e intentó moverse más de prisa. Ya le dolían los costados.
El primate cogió una tienda de campaña y la arrojó hacia uno de los guardias, que tenía el rifle levantado para volver a dispararle. La lona descendió sobre el hombre, lo que arruinó su puntería.
—¡No! ¡No! —gritó Jayewardene—. Pueden herir a la mujer.
El simio echó una ojeada sobre el campamento, agitó desdeñosamente su brazo libre en dirección a los humanos y se abrió paso hacia la selva. Symmes estaba flácida y pálida, en contraste con la enorme oscuridad de su pecho.
Danforth se sentó en el suelo, con la cabeza entre las manos.
—Ah, mierda. ¿Qué demonios haremos ahora? Esto no debía haber sucedido. Esas cadenas eran de titanio. Esto no puede estar pasando.
Jayewardene puso una mano sobre el hombro del productor.
—Señor Danforth, voy a necesitar su coche más rápido y su mejor conductor. Y tal vez sería mejor que usted viniera con nosotros.
Danforth levantó la mirada.
—¿Adónde vamos?
—De regreso a Colombo. Un grupo de ases llegará ahí en unas pocas horas. —Mostró una leve sonrisa—. Hace mucho tiempo nuestra isla llevaba el nombre de «Serendib»: la tierra de la afortunada coincidencia.
—Gracias a Dios. Entonces existe alguna posibilidad. —Se levantó y le volvió el color a las mejillas—. Voy a organizar las cosas.
—¿Necesitas ayuda? —Paula se limpiaba un corte sobre el ojo dándose ligeros golpecitos con una de sus mangas.
—Sólo toda la que puedas obtener —dijo Danforth.
El animal rugió de nuevo. Ya estaba a una distancia imposiblemente lejana.
El automóvil corrió a toda velocidad por el camino, sacudiéndolos en cada resalto y en cada bache. Todavía estaban a varios kilómetros de distancia de Ratnapura. Jayewardene iba en el asiento delantero, dándole indicaciones al conductor; Paula y Danforth viajaban en silencio en la parte trasera. Al dar la vuelta en una esquina, Jayewardene vio a varios sacerdotes budistas vestidos con túnicas color azafrán.
—¡Deténgase! —gritó a la vez que el conductor frenaba el coche. Derraparon al salirse del camino y se deslizaron hasta detenerse. Los sacerdotes, que habían estado trabajando en el camino de tierra con sus respectivas palas, se apartaron a un lado y les indicaron por señas que pasaran.
—¿Quiénes son? —preguntó Paula.
—Sacerdotes. Miembros de un oportuno grupo tecnólogo —dijo Jayewardene mientras el piloto regresaba al camino. Dedicó una reverencia a los sacerdotes al pasar frente a ellos—. Mucho de su tiempo lo invierten en realizar este tipo de trabajos.
Planeaba llamarles desde Ratnapura; informar al gobierno de la situación y disuadir al ejército de atacar a la criatura. Iba a ser difícil, dada la cantidad de daño que la bestia podía causar, pero Tachyon y los ases eran la única solución. Tenían que serlo. El estómago le ardía. Era peligroso hacer que sus planes dependieran de gente a la que nunca había visto, pero no tenía otra opción.
—Me pregunto qué provocó su huida —preguntó Danforth, con una voz casi inaudible.
—Bueno. —Jayewardene se volvió para hablar con ellos—. Miró hacia las cámaras y luego a la señorita Symmes. Fue como si algo encajara en su cerebro y lo sacara por completo de su estupor.
—Si le sucede algo a Robyn, será por mi culpa. —Danforth miró al suelo enlodado—. Mi culpa.
—Entonces tendremos que asegurarnos de que no le ocurra nada malo —dijo Paula—. ¿De acuerdo?
—Está bien —dijo Danforth con un hilo de voz.
—Recuerda —dijo ella, dándole palmaditas en el hombro—, es la bella quien mata a la bestia. No al revés.
—Espero que podamos resolver la situación y mantener vivos tanto a la bella como a la bestia. —Jayewardene se volvió para mirar de nuevo el camino, hasta que distinguió los edificios de Ratnapura más adelante—. Disminuya la velocidad cuando llegue al pueblo. Le indicaré adonde debemos ir.
Tenía la intención de informar al ejército de la situación y regresar a Colombo. Se arrellanó en el asiento. Deseaba haber dormido mejor la noche anterior. El trabajo de ese día iba a extenderse hasta el siguiente, y quizá hasta el otro.
Llegaron a Colombo un poco después del mediodía y fueron directos a casa de Jayewardene. Era una residencia amplia, de estuco blanco con un techo de tejas rojas. Aun cuando su esposa vivía, había más espacio del que era necesario. Ahora él rodaba de un lado para otro, como un coco en un vagón vacío. Llamó a la oficina y se enteró de que la delegación norteamericana de ases había llegado y se hospedaba en el hotel Galadari Meridien. Después de instalar a Danforth y a Paula, fue al santuario de su jardín y reafirmó el juramento de los Cinco Preceptos.
A continuación se puso de prisa una camisa blanca y un par de pantalones y comió unos bocados de arroz frío.
—¿Adónde va ahora? —preguntó Paula cuando él abrió la puerta para marcharse.
—A hablar con el doctor Tachyon y los norteamericanos sobre el simio. —Negó con la cabeza cuando ella se levantó del sofá—. Será mejor que ustedes descansen. Les llamaré.
—Está bien.
—¿Nos permite coger algo de comer? —Danforth ya había abierto la puerta del refrigerador.
—Por supuesto. Sírvanse.
El tráfico era pesado, incluso en la carretera Sea Beach, y Jayewardene lamentaba haberle indicado al conductor que tomara esa vía. El aire acondicionado del coche estaba estropeado y sus ropas limpias estuvieron empapadas en sudor mucho antes de estar siquiera a medio camino del hotel.
El conductor de la compañía cinematográfica, Saúl, estaba reduciendo la velocidad para detenerse frente al Galadari Meridien cuando el motor se apagó. Giró la llave varias veces pero fue inútil.
—Mire. —Jayewardene señaló la entrada del hotel. La gente estaba dispersándose alrededor de la entrada principal cuando algo se elevó en el aire. Jayewardene se protegió los ojos con las manos cuando algo voló por encima de ellos. Uno era un elefante indio en plena madurez. Ver a un elefante en la India era bastante común, excepto que ése volaba. Sentado sobre su espalda iba un hombre musculoso. Las orejas del paquidermo estaban extendidas y parecían ayudar a la criatura a controlar la dirección al volar.
—Elephant Girl —dijo Saúl. Las multitudes se detuvieron en ambos sentidos de la calle, señalando en silencio a la figura mientras los ases sobrevolaban el terreno.
—Intente arreglarlo —le indicó a Saúl, quien ya había levantado el capó.
Jayewardene caminó rápido a la entrada principal. Pasó junto al portero del hotel, el cual estaba sentado en la banqueta meneando la cabeza, y se adentró en la oscuridad del interior. Los empleados estaban ocupados encendiendo velas y tranquilizando a los huéspedes que se hallaban en el bar y en el restaurante.
—Camarero, traiga esas bebidas aquí. —La voz masculina salía del bar. Hablaba inglés con acento norteamericano.
Jayewardene dejó que sus ojos se ajustaran a la tenue iluminación y se dirigió al bar. El tabernero estaba acomodando lámparas junto al espejo de detrás de la barra. Jayewardene sacó su pañuelo y se secó la frente sudorosa.
Estaban sentados juntos en un reservado con bancos largos a ambos lados de la mesa. Había un hombre grande con una barba oscura con forma de espada, vestido con un traje sastre azul de tres piezas. Frente a él había otro hombre de mediana edad, pero éste era delgado, y se sentaba en la banca como si fuera un trono. Aunque creyó reconocerlos, sólo la mujer sentada entre ellos le resultaba inconfundible. Lucía un vestido negro, escotado y sin hombros, decorado con algunas lentejuelas; su piel era transparente. En seguida apartó la mirada de ella. Sus huesos y músculos reflejaban la luz de manera perturbadora.
—Disculpen —dijo, caminando hacia ellos—. Mi nombre es Jayewardene. Pertenezco al Departamento del Interior.
—¿Qué desea? —El hombre grande tomó una cereza ensartada de su bebida y la hizo rodar entre sus muy cuidados pulgar e índice.
El otro se puso de pie, sonrió y le estrechó la mano. El gesto estaba estudiado, era un saludo político refinado tras años de práctica.
—Soy el senador Gregg Hartmann. Es un placer conocerlo.
—Gracias, senador. Espero que su hombro se encuentre mejor. —Jayewardene había leído acerca del incidente en los periódicos.
—No fue tan malo como lo pintó la prensa. —Hartmann miró hacia el otro extremo del asiento—. El hombre que está torturando esa cereza es Hilam Worchester. Y la dama es…
—Chrysalis, imagino. —Jayewardene hizo una reverencia—. ¿Me permite?
—Por supuesto, adelante —dijo Hartmann—. ¿Hay algo que podamos hacer por usted?
Jayewardene se sentó junto a Hiram, cuya masa oscurecía parcialmente a Chrysalis. La encontraba profundamente perturbadora a la vista.
—Varias cosas, tal vez. ¿Adónde iban Elephant Girl y su acompañante?
—A capturar al simio, por supuesto. —Hiram lo miró como uno miraría a un pariente que le avergonzara—. Y a rescatar a la chica. Acabamos de enterarnos. Atrapar a la bestia es una especie de tradición para los ases.
—¿Es eso posible? No creo que Elephant Girl y un hombre puedan solos con esa bestia. —Jayewardene se volvió hacia Hartmann.
—El hombre que la acompaña es Jack Braun —dijo Chrysalis. Su acento era más británico que norteamericano—. Golden Boy. Puede dominar casi a cualquiera, y quizá incluso al primate gigante. Aunque no ha descansado mucho estos días. Su brillo ha estado un poco débil. —Le dio un codazo a Hiram—. ¿No crees?
—Por lo que a mí se refiere, no me importa lo que le suceda al señor Braun. —Worchester le dio vueltas a la pequeña espada de plástico rojo de su bebida—. Y creo que el sentimiento es mutuo.
El senador tosió.
—Por lo menos deberían ser capaces de rescatar a la actriz. Eso le simplificaría las cosas a su gobierno.
—Sí. Uno esperaría eso. —Jayewardene doblaba y desdoblaba una servilleta de tela—. Pero un rescate así debería planearse con cuidado.
—Sí, podría decirse que se fueron volando a lo loco —dijo Chrysalis, tomando un sorbo de Brandy.
Jayewardene creyó ver un destello de picardía en los ojos de Hartmann, pero lo descartó, pensando que se debía a la iluminación.
—¿Podría decirme dónde puedo encontrar al doctor Tachyon?
Hiram y Chrysalis rieron. El senador mantuvo la compostura y les dirigió una mirada de desaprobación.
—No está disponible en este momento. Chrysalis llamó la atención del camarero y señaló su vaso.
—¿Cuál de las azafatas está catando ahora mismo?
—Están arriba, atrapados juntos en la oscuridad. Si algo va a ayudar a Tachy a superar su problema, es esto. Al doctor no se le puede molestar en este momento. —Hiram mantuvo la espada de plástico sobre la mesa e hizo un puño con su otra mano. La espada cayó y se clavó en la mesa—. ¿Capta la idea?
—Podríamos darle un mensaje de su parte —propuso Hartmann, haciendo caso omiso de las bromas de Hiram.
Jayewardene sacó su cartera de piel de víbora y le entregó a Gregg una de sus tarjetas de presentación.
—Por favor, dígale que me contacte tan pronto como le sea posible. Tal vez esté ocupado el resto de la tarde pero podrá encontrarme en mi casa. Es el número de abajo.
—Haré lo que pueda —dijo Hartmann, levantándose para estrecharle la mano de nuevo—. Espero volver a verle antes de que nos vayamos.
—Encantada de conocerle, señor Jayewardene —dijo Chrysalis. Le dio la impresión de que la mujer le sonreía, pero no podía jurarlo.
Jayewardene se giró para irse pero se detuvo en seco cuando dos personas entraron al bar. Una de ellas era un hombre a quien Jayewardene le calculó treinta y tantos años. Era alto y musculoso, con cabello rubio y una cámara colgada del hombro. La mujer que lo acompañaba era tan impresionantemente hermosa como en cualquiera de las fotografías que Jayewardene había visto de ella. Incluso sin las alas, habría llamado la atención.
Peregrine era una visión con la que estaría dispuesto a recrearse. Jayewardene les cedió el paso para que se unieran a los demás en el reservado.
Todavía estaban encendiendo velas y lámparas en el vestíbulo cuando se marchó.
Fue difícil conseguir un helicóptero que aceptara perseguir al simio suelto pero el comandante de la base le debía más de un favor. El piloto, con su casco bajo el brazo, ya le esperaba junto al aparato. Era de piel oscura, un tamil, parte del nuevo plan del ejército para integrarlos a las fuerzas armadas. La aeronave era un modelo grande y anticuado que carecía de la elegante aerodinámica de las naves de asalto más modernas. La pintura color aceituna se estaba despegando de la piel de metal del helicóptero y los neumáticos estaban lisos, desgastados.
Jayewardene asintió en dirección al piloto y le habló en tamil.
—Solicité que pusieran un megáfono a bordo.
—Ya está preparado, señor. —El piloto abrió la puerta y se metió a la cabina. Jayewardene lo siguió.
El joven tamil realizó un control rutinario: movió interruptores, examinó los indicadores.
—Es la primera vez que subo a un helicóptero —dijo Jayewardene, abrochándose el cinturón de seguridad. Le dio un tirón para probarlo y no le hizo muy feliz comprobar que se estaba deshilachando por los bordes.
El piloto se encogió de hombros, se puso el casco y encendió el motor. Las aspas se movieron ruidosamente y el helicóptero se alzó hacia el cielo.
—¿Adónde nos dirigimos, señor?
—Vamos a Ratnapura, hacia el pico de Adán. —Tosió—. Buscamos a un hombre sobre un elefante volador. Son los ases norteamericanos.
—¿Desea establecer un combate con ellos, señor? —El tono del piloto era tranquilo y profesional.
—No. No, nada de eso. Sólo obsérvelos. Están buscando al mono que se escapó.
El piloto respiró hondo y asintió; luego encendió la radio y levantó el micrófono.
—Base León, aquí Sombra Uno. ¿Puede darnos alguna información sobre un elefante volador? Cambio.
Hubo una pausa y sonó el crepitar de la estática antes de que la base les respondiera.
—Su objetivo informó que se dirigía al este de Colombo. La velocidad aproximada es uno cinco cero kilómetros por hora. Cambio.
—Recibido. Cambio y corto. —El piloto comprobó la brújula y ajustó el curso.
—Espero que podamos encontrarles antes de que localicen al animal. No creo que tengan mucha idea de dónde buscar, pero el país no es tan grande. —Señaló las nubes oscuras más adelante y entonces se produjo un relámpago—. ¿Estamos a salvo del mal tiempo?
—Bastante a salvo. ¿Cree que los norteamericanos serían lo bastante estúpidos como para volar en una tormenta? —Dirigió el helicóptero hacia un punto delgado de la pared que formaban las nubes.
—Es difícil decirlo. No conozco a esas personas. Sin embargo, ellos han tratado con la criatura en ocasiones anteriores. —Miró hacia abajo. La tierra debajo de ellos se elevaba de forma constante. La selva se interrumpía aquí y allá con campos de té y arroz o con reservas de agua. Desde el aire, los cultivos de arroz inundados parecían fragmentos de un espejo roto vueltos a pegar de manera que casi se tocaban entre sí.
—Hay algo más adelante, señor. —El piloto metió la mano bajo el asiento y le entregó un par de binoculares. Jayewardene los cogió, limpió las lentes con el faldón de la camisa y miró en la dirección que le señalaba el piloto. Había algo, en efecto. Giró la perilla de ajuste y enfocó. El hombre sobre el elefante dirigía la vista hacia el suelo—. Son ellos —confirmó Jayewardene, y dejó los binoculares sobre el regazo—. Acérquese lo suficiente para que me oigan. —Levantó el megáfono.
—Sí, señor.
Jayewardene advirtió que su boca y garganta estaban resecas. Abrió la ventana a medida que se aproximaban; los ases no parecían haberse dado cuenta de su presencia todavía. Encendió el megáfono y ajustó el control del volumen al máximo. Atisbo los hombros y la cabeza del simio por encima de las copas de los árboles y supo por qué los norteamericanos no le estaban prestando atención al helicóptero.
Sacó el aparato por la ventana.
—Elephant Girl. Señor Braun. —Jayewardene pensó que «Golden Boy» era un nombre inapropiado para un hombre adulto—. Mi nombre es Jayewardene. Soy un oficial del gobierno de Sri Lanka. ¿Entienden lo que digo? —Articuló cada palabra lenta y cuidadosamente. El megáfono vibró en su mano sudorosa.
Jack Braun saludó con la mano y asintió. El monstruo se había vuelto a mirar hacia arriba, mostrando los dientes. Arrancó el follaje de la copa de un árbol y acomodó a Robyn en un espacio entre dos ramas.
—Rescaten a la mujer si pueden, pero no hieran al simio. —La voz de Jayewardene sonaba casi ininteligible desde el interior del helicóptero, pero Braun hizo una señal con el pulgar hacia arriba para mostrar que lo había entendido—. Estaremos preparados —añadió Jayewardene.
El mono gigante se agachó, recogió un puñado de tierra y aplastó el contenido con ambas palmas. Entonces rugió y arrojó la bola hacia los ases. El elefante volador descendió a fin de apartarse de la trayectoria, de modo que el misil continuó su viaje hacia arriba. Jayewardene vio que iba a golpear el helicóptero y se aferró al asiento tan firmemente como le fue posible. La tierra dio un golpe seco contra la aeronave. El helicóptero dio algunas vueltas sobre sí mismo pero el piloto logró retomar el control y se elevó con brusquedad.
—Será mejor mantenernos a una distancia segura —dijo el piloto, tratando de no perder al simio de vista—. Si el impulso del proyectil no se hubiera perdido al recorrer la distancia, no seguiríamos en el aire.
—Cierto. —Jayewardene volvió a respirar y se secó la frente. Algunas gotas de lluvia dispersas salpicaron el parabrisas.
Elephant Girl se alejó unos cuarenta metros del primate y descendió hasta el nivel de las copas de los árboles. Braun saltó desde su lomo y desapareció entre la maleza. El elefante ganó altura de nuevo, barritó y se dirigió de nuevo hacia el monstruo. El simio gruñó y se golpeó el pecho; el sonido era el de una explosión subterránea.
El enfrentamiento duró un minuto o dos, hasta que el animal se balanceó hacia atrás y recuperó el equilibrio justo cuando se hallaba a punto de caerse.
Entonces Elephant Girl se lanzó en picado hacia la mujer que estaba en el Árbol. El simio las buscó con los brazos. El elefante volador retrocedió, tambaleándose un poco.
—¿Le ha dado? —Se volvió hacia el piloto—. ¿Deberíamos acercarnos e intentar ayudarla?
—No hay mucho que podamos hacer. Tal vez distraerlo. Pero podría derribarnos. —El piloto se colocó la palanca entre las rodillas y se secó el sudor de la palma de las manos.
El gorila rugió y se agachó a recoger algo. Jack Braun forcejeaba en la mano de la criatura, intentando separar los dedos gigantes y abrirlos. El simio lo levantó hasta su boca abierta.
—¡No! —exclamó Jayewardene, y volvió la cabeza a otro lado.
La bestia rugió de nuevo y Jayewardene volvió a mirar. El monstruo se frotaba la boca con la mano libre. Braun, al parecer ileso, estaba haciendo palanca con su espalda contra los dedos del simio y lo había obligado a abrir el pulgar. El monstruo alzó el brazo como un lanzador de béisbol y envió a Braun a dar volteretas en el aire. Aterrizó en lo espeso de la selva unos segundos después, a varios cientos de metros de distancia.
El tamil, boquiabierto, hizo girar el helicóptero, hacia el punto en el que Braun había desaparecido entre los árboles.
—Ha intentado comérselo, pero él no se ha dejado. Creo que le ha roto uno de los dientes al demonio.
Elephant Girl los siguió. El simio recogió a Robyn del árbol y tras dar un rugido triunfal, se internó en la selva de nuevo. Jayewardene se mordió el labio y examinó las copas de los árboles en busca de ramas rotas que mostraran por dónde había caído Braun.
La lluvia se hizo más intensa y el piloto encendió los limpiaparabrisas.
—Ahí está —dijo el tamil, disminuyendo la velocidad hasta quedar suspendido en el aire. Braun estaba escalando una enorme palmera. Tenía la ropa hecha jirones pero no parecía estar herido.
Elephant Girl se aproximó, enroscó la trompa alrededor de su cintura y lo levantó hasta su espalda. Braun se inclinó y se sujetó a las orejas.
—Sígannos —dijo Jayewardene, usando el megáfono otra vez—. Los guiaremos de regreso a la base aérea. ¿Está usted bien, señor Braun?
El as dorado hizo el gesto con el pulgar levantado de nuevo, esta vez sin mirarlos.
Jayewardene no dijo nada durante varios minutos. Quizá su visión se había equivocado. La bestia parecía mucho más cruel. Una persona normal habría sido aplastada hasta quedar hecha una pasta entre los dientes del monstruo. No era posible: el sueño debía ser verdad. No podía permitirse dudar, o el simio no tendría oportunidad alguna.
Le ganaron la carrera a la tormenta de camino a Colombo.
Jayewardene se detuvo ante la puerta de Tachyon. El extraterrestre le había llamado cuando estaba durmiendo. Tachyon se disculpó por tardar tanto en devolverle la llamada, Jayewardene le interrumpió y el doctor le preguntó si podía ir a verlo de inmediato. Dijo que sí, con poco entusiasmo.
Llamó a la puerta y esperó un tiempo prudente; levantó la mano de nuevo pero entonces oyó unas pisadas al otro lado. Tachyon en persona le abrió la puerta; llevaba una camisa blanca de mangas abombadas y pantalones de terciopelo azul atados con un gran pañuelo rojo.
—¿Señor Jayewardene? Pase, por favor. —Jayewardene le saludó con una reverencia y entró.
El doctor se sentó en la cama, bajo una pintura al óleo de las cataratas Dunhinda. Un sombrero escarlata con plumas y un plato de arroz a medio comer descansaban sobre la mesita de noche.
—¿Usted es el mismo señor Jayewardene del helicóptero del que me habló Radha?
—Sí. —Jayewardene se sentó en la tumbona que había colocada junto a la cama—. Espero que el señor Braun no haya resultado herido.
—Sólo su orgullo. —Tachyon cerró los ojos por un momento, como si intentara reunir fuerzas, y los abrió de nuevo—. Por favor, dígame cómo puedo ayudarle, señor Jayewardene.
—El ejército planea atacar al mono mañana. Debemos detenerlos y someter a la criatura nosotros mismos. —Se frotó los ojos—. Debería empezar por el principio. El ejército se encarga de la dura realidad. Pero usted, doctor, trabaja en el contexto de lo extraordinario a diario. No le conozco pero debo confiar en usted.
Tachyon colocó sus pies colgantes con firmeza sobre el suelo y se irguió.
—He pasado la mayor parte de mi vida en este planeta intentando ganar me la confianza de los demás. Sólo deseo poder creer que tal confianza es justificada. No obstante, usted dice que debemos detener al ejército y someter al simio nosotros mismos. ¿Por qué? Ellos deben de estar mejor equipados…,
Jayewardene interrumpió.
—El virus no afecta a los animales, si tengo bien entendido.
—Sé que el virus no afecta a los animales —respondió Tachyon al tiempo que sacudía su cabello rojo y rizado—. Yo ayudé a desarrollar el virus. Hasta los niños lo saben… —Se cubrió la boca—. Que mis antepasados me perdonen.
Se deslizó para bajarse de la cama y caminó hacia la ventana.
—Lo he tenido delante de las narices durante veinte años sin darme cuenta. Por culpa de mi propia y ciega estupidez he sentenciado a un individuo a un infierno viviente. Le he fallado a uno de los míos de nuevo. La confianza no es justificada. —Tachyon se presionó los puños contra las sienes y siguió sorprendiéndose a sí mismo.
—Disculpe, doctor —dijo Jayewardene—. Creo que su energía sería de más ayuda si la aplicáramos al problema en cuestión. —Tachyon se giró con una expresión de dolor en el rostro—. No era mi intención ofenderle, doctor —agregó, percibiendo la profundidad del sentimiento de culpa del extraterrestre.
—No. No, por supuesto que no. Señor Jayewardene, ¿cómo lo supo?
—Muy pocos de los nuestros fueron tocados por el virus. Yo soy uno de esos pocos. Supongo que debería estar agradecido de estar vivo y entero, pero está en nuestra naturaleza el quejarnos. Mi habilidad me permite tener visiones del futuro. Siempre son acerca de alguien o de algún sitio que conozco, con frecuencia de mí mismo. Pero son tan detalladas y vividas… —Sacudió la cabeza—. La más reciente me mostró la verdadera naturaleza del gorila.
Tachyon se sentó de nuevo sobre la cama y tamborileó con las puntas de los dedos.
—Lo que no entiendo es la conducta primitiva que ha exhibido siempre la criatura.
—Estoy seguro de que la mayoría de nuestras preguntas tendrán respuesta una vez que sea un hombre de nuevo.
—Por supuesto. Por supuesto. —El alienígena saltó de la cama de nuevo—. Y en cuanto a su habilidad… Desplazamiento temporal del yo cognitivo durante el estado de sueño. Esto es lo que mi familia tenía en mente cuando crearon el virus. Algo que trascendiera los valores físicos conocidos. Es increíble.
Jayewardene se encogió de hombros.
—Sí, es increíble. Pero es una carga a la cual renunciaría con gusto. Quiero ver el futuro desde mi propia perspectiva, el aquí y el ahora. Este… poder… destruye el flujo natural de la vida. En cuanto el simio se restablezca, tengo planeado peregrinar a Sri Pada. Quizá a través de la pureza espiritual consiga librarme de esto.
—He obtenido cierto éxito revirtiendo los efectos del virus en mi clínica. —El doctor se retorció el fajín—. Aunque la tasa de éxito no es la que esperaba, claro. Y usted correría ciertos riesgos.
—Debemos resolver lo del simio primero. Después de eso mi camino se esclarecerá.
—Si tan sólo tuviéramos más tiempo para estar aquí —se quejó Tachyon—. Se supone que el grupo debe dirigirse a Tailandia pasado mañana. Eso nos deja poco margen de error. Y no podemos ir todos a perseguir a la criatura.
—No creo que el gobierno lo permita, de todas maneras. No después de lo de hoy. Cuanta menos gente de su grupo involucremos, mejor.
—De acuerdo. No puedo creer que los demás se hayan marchado así como así. A veces pienso que todos sufrimos de algún tipo de demencia progresiva.
Hiram en especial. —Tachyon caminó hacia la ventana y abrió las minipersianas. Los relámpagos iluminaban el horizonte, revelando durante breves instantes la elevada pared formada por las nubes de tormenta—. Es obvio que debo participar en esta pequeña aventura. Radha me aportará maniobrabilidad. Ella es mitad india. Tengo entendido que últimamente han existido problemas entre su país y la India.
—Tristemente, así es. Los indios apoyan a los tamiles, dado que tienen la misma herencia cultural. La mayoría cingalesa lo considera una complicidad hacia los Tigres del Tamil, un grupo terrorista. —Jayewardene bajó la vista al suelo—. Es un conflicto sin ganadores y con demasiadas víctimas.
—Debemos inventar una historia para proteger nuestra misión. Podemos decir que Radha estaba escondida, temiendo por su vida. Eso podría solucionar otros problemas. —Tachyon cerró las persianas—. ¿Qué armamento usarán contra el simio?
—Dos oleadas de helicópteros. La primera se aproximará con redes de acero. La segunda, si es necesario, serán naves de asalto armadas hasta los dientes.
—¿Podría meternos en su base antes de que la segunda oleada despegue? —Tachyon se frotó las manos.
—Es posible. Sí, creo que podría hacerlo.
—Bien. —El extraterrestre sonrió—. Y, señor Jayewardene, en mi propia defensa, tengo que decir que han ocurrido tantas cosas en mi vida: la fundación de la clínica, los disturbios en Jokertown, la invasión del Enjambre…
Jayewardene le interrumpió.
—Doctor, usted no me debe ninguna explicación.
—Pero le deberé una a él.
Habían detenido el coche a un par de kilómetros de la puerta a fin de meter a Radha en el maletero. Jayewardene tomó un sorbo de té de su vaso de poliestireno. Era espeso, de color cobrizo, y estaba lo bastante caliente como para ayudarle a mantener a raya el frío de la madrugada. Como el camino a la base aérea estaba lleno de baches, sólo había llenado el vaso hasta la mitad. Sentía un dolor frío en su interior que ni siquiera el té podía alcanzar. En el mejor de los casos, se vería obligado a renunciar a su cargo. Estaba excediéndose en su autoridad de una manera imperdonable. Pero no podía preocuparse de lo que pudiera sucederle a él; el simio era su principal preocupación. El y Tachyon se habían quedado despiertos casi toda la noche, examinando todo detalle que pudiera salir mal y preguntándose qué iban a hacer si se encontraban en lo peor.
Jayewardene se sentaba delante, con Saúl. Tachyon iba detrás, entre Danforth y Paula. Nadie hablaba. Jayewardene cogió su identificación gubernamental cuando se aproximaron a la bien iluminada puerta principal.
El guardia de la puerta era un joven cingalés. Tenía los hombros tan rectos como los pliegues de su uniforme caqui. Le brillaban los ojos, y se movió con pasos mesurados hacia el lado de Jayewardene.
Él bajó la ventana y le entregó su identificación al guardia.
—Deseamos hablar con el general Dissanayake. El doctor Tachyon y dos representantes de la compañía cinematográfica norteamericana están en nuestro grupo, al igual que yo.
El hombre observó la tarjeta, después a la gente sentada en el vehículo.
—Un momento —dijo, y se encaminó hacia la pequeña cabina junto a la puerta y levantó el teléfono. Tras hablar durante unos minutos, regresó y le devolvió la identificación, junto con cinco pases laminados para los visitantes—. El general los verá en su oficina. ¿Conoce el camino, señor?
—Sí, gracias —dijo Jayewardene, al tiempo que subía su ventanilla y colgaba uno de los pases en el bolsillo de su camisa.
El guardia abrió la puerta y, con la linterna, les indicó que pasaran. Jayewardene suspiró mientras cruzaban y la puerta se cerraba tras ellos. Dirigió a Saúl hacia el complejo de los oficiales y le dio una palmada en el hombro al conductor.
—¿Sabe lo que tiene que hacer?
Saúl hizo parar el coche entre dos líneas amarillas desteñidas y retiró las llaves, sujetándolas entre su pulgar e índice.
—Mientras el maletero se abra, no tienen que preocuparse de que meta la pata.
—Salieron del vehículo y caminaron por la acera hacia el edificio. Jayewardene oyó cómo los rotores de un helicóptero cortaban el aire por encima de sus cabezas. Una vez dentro, Tachyon permaneció junto a Jayewardene mientras éste los guiaba por los pasillos de linóleo. El extraterrestre se entretenía tratando de arreglar los puños de su camisa rosa coral. Paula y Danforth les seguían de cerca, susurrando entre sí.
El cabo que estaba en la oficina exterior del general alzó la vista de su taza de té y les hizo señas de que entraran. El general estaba sentado detrás del escritorio, en una gran silla giratoria. Era un hombre de estatura media y constitución compacta, con ojos oscuros y hundidos y una expresión que rara vez cambiaba. Algunos de la comunidad militar sentían que, a sus cincuenta y cuatro años, Dissanayake era demasiado joven para ser general. Pero había sido firme a la vez que mesurado en su trato con los Tigres del Tamil, el grupo separatista. Se las había arreglado para evitar un baño de sangre sin mostrar ningún tipo de debilidad. Jayewardene lo respetaba. El general asintió cuando entraron y señaló el grupo de sillas dispuestas frente a su atiborrado escritorio.
—Por favor, tomen asiento —dijo Dissanayake, apretando los labios hasta formar una media sonrisa. Su inglés no era tan bueno como el de Jayewardene, pero era comprensible—. Siempre es un placer verle, señor Jayewardene. Y, por supuesto, dar la bienvenida a nuestros visitantes distinguidos.
—Gracias, general. —Jayewardene esperó a que los demás se sentaran antes de continuar—. Sabemos que está bastante ocupado en este momento y le agradecemos su tiempo.
Dissanayake miró su reloj de oro y asintió.
—Sí, se supone que debería estar arriba dirigiendo las operaciones. La primera oleada está programada para despegar mientras hablamos. Así que —dijo, juntando las manos—, si pudieran ser lo más breves posible…
—No creemos que deba atacar al simio —dijo Tachyon—. Hasta donde yo sé, nunca ha herido a nadie. ¿Hay informes de víctimas hasta el momento?
—No se ha reportado ninguna, doctor. —Dissanayake se dejó caer en el respaldo de la silla—. Pero el monstruo se dirige al pico de Adán. Si no lo controlamos, es casi seguro que habrá víctimas mortales.
—Y ¿qué hay de Robyn? —dijo Paula—. Ustedes van tras el animal con helicópteros de asalto y es muy probable que muera.
—Pero, si no hacemos nada, podrían morir cientos, posiblemente miles, si el mono llega a alguna ciudad. —Dissanayake se mordió el labio—. Mi deber es evitar que eso suceda. Entiendo lo que significa tener a un amigo en peligro Y tengan por seguro que haremos todo lo posible para rescatar a la señorita Symmes. Mis hombres sacrificarán sus propias vidas para salvar la suya si es necesario. Pero para mí su seguridad no es más importante que la de los muchos otros que están en peligro. Por favor, intenten comprender mi posición.
—¿Nada de lo que digamos lo persuadirá para, al menos, posponer el ataque? —Tachyon se retiró el cabello de los ojos.
—El animal está muy cerca del pico de Adán. Hay muchos peregrinos de esta época del año, y no hay tiempo para una evacuación exitosa. Es casi seguro que una demora se cobre vidas. —Dissanayake se puso de pie y cogió la gorra que descansaba encima del escritorio—. Ahora debo encargarme de mis deberes. Son bienvenidos a monitorear la operación desde aquí, si gustan.
Jayewardene meneó la cabeza.
—No, gracias. Le agradecemos que nos haya dedicado su tiempo.
El general extendió las palmas de las manos.
—Desearía haberles sido más útil. Buena suerte a todos, incluido el simio.
El cielo empezaba a iluminarse cuando regresaron al coche. Saúl estaba apoyado en la puerta, con un cigarrillo apagado en la boca. Tachyon y Jayewardene caminaron hacia él mientras Danforth y Paula se metían en el coche.
—¿Todo va de acuerdo al plan? —preguntó Jayewardene.
—Está afuera, escondida. Nadie parece haber notado nada. —Saúl sacó un encendedor de plástico—. ¿Ahora?
—Ahora o nunca —dijo Tachyon, deslizándose en el asiento trasero.
Saúl encendió el mechero y observó la flama antes de prender el cigarrillo.
—Vámonos de aquí, rápido.
—Cinco minutos —dijo Jayewardene, andando de prisa hacia el otro lado del vehículo.
Se detuvieron junto a la puerta principal. El guardia se dirigió despacio hacia ellos y extendió la mano.
—Sus pases, por favor.
Jayewardene se quitó el suyo y lo entregó mientras el guardia los recogía.
—Joder —dijo Danforth—. Se me ha caído la mierda ésta. Saúl encendió las luces del interior del coche. Jayewardene echó un vistazo al reloj. No tenían tiempo para eso. El productor de cine metió la mano en la grieta que había entre el borde del asiento y la puerta, hizo una mueca y sacó el pase. Lo entregó enseguida al de seguridad, quien se los llevó todos de regreso a su puesto antes de abrir la puerta.
Rechinó al cerrarse tras ellos, con algo menos de dos minutos de sobra. Saúl pisó el acelerador rápidamente, hasta alcanzar los cincuenta, esforzándose al máximo por evitar los baches más grandes.
—Espero que Radha sepa arreglárselas. Nunca antes ha extendido sus poderes sobre una área tan grande. —Tachyon tamborileó con los dedos sobre el asiento de vinilo del automóvil. Se giró para mirar hacia atrás—. Estamos lo bastante lejos, creo. Deténgase aquí.
Saúl aparcó a un lado y todos salieron a mirar hacia atrás, en dirección a la base.
—No lo entiendo. —Danforth se agachó junto a la parte trasera del coche—. Quiero decir, todo lo que puede hacer es convertirse en elefante. No veo adonde nos lleva eso.
—Sí, pero la masa debe provenir de algún lado, señor Danforth. Y la energía eléctrica es la fuente más fácil de transformar. —Tachyon miró el reloj—. Veinte segundos.
—Sabe, si pudiera hacer que sus películas fueran así de emocionantes, señor D… —Paula sacudió la cabeza—. Vamos, Radha.
La base entera quedó a oscuras, sin el menor ruido.
—Joder. —Danforth se levantó y saltó sobre los dedos de sus pies—. Lo ha conseguido.
Jayewardene miró hacia el cielo oscuro, sobre el horizonte. Una sombra se alzó, saliendo de la oscuridad más grande y se dirigió hacia ellos, arrojando chispas azules de vez en cuando.
—Creo que puede estar un poco sobrecargada —dijo Tachyon—. Pero no hay disparos. Estoy seguro de que no saben qué ha ocurrido.
—Está bien —dijo Danforth—. Porque yo tampoco estoy muy seguro de qué ha ocurrido.
—Lo que yo entiendo —dijo Saúl, inclinándose hacia el interior del asiento delantero y arrancando el coche— es que no habrá más helicópteros despegando desde aquí durante un largo rato. Y la señorita Elephant Girl me debe una batería nueva desde ayer.
Radha se acercó volando y aterrizó junto al vehículo, con chispas que se le encendían en las patas cuando tocaban el suelo. Jayewardene pensó que parecía un poco más grande que el día anterior. Tachyon caminó hacia ella y puso su pie sobre su pata delantera, con el cabello erizado como una peluca de payaso al tacto de ella. Radha lo levantó hasta su espalda.
—Les veremos pronto, si tenemos suerte —dijo el extraterrestre, saludando con la mano.
Jayewardene asintió.
—El trayecto hasta el pico de Adán debería tomarnos alrededor de una hora desde aquí. Vuelen en dirección noroeste tan rápido como puedan.
El paquidermo se elevó en el aire sin hacer ruido y desaparecieron antes de que pudieran decir nada más.
El camino era estrecho. Árboles densos crecían en las orillas y se extendían hacia el frente sin cesar. La carretera había estado vacía, excepto por un autobús y algunas carretas tiradas por caballos. Jayewardene les explicó lo que el simio era en realidad y cómo había llegado a ese esclarecimiento. La discusión sobre su habilidad de as ayudó a que el tiempo pasara volando durante el viaje. Saúl aceleraba tanto como podía en los caminos resbaladizos por el lodo, haciendo mejor tiempo del que Jayewardene había creído posible.
—Hay algo que no entiendo, sin embargo —dijo Paula, inclinándose hacia el frente desde el asiento trasero para poner su cabeza junto a la suya—. Si estas visiones son siempre ciertas, ¿por qué trabaja tan duro para asegurarse de que todo salga bien?
—No tengo otra opción —dijo Jayewardene—. No puedo dejar que las visiones dicten cómo vivo mi vida, así que trato de actuar como lo hubiera hecho sin ese conocimiento. Y un poco de conocimiento del futuro es muy peligroso. El resultado final no es mi única preocupación. Lo que sucede en el proceso es igual de importante. Si alguien muriera a manos del mono porque yo sabía que al final se restauraría su humanidad, yo sería el culpable de esa muerte.
—Creo que está siendo un poco duro consigo mismo. —La mujer le dio un leve apretón en el hombro—. Todos tenemos un límite en nuestras capacidades.
—Eso creo yo. —Jayewardene se giró y la miró a los ojos. Ella le devolvió la mirada unos instantes y entonces se arrellanó de nuevo en el asiento, junto a Danforth.
—Algo sucede ahí adelante —dijo Saúl en un tono ecuánime, casi desinteresado.
Estaban en la cima de una colina. Los árboles habían sido talados a ambos lados del camino a lo largo de cien metros, más o menos, dándoles una vista libre de obstáculos.
El pico Sri Pada todavía estaba envuelto por la niebla del amanecer. Los helicópteros volaban alrededor de algo que no era visible, cerca de la base de la montaña.
—¿Creen que están tras nuestro chico? —preguntó Danforth.
—Es casi seguro. —Jayewardene deseó haber traído unos binoculares. Una de las formas que volaban en círculos podría ser Radha con Tachyon, pero desde esa distancia no había manera de decirlo. El claro terminó y se encontraron rodeados por la selva una vez más.
—¿Quiere que acelere un poco? —Saúl aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Mientras salgamos de aquí vivos… —dijo Paula, abrochándose el cinturón de seguridad.
Saúl pisó el acelerador un poco más, dejando una lluvia de lodo tras de ellos.
Estacionaron detrás de unos autobuses abandonados que bloqueaban el camino. No se veía a nadie excepto la bestia y sus atacantes. Los peregrinos habían huido hacia arriba de la montaña o habían bajado por el camino hasta el valle, Jayewardene subió tan rápido como pudo por los escalones de piedra; los demás lo seguían unos pasos por detrás. Los helicópteros habían evitado que el gorila llegara más arriba de la montaña.
—¿Alguna señal de nuestro elefante? —preguntó Danforth.
—No puedo verlos desde aquí. —Jayewardene casi perdía el aliento por el esfuerzo. Hizo una pausa para descansar un momento y miró hacia arriba justo cuando uno de los helicópteros dejaba caer una red de acero, a lo lejos. Hubo un rugido en respuesta, pero no sabían si la red había dado en el blanco.
Se abrieron camino subiendo los escalones durante varios cientos de metros y pasaron junto a una estación de descanso vacía pero en buen estado. Las aeronaves seguían atacando, aunque ya no parecían ser tan numerosas. Jayewardene se resbaló en una de las losas húmedas y se golpeó una rodilla contra el borde de un escalón. Saúl lo sujetó por las axilas y lo levantó.
—Estoy bien —dijo, mientras enderezaba dolorosamente la pierna—. Continuemos.
Un elefante barritó en la distancia.
—De prisa —dijo Paula, y subió los escalones de dos en dos.
Jayewardene y los demás trotaron tras ella. Después de otra escalada de cien metros, el oficial del gobierno los detuvo.
—En este punto tenemos que cortar por la cara de la montaña. El suelo es muy peligroso. Sujétense a los árboles si pueden. —Avanzó unos pasos hacia la tierra húmeda y se apoyó contra una palmera, después se abrió camino poco a poco hacia la batalla.
Estaban algo más arriba que el primate gigante cuando se acercaron lo suficiente para ver qué sucedía. El monstruo tenía una red de acero en una mano y un árbol arrancado de cuajo en la otra. Estaba manteniendo a raya u Radha y a los dos helicópteros que quedaban, como un gladiador con una red y un tridente. Jayewardene no podía ver a Robyn pero asumió que la bestia la había vuelto a poner en la copa de un árbol.
—Bueno, ahora que estamos aquí, ¿qué demonios hacemos? —Danforth dejó caer su peso sobre un árbol de yaca, respirando con dificultad.
—Buscar a Robyn. —Paula se limpió las manos enlodadas en sus pantalones cortos y se dispuso a avanzar hacia el gigante.
—Espera. —Danforth la sujetó—. No puedo perderte a ti también. Veamos si Tachyon puede hacer algo.
—No —dijo Paula, zafándose de la mano del hombre—. Tenemos que sacarla mientras el simio esté distraído.
La pareja se miró fijamente el uno al otro durante unos segundos; entonces Jayewardene se interpuso entre ellos.
—Acerquémonos un poco más para examinar la situación.
Llegaron a un saliente de lodo profundo, resbalando y caminando por la ladera; Jayewardene sintió cómo se le metía de manera desagradable en los zapatos. Robyn todavía no estaba a la vista, pero el simio no los había detectado.
El último helicóptero se posicionó sobre el simio y dejó caer una red. El animal la atrapó con el extremo del árbol y la desvió hacia un lado, y entonces arrojó el tronco contra la aeronave que se retiraba, la cual tuvo que acelerar bruscamente para evitar el impacto. El simio se golpeó el pecho y rugió.
Radha y Tachyon se acercaron por detrás del mono, a la altura de las copas de los árboles. La bestia se agachó, recogió una de las redes de acero y la arrojó contra algo que se veía borroso por la velocidad a la que se desplazaba. Se escuchó un fuerte golpe metálico cuando el borde de la red alcanzó a Radha en la pata delantera. Tachyon resbaló y se quedó colgando agarrado a su oreja. Radha ganó altura y posó a Tachyon de nuevo sobre sus hombros.
El simio golpeó la tierra y mostró los dientes, después se quedó quieto un instante, apretando y abriendo sus enormes garras negras.
—No han podido hacer nada —dijo Danforth—. Ese mono es demasiado fuerte.
—Miren —dijo Jayewardene.
Tachyon se inclinó cerca de una de las inmensas orejas de Radha. El elefante bajó en picado como una piedra y al momento se dedicó a volar en círculos muy veloces alrededor de la cabeza del simio. Éste levantó los brazos y dio media vuelta, tratando de no perder de vista a su enemigo. Un instante, después Radha se lanzó contra la espalda del animal. Tachyon saltó al cuello del gigante y el paquidermo volador se alejó a toda velocidad hasta una distancia prudente. El simio se agachó y estiró la mano hacia Tachyon, quien se aferraba al espeso pelambre que le cubría el hombro. La bestia arrancó al extraterrestre con facilidad y lo sujetó para inspeccionarlo; rugió y se llevó al doctor a la boca.
—Mierda —dijo Danforth, sujetando a Paula.
El monstruo casi tenía a Tachyon dentro de la boca cuando se congeló, se sacudió entre convulsiones durante unos momentos y cayó de espaldas. El impacto hizo saltar el agua que descansaba sobre los árboles, hasta salpicar los rostros cubiertos de barro de Jayewardene y sus acompañantes. De inmediato, el oficial bajó por la colina en dirección al simio, intentando ignorar el dolor de su rodilla.
Tachyon se retorcía a fin de liberarse de los dedos rígidos del simio cuando llegaron a un lado de la criatura. El doctor se deslizó con rapidez para bajar del gigantesco cuerpo y se apoyó en Jayewardene.
—¡Por todos los cielos! Tenía razón, señor Jayewardene. —Respiró hondo varias veces—. Hay un hombre en el interior de la bestia.
—¿Cómo le ha detenido? —preguntó Danforth, que permanecía unos pasos más atrás que los demás—. Y ¿dónde está Robyn?
—De regreso a Dakota del Norte. —Una voz débil llegó desde la copa de un árbol cercano. Robyn saludó con la mano y comenzó a bajar.
—Voy a ver si está bien —dijo Paula, corriendo hacia ella.
—Contestando a su primera pregunta, señor Danforth —dijo Tachyon, mientras examinaba los botones que le faltaban en la camisa—, la mayor parte de su cerebro es de simio y consiste principalmente en una antigua película en blanco y negro. Pero también hay una personalidad humana, subordinada por completo a la mentalidad del mono. Les di a las dos mentes el mismo control durante unos instantes, provocando así una inmovilidad que logró paralizarlo.
Danforth asintió sin comprender.
—Entonces, ¿qué hacemos con él?
—El doctor Tachyon restaurará al simio a su forma humana. —Jayewardene se frotaba la pierna—. El ejército no se mantendrá alejado durante mucho más. No hay tiempo suficiente para hacer lo que debe hacer. —Como acentuando esa afirmación, uno de los helicópteros apareció y los sobrevoló unos momentos antes de alejarse.
Tachyon asintió y miró a Jayewardene.
—Supongo que usted vio la transformación del mono en su visión. ¿Salí herido? Es simple curiosidad…
Jayewardene se encogió de hombros.
—¿Importaría eso?
—No, no lo creo. —Tachyon se mordió una uña—. La materia. Ése es el problema. Cuando restauremos la mente humana en el monstruo, se deshará de todo el exceso de materia en forma de energía. Cualquiera que se encuentre cerca, incluyéndome a mí, tiene altas probabilidades de morir.
Jayewardene señaló a Radha, quien estaba ayudando a Robyn a bajar del árbol.
—Quizá si usted estuviera suspendido en el aire, sin tocar el suelo, por así decirlo, el peligro se reduciría al mínimo. Y si la energía se canalizara en algo similar a un rayo… —Jayewardene miró hacia arriba, al cielo nublado.
—Sí. Esa idea es factible. —Tachyon asintió y gritó a Radha—. No vuelvas todavía a tu forma original.
Pocos minutos más tarde, todos estaban en posición. Jayewardene se sentó junto a Paula, que sostenía la cabeza de Robyn en su regazo. Saúl y Danforth permanecían de pie unos metros más allá, mientras que Radha, a unos tres metros del suelo, sujetaba con la trompa a Tachyon a varios metros de distancia de la cabeza del simio. Entretanto, Saúl había desgarrado su camisa para vendar los ojos de Elephant Girl y Tachyon. Podían oír la respiración trabajosa de la bestia desde donde se hallaban sentados.
—Será mejor que cierren los ojos o se giren para otro lado —advirtió Jayewardene.
Y todos hicieron lo que les sugirió.
La visión tomó el control y Jayewardene sintió cómo se le escapaba el aire, Olió la selva húmeda. Escuchó a las aves cantar y el golpeteo lejano de los rotores de nuevos helicópteros. El sol se escondió tras una nube. Una hormiga le subía por la pierna. Cerró los ojos. Incluso a través de sus párpados cerrados, el destello fue tan brillante como el magnesio. Hubo un estruendo ensordecedor causado por el trueno. Jayewardene saltó por los aires; esperó un momento y abrió los ojos.
A través de la raya blanca que veía a causa del destello, vio a Tachyon arrodillado junto a un hombre delgado, desnudo y caucásico. Radha estaba apagando a pisotones los pequeños brotes de fuego que habían estallado en un círculo a su alrededor.
—¿Cómo voy a explicarle esto al zoológico de Central Park? —preguntó Danforth, con expresión aturdida.
—Ah, no lo sé —dijo Jayewardene, descendiendo despacio por la montaña, dirigiéndose hacia Tachyon—. A mí me parece una gran pub.
Tachyon ayudó al hombre desnudo a levantarse. Era de estatura media, con rasgos poco atractivos. Movió los labios pero no logró emitir ningún sonido.
—Creo que ha salido ileso —dijo Tachyon, y metió su hombro bajo la axila del hombre—. Gracias a usted.
Jayewardene sacudió la cabeza y sacó tres sobres idénticos del bolsillo de su pantalón.
—Sucedió lo que tenía que suceder. Cuando el ejército se presente, y lo hará, quiero que les entregue esto. Dígales que son de mi parte. Una es para el presidente, otra para el ministro de Estado, y la última para el ministro del Interior. Es mi carta de dimisión.
Tachyon cogió los sobres y los guardó.
—Ya veo.
—En cuanto a mí, tengo la intención de peregrinar hasta la cima de Sri Pada. Quizá eso me ayude a alcanzar mi meta: librarme de estas visiones para siempre. —Jayewardene se encaminó hacia los escalones de piedra.
—Señor Jayewardene —dijo Tachyon—. Si su peregrinación no resulta exitosa, estaría dispuesto a hacer todo lo posible por ayudarle. Tal vez podríamos colocar algún amortiguador mental que le permita permanecer sin contacto con su habilidad. Nos marchamos mañana. Sospecho que su gobierno estará contento de vernos partir. Pero usted sería más que bienvenido a venir con nosotros.
Jayewardene hizo una reverencia y se acercó a Paula y Robyn.
—Señor Jayewardene —dijo Robyn con voz ronca. Tenía el cabello rubio enredado y apelmazado con lodo; su ropa estaba hecha jirones. Jayewardene trató de no mirar su cuerpo—. Gracias por salvarme.
—De nada. Acuda a un hospital cuanto antes. Sólo para que comprueben que todo está bien. —Se volvió hacia Paula—. Planeo hacer la peregrinación hasta arriba de la montaña ahora, si quisiera acompañarme…
—No lo sé —dijo Paula, bajando la mirada hacia Robyn.
—Ve —dijo Robyn—. Estaré bien.
Paula sonrió y miró de nuevo a Jayewardene.
—Me encantaría.
Las luces de neón, de muchos colores, se reflejan de manera intermitente en el pavimento húmedo. Los japoneses nos rodean, en su mayoría son hombres. Clavan la mirada en Peregrine, quien tiene sus hermosas alas plegadas y apretadas alrededor del cuerpo. Mira hacia adelante, ignorándolos.
Hemos caminado un buen trecho. Los costados me queman y los pies me duelen. Ella se detiene en un callejón y se gira hacia mí. Yo asiento. Ella camina despacio, hacia la oscuridad. Yo la sigo, con temor de hacer algún ruido que llame la atención. Me siento inútil, como una sombra. Peregrine extiende sus alas. Casi tocan la piedra fría a cada lado del callejón. Las pliega de nuevo.
Una puerta se abre y el callejón se ilumina. Sale un hombre. Es delgado, alto, con piel oscura, ojos almendrados y una frente alta. Estira la cabeza hacia adelante para mirarnos.
—¿Fortunato? —pregunta ella.
Jayewardene se agachó junto a las ascuas de la fogata. Otros pocos peregrinos se sentaron en silencio a su lado. La visión lo había despertado. Ni siquiera ahí había manera de escapar. Aunque la peregrinación no estaba oficialmente completa hasta que regresara a casa, sabía que las visiones no desaparecerían. Se había infectado con el virus wild card, tal vez durante los años en que vivió en países extranjeros. La pureza espiritual y la integridad eran imposibles de alcanzar. Al menos de momento.
Paula se le acercó por detrás y le colocó las manos con suavidad sobre los hombros.
—Este lugar es realmente hermoso.
Los demás que estaban en torno a la fogata la miraron con recelo y Jayewardene la llevó lejos de allí. Permanecieron al borde de la cumbre, contemplando la niebla oscura que había más abajo de la montaña.
—Cada religión tiene sus propias creencias acerca de la huella —dijo él—. Nosotros creemos que es de Buda. Los hindúes aseguran que la marca es de Shiva. Los musulmanes argumentan que aquí es donde Adán permaneció en pie durante mil años, expiando la pérdida del paraíso.
—Fuera quien fuera, tenía un pie enorme —dijo Paula. La huella medía casi un metro.
El sol salió sobre el horizonte, iluminando lentamente la neblina que formaba espirales bajo ellos. Sus sombras se hicieron enormes y Jayewardene recuperó poco a poco el aliento.
—El Espectro de Brocken —dijo, cerrando los ojos para orar.
—Vaya —dijo Paula—. Creo que es mi semana de las cosas gigantes.
Jayewardene abrió los ojos y suspiró. Sus fantasías acerca de Paula habían sido tan poco realistas como aquéllas sobre su esperanza de destruir su poder por medio de la peregrinación. Ellos eran como dos ruedas de un reloj cuyos dientes engranaban pero cuyos centros permanecían siempre distanciados.
—Lo que ha visto es la más rara de las maravillas existentes por aquí. Uno puede venir aquí a diario durante un año y no llegar a ver nunca lo que usted.
Paula bostezó y le mostró una leve sonrisa.
—Creo que es hora de bajar.
—Sí. Ya es hora.
Danforth y Paula se encontraron con él en el aeropuerto. Danforth se había afeitado y se había puesto ropa limpia; era casi el mismo productor seguro de sí mismo que había conocido tan sólo unos días antes. Ella llevaba pantalones cortos y una camiseta blanca. Parecía lista para continuar con su vida. Jayewardene la envidió.
—¿Cómo está la señorita Symmes?
Danforth puso los ojos en blanco.
—Lo bastante bien como para llamar a su abogado tres veces en las últimas doce horas. Estoy en una posición muy preocupante. Tendré suerte si logro permanecer en el negocio.
—Ofrézcale un trato de cinco películas y bastantes puntos —dijo Jayewardene, compactando todo su conocimiento de la jerga cinematográfica en una sola oración.
—Contrate a este tipo, señor D. —Paula sonrió y tomó a Jayewardene del brazo—. Puede sacarte de algunos aprietos de los cuales yo sería incapaz.
El productor se pasó los pulgares por las presillas del pantalón y se balanceó adelante y atrás.
—De hecho, no es una mala idea. No es mala idea en absoluto. —Le cogió la mano y se la estrechó—. No sé lo que habríamos hecho sin usted.
—Nos habríamos ido al diablo. —Paula le dio a Jayewardene un abrazo un poco distante—. Creo que aquí es donde debemos decirnos adiós.
—Señor Jayewardene. —Un joven mensajero del gobierno se abrió camino entre la multitud para llegar a su lado. Respiraba con dificultad, y se tomó el tiempo necesario para poner en orden su uniforme antes de entregarle un sobre. Llevaba el sello presidencial.
—Gracias. Lo abrió con el pulgar y lo leyó en silencio.
Paula se acercó para mirar pero la escritura estaba en cingalés.
—¿Qué dice?
—Que han denegado mi dimisión y que este período se considera un largo tiempo de permiso. No es exactamente la cosa más prudente que podría haber hecho, pero se lo agradezco mucho. —Se despidió de Danforth y Paula con una reverencia—. Buscaré la película cuando salga.
—King Pongo —dijo Danforth—. Tendrá un éxito monstruoso, se lo aseguro.
El avión estaba más lleno de lo que había esperado. La gente había vagado de un lado a otro desde el despegue, charlando, quejándose, embriagándose. Peregrine se hallaba de pie en el pasillo, hablando en voz baja con el hombre alto y rubio que estuvo con ella en el bar. A pesar de la discreción de la pareja, Jayewardene podía jurar por la expresión de sus rostros que no se trataba de una conversación placentera. Peregrine se alejó del hombre, respiró hondo y se dirigió hacia Jayewardene.
—¿Me puedo sentar junto a usted? Conozco a todos los demás que viajan en este avión. A algunos mucho más de lo que quisiera.
—Me siento halagado y abrumado —dijo. Y era verdad. Sus rasgos y su fragancia eran hermosos pero intimidantes. Incluso para él.
Ella sonrió y sus labios se curvaron de un modo casi inhumanamente atractivo.
—Ese hombre al que usted y Tach salvaron está sentado por allí. —Él señaló con el arco de una ceja—. Se llama Jeremiah Strauss. Antes era una de las ligas menores al que llamaban el Proyeccionista. Creo que todos los que estamos a bordo somos idiotas. Ah, ahí viene.
Strauss se acercó, sujetándose a los respaldos de los asientos. Estaba pálido y asustado.
—¿Señor Jayewardene? —Lo dijo como si hubiera estado practicando su pronunciación durante los últimos diez minutos—. Mi nombre es Strauss Me han explicado lo que hizo por mí. Y quiero que sepa que nunca olvido un favor. Si necesita un empleo cuando lleguemos a Nueva York, U Thant es amigo de mi familia. Pensaremos en algo.
—Es muy amable por su parte, señor Strauss, lo habría hecho de todos modos. —Jayewardene extendió la mano y estrechó la suya.
El hombre sonrió, enderezó los hombros y se aferró a los respaldos de regreso a su asiento.
—Diría que va a necesitar un buen tiempo para readaptarse a este tamaño —dijo Peregrine en un susurro—. Veinte años es mucho tiempo.
—No puedo hacer más que desearle una recuperación rápida. Es difícil sentir lástima por mí mismo, dada su situación.
—Sentir lástima por uno mismo es un derecho inalienable. —Bostezó—. Es increíble cuánto estoy durmiendo. Seguro que me da tiempo a darme una agradable y larga siesta antes de llegar a Tailandia. ¿Le molesta sí uso su hombro?
—No. Por favor, considérelo suyo. —Miró por la ventana—. Australia. Y, luego, ¿adónde?
Ella apoyó la cabeza en él, cerró los ojos y contestó:
—Malasia, Vietnam, Indonesia, Nueva Zelanda, Hong Kong, China, Japón. Fortunato —dijo esa última palabra en voz casi demasiado baja para que él la escuchara—. Dudo que nos topemos con él.
—Usted lo hará —le anunció con la esperanza de complacerla, mas ella le miró como si le hubiera descubierto revolviendo entre su ropa interior.
—¿Cómo lo sabe? ¿He aparecido en una de sus visiones? —Era obvio que alguien le había contado lo de su poder.
—Sí. Lo siento. En realidad no tengo control sobre ellas. —Miró por la ventana, avergonzado.
Ella descansó la cabeza de nuevo sobre su hombro.
—No es su culpa. No se preocupe, estoy segura de que Tach será capaz de hacer algo por usted.
—Eso espero.
La mujer durmió durante más de una hora. Él comió con una sola mano para evitar despertarla. Sentía que el asado de carne que tenía en el estómago era como una bola de plomo. No obstante, sabía que sobreviviría a la comida occidental al menos hasta llegar a Japón. El aire provocaba un rumor sordo al deslizarse sobre la piel de metal del avión. Peregrine respiraba con suavidad junto a su oído. Jayewardene cerró los ojos y rezó por un sueño sin visiones.