30 de enero / Jerusalén
«Jerusalén, ciudad abierta», así la llaman. Una metrópolis internacional, gobernada de manera conjunta por comisionados de Israel, Jordán, Palestina y Gran Bretaña, en virtud de un mandato de las Naciones Unidas, y sagrada para tres de las grandes religiones del mundo.
Por desgracia, la expresión apropiada no es «ciudad abierta», sino «herida abierta». Jerusalén sangra como lo ha hecho durante casi cuatro décadas. Si esta ciudad es sagrada, odiaría visitar una que fuera profana.
Hoy, los senadores Hartmann y Lyons y los otros delegados políticos han comido con los comisionados del lugar pero el resto de nosotros hemos pasado la tarde recorriendo esta ciudad internacional y libre, en limusinas cerradas con parabrisas antibalas y un blindaje especial bajo la carrocería para soportar explosiones de bombas. Jerusalén, según parece, gusta de dar la bienvenida a sus visitantes internacionales haciéndolos explotar. No parece importarles quiénes sean, de dónde vengan, qué religión practiquen o su tendencia política: en esta ciudad hay suficientes facciones para que todos puedan contar con que alguien les odie.
Hace dos días estuvimos en Beirut. Viajar de Beirut a Jerusalén es como viajar del día a la noche. El Líbano es un país hermoso y Beirut es tan encantador y tranquilo, casi sereno. Sus diversas religiones parecen haber resuelto el problema de vivir en comparativa armonía, aunque hay incidentes, por supuesto: ningún lugar de Oriente Medio (o del mundo, de hecho) es del todo seguro.
Pero en Jerusalén… Los brotes de violencia han sido endémicos durante los últimos treinta años, cada uno peor que el anterior. Manzanas enteras que parecen Londres durante los ataques aéreos, y una población que permanece y que se ha acostumbrado tanto al sonido distante de las ametralladoras que apenas lo notan.
Nos detuvimos brevemente en lo que queda del Muro de las Lamentaciones (en gran parte destruido en 1967 por terroristas palestinos, en represalia por el asesinato de al-Hazis a manos de terroristas israelíes el año anterior) y, de hecho, nos atrevimos a salir de nuestros vehículos. Hiram miró alrededor con ferocidad y cerró el puño, como si retara a cualquiera a causar problemas. Se ha comportado de un modo extraño últimamente; se ha vuelto irritable, se enoja fácilmente, está malhumorado. Las cosas que presenciamos en África nos han afectado a todos, en realidad. Un fragmento del muro sigue siendo bastante imponente. Lo toqué e intenté sentir la historia. En lugar de eso, sentí las marcas dejadas en la piedra por las balas.
La mayoría de nuestro grupo regresó al hotel después de eso, pero el padre Calamar y yo tomamos un desvío para visitar el Distrito Joker. Me han dicho que es la segunda comunidad más grande de jokers en el mundo, después de Jokertown…; es una lejana segunda posición, pero la segunda, al fin y al cabo. No me sorprende. El islam no ve a mi gente con amabilidad; es por eso que los jokers vienen aquí desde todo Oriente Medio, en busca de cualquier exigua protección ofrecida por la soberanía de la ONU y una pequeña y desmoralizada fuerza internacional de paz en desventaja, tanto en número como en armamento.
El Distrito Joker es indescriptiblemente sórdido, y el peso de la miseria humana dentro de sus muros es casi palpable. Sin embargo, resulta irónico que las calles del lugar se consideren más seguras que cualquier otro lugar de Jerusalén. El Distrito tiene sus propios muros, construidos desde que se tiene memoria, originalmente para proteger los sentimientos de la gente decente, para escondernos a nosotros, las obscenidades vivientes, de su vista; pero esos mismos muros han proporcionado una medida de seguridad a aquellos que habitan en su interior. Una vez dentro no vi a un solo nat, sólo jokers, de todas las razas y religiones, todos viviendo en paz relativa. En algún momento fueron musulmanes, judíos o cristianos, fanáticos, sionistas o seguidores de Nur, pero una vez que se repartieron las cartas, no fueron más que jokers. El joker es capaz de igualarlo todo, atraviesa todo tipo de odios y prejuicios, une a toda la humanidad en una nueva hermandad de dolor. Un joker es un joker, y cualquier otra cosa que pudiera ser en un pasado no importa.
Ojalá funcionara de la misma manera con los ases.
