Quinta parte
DOMINGO 1 DE FEBRERO DE 1987, EN EL DESIERTO SIRIOS
Najib le asestó un veloz puñetazo, pero Misha insistió.
—Ya viene —dijo Misha—, y en mis sueños Alá me dice que debo reunirme con él en Damasco.
En la oscuridad de la mezquita, Najib brillaba como uno de los faroles de cristal verde que iluminaban los alrededores del mihrab, el nicho adornado con joyas consagrado a la oración. Por la noche Nur al-Allah resultaba más imponente, podía decirse que era la auténtica imagen de un profeta en llamas, brillando con la furia del mismo Alá. No contestó al comentario de Misha; primero miró al corpulento Sayyid, quien descansaba su enorme masa contra uno de los pilares recubiertos de baldosas.
—No —se quejó Sayyid—. No, Nur al-Allah. —Miró a Misha, que suplicaba de rodillas frente a su hermano, y sus ojos se llenaron de una ira ardiente, porque la mujer no escuchaba sus sugerencias ni se sometía a la voluntad de su hermano—. Tú has dicho a menudo que las abominaciones deben ser aniquiladas; que la única manera de negociar con un no creyente es con el filo de una espada. Permíteme que haga que se cumplan esas palabras en tu nombre. El gobierno de Baath es incapaz de detenernos: al-Asad tiembla cuando habla Nur al-Allah. Llevaré a algunos de los fieles a Damasco. Limpiaremos el mundo con el fuego purificador. Acabaremos con las abominaciones y con aquellos que las portan.
La piel de Najib resplandeció por un momento, como si el consejo de Sayyid lo excitara. Sus labios formaron una mueca feroz. Pero Misha sacudió la cabeza.
—Hermano —imploró—. Escucha también a Kahina. He tenido el mismo sueño durante tres noches. Nos veo a nosotros dos con los norteamericanos. Veo los obsequios. Veo un camino nuevo, inexplorado.
—Explícale también a Nur al-Allah que despertaste del sueño gritando, convencida de que los obsequios eran peligrosos, que el tal Hartmann tenía más de un rostro en tus sueños.
Misha le devolvió la mirada a su esposo.
—Un camino nuevo siempre es peligroso; los obsequios siempre comprometen a quien los recibe. ¿Acaso piensas decirle a Nur al-Allah que no existe peligro en tu camino, el de la violencia? ¿Es Nur al-Allah ya tan fuerte que puede vencer a todo Occidente? Los soviéticos no nos ayudarían en este problema, se lavarían las manos.
—El camino de la yihad es el camino de la lucha —dijo Sayyid, inconforme.
Najib asintió. Levantó una mano brillante ante su rostro, girándola como si se maravillara ante la suave luz que irradiaba.
—Alá aniquiló a los infieles con Su mano —concordó—. ¿Por qué no debería hacer yo lo mismo?
—Por el sueño de Alá —insistió Misha.
—¿El sueño de Alá o el tuyo, mujer? —preguntó Sayyid—. ¿Qué harán los infieles si Nur al-Allah hace lo que le he pedido? Occidente no ha hecho nada por los rehenes que están en manos de los creyentes islámicos, ni han intervenido en otras matanzas. ¿Se quejarán ante el gobierno de Damasco y al-Asad? Nur al-Allah es el verdadero gobernante de Siria, aunque no se le reconozca en público como tal; Nur al-Allah cuenta con el apoyo de la mitad de los islamitas, él es quien logró unirlos. Se quejarán, harán teatro, llorarán y se lamentarán, pero no intentarán detenernos. ¿Qué podrían hacer? ¿Rehusar negociar con nosotros? ¡Bah! —Sayyid escupió sobre las intrincadas baldosas del suelo—. Si se atrevieran, escucharían la carcajada de Alá en el viento.
—Estos norteamericanos viajan en compañía de sus guardias —replicó Misha—. Los llamados ases.
—Nosotros tenemos a Alá. Su fuerza es todo lo que necesitamos. Cualquiera de los míos se sentiría honrado de convertirse en un shahid, un mártir de Alá.
Misha se volvió hacia Najib, quien seguía examinándose la mano mientras Sayyid y Misha discutían.
—Hermano, lo que Sayyid solicita ignora los dones que Alá nos ha otorgado. Su camino ignora el don de los sueños, e ignora el kuwwa nuriyah, el poder de la luz.
—¿Qué quieres decir? —Najib bajó por fin la mano.
—El poder de Alá está en tu voz, en tu presencia. Si te reúnes con estas personas, los persuadirías de la misma manera en que persuades a los fieles cuando hablas. Cualquier creyente de Alá podría matarlos pero, en realidad, sólo Nur al-Allah puede convertir a los infieles a la fe de Alá. ¿Cuál de los dos sería el mayor homenaje a Alá?
Najib no contestó. Su rostro luminiscente adoptó una mueca aún más profunda, se dio media vuelta y se alejó unos pasos. Ella supo que lo había convencido: «¡Alabado sea Alá! Sayyid me pegará de nuevo por esto, pero vale la pena». Su mejilla palpitaba en el punto en que había recibido el golpe de Najib, pero ella hacía caso omiso del dolor.
—¿Sayyid? —preguntó Najib. Miró por una ventana ranurada hacia el pueblo. Un coro de voces débiles saludó al rostro resplandeciente.
—Que Nur al-Allah sea quien decida. Ya conoces mi opinión —dijo Sayyid—. No soy un kahiti. Sólo conozco la guerra. Pero Nur al-Allah es fuerte y creo que deberíamos mostrar esa fuerza.
Najib regresó al mihrab.
—Sayyid, ¿permitirás que Kahina vaya a Damasco y se encuentre con los norteamericanos?
—Si eso es lo que Nur al-Allah desea —respondió Sayyid fríamente.
—Lo es —dijo Najib—. Misha, regresa a casa de tu esposo y prepárate para viajar. Te encontrarás con la delegación y me contarás todo lo que aprendas sobre ellos. Entonces Nur al-Allah decidirá cómo actuar.
Misha se inclinó con respeto reverencial, de cara a las frías baldosas, y se retiró. Mantuvo los ojos bajos y sintió la mirada rencorosa de Sayyid cuando pasó frente a él.
Cuando se fue, Najib meneó la cabeza en dirección a Sayyid, que había adoptado una postura hosca.
—¿Crees que te ignoro al acatar la solicitud de tu esposa, amigo mío? ¿Te sientes insultado?
—Ella es tu hermana y es Kahina —respondió, en un tono neutral.
Najib sonrió, y la oscuridad de su boca era como un agujero en su rostro brillante.
—Permíteme preguntarte, Sayyid, ¿somos de veras lo bastante fuertes para hacer lo que aconsejas?
—In sha’Allah: por supuesto, no lo hubiera dicho si no creyera que es verdad.
—Y ¿tu plan sería más fácil de llevar a cabo en Damasco o aquí… en nuestro propio territorio, en nuestro propio tiempo?
La sugerencia hizo sonreír a Sayyid.
—Pues aquí, por supuesto, Nur al-Allah. Aquí.
MARTES 3 DE FEBRERO DE 1987, DAMASCO
El hotel estaba cerca del zoco al-Hamidiyah. Gregg podía oír la bulliciosa energía del mercado incluso por encima del traqueteo del antiquísimo aparato de aire acondicionado. Mil chilabas de colores brillantes se arremolinaban en el mercado, intercaladas con el negro sin lustre del chador. La multitud llenaba las estrechas callejuelas, visitando los coloridos toldos de los puestos y derramándose por las calles adyacentes. En la esquina más cercana, un vendedor de agua anunciaba su mercancía:
—¡Atchen, toa saubi!—«Si tienes sed, ven a mí».
Había gente por todos lados, desde el zoco hasta los blancos minaretes de la mezquita Umayyad, con sus mil doscientos años de antigüedad.
—Uno podría pensar que el wild card nunca ha existido; o el siglo veinte, de hecho —comentó Gregg.
—Eso es porque Nur al-Allah se ha asegurado de que ningún joker se atreva a caminar por las calles. Aquí matan a los jokers. —Sara, sobre la cama, colocó la naranja sobre las cáscaras que cubrían la copia de Al Baath, el periódico sirio oficial—. Recuerdo una historia que nos envió el corresponsal del Post de este país. Un joker tuvo la mala suerte de que lo descubrieran robando comida en el zoco. Lo enterraron en la arena de manera que sólo su cabeza sobresalía, y lo apedrearon hasta morir. El juez, que pertenecía a la secta Nur, por cierto, insistió en que sólo le lanzaran rocas pequeñas, para que el joker tuviera suficiente tiempo de reflexionar en sus múltiples pecados antes de morir.
Gregg entrelazó los dedos en el cabello revuelto de Sara, tiró suavemente de su cabeza hacia atrás y la besó con intensidad.
—Por eso estamos aquí —dijo—. Por eso espero conocer a esa Luz de Alá.
—Estás muy tenso desde Egipto.
—Creo que ésta es una parada importante.
—¿Oriente Próximo es una de las principales preocupaciones del próximo presidente?
—Eres una pequeña perra impertinente.
—Me tomaré el «pequeña» como un cumplido. Sin embargo, una «perra» es un can hembra, cerdo sexista. Que sepas que de veras puedo oler una historia. —Arrugó la nariz en dirección a él.
—¿Eso quiere decir que tengo tu voto?
—Depende. —Sara sacudió la sábana, arrojando el diario Al-Baath, la naranja y las cáscaras al suelo, y cogió la mano de Gregg. Le besó los dedos ligeramente y a continuación le movió la mano en dirección a sus partes inferiores—. ¿Qué tipo de incentivos piensas ofrecer?
—Haré lo que tenga que hacer. «Y hablo en serio». El Titiritero se removió un poco, con impaciencia. «Si convierto a Nur al-Allah en una marioneta, influiré en sus acciones. Puedo sentarme a la mesa con él y hacer que firme lo que yo quiera: me verán como Hartmann el Gran Negociador, el líder humanitario mundial. Nur al-Allah es la clave para controlar esta región. Con él y otros líderes más…» El pensamiento le hizo sonreír y Sara soltó una risa gutural.
—Ningún sacrificio es demasiado grande, ¿eh? —Rió de nuevo y lo arrastró encima de ella—. Me gustan los hombres con sentido del deber. Bien, empiece a ganarse su voto, senador. Y esta vez, a usted le toca el lado húmedo de la cama.
Unas horas más tarde, se oyó un discreto golpe en la puerta exterior. Gregg estaba de pie junto a la ventana, anudándose la corbata mientras miraba la ciudad.
—¿Sí?
—Soy Billy, senador. Kahina y su grupo están aquí. Ya he avisado a los demás. ¿La envío a la sala de conferencias?
—Un segundo.
Sara habló en voz baja desde la puerta abierta del baño.
—Bajaré a mi habitación.
—Puedes quedarte aquí un poco más. Billy se asegurará de que nadie te vea al irte. Habrá una conferencia de prensa después, así que quizá quieras bajar dentro de media hora. —Gregg se dirigió a la puerta, la abrió un poco y habló con Billy. Entonces caminó rápidamente a la puerta que conectaba con la suite contigua y picó—. ¿Ellen? Kahina está de camino.
Ellen entró mientras Gregg se ponía el traje; Sara se estaba cepillando el cabello. La mujer sonrió de manera automática a la periodista y la saludó con un movimiento de cabeza. Hartmann pudo notar una leve molestia en su mujer, un atisbo de celos; dejó que el Titiritero limara esas asperezas, recubriéndolas de un azul frío. No requería mucho esfuerzo; ella nunca se había engañado con respecto a su matrimonio, ni siquiera al principio: se habían casado porque ella era una Bonestell, y los Bonestell de Nueva Inglaterra siempre han estado involucrados en la política de una manera u otra. Ella sabía cómo interpretar el rol de la esposa comprensiva; cuándo pararse junto a él; qué decir y cómo. Aceptaba que «los hombres tienen sus necesidades» y no le importaba que Gregg las satisficiera mientras no lo ostentara en público o impidiera que ella tuviera sus propias aventuras. Ellen era una de las marionetas más maleables.
Él, con total deliberación y sólo por el pequeño placer que le producía el desagrado oculto de Ellen, abrazó a Sara. Notó cómo ella luchaba por contenerse en presencia de Ellen. «Puedo cambiar eso», murmuró el Titiritero dentro de su cabeza. «Mírala, hay tanto afecto en ella. Con sólo un toque podría…»
«¡No!» La intensidad de su respuesta sorprendió a Gregg. «No la forzaremos. Nunca tocamos a Succubus y no tocaremos a Sara».
Ellen observó el abrazo con una expresión sosa y la sonrisa intacta en los labios.
—Espero que hayáis dormido bien. —Ni de sus palabras ni del tono de voz asomaba el más leve sarcasmo. Apartó la mirada de Sara, glacial, distante, y sonrió a Gregg—. Querido, debemos irnos. Y quiero hablar contigo de ese reportero Downs…, me ha hecho todo tipo de preguntas extrañas y está hablando con Chrysalis también…
La reunión no fue lo que esperaba, aunque John Werthen le había informado sobre el protocolo que debía observar. Los guardias árabes alineados contra la pared, armados con una mezcla de uzis y armas automáticas de origen soviético, resultaban perturbadores. Por su parte, Billy Ray había reforzado con cuidado la seguridad de su grupo. Gregg, Tachyon y el resto de los políticos que participaban en el viaje oficial se encontraban presentes. Los ases y sobre todo los jokers se hallaban en otro punto de Damasco, recorriendo la ciudad en compañía del presidente al-Asad.
Kahina le sorprendió ampliamente. Era una mujer pequeña, de complexión menuda. Los ojos de ébano que asomaban por encima del velo eran brillantes, inquisitivos y escrutadores; su vestimenta era sencilla, con excepción del adorno con turquesas sobre la frente. La acompañaban los traductores, y tres hombres fornidos vestidos como beduinos la observaban a unos pasos de distancia, sentados.
—Kahina es una mujer en una sociedad islámica muy conservadora, senador —dijo John—. Es un hecho que hay que enfatizar. Que ella esté aquí rompe con la tradición, y sólo se le permitió porque es la profeta gemela de su hermano y porque piensan que tiene magia, sihr. Está casada con Sayyid, el general que planeó de manera magistral las estrategias que consiguieron las victorias militares de Nur al-Allah. Puede que sea Kahina y que haya tenido una educación liberal pero no es una occidental. Tenga cuidado. Estas personas se sienten insultadas con rapidez y guardan rencor durante mucho tiempo. Y, por Dios, senador, dígale a Tachyon que se modere un poco con ella.
Gregg saludó con la mano al doctor, el cual iba vestido de manera escandalosa, como siempre, pero con un nuevo toque. El alienígena había abandonado el satín, demasiado caluroso para él en aquel clima. En lugar de eso, parecía que hubiera asaltado un bazar en el zoco, emergiendo como la visión de un sheikh, según los clichés cinematográficos: pantalones de seda rojos y holgados, una camisa de lino suelta y una chaqueta con un complejo brocado, con cuentas y pulseras tintineando por todos lados. Su cabello permanecía oculto bajo un elaborado tocado; las largas puntas de sus zapatillas se elevaban y se curvaban hacia atrás. Hartmann decidió no hacer comentarios. Intercambió apretones de manos con los demás y acomodó a Ellen mientras todos buscaban sus asientos. Saludó con un gesto de cabeza a Kahina y a sus acompañantes, quienes arrancaron sus miradas de Tachyon.
—Marhala —dijo Gregg: «Saludos».
Hubo un destello en los ojos de la mujer, que inclinó la cabeza.
—Sólo hablo un poco de inglés —dijo despacio en voz baja, con un fuerte acento—. Será más sencillo si mi traductor, Rashid, habla por mí.
Habían preparado auriculares para el encuentro; Gregg se colocó los suyos.
—Estamos encantados de que Kahina haya hecho los arreglos para que conozcamos a Nur al-Allah. Es un honor mayor del que merecemos.
Su traductor habló en voz baja, hacia los auriculares. Kahina asintió. Luego respondió en árabe, con una velocidad torrencial.
—El honor es que estén tan cerca de conocerlo, senador —tradujo la voz ronca de Rashid—. El Corán dice: «Para aquellos que no crean en Alá y en Su profeta / tenemos preparado el fuego flameante».
Gregg dirigió una rápida mirada hacia Tachyon, quien levantó las cejas ligeramente bajo su tocado y se encogió de hombros.
—Nos gustaría creer que compartimos una visión de paz con Nur al-Allah —contestó Gregg despacio.
Al parecer, Kahina encontró divertido su comentario.
—Nur al-Allah, por esta única vez, ha elegido mi visión. Si por él fuera, habría permanecido en el desierto hasta que ustedes se hubiesen marchado… —Kahina siguió hablando pero la voz de Rashid se fue apagando. Entonces la mujer dirigió una mirada airada al intérprete y le dijo algo que le arrancó una mueca al hombre. Uno de los acompañantes de Kahina hizo un gesto severo; Rashid se aclaró la garganta y continuó.
—O… tal vez habría seguido el consejo de Sayyid y los hubiera asesinado a ustedes y a las abominaciones que traen consigo.
Tachyon retrocedió en su silla, en estado de choque; Lyons, el senador republicano, fanfarroneó, inclinándose hacia Gregg para susurrar:
—Y yo que pensé que Barnett era un enfermo mental.
Dentro de Gregg, el Titiritero se agitó, hambriento. Aunque no las explorara en profundidad, sentía cómo las emociones se intensificaban por momentos y se desbordaban. Los acompañantes de Kahina fruncían el ceño, obviamente molestos por su candor pero temerosos de interferir con alguien que era, después de todo, parte del profeta, su gemelo. Los guardias de la comitiva dispuestos a lo largo de la pared dejaron entrever signos de tensión. Preocupados, los representantes de la ONU y la Cruz Roja no dejaban de cuchichear.
La mujer permaneció sentada con calma en medio de la confusión, con las manos cruzadas sobre la mesa y los ojos puestos en Gregg. La intensidad de su mirada era inquietante; él se vio obligado a luchar para no desviar la suya.
Tachyon se inclinó hacia el frente, con sus largos dedos entrelazados.
—Esas «abominaciones» están exentas de culpa —dijo sin rodeos—. En tal caso, la responsabilidad recae sobre mis hombros. Su gente debería tratar a los jokers con amabilidad, no con desprecio y brutalidad. Fueron infectados por una enfermedad ciega, horrible, que no discriminó a nadie. Lo mismo le sucedió a usted; pero usted tuvo mayor suerte.
Los asistentes de la vidente murmuraron y lanzaron miradas airadas hacia el extraterrestre, pero Kahina respondió con tranquilidad:
—Alá es supremo. El virus puede ser ciego, pero Alá no lo es. Él recompensa a los dignos. Él aniquila a los indignos.
—Y ¿qué hay respecto a los ases que hemos traído con nosotros, quienes adoran a otra versión de Dios o a ninguno? —insistió Tachyon—. ¿Y respecto a los ases de otros países que veneran a Buda, a Amaterasu, a la Serpiente Emplumada o a ningún dios en absoluto?
—Los caminos de Alá son sutiles. Sé que lo que Él ha dicho en el Corán es verdad. Sé que las visiones que Él me envía son verdad. Sé que cuando Nur al-Allah habla con Su voz, es la verdad. Más allá de eso, es una locura afirmar que se comprende a Alá. —Ahora hablaba con un tono irritado, y Gregg supo que Tachyon había tocado una fibra sensible.
El doctor meneó la cabeza.
—Y yo afirmaría que la mayor locura es intentar comprender a los humanos, quienes han inventado a esos dioses —contestó.
Gregg había escuchado el intercambio con creciente excitación. Si lograse que Kahina fuera su marioneta, la mujer podría serle casi tan útil como Nur al-Allah. Hasta ahora había desestimado la influencia de Kahina. Creía que una mujer dentro de aquel movimiento fundamentalista islámico no podría ejercer ningún poder real. Ahora veía que su evaluación era equivocada.
Kahina y Tachyon se habían enzarzado en un duelo de miradas. Gregg levantó la mano, haciendo que su voz sonara razonable, tranquilizadora.
—Por favor, doctor, permítame responder. Kahina: ninguno de nosotros tiene intención alguna de insultar sus creencias. Estamos aquí solamente para ayudar a su gobierno a manejar los problemas del virus wild card. Mi país ha tenido que lidiar con el virus desde hace más tiempo; hemos tenido la mayor cantidad de gente afectada. También estamos aquí para aprender, para ver otras técnicas y soluciones, lo cual podríamos conseguir si nos reunimos con aquellos líderes que tienen más influencia. A lo largo de este viaje por Oriente Medio, hemos oído que la persona más influyente es Nur al-Allah. Nadie tiene más poder que él.
Kahina volvió a fijar la vista en Gregg. El resentimiento persistía en sus pupilas de color caoba.
—Usted aparecía en los sueños de Alá —dijo—. Le vi. Le salían hilos de las puntas de los dedos. Cuando tiraba de uno de ellos, la gente sujeta al otro extremo se movía.
«¡Dios mío!» La conmoción y el pánico casi hicieron que Gregg se cayera del asiento. El Titiritero gruñó en su cabeza como un perro acorralado. El pulso le golpeaba las sienes y podía sentir el calor en sus mejillas. ¿Cómo podía saber ella…?
Gregg se obligó a reír, esbozó una sonrisa forzosa.
—Ése es un sueño común entre nosotros, los políticos —dijo, como si bromeara—. Es posible que estuviera intentando que los votantes marcaran el cuadro correcto en la papeleta. —Hubo risitas en su lado de la mesa, y entonces adoptó de inmediato un tono más serio—. Si pudiera controlar a la gente, además de para ser presidente, usaría esos hilos para que su hermano se uniera con nosotros. ¿Podría ser ése el significado de su sueño?
Ella le miraba sin pestañear.
—Alá es sutil.
«Debes tomarla. No importa que Tachyon esté aquí o que sea peligroso porque ella sea un as. Debes tomarla. Debes tomarla porque es probable que nunca te reúnas con Nur al-Allah. Aprovecha que ella está aquí, ahora».
El Titiritero estaba impaciente y ansioso; Gregg tuvo que hacerle retroceder.
—¿Cómo convenceremos a Nur al-Allah para que se reúna con nosotros, Kahina?
Hubo una explosión en lengua árabe; la voz de Rashid respondió:
—Alá lo convencerá.
—Y usted también, usted es su consejera. ¿Qué piensa decirle?
—Tuvimos una gran discusión cuando le expliqué que los sueños de Alá me ordenaban venir a Damasco. —Los escoltas murmuraron de nuevo. Uno de ellos le tocó el hombro y le susurró fuerte al oído, pero Kahina sacudió la cabeza—. Le diré a mi hermano lo que los sueños de Alá me indiquen. Nada más. Mis propias palabras no tienen ningún peso.
Tachyon empujó su silla hacia atrás.
—Senador, sugiero que no desperdiciemos nuestro tiempo. Quiero ver las pocas clínicas que el gobierno sirio se ha molestado en instalar. Quizá ahí pueda lograr algo.
Gregg miró al resto de los ocupantes de la mesa: todos asintieron. La gente de Kahina también se mostraba impaciente. Hartmann se levantó.
—Entonces esperaremos un mensaje suyo, Kahina. Por favor, se lo suplico: dígale a su hermano que, a veces, al encontrarte con un enemigo descubres que en realidad es un amigo. Estamos aquí para ayudar. Eso es todo.
La mujer se levantó y, cuando se estaba retirando los auriculares, Gregg extendió una mano casual hacia ella, ignorando el desprecio que el gesto generó entre sus escoltas. Al ver que Kahina se negaba a estrecharle la mano, él mantuvo la palma extendida.
—Tenemos un dicho: cuando uno está en Roma, debe actuar como un romano —comentó, esperando que ella entendiera las palabras, o que Rashid tradujera—. Aun así, el primer paso para comprender a alguien es conocer sus costumbres. Una de las nuestras es que los amigos se dan un apretón de manos para demostrar que han llegado a un acuerdo.
Por un momento pensó que su estratagema había fallado, que la oportunidad se le escaparía. Casi se alegró. No sería sencillo abrir la mente y la voluntad de un as que había conseguido aterrorizarlo minutos antes con su acertada percepción inconsciente, y mucho menos con Tachyon junto a él, observándolo…
Entonces, una mano sorprendentemente blanca surgió de entre la oscuridad de medianoche de la túnica y le rozó los dedos.
«Debes…»
Gregg se deslizó por los tentáculos del sistema nervioso, que se curvaban y ramificaban, buscó bloqueos y trampas, buscó la menor señal de conciencia de su presencia en el interior de Kahina. Si la hubiera sentido, habría huido tan rápido como había entrado. Siempre había sido extremadamente cauteloso con los ases, incluso con aquellos que sabía con seguridad que no tenían poderes mentales. Con todo, Kahina no parecía ser consciente de que la examinaba.
La abrió por completo, preparando las entradas que usaría más tarde. El Titiritero suspiró ante el torbellino de emociones que encontró ahí dentro. Kahina tenía una personalidad rica y complicada. Los vericuetos de su mente estaban saturados y eran muy fuertes. Podía sentir su actitud hacia él: una brillante esperanza dorada y verde y, junto a ella, el ocre de la sospecha, y vetas marmoleadas de piedad y desagrado por su mundo. Sin embargo, también había una envidia resplandeciente debajo, así como un anhelo que parecía ligado a los sentimientos que tenía hacia su hermano.
Recorrió ese camino por segunda vez y se sorprendió ante la hiel pura y amarga que encontró. La había ocultado con mucho cuidado, bajo capas de emociones más seguras y benignas, y la había sellado con el respeto que sentía por el hecho de que Alá prefiriera a Nur al-Allah, pero la emoción estaba ahí de modo indiscutible. Incluso palpitó bajo su contacto, como un ser vivo.
Esto sólo le llevó un instante. Ya había retirado la mano pero había establecido el contacto. Se quedó con ella durante algunos segundos más para asegurarse de ello, y entonces regresó a sí mismo.
Gregg sonrió. Lo había logrado, y estaba a salvo. Kahina no lo descubrió; Tachyon ni siquiera sospechó nada.
—Todos le agradecemos su presencia —dijo Gregg—. Dígale a Nur al-Allah que todo lo que deseamos es entendimiento. ¿Acaso el Corán no empieza con el exordio: «En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso»? Nacimos de esa esencia, de esa misma compasión.
—¿Es ése el obsequio que ofrece, senador? —preguntó en inglés; Gregg pudo sentir el anhelo creciente de su mente abierta.
—Creo que es el mismo obsequio que usted se daría a sí misma.
MIÉRCOLES 4 DE FEBRERO DE 1987, DAMASCO
Un golpe en la puerta de la habitación despertó a Sara. Adormilada, miró su despertador de viaje: era las 1.35 de la madrugada, hora local, pero tenía la Impresión de que era mucho más tarde. «Todavía sufro el desajuste horario. Es demasiado temprano para que sea Gregg».
Se puso una bata y se frotó los ojos mientras se dirigía a la puerta. El personal de seguridad había sido muy claro acerca de los riesgos que corrían mientras se hallaran en Damasco. No se detuvo directamente frente a la puerta, sino que se inclinó hacia la mirilla central. Mirando a través de ella, vio el rostro distorsionado de una mujer árabe, envuelta en el chador. Los ojos y la fina estructura de su rostro le eran familiares, así como las cuentas del color azul del mar en el tocado del velo.
—¿Kahina? —preguntó.
—Sí —respondió una voz apagada desde el pasillo—. Ábrame, por favor. Quisiera hablar con usted.
—Deme un minuto. —La reportera se pasó una mano por el cabello. Se cambió la bata delgada de encaje que se había puesto por otra más gruesa y recatada. Retiró la cadena de la puerta y la abrió tan sólo un poco.
Una mano pesada abrió la puerta por completo, y Sara ahogó un grito. Un hombre corpulento la miraba con el ceño fruncido, sosteniendo una pistola enorme, pero tras una rápida mirada inicial ignoró a la periodista y se dedicó a husmear por la habitación: abrió la puerta del armario, se asomó en el baño, gruñó y regresó a la puerta. Dijo algo en árabe y entonces entró Kahina. El guardaespaldas cerró la puerta detrás de la mujer y se ubicó cerca de ella.
—Lo siento —dijo Kahina. Su voz luchaba por expresarse en inglés, pero sus ojos se mostraban bondadosos. Hizo un gesto en dirección al guardia—. En nuestra sociedad, una mujer…
—Creo que lo entiendo —dijo Sara. El hombre la observaba con descaro; se apretó el cinturón de la bata y se la cerró a la altura del cuello; luego bostezó de manera involuntaria. Le pareció que Kahina sonreía bajo el velo.
—De nuevo me disculpo por despertarla, pero el sueño… —Se encogió de hombros—. ¿Puedo sentarme?
—Por favor. —Sara hizo un gesto con la mano hacia las dos sillas que se hallaban junto a la ventana.
El guardia gruñó y soltó una ráfaga de palabras en árabe.
—Dice que no nos sentemos junto a la ventana —tradujo Kahina—, es demasiado peligroso.
La reportera arrastró las sillas hacia el centro de la habitación; eso pareció satisfacer al guardia, el cual se apoyó en la pared. Kahina tomó una de las sillas, acompañada del leve crujir de la tela oscura de sus ropas. Sara se sentó con cuidado frente a ella.
—¿Usted estuvo en la reunión? —preguntó Kahina cuando estuvieron instaladas.
—¿En la conferencia de prensa posterior, quiere decir? Sí.
La mujer árabe asintió. Sara descubrió que el chador hacía casi imposible leer el rostro oculto. Sólo podía advertir los ojos penetrantes de Kahina por encima del velo. Una profunda bondad se reflejaba en ellos, una gran empatía. Sara sintió cómo la mujer empezaba a gustarle.
—En la… conferencia —empezó con torpeza Kahina— dije que Nur al-Allah esperaría a escuchar mis sueños antes de decidir si se reuniría con su gente. Acabo de tener un sueño.
—¿Por qué ha acudido a mí en lugar de ir con su hermano?
—Porque el sueño me indicaba que viniera con usted.
Sara sacudió la cabeza.
—No lo comprendo. No nos conocemos; yo sólo era una más entre la docena de reporteros que estaban ahí.
—Usted está enamorada de él.
Supo a quién se refería. Lo sabía, pero la protesta fue automática.
—¿Él?
—El que tiene la doble cara. El de los hilos. Hartmann. —Al ver que no contestaba, Kahina estiró la mano y le tocó la suya con suavidad. El gesto era fraternal y extrañamente comprensivo—. Amas a quien odiaste en su momento —dijo Kahina. Mantuvo la mano sobre la de la reportera.
Sara descubrió que no podía mentir, no ante los ojos abiertos y vulnerables de Kahina.
—Creo que así es. Usted es la vidente; ¿puede decirme qué pasará con nosotros? —Sara lo dijo en broma, pero Kahina no detectó la inflexión u optó por ignorarla.
—Ahora es feliz, aunque no sea su esposa, aunque viva en pecado. Lo entiendo. —Los dedos de Kahina apretaron los de Sara—. Entiendo cómo el odio puede transformarse en una espada sin filo, cómo es posible vencerlo hasta que empiezas a pensar que hay algo más.
—Me está confundiendo, Kahina. —Sara se arrellanó en su asiento, deseando estar completamente despierta, deseando que Gregg estuviera ahí con ella. La mujer árabe retiró la mano.
—Permítame que le cuente mi sueño. —Cerró los ojos y cruzó las manos sobre el regazo—. Yo… yo vi a Hartmann con dos caras: una agradable a la vista, la otra deforme, como una abominación de Alá. Usted estaba junto a él, en vez de su esposa, y el rostro que era agradable sonreía. Vi sus sentimientos hacia él, cómo su odio había cambiado. Mi hermano y yo también estábamos ahí, y mi hermano señalaba la abominación en el interior de Hartmann. La abominación escupió, y la saliva me cayó a mí. Me vi a mí misma, y mi rostro era el suyo. Y vi que yo también tenía otro rostro dentro de mis velos, el rostro de una abominación afeada por el rencor. Hartmann se cernió sobre mí y me retorció la cabeza hasta que sólo se podía ver la abominación.
»Hubo un rato en que las imágenes del sueño fueron confusas. Me pareció ver un cuchillo y vi que Sayyid, mi esposo, luchaba conmigo. Entonces las imágenes se aclararon y vi a un enano, el cual habló. Dijo: “Dile a ella que, bajo la superficie, el odio aún está vivo. Dile que recuerde eso. El odio te protegerá”. El enano rió, y su risa era maligna. No me gustó nada.
Abrió los ojos de par en par: había terror en ellos.
Sara trató de hablar, se detuvo y volvió a intentarlo.
—Yo… Kahina, no sé lo que significa todo eso. Son tan sólo imágenes aleatorias, no mejores que los sueños que yo misma tengo. ¿Significan algo para usted?
—Es el sueño de Alá —insistió Kahina, su voz se había vuelto áspera e intensa—. Podía sentir Su poder en él. Lo que yo entiendo es esto: mi hermano se reunirá con su gente.
—Gregg… El senador Hartmann y los demás estarán encantados de saber eso. Créame, nuestra única intención es ayudar a su gente.
—Entonces ¿por qué el sueño está lleno de miedo?
—Quizá porque siempre se tiene miedo al cambio.
Kahina parpadeó. De súbito, la franqueza se desvaneció. Ella estaba aislada, tan escondida como su rostro detrás del chador.
—Le dije algo muy parecido a eso a Nur al-Allah una vez. No le gustó la idea más de lo que me gusta a mí ahora. —Se levantó de la silla con agilidad. El guardia se puso en posición de alerta junto a la puerta—. Me alegra que nos hayamos reunido. La veré de nuevo en el desierto. —Se dirigió a la puerta.
—Kahina…
La mujer se volvió hacia ella.
—¿Eso era todo lo que deseaba decirme?
La sombra del velo escondió sus ojos.
—Quería decirle tan sólo una cosa —dijo—. Yo llevaba su rostro en el sueño. Creo que somos muy parecidas; siento que somos… como hermanas. Lo que este hombre, a quien ama, sería capaz de hacerme, también podría hacérselo a usted.
Le hizo un gesto al guardia con la cabeza. Entonces salieron de prisa al pasillo y desaparecieron.
MIÉRCOLES 4 DE FEBRERO DE 1987, EN EL DESIERTO SIRIO
Era el paisaje más árido que Gregg había visto en su vida.
Una gruesa capa de suciedad cubrió las ventanas a causa de las aspas del helicóptero. Bajo ellos, la tierra se veía desolada: la vegetación era seca y escasa, apenas conseguía aferrarse a la vida sobre la roca volcánica de la meseta del desierto. La tierra alrededor de la costa había sido relativamente exuberante, pero las palmas datileras y la tierra cultivable fueron sustituidas por pinos a medida que las tres aeronaves abandonaban las montañas de Jabal Duriz. Entonces sólo vieron espinos y matorrales. La única vida que pudieron detectar se concentraba en un asentamiento ocasional, desde donde les miraban unos hombres con túnicas y turbantes, junto a sus rebaños de cabras, con ojos suspicaces.
Fue un viaje largo, ruidoso y muy incómodo. El aire era turbulento y los rostros alrededor de Gregg reflejaban gran amargura. Miró a Sara; ella le dedicó una media sonrisa y se encogió de hombros. Los helicópteros descendieron cerca de un pequeño pueblo que parecía estar sitiado por tiendas de colores brillantes, instaladas en los pliegues de un valle pluvial prehistórico. El sol se ponía detrás de las colinas áridas y purpúreas; las luces de las fogatas salpicaban la zona.
Billy Ray volvió mientras el helicóptero lanzaba arremolinadas tormentas de polvo a través de la lona.
—Joanne ha dicho que podemos aterrizar, senador —gritó Billy a través del clamor de los motores, ahuecando las manos a ambos lados de la boca—. Quiero que sepa que, aun así, no me parece correcto.
—Estamos bastante seguros, Billy —gritó Gregg en respuesta—. El hombre tendría que estar loco para hacernos algo.
Billy le dirigió una mirada de soslayo.
—Es un fanático. La secta Nur está relacionada con el terrorismo por todo Oriente Medio. Ir a su cuartel general, quedar a su entera disposición, teniendo en cuenta los recursos limitados de los que dispongo, equivale a cortarle el gaznate a la seguridad.
Sonaba más excitado que preocupado —Carnifex disfrutaba con las peleas— pero Gregg podía sentir una leve y fría corriente subterránea de temor bajo la enorme preocupación de Ray. Se adentró en su mente y aumentó ese temor, gozando de la sensación a medida que el sentimiento se incrementaba. Hartmann se dijo a sí mismo que no lo hacía únicamente por diversión, sino porque la paranoia contribuiría a que Ray fuera aún más eficaz en caso de que surgieran problemas.
—Aprecio tu preocupación, Billy —dijo—. Pero estamos aquí. Veamos lo que podemos hacer.
Los helicópteros aterrizaron en una plaza central, cerca de la mezquita. Salieron todos en fila, temblando bajo el frío nocturno; todos menos el taquisiano. Tan sólo una porción de la delegación había tomado el vuelo desde Damasco. Nur al-Allah había prohibido que cualquiera de las «detestables abominaciones» acudiera al lugar; la lista había excluido a todos los que resultaba evidente que eran jokers, como el padre Calamar o Chrysalis; Radha y Fantasy habían decidido por cuenta propia permanecer en Damasco. La mayoría de las esposas y gran parte del equipo científico se quedó atrás también. La soberbia de la invitación de Nur al-Allah había enfurecido a gran parte del contingente; había tenido lugar un amargo debate sobre si debían asistir. La Insistencia del senador terminó triunfando.
—Oigan, encuentro sus exigencias tan desagradables como cualquiera de ustedes. Pero ese hombre es una fuerza legítima en este sitio. Gobierna Siria y también una buena porción de Jordania y Arabia Saudita. No importa quiénes sean los líderes electos, él ha unido las sectas. No me gustan sus enseñanzas ni sus métodos, pero no puedo negar su poder. Si le damos la espalda, no cambiaremos nada. Sus prejuicios, su violencia y su odio continuarán extendiéndose. Si nos reunimos con él, bueno, al menos existirá una posibilidad de que podamos moderar su dureza.
Rió para restarse importancia, negando con la cabeza ante su propio argumento.
—No creo que tengamos ninguna, en realidad. Aun así…, es algo contra lo que debemos enfrentarnos, si no es con Nur al-Allah, será en nuestra propia casa, con fundamentalistas como Leo Barnett. Los prejuicios no desaparecerán sólo porque los ignoremos.
El Titiritero, estirándose hacia ellos, se aseguró de que Hiram, Peregrine y los otros que ya se hallaban abiertos a él murmuraran su aprobación. El resto retiró sus objeciones a regañadientes, aun cuando la mayoría decidió quedarse atrás como protesta.
Al final, los ases dispuestos a encontrarse con Nur al-Allah habían sido Hiram, Peregrine, Braun y Jones. El senador Lyons decidió acompañarlos en el último minuto. Tachyon, para consternación de Gregg, insistió en ser incluido. Reporteros y agentes de seguridad engrosaron las filas.
Kahina salió de la mezquita mientras el sonido de las aspas disminuía y los visitantes bajaban las escalerillas de los helicópteros. Ella se inclinó en señal de saludo mientras desembarcaban.
—Nur al-Allah les da la bienvenida —dijo—. Por favor, síganme.
Gregg oyó cómo Peregrine tomaba aliento repentinamente cuando Kahina les hizo señas. El senador sintió una oleada de indignación y pánico al mismo tiempo. Miró sobre el hombro para ver cómo las alas de Peregrine la envolvían protectoramente y su vista estaba fija en el suelo cerca de la mezquita. Siguió su mirada.
Habían encendido una especie de hoguera entre los edificios. Bajo su luz rutilante, atisbaron tres cuerpos agusanados, hechos un ovillo contra la pared, y rocas dispersas en torno a ellos. El cuerpo más cercano era sin duda de un joker, con la cara alargada hasta formar un hocico peludo y garras en lugar de manos. El olor los golpeó de inmediato, fétido y nauseabundo; Gregg pudo sentir cómo aumentaban la conmoción y el disgusto de sus acompañantes. Lyons vomitó de manera desesperada y audible; Jack Braun musitó una maldición. Dentro, el Titiritero sonrió lleno de júbilo mientras Gregg fruncía el ceño.
—¿Qué es este ultraje? —Tachyon exigió una respuesta de Kahina.
El senador se dejó llevar dentro de la mente de la mujer y encontró cambiantes tonalidades de confusión en su interior. Kahina se giró para mirar los cadáveres y Hartmann sintió la rápida punzada de la traición dentro de ella. Sin embargo, cuando Kahina los miró de nuevo, la había cubierto con el plácido color esmeralda de la fe, y su voz siguió un cuidadoso ritmo monótono, al tiempo que su mirada se volvió inexpresiva.
—Ellos eran… abominaciones. Alá puso en ellos la marca de su indignidad y sus muertes no significan nada. Eso es lo que Nur al-Allah ha decretado.
—Senador, nos vamos —declaró Tachyon—. Éste es un insulto intolerable. Kahina, dígale a Nur al-Allah que protestaremos enérgicamente ante su gobierno. —Su rostro aristocrático se hallaba tenso y apenas lograba controlar la furia, tenía apretados los puños. Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera moverse, Nur al-Allah salió del arco de la entrada de la mezquita.
Gregg no dudó que Nur al-Allah había elegido el momento más propicio para aparecer, a fin de causar el mayor efecto posible. En aquella noche cada vez más oscura, surgió como una pintura medieval de Cristo: un resplandor sagrado irradiaba de él. Usaba una delgada chilaba a través de la cual refulgía su piel, e incluso la barba y el cabello se veían oscuros contra el resplandor.
—Nur al-Allah es el profeta de Alá —dijo en inglés, con un fuerte acento—. Si Alá les deja irse, podrán hacerlo. Si Él ordena que se queden, se quedarán.
La voz de Nur al-Allah era un violonchelo: un instrumento rico, glorioso. Hartmann sabía que debía contestar, pero no podía. Todas las personas del grupo permanecían en silencio; el mismo Tachyon se congeló a medio camino mientras se giraba para volver a los helicópteros. Gregg tuvo que luchar para lograr que su boca funcionara. Tenía la mente cubierta de telarañas, y sólo la fuerza del Titiritero le permitió romper esas ataduras. Cuando respondió, su propia voz sonó débil y áspera.
—Nur al-Allah permite el asesinato de inocentes.
—Nur al-Allah permite el asesinato de inocentes. Ése no es el poder de Alá. Eso es sólo el fracaso de un hombre —jadeó Gregg.
Sara quiso alzar la voz para mostrar su apoyo y aprobación pero no pudo. Todos permanecían de pie, aturdidos. Junto a Sara, Digger Downs, que había estado garabateando con frenesí en su libreta, también se había detenido y el lápiz le caía de la mano.
La periodista sintió un fugaz temor; por ella misma, por Gregg, por todos. «No debimos venir. Esa voz… Ellos ya sabían que Nur al-Allah era un orador consumado; incluso sospechaban que debía de tener el poder de un as; pero ningún informe indicaba que fuera tan poderoso».
—El hombre fracasa cuando le falla a Alá —contestó Nur al-Allah con placidez. Su voz tejió un suave encantamiento, una especie de manto de invisibilidad que lo cubría todo. Cuando hablaba, las palabras parecían estar cargadas de verdad—. Ustedes creen que estoy loco; no lo estoy. Piensan que soy una amenaza; yo sólo amenazo a los enemigos de Alá. Creen que soy duro y cruel; si es así, es sólo porque Alá es duro con los pecadores. Síganme.
Se volvió y se dirigió de prisa hacia el interior de la mezquita. Peregrine e Hiram ya hicieron ademán de seguirlo; Jack Braun caminaba tras el profeta, como aturdido; Downs rozó a Sara al pasar. La mujer luchó contra el impulso de obedecer, pero sus piernas ignoraron su voluntad, así que avanzó arrastrando los pies con el resto del grupo; sólo Tachyon era inmune al poder de Nur al-Allah. Permaneció inmóvil y rígido en medio del campo, con las facciones tensas. Cuando Sara pasó junto a él, miró en dirección a los helicópteros; luego se dejó llevar junto al interior de la mezquita sin abandonar su mirada iracunda.
Lámparas de aceite iluminaban los recovecos sombríos de entre los pilares. Al frente, Nur al-Allah permaneció de pie en el estrado del minbar, el púlpito. Kahina estaba a su derecha, y Sara reconoció la figura gigantesca de Sayyid a su izquierda. Unos guardias con armas automáticas se trasladaron a las estaciones alrededor de la habitación, mientras la reportera y los demás deambulaban en torno al del minbar, confundidos.
—Escuchen las palabras de Alá —entonó Nur al-Allah. Era como si hablara una deidad, con una voz que retumbaba y rugía. Su furia y su desprecio les hizo temblar y maravillarse de que las piedras de la mezquita no cayeran ante su poder—: «En cuanto a los no creyentes, debido a sus malas acciones, la mala fortuna no dejará de afligirlos o de agazaparse en la entrada misma de sus hogares». El también dice: «¡Ay, del pecador mentiroso!» Escucha las revelaciones de Alá recitadas a Él y, como si nunca las hubiera oído, persiste en su desprecio. Quienes tras oír Nuestras revelaciones las niegan, serán condenados a un castigo vergonzoso. «Quienes niegan las revelaciones de su Señor sufrirán el tormento de un azote terrible».
Sara se encontró con que unas lágrimas espontáneas se le derramaban por las mejillas. Aquellas citas quemaban, le marcaban el alma como el ácido. Aunque una parte de ella luchaba, quería gritarle a Nur al-Allah suplicando perdón. Buscó a Gregg con la mirada y lo vio cerca del minbar. Le vio el relieve de los tendones del cuello; parecía que intentara alcanzar a Nur al-Allah, y no había señales de arrepentimiento en su rostro. «¿No lo ves?», quería decirle. «¿No ves lo equivocados que estábamos?»
Y entonces, aunque la voz de Nur al-Allah todavía era profunda y resonante, la energía que llegó al interior de ella desapareció. Irritada, Sara se secó las lágrimas mientras su rostro brillante y sardónico sonreía.
—¿Ven? Sienten el poder de Alá. Ya que vinieron aquí a conocer a su enemigo, sepan que es fuerte. Su fuerza es la de Dios, y no podrían vencerla más de lo que podrían romper la columna del mundo mismo. —Levantó la mano, formando un puño frente a ellos—. El poder de Alá está aquí. Con él barreré a todos los no creyentes de esta tierra. ¿Creen que necesito guardias para retenerles? —Nur al-Allah escupió—. ¡Bah! Mi sola voz es su prisión; si quisiera que murieran, les daría una simple orden y ustedes mismos se colocarían el cañón de una pistola en la boca. Voy a arrasar Israel hasta dejarlo en ruinas; tomaré a los marcados por Alá y los convertiré en esclavos; a los que tengan poder y rehúsen entregarse en honor a Alá los mataré. Eso es lo que les ofrezco. Sin discusiones, sin compromisos, sólo el puño de Alá.
—Y eso no podemos permitirlo. —Era la voz de Tachyon, desde la parte trasera de la mezquita. Sara sintió una esperanza desesperada.
—Y eso no podemos permitirlo. —Gregg escuchó las palabras de Tachyon mientras sus dedos se estiraban hacia las sandalias de Nur al-Allah. El Titiritero contribuyó con su fuerza, pero era como si el profeta estuviera en la cima de una montaña y Gregg se estirara en vano desde el pie del monte. Le brotaron perlas de sudor en la frente. Sayyid miró hacia abajo con desprecio, sin dignarse a patear la mano de Hartmann lejos de su amo.
Nur al-Allah rió ante las palabras de Tachyon.
—¿Me desafía? ¿Usted, que no cree en Alá? Puedo sentirlo, doctor Tachyon. Siento cómo su poder trata de asomarse en mi mente. Piensa que mi mente puede quebrarse, como quiebra la de sus compañeros. No es así. Alá me protege, Alá castigará a quienes lo atacan.
Sin embargo, mientras hablaba, Gregg vio el esfuerzo reflejado en el rostro de Nur al-Allah. Su brillo pareció disminuir y las barreras que sujetaban al senador se aflojaron. Sin importar de cuánto se jactara el profeta, el ataque mental de Tachyon estaba logrando avanzar. Gregg sintió un instante fugaz de esperanza.
En ese momento, con la atención de Nur al-Allah puesta en Tachyon, Gregg se las arregló para tocar la carne brillante del pie del profeta. El resplandor esmeralda quemaba; pero ignoró el dolor. El Titiritero gritó, triunfante.
Y entonces retrocedió muy de prisa. Nur al-Allah estaba ahí. Estaba consciente y Gregg podía sentir la presencia de Tachyon también. «Esto es demasiado peligroso», gritó el Titiritero. «Él lo sabe, lo sabe». De atrás llegó un golpe seco y un grito estrangulado, y Gregg miró sobre el hombro, hacia el doctor.
Uno de los guardias se había acercado a Tachyon por detrás y le había golpeado en la cabeza con la culata de su uzi. El taquisiano cayó de rodillas, cubriéndose la cabeza con las manos, gimiendo. Luchó por levantarse pero el guardia lo golpeó brutalmente. El alienígena permaneció inconsciente sobre el mosaico de azulejos del suelo, su respiración era trabajosa. Nur al-Allah rió. Miró para abajo, a Gregg, cuya mano aún se estiraba en vano hacia el pie del profeta.
—Ahí lo tiene, ¿lo ve? Estoy protegido: por Alá, por mi gente. ¿Y usted, senador Hartmann? ¿Usted, con los hilos de Kahina? ¿Todavía me quiere controlar? Quizá debiera mostrarle los hilos de Alá y hacerlo bailar para Su diversión. Kahina dijo que usted era un peligro y Sayyid quiere que lo maten. Así que tal vez usted debería ser el primer sacrificio. ¿Cómo reaccionaría su gente si lo vieran confesar sus crímenes y, entonces, suplicando el perdón de Alá, se suicidara? Eso sería efectivo, ¿no cree?
Nur al-Allah señaló a Gregg con un dedo:
—Sí, creo que así será.
El Titiritero chilló de terror.
—Sí, creo que así será.
Misha escuchó las palabras de su hermano con inquietud. Todo lo que él había hecho era abofetearla: la ostentación de los jokers apedreados, el ataque a Tachyon, sus soberbias amenazas. Najib la traicionaba con cada palabra.
Najib la había usado y le había mentido, él y Sayyid la habían engañado. El la había dejado ir a Damasco pensando que los representaba, que si traía a los norteamericanos, existiría la posibilidad de llegar a algún acuerdo. Pero a Najib no le había importado. No había escuchado sus advertencias acerca de extralimitarse. Un lento encono se irguió dentro de ella, secando su fe. «Alá. Creo en Tu voz dentro de Najib. Pero ahora él muestra su otra cara. ¿Es también la Tuya?»
La duda diluyó la magia en la voz de Najib y se atrevió a hablar y a interrumpirlo.
—Vas demasiado rápido, Najib —dijo entre dientes—. No nos destruyas con tu orgullo.
Su rostro resplandeciente se contorsionó y su discurso se detuvo a media oración.
—Yo soy el profeta —espetó—. No tú.
—Entonces al menos escúchame a mí, la que ve nuestro futuro. Esto es un error, Najib. Este camino te aleja de Alá.
—¡Silencio! —rugió, y arremetió con el puño contra ella. Un mareo de tonalidades rojas la cegó. En ese momento, con la voz de Najib apagada por el dolor, algo en su mente cedió, la barrera que había contenido todo el veneno. Esa furia era fría y mortal, venenosa por los insultos y el maltrato al que Najib la había sometido a través de los años, entremezclada con la frustración, la negación y la subyugación. Su hermano se había alejado de ella, había exigido su obediencia. Entonces el profeta reanudó su diatriba y el poder de su voz se enroscó sobre la multitud una vez más.
Pero a ella no podía tocarla, no a través de lo que se estaba derramando del estanque de amargura.
Ella vio el cuchillo en su cinturón y supo lo que tenía que hacer. La compulsión era demasiado grande para resistirse a ella.
Saltó hacia Najib, gritando sin palabras.
Sara vio que Nur al-Allah señalaba con el dedo brillante hacia Gregg. Sin embargo, mientras seguía ese gesto, Kahina captó su atención. La periodista frunció el ceño, aun bajo el encanto de las palabras de Nur al-Allah, porque Kahina estaba temblando: miraba a su hermano con una expresión corrosiva. Le gritó algo en árabe, y él se giró hacia ella, todavía palpitando con un poder abrasador. Intercambiaron palabras; él la golpeó.
Fue como si ese golpe le hubiera provocado una locura divina. Kahina saltó sobre Nur al-Allah como un felino depredador, gritando mientras lo arañaba con manos desnudas. Oscuros ríos de sangre opacaron la luna de su rostro. Entonces agarró el largo cuchillo curvo de su cinto y lo sacó de su vaina enjoyada. De un solo movimiento, le cortó la garganta con el borde afilado. Nur al-Allah se sujetó el cuello, la sangre fluía entre sus dedos mientras un jadeo estrangulado y húmedo brotaba de él. Y cayó de espaldas.
Por un momento, el horror mantuvo a todos en suspense, hasta que la sala estalló en gritos. Kahina estaba de pie en estado de choque sobre Nur al-Allah, con el cuchillo colgando de sus blancos dedos. Sayyid gritó con incredulidad, blandiendo un enorme brazo que envió a Kahina rodando hasta el suelo. El hombre dio un torpe paso hacia el frente; Sara se dio cuenta, asombrada, de que el gigante era un tullido. Dos de los guardias sujetaron a Kahina, arrastrándola mientras forcejeaba. Otros hombres se acuclillaron junto al herido Nur al-Allah, para tratar de detener el flujo de sangre.
Para entonces, Sayyid había llegado hasta Kahina. Recogió la daga que ella había dejado caer y observó sus oscuras manchas. Gritó un largo lamento, elevó los ojos al cielo y alzó la hoja para apuñalarla.
Pero entonces gimió, con la hoja aún levantada, y cayó. Sus rodillas cedieron como si un enorme peso lo presionara desde arriba y lo aplastara sin dificultad. El militar gritó de dolor y soltó el arma. Su inmenso cuerpo se derrumbó sobre sí mismo, el esqueleto se había vuelto incapaz de sostener la carne. Todos oyeron el seco y repugnante crujido de los huesos al romperse. Sara miró alrededor y vio a Hiram sudando, con el puño derecho apretado hasta el punto de que sus nudillos se habían puesto blancos por el esfuerzo.
Sayyid gimió, ya era una masa informe sobre las baldosas. Los guardias soltaron a Kahina en la confusión.
Ella aprovechó para correr. Uno de los guardias levantó su uzi para apuntarle, pero Mordecai Jones lo arrojó contra la pared. Jack Braun, en medio de un resplandor dorado, levantó a otro de los secuaces de Nur al-Allah y lo lanzó al otro lado de la sala. Peregrine, que estaba mudando de plumas, fue incapaz de despegar pero, aun así, se enfundó los guantes con garras e hirió a un guardia, mientras que Billy Ray, con un grito exultante, giró y pateó las rodillas del pistolero más próximo.
Kahina se agachó para pasar bajo un arco y desapareció.
Sara encontró a Gregg entre el alboroto. Al confirmar que se hallaba bien, una ola de alivio la embargó. Pero justo cuando empezaba a correr hacia él, su alivio se congeló.
No había más temor en su rostro, no más preocupaciones.
Parecía calmado. Casi parecía sonreír.
Sara jadeó. No sintió nada más que un vacío profundo.
—No —susurró para sí.
«Lo que él me haría, también te lo haría a ti».
—No —repitió—. No puede ser.
Cuando Nur al-Allah dirigió un dedo acusador hacia Gregg, éste supo que su única esperanza descansaba en la amargura que yacía en el interior de Kahina. Era imposible controlar a Nur al-Allah, pero la árabe era suya. La violación a la que Gregg sometió su mente fue brutal e inmisericorde. La despojó de todo menos del odio que latía agazapado, le ordenó desbordarse y crecer. Y aquello funcionó más allá de sus expectativas.
Pero él había deseado que Kahina muriera, acallarla. Debió de haber sido Hiram quien detuvo a Sayyid: demasiado caballeroso para entregar a Kahina a la justicia islámica, que solía ser brutal. Gregg se reprendió a sí mismo por no haber previsto eso; pudo haber controlado a Hiram, marioneta suya desde mucho tiempo atrás, aun con los extraños matices que había visto en el hombre últimamente. Ahora el momento había pasado, el encantamiento se rompió en cuanto calló la voz de Nur al-Allah. Gregg se permitió tocar la mente de Hiram y detectó ese ligero y extraño colorido de nuevo. Pero no tenía tiempo para meditar sobre eso.
La gente gritaba. Una uzi retumbó, ensordecedora.
En medio del caos, Hartmann sintió la cercanía de Sara. Se volvió y la encontró mirándolo. Las emociones se removían salvajes en su interior. Su amor estaba hecho jirones y era cada vez más frágil bajo la creciente sospecha color ocre.
—Sara —la llamó, y su mirada se alejó de prisa, a fin de observar a la multitud de personas que se hallaban en torno a Nur al-Allah.
La pelea era generalizada. Le pareció ver a Billy, con júbilo en el rostro, arrojándose con todo su peso sobre un guardia.
«Déjame apoderarme de Sara o la perderás». El Titiritero sonaba extrañamente triste. «No hay nada que puedas decir para deshacer el daño. Ella es lo único que puedes salvar de todo este caos. Dámela o también la perderás».
«No, no puede saberlo. Es imposible que lo sepa», protestó Gregg, pero sabía que estaba equivocado. Podía ver el daño en su mente. Ninguna mentira podría reparar eso.
Afligido, penetró en su mente y acarició el desgarrado tejido azur de su afecto. Vio cómo de manera lenta y cuidadosa el Titiritero enterraba su desconfianza bajo cintas brillantes y suaves de falso amor.
Él la abrazó rápidamente.
—Vámonos —le dijo de forma brusca—. Vámonos de inmediato.
Afuera, Billy Ray estaba sobre un guardia inconsciente y ordenaba con voz estridente a su gente que tomara posiciones.
—¡Moveos! Tú, encárgate del doctor. Senador Hartmann, ¡salgamos de aquí, ya!
La gente de Nur al-Allah aún presentaba algo de resistencia pero estaba conmocionada. La mayoría se arrodillaba alrededor del cuerpo tendido del profeta, aún con vida: Gregg pudo sentir su terror, su dolor. Le quería muerto, también, pero no tenía la menor oportunidad.
Se desató un tiroteo cerca de donde se hallaba Gregg. Braun, que ahora brillaba con intensidad, se detuvo frente al pistolero oculto; se podía oír el silbido de las balas rebotando contra su cuerpo. Gregg gruñó conmocionado cuando Golden Boy arrancó el arma de las manos del hombre. Un fuego penetrante le impactó en el hombro, y el golpe le hizo tambalearse.
—¡Gregg! —Oyó que Sara le llamaba.
Gimió de rodillas. Apartó la mano del hombro y vio que sus dedos brillaban por la sangre. La habitación giró a su alrededor; el Titiritero se encogió dentro de él.
—Joanne, ¡sácalos! ¡Le han dado al senador! —Billy Ray hizo a Sara a un lado y se acuclilló junto a Hartmann. Le quitó el traje manchado de sangre con cuidado para examinar la herida. Gregg pudo sentir el alivio fluyendo través del hombre—. Estará bien…, es sólo un buen y largo roce, eso es todo. Déjeme ayudarle…
—Puedo yo solo. —Su voz chirrió a través de sus dientes apretados, y se esforzó en levantarse. Sara le cogió por el brazo sano y lo ayudó a ponerse de pie. Tragó aire; había violencia por todas partes y el Titiritero estaba demasiado aturdido para ser capaz siquiera de alimentarse. Se obligó a pensar, a ignorar el dolor palpitante y dijo—: Billy, no te distraigas conmigo. Ve a por los demás.
Pero ya había poco que hacer. El resto de la gente de Nur al-Allah estaba atendiendo al profeta; Peregrine se había deslizado al exterior; Jones y Braun estaban guiando a Lyons y a los otros dignatarios. Hiram le había quitado a Tachyon casi todo el peso y lo ayudaba a salir mientras el doctor sacudía la cabeza, aturdido. Nadie impidió que se retiraran.
Sara dejó que Gregg se apoyara en ella mientras huían. Al dejarse caer en los asientos del helicóptero, ella lo abrazó con suavidad.
—Me alegra que estés bien —susurró. Y tomó su mano mientras las aspas de los helicópteros rasgaban el viento nocturno.
Era como si Gregg sujetara la mano de madera de una muñeca. Ya no significaba nada.
Nada en absoluto.