La secta Jesucristo Joker tiene una iglesia en Jerusalén, y el padre Calamar me ha llevado allí. El edificio parecía más una mezquita que una iglesia cristiana, al menos vista desde el exterior, pero por dentro no era tan distinta de la Iglesia que yo había visitado en Jokertown, aunque era mucho más antigua y estaba más deteriorada. El padre encendió una vela y dijo una oración, y visitamos la estrecha rectoría destartalada, donde conversó con el pastor en un latín vacilante mientras compartíamos una botella de vino tinto agrio. Mientras hablaban, oí el sonido de las armas automáticas golpeteando en la noche, a pocas cuadras de distancia. Una noche típica en Jerusalén, supongo.
Nadie leerá este diario hasta después de mi muerte, y para entonces seré inmune a cualquier acusación con toda seguridad. He pensado mucho y en profundidad sobre si debería o no registrar lo que ha sucedido esta noche y, al final, he decidido que lo haré. El mundo necesita recordar las lecciones de 1976 y que se le refresque de vez en cuando que la LADJ no habla por todos los jokers.
Una anciana joker me ha pasado una nota simulando que me estrechaba la mano cuando el padre Calamar y yo salíamos de la iglesia. Supongo que alguien me reconoció.
Cuando leí la nota, me excusé de la recepción oficial, alegando cansancio una vez más, pero en esta ocasión se trataba de un ardid. Cené en mi habitación con un criminal buscado, un hombre a quien sólo puedo describir como un famoso terrorista joker internacional, aunque se le considera un héroe dentro del Distrito Joker. No daré su nombre real, ni siquiera en estas páginas, ya que tengo entendido que todavía visita a su familia en Tel Aviv de vez en cuando. Usa una máscara canina negra en sus «misiones» y la prensa, la Interpol y las diversas facciones que patrullan Jerusalén se refieren a él con diferentes apelativos, entre ellos el «Perro Negro» y el «Sabueso Infernal». Esta noche llevaba una máscara completamente distinta, una capucha con forma de mariposa cubierta con brillantina plateada, y no tuvo problema alguno al cruzar la ciudad.
—Lo que debes recordar —me dijo—, es que los nats son básicamente estúpidos. Usas la misma máscara dos veces dejando que te fotografíen con ella y en seguida piensan que es tu cara.
El Sabueso, como lo llamaré, nació en Brooklyn pero emigró a Israel con su familia a los nueve años y se hizo ciudadano israelí. Tenía veinte años cuando se convirtió en joker. «Viajé por medio mundo para contraer el wild card», me dijo, «debí quedarme en Brooklyn».
Pasamos varias horas discutiendo sobre Jerusalén, Oriente Medio y el politiqueo con el wild card. El Sabueso lidera lo que la honestidad me obliga a llamar «una organización terrorista joker»; los Puños Retorcidos. Son ilegales tanto en Israel como en Palestina, lo cual no es cosa fácil. Es evasivo en cuanto al número de miembros que tienen, pero nada tímido al confesar que casi todo su apoyo financiero proviene de Jokertown.
—Puede que no le agrademos, señor alcalde —me dijo el Sabueso—, pero sí a su gente. —Incluso dio a entender con astucia que uno de los delegados joker de nuestro tour se encuentra entre sus simpatizantes, aunque, por supuesto, se niega a facilitar su nombre.
El Sabueso está convencido de que la guerra está por llegar al Oriente Medio, y pronto.
—Ya era hora —dijo—. Ni Israel ni Palestina han tenido nunca fronteras defendibles, y ninguna es una nación económicamente viable. Cada una está convencida de que la otra es culpable de todo tipo de atrocidades terroristas, y ambas tienen razón. Israel quiere el Néguev y la Rivera Occidental, Palestina quiere un puerto en el Mediterráneo, y ambos países están llenos de refugiados de 1948 que quieren recuperar sus hogares. Todos quieren Jerusalén, excepto la ONU, que ya la tiene. Joder, necesitan una buena guerra. Parecía que los israelíes iban ganando en el 48 hasta que los Nasr les patearon el trasero. Sé que Bernadotte ganó el Premio Nobel de la Paz por el Tratado de Jerusalén pero, que quede entre nosotros: habría sido mejor si hubieran peleado hasta el amargo final…, cualquiera que hubiese sido.
Le pregunté cuánta gente habría muerto y se limitó a encogerse de hombros.
—Estarían muertos. Pero tal vez, si esto acabara, si de verdad acabara, algunas de las heridas empezarían a sanar. En lugar de eso, tenemos dos semipaíses cabreados que comparten el mismo pequeño desierto y ni siquiera se reconocen entre sí. Hemos tenido cuatro décadas de odio, terrorismo y miedo, y aún está por llegar la guerra, pronto. De todos modos, no tengo idea de cómo Bernadotte logró la paz de Jerusalén, aunque no me sorprende que lo hayan asesinado a pesar de sus esfuerzos. Los únicos que odian las reglas más que los israelíes son los palestinos.
Señalé que, por impopular que pudiera ser, la paz de Jerusalén había durado casi cuarenta años. Él lo ha negado y ha afirmado que «se ha vivido en un punto muerto durante cuarenta años, no una paz real. El miedo mutuo es lo que ha hecho que funcionara. Los israelíes siempre han tenido superioridad militar. No obstante, los árabes tenían a los ases de Puerto Said, y ¿cree que los israelíes han olvidado? Cada vez que los árabes erigen un monumento a la memoria de los Nasr, en cualquier lugar entre Bagdad y Marrakech, los israelíes lo hacen explotar. Créanme, no han olvidado. La diferencia es que ahora todo el asunto está desequilibrado. Tengo fuentes que dicen que Israel ha estado realizando sus propios experimentos con el wild card con voluntarios de sus fuerzas armadas, y se han hecho algunos ases propios. Supongo que para ustedes eso es fanatismo, ofrecerse como voluntario para el wild card. Y del lado árabe, tienen a Nur al-Allah, quien se refiere a Israel como una “nación joker bastarda” y ha prometido destruirla por completo. Los ases de Puerto Said eran dulces garitos en comparación con este grupo, incluyendo al viejo Khóf. No, está llegando, y pronto».
—¿Y cuando llegue? —le pregunté.
Llevaba una arma, algún tipo de ametralladora semiautomática pequeña con un largo nombre ruso. La sacó y la puso sobre la mesa, entre nosotros.
—Cuando llegue —dijo—, se pueden matar mutuamente todo lo que quieran, pero más les vale dejar el Distrito en paz, o tendrán que vérselas con nosotros. Ya le hemos dado al Nur algunas lecciones. Cada vez que matan a un joker, nosotros matamos a cinco de los suyos. Comprenderás que captan la idea, pero el Nur aprende despacio.
Le dije que el senador Hartmann tenía la esperanza de organizar una reunión con Nur al-Allah a fin de iniciar discusiones que contribuyeran a encontrar una solución pacífica para los problemas de la región. Se rió. Charlamos durante un largo rato, sobre jokers, ases y nats; la violencia y la no violencia; la guerra y la paz; la hermandad y la venganza; sobre poner la otra mejilla y proteger a los tuyos; y al final no llegamos a nada.
—¿Por qué ha venido? —le pregunté al final de la charla.
—Pensé que debíamos conocernos. Podríamos usar su ayuda. Su conocimiento de Jokertown, sus contactos con la sociedad nat, el dinero que podría recaudar.
—No van a tener mi ayuda —le dije—. He visto adonde lleva su camino. Tom Miller recorrió ese camino hace diez años.
—¿Gimli? —Se encogió de hombros—. Para empezar, Gimli estaba como una cabra. Yo no. Él quería que el mundo mejorara con un besito en la herida. Yo lucho para proteger a los míos. Para protegerle, Desmond. Rece porque su Jokertown nunca necesite a los Puños Retorcidos; pero, de ser así, ahí estaremos. Leí el artículo de portada de la Time sobre Leo Barnett. Puede que el Nur no sea el único lento en aprender. Si es el caso, tal vez el Perro Negro vuelva a casa y encuentre ese árbol que crece en Brooklyn, ¿sabe? No he ido a un partido de los Dodgers desde que tenía ocho años.
Se me detuvo el corazón en la garganta, mirando la pistola que había en la mesa, y estiré la mano y la puse sobre el teléfono.
—Podría llamar a nuestro equipo de seguridad ahora mismo y asegurarme de que eso no suceda, de que usted no mate a más gente inocente.
—Pero no lo hará —dijo el Sabueso—. Porque tenemos demasiado en común.
Le dije que no teníamos nada en común.
—Ambos somos jokers —dijo—. ¿Qué otra cosa importa? Entonces se enfundó la pistola, se ajustó la máscara y salió de mi habitación caminando tranquilamente.
Y que Dios me asista, me quedé ahí sentado solo varios minutos interminables, hasta que oí que las puertas del ascensor se abrían al final del pasillo, y retiré la mano del teléfono